Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de junio de 2017

MARCELINE LORIDAN-IVENS. Y TÚ NO REGRESASTE

Así que, en Drancy, tú sabías bien que no se me escapaba en absoluto el aire grave que teníais los hombres, reunidos en el patio, ligados por un murmullo, por el mismo presentimiento respecto de los trenes que partían hacia las lejanas regiones del Este de las que habíais huido. Yo te dije: «Trabajaremos en ese lugar y volveremos a encontrarnos el domingo.» Tú me respondiste: «Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré.» Esa profecía la llevo grabada dentro de mí tan violenta y definitivamente como el número de serie 78750 que grabaron sobre mi brazo izquierdo, algunas semanas más tarde.

Muy a mi pesar, tu profecía se convirtió en una temible compañera. En ocasiones me aferraba a ella, adoraba sus primeras palabras cuando, una tras otra, desaparecían mis amigas y también aquellas que no lo eran. Otras veces la rechazaba, detestaba aquel «pero yo no regresaré» que te condenaba, que nos separaba y parecía ofrecer tu vida a cambio de la mía. Yo todavía estaba viva, ¿y tú?

Hubo aquel día en el que nos cruzamos. Mi comando había sido enviado a picar piedra, a remolcar vagonetas y a cavar zanjas a lo largo de la nueva carretera que llevaba al crematorio número 5; marchábamos como siempre en fila de a cinco, de regreso al campo, eran más o menos las seis de la tarde. ¿Sabes que ese momento, que sólo nos pertenece a nosotros, figura en los recuerdos y en los libros de todos los que sobrevivieron? Porque en los campos de la muerte a escala industrial se disparaba toda clase de fantasías sobre reencuentros, y los cuerpos de todos aquellos que todavía se mantenían en pie se estremecieron cuando nos vimos y salimos de nuestras filas y corrimos el uno hacia el otro. Yo me arrojé a tus brazos, me arrojé con todo mi ser, tu profecía era falsa, estabas vivo. Podían haberte declarado inútil al llegar, tenías poco más de cuarenta años, una mala hernia en la ingle que te obligaba a llevar cinturón y una larga cicatriz en el pulgar, herencia de una herida que te hiciste en la fábrica, pero todavía estabas lo bastante fuerte para ser su esclavo, como yo. Tu papel era el de vivir, no el de morir, ¡me sentía tan feliz de verte! Habíamos recuperado nuestros sentidos, el tacto, el cuerpo querido; aquel instante nos costaría caro, pero interrumpió durante algunos preciosos segundos el implacable guión escrito para todos nosotros. Un SS me golpeó, me trató de puta, porque las mujeres no debían comunicarse con los hombres. «¡Es mi hija!», gritabas tú, sosteniéndome todavía. Shloïme y su querida niña. Los dos estábamos vivos. Tu razonamiento no se sostenía, allí la edad no significaba nada, no existía ninguna lógica en el campo, sólo contaba la obsesión de ellos por los números, se moría de inmediato o un poco después, no había escapatoria. Yo tuve el tiempo justo de decirte el número de mi barracón: «Estoy en el 27B.»

Me desmayé debido a los golpes, y cuando recobré el sentido ya no estabas allí, pero tenía en mi mano un tomate y una cebolla que me habías pasado con disimulo, seguramente tu almuerzo; los escondí enseguida. ¿Cómo era posible? Un tomate y una cebolla. Aquellas dos hortalizas, escondidas junto a mi cuerpo, restablecían todo, yo era de nuevo la niña y tú el padre, el protector, quien traía la comida, la sombra de aquel empresario que hacía prendas de punto en su fábrica de Nancy, la sombra de aquel hombre un poco loco que compró para nosotros un pequeño palacio en el sur, en Bollène, y un día me llevó allí con aire misterioso, en una carreta tirada por un caballo, tan contento con su sorpresa, y me preguntó: «¿Qué es lo que más deseas en el mundo, Marceline?»


Hola, buenas tardes. Con este explícito texto empezamos hoy Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Se trata de un significativo fragmento de un libro que hoy traigo al programa a partir de su vínculo con dos de los ejes temáticos en los que hemos centrado nuestras emisiones de las últimas semanas. Por un lado, con Y tú no regresaste, pues este es el título de la obra que ahora os presento, cerramos la serie que a lo largo del mes de junio hemos dedicado a libros con un fuerte contenido autobiográfico, más cercanos así a la mera descripción casi documental de las vivencias de sus autores que a la creación novelesca; muy lejos por tanto de la reelaboración literaria de esas experiencias vitales, recreadas en un texto de ficción en el que esa base real aparece transformada y hasta disuelta en una invención imaginaria (una pauta muy frecuente, por otro lado, en tantas obras literarias recientes). Además, y como parece obvio a partir de los párrafos leídos, el libro entronca con mis reseñas de hace dos meses, que giraban en torno a Auschwitz, a partir del septuagésimo aniversario de la ejecución, el 17 de abril de 1947, después de los juicios posteriores al fin de la guerra, de Rudolf Höss, el cruel comandante del campo de concentración.

Y tú no regresaste, que presentó la editorial Salamandra en 2015 en traducción de José Manuel Fajardo, es un intenso y conmovedor, un interesante y emotivo libro de la francesa Marceline Loridan-Ivens, una casi nonagenaria escritora y realizadora cinematográfica, superviviente de distintos campos de exterminio, de concentración y de trabajo, a los que había sido conducida por su condición de judía -Rozemberg es su apellido de soltera, antes de adoptar los de sus dos sucesivos maridos- en el transcurso de la segunda guerra mundial.

A los quince años, en marzo de 1944, Marceline es arrestada junto a su padre en Bollène, en el sur de Francia, al optar por la espera en la mansión familiar -una noche de más- en vez de escapar de la previsible detención, un error de funestas consecuencias. Tras diversas vicisitudes que la llevarán, junto a otros cientos de judíos, a Marsella y desde allí, en un vagón de tercera clase, a Drancy, un campo de internamiento francés, padre e hija forman parte del contingente de mil quinientas personas deportadas en el siniestro convoy 71 rumbo a Auschwitz-Birkenau.

Al llegar al campo, y por consejo de otro desterrado, miente sobre su edad (Diga que tiene 18 años), hecho que salvará su vida al superar así la separación por edades y resistencia física que hacían los militares nazis en la perversa selección inicial (un SS me hizo abrir la boca tres veces seguidas para ver mi dentadura). Separada muy pronto de su padre, inicia su trágico itinerario que la llevará de Birkenau (el campo colindante a Auschwitz en el que está internado su progenitor) a Belsen-Bergen, luego a Raguhn, en un terrible periplo por diversos centros de confinamiento y exterminio, hasta acabar cavando zanjas en Theresienstadt, otro campo en el que será liberada el 10 de mayo de 1945.

El libro se articula como una larga carta al padre, cuya presencia, evocada a partir de esa imagen inicial que se muestra en el texto que os he ofrecido en la introducción -la oscura, y sin embargo acertada, profecía en la que el adulto anticipa la salvación de la niña y su propia muerte: Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré-, impregna la obra entera. El padre, una figura con un poderosísimo influjo en la vida de su hija -un mago, el hombre que me hacía abrir los ojos como platos-, un personaje cercano al mito al que la chica ama sin límite -Te quería tanto que estaba feliz de ser deportada contigo-, aflora, pues, de continuo en el libro a través de infinidad de recuerdos de la infancia, de los juegos, las inocentes peleas, la admiración, las innumerables pruebas de un amor intenso al que ni la dureza de las separación ni el paso del tiempo logran vencer: Todavía hoy, cuando escucho decir «papá» me sobresalto, aunque hayan pasado setenta y cinco años, aunque lo diga alguien a quien ni siquiera conozco. Esa palabra salió de mi vida tan pronto que me hace daño; sólo la puedo decir en mi fuero interno, pero de ningún modo articularla. Y sobre todo, no puedo escribirla.

Tras el fugaz encuentro recogido en el fragmento que antecede a esta reseña, el padre lograría hacer llegar una breve nota a su chiquilla. La joven conseguirá leerla para perderla después sin saber cómo. Las escasas líneas recordadas serán también el desencadenante de su memoria, que saltará desde la descripción de algunas de las horribles condiciones de su cautiverio hasta la no menos trágica vivencia de su liberación y su posterior existencia marcada para siempre por los dramáticos episodios vividos y por la desaparición de la figura paterna.

Son numerosas -y aterradoras y escalofriantes- las “escenas” que Marceline logra rememorar de los trenes en que es trasladada de un encierro a otro y también de su malhadada vida en los campos: el hambre y la desnutrición; el desesperado robo de pan del bolsillo del abrigo de una muerta; las masas de desplazados enfermos de tifus; los inevitables contagios; las “descargas” de los convoyes; los hornos crematorios, las cámaras de gas; la tierna y a la vez espeluznante imagen de una niñita abrazada a su muñeca, desconcertada e indefensa; la de otra niña que es abatida a culatazos porque no resiste el trabajo de carga que deben hacen juntas (y la culpa consiguiente -Yo la maté- por no haber podido “sostenerla” en su debilidad); los recuentos obsesivos; la ejecución de Mala, nuestra heroína, que intentó fugarse y fue fatalmente capturada; las chicas que se arrojan a las alambradas eléctricas o que caen bajo ráfagas de metralleta mientras huyen inútilmente; las inclemencias del tiempo y las plagas de parásitos (para matar las pulgas y calentarme rodaba desnuda sobre la nieve); la amistad con Simone Anne Jacob -que acabará siendo Simone Veil, la destacada intelectual francesa-, un sostén durante la reclusión; los ingenuos y bienintencionados intentos de disimular la tragedia: Vamos a Pitchipoï, dicen los adultos, usando la palabra yidish que alude a un destino desconocido, un eufemismo infantil para entretener a los niños y ocultarles su inexorable camino a la muerte; la jerga de los campos: México, la zona en que sitúan los estacionados al lado de los crematorios, sinónimo de muerte próxima, Canadá, el lugar en que se clasifica la ropa, un trabajo cómodo pese a que al afanarse con los vestidos de los muertos, el olor de carne quemada no me abandonaría jamás.

Y ante todas estas penalidades, la ataraxia (Uno se congelaba por dentro para no morir), la pérdida de las referencias de amor y sensibilidad (Yo estaba al servicio de la muerte; ya no había humanidad en mí), el extremo endurecimiento (Me había hecho tan dura… Sobrevivir hace que las lágrimas de los otros se vuelvan insoportables), la insufrible -pero en esas circunstancias también liberadora- presencia de la muerte (Desde niños conocíamos la muerte y sus ritos, la bandera negra, el coche fúnebre que pasa lentamente por la calle, nos lo cruzábamos y respetábamos, éramos mucho más fuertes que la gente de hoy, si tú supieras cuanto miedo le tienen a la muerte…)

Pero -escribe más adelante dirigiéndose al fantasma del padre- no fue la muerte quien te llevó. Fue un gran agujero negro, del que yo vi el fondo y el humo. Y de ese agujero negro da cuenta la autora en la última parte de su libro, centrada, tras el fin de la guerra, en su difícil intento de recuperar una cotidianidad normalizada en un París liberado que da la espalda a la tragedia, aparentemente ajeno al drama vivido por tantos de sus habitantes.

El 10 de mayo de 1945, Marceline es liberada en el campo de Theresiendstadt (Yo nací ese día, dice; desde entonces, su hermana Jacqueline le regala flores cada año). La joven recuerda, casi insensible, a los ciudadanos cantando la Marsellesa por las calles; la relativa indiferencia de la familia, desmantelada, afectada también por el drama, por el padre desaparecido (No había familia sin ti); la estéril investigación sobre el destino del progenitor, todo conjeturas, salvo el Acta de Desaparición, el impreciso documento oficial que llegará en 1948; la inalcanzable normalidad; los varios intentos -fallidos- de suicidio; los tristemente logrados de sus hermanos Michel y Henriette (Murieron de tu desaparición); la irremisible desdicha (Una se siente casi feliz al saber hasta qué punto puede ser desdichada); la imposibilidad de arrancar los recuerdos; la incapacidad para la vida (Una vez regresada al mundo era incapaz de vivir); las muchas secuelas físicas (los pies helados y entumecidos para siempre, los círculos en brazos y piernas por las infecciones, las huellas de los bastonazos en la nuca) y psicológicas (temblando en los vestíbulos de las estaciones, no pudiendo soportar los cuartos de baño con ducha de los hoteles ni la visión de las chimeneas de las fábricas).

El campo permanece en todos nosotros. Lo llevamos todos en la cabeza y hasta la muerte, escribe, y así aflorará en los actos más triviales de su vida corriente: duerme en el suelo al no poder soportar el confort de un lecho, tras tantos meses de duros camastros; se mantiene flaca y menuda porque debo mantenerme delgada y esbelta para que no me envíen al gas la próxima vez; no soporta desnudarse, aborrece su cuerpo, la desnudez asociada a la mirada gélida de Josef Mengele, que en el campo señalaba a las víctimas con su bastón y decidía en el acto quién viviría y quién no; le tiene horror a la carne y a su elasticidad. En aquel lugar vi deformarse las pieles, los senos, los vientres, vi a las mujeres doblarse, arrugarse, vi el deterioro acelerado de los cuerpos, descarnados hasta el esqueleto, hasta la náusea, hasta el crematorio; su amiga Simone, ya abogada, continúa acumulando cucharillas de café sin valor para no tener que beberse a lengüetadas la horrible sopa de Birkenau.

Y poco a poco -me dejé llevar por mi generación-, las fuerzas resurgen -sentía palpitar en mí las ganas de vivir-, la vida sigue, accede a algo parecido a una existencia ordinaria, milita en la clandestinidad, aboga en favor de las causas de los argelinos, de los palestinos, de los vietnamitas y los chinos, la izquierda revolucionaria de los años sesenta y setenta, comparte el canon progresista de la época, se casa por dos veces, abandona el Rozenberg familiar y conserva los apellidos de sus dos maridos, el último el cineasta Joris Ivens, treinta años mayor que ella, “Él”, la figura del padre perdido (A fin de cuentas, te casaste con tu padre, le dice Henri Cartier-Bresson) pero nadie podía ocupar su puesto, porque toda la vida, sus muchos años posteriores, continuará buscando su recuerdo en las líneas de la carta perdida: Yo sé todo el amor que ellas contienen, las he buscado durante toda mi vida.

Al fin, escribe en 2015 a modo de resumen forzosamente desesperanzado: Tengo ochenta y seis años, el doble de la edad que tenías tú al morir. Hoy soy una señora vieja. No tengo miedo a morir, no siento pánico. No creo en Dios ni en que haya algo después de la muerte. Soy una de los 160 que todavía viven de entre los 2.500 que regresaron. Fuimos 76.500 los judíos de Francia que partimos hacia Auschwitz-Birkenau. Seis millones y medio murieron en los campos.

En fin, son muchos y muy convincentes los motivos para leer este escalofriante y lúcido y valiente testimonio de Marceline Loridan-Ivens: Y tú no regresaste, publicado por la Editorial Salamandra. Espero que os decidáis a hacerlo. Otro escritor francés, Pascal Quignard, escribió a propósito de los campos de concentración: Hay que oír esto temblando: los cuerpos desnudos ingresaban en las cámaras de gas inmersos en música. Una pieza de la obra Rosamunde de Schubert está en el recuerdo de Primo Levi, que la oyó, con aterrado desconcierto, en la entrada de Auschwitz; os ofrezco ahora un fragmento en la interpretación de la Concertgebouw-Orchester Amsterdam dirigida por George Szell.

miércoles, 21 de junio de 2017

HENRY MARSH. ANTE TODO NO HAGAS DAÑO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde continuamos con la breve serie que recoge títulos en los que el componente documental -podríamos decir- resulta sustancial, ya que todas las obras seleccionadas se presentan bajo la forma de confesión, diario, testimonio o hasta autobiografía, siendo esa componente de crónica o reportaje realista, cercana al periodismo, lo que prevalece en unos textos que, pese a estar dignamente escritos, no destacan, en general, por sus pretensiones literarias.

En el caso de esta semana, mi propuesta es Ante todo no hagas daño, un excelente relato en el que el neurocirujano británico Henry Marsh, con una trayectoria reconocida y valorada en todo el mundo, repasa su vida profesional adentrándose con inusuales sinceridad y honradez intelectuales en los difíciles pormenores del ejercicio de una especialidad médica fascinante y muy compleja, difícil y, en ocasiones, controvertida. El libro, en traducción de Patricia Antón de Vez, lo publicó la editorial Salamandra a principios de 2016.

Ante todo no hagas daño es una sentencia, atribuida a Hipócrates, que encabeza el libro y que condensa lo esencial de la delicada sensibilidad con la que el humanista doctor Marsh ha guiado su proceder como cirujano a lo largo de varias décadas de intenso y apasionante ejercicio profesional. Neurocirujano de éxito, con una carrera plagada de reconocimientos, contando con más de quince mil operaciones a sus espaldas, siendo invitado para intervenir a pacientes en hospitales de dentro y fuera de Gran Bretaña (son especialmente significativos en el libro los episodios relativos a su colaboración con los precarios sanatorios ucranianos, en condiciones paupérrimas, con medios deplorables e instrumental e instalaciones rudimentarias), creador de una larga escuela, formador de numerosos discípulos, con un magisterio reconocido y extraordinariamente influyente en su disciplina, Marsh acomete, recién jubilado, con sus sesenta y cinco años apenas cumplidos pesando en sus cansadas espaldas, la escritura de un conmovedor volumen en el que da cuenta de su carrera, entre multitud de anécdotas y muy sustanciosas reflexiones en las que se vislumbran las claves que resumen lo esencial de su enrevesada y prodigiosa profesión.

Su narración, centrándose en la dimensión técnica -y también filosófica y hasta espiritual- de su oficio, se entrevera de numerosas referencias a su vida privada, y así, a partir de una afirmación radical y sorprendente (Me había convertido en médico no porque tuviera una gran vocación, sino a causa de una crisis vital), nuestro prestigioso doctor nos relata su bachillerato en una privilegiada escuela privada, con especial dedicación a las materias humanísticas, sus años sabáticos -en significativo plural- de búsqueda personal y diversas ocupaciones laborales, su voluntariado en África occidental como profesor de literatura inglesa, sus posteriores estudios de política, filosofía y economía en Oxford, su abandono, todavía muy joven, de la actividad académica por un desengaño sentimental, su nuevo voluntariado colaborando como camillero en un hospital del norte de Inglaterra, y por fin, desesperado por su fracaso amoroso y su soledad vital adolescente y fascinado por la labor de los cirujanos a los que veía operar en su día a día como sanitario, su definitivo retorno a la universidad, a la única facultad de Medicina, en Londres, que admitía a estudiantes sin currículum científico. Después, tras una trascendental cirugía de aneurisma a la que asiste y que despierta su atracción por la arriesgada y emocionante especialidad, viviremos su obsesión con la neurocirugía y entre la descripción de las largas jornadas laborales asistiremos al fin de su primer matrimonio, al problema en el cerebro de su hijo de tres meses, a la muerte de la madre (en un capítulo emotivo, estremecedor, que rezuma ternura y sensibilidad), a su propia condición de paciente, él mismo operado de un problema en un ojo (siempre había temido convertirme en un paciente), y el relato se salpicará de alusiones a las plácidas costumbres de su tranquila vida privada, los tres panales de miel que entretienen su paciencia en el patio trasero de su casa, el deporte, los habituales desplazamientos en bicicleta, su relajante trabajo en el jardín.

Pero lo sustancial de libro lo constituye -contrapunteado por las leves referencias a la vertiente personal de su vida- la “fotografía”, minuciosa y detallada, del desempeño profesional de un experto -y reflexivo y analítico y lúcido y autocrítico- neurocirujano. En capítulos con títulos de enfermedades: pineocitoma, hemangioblastoma, meningioma, leucotomía, papiloma de plexos coroideos, glioblastoma, neurotmesis, y tantos otros ominosos y amenazadores términos, Marsh describe infinidad de casos clínicos en narraciones que giran en torno a un doble eje, el científico y el humano. Por el libro desfilan todo tipo de enfermos, niños y ancianos, jóvenes y personas maduras, mujeres guapas, hombres recién casados, fornidos deportistas, gentes aparentemente saludables y otras desahuciadas, ostensibles candidatos a una muerte inmediata, individuos solitarios y otros -los más- con familias devastadas por el impacto de la enfermedad de su querido allegado, con entristecidos cónyuges, con desconsolados padres, con inocentes e indefensos hijos pequeños.

Y entre las sentidas y no siempre felices y sí a menudo terribles anécdotas en relación con esta dimensión humana y personal de las patologías cerebrales, y en medio de innumerables y sobrecogedores datos técnicos que acentúan la menor tendencia hipocondríaca del lector, el autor se adentra en el estudio del cerebro, el misterioso sustrato de todos los pensamientos y sentimientos, de todo lo importante en la vida del ser humano; un misterio tan grande, me parecía, como las estrellas en la noche y el universo que nos rodea, un enigmático órgano cuya inconmensurable capacidad suscita la sorprendida reflexión del cirujano en la pausa de una operación: ¿De verdad mis pensamientos están hechos de lo mismo que este bulto sólido de proteínas grasas cubierto por vasos sanguíneos que tengo ante mí?, en uno más de los enfoques -el filosófico, que contempla la resonancia trascendental, metafísica incluso, que conlleva la frecuentación quirúrgica de ese pequeño e ilimitado universo alojado en nuestro cráneo- a los que se abre Ante todo no hagas daño.

Sin tiempo apenas ya para más comentarios quiero, sin embargo, resaltar otros cuatro aspectos de interés en la obra. En primer lugar, destaca la deslumbrante descripción de las interioridades cerebrales, de una belleza fantástica, acrecentada por la inconcebible potencia de los modernos microscopios. Tras arriesgadísimas hendiduras, tenebrosas incisiones, estremecedoras tajaduras, perforaciones y agujereamientos escalofriantes, (especialmente sorprendentes cuando conocemos que, en ocasiones, se opera con el paciente despierto, para que las respuestas de éste en el curso de las intervenciones permitan al doctor orientarse de manera inmediata sobre las consecuencias que produce en el enfermo el contacto con determinadas regiones cerebrales manipuladas en la operación), aflora, inusitado, un universo en miniatura, lleno de colorido, de profundidad, de claridad, de paisajes insólitos, de acontecimientos singulares, remolinos, torbellinos, miríadas de vasos sanguíneos con hermosas ramificaciones semejantes a los afluentes de un río vistos desde el espacio, en una representación, la que descubre la maravilla tecnológica -el llamado GPS del cerebro, que propicia la neuronavegación-, que tiene algo de mágica, más clara, nítida y brillante que el mundo de ahí fuera.

Otra de las líneas de fuerza relevantes en la narración de nuestro comprensivo doctor tiene que ver con las constantes consideraciones sobre la responsabilidad de su tarea, sobre la precisión, la destreza y la experiencia que exige -aunque la suerte es cada vez más importante- y, por lo tanto, sobre el enojoso y en ocasiones obstaculizador estrés, la permanente tensión, no solo la que deriva de las intrínsecas dificultades profesionales sino también la causada por la burocracia, por el trato con los aterrados y desvalidos pacientes, por las inflexibles exigencias que reclaman las familias. La posición del doctor Marsh ante tal cantidad de escollos es, como ante la mayor parte de acontecimientos de su vida, humilde y moderada -Un famoso cirujano inglés comentó en cierta ocasión que un cirujano debe tener nervios de acero, el corazón de un león y las manos de una mujer. Yo no tengo ninguna de esas cosas-, estando siempre dispuesto a relativizar la trascendencia de su personal protagonismo, admitiendo sin ambages que la labor del neurocirujano precisa de un equilibrio de riesgos, tecnología sofisticada, experiencia y destreza… y un poco de suerte.

En consecuencia, el libro está plagado de abundantes momentos en los que el autor reconoce sus frecuentes errores profesionales (No son los éxitos lo que recuerdo, o eso me gusta creer, sino los fracasos) y las responsabilidades, a veces dramáticas, que de ellos se han derivado (Yo he hecho muy felices a multitud de pacientes con intervenciones que han salido bien, pero ha habido también demasiados fracasos terribles, y en la vida de la mayoría de neurocirujanos hay muchos períodos de profunda desesperanza), con un capítulo entero, el décimo tercero, dedicado a la enumeración de los más significativos. Son constantes las reflexiones acerca de esta cuestión, que aparecen en el texto una y otra vez: Ahora que me acerco al final de mi carrera, siento la creciente obligación de dar testimonio de las equivocaciones que he cometido en el pasado, con la esperanza de que mis discípulos aprendan a no repetirlas. E igualmente: Es imprescindible que los médicos rindan cuentas, puesto que el poder corrompe. Debe haber procedimientos de reclamación y litigios, comisiones de investigación, condena y compensación. Al mismo tiempo, si no ocultas ni niegas tus errores cuando las cosas salen mal, y si los pacientes y sus familias saben que estás afectado por lo ocurrido, quizá, con un poco de suerte, recibirás el valioso regalo del perdón. O también: Una de las dolorosas verdades de la neurocirugía es que uno sólo llega a ser bueno en los casos realmente difíciles gracias a muchísimas horas de práctica, pero eso significa cometer montones de errores al principio y dejar atrás a un buen número de pacientes discapacitados. Sospecho que hay que ser un poco psicópata para seguir adelante, o por lo menos llevar puesta una buena coraza. Si uno es un médico bonachón, lo más probable es que abandone y deje que la naturaleza siga su curso, y que se limite a los casos más sencillos.

Esta realidad ambigua y con claroscuros de una muy delicada actividad profesional conduce, como resulta evidente, a un estado de permanente duda -por fortuna no paralizadora, en el caso de nuestro venerable protagonista-, que se refleja también en muy variados fragmentos del texto: Casi todos los neurocirujanos se vuelven más conservadores a medida que se hacen mayores, lo que significa que recomiendan la cirugía en menos pacientes que cuando eran más jóvenes. Desde luego ése es mi caso, pero no sólo porque tengo más experiencia que en el pasado y soy más realista con respecto a las limitaciones de la cirugía, sino también porque ahora estoy más dispuesto a aceptar que dejar morir a alguien puede ser una opción mejor que operarlo cuando sólo hay una posibilidad muy pequeña de que esa persona pueda volver a valerse por sí misma. El problema consiste en que muy a menudo no sé hasta qué punto es pequeña esa posibilidad de que el paciente tenga una buena recuperación, porque en este tipo de casos el futuro siempre es incierto. Sea como sea, resulta mucho más sencillo operar en todos los casos y volver la espalda al hecho de que llevar a cabo un tratamiento como aquél tendrá como resultado que la gente sobreviva con terribles lesiones cerebrales.

Por ello, Marsh reitera que lo difícil de su trabajo no es operar, sino tomar decisiones, como queda de manifiesto en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña. Como la mayoría de los médicos, soy un cobarde, confiesa, para señalar a continuación: Tan irresistible resulta intentar salvar una vida como difícil decirle a alguien que no puedo hacerlo, en especial si el paciente es un niño enfermo con padres desesperados. Y el problema se convierte en un dilema todavía mayor si no tengo una certeza absoluta. Poca gente ajena a la medicina comprende que la mayor tortura para los médicos es la incertidumbre, más que el hecho de tratar a menudo con gente que sufre o que va a morir. Es bastante fácil dejar que la enfermedad siga su curso y alguien muera si uno sabe sin la menor duda que no puede hacer nada por evitarlo; si eres un médico decente, serás comprensivo y delicado, pero la situación está clara. La vida es así, y todos tenemos que morir tarde o temprano. Pero si uno no está seguro de si puede ayudar o no, o de si debería ayudar o no, las cosas se vuelven cruelmente difíciles. O esta algo amarga consideración acerca del dilema sobre operar o no: Mientras recorría el pasillo del hospital en penumbra volví a maravillarme por la forma en que nos aferramos a la vida y me dije que habría mucho menos sufrimiento si no lo hiciéramos. La vida sin esperanza es tremendamente difícil, pero con cuánta facilidad consigue la esperanza, en definitiva, volvernos necios a todos. ¿Seré yo tan valiente y digno cuando me llegue la hora?

Otro de los frentes de interés en el libro es el que tiene que ver con los pacientes, sus padecimientos, su frecuente estado de devastación anímica, su afectación psicológica, las razonables y torturantes dudas que a menudo albergan sobre la competencia del médico que va a operarlo, las difíciles relaciones del experto con las familias, la dificultades inherentes a la comunicación, a unos y otros, de las casi siempre trágicas noticias de muy problemática aceptación (Tengo que elegir mis palabras con muchísima cautela). En este sentido, resultan inquietantes las disquisiciones sobre la necesaria deshumanización del paciente para que de este modo -convertido en un objeto neutro, aséptico (Tienen que someterse a unos rituales que los despersonalizan, consistentes en que los ingresen, los etiqueten como pájaros o criminales cautivos y los metan en la cama como si fueran críos, con esas batas de hospital)-, resulte más fácil operarlo: rasurar al cero al enfermo -y no sólo la zona afectada- para “homogeneizarlo” desproveyéndolo de sus rasgos, ocultar su rostro con amplias tiras de esparadrapo, de modo que se produzca la metamorfosis de persona a objeto, constatando entonces que el miedo se esfuma y se ve reemplazado por una feroz y alegre concentración. Y en el horizonte último de este panorama espantoso, la irremisible presencia de la muerte (La muerte está acechándoles, y yo trato de esconder a esa figura oscura que se acerca lentamente hacia ellos, o al menos de disfrazarla), que revolotea por el libro con su desasosegante sombra.

Por último, Henry Marsh aprovecha su confesión para despacharse a gusto, en un último hilo conductor de su libro, contra la burocracia sanitaria, contra los distintos poderes del Estado, tan abstractos e inhumanos, contra los a menudo estúpidos gobiernos. Son constantes los ejemplos de las nefastas repercusiones sobre los enfermos de la improvisación o, por el contrario, el exceso de rígida planificación: la sólita falta de camas y el exceso de pacientes a los que hay que “colocar” como en una versión macabra del juego de las sillas; la lentísima y absurda aparición de dos taxis para cubrir el “papeleo” que requiere una urgencia, en uno viaja el CD con el escáner cerebral del enfermo y en otro un sobre con la contraseña cifrada que permitía abrirlo, desmesura que la administración de turno justifica por la necesidad de preservar el carácter confidencial de los datos; la infructuosa búsqueda de pacientes por los pasillos, ante el caos inducido por los protocolos sanitarios; los absurdos de la arquitectura hospitalaria, con profusión de dependencias sin utilizar, con diseños delirantes que no promueven la eficacia, con espacios construidos en un “estudio” sin considerar su imposible aplicación práctica. Como temas adyacentes a esta furibunda queja -que llega, en alguna ocasión, al exabrupto (Que se joda la dirección del hospital, el gobierno y los patéticos políticos y sus chanchullos, y a la mierda los putos funcionarios del puto departamento de Sanidad. Que se joda el mundo entero, exclama indignado ante la enésima traba burocrática generadora de daños en los pacientes)-, Marsh alude también a las cada vez más frecuentes -y en bastantes casos infundadas- cartas de reclamación, a la ya rutinaria judicialización de la medicina, a las presiones mediáticas, nacidas del nocivo afán de espectacularidad, a las administrativas (dejar camas libres, ahorrar gastos de seguro), a las ostensibles y discriminatorias diferencias entre la asistencia sanitaria privada y el seguro público, a los engolados abogados de los pacientes (Pensé en todos los objetivos gubernamentales, políticos interesados, titulares sensacionalistas, escándalos, fechas límites, funcionarios del Estado, follones clínicos, crisis financieras, grupos de presión de pacientes, sindicatos, litigios, reclamaciones y médicos engreídos a los que debía enfrentarse un director general del Servicio Nacional de Salud), para acabar despotricando de la insensibilidad de la fauna directiva y la administración de los hospitales, ridículos burócratas, parapetados tras un ejército de mayúsculas: Director de Estrategias Corporativas, director interino de Desarrollo Corporativo, consejero de Administración, directivos de Planificación Empresarial o Riesgos Clínicos, Departamento de Reclamaciones y Mejoras (ahora llamado Reclamaciones y Opiniones Positivas). Este sitio no me gusta, y no siento la más mínima lealtad hacia él, concluye, categórico y sincero.

Por encima de todo ello sobresale la profunda humanidad, la irreprochable bonhomía, la honradez y la dignidad de un médico ejemplar, que en su humildad y su responsable autocrítica llega a cuestionar su poco “profesional” abrazo final a un paciente moribundo: Sentí vergüenza, una profunda vergüenza, no por haber fracasado en salvarle la vida –había tenido el mejor tratamiento posible-, sino por la pérdida de mi impasibilidad profesional y por un pesar que me pareció de lo más vulgar en comparación con su serenidad y el sufrimiento de su familia, de los que sólo podía ser testigo impotente.

Leed, pues -salvo casos de lectores exageradamente aprensivos, para los que el contacto con tanto dolor y enfermedad pueda resultar insufrible- este interesantísimo Ante todo no hagas daño del doctor Henry Marsh. Os dejo ya con In the midnight hour en la versión de B. B. King, músico citado en el libro e intérprete de algunos de los “blues moviditos” que el equipo del cirujano elegía como “música de cierre” mientras suturábamos la cabeza de un paciente, al término de sus operaciones.



El trabajo que desempeñaba tenía una intensidad un tanto sombría y estimulante a la vez, y no tardé en dejar atrás el sencillo altruismo de cuando era estudiante de Medicina. Entonces me había costado muy poco sentir compasión por los pacientes, porque yo no era responsable de lo que les ocurriera. Pero la responsabilidad entraña el miedo al fracaso, y los pacientes se convierten en una fuente de ansiedad y estrés, aunque ocasionalmente uno pueda sentirse orgulloso ante los éxitos.

Me enfrentaba de manera cotidiana a la muerte, que a menudo venía precedida por los intentos de reanimación o de la lucha por evitar que los pacientes se desangraran a causa de una hemorragia interna. La reanimación cardiopulmonar en la vida real es muy distinta a lo que nos muestran en la televisión o el cine. En la mayor parte de los intentos de llevar a cabo un masaje cardíaco, se producen escenas deprimentes y violentas, que pueden suponer la rotura de las costillas de pacientes ancianos a quienes más habría valido dejar morir en paz.

Así que, poco a poco, me fui endureciendo, de ese modo tan peculiar en que deben hacerlo los médicos, y llegué a considerar a los pacientes como una raza completamente distinta a la de los profesionales de la medicina como yo, importantísimos e invulnerables. Ahora que me acerco al final de mi carrera, esa distancia ha empezado a desdibujarse. Tengo menos miedo al fracaso: he llegado a aceptarlo y a sentirme menos amenazado por él, y confío en haber aprendido algo de los errores cometidos en el pasado, de modo que puedo arriesgarme a ser un poco menos objetivo. Además, cuanto mayor me hago, menos capaz me siento de negar que estoy hecho de la misma carne y la misma sangre que mis pacientes, y que soy igual de vulnerable que ellos. Así que ahora puedo volver a sentir lástima por ellos, cuando empezaba. Sé que también que yo, tarde o temprano, acabaré postrado en una cama en una abarrotada sala de hospital, temiendo por mí vida, como hoy lo hacen ellos.

Cuando acabé aquel primer año como interno, volví a mi hospital clínico en el norte de Londres para trabajar como médico en prácticas en la UCI. Aunque con una convicción cada vez menor, había decidido intentar formarme como cirujano y trabajar en intensivos se consideraba un primer paso necesario para conseguirlo. Mi cometido consistía sobre todo en rellenar formularios, poner vías para el suero, extraer sangre y, en ocasiones, en llevar a cabo procedimientos invasivos –como suelen llamarse- un tanto más emocionantes, como poner un catéter pectoral o administrar algún tratamiento por vía intravenosa en las grandes venas del cuello. Toda la instrucción práctica corría a cargo de los residentes especialistas con mayor experiencia. Fue en aquella época, al empezar a trabajar en la UCI, cuando bajé a los quirófanos y presencié aquella operación de aneurisma que provocó mi epifanía quirúrgica.

Desde el momento en que supe con exactitud lo que quería hacer, mi vida se volvió mucho más fácil. Unos días después, fui en busca del neurocirujano al que había visto hacer el grapado y sellado del aneurisma para contarle que quería dedicarme a la neurocirugía. Me dijo que cursara una solicitud para la plaza de interno en prácticas de su departamento, que no tardaría en publicarse. También hablé con uno de los cirujanos jefes de servicio, en cuya “sociedad” había trabajado de estudiante. Era un hombre extraordinariamente generoso, la clase de maestro cirujano que uno llega casi a idolatrar, y organizó de inmediato una visita para que pudiera entrevistarme con dos de los neurocirujanos más eminentes del país, tanto para darme a conocer como aspirante a cirujano en esa disciplina como para planear bien mi carrera. El de la neurocirugía era un mundo pequeño en aquellos tiempos, con menos de un centenar de especialistas en todo el Reino Unido. Uno de los afamados especialistas que fui a ver trabajaba en el Royal London, en el East End. Un hombre muy afable. Lo encontré en su consulta fumando un puro. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de coches de Fórmula 1, y, según averigüé poco después, él era el especialista responsable del servicio médico de las carreras de esa disciplina. Le hablé de mi profundo deseo de convertirme en neurocirujano. 

-¿Qué opina su mujer al respecto? –fue su primera pregunta.

-Creo que le parece buena idea, señor –contesté.

-Bueno, pues debe saber que mi primera esposa no podía soportar esa vida, de modo que la cambié por otro modelo –soltó-. La vida del médico que se está formando para la neurocirugía es dura, ¿sabe?

Unas semanas después, me dirigía en coche a Southampton para visitar al otro prestigioso neurocirujano que me habían recomendado. Fue tan simpático conmigo como el primero. Medio calvo, pelirrojo y con bigote, ofrecía la viva imagen de un granjero jovial, nada que ver con la idea que yo tenía de un neurocirujano. Estaba sentado ante un escritorio cubierto de montones de historias clínicas de pacientes, que casi me impedían verlo. Le hablé de mi ambición de convertirme en neurocirujano.

-¿Qué opina su mujer al respecto? –quiso saber.

Le aseguré que todo iría bien en ese sentido. Estuvo unos segundos sin decir nada.

-Operar es la parte más fácil, ¿sabe? –dijo finalmente-. Cuando uno llega a mi edad, se da cuenta de que todas las dificultades tienen que ver con la toma de decisiones.

miércoles, 14 de junio de 2017

EMMA REYES. MEMORIA POR CORRESPONDENCIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, que como cada miércoles os ofrece una propuesta de lectura con la convicción -basada en el muy subjetivo principio según el cual lo que a mí me entusiasma, en mi condición de lector normal y hasta convencional, es muy probable que apasione también a muchas otras personas- de que podrá interesaros.

Hoy continuamos con la breve serie que hemos abierto la semana pasada y en la que son protagonistas los libros testimoniales, que narran las trayectorias biográficas de sus autores. Aunque en el caso de mi recomendación de esta tarde, tras leer -obviamente- el libro y también su entregado prólogo, los dos bien informados artículos que lo cierran, infinidad de críticas periodísticas y decenas de estudios y comentarios en páginas de internet, y aunque acabo por aceptar ese carácter de narración autobiográfica con el que se presenta, sigo teniendo serias dudas acerca de la condición “real” de lo que se relata en la obra, hasta tal punto todo en ella, lo insólito de la experiencia descrita, la precisión y el rigor en los detalles con los que se da cuenta, pese a los años transcurridos desde entonces, de las vivencias de la infancia de la narradora, la equilibrada estructura de la obra, la medida dosificación con la que se gradúan las distintas escenas, y, en definitiva, el propio estilo, por momentos cercano al realismo mágico -y el nombre de García Márquez aparece una y otra vez vinculado a su autora-, la ingenuidad y la apariencia de sencillez -tan literarias, tan, en cierto modo, “construidas”- en el tono del relato, todo ello -insisto- hace “sospechar” al lector -sin duda de manera infundada, dados los tercos hechos y la sólida y contrastada documentación en sentido contrario- de que se encuentra ante una ficción, una construcción novelesca; espléndida y brillante pero artificial -en el mejor de sus sentidos- y, en definitiva, “inventada”. “La verdad de las mentiras”, decía Vargas Llosa a propósito de la radical clarividencia y lucidez con la que desentraña nuestra naturaleza la más “falsa” de las novelas. En este caso, sin embargo, y siempre a mi juicio -ni siquiera eso, a mi intuición-, estaríamos, por así decirlo y en una curiosa y acertada vuelta de tuerca, ante “la verdad de la verdad de las mentiras”.

Pero las cosas no son así, y todo son suposiciones y delirios míos, y tanta “desconfianza” por mi parte es absurdamente infundada, porque Memoria por correspondencia (y ya en el título está implícito el carácter documental que enseguida constataremos), la colección de cartas de la pintora colombiana Emma Reyes que publica en España la editorial Libros del Asteroide, es en efecto la revelación -narrada con un inconmensurable talento natural- de la terrible infancia vivida por ella en los primeros años veinte del siglo pasado, sin sombra de ficción alguna. Las veintitrés cartas recogidas en el libro, que su autora envió entre 1969 y 1997 a su compatriota el escritor e historiador Germán Arciniegas, vienen precedidas por un breve e interesante prólogo de la escritora argentina Leila Guerreiro y por dos apéndices finales: un artículo del propio Germán Arciniegas, que apareció en El Tiempo en 1993 (otro dato para el “misterio”, pues la última carta de Emma, en la que desvela el momento simbólico -la niña escapará de un convento en el que ha pasado “enclaustrada” quince años de su vida- en que se pone fin a su dolorosa infancia -dejando abierto, muy enigmática y literariamente, el relato de su posterior acontecer-, es de 1997, y el artículo de Arciniegas presupone el conocimiento de ese final, y lo continúa, también de un modo muy novelesco, pues la vida posterior de Emma Reyes también es apasionante, … ¡¡¡en 1993!!!), y otro texto, escrito por Diego Garzón y que apareció en la revista Soho, de Colombia, en enero de 2013, en el que, bajo el título de ¿Qué pasó con Emma Reyes?, se completa de manera que incluso podríamos llamar “detectivesca” la realidad parcial y algo nebulosa que se muestra en la sucinta correspondencia de la pintora (de la que os dejo al término de esta reseña la primera y sobrecogedora “entrega”, en la que ya están todas las claves del libro).

La infancia de Emma Reyes es, a partir de la realidad que describe en sus cartas, en efecto, terrible. Su primer recuerdo la sitúa en una habitación mínima en la que aparece con cuatro años -sin contacto ni memoria previa de quienes pudieran haber sido sus padres- y en la que vive largo tiempo encerrada, sin más luz que la que se cuela por unas estrechas rendijas -no hay ventanas-, y por tanto casi siempre a oscuras, sin las mínimas condiciones higiénicas, y acompañada de su propia hermana Helena, algo mayor que ella, y de un niño desconocido al que ante la falta de nombre -más adelante sabrán que es Eduardo- ellas llamarán “el Piojo”, sometidos todos al dominio de una mujer, la señora María -quizá la madre de todos ellos-, que desaparece durante gran parte de la jornada y aun días enteros, y que somete a los menores a una implacable serie de exigencias laborales, impropias de la corta edad de los muchachos. Desde ese trágico inicio, las vicisitudes -casi todas desgraciadas- se suceden en una concatenación de viajes incómodos, traslados a pueblos y ciudades desconocidos, contactos con otras personas (el Niño, Betzabé, algunos adustos caballeros apenas entrevistos), alojamiento en nuevas viviendas y reclusiones en distintos escenarios que, sin embargo, comparten las deplorables condiciones de precariedad y miseria, de degradación y suciedad de su habitáculo inicial, de tal manera que la vida de la niña y la de su hermana -aunque ésta, algo más agraciada físicamente (Emma es feúcha y bizca), suscita algo más de cariño en los impasibles adultos con los que se relacionan- es un compendio casi inimaginable de crueldad, explotación, horror, brutalidad, maltrato, insultos, golpes, vejámenes, padecimientos, violencia, desprecio, dolor, lágrimas, soledad y tristeza. Un panorama que no cambia cuando, abandonadas ambas por unos indios en una perdida estación de tren, son recogidas por los lugareños e internadas en un convento de monjas en el que se las “encerrará” (La puerta se cerró detrás de ellas [las monjas] y a nosotras nos separó del mundo por casi quince años, escribe en su décimoprimera carta) en una reclusión que no mejorará sustancialmente sus lamentables condiciones de vida, despreciadas por unas monjas autoritarias, rígidas, despiadadas y clasistas, que las rechazarán por sus oscuros orígenes y por la imposibilidad de conocer si las niñas estaban o no bautizadas.

La Emma Reyes que, a partir de sus cincuenta años (había nacido en 1919) escribe sus cartas, lo hace -pese a la dureza de las situaciones relatadas- con la inocencia, la sencillez, la falta de afectación, la naturalidad y el encanto de una niña de cuatro (por lo demás analfabeta en ese tiempo y hasta su huida del convento), por lo que la narración de su historia de sufrimiento y abandono aparece trufada de momentos entrañables, descritos con un candor y una ternura incomprensibles en quien, dadas las desgracias padecidas, debiera quizá manifestarse con rencor, odio y resentimiento hacia el universo entero: el huevo de gallina que, recién puesto, la niña se lleva a las mejillas para calentarlas levemente; el pequeño marrano al que duerme abrazada; la aparición del primer automóvil en Guateque, uno de los pueblos de su niñez; la fascinación ante una fiesta en una aldea, con toros incluidos; el encantamiento despertado por el teatro; el desconcierto frente a una pianola y su música “mágica”; la ilusión por las muñecas de trapo (las primeras y únicas muñecas que tuvimos en la vida); el apego hacia alguna monja especial e inusualmente cariñosa; la deliciosa “versión” del nacimiento del niño Jesús en Belén; la aterrada, pero no exenta de infantil curiosidad, intuición del pecado del “mundo” (Todo era el mundo menos nosotras), esa inabarcable e ignorada realidad ajena al convento; la siniestra e imaginativa recreación del Diablo; la satisfacción por los artesanales anteojos “inventados” por las monjas para corregir su bizquera y que Emma “disfrutaría” durante cuatro años; la voluntariosa y entregada elaboración de “ramilletes”, promesas y ofrecimientos que las chicas hacían por el santo de la hermana superiora o en alguna efeméride o festividad religiosa; la alegría ante el nacimiento de una primera e incipiente amistad con otras pequeñas compañeras de encierro; el amor por la Nueva, una niña recién llegada al convento, y la admiración por las fabulosas historias que cuenta con el protagonismo de Tarrarrurra, su más o menos imaginario amiguito; la felicidad en cada aparición, con ocasión de los ejercicios espirituales o para llevar a cabo las inacabables confesiones de las decenas de niñas acogidas, del padre Beltrán, que era tan bello que, aun cuando no entendíamos lo que quería decirnos, de solo verlo estábamos felices; el encandilado disfrute de un excepcional pedacito de queso o un inusual trozo de chocolate, acontecimientos sobresalientes en su austera dieta cotidiana; el enternecedor primer amor, encarnado en la angelical figura de sor María (era un amor rarísimo, era como si fuera mi mamá, mi papá, mi hermana, mis hermanos y mi novio); el temblor provocado por otro amor, el místico hacia Jesús y sus manifestaciones en la misa, en la comunión, en las imágenes en la cruz, en el relato de sus hechos milagrosos; la redacción de conmovedoras e inocentes cartas al Papa, en las que la soñadora niña le cuenta su vida de infortunios; los escasísimos y muy fugaces besos recibidos de una atribulada y confundida monja; la triste y esperanzada “amistad” con la Virgen María Auxiliadora; la fantasía del noviazgo con el Tuerto; y tantos otros retazos de dignidad y belleza, atisbos de felicidad en una existencia mezquina.

Y el relato de esos hechos, una suerte de desbordada confesión (Y ese silencio duró veinte años, ni en público ni en privado volvimos nunca a pronunciar su nombre [el de la señora María] ni a hablar de los años pasados con ella, ni de Guateque, ni de Eduardo, ni del Niño, ni de Betzabé. Nuestra vida empezaba en el convento y ninguna de las dos traicionó jamás ese secreto), lo hace Emma Reyes con un lenguaje muy peculiar, algo añejo y anacrónico, de bellísimas reminiscencias cervantinas (un grande patio, sumercé, sus mercedes), con un léxico del siglo de oro (apeñuscados, mazamorra, por citar solo un par de vocablos sonoros y deliciosos), muy común aún hoy en Sudamérica, el habla tan cuidada de su ciudadano medio. Su memoria prodigiosa (A ti te parecerá extraño -escribe- que yo pueda contarte en detalle y con tanta precisión los acontecimientos de esa época tan lejana. Yo pienso como tú, que un niño de cinco años que lleva una vida normal no podría reproducir con esa fidelidad su infancia. Nosotras, tanto Helena como yo, la recordamos como si fuera hoy y la razón no te la puedo explicar. Nada se nos escapaba, ni los gestos, ni las palabras, ni los ruidos, ni los colores, todo era ya claro para nosotras) rescata con sorprendente minuciosidad el doloroso pasado y lo traduce en una escritura, como digo algo primitiva, con faltas y fallos (Y no me regañes, porque si tú crees que basta tener las ideas, yo te digo que si uno no sabe cómo escribirlas para que sean comprensibles es igual que si uno no tuviera ideas. Mi cabeza es como un cuarto lleno de trastos viejos donde no se sabe más lo qué hay y en qué estado) pero hermosísima, que entrevera la narración de los hechos vividos con alusiones al presente desde el que se escriben las cartas -De Gaulle, la llegada del hombre a la luna- y con fórmulas para las despedidas de su corresponsal que siempre suponen un corte brusco en el relato, que abandona así la descripción de un suceso terrible o una vivencia atroz para pasar, sin pausa o intermedio algunos, a un Besos para toda la familia y no me olviden, Un abrazote para todos, Besos para las Gabrieluchas, o este otro ejemplo muy revelador de esas sorprendentes transiciones en el que tras exponer una durísima experiencia vivida en el convento, la cierra con un Yo solo comí mis propias lágrimas, para despedirse a continuación de su interlocutor, con insólita frialdad: Felices Pascuas.

En fin, fuera de tiempo ya, os recomiendo por todas estas razones la lectura de Memoria por correspondencia, el conmovedor libro de Emma Reyes publicado por la editorial Libros del Asteroide. Como acompañamiento musical a mi reseña os dejo con una artista colombiana genial, cuyo universo folklórico y tradicional encaja muy bien en el peculiar ámbito que recrea el libro. Se trata de Totó la Momposina, y el tema elegido, La sombra negra.


Mi querido Germán:

Hoy a las doce del día partió del Elysée el general De Gaulle, llevando como único equipaje once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres noes lanzados por los once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres franceses que lo han repudiado.

Todavía las fricciones de la emoción que nos produjo la noticia curiosamente me trajo a la mente el recuerdo más lejano que guardo de mi infancia.

La casa en que vivíamos se componía de una sola y única pieza muy pequeña, sin ventanas y con una única puerta que daba a la calle. Esa pieza estaba situada en la Carrera Séptima de un barrio popular que se llama San Cristóbal en Bogotá. Enfrente a la casa pasaba el tranvía que paraba unos metros más adelante en una fábrica de cerveza que se llamaba Leona Pura y Leona Oscura. En esa pieza vivíamos mi hermana Helena, un niño que nunca supe su nombre, que lo llamábamos «Piojo», una señora que solo recuerdo como una enorme mata de pelo negro que la cubría completamente y que cuando lo llevaba suelto yo daba gritos de miedo y me escondía debajo de la única cama.

Nuestra vida se pasaba en la calle; todas las mañanas yo tenía que ir al muladar que estaba detrás de la fábrica para vaciar la bacinilla que habíamos usado todos durante la noche; era una enorme bacinilla blanca esmaltada pero del esmalte ya quedaba muy poco. No había día que la bacinilla no estuviera llena hasta el tope y los olores que salían de esa bacinilla eran tan nauseabundos que muchas veces yo vomitaba encima. En nuestra pieza no había ni luz eléctrica ni inodoro; nuestro único inodoro era esa bacinilla, ahí hacíamos lo chico y lo grande, lo líquido y lo sólido. Los viajes de la pieza al muladar con la bacinilla desbordante eran los momentos más amargos del día. Tenía que caminar casi sin respirar, con los ojos fijos sobre la caca, siguiendo su ritmo poseída del terror de derramarla antes de llegar, lo que me traía castigos terribles; la apretaba fuertemente con las dos manos como si llevara un objeto precioso. El peso también era enorme, superior a mis fuerzas. Como mi hermana era más grande, tenía que ir a la pila a traer el agua que necesitábamos para todo el día y el Piojo iba por el carbón y sacaba la ceniza, así que nunca me podían ayudar a llevar la bacinilla, porque ellos iban en otra dirección. Una vez que había vaciado la bacinilla en el muladar, venía el momento más feliz del día. Allí pasaban el día todos los chicos del barrio, jugaban, gritaban, rodaban por una montaña de greda, se insultaban, se peleaban, se revolcaban entre los charcos de barro y con las manos escarbaban toda la basura a la búsqueda de lo que llamábamos tesoros: latas de conservas para hacer música, zapatos viejos, pedazos de alambre, de caucho, palos, vestidos viejos; todo nos interesaba, era nuestra sala de juegos. Yo no podía jugar mucho porque era la más chiquita y los grandes no me querían; mi único amigo era el Cojo, a pesar de que también era más grande. El Cojo había perdido completamente un pie, se lo había cortado el tranvía un día que jugaba a poner las tapas de la cerveza Leona sobre los rieles del tranvía para que se las dejara planas como monedas. Él, como todos los otros, andaba sin zapatos y ayudándose con un palo y su único pie daba unos saltos extraordinarios; no había quien lo alcanzara cuando se ponía a correr.

El Cojo siempre me estaba esperando a la entrada del muladar, yo desocupaba la bacinilla, la limpiaba rápidamente con hierbas o papeles viejos, la escondía en un hueco, siempre el mismo, detrás de un eucalipto. Un día el Cojo no quería jugar porque tenía dolor de estómago y nos sentamos abajo del rodadero a mirar jugar a los otros. La greda estaba mojada y yo me puse a hacer un muñequito de greda. El Cojo tenía siempre el mismo y único pantalón, tres veces más grande que él y amarrado a la cintura con un lazo. En los bolsillos de ese pantalón escondía todo: piedras, trompos, cuerdas, bolas de cristal y un pedazo de cuchillo sin mango. Cuando yo terminé el muñeco de barro, él lo tomó, sacó su medio cuchillo y con la punta le hizo dos huecos en la cabeza que eran los ojos y otro más grande que era la boca. Pero cuando terminó me dijo:

—Ese muñeco es muy chiquito, vamos a hacerlo más grande.

Y lo hicimos más grande, siempre agregándole barro al chico.

Al día siguiente volvimos y el muñeco estaba tirado donde lo habíamos dejado y el Cojo dijo:

—Vamos a hacerlo más grande. —Y volvieron los otros y dijeron: —Vamos a hacerlo más grande.

Alguno encontró una vieja tabla muy, muy grande y decidimos que haríamos crecer el muñeco hasta que fuera grande como la tabla y así, sobre la tabla, lo podríamos transportar y hacer procesiones. Por varios días agregamos y agregamos barro al muñeco hasta que fue grande como la tabla. Entonces decidimos darle un nombre, decidimos llamarlo el General Rebollo. No sé cómo ni por qué elegimos ese nombre, en todo caso el General Rebollo se convirtió en nuestro Dios; lo vestíamos con todo lo que encontrábamos en el basurero, se acabaron las carreras, las guerras, los saltos. Todos nuestros juegos eran solo alrededor del General Rebollo; el General Rebollo era naturalmente el personaje central de todas nuestras invenciones. Por días y días solo vivimos alrededor de su tabla, a veces lo hacíamos pasar por bueno, otras por malo, la mayor parte del tiempo era como un ser mágico y lleno de poder; así pasaron muchos días y muchos domingos, que para mí eran los peores días de la semana. Todos los domingos, a partir del mediodía y hasta la noche, me dejaban sola, encerrada con llave en nuestra única pieza; no tenía más luz que la que entraba por las grietas y el grande hueco de la chapa y pasaba horas con el ojo pegado al hueco para ver lo que pasaba en la calle y para consolarme del miedo. Regularmente, cuando la señora del cabello largo regresaba con Helena y el Piojo, me encontraban ya dormida contra la puerta, rendida de tanto haber mirado por el hueco y de tanto soñar con el General Rebollo.

Después de habernos inspirado mil y un juegos, el General Rebollo empezó a dejar de ser nuestro héroe, nuestras pequeñísimas imaginaciones no encontraban más inspiración en su presencia y los candidatos a jugar con él disminuían día a día. El General Rebollo empezaba a pasar largas horas de soledad, las decoraciones que lo cubrían ya no las renovaba nadie. Hasta que un día el Cojo, que seguía siendo el más fiel, se subió sobre un viejo cajón, dio tres golpes con su bastón improvisado y con una voz aguda y cortada por la emoción gritó:

—¡¡¡El General Rebollo se murió!!!

En esos medios uno nace sabiendo lo que quiere decir hambre, frío y muerte. Con las cabezas agachadas y los ojos llenos de lágrimas, nos fuimos acercando lentamente al General Rebollo.

—¡De rodillas! —gritó de nuevo el Cojo.

Todos nos arrodillamos, el llanto nos ahogaba, ninguno se atrevía a decir ni una palabra. El hijo del carbonero, que era grande, estaba siempre sentado en una piedra leyendo hojas de periódicos que sacaba del basurero. Con el periódico en la mano se acercó al grupo y nos dijo:

—Chinos pendejos, si se les murió el General, pues entiérrenlo. —Y se fue.

Todos nos pusimos de pie y decidimos alzar la tabla con el General y enterrarlo en el basurero; pero todos nuestros esfuerzos fueron inútiles, no logramos ni mover la tabla. Resolvimos enterrarlo por pedazos, partimos cada pierna en tres pedazos, los brazos igualmente. El Cojo dijo que la cabeza había que enterrarla entera. Trajeron una vieja lata y depositamos la cabeza; entre cuatro, los más grandes, la transportaron primero. Todos desfilamos detrás, llorando como huérfanos. La misma ceremonia se repitió con cada uno de los pedazos de las piernas y de los brazos, quedaba solo el tronco, lo partimos en muchos pedacitos y nos pusimos a hacer muchas bolitas de barro y, cuando ya no quedaba nada del tronco del General Rebollo, decidimos jugar a la guerra con las bolas.

EMMA REYES
París, 28 de abril de 1969

miércoles, 7 de junio de 2017

JAMES RHODES. INSTRUMENTAL

De pequeño me pasaron cosas, me hicieron cosas que me llevaron a gestionar mi vida desde una posición según la cual yo, y solo yo, soy culpable de todo lo que desprecio de mi interior. Era evidente que una persona solo podía hacerme cosas así si yo ya era intrínsecamente malo a nivel celular. Y todo el conocimiento, la comprensión y la amabilidad del mundo no bastarán para cambiar, jamás, el hecho de que esa es mi verdad. Que siempre lo ha sido. Que siempre lo será.

Preguntádselo a cualquiera a quien hayan violado. Si dicen otra cosa, mienten.

Las víctimas solo alcanzamos un final feliz en destartalados salones de masaje de Camden. No logramos pasar al otro lado. Sentimos vergüenza, rabia, asco. Y la culpa es nuestra.

Aquella noche de miércoles, en mi enano saloncito de los cojones, mientras me veía por la tele convertido en un tremendo y odioso gilipollas, me di cuenta de que nada había cambiado. En el fondo, como la mayoría de nosotros, incluso ahora con treinta y ocho años, tengo un agujero negro en mi interior que nada ni nadie parece poder llenar. Digo como la mayoría porque…, bueno, echad un vistazo a vuestro alrededor. Nuestra sociedad, nuestras empresas, nuestras estructuras sociales, costumbres, entretenimientos, adicciones y distracciones se apoyan en enormes y endémicos niveles de vacío e insatisfacción. Yo lo llamo sentir odio por uno mismo.

Odio quien fui, quien soy, en quien me he convertido y, tal como nos han enseñado, me castigo continuamente por las cosas que digo y hago. Son tales los niveles globales de intolerancia, codicia y disfuncionalidad, es tal la sensación de que uno lo merece todo porque sí, que esto no sucede únicamente en una pequeña y dañada parte de la sociedad. Todos vivimos en un mundo de dolor. Si en algún momento del pasado dicho mundo fue distinto, a estas alturas, desde luego, lo que describo ya se ha normalizado. Y esto me inspira tanta rabia como mi pasado.

Hay una rabia que fluye por debajo de todo, que nutre mi vida y que alimenta al animal de mi interior. Una rabia que siempre, siempre, me impide, por mucho que me esfuerce, convertirme en una versión mejor de mí mismo. Da la impresión de que mi maldita cabeza está dotada de vida propia, que no la puedo controlar en absoluto, que es incapaz de razonar, de negociar o de sentir compasión. Me lanza gritos desde las profundidades. Cuando era pequeño, no entendía sus palabras. De adulto, me espera al pie de la cama y se pone a hablar un par de horas antes de que me despierte, para que, cuando yo abra los ojos, ella ya haya entrado en modo rabia total, para que me diga entre aullidos de mierda lo contenta que está de que me haya despertado al fin, lo jodido que estoy hoy, que me va a faltar tiempo, que la voy a cagar en todo, que mis amigos han organizado un complot contra mí, que no confíe en nadie, que tengo que hacer todo lo posible por proteger lo que tengo en la vida, por mucho que sepa que es una causa perdida. Estoy siempre agotado. Esta voz es una especie de YO tóxico: corrosivo, invasivo, nocivo, negativo, todos los -ivos malos.

La noto ahora en mi interior. No me había dado cuenta de lo jodidamente cabreado que estaba hasta que he empezado a escribir este libro. Qué cortina de humo tan estupenda pueden crear algo de dinero, la atención y los medios de comunicación. Qué bien se le da a Beethoven distraerte. ¿Por qué tantos triunfadores siguen avanzando sin detenerse, intentan superar sus demonios mediante la acumulación de más cosas, más distracciones, más ruido, hasta que se caen de bruces y se autodestruyen? Porque nadie puede dejar atrás los motivos de una rabia tan potente como esa.

Con toda facilidad y tranquilidad puedo fijarme en el exterior para encontrar las razones de mi dolor interior. Puedo argumentar de forma convincente por qué todas las personas de mi vida, todos los acontecimientos, todas las situaciones, individuos, sitios y cosas son en parte responsables de que yo sea, casi siempre, un cabrón enfadado y amargado.

Y también puedo, de una forma igualmente convincente, mirar hacia dentro, iluminarme a mí con el foco, y pasármelo pipa con ese horror incesante que es culpabilizarse a uno mismo.

Y todo esto es irrelevante, intrascendente e inútil.

Me dedico con demasiada frecuencia a echarles la culpa a todos y a todo. A veces me invade tal rabia psicótica que apenas puedo respirar. Me resulta imposible escapar de eso y nada puede aliviarlo, al margen de algunos colocones caros y peligrosos. Esa rabia es la recompensa por ser una víctima: todas las adicciones requieren un premio, y la rabia y la culpabilización son las recompensas que me sostienen y me dan fuerzas cada día.

Creedme: esta mezcla tan excesivamente indulgente de odio por mí mismo y quejicosa autocompasión en la que parezco estar atrapado no es quien quiero ser.

Eso lo sé.

¿Quién querría ser así? Y menos aún reconocerlo.

Me gustaría ser superhumilde. Prestar un servicio a la música, al mundo, a aquellos que tienen menos suerte que yo. Erigirme en ejemplo de que los horrores pueden soportarse y superarse. Ayudar, dar, crecer, florecer. Sentirme liviano y libre y equilibrado y sonreír un montón.

Pero tengo más posibilidades de tirarme a Rihanna.

En última instancia, el motivo por el que siento tanta rabia es que sé que no hay nada ni nadie en este mundo que pueda ayudarme a superar esto del todo. Ni familiares, ni mujeres, ni novias, ni psicólogos, ni iPads, ni pastillas, ni amigos. Las violaciones infantiles son el Everest de los traumas. ¿Cómo no iban a serlo?

Me utilizaron, me follaron, me destrozaron, me manipularon y me violaron desde los seis años. Una y otra vez durante años y años.

Y así fue como pasó.


Hola, buenas tardes. Bienvenidos, con este espeluznante texto que acabo de leeros, a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os trae una propuesta de lectura confiando en despertar vuestro “apetito” y provocar en vosotros el deseo -yo aún diría más, el ansia- de leer un libro que escojo siempre con criterios de interés y de calidad. Con mi recomendación de hoy, a la que pertenece el fragmento inicial cuya procedencia quizá algunos de vosotros hayáis reconocido, quiero iniciar una breve serie en la que el elemento autobiográfico será el núcleo central de los títulos elegidos, obras todas de escritura digna pero desprovistas de un especial valor literario; aunque sobresalientes, sin embargo, porque dan cuenta, desde ángulos y enfoques distintos, con pretensiones y objetivos diversos, con planteamientos y propósitos muy diferentes, de las vidas -desgarradoras, intensas, apasionantes, terribles- de sus autores.

En el caso de esta tarde, y en una reseña que, a partir de aquí, será forzosamente breve, tanto por la larga extensión del texto preliminar, que ha ocupado gran parte de nuestro tiempo, como por lo muy significativo del mismo, que encierra -casi- la totalidad de sus claves, hasta el punto de hacer que mis comentarios sean en gran medida superfluos (como, por otra parte, suele ocurrir a menudo con mis palabras), quiero hablaros de Instrumental, el libro -de amplia repercusión mediática- que publicó en 2014 el pianista James Rhodes, y que vio la luz en España a finales de 2015 en la editorial Blackie Books en traducción de Ismael Attrache y con el explicativo subtítulo de Memorias de música, medicina y locura.

James Rhodes, que en el momento en que escribe Instrumental aún no ha cumplido los cuarenta, es, a sus cinco años, un niño talentoso de familia acomodada, un niño rebosante de vida, alegre, feliz, que se incorpora a un nuevo colegio con la ilusión del descubrimiento y la esperanza que lleva consigo a esas edades todo comienzo. Las constantes violaciones a las que alude el desasosegante texto que he leído como apertura de esta reseña, perpetradas persistente e impunemente por su profesor de Educación Física sin que nadie parezca darse cuenta del hecho (solo la directora de la escuela, retrospectivamente, parece atar cabos para, tras la difusión pública de los abusos, declarar ante la policía -en denuncia que el libro reproduce- las sospechas que entonces abrigaba sobre el docente, ahora fatal e impunemente confirmadas), condicionarán de un modo dramático su vida y lo llevarán, casi tres décadas después del indecible sufrimiento, a dar a conocer al mundo -con inusitada y elogiable valentía- su angustiosa experiencia y el suplicio y la amargura, la tortura y el dolor en que se vio envuelta -ya para siempre- su existencia. Las violaciones sistemáticas y continuadas en el tiempo durante cinco años provocarán en el pobre Jamie una interminable sucesión de daños y padecimientos que él mismo se encarga de enumerar: múltiples operaciones, cicatrices (internas y externas), tics, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión, ideación suicida, enérgicos episodios de autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los complejos sexuales más chungos, confusión de género («pareces una chica, ¿estás seguro de que no eres una niña?»), confusión sexual, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir, desórdenes alimenticios, síndrome de estrés postraumático, trastorno disociativo de la personalidad (un nombre algo más bonito que le han puesto al síndrome de personalidad múltiple), etcétera, etcétera, etcétera. En el libro -una especie de necesario exorcismo de todos sus demonios interiores (Yo soy muchas cosas. Músico, hombre, padre, gilipollas, mentiroso y falso. Pero sí, lo que más me define es el sentimiento de vergüenza. Quizá sea todas esas cosas negativas como consecuencia de sentir esa vergüenza. Quizá si acepto, acojo y suavizo esa sensación de culpa, de falta, de maldad, de abyección que hay en mi interior, los defectos y las creencias que parecen lograr que el mundo funcione en mi contra empiecen a desaparecer)- Rhodes nos muestra, sin paliativos ni edulcorantes, con un lenguaje desabrido y transparente (aunque sin conceder ni un solo resquicio al morbo), las traumáticas tres largas décadas de su paso por el mundo.

En Instrumental confluyen, a mi entender, tres planos conectados entre sí (más allá de las obvias indignación, denuncia y llamada de atención acerca de la impunidad con la que se llevan a cabo prácticas tan brutales e inhumanas como los abusos sexuales a menores en muchas instituciones -la escolar y la eclesiástica, particularmente, pero también otras, como es el caso de Jimmy Saville, el famoso periodista musical británico, que también se cita en el libro). Está, por un lado, el relato -sobrecogedor- de la propia vida del autor, una pavorosa secuencia de internamientos en psiquiátricos, episodios de drogadicción, humillantes experiencias sexuales, momentos de abyecta prostitución juvenil, intentos de suicidio, desórdenes psicológicos (Todo es por culpa de mi cabeza. El enemigo. Lo que me acabará matando; una mina antipersona, una bomba con el cronómetro activado, Moriarty. Mi puta cabeza que me hace llorar y gritar y aullar y frotarme los ojos de pura frustración. Siempre presente, constante solo en su inconstancia, rabiosa, echada a perder, espantosa, retorcida, errada, aguda, afilada, depredadora) e infinidad de otras estremecedoras experiencias vividas siempre al límite de la más mínima dignidad humana. Una vida que logra sobreponerse a la ominosa corriente que inexorablemente llevaría a su protagonista a la extinción para conseguir al fin salir a flote (Han pasado casi seis años desde que me dieron el alta en una institución psiquiátrica. Salí de mi último hospital mental en 2007, hasta las trancas de medicamentos, sin carrera profesional, sin mánager, sin discos, sin conciertos, sin dinero y sin dignidad), siendo James Rhodes, hoy mismo, un sobresaliente intérprete de música clásica, con unos cuantos notables discos y numerosos conciertos en su haber, con una fecunda actividad en los medios de comunicación -artículos en periódicos, documentales televisivos, etc.- y, sobre todo, con una “normalizada” vida personal y familiar, casado en segundas nupcias y con un hijo que es el motor de su existencia. Estoy cualificado para escribir esto -dice, en este sentido, de su libro- porque he sobrevivido a ciertas experiencias que quizá otras personas no habrían superado. Y al haber salido vivo de ello (hasta ahora) y, según la editora que le vendió la idea de este proyecto a su jefe, haber logrado «llegar a ser alguien», se me ha brindado la oportunidad de escribir un libro. Lo cual hace que me parta de risa, porque, como veréis a lo largo de las próximas ochenta mil palabras, vivo inmerso en una locura inherente a mí mismo, tengo un concepto de la integridad bastante retorcido, pocas relaciones que valgan la pena, aún menos amigos y, lo digo sin la menor compasión por mí mismo, soy bastante gilipollas.

En segundo lugar, la obra es un alegato entusiasta y apasionado en favor de la música, de su “poder salvífico”. Gran parte de la recuperación de Rhodes para la “normalidad” se debe a su descubrimiento y dedicación a la música clásica. Así opina sobre el relato de su vida en el que se centra Instrumental: Porque es una historia que demuestra que la música es la respuesta a aquello que no la tiene. Estoy convencido de ello porque yo no existiría, menos aún de una forma productiva, sólida (y, de vez en cuando, feliz), sin música. O de un modo aún más explícito: Pero es un hecho irrefutable que la música me ha salvado la vida de una forma muy literal, y creo que también la de un montón de personas más. Ofrece compañía cuando no la hay, comprensión cuando reina el desconcierto, consuelo cuando se siente angustia, y una energía pura y sin contaminar cuando lo que queda es una cáscara vacía de destrucción y agotamiento.

Y en consonancia con esa idea, Instrumental es también un modesto y somero pero muy atractivo “curso” de música, no solo porque contiene furibundos alegatos en contra del modo -elitista, mercantilizado, narcisista- en que se orienta la difusión de la música clásica en nuestros días (Entre otras cosas, quiero que este libro proponga soluciones a esta degradación descafeinada e interesada de la industria de la música clásica que nos han forzado a aceptar en contra de nuestra voluntad. También espero mostrar en él que los problemas y las posibles soluciones dentro de ese mundo clásico pueden también aplicarse a muchísimos más ámbitos parecidos, que afectan a nuestra cultura en general y a las artes en particular), sino, sobre todo, porque el texto aparece surcado de mil y una referencias a piezas clásicas, de las que se nos habla con pasión, profundidad e inteligencia. En este sentido, cada uno de los veinte capítulos del libro viene encabezado por una cita musical, una obra de la que Rhodes nos proporciona un enjundioso comentario -sobre la misma pieza, pero también sobre sus compositores o intérpretes- antes de adentrarse en la narración propiamente dicha. El entusiasmo del concertista es contagioso y produce en el lector -incluso en uno tan poco familiarizado con la música clásica como soy yo mismo- el vehemente deseo de conocer más sobre el fascinante universo que nos dibuja el exaltado fervor del autor, el cual, por otro lado, recomienda de modo vehemente complementar la lectura de su obra con la escucha de estos temas, de modo que la turbadora atmósfera del libro se vea en cierto modo compensada por la belleza de la música de la que el propio James Rhodes, en bastantes ocasiones, es intérprete. Esta “banda sonora” del libro puede consultarse en una lista de Spotify (http://bit.do/instrumental) creada al efecto por el propio músico.

De entre todas las obras recogidas os dejo ahora, como cierre a mi reseña, con la interpretación que el propio Rhodes hace de la Chacona de Bach y Busoni, una pieza especialmente significativa en el libro: Y supe, del mismo modo que supe en cuanto lo tuve en brazos que dejaría que me atropellara un autobús para salvar a mi hijo, que era aquello en lo que iba a consistir mi vida. Música y más música. La mía iba a ser una existencia dedicada a la música y al piano. Lo supe sin cuestionármelo, feliz, sin el dudoso lujo de poder elegir. Y sé lo estereotipada que resulta esta afirmación, pero esa pieza se convirtió en mi refugio. Siempre que estaba angustiado (siempre que estaba despierto) se me repetía en la cabeza. Se iban marcando sus ritmos, sus voces se ejecutaban una y otra vez, se alteraban, se sometían a experimentos. Yo me sumergía en su interior como si fuera una especie de laberinto musical y deambulaba por él, perdido y feliz. La pieza determinó mi vida; sin ella habría muerto hace años, estoy convencido. Junto a las otras piezas musicales que me llevó a descubrir, se convirtió en una especie de campo de fuerza que solo el dolor más tóxico y más brutal podía traspasar