Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de junio de 2016

EDNA O'BRIEN. LAS CHICAS DE CAMPO. LA CHICA DE OJOS VERDES. CHICAS FELIZMENTE CASADAS.

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os ofrece una recomendación de lectura, escogida siempre con criterios de rigor y calidad. La última entrega de esta extensa -en todos los sentidos- serie que a lo largo del mes de junio estamos dedicando a libros que se agrupan bajo el formato de ciclo o saga o cadena en la que se recogen obras unidas bajo un común hilo conductor y en las que se presenta a unos personajes vinculados por una misma historia que se desarrolla en el tiempo a lo largo de diversas generaciones, en una evolución en todo semejante a la de las vidas “normales” de cualquier ser humano, debía centrarse esta tarde en los seis libros de Mi lucha, el fascinante proyecto literario de Karl Ove Knausgård, el hasta hace poco desconocido y ahora exitoso escritor noruego. Así estaba concebido mi planteamiento inicial, pergeñado en el pasado mes de septiembre, dado que de los seis libros que componen el monumental friso autobiográfico del controvertido autor tres de ellos ya habían sido traducidos en España y se anticipaba entonces la relativamente inmediata publicación de los tres restantes. Sin embargo, ha transcurrido el tiempo y la obra completa no ha visto la luz aún en nuestro país (son solo cuatro, todavía, los libros traducidos en este momento), por lo que he de posponer para una ocasión ulterior la lectura de la “colección” entera y por lo tanto su correspondiente reseña.

Y así, en su lugar, y siguiendo la misma pauta de libros “plurales”, os hablo ahora de una trilogía que aunque también es espléndida y presenta igualmente numerosos tintes de la biografía de su autor -autora en este caso-, es, sin embargo -por planteamiento y estilo, por estructura y enfoque literario-, muy distinta a la originariamente prevista para ocupar estos minutos. Hoy os presento tres emotivas novelas que con los títulos de Las chicas de campo, La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas publicó en 2013, 2014 y 2015, respectivamente, la extremeña editorial Errata Naturae en traducción de Regina López Muñoz.

Edna O’Brien, nacida en Tuamgraney, Irlanda, en 1932, pasa por ser una de las escritoras irlandesas más destacadas, siendo objeto de reconocimiento y valoración mundiales, y habiendo recibido elogios de autores tan sobresalientes como Alice Munro y Phillip Roth o, entre sus colegas británicos, Samuel Beckett, de quien fue amiga, John Berger, Kingsley Amis o el también irlandés John Banville, todos ellos nombres mayores de la literatura mundial. Autora de numerosas novelas, ensayos y biografías, guionista de cine y creadora de obras de teatro, galardonada a lo largo de su extensa carrera con premios literarios muy relevantes (el último por Country girl, La chica de campo, un título claramente autorreferencial con el que encabezó sus memorias, publicadas en inglés en 2012 y que no han sido editadas en España), O’Brien alcanzó su mayor repercusión con la trilogía cuya lectura quiero recomendaros esta tarde, escrita entre 1960 y 1964.

Aunque no procede, como es obvio, “destripar” la trama, sí quiero haceros -por significativa para la “presentación” de los libros- una breve descripción del hilo argumental de la serie, que abarca la vida de dos jóvenes irlandesas, Caithleen (Kate) Brady y Bridget (Baba) Brennan, desde su más temprana infancia hasta su primera madurez. (En este sentido, y en tanto las novelas siguen la trayectoria vital de las dos amigas -que, además y como comentaré más adelante, presentan personalidades muy diferentes, y hasta opuestas, entre sí-, el ciclo de novelas de Edna O’Brien mantiene un cierto paralelismo con Dos amigas, la obra de Elena Ferrante que os recomendé en este blog hace ahora quince días).

En Las chicas de campo vemos a las dos muchachas, con apenas cinco años (estamos en torno a 1940, las chicas son casi “contemporáneas” de la autora, en un primer rasgo autobiográfico de los muchos -confesados por su autora- que encierra la serie), en un pequeño y perdido pueblo en el profundo entorno rural irlandés. Con orígenes familiares muy distintos (la vida de Kate se desenvuelve en un ambiente muy modesto, tradicional y opresivo, con un padre siempre borracho y ausente, que dilapida en el juego su en consecuencia menguante patrimonio, y una madre afligida y desamparada en su ausencia de expectativas vitales; la de Baba, por el contrario, es más holgada -aunque encierra, quizá más soterrados, idénticos pequeños dramas, idéntica tristeza, idéntica desolación-, su padre veterinario y su madre un ama de casa atractiva y sofisticada que mitiga su desengaño, su tedio existencial, bebiendo solitaria en los bares de noche), conocemos a ambas niñas en el colegio y en su primitiva vida infantil (en un marco atrasado y sin embargo idílico, muy cercano -la cita es expresa en el libro- a El hombre tranquilo, el clásico de John Ford); más adelante, ya adolescentes, las seguimos cuando son internadas en un rígido colegio de monjas (y a esa etapa pertenece el significativo fragmento que os dejo como cierre de esta reseña); para, en un tercer gran eje del libro, acompañarlas después en su huída a la capital, a un Dublín muy cercano -en mi percepción durante la lectura- al gris, brumoso, húmedo, oscuro y deprimente de las novelas de Benjamin Black, el álter ego “policíaco” de John Banville, del que ya os he hablado en estas páginas; un Dublín en el que se independizan, logran un trabajo, flirtean con diversos jóvenes, en episodios que pese a representar momentos de libertad y exaltación, de alegría e iniciación a la vida -o quizá por ello- están impregnados, como la trilogía entera, por la tristeza, la nostalgia, la aflicción, la soledad, rasgos que definen la personalidad de Kate, desde cuya perspectiva se narra la historia. La atracción y la rivalidad entre amigas, el descubrimiento y la fascinación del amor (una ideación algo quimérica de Kate centrada en el señor Gentleman, un muy mayor vecino del pueblo), los ritos de paso a la edad adulta, los sueños y las promesas de futuro, la necesidad de volar en pos de un espacio propio y, a la vez, la añoranza de la casa familiar, la fuerza y también la vulnerabilidad de la juventud, protagonizan esta primera novela, en la que yo mismo he reconocido tantas “sensaciones” de mi propia vida a esas complicadas edades. Un libro a mi juicio deslumbrante y, con mucho, el más intenso, poético y conmovedor de los tres.

La chica de ojos verdes continúa la descripción de la vida de las jóvenes en un período que abarca -aproximadamente: aunque hay “dataciones” temporales en las tres novelas, no siempre son precisas o concretas- desde los diecisiete hasta los veintiún años de Baba y Kate. Desde el punto de vista de esta, que sigue siendo la voz narrativa, se nos cuenta su vida en Dublín en donde, ya asentadas, desarrollan su sencilla existencia -viviendo en una modesta casa de huéspedes, con sus ropillas baratas, sus hábitos mediocres, su diversiones tristísimas, siempre sin dinero-, en una sucesión de idilios irrelevantes, muy prosaicas aventuras y peripecias vitales algo patéticas. De nuevo Kate conocerá el amor (representado ahora en el cosmopolita Eugene, un viajado y ciertamente excéntrico director de cine, de nuevo mucho mayor que ella) y sufrirá por su causa, protagonizando un despertar a la vida que la traerá y llevará de Dublín a su pueblo natal, y de ahí otra vez a la capital, para acabar, en un nuevo desengaño, embarcando hacia Londres en compañía de -cómo no- su amiga Baba.

Por fin, en Chicas felizmente casadas, irónico título de la tercera y última novela de la serie, se nos muestra a las dos mujeres -jóvenes aún- habiendo accedido a una condición matrimonial que no hace honor al adverbio bajo cuya rúbrica se presenta la obra. Sus vidas como esposas -y ahora se alternan las voces narrativas de Kate y también la de Baba, que en los anteriores libros no había aparecido en primera persona- continúan la pauta de desengaño y frustración, de miseria y desolación, de desconcierto y anhelos frustrados, de expectativas incumplidas e inseguridades y dudas y tristeza y desvalimiento y aterradora soledad que ya habíamos conocido en las primeras entregas de la serie. Hay cosas en esta vida que no se pueden preguntar y (oh, Agnus Dei) hay cosas en esta vida que no se pueden responder, es el desesperanzado lema con el que se cierra la obra, evidenciando este tono sombrío de su lúcido enfoque.

La construcción de ambos personajes -y de los numerosos pero muy bien descritos secundarios que surcan la serie- es magnífica, y no resulta difícil identificarse con la algo simple Kate y sus múltiples tribulaciones. Las chicas crecen juntas pero, desde niñas, su amistad se caracteriza por una llamativa ambigüedad, un efecto atracción/rechazo o afinidad/repulsión, que las acompañará de por vida.

Kate es una chica sencilla (Fíjate qué chica tan sencilla, alegre como unas castañuelas, sin reparos en manifestar alegría cuando le sirves un segundo pastelillo, que trabaja todo el día y se mete en la cama muerta de cansancio. Una chica natural, sin dobleces), ciertamente pánfila, tímida y vulnerable, triste y frágil, melancólica y solitaria, débil, ignorante y timorata (Yo, tan maleable, temerosa de todo, irreflexiva, alocada, criada en la ignorancia de la Edad de Piedra y la barbarie religiosa), un pobre animalillo inocente que transmite permanentes sensaciones de desprotección y desvalimiento, una joven desgraciada (Al igual que la inmensa mayoría de la humanidad, su vida había sido complicada y su infancia infeliz), fantasiosa, constructora de quimeras, que vive esperando siempre otra cosa (los faros, sus destellos y los barcos solitarios me hacían pensar en toda la gente que espera a otras personas a lo largo y ancho de este mundo), que añora lo que no tiene y ansía, lo que poseyó y ha perdido, una mujer aburrida, indecisa (jamás había tenido que tomar decisiones. Siempre había alguien que elegía por mí, la ropa, la comida), anodina, que pasa desapercibida y no deja rastro en sus semejantes (la gente me olvida fácilmente), un pajarillo desamparado (Era como un gorrión en medio de una nevada: parda, aterrada, sola, en cita del libro referida a su madre, pero que como señala José María Guelbenzu en su crítica en El País, resulta muy claramente aplicable a ella misma, y definitoria de su delicada personalidad).

Los tres libros están repletos de referencias que completan ese muy interesante y profundo retrato de Kate y de las agitadas aguas interiores que perturban su desasosegado carácter: el peso de la muerte de la madre (aquél fue el último día de mi niñez, dice, a propósito de aquel infausto día), la consecuente culpabilidad en sus momentos de felicidad, pues a mi madre nunca la había visto feliz o contenta, la constante sensación de pérdida (Tenía ante sí a una persona a la que habían arrebatado demasiadas cosas), la infructuosa búsqueda de un lugar propio en el mundo (Por fin estoy aprendiendo a ser yo misma, y cuando sea capaz de expresarme imagino que no me sentiré tan sola ni tan lejos del mundo al que él trató de llevarme demasiado pronto), su obsesiva persecución del amor (A Kate podías decirle “hambruna de la patata”, que ella acababa relacionándolo con el amor, dice Baba), un amor idealizado y condenado al fracaso, como ocurrirá con el señor Gentleman y con Eugene, una ofuscación sentimental que condena su existencia y la destruye (Se llevó la mano al corazón y me dijo que le encantaría arrancárselo, pisotearlo, despedazarlo hasta la muerte, puesto que el corazón era su perdición), la persistente sensación de frustración, la honda e irremediable soledad que convierte su vida en un desolador drama (El insoportable peso del terror que llevaba años acarreando no se había aligerado), atrapada en una afligida nostalgia de un pasado supuestamente idílico en el recuerdo (los prados verdes y apacibles que se desplegaban a partir de la recia casa de piedra y, en verano, las reinas de los prados, blancas como la nata en los promontorios; o también: El mugir de las vacas, el crujido de los árboles, el alegre cacareo de las gallinas que deambulan para aprovechar los últimos minutos de libertad antes de que las recluyan), pero profundamente infeliz cuando se vivió (era un lugar sin vida, afirma, retrospectivamente, del pueblo de su infancia, destartalado, viejo, a punto de desmoronarse. Los comercios necesitaban una mano de pintura, y ya no parecía haber tantos geranios en las ventanas como los que había durante mi niñez. Y del mismo modo: Había escapado por fin de los sonidos tristes: el de la lluvia solitaria golpeando el tejado de chapa del gallinero, el de los gemidos de una vaca parturienta bajo un árbol en mitad de la noche. O aún más abruptamente: No se detuvo a mencionar las tierras pantanosas, ni las pardas ciénagas desprovistas de árboles, ni las hectáreas de campo muerto, inhóspito, con una ruina gris en el horizonte; los lugares de los que había heredado su sentido de la fatalidad).

Frente a ella, Baba es activa, positiva, primaria, superficial, disfruta de la vida -la aprovecha- sin excesivos reparos ni preocupaciones, sin culpabilidades ni angustias, sin prejuicios ni rebuscadas complejidades existenciales. Rozando en muchos casos la frivolidad, su vida es, sin embargo, más allá de esa ligereza epidérmica, mediocre e insatisfactoria, y sus profundas carencias -ya detectables desde la infancia- se traducen, entre otros efectos, en un trato degradante y ofensivo, despiadado y humillante, hacia Kate. Pensé -dice esta cuando recuerda su niñez en común- en todas las veces que habíamos recorrido juntas el trayecto de vuelta a casa desde la escuela, y en lo mucho que disfrutaba echándome a los perros y escribiéndome palabrotas en el brazo con rotulador indeleble, en una muestra reveladora de su singular amistad, de la ambigua y contradictoria relación que las une, también presente de modo significativo en la nota que Baba escribe en una tarjeta de regalo: Para Caithleen, en recuerdo de todos los buenos momentos por los que hemos pasado; eres una imbécil rematada.

El segundo gran motivo de interés de la serie, además del espléndido retrato de sus protagonistas y de la profundidad en la descripción y el análisis psicológico de las dos mujeres, lo constituye la fidedigna recreación del ambiente social de la Irlanda de los años 50. Un país primitivo, anquilosado en el pasado, del que afloran de continuo en las novelas su fanatismo religioso, el rígido catolicismo, su anacrónico puritanismo (los libros, en particular el primero, resultaron escandalosos en la época y fueron objeto de censura), la paupérrima vida rural, la reivindicaciones nacionalistas, el conflicto político y el odio a los ingleses, tal y como se refleja en el siguiente fragmento que pone también de manifiesto la componente fúnebre de la vida irlandesa: La muerte era fundamental en aquel lugar. Aquí y allá, las crucecitas pintadas de blanco clavadas en las cunetas señalaban los lugares donde algunas personas habían entregado su vida por Irlanda, y ni un solo día parecía transcurrir sin que muriera algún anciano de gripe, o de muerte natural, o de un derrame cerebral. Por el motivo que fuera, sólo nos enterábamos de las muertes; raras veces era noticia un nacimiento. Son reseñables también las múltiples referencias a claves notorias de la cultura de Irlanda, en la literatura (Joyce), la música (Van Morrison), el cine (la ya reseñada mención a El hombre tranquilo), el verde de la bandera que aflora con valor simbólico en la presentación del pueblo de la infancia, situado en la llanura del corazón de Irlanda, en el que la casa y los prados que se desplegaban en derredor formando una extensión infinita de liso verdor.

Sin tiempo ya para más, vuelvo a recomendaros vivamente la lectura de esta excepcional trilogía de Edna O’ Brien que publica Errata Naturae. Estoy seguro de que no os decepcionará. De entre las muchas alusiones musicales presentes en la serie he escogido Buttons and Bows interpretado por Dinah Shore como cierre de este comentario.

-Y ahora -añadió-, que levanten la mano las niñas que deseen tomar leche por las noches.
Como yo era de pecho delicado, levanté la mano y así fue cómo me comprometí a tomar cada noche un vaso de leche templada, comprometiendo también a mi padre a pagar dos libras anuales. Las becas no entendían de pechos delicados.
Nos mandaron temprano a la cama.
Nuestro dormitorio estaba en el primer piso. En el rellano que precedía a la estancia había un baño ante cuya puerta se formó una cola de veinte o treinta chiquillas que daban saltitos sobre una y otra pierna, como s no pudieran aguantar. Me quité los zapatos y los llevé en la mano. El dormitorio era una sala alargada con ventanas a ambos lados y una puerta al fondo sobe la que había un enorme crucifijo, y de las paredes, de un color amarillo enfermizo, pendían cuadros con escenas sagradas. En el centro, dispuestas a lo largo, dos filas de camastros de hierro vestidos con cubrecamas de algodón blanco; las estructuras también eran blancas. Las camas estaban numeradas, y no me costó trabajo dar con la que me correspondía. A Baba y a mí nos separaban seis camas. Me consolaba saber que la tendría cerca, en el caso de que algún día volviésemos a hablarnos. Había tres radiadores encajados en las paredes, pero estaban fríos.
Me senté en la silla que había junto a mi cama y me quité con calma las ligas y las medias. Las ligas me apretaban tanto que me habían dejado señales en los muslos. Preocupada por si me saldrían varices durante la noche, me entretuve en examinar las marcas sin saber que la hermana Margaret estaba justo detrás de mí. Usaba zapatos con suela de goma y se había acercado con tal sigilo que yo no me había percatado. Por eso, cuando dijo: “Atiendan, niñas”, me sobresalté y me puse de pie. Me giré para mirarla: se leía el enojo en su rostro, y estaba tan cerca de mí que pude fijarme en que tenía un pequeño quiste en un iris.
-Puede que las recién llegadas lo ignoren, pero el orgullo de un convento siempre ha sido su decencia. Nuestras colegialas son, por encima de todo, personas buenas y discretas. Y se puede medir el recato de una chica por su forma de vestirse y desvestirse. Hay que hacerlo con arreglo al decoro y al pudor. En un dormitorio común como éste... -Se interrumpió porque alguien había entrado por la puerta del fondo, golpeando un aguamanil con el batiente. Yo estaba ruborizada hasta las orejas. Prosiguió: -En el piso de arriba, las alumnas de los últimos cursos cuentan con cubículos independientes. Pero, como decía, en un dormitorio común como éste exigimos a las alumnas que se vistan y desvistan protegidas por sus batas. Y al hacerlo deberán ustedes mirar al pie de sus camas, con el fin de evitar las miradas indiscretas que podrían producirse en el caso de estar en los laterales.
Tosió y se alejó haciendo girar el mazo de llaves que llevaba en la mano. Abrió la puerta de roble del fondo de la estancia y desapareció.
La chica de la cama de al lado puso los ojos en blanco. Era bizca, y no me cayó bien. No por la bizquera, sino porque parecía la clásica persona que tiene muy mal gusto para todo. Llevaba una bata preciosa y muy cara, y unas sofisticadas zapatillas acolchadas. Sin embargo, una tenía la sensación de que se ponía esas cosas para alardear, y no porque fuesen bonitas. Vi cómo escondía dos chocolatinas debajo de la almohada.
Desnudarse con una bata sobre los hombros es un talento que requiere mucha práctica. A mí se me cayó la mía seis o siete veces, hasta que al final me encorvé y conseguí que no se me resbalara.
Andaba rebuscando en mi bolso de viaje cuando apagaron las luces; en ese momento, unas siluetillas en bata corretearon por el pasillo enmoquetado y desparecieron en sus camas blancas y heladas.
Pretendía sacar el bizcocho del fondo del bolso. Como tenía el juego de té encima, tuve que ir sacándolo pieza por pieza. Baba se deslizó sigilosamente hasta el pie de mi cama, y por primera vez hablamos; o, más bien, susurramos.
-Por Dios, vaya infierno. No aguantaré ni una semana.
-Ni yo. ¿Tienes hambre?
-Me comería a un niño chico -dijo.
Estaba sacando la lima de uñas de la bolsa de aseo para cortar con ella un trozo de bizcocho cuando una llave giró en la cerradura de la puerta del fondo del cuarto. Tapé rápidamente el dulce con una toalla y nos quedamos petrificadas mientras la hermana Margaret se acercaba hacia donde estábamos, linterna en mano.
-¿Qué significa esto? -preguntó.
Ya sabía cómo nos llamábamos, y se dirigía a nosotras por nuestro nombre completo; no sólo decía Bridget (el verdadero nombre de Baba) y Caithleen, sino Bridget Brennan y Caithleen Brady.
-Nos sentimos muy solas, hermana -traté de explicar.
-No estáis solas en vuestra soledad. La soledad no es excusa para desobedecer. -Hablaba con un susurro penetrante; todo el mundo la oía-. Vuelva a su cama, Bridget Brennan.
Baba se alejó sin hacer ruido. La hermana Margaret paseó la linterna a mi alrededor hasta que el rayo de luz alumbró el coqueto servicio de té sobre la cama.
-¿Qué es esto? -preguntó al tiempo que levantaba una de las tacitas.
-Es un juego de té, hermana. Me lo traje porque mi madre se murió.
Fue una estupidez, y me arrepentí al punto de haber dicho aquello. Siempre estoy diciendo tonterías, y es porque no pienso antes de decirlas.
-Qué conducta tan pueril y sensiblera -reprobó.
Se levantó el faldón del hábito, amontonó en el hueco que se formó las piezas del juego de té, y se las llevó.
Me metí entre las sábanas glaciales y comí un pedazo del bizcocho de semillas de alcaravea. El dormitorio entero lloraba; se percibían los sollozos y las convulsiones bajo las mantas. Un llanto ahogado.
El cabecero de mi cama estaba frente a la cama de otra chica; y, en mitad de la oscuridad, una mano apareció entre los barrotes y depositó una magdalena en mi almohada. Era una magdalena con azúcar glaseado y algo encima. Tal vez una guinda. Le pasé un pedazo de mi pastel, y nos estrechamos la mano. Me pregunté cómo sería, pues no me había fijado en ella cuando las luces estaban aún encendidas. Fuera quien fuese, se trataba de una buena persona. Y la magdalena estaba muy rica. Dos o tres camas más allá oí que una chica mordía una manzana debajo de las sábanas. Todas comíamos y llorábamos por nuestras madres.
En la esquinita de cielo que se veía desde la ventana que había delante de mi cama distinguí unas pocas estrellas. Era agradable estar allí tumbada y contemplar las estrellas, esperando a que se fueran debilitando, o se apagasen, o estallasen formando unos brillantes fuegos artificiales. Esperando a que sucediese algo en medio de aquel silencio aciago y sepulcral.
 

miércoles, 22 de junio de 2016

JAVIER MARÍAS. TU ROSTRO MAÑANA 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana nuestro espacio os ofrece la cuarta entrega del ciclo que durante todo el mes de junio estamos dedicando a propuestas de lectura que no se centran en un único libro sino que se abren a obras múltiples, escritas y presentadas por sus autores agrupadas bajo las ambiciosas formas de pentalogías, tetralogías o, como en el caso de mi entusiasta consejo de esta tarde, trilogías. Mi confesado propósito al respecto tiene que ver con sugerencias lectoras que, por su desacostumbrada y generosa extensión, resultan especialmente idóneas para el interminable y ocioso y descansado verano, la tan placentera estación que acaba de comparecer en nuestras vidas hace un par de días.

Hoy quiero hablaros de lo que quizá es el culmen narrativo de Javier Marías, su novela más ambiciosa y, probablemente, la más lograda también; en cualquier caso, uno de sus libros de lectura más apasionante -y casi todos lo son-, un exuberante y gozoso festín literario, cerca de mil seiscientas páginas de arrebatada y envolvente prosa, un inmenso caudal de inteligencia y riqueza lingüística, de penetración y hondura, de lucidez y humor y profundidad y belleza. Se trata de Tu rostro mañana, título genérico de la serie, que abarca tres tomos, Fiebre y lanza, Baile y sueño y Veneno y sombra y adiós, publicados -todos por Alfaguara- en 2002, 2004 y 2007, respectivamente.

Como ya resalté en una anterior reseña de un libro de Javier Marías, Los enamoramientos, comentado en esta página el 28 de septiembre de 2011, en las novelas del académico madrileño poco suele importar el argumento o la trama, aspectos que, también en el caso que nos ocupa, aparecen diluidos o desdibujados o evanescentes o difuminados o incluso -con leve exageración- hasta fantasmales o inexistentes. De tal manera que resulta difícil -por no decir imposible- daros cuenta del tema que articula la trilogía de la que ahora os hablo. Porque, ¿qué se nos cuenta en Tu rostro mañana?, ¿cuál es la historia narrada, cuál el motivo, el asunto de su relato?, ¿cuál la peripecia vivida por su protagonista principal que pudiera vertebrar la acción del libro? En síntesis -limitada, reduccionista y, por tanto, algo inútil e incluso absurda-, la novela nos presenta a Jaime Deza -de comparecencia asidua en la obra de Marías, y su inequívoco alter ego-, contratado por uno de los muy inaprensibles -aunque conspicuos- servicios secretos británicos para una también poco concreta misión de ¿espionaje?, consistente en elaborar dictámenes o informes sobre distintas personas, casi todas anónimas -cuya existencia presentaría un supuesto valor estratégico, aunque de nuevo nebuloso, para los organismos de información-, a partir de las impresiones que la singular agudeza y la penetrante perspicacia de “Jack” -como se le llama en Londres- captan en sus sagaces observaciones de los “investigados”. Y es que Deza es un traductor de vidas, un anticipador de historias, un intérprete de personas: de sus conductas y reacciones, de sus inclinaciones y caracteres y sus capacidades de aguante; de su maleabilidad y su sumisión, de sus voluntades desmayadas o firmes, sus inconstancias, sus límites, sus inocencias, su falta de escrúpulos y su resistencia; de sus posibles grados de lealtad o vileza y sus calculables precios y sus venenos y sus tentaciones; y también de sus deducibles historias, no pasadas sino venideras, las que aún no habían ocurrido y podían por tanto evitarse. O bien podían fraguarse. Un párrafo, este que acabo de transcribir, que concentra lo esencial de la literatura de Marías, la cual, en buena medida consiste también, como la paciente labor de Deza, en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias; indecisiones. Interpretaba -en tres palabras- historias, personas, vidas. Y tal tarea, tal capacidad de observación, de indagación, de desvelamiento, explica, en último término, el sugerente título del libro: ¿Cómo se podía pasar media vida junto a un compañero, un amigo íntimo -media vida de la niñez, de pupitre, de la juventud-, sin percatarse de su naturaleza, o al menos de su naturaleza posible? (Pero acaso en todos cualquier naturaleza es posible) ¿Cómo puede no verse en el tiempo largo que quien acabará y acaba perdiéndonos nos va a perder? ¿No intuirse ni adivinarse su trama, su maquinación y su danza en círculo, no oler su inquina o respirar su desdicha, no captar su despacioso acecho y su lentísima y languideciente espera, y la consiguiente impaciencia que quién sabe durante cuántos años habría tenido que contener? ¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere?

Este leve núcleo argumental (en realidad, la acción -y el término es desmesurado- de las tres novelas se desarrolla en poco más de cuatro días; y las novecientas páginas que abarcan las dos primeras transcurren en sólo un corto fin de semana... imposible hablar de argumento) se ramifica en decenas de otras historias más pequeñas, auténticas “subtramas”, que surgen en el transcurso de la narración principal y la interrumpen y la completan y aparecen y se diluyen y vuelven a aflorar después y se entremezclan y se confunden y conectan de nuevo con la línea central, en ese rasgo típico de la prosa de Marías, la digresión, tan definitorio de su estilo, y al que también volveré a referirme más adelante.

Así, imbricados en la insólita aventura del peculiar espionaje que protagoniza Jacobo, Jaime, Yago, Jacques o Jack -de todos estos modos, sinónimos, es denominado el personaje-, se nos narran oscuros episodios de la guerra civil; la triste experiencia en ella del padre de Deza (una obvia traslación de Julián Marías, progenitor del propio novelista); un pormenorizado e interesante estudio sobre la propaganda británica en la segunda guerra mundial; diferentes interioridades del funcionamiento de los servicios secretos de Su Majestad; anécdotas varias de la vida académica oxoniense; una nueva incursión en las biografías de sus mentores -del personaje y del propio Marías- Robert Rylands y Peter Wheleer (en sus nombres literarios); una emotiva -como siempre en Marías- evocación de la figura de la madre; la historia de amor del protagonista con su mujer Luisa, de la que está separado, con sus altibajos sentimentales y con la soberbia relación de un delirante lance con uno de sus pretendientes; un encuentro de una extraña intensidad erótica con una compañera de trabajo; las singulares andanzas de un bailarín que de modo recurrente contempla Deza desde su ventana mientras el observado evoluciona no siempre inconsciente de su entregado testigo en la casa de enfrente; una magistral escena en una discoteca (decenas de páginas para describir un suceso de escasas dos horas de duración, y, en su seno, el jocoso y trivial incidente de la chica en los baños del establecimiento, casi diez páginas para el demorado “análisis” -esa es la palabra- de un hecho banal que ocurre en sólo doce segundos); las diversas apariciones del patético y atribulado Rafita De la Garza; una penetrante exposición de la brutal violencia que invade el mundo presentada a través de una dramática sesión de vídeo; la esperpéntica figura del cantante Dick Dearlove y su sangrienta historia; numerosas reflexiones y análisis muy minuciosos sobre algunos significativos -y otros no tanto- cuadros de la historia del arte; un sugestivo comentario sobre una conocida fotografía de Sofía Loren y Jane Mansfield; y tantos otros temas aparentemente menores que surgen por doquier y con la menor excusa “narrativa” para ampliar los ecos de la historia principal.

En cualquier caso, tales relatos, más allá de su intrínseco interés y su genuino valor literario, son una excusa que permite a Marías hablar de sus temas favoritos, presentes en la mayor parte de sus obras. Y así, a lo largo del texto se muestran algunas de sus grandes y reiteradas preocupaciones: el paso del tiempo, la vejez y el recuerdo; la traición y la crueldad; la delación y la violencia; el dolor y la infelicidad; la honrada y digna aceptación del propio destino; la integridad y la secreta valentía ante la desgracia o el infortunio o la persecución o los reveses de la vida; el miedo y la manipulación, el conocimiento y el olvido; la amistad y la memoria; el amor y las mujeres; la pareja y la soledad; la importancia del callar -No debería uno contar nunca nada- y, simultáneamente, la perentoria necesidad de hablar, de hablar sin cesar, sin pausa, continua e irrefrenablemente -hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve el mundo-; las consecuencias de ver y oír (y de haber visto u oído); la delgada línea que separa el pensamiento de las figuraciones, y aun los deseos de sus cumplimientos, y lo ficticio de lo acaecido; la frivolidad y la superficialidad de nuestra época, su pereza y su inconstancia; lo insoportable de las certezas, el convencimiento y las certidumbres, el odio al conocimiento entre la mayor parte de nuestros conciudadanos, la incapacidad de casi todo el mundo para la profundización, para pensar yendo “más allá de lo necesario”, de lo obvio, de lo consabido, de lo superficial, sin contentarse con una primera visión, una primera imagen de las cosas elemental y por tanto imprecisa e inexacta, conformista y casi siempre errónea; y muchas otras reflexiones de esta índole, que podríamos llamar “metafísica”. Aunque también hay espacio para sus obsesiones y manías y fobias y sarcásticos “tics”, para sus temas-fetiche, frecuentemente motivo de furibundas “diatribas” en sus colaboraciones periodísticas sobre política, cultura, economía y, en general, vida cotidiana (el deprimente “horror” de los programas televisivos, la mediocridad de los gobernantes, la deficiencias del sistema democrático, la estupidez de los poderosos, lo ridículo de las poses de muchos escritores y críticos y músicos y actores y artistas -los “artísticos”-, las simplezas políticamente correctas… y hasta la episódica y tangencial mención a Mourinho o los denuestos sobre las a su juicio funestas costumbres de las boinas en las mujeres, los pantalones cortos en los hombres o los tatuajes y las insustanciales y patibularias perillas -peor aún, las moscas- en tutti quanti hoy día). Igualmente comparece el humor (espléndidas las escenas de los pechos de la Manoia, la ya comentada larga aventura de la discoteca, las muchas majaderías del inefable Rafita de la Garza, la hilarante descripción del “militarote” venezolano, las irónicas e intemperantes -ofensivas incluso, a mi juicio, y evitables- alusiones a colegas de profesión, Trapiello, Cercas, Luis Alberto de Cuenca, entre otros abundantes ejemplos).

Aunque lo que en realidad importa no son ninguna de estas historias -que acabamos olvidando con el paso del tiempo y que podrían no estar en la obra o ser sustituidas por otras- sino el virtuosismo estilístico; la elegante calidad de su escritura; la muy trabajada estructura que acoge con fluidez y naturalidad los constantes saltos en el tiempo y la profusión de incisos y anécdotas y secuencias incidentales; la deslumbrante precisión de su enrevesada prosa; la compleja sintaxis, desarrollada a través de un inteligente y eficaz uso de las oraciones subordinadas y los largos párrafos; la cada vez más inusual -en este mundo de generales desidia y ligereza y banalidad y estulticia- precisión en el lenguaje, mostrada mediante una espléndida riqueza de matices en las observaciones, en las frecuentes disquisiciones; la apertura continua a digresiones, paréntesis, incisos, meandros, excursos; la abundancia de enumeraciones, repeticiones y puntualizaciones; la incesante aparición de motivos recurrentes que se yuxtaponen y entrelazan y se asoman a cada poco, dotando al texto de su muy elogiada y siempre magnífica musicalidad; la formidable capacidad de profundización y de penetración de la que ya he ofrecido algún ejemplo (y no me resisto a uno nuevo: dos páginas enteras para contar un mínimo cartel propagandístico, analizando en él hasta el detalle más nimio), ofreciendo una realidad mucho más rica que la que el lector es capaz de percibir -humano al fin, frente a la excepcional sabiduría del autor- en su roma visión convencional.

El resultado es, como siempre en los libros de Marías, una narración absorbente y adictiva, como queda de manifiesto en este largo fragmento del que pese a su extensión no quiero privaros, una maravilla de talento y genio para la especulación y el análisis, para la observación y la agudeza en la mirada, en el que están representados los principales rasgos del excepcional estilo de su autor: Así como los ojos de su colega y amigo y semejante Rylands habían poseído una cualidad más bien líquida y habían sido muy llamativos por sus colores distintos -un ojo era color de aceite, el otro de ceniza pálida, uno era cruel y de águila o gato, había rectitud en el otro y era de perro o caballo-, los de Wheeler tenían un aspecto mineral y eran demasiado idénticos en dibujo y tamaño, como dos canicas casi violetas pero jaspeadas y muy translúcidas, o incluso casi malvas pero veteadas y nada opacas, o hasta casi granates como esta piedra, o eran amatistas o morganitas, o calcedonias cuando más azulosos, variaban según la iluminación que les diera, según el día y según la noche, según la estación y las nubes y la mañana y la tarde y según el humor de quien los dirigía, o eran granos de granada cuando se le achicaban, aquella fruta del primer otoño en mi infancia. Habrían sido muy brillantes, y temibles cuando coléricos o punitivos, ahora conservaban ascuas y fugaz enfado dentro de su general apaciguamiento, solían mirar con una calma y una paciencia que no eran connaturales sino aprendidas, trabajadas por la voluntad a lo largo de mucho tiempo; pero no habían atenuado su malicia ni su ironía ni el sarcasmo abarcador, terráqueo, de que se los veía capaces en cualquier instante de su aquiescencia; ni tampoco la asentada penetración de quien se había pasado la vida observando con ellos, y comparando, y reconociendo lo ya visto en lo nuevo, y vinculando, asociando, y rastreando en la memoria visual y así previendo lo aún por ver o no ocurrido, y aventurando juicios. Y cuando se aparecían piadosos -y en modo alguno era infrecuente-, una especie de constatación maltrecha o acatamiento abatido rebajaba su espontánea piedad en seguida un poco, como si en el fondo de sus pupilas habitara el convencimiento de que al fin y al cabo y en alguna medida, por infinitesimal que fuera, todos nos traíamos nuestras propias desgracias, o nos las forjábamos, o nos prestábamos a padecerlas, o consentíamos tal vez en ellas. ‘La infelicidad se inventa’, cito a veces con el pensamiento.

No queda tiempo ya para hablar de muchos otros aspectos significativos de Tu rostro mañana: el permanente e irónico juego autorreferencial, en el que las especulaciones teóricas del protagonista sobre el habla y la escritura, sobre las divagaciones y el contar (aunque, paradójicamente, la vida no es contable, se afirma), son aplicables -y, en cierto modo, la describen- a la misma literatura de Marías, que parece reírse así de sí mismo (Él -dice Deza de Wheeler, su mentor en Oxford- podía permitirse excursos de excursos de excursos y regresar al cabo donde quería. O, más explícitamente, a propósito de otro de los personajes principales, Tupra: No iba a permitir que siguiera errando, con divagaciones, no aquella noche prolongada por su exigencia; que pasara de una cosa principal a otra secundaria y de ésta a un paréntesis y del paréntesis a un inciso, y que, como hacía a veces, no volviera nunca de sus inacabadas bifurcaciones, llegaba casi siempre un momento en que sus desvíos no alcanzaban senda, sino tan sólo maleza, o arena o ciénaga. Tupra era capaz de entretener a cualquiera indefinidamente, de irlo interesando en lo que carecía de interés y era accesorio, pertenecía a esa rara clase de individuos que llevan el interés consigo o lo crean, cómo decir, ellos lo traen y reside en sus labios. Son los más escurridizos de todos, también los más persuasores); la esperada presencia de los elementos más recurrentes en su literatura: las escogidas referencias de un muy bien conocido y estudiado Shakespeare, las copiosas citas literarias (Jorge Manrique, Lope de Vega, Lorca, Heine, Machado, Robert Louis Stevenson, Rimbaud, Sterne y Joyce -aunque no recuerdo ahora si en estos dos concretos casos la mención es expresa o sólo implícita-, T.S Eliot o John Ashbery), las abundantes “calas” en diversos ámbitos de la cultura (carteles, fotografías, cine, canciones), los “enlaces” a su propia obra anterior (el mismo universo una y otra vez, Oxford y el mundo académico de los colleges ingleses, algunos personajes habituales, Robert Rylands, Custardoy, el profesor Rico); la relevancia dada a la labor de traducción, con las frecuentes muestras de expresiones trasladadas de, o a, otros idiomas; el indisimulable peso de lo autobiográfico, que alcanza su máxima expresión en la presencia del padre y, especialmente, en el informe sobre el propio Deza que el servicio de espionaje elabora y que constituye -tal vez- un fidedigno retrato del propio Marías: 'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco). No se ve, no se sabe, o más bien no se ausculta ni se investiga. Sí, más bien es esto: no es que no se conozca, sino que ese es un conocimiento que no le interesa y que apenas cultiva por tanto. No ahonda en él, lo vería como una pérdida de tiempo. Quizá no le interesa por demasiado antiguo, tiene escasa curiosidad por sí mismo. Se da por descontado, o se tiene sabido. Pero la gente va cambiando. El no se ocupa de registrar ni analizar sus cambios, no está al día de ellos. Es introspectivo. Y sin embargo mira hacia fuera cuando más parece mirar hacia dentro. Sólo le interesa el exterior, los demás, y por eso ve tan bien. Pero los demás no le interesan para intervenir ni influir en sus vidas, ni por utilitarismo. Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie. No es que no lamente ni celebre los hechos, es solidario, no le resultan indiferentes. Pero de un modo algo abstracto. O acaso es que es muy estoico, con lo de los demás y con lo propio. Las cosas ocurren y él toma nota, sin ningún propósito definido, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno. Juzga poco. Lo más raro de todo es que no hace uso de su saber. Es como si viviera paralelamente una vida teórica, o una vida futura que aguardase turno en la recámara. Su hora en otra existencia. Y como si fueran a parar a ella los descubrimientos, los reconocimientos, las informaciones y las constataciones. Y no en cambio a la presente, a la efectiva. Incluso lo que sí lo afecta, hasta sus experiencias propias y sus sinsabores parecen desgajarse en dos partes, y una de las dos ir destinada a ese saber suyo meramente teórico, o de la expectativa. A enriquecerlo, a nutrirlo. Extrañamente, con vistas a nada. Al menos en esta vida suya real que avanza. No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene. Y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona. A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo.'

No dudéis en leer este deliciosamente inabarcable Tu rostro mañana de Javier Marías. Os anticipo decenas de horas de excepcionales placer y disfrute literarios.

The bard of Armagh, una pieza del folclore tradicional irlandés que es analizada por el narrador en sus divagaciones filosóficas, cierra esta muy larga reseña. Podéis oírla aquí en dos de las versiones que comenta Deza: el tema original y The Streets of Laredo, ambas sonando conjunta y sucesivamente en la interpretación de Vince Gill.


Es extraño e incongruente el proceso de las nostalgias, o del echar de menos, tanto si es por ausencia como por abandono o por muerte. Uno cree al principio que no puede vivir sin alguien o alejado de alguien, la pena inicial es tan afilada y constante que se siente como un hundimiento sin límite o como una lanza interminable que avanza, porque cada minuto de privación cuenta y pesa, se hace notar y se nos atraganta, y uno sólo espera que pasen las horas del día a sabiendas de que su paso no nos llevará a nada nuevo sino a más espera de más espera. Cada mañana abre uno los ojos -si se ha beneficiado del sueño que no permite olvidar del todo, pero que confunde- con el mismo pensamiento que lo oprimió justo antes de cerrarlos, y se dispone no a atravesar la jornada fatigosamente, pues ni siquiera es capaz de mirar tan lejos ni de diferenciarlas, sino los siguientes cinco minutos y luego otros cinco fatigosamente, y así seguirá de cinco en cinco si es que no de uno en uno, enredándose en todos y a lo sumo tratando de distraerse durante dos o tres de su conciencia, o de su parálisis cavilatoria. No será por su voluntad si eso sucede, sino por algún azar bendito: una noticia curiosa en el telediario, el rato de completar o de empezar un crucigrama, la llamada irritante o solícita de quien no soportamos, la botella que se nos cae al suelo y nos obliga a recoger los añicos para no cortarnos cuando por pereza andemos descalzos, la infame serie de televisión a la que le vemos la gracia -o es simplemente que nos acostumbramos a la primera a ella, de golpe- y a la que nos entregamos con inexplicable consuelo hasta los títulos de crédito concluyentes, deseando que se iniciara al instante otro episodio que nos permitiera aferrarnos a un estúpido hilo de continuidad hallado. Son las rutinas halladas las que nos sostienen, lo que a la vida le sobra, lo tonto inocuo, lo que no entusiasma ni nos pide participación y esfuerzo, el relleno que desperdiciamos cuando todo está en orden y nosotros activos y sin tiempo para añorar a nadie, ni siquiera a los que ya se han muerto (aprovechamos esos periodos para sacudírnoslos de nuestras espaldas, de hecho, aunque eso sirva sólo temporalmente, porque los muertos se empeñan en seguir muertos y siempre vuelven más tarde, para hacernos sentir la punzada de su alfiler en el pecho y caer como plomo sobre nuestras almas).

Pasa entonces el tiempo, y a partir de un día difuso volvemos a dormir sin sobresaltos y sin recordar en el sueño, y a afeitarnos ya no al azar ni a deshoras sino por la mañana; ninguna botella se rompe ni nos irrita ninguna llamada, prescindimos del culebrón, del crucigrama, de las salvadoras rutinas sobrevenidas que observamos con extrañeza en la despedida porque ya casi ni comprendemos que nos hicieran falta, y hasta de las personas pacientes que nos entretuvieron y nos escucharon durante nuestra temporada de luto, monótona y obsesiva. Aparece una pereza retrospectiva respecto al tiempo en que amábamos o nos desvivíamos o nos exaltábamos o nos angustiábamos, uno se siente incapaz de volver a prestar tanta atención a alguien, de tratar de complacerla y de velar su sueño y de ocultarle lo ocultable o lo que le haría daño, y en la asentada ausencia de alerta halla uno un enorme descanso. Cita uno entonces para sus adentros: “La memoria es un dedo tembloroso”. Y añade luego de su cosecha: “Y no siempre atina a señalarnos”. Descubrimos que nuestro dedo ya no atina, o que lo logra cada vez menos, y que quienes nos absorbieron la menta noche y día y noche y día, y estaban fijos en ella como un clavo martillado y hundido, se desprenden poco a poco y comienzan a no importarnos; se tornan borrosos, temblorosos ellos mismos, y hasta se puede dudar de su existencia como si fueran una mancha de sangre ya frotada, lavada y limpiada, o de la que sólo queda el cerco, lo que más tarda en quitarse, y ese cerco ya va cediendo.

Pasa entonces mas tiempo y llega un día, antes de que desaparezca el rastro, en el que la mera idea de acercarse a ellos nos representa de pronto una carga. Aunque no vivamos contentos y todavía los echemos en falta, aunque aun suframos por su lejanía o su perdida en alguna ocasión suelta -una noche miramos desde la cama nuestros zapatos solos, dejados al pie de una silla, y nos invade la pesadumbre al acordarnos de los de tacón de ella que solían ponerse a su lado ano tras ano, subrayando que éramos dos hasta en el sueno, en la ausencia-, resulta que quienes mas quisimos, aun queremos, se han convertido en gente de otra época, o perdida por el camino -el nuestro, a cada uno le cuenta el suyo-, en seres casi pretéritos a los que no apetece volver porque ya nos son consabidos, y el hilo de la continuidad se ha roto con ellos. Miramos siempre el pasado con un sentimiento de superioridad soberbio, hacia el y hacia sus contenidos, axial sea nuestro presente mas bajo o mas desdichado o enfermo, y el futuro no nos augure mejoría de ningún tipo.

Por brillante y feliz que fuera, lo pasado se nos aparece contaminado de ingenuidad, de ignorancia, en parte de tontería: en ello nunca sabíamos lo que vendría después y ahora sabemos, y en ese sentido sí es inferior, objetiva y efectivamente; por eso lleva consigo siempre un elemento de irremediable tontuna, y nos hace sentir vergüenza por haber permanecido en Babia, por haber creído en su tiempo lo que hoy nos consta que era falso, o quizá no lo era entonces, pero ha dejado también de ser cierto, al no haber resistido o perseverado. El amor que parecía firme, la amistad de la que no dudábamos, el vivo con el que contábamos como vivo eterno porque sin él era inconcebible el mundo o que el mundo fuera aún tal mundo, y no otro sitio”.

A nuestro muerto mas querido no podemos evitar mirarlo un poco de arriba abajo, mas al cabo del mas tiempo que va haciéndolo mas caduco, no solo con pena sino con lastima, sabedores de que no se ha enterado -oh, fue un iluso- de cuanto sucedió tras su marcha, mientras que nosotros si estamos al tanto. Asistimos a su entierro y oímos lo que allí se decía, también lo que se murmuraba entre dientes, como si los que hablaban temieran que el aun pudiera escucharlos, y vimos a sus dañadores presumir de íntimos suyos y fingir que lo lloraban. El no vio ni oyó nada. Murió en el engaño como todo el mundo, sin saber nunca lo bastante, y es eso precisamente lo que nos lleva a compadecerlos a todos y a considerarlos pobres hombres y pobres mujeres, pobres niños adultos, pobres diablos.

Tampoco saben ya de nosotros los que dejamos atrás o se fueron de nuestro lado, para nosotros han quedado fijos e inamovibles igual que los muertos, y la sola perspectiva de volver a encontrarlos y de tener que contarles y oírles se nos hace muy cuesta arriba, en parte porque nos parece que ni ellos ni nosotros querríamos contar ni oírnos nada. 'Que pereza', pensamos, 'esa persona no ha asistido a mis días durante demasiado tiempo. Solía saberlo casi todo de mí, o lo principal al menos, y ahora se le ha hecho un hueco que no podría ser colmado, aunque yo le relatara con todo detalle lo habido sin su conocimiento inmediato. Que pereza tratarse de nuevo, y explicarse, y que trastorno reconocer al instante las viejas reacciones y los viejos vicios y las viejas zozobras y los viejos tonos, los míos con ella y los suyos conmigo; y hasta los mismos celos mordidos y las mismas pasiones, solo que acalladas. Ya nunca podré verla como a alguien nuevo, tampoco como a mi ser cotidiano, me resultara gastada a la vez que ajena. Iré a casa a ver a Luisa, y a los niños, y tras estar largo rato con ellos y empezar a reacostumbrarlos, me sentare al lado de ella otro rato mas corto, quizá antes de salir a cenar a un restaurante, mientras esperamos a la canguro que tarda, en el sofá compartido durante tantos años pero ahora como una visita extraña, de confianza y de desconfianza, y no sabremos como comportarnos. Habrá pausas y carraspeos, y frases entupidas e inauditas estando los dos cara a cara, como "Bueno, ¿qué tal te va?" o "Te veo con muy buen aspecto". Y entonces nos daremos cuenta de que no podemos ni estar juntos sin estarlo de veras, y de que además no lo queremos. No habrá entera naturalidad ni artificialidad completa, no se puede ser superficial con quien conocemos profundamente y desde siempre, tampoco hondo con quien nos ha perdido el rastro y escondido el suyo, y tanto ignora. Y al cabo de media hora, tal vez de una, de dos a lo sumo, a los postres, consideraremos que ya esta, y lo que será mas raro, que con esa vez basta y me sobraran trece días. Y aunque impensablemente cayéramos el uno en brazos del otro y ella me dijera lo que llevo tanto tiempo deseando oírle, "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado. No he ahuyentado tu fantasma, esta almohada es aun la tuya y no había sabido verte. Ven y abrázame. Ven conmigo. Regresa. Y quédate hache para siempre"; aunque en vista de eso yo cerrara mi apartamento de Londres y me despidiera de Tupra y de Pérez Nuix, de Mulryan y Rendel y aun de Wheeler, e iniciara la tarea rauda de convertirlos en un largo paréntesis -pero hasta los interminables se cierran y luego puede uno saltárselos-, y regresara a Madrid entonces con ella -y no digo que no lo hiciera si hubiera esa oportunidad, si me la diera-, lo haría sabiendo que lo interrumpido no puede reanudarse, que aquel hueco permanece siempre, quizá agazapado pero constante, y que un antes y un después nunca se sueldan.'





miércoles, 15 de junio de 2016

ELENA FERRANTE. DOS AMIGAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que esta tarde os ofrece la tercera entrega de las emisiones que estamos dedicando en este junio “prevacacional” a obras literarias extensas, que se presentan bajo la forma de series, sagas o ciclos compuestos por varios títulos “anudados” en trilogías (las tres de John Galsworthy con las que inaugurábamos el mes), pentalogías (los cinco libros de Edward St. Aubyn de hace siete días) o, como ocurre con mi recomendación de este miércoles, tetralogías. Mi propuesta de esta semana aparece bajo la rúbrica conjunta de Dos amigas e incluye las novelas La amiga estupenda, Un mal nombre, Las deudas del cuerpo y La niña perdida. Su autora es la italiana Elena Ferrante, sobre cuya enigmática identidad quiero detenerme antes de hablaros de los libros, presentados en España por la editorial Lumen, que ha venido publicándolos regularmente, a razón de uno por año (el mismo “ritmo” que el de su escritura), desde 2012 hasta 2015, en traducción de Celia Filipetto a la que debemos una traslación muy fluida e impecable con solo muy sutiles y casi inapreciables imperfecciones. Son los casos de ciertas opciones léxicas más cercanas al español de Argentina que al castellano convencional (así, entre otros ejemplos, un reiterado uso de “enojarse” por “enfadarse”, la sustitución de “artículo periodístico” por “nota”, tan ajeno a nuestro léxico, o un “¡caracho!” nada común entre nosotros) o algún giro notablemente catalán (como el que leemos en “a él ya le iba bien buscar casa”) que se repite en exceso; argentinismos y catalanismos que a buen seguro tienen su causa en la propia biografía de la traductora.

La primera pregunta que nos surge al encarar esta reseña es abiertamente extraliteraria (o quizá no del todo): ¿quién es Elena Ferrante? Porque lo cierto es que bajo ese nombre se esconde una autora -¿o es un autor?- de identidad ignorada. Elena Ferrante es un seudónimo, que oculta su secreto con rigurosidad -y éxito- desde su primer libro, hace casi quince años, y que encubre una personalidad real sobre la que se han hecho infinidad de especulaciones. ¿Se trata, insisto, de una mujer o de un escritor? ¿Hablamos de un único autor o de varios? ¿Nos hallamos ante un fenómeno comercial, concebido para multiplicar -envolviéndolos en una provocada pátina de misterio- la repercusión y las ventas de los libros o por el contrario estamos en presencia de una estrategia “noble”, que pretende alejar la atención del público, los lectores y los críticos de la en el fondo irrelevante personalidad del autor, con el fin de que ni unos ni otros se distraigan de lo esencial, del propio valor de la obra literaria en sí, más allá de la poderosa fuerza de arrastre del nombre, de la fama? ¿Es este anonimato un modo de terciar en la polémica, que renace cada cierto tiempo, en torno a la existencia de una literatura específicamente femenina? ¿Seríamos capaces, si desconociéramos la auténtica “filiación” de un escritor, de adivinar su sexo exclusivamente a través de sus escritos? ¿Unos libros como estos, los agrupados bajo la rúbrica de Dos amigas, tan, como veremos, feministas, que recogen la voz, y más aun, la sensibilidad, la emoción, la inteligencia, el modo de pensar y sentir de las mujeres, solo pueden haber sido escritos por una mujer? (Es una novela dura, masculina... pero al mismo tiempo contradictoriamente delicada, se dice en uno de los libros de la obra literaria de una de sus protagonistas, ella misma escritora, en un provocador -quizá una clave- juego autorreferencial). Confieso que -más allá de mi percepción: pienso que, en efecto, la autora es una mujer; aunque, sinceramente, no se nota; o yo no estoy seguro, al margen de mis intuiciones- no es posible dar respuesta categórica a estas cuestiones, ni afirmar con rotundidad qué o a quién encubre el seudónimo Elena Ferrante; en cualquier caso, sea quien sea el responsable de estas dos mil apasionantes páginas, lo fundamental es la excepcional calidad de los libros y sobre ello, creedme, no hay duda alguna.

La serie de novelas nos presenta la historia paralela -aunque muchas veces enfrentada y hasta opuesta- de dos amigas napolitanas, nacidas ambas en agosto de 1944 en el mismo barrio de la caótica ciudad italiana, desde los primeros días de su infancia hasta un muy actual presente. Las protagonistas son Elena Greco -Lenuccia o Lenú- a quien corresponde la voz narrativa, y Rafaella Cerullo, Lina para todo el mundo salvo para su amiga, que la llama Lila.

Estamos en 2010. Lila, ya una mujer mayor, 66 años, ha desaparecido sin dejar rastro (literalmente: no queda ninguna muestra material de su existencia, ningún vestido, ningunos zapatos, ni libros ni fotos ni diapositivas, ni documentos, facturas, certificados o contratos, ni siquiera ordenador). Ella, que durante años sostuvo su deseo de borrarse, de volatilizarse, ha logrado por fin, al parecer, su propósito: eliminar toda la vida que había dejado a su espalda. Es el momento, entonces, en que su amiga Elena, ahora una escritora de prestigio, decide escribir hasta el último detalle de nuestra historia, todo lo que quedó grabado en la memoria. Dos amigas es la transcripción de ese relato, dividido en cuatro grandes apartados: la infancia y la adolescencia de las amigas, entre los cuatro y los quince años (La amiga estupenda), su juventud, entre los dieciséis y los veintitrés o veinticuatro (Un mal nombre), el denominado -en la propia obra- ‘tiempo intermedio’, desde los veinticinco hasta los treinta años (Las deudas del cuerpo), y, por último, la madurez, que da comienzo en el inicio de esa tercera década hasta el presente de 2010, con los sesenta ya bien avanzados en ambas (La niña perdida).

La vida de las dos mujeres se nos presenta envuelta en un complejo entramado de relaciones familiares y vecinales que las acompaña desde su infancia y que incluye amantes, maridos, hijos, amigos. Son, en concreto, siete familias del barrio napolitano que las vio nacer, los Carracci, los Peluso, los Cappuccio, los Sarratore, los Scanno, los Spagnuolo y los temibles Solara, junto con sus propias parentelas, los Cerullo y los Greco, respectivamente, las que constituyen, con una cincuentena de personajes más o menos notables (aunque siempre dibujados con detalle y precisión), el entorno de Lila y Lenù. De entre todos ellos -pero no solo- saldrán amistades y amores, enfrentamientos y odios, vinculaciones y rechazos, fidelidades y traiciones, en un escenario, magistralmente descrito, a través del que la ¿narradora? da cuenta de la existencia de sus dos protagonistas, dibuja con precisión la vida de un barrio de Nápoles -y por extensión de la ciudad y, en general, del sur del país transalpino- tras la segunda guerra mundial y hasta el presente, realiza un convincente repaso de los principales hitos de la historia de Italia en las últimas siete décadas y, por último, trasciende esa mirada “local” para abordar algunas importantes cuestiones de índole universal, en cuatro de las más destacadas vertientes a subrayar -a mi juicio- en la muy interesante obra.

En primer y más ostensible lugar, Dos amigas nos permite seguir al detalle, dibujadas con precisión y profundidad, con sutileza y hondura, con minuciosidad y extraordinaria capacidad de penetración psicológica, la vida de dos mujeres muy distintas, unidas por unos simultáneos atracción y distanciamiento, fascinación y desapego, encantamiento y hasta odio. Elena es analítica y concienzuda, voluntariosa e insegura (En mi vida he hecho muchas cosas pero nunca convencida; siempre me he sentido un tanto despegada de mis propios actos), tímida y algo apocada (Soy la partícula infinitesimal a través de la cual el temor a todo toma conciencia de sí mismo), consciente de su gris opacidad, con un notable sentimiento de inferioridad (Yo, bajita, demasiado rellena, gafuda, yo voluntariosa pero no inteligente, yo que me fingía culta, informada, cuando en realidad no lo era) en relación a su deslumbrante amiga. Frente a ella aparece una Lila terrible y arrolladora, enérgica y autoritaria, que transmite -desde la niñez- una permanente sensación de peligro. Extraordinariamente inteligente y muy fascinante, con una fuerza y una determinación absolutas -notorias también desde muy pequeña-, empapada de la cultura del barrio, capaz de hacer frente a los hombres (a los que atrae irremisiblemente pero que la temen) y de mantener a raya a quien se le oponga, Lila es una construcción literaria cautivadora, un personaje controvertido, dotado de una inteligencia maligna que siembra la discordia y odia la vida. La vemos arrebatada en ocasiones por el desbordamiento, una fractura en su interior que la hunde en una realidad emborronada, gomosa, con violentos y dolorosos impulsos internos que dejan aflorar la ira y las intenciones taimadas, las vilezas. Su poderosa y atractiva presencia -esa actitud de Jacqueline Kennedy de barrio-, esconde una personalidad destructiva (Ella era así, rompía los equilibrios únicamente para ver de qué manera recomponerlos), capaz de herir con las palabras, de dañar, de matar incluso; alguien que sabía cómo extraer sustancia humana a los cuerpos y a la sangre. Libre e indomeñable (ninguna forma habría podido contener jamás a Lila), su atractivo era del tipo más intolerable, el atractivo que somete y conduce a la ruina.

Elena cae rendida, ya a los seis años, al irresistible encantamiento de Lila (Me entusiasmo con ella, aquí, en el mismo momento en que me habla. Qué manos tan bonitas y fuertes tenía, dice, qué bonitos gestos le salían, qué miradas) hasta convertirse en una especie de perrita desvaída pero fiel que le hacía de escolta. A lo largo de su vida intentará liberarse de esa influencia (Sentí que nunca conseguiría librarme de aquella subordinación, llega a afirmar), pero ya en los días de la infancia -confiesa- había algo que me impedía abandonarla, cautiva y víctima de su irracional autoridad y su enérgica presencia, que aborrece y sin embargo se procura una y otra vez. Elena percibe la inconsciente apropiación de su personalidad por el magnético dominio de Lila (Su manera de apropiarse de mí como hacía con todas las personas, las cosas, los hechos o los saberes que le tocaran de cerca) y este acatamiento, esta dependencia, este permanente e involuntario sometimiento del propio discurso al control de la amiga llega a provocar en ella, incluso, dudas sobre la auténtica autoría del relato que escribe, quizá fruto también -como se menciona de pasada en el cuarto libro, tal vez un nuevo guiño clave al juego al que apunta el seudónimo- de la invasiva presencia de la poderosa Lila. Y así, uncidas por ese ambivalente yugo (del que la emocionante escena que recoge el fragmento que os dejo como complemento a esta reseña es buena prueba), las niñas descubren el mundo desde su barrio, jugando y reinventando la sórdida realidad que las rodea, y ya de adultas, lo analizan y cuestionan, lo diseccionan, lo padecen, lo detestan y lo añoran.

La rigurosa “fotografía” de ese barrio napolitano es otro de los grandes ejes temáticos de la serie entera, un vigoroso retrato en el que se nos muestra un Nápoles neorrealista, rezumando pobreza y falta de horizontes vitales (la vida en el barrio echaba a perder a las personas), en unas calles sin luz, plagadas de peligros, con un tráfico caótico, el empedrado en mal estado, los charcos enormes, las alcantarillas desbordadas, el permanente olor a aguas residuales, a mugre, a vómito, a sangre, la suciedad, el fango negruzco, las calles grises, la ciudad enferma, inculta, envejecida, cada vez más indecorosa, cada vez más degradada. Y el envilecido barrio de la infancia, las cucarachas que entraban por la puerta de las escaleras, las manchas de humedad del techo, siempre el hedor, el griterío, la plebe, el dialecto chabacano, las privaciones crueles, las amenazas, las palizas. El Nápoles de la desidia, de la corrupción, de los atropellos, de la delincuencia, de la camorra y la mafia (el placer vulgar del abuso, la práctica impune del crimen, las trampas sonrientes a la obediencia a las leyes, la ostentación del derroche tal y como los encarnaban los hermanos Solara), del contrabando, de la usura, de la brutalidad y la violencia (no siento nostalgia de nuestra niñez, está llena de violencia), un mundo feroz, un microcosmos que refleja el espíritu del sur, significativo espejo de una época, de un país, de un continente, de un universo terrible y cruel (el barrio remitía a la ciudad, la ciudad a Italia, Italia a Europa, Europa a todo el planeta).

El barrio -al que en cierto modo encarna Lila, la pasional Lila, el desatado huracán, la desenfrenada fuerza de la naturaleza que es Lila- también como destino del que Elena luchará por escapar para huir hacia un norte de educación y progreso al que remiten los estudios (el estudio conducía con seguridad hacia arriba), la dedicación y el esfuerzo. Cuando a los veintitrés años accede a la licenciatura en letras con la nota máxima y matrícula de honor, y se encuentra en posesión del título de doctora, cuando en su madurez alcanza la notoriedad como escritora, se ve por fin partícipe de un mundo más refinado, el del italiano pulcro y luminoso frente al sórdido dialecto, el de los ambientes cultos, los amigos brillantes, los profesores destacados, los intelectuales de referencia, los nombres ilustres, los orígenes familiares selectos, el tan ajeno al bárbaro barrio universo del Norte, de Florencia y Milán, de la civilización, de los libros y el cine y el gusto educado y la cultura, que la llevarán a un ostensible desclasamiento, nunca del todo asumido, permanente en ella la inquietud por no estar a la altura, las dudas sobre su propia identidad (No sé quién soy ni qué quiero realmente (...) Me siento mitad de aquí, mitad de allá), la profunda desubicación vital (Empecé a sentirme como una extraña, infeliz por mi propia extrañeza. Me había criado con aquellos muchachos, consideraba normales sus comportamientos, su lengua violenta era también la mía. Pero desde hacía seis años seguía a diario un camino del que ellos lo ignoraban todo y que yo encaraba de forma brillante, tanto que era la más capaz).

Y mientras el relato fluye, mientras pasan los años por las existencias de las amigas, corre también la historia de Italia. Los cuatro libros nos permiten conocer el acontecer histórico -con algunos rasgos demasiado localistas: personajes públicos, protagonistas de la política, las Brigadas Rojas, Aldo Moro, Enrico Berlinguer, el banquero Calvi, y otros menos reconocidos fuera de Italia- del país en las últimas siete décadas. Las vidas de Lila y Lenù transcurren sobre un telón de fondo en el que comparecen -con una presencia más o menos intensa según los casos- el fascismo, el nazismo, la posguerra, los aliados, la monarquía, la república, el movimiento obrero, la lucha armada y el terrorismo, los vaivenes políticos, el feminismo de los setenta (sobre todo el feminismo, en cuya causa -que ocupa muchas páginas en las cuatro novelas, sobre todo en las dos últimas- Elena se sumerge con parecida entrega a la que manifiesta por su amiga: Me había topado con un modelo femenino de pensamiento que, con las debidas distancias, me causaba la misma admiración, la misma subordinación que ella despertaba en mí).

Unas connotaciones locales que, sin embargo, no impiden una más fecunda lectura “universal” de la obra que, a fin de cuentas, nos habla también, y sobre todo, de los grandes temas de la existencia humana: el amor, las pasiones, el dolor, la amistad, la entrega, la esperanza, el rencor, la integridad, la rebeldía, el sexo, el mal, el poder, la violencia, el fracaso, la frustración, la memoria, la muerte, la pérdida, la familia, la maternidad, la lealtad, la infancia y la madurez, el envejecimiento... y tantos otros. La vida, pues, en dos palabras -éramos una cadena de sombras que desde siempre se representaba con la misma carga de amor, odio, deseos y violencia-, el tiempo, que sencillamente se escurre sin sentido alguno.

Os recomiendo encarecidamente los cuatro volúmenes de Dos amigas, la obra magna de Elena Ferrante, estoy seguro de que os va a entusiasmar. Lazzarella, un tema de finales de los cincuenta que “suena” en el primer libro de la serie, cantada en un muy cerrado dialecto napolitano por Aurelio Fierro, cierra esta reseña.


Nunca la había visto desnuda, sentí vergüenza. Hoy puedo decir que fue la vergüenza de posar con placer sobre su cuerpo la mirada, de ser la testigo comprometida de su belleza de muchacha de dieciséis años, horas antes de que Stefano la tocara, la penetrara, tal vez la deformara dejándola preñada. Entonces solo fue una tumultuosa sensación de necesaria inconveniencia, una situación en la que no se puede mirar hacia otro lado, no se puede apartar la mano sin reconocer la propia turbación, sin declararla precisamente al retirarla, sin entrar en conflicto con la imperturbable inocencia de quien te está turbando, sin expresar precisamente con el rechazo la intensa emoción que te sacude, de modo que te obligas a quedarte, a seguir posando la mirada en los hombros de muchachito, en los pechos de tiesos pezones, en las caderas estrechas y las nalgas prietas, en el sexo negrísimo, en las piernas largas, en las rodillas tiernas, en los tobillos ondulados, en los pies elegantes; y haces como si no pasara nada, cuando en realidad todo está en curso, presente, allí en el cuarto pobre y sumido en la penumbra, con los muebles miserables, sobre un suelo de baldosas sueltas manchado de agua, y te agita el corazón y te inflama las venas.

La lavé con gestos lentos y esmerados, primero dejándola ovillada en la tina, luego pidiéndole que se pusiera de pie; conservo en los oídos el ruido del agua que gotea, y me quedó la impresión de que el cobre de la tina tuviese una consistencia muy similar a la de la carne de Lila, que era lisa, firme, tranquila. Tuve sentimientos y pensamientos confusos: abrazarla, llorar con ella, besarla, tirarle del pelo, fingir competencias sexuales e instruirla con voz docta, distanciarla con palabras precisamente en el momento de máxima proximidad. Pero al final solo quedó el pensamiento hostil de que la estaba purificando de la cabeza a los pies, de buena mañana, solo para que Stefano la ensuciara en el curso de la noche. La imaginé, desnuda como estaba en ese momento, ceñida a su marido, en el lecho de la casa nueva, mientras el tren rechinaba bajo sus ventanas y la carne violenta de él entraba dentro de ella con un golpe limpio, como el tapón de corcho metido con un golpe de la palma en el cuello de una frasca de vino. De pronto me pareció que el único remedio contra el dolor que sentía, que iba a sentir, era encontrar un rincón bien apartado para que Antonio me hiciera a mí, a las mismas horas, exactamente lo mismo.

miércoles, 8 de junio de 2016

EDWARD ST. AUBYN. EL PADRE. LA MADRE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo no una sino hasta cinco novelas que habiendo sido publicadas por separado a lo largo de los últimos años y admitiendo cada una de ellas una lectura independiente fueron presentadas en el pasado 2012 en Inglaterra, de donde es su autor, Edward St. Aubyn, en una edición conjunta que las agrupó en una pentalogía que en nuestro país se ha dividido en dos tomos. El primero, que agrupa las tres novelas iniciales, Da igual y Malas noticias (ambas de 1992) y Alguna esperanza (de 1994), apareció en 2013 bajo el título común de El padre, mientras que las dos últimas entregas de la serie, Leche materna (de 2005) y Por fin (publicada en inglés en 2011), se recogieron también en un volumen unitario llamado La madre y que vio la luz el pasado 2014. En ambos casos la responsabilidad de la edición en España recae en el grupo editorial Ramdom House que las ofrece en traducción de Cruz Rodríguez Juiz.

Debo señalar, antes de iniciar mi comentario, y a modo de aviso para navegantes, que, excepcionalmente, mi reseña de hoy es un spoiler de principio a fin, pues resulta imposible dar cuenta mínimamente del contenido de los libros, la saga biográfica de Patrick Melrose, su complejo personaje principal, sin descubrir algunos aspectos fundamentales de sus tramas. De modo que quien no quiera ver desvelado ni el menor detalle relevante de las obras que hoy os presento puede abandonar aquí la lectura, llevándose tan solo un somero consejo por mi parte: ¡¡¡no os perdáis ninguno de los cinco títulos!!!

Patrick Melrose es el alter ego de Edward St. Aubyn, hecho que ha sido profusamente recogido en las reseñas y reportajes periodísticos y en las muchas entrevistas al autor que se publicaron y que yo pude leer en las semanas de presentación de los libros en nuestro país. No eran, sin embargo, necesarias ni las aclaraciones de los críticos ni las confesiones de parte de su autor pues de la mera lectura de las novelas se deduce inequívocamente su carácter autobiográfico, hasta tal punto resultan personales las experiencias que se narran en las obras, de modo que quien las lee sabe sin ninguna duda mientras avanza entre las páginas más dramáticas de todas ellas -singularmente, de Da igual o Malas noticias-, que la voz narrativa no puede inventar los hechos, que hubiera resultado imposible describir con tanta minuciosidad, precisión, agudeza, penetración y verosimilitud unos sucesos cuyo carácter extremo exige, necesariamente, la vivencia íntima por parte de quien los relata.

El personaje principal, el aristócrata Patrick Melrose, que tiene sólo cinco años en la primera de las novelas, Da igual, es, desde esa edad y durante varios años, violado sistemática, abrupta y despiadadamente por su padre. Estamos en 1965, el matrimonio Melrose, David y Eleanor, recibe en su mansión del sur de Francia a otras dos parejas amigas. El niño Patrick juega en los jardines y dependencias familiares mientras los adultos disimulan su decadencia entre cínicos ejercicios de inteligencia, ingeniosas malevolencias, esnobismo impertinente y agudezas sin cuento alentadas por el ingente consumo de alcohol. La indiferente brutalidad del padre, sus intolerables abusos, su ineludible y sádica y ominosa presencia permea toda esta primera entrega de la serie (como impregnará la existencia entera del muchacho), en la que no podemos dejar de compartir la vivencia de ese niño martirizado y maltratado que sufre la estoica crueldad paterna, el horror de la inexplicada violencia, la sensación de injusticia e impotencia, el daño y el dolor de ese acto primordial para siempre inscritos en su alma y de imposible superación en el resto de la vida.

Una vida que nos lleva, a partir de ese incidente inicial y tras una larga elipsis, a Malas noticias, la segunda novela de la pentalogía, en la que un Patrick de veintidós años viaja, un día de 1982, a Nueva York, en donde su terrible padre acaba de morir. El joven vive inmerso en un caótico frenesí de drogas, en un permanente delirio inducido por el alcohol y las pastillas, la cocaína y la heroína, con frecuentes crisis que lo acercan al suicidio. En su particular y cotidiano descenso a los infiernos -y perdón por el sin embargo inevitable tópico- Patrick repasa la influencia de su atroz progenitor en el destructivo impulso que guía su agitado y turbulento paso por el mundo. Ante el féretro que contiene el cadáver del hombre que ha convertido su vida en un sufrimiento indecible, cae en la cuenta de que era la primera vez que estaba a solas con su padre más de diez minutos sin que le sodomizara, le pegara o le insultara. El pobre hombre había tenido que conformarse con golpes e insultos los últimos catorce años y sólo con insultos los últimos seis.

En Alguna esperanza, ya con treinta años, y relativamente “liberado” de la pesadilla de sus adicciones, frecuentador asiduo de Narcóticos Anónimos, Patrick acude a una fiesta en una mansión en la campiña inglesa, en la que comparecen numerosos miembros de esa clase desalmada y amoral a la que pertenece, algunos de los cuales ya se habían mostrado en las novelas anteriores. En un relato más coral que los precedentes -en los que predominaba la voz del protagonista- y en el que se muestran las mentiras y la maldad, la falsedad y la hipocresía, la inanidad y la codicia, los prejuicios y el desprecio hacia el resto de los seres humanos que caracteriza a ese ambiente frívolo y feroz, Patrick sigue arrastrando las consecuencias de su lacerante herida original, y en una atmósfera en la que imperan el alcohol abundante, el sexo vacío e insustancial y, sobre todo, la iniquidad y la maledicencia, la vana ligereza y la fatua superficialidad, lucha por incorporarse a una normalidad que por siempre le estará vedada, olvidando los sórdidos acontecimientos de una torturada biografía personal que ha destrozado su identidad. Su pasado yacía ante él como un cadáver a la espera de ser embalsamado. Todas las noches lo despertaban pesadillas atroces y, demasiado asustado para dormir, salía de entre las sábanas empapadas de sudor y fumaba hasta que el amanecer trepaba por el cielo, pálido y sucio como las laminillas de una seta venenosa. Un pasado insoportable y salvaje que, como digo, ha devastado su alma, dejándola en un estado tan repulsivo y abominable que, en uno de los muchos rasgos de humor que caracteriza a la voz que narra, y al que me referiré con más detalle con posterioridad, le lleva a decir: Si rodaran una película de mi vida interior, el público no lo soportaría. Las madres gritarían: “Qué vuelva La matanza de Texas, queremos entretenimiento familiar como es debido”.

El segundo tomo de esta deslumbrante propuesta literaria mantiene a Patrick Melrose como personaje central aunque tiene a Eleanor, la madre del protagonista, como referente último. En Leche materna, que se desarrolla entre agosto de 2000 y agosto de 2002, Patrick tiene ya cuarenta años, ha reconducido su existencia -al menos en sus dimensiones “externas”- y ejerce de abogado (forzado a trabajar por haber dilapidado, en sus excesos juveniles, la fortuna familiar) mientras, casado con Mary y con dos hijos, intenta dominar sus fantasmas interiores que se traducen en insomnio y pesadillas, depresión, constante deseo de soledad (que, si se cumplía, le hacía desesperarse por tener compañía), sensación de desperdicio del propio potencial, asco hacia sí mismo, exceso de bebida, rachas de gula, ausencia de sexo marital y algún que otro en el fondo desasosegante episodio adúltero. Mi vida, dice, se parece a una pelea de gatos de dibujos animados: un torbellino negro con admiraciones revoloteando alrededor. Obsesionado por detener el flujo de veneno que corría de generación en generación, su paternidad y la relación con sus hijos se convierten en fuente de tensión pues, decidido a no infligir a sus hijos las causas de su propio sufrimiento, no lograba protegerlos de sus consecuencias. Y como fondo de su vida familiar, generando también dolor y frustración en su alma, la figura de la madre, culpable antaño por omisión, por su silencio cómplice, por su connivencia cobarde en los abusos paternos y ajena ahora, de nuevo, en su delirante entrega a causas filantrópicas, al cuidado y al amor al hijo dañado, el cual perderá el último resto de la herencia paterna, el château francés escenario de su atormentada infancia y de sus actuales veraneos en familia, al legarlo Eleanor -enferma y mortecina, el juicio trastornado, que conmina a Patrick a que le ayude a acabar con su vida en una clínica suiza- a una algo siniestra Fundación Transpersonal. Una madre hacia la que el joven siente alternativamente compasión y desprecio, incapaz de diferenciar las justas dosis de incompetencia y mala intención que guiaron los actos de quien lo trajo a la vida.

Por fin, la última entrega -parece que definitiva- de la saga, nos lleva al funeral de la madre, desde el que, ya con cuarenta y cinco años, Patrick recupera la memoria de su vida con Eleanor. Conocemos así la tragedia en que consistió la existencia de la mujer, obligada a consentir y hasta alentar el comportamiento pedófilo y sádico de su marido, mientras, “sostenida” a duras penas por su entrega a la ginebra, cría a un hijo -el propio Patrick- fruto de una violación conyugal: Eleanor había invitado a niños y niñas de otras familias a pasar las vacaciones en el sur de Francia y, como Patrick, habían sido violados y reclutados para un mundo de vergüenza y secretismo, reforzado por convincentes amenazas de castigo y muerte. La diabólica personalidad del padre, su amoralidad, su crueldad se nos muestran aquí en toda su crudeza, en episodios de la infancia que no se nos habían ofrecido en los libros anteriores. El odio, la rabia, el desdén, la pena, el terror, la indiferencia que siente Patrick hacia su padre, el dolor provocado por la tolerancia y el consentimiento tácito de su madre ante su tortura infantil y por su desapego hacia él cuando adulto (un hombre -se define a sí mismo- que experimentaba cómo el caos de su infancia inundaba su inconsciente) parecen redimirse tras ambas muertes, y una suerte de liberación invade a nuestro protagonista: Ahora que era huérfano todo era perfecto. Tenía la impresión de llevar toda la vida esperando esa sensación de plenitud. O de modo aún más nítido y terrible: Creo que la muerte de mi madre es lo mejor que me ha pasado desde... bueno, desde que murió mi padre.

La serie entera se articula, pues, girando sobre estos momentos concretos; la “acción”, si algo similar a ella existe, se desenvuelve en general en torno a un determinado acontecimiento (la visita campestre de los amigos, la fiesta en la campiña, los respectivos actos funerarios) que no se prolonga en el tiempo más que unas escasas horas, algunos breves días en los que, por otro lado, no ocurren demasiadas cosas (más allá de la terrible violación en el primer libro, de múltiples episodios de consumo de drogas en el segundo, de numerosas conversaciones superficiales en el tercero, de anodinas escenas de familia en el cuarto, de fúnebres semblanzas de la madre muerta en el último). Pero a partir de ahí, de ese anclaje mínimo en la realidad externa, son la capacidad introspectiva del personaje principal, sus reflexiones, su angustiada búsqueda de una identidad asolada y deshecha (Cómo pisar tierra firme cuando su identidad parecía empezar con la desintegración y continuar con más desintegración), su doliente y despiadado autoanálisis (Patrick se define como un hombre que había tratado de superar mediante palabras todo lo que pensaba y sentía), los que llenan las novelas, en un irresistible, brillante, inteligentísimo y apasionante caudal de pensamiento atormentado y sin embargo clarividente y lúcido que aflora en páginas y páginas de una escritura profunda, torrencial, culta, arrebatadora, magnífica.

Y, entre el drama y los muchos motivos para el sufrimiento, aparecen el desbordante humor, la ironía escéptica, el cuestionamiento radical, agudo y por ello amargo, de la propia vivencia. La crítica reitera la mención a Wodehouse y Evelyn Waugh para resaltar esos rasgos del ingenio británico que inundan la narración de la trágica peripecia de Patrick Melrose y que son tan notorios en las obras de los autores referidos, ese mundo refinado y culto, privilegiado y snob de las clases altas inglesas. Pero es Oscar Wilde -al que también nombran los críticos- el referente más directo, a mi juicio, de la despiadada agudeza que muestra el joven aristócrata, de su sarcasmo inteligente, de su siempre cáustico enfoque de las cosas, ácido y atinado, de su implacable mordacidad. En este sentido, los cinco libros están trufados de infinidad de penetrantes sentencias, de juicios rotundos y desprejuiciados, de perspicaces e irrespetuosos dictámenes, de jocosas y categóricas réplicas llenas de viveza y espíritu políticamente incorrecto, en el mejor estilo del atrevido y lenguaraz dublinés que le sirve de inspiración. He aquí algunas muestras: Cría caballos para el polo en Calcuta, pero no le gusta el polo y nunca va a Calcuta. A eso le llamo yo ser rico, dice en una ocasión. Los muertos, muertos están -afirma un personaje-, y la verdad es que uno se olvida de la gente en cuanto deja de venir a cenar. Hay excepciones, claro, a saber: la gente de la que te olvidas durante la cena. O también: la gente se pasa la vida imaginando que está muriéndose. Su único consuelo es que un día acertarán. Y: Cuesta horrores conocer a gente sin drogarse. O esta alusión indirecta a la realeza británica (espléndida -y delirante- la presencia de la infanta Margarita en la fiesta que centra la tercera novela): (le ofendía) la invasión de su compartimento por un personaje sin la menor sofisticación vestido con un abrigo que solo podría haberle quedado bien a la reina. O este otro pensamiento, un prodigio de cinismo: La belleza no duraba toda la vida y todavía no se sentía preparada para la religión. El dinero venía a ser un buen apaño, un punto intermedio entre la cosmética y la eternidad. Y este ejemplo de la más descarada afectación: De verdad que no entiendo por qué la gente se obsesiona tanto con la felicidad, que siempre se les escapa, cuando tienen a su alcance tantas experiencias estimulantes, como la rabia, los celos, el asco y demás. O esta otra brillante manifestación de causticidad: Esta fiesta me está sacando de quicio. Antes los hombres te contaban que usaban mantequilla en sus juegos sexuales, ahora te cuentan que la han eliminado de su dieta. Y para poner punto final a un elenco interminable: Adoro a los franceses. Son traicioneros, astutos, falsos... No tengo que esforzarme con ellos, encajo a la perfección. Y más al sur, en Italia, además son cobardes, o sea que todavía encajo mejor.

En fin, por todas estas convincentes razones no deberíais dejar pasar estos dos tomos, El padre y La madre, que recogen la soberbia pentalogía de Edward St. Aubyn que presenta Ramdom House. Os dejo con el acompañamiento musical de una de las muchas piezas que suenan en los libros: Frank Sinatra canta Fly me to the moon.


En los ocho años transcurridos desde la muerte de su padre, la juventud de Patrick se había escabullido sin dar paso a ningún síntoma de madurez, a menos que la tendencia a que la tristeza y el agotamiento eclipsaran el odio y la locura pudiera considerarse «madura». La sensación de que existían múltiples alternativas y caminos que se bifurcaban había sido reemplazada por la desolación portuaria de quien contempla la larga lista de naves qua ya han zarpado. Lo habían curado de la adicción a las drogas en varias clínicas, dejando que la promiscuidad y las ganas de fiesta siguieran adelante con aire vacilante, como tropas sin comandante. El dinero, esquilmado por la extravagancia y las facturas médicas, le mantenía lejos de la pobreza sin permitirle salir del aburrimiento. Hacía poco había descubierto con consternación que tendría que buscar trabajo. Por lo tanto, estaba estudiando derecho con la esperanza de que librar de la cárcel a cuantos más criminales mejor le reportara algún placer.

Su decisión de estudiar leyes le había llevado a alquilar Doce hombres sin piedad en el videoclub. Se había pasado varios días andando de aquí para allá, destruyendo a testigos imaginarios con comentarios mordaces o apoyándose de pronto en algún mueble para decir con desprecio creciente «Tengan presente que la noche de autos...», hasta que retrocedía y, convertido en víctima de su propio contrainterrogatorio, caía presa de un llanto histriónico. También había comprado algunos libros, como El concepto del derecho, Derecho de responsabilidad civil y Charlesworth sobre la negligencia, y ahora esa pila de libros de leyes competía por su atención con los favoritos de siempre, como El ocaso de los ídolos y El mito de Sísifo.

A medida que las drogas habían ido disipándose, hacía un par de años, había empezado a comprender lo que implicaría estar lúcido todo el tiempo, una extensión de conciencia sin mácula, un túnel blanco, hueco y oscuro, como un hueso sin tuétano. Se había descubierto mascullando «Quiero morir, quiero morir, quiero morir» en mitad de la tarea más ordinaria, arrastrado por un alud de arrepentimiento mientras ponía la tetera al fuego o saltaban las tostadas.

Al mismo tiempo, su pasado yacía ante él como un cadáver a la espera de ser embalsamado. Todas las noches lo despertaban pesadillas atroces y, demasiado asustado para dormir, salía de entre las sábanas empapadas de sudor y fumaba hasta que el amanecer trepaba por el cielo, pálido y sucio como las laminillas de una seta venenosa. Tenía el piso de Ennismore Gardens repleto de vídeos violentos que eran una vaga representación de la película infinita de violencia que tenía lugar en su cabeza. Al borde siempre de la alucinación, Patrick caminaba por un suelo ondulante, como una garganta al tragar.

Lo peor de todo fue que, conforme fue ganando la lucha contra las drogas, descubrió que esta había enmascarado la lucha por no convertirse en su padre. La afirmación de que el hombre mata aquello que más quiere se le antojaba una mera suposición comparada con la certeza de que el hombre se convertía en aquello que aborrecía. Por supuesto, había quien no aborrecía nada, pero esa gente le era demasiado remota como para que pudiera imaginar su destino. El recuerdo de su padre todavía lo hipnotizaba y le atraía como a un sonámbulo hacia un precipicio de emulación involuntaria. El sarcasmo, el esnobismo, la crueldad y la traición le resultaban menos nauseabundos que los terrores que los habían provocado. ¿Qué otra cosa podría haber hecho salvo convertirse en una máquina de transformar el terror en desprecio? ¿Cómo podía bajar la guardia cuando rayos de energía neurótica, como focos peinando un recinto carcelario, impedían la fuga del menor pensamiento, pasar por alto algún comentario?

La persecución sexual, la fascinación por uno u otro cuerpo, la breve excitación del orgasmo, mucho más débil y laboriosa que la de las drogas pero repetida constantemente como las inyecciones por su función en esencia paliativa, todo ello era bastante compulsivo de por sí, pero además conllevaba ingentes complicaciones sociales primordiales: la traición, el riesgo del embarazo, de la infección, de ser descubierto, los placeres robados, las tensiones que surgían en situaciones por lo demás tediosas; y el modo en que el sexo se fundía con la penetración en círculos sociales todavía más seguros de sí mismos donde quizá Patrick encontrase un lugar de reposo, un equivalente vivo a la intimidad y la seguridad que le ofrecía el abrazo tentacular de los narcóticos.