Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de enero de 2022

ABIR MUKHERJEE. EL HOMBRE DE CALCUTA

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os da la bienvenida un miércoles más con la misma pretensión que la que nos ha movido desde aquel lejano 27 de octubre de 2010 en que salió al aire nuestro primer programa en Radio Universidad de Salamanca: ofreceros semanalmente la recomendación de un libro -muy a menudo más de uno, en realidad- elegido siempre con criterios de interés y calidad -también, en ocasiones, de oportunidad- para despertar en vosotros el afán por su lectura. 

Con mi propuesta de esta tarde quiero abrir un ciclo, que espero no os resulte reiterativo, de sugerencias vinculadas al género negro. Serán cinco semanas, que se prolongarán, pues, hasta finales de febrero, en las que la literatura policial protagonizará nuestro espacio, con otras tantas referencias de libros que además de compartir su condición de novelas detectivescas y de estar unidos también por su indudable calidad, presentan la peculiaridad de que tanto sus autores como el entorno en que se desenvuelven sus tramas pertenecen a ámbitos geográficos diferentes -y exóticos en algunos casos (siempre, claro está, para una mirada “occidental”). De esta manera, durante estas primeras semanas del año, Todos los libros un libro no sólo os invita a la “inmersión” en unas muy sugerentes muestras de ficción criminal, sino que, además, quiere llevaros de la mano a unos muy apetecibles viajes literarios. Os anticipo que en nuestro periplo visitaremos la India, Mongolia, Japón, Israel, Estados Unidos y Gran Bretaña, en un recorrido que, como podréis comprobar, se aventura apasionante. 

Empezamos, pues, desplazándonos al enorme y superpoblado país del sur de Asia. La India es, en efecto, el escenario de El hombre de Calcuta, la primera entrega de una serie que ya cuenta con cuatro títulos más, el último aparecido a finales de 2021, aunque salvo esta primera novela de la que hoy os hablo, el resto aún no han sido traducidas en nuestro país. Su autor es Abir Mukherjee, nacido en Londres en 1974, de origen indio. Creció en Escocia (en su libro son muchas las muestras de humor sarcástico con los escoceses como “víctimas”) y se graduó en la prestigiosa London School of Economics antes de entrar a trabajar en el mundo de las finanzas. A rising man, que ese es el título original de El hombre de Calcuta, se publicó en 2017 obteniendo el CWA Endeavour Dagger a la mejor novela histórica de ese año. En España es la editorial Salamandra la que la ha dado a la luz hace ahora exactamente un año, en enero de 2021, en la traducción, bastante “acatalanada”, de Jofre Homedes Beutnagel. El libro, que ha sido vertido a más de quince idiomas, lleva varias ediciones entre nosotros, lo que me hace confiar en que pronto podamos acceder al resto de la serie. 

El 9 de abril de 1919, con los ecos de la Primera Guerra Mundial aún resonando en el mundo entero, un nativo aterrorizado descubre, a las puertas de un prostíbulo en un callejón oscuro de la Ciudad Negra de Calcuta, un territorio prácticamente vedado a los colonizadores ingleses, el cadáver de Alexander MacAuley, un alto cargo del Raj, el Gobierno del Imperio británico en la India. El cuerpo, elegantemente vestido con esmoquin, aparece retorcido, con los brazos y las piernas doblados de manera antinatural, medio hundido boca arriba en una cloaca al aire libre. Todo apunta a un asesinato: el profundo tajo en la garganta, la enorme mancha de sangre marrón en la camisa blanca almidonada, la falta de varios dedos de una mano, la órbita de un ojo vacía y, además, una bola de papel empapada en sangre taponando la boca y con un mensaje categórico: Se acabaron los avisos. Va a correr sangre inglesa por las calles. ¡Fuera de la india! El capitán Sam Wyndham, que, tras su dramática experiencia en la Gran Guerra y una notable carrera en el Departamento de Investigaciones Criminales de la Policía Metropolitana londinense y en Scotland Yard, apenas lleva una semana en la policía de la capital bengalí, se hará cargo del caso, en una indagación que le obligará a adentrarse en los distintos ambientes sociales de la ciudad, desde las grandes fortunas del Imperio hasta los barrios bajos locales, en una pesquisa que incluye todos los elementos del thriller más excitante, a la vez que permite al lector conocer las interioridades de la compleja y algo torturada personalidad del protagonista principal, así como recorrer un escenario no demasiado habitual en la literatura negra, el de una Calcuta cuya atmósfera se recrea con detalle en una ambientación rigurosa y fidedigna, de un atractivo literario formidable. 

La construcción del personaje de Wyndham bebe de todas las fuentes “canónicas” de la literatura del género y el resultado resulta, por tanto, reconocible y convincente: inteligente y decidido, lúcido, independiente y con ideas propias, escasamente sumiso ante la autoridad, encierra, a la vez, un pasado convulso, esconde aspectos oscuros en su alma afligida y arrastra una tragedia personal que le dificulta la normal aceptación de la vida común. Todo ello dibuja una caracterización muy viva y creíble, alejada de los perfiles rocosos, de una pieza, sin fisuras, que el lector actual descarta ya por irreales. Wyndham, siendo íntegro y valiente, sin embargo, duda, sufre, no sabe del todo de qué lado debe estar, es humano y, como todos, alberga incertidumbres y miserias y dolor y sufrimiento en su interior. 

Huérfano de madre desde los seis años, su padre, director de escuela, se vuelve a casar al poco tiempo, por lo que el niño será “despachado” a Haderley, un internado en el sudoeste de Inglaterra, en el que permanece hasta los diecisiete años, alimentando su espíritu solitario y envidiando a los otros niños, cuyos padres estaban destinados en lugares remotos al servicio del Imperio británico, en un primer apunte -hay varios en las primeras páginas del libro- en el que Mukherjee nos lleva a conectar la trayectoria previa de su protagonista con lo que constituirá el presente de la novela. Las limitaciones económicas familiares provocadas por una sobrevenida enfermedad del padre le impiden acceder a la universidad, obligándole a abandonar el internado y a buscarse la vida en Londres. Gracias a los contactos de un tío remoto, se incorpora como agente, muy joven, a la División H de la Policía Metropolitana, la famosa Scotland Yard (lo que permite al autor ofrecer una breve digresión acerca de los orígenes de las fuerzas policiales británicas y, de paso, lanzar su primera “pulla” irónica sobre Escocia y sus habitantes: La gente cree que la Met es la policía más antigua del mundo, pero se equivoca. Es cierto que nosotros tuvimos a los Bow Street Runners, tal como se conocía popularmente al cuerpo, pero la primera ciudad con una policía digna de ese nombre fue París. De hecho, la Met ni siquiera es la más antigua de Gran Bretaña. Ese honor le corresponde a Glasgow, que ya tenía la suya treinta y pocos años antes de que Robert Peel propusiera dotar de policía a Londres. Claro que si había una ciudad que necesitaba a la policía más que Londres, ésa era Glasgow). Diversos azares profesionales lo llevarán al Departamento de Investigaciones Criminales, el CID, y de ahí, siete años después, en 1912, será destinado al Special Irish Branch, una unidad cuya principal tarea era vigilar a los nacionalistas de Irlanda y a sus simpatizantes en la capital, en otro elemento -Irlanda, la lucha por su independencia- que aflorará en el resto de la novela, tanto de modo directo (un personaje con el que se topará en Calcuta tiene mucho que ver con la causa irlandesa, que defenderá a la par que critica el forzado sometimiento de los asiáticos) como indirecto (a través de un explícito paralelismo, también en el tiempo, entre el ansia de autogobierno y la revuelta contra el poder de Londres de ambos pueblos, el indio y el irlandés). El estallido de la guerra truncará su vida ya relativamente estabilizada en una apacible y feliz normalidad. Se ha enamorado de Sarah, una maestra inteligente, liberal, atractiva, llena de energía, que se mueve en los círculos intelectuales de izquierdas, defensores del compromiso, de la implicación y la solidaridad con las clases trabajadoras. La necesidad de afirmarse ante ella lo lleva a alistarse. Será movilizado en enero de 1915 y, tras tres semanas de instrucción, se casará con Sarah en febrero y partirá al frente dos días después. Sus compañeros, sus amigos, sus parientes morirán en las trincheras o perderán el juicio a causa del horror vivido. A pocos meses del armisticio, herido en un bombardeo, con secuelas muy graves, también psicológicas, será repatriado y tratado en un hospital británico en el que se debatirá entre la vida y la muerte durante semanas, anestesiado por la morfina que le prescriben para calmar sus dolores. Cuando recupera la conciencia tras su larga convalecencia, los médicos se verán obligados a comunicarle que Sarah ha muerto víctima de la “gripe española”. Tal sucesión de desgracias lo hundirá en un estado de depresión, culpa y “autoconmiseración”, en un presente terrible hecho de días huecos y noches pobladas por los gritos de los muertos, imposibles de acallar salvo con morfina. La adicción, primero al fármaco, más tarde al opio, lo acompañará desde entonces y es otro rasgo del personaje que lo singulariza y le aporta “carácter”. 

Convocado por un antiguo superior, lord Taggart, comisario de la Policía Imperial de Bengala, y ante el vacío de su existencia en Inglaterra, viajará a la capital bengalí provisto de un sustancioso alijo de pastillas de morfina para incorporarse, descreído y sin ilusiones, protegido por una coraza de cinismo (Después de todo lo que me había pasado, yo ya no tenía conciencia. En cuanto al lado en el que estaba, ya me lo había dicho Taggart: el del statu quo), a las fuerzas policiales británicas en territorio indio. Y así nos lo encontraremos ese 9 de abril de 1919, al comienzo de la novela, levantando el cadáver de MacAuley en un sórdido callejón de Calcuta. 

Este intenso “background” que acarrea el personaje permitirá que Mukherjee aporte a su relato de la mera investigación detectivesca una dimensión psicológica interesante, que viene dada por la hondura de una cierta mirada sobre el mundo de su protagonista, escéptica y descreída, pero en el fondo sensible, filosófica, comprometida. Y ello ocurre, en primer lugar, en el ámbito personal, pues son frecuentes las reflexiones, nacidas de un alma dolida, sobre la muerte, el amor, la memoria y el olvido: ¿Qué había sobrevivido a una guerra que se había llevado a mi hermano y a mis amigos? ¿Que cuando caí herido y me repatriaron me enteré en el hospital donde convalecía de que mi mujer había muerto de gripe? ¿Que estaba cansado de una Inglaterra en la que ya no creía? O este otro largo fragmento, muy revelador de ese espíritu herido del capitán: 

Dos días antes, MacAuley era uno de los hombres más importantes de Bengala y, por lo que se decía, despertaba tanto respeto como miedo. En ese momento su recuerdo ya empezaba a borrarse, y lo que quedaba de él, la suma de una vida de más de cincuenta años, estaba envuelto en el periódico del día anterior, a la espera de que se lo llevasen al olvido. 
La idea me dio miedo. Bien pensado, ¿qué dejamos cuando nos morimos? A unas pocas personas especiales se las inmortaliza en bronce, o piedra, o en las páginas de la historia, pero ¿qué rastro dejamos el resto si no es en la memoria de nuestros seres queridos, más allá de unas cuantas fotos en color sepia y las pertenencias insignificantes que podamos haber amasado? ¿Qué quedaba de Sarah? Mis recuerdos jamás podrían hacer justicia a su intelecto, ni las fotos honor a su belleza, pero al menos vivía en mi memoria. ¿Quién me recordaría a mí si me moría? El paralelismo con MacAuley era demasiado evidente para que lo pasara por alto. 

Pero esa condición desencantada, su profundo conflicto interno, se manifiesta también en un plano público, político, pues su pensamiento se detiene de continuo en cavilaciones sobre el absurdo de la guerra, la inmoralidad de los dirigentes públicos, y, en lo tocante a la realidad de la India, la explotación, los abusos, las injusticias, el racismo y el desprecio colonial ejercidos sobre unas gentes que habían muerto por el Imperio en las infectas barricadas de Francia: Los cipayos de la Tercera División de Lahore, en su mayoría sijs y pastunes, habían cargado sin ninguna esperanza de éxito, y habían caído todos sin tan siquiera vislumbrar las posiciones de los alemanes. Habían muerto como unos valientes. Ahora aquí, en Calcuta, resultaba alarmante ver cómo tratábamos a sus parientes en su propia tierra

Además del propio atractivo de la peripecia policial narrada con agilidad y eficaz gradación de pistas, hallazgos, sorpresas y giros en la trama; además de la vibrante sucesión de episodios por los que transcurrirá el hilo argumental de la novela; además de la inteligente indagación sobre las causas del crimen del alto cargo colonial y el oportuno descubrimiento de sus autores; además de la comentada y muy apreciable hondura psicológica en el “retrato” del capitán Wyndham, hay en este El hombre de Calcuta algunos otros puntos de interés que ahora quiero comentar brevemente. 

En primer lugar, destaca la figura del ayudante indio de Wyndham, el singular sargento Surendranath “Surrender-not” Banerjee, que el autor presenta como contrapunto al investigador principal, en un juego de complementarios que remite, en cierto modo, a otras clásicas parejas literarias -Holmes y Watson, por ceñirnos al género negro-, aunque con algunas especificidades. El joven Banerjee, educado en Inglaterra (su padre era un abogado de Calcuta que había mandado a sus tres hijos a estudiar a Inglaterra, primero en Harrow y después en Oxbridge. Banerjee era el menor. Uno de sus hermanos mayores se había dedicado al derecho, como su padre, y estaba colegiado en Lincoln’s Inn. El otro era médico, y bastante renombrado. En cuanto a Banerjee, su padre había querido que hiciese carrera en el Indian Civil Service, el mítico ICS, pero por mucho prestigio que eso pudiera comportar, al joven no le apetecía pasarse la vida entre papeles, así que había decidido ingresar en la policía), es, físicamente, la antítesis del prototipo convencional de policía: un hombre menudo, de pelo negro y brillante, con la raya a un lado, pulcramente marcada, con un aire adolescente. Las gafitas redondas, de intelectual o poeta, su timidez extrema, su recurrente azoramiento ante las mujeres, su discreta y educada aceptación de ese segundo plano al que lo constriñe su condición de subordinado en lo profesional e “inferior” por raza, lo hacen entrañable al lector. Su nerviosismo y su aparente inseguridad unidos a un carácter serio y responsable, a su eficacia profesional y al profundo conocimiento de la realidad de la India lo convierten en ayuda indispensable para el capitán que, recién desembarcado, desconoce todo de la India, empezando por el idioma. Además, Banerjee permite a su creador ejemplificar en él una de las dimensiones del conflicto colonial (que será, como luego veremos, un elemento central en la novela) pues al tratarse de un “nativo” lo aflige la contradicción entre su natural comprensión hacia el movimiento en pro del autogobierno de su país, y las exigencias que le impone el trabajar para el Imperio opresor, y ese debate íntimo (colaboro con los británicos en la humillación de mi propio pueblo) aflora más de una vez en la novela y la enriquece. 

Otro elemento que cruza, en paralelo y de modo tenue, la trama argumental, es el romántico, podríamos llamar. En el curso de sus pesquisas, Sam, aún lastrado su ánimo por el recuerdo de la malograda Sarah, conocerá a la señorita Annie Grant, que fuera secretaria del difunto y que despertará en él la ya casi apagada capacidad de sentirse emocionalmente atraído por una mujer (¿Cómo puede un hombre sobrevivir a tres años de bombardeos, fuego de artillería y ráfagas de ametralladora y seguir temblando de nervios cuando le pide a una mujer que coma con él?). Aparte de por ser muy atractiva, eficiente y dispuesta, y de que parece albergar algún secreto relacionado con el caso a investigar, el personaje de Annie es significativo, además, por el hecho de ser angloíndia, de sangre mestiza, y esa circunstancia, que la condena a vivir en un extraño limbo -ni india, ni británica- en la racista sociedad bengalí, aporta también una faceta que amplía el alcance y, en consecuencia, el interés del libro. 

Esta “preocupación” por las peculiaridades de la sociedad india de la época es ostensible en la obra entera, más allá de la definición de los personajes. En este sentido, otro de los aciertos del libro es, precisamente, lo que podríamos denominar el “color local”, la verosímil recreación del ambiente de una Calcuta populosa, palpitante, abigarrada, caótica, asfixiante, desmesurada, colorista, pestilente, enigmática, contradictoria e impenetrable. Esa impresión desbordante, muy nítida, asalta a Wyndham a poco de su llegada y lo acompañará durante toda su aventura, como se puede apreciar en este fragmento: 

No hay nada que pueda preparar del todo a una persona para su llegada a Calcuta: ni los horrores que cuentan quienes vuelven de la India entre el humo de los salones de Pall Mall, ni los textos escritos por periodistas y novelistas. Ni siquiera un viaje por mar de ocho mil kilómetros con escalas en Alejandría y Adén. Una vez en Calcuta, sus dimensiones chocan tanto que ningún inglés podría imaginarse nada tan ajeno. Robert Clive la describió como «el lugar más malvado del universo», y su visión era de las más positivas. 
Más allá del calor o la horrible humedad, tenía algo especial. Yo empezaba a sospechar que estaba relacionado con la gente. 

Nuestro avanzar por las páginas de la novela nos permite así conocer esa Calcuta de clima agobiante, calor opresivo, humedad enervante, que respira el omnipresente hedor de la miseria y el tufo insoportable de los productos químicos de las industrias, la niebla industrial: los callejones oscuros y peligrosos de su Ciudad Negra, el intrincado laberinto de sus calles estrechas, su denso tráfico -un hervidero de humanidad, coches, tranvías y autobuses, carros y rickshaws-, la elegancia de los burdeles para blancos, la enigmática oscuridad de los fumaderos de opio, las cantinas miserables, las viviendas destartaladas, la sordidez de las habitaciones de los nativos; y también, en llamativo contraste, la majestuosidad de los palacios en los que residen las autoridades imperiales, las impresionantes construcciones -universidades, oficinas, mansiones y monumentos-, todas de estilo clásico, levantadas para proclamar la supremacía del “amo” (Era la arquitectura del dominio, con cierto toque absurdo. Los edificios palladianos, con las columnas y los frontones, las estatuas togadas de ingleses fallecidos tiempo atrás, las inscripciones en latín por doquier, desde palacios hasta urinarios públicos... A un extranjero que lo viera se le podría perdonar que no atribuyese la colonización de Calcuta a los ingleses, sino a los italianos, señala, en un nuevo rasgo de humor, la voz de Sam, que narra). En este marco geográfico se mueve una variada “fauna humana” que Mukherjee describe con precisión: fornidos porteros sijs, frágiles prostitutas, opulentas madamas, pequeños ladronzuelos callejeros -cómo no recordar a Kim, en una novela que desde la cita inicial (Calcuta parece llena de «hombres que prometen») refleja su deuda con Rudyard Kipling)-, ancianos arrugados y consumidos que deambulan sin propósito, fanáticos terroristas capaces de inmolarse por la causa en la que creen, agitadores bengalíes, punyabíes sumisos, pacifistas seguidores de un Gandhi que en esos días ya dejaba oír su mensaje de resistencia no violenta, y también, claro está, las muy variadas muestras de la población “ocupante”. 

Y es que, junto a la fidedigna descripción de ese escenario físico, El hombre de Calcuta sobresale también por la espléndida traslación al lector del telón de fondo sociopolítico de la zona y de la época, con las contradicciones de la presencia colonial, el rechazo larvado del ciudadano indio del común a esta “ocupación”, los movimientos insurgentes, violentos en algún caso. En el libro abundan, así, formuladas de modo directo por boca de alguno de los personajes o entrevistas mientras el relato avanza, las referencias al estado de cosas imperante en la India a partir de la hegemonía de la “madre patria” británica. Por ejemplo, el “eficaz” mecanismo en que se sustentó durante décadas esa dominación, con una ingente cantidad de jóvenes formados en las instituciones del Reino Unido, que ya en su condición de funcionarios, burócratas, policías, clérigos, recaudadores de impuestos y todo tipo de funcionarios públicos se desplazaban a la inmensa península indostaní para organizar la gran maquinaria imperial, transmitiendo sus valores y consolidando los engranajes del poder de Londres sobre aquellos territorios tan ajenos al carácter “british”, un círculo que se cerraba cuando todos aquellos desplazados, en muchos casos irremisiblemente desarraigados, habitantes ya de “otro mundo”, tenían hijos a los que mandaban a las mismas instituciones escolares y universitarias de las islas, que acabarían por repetir los procesos que consolidarían ese incontestable poder. Un poder, sutil, en apariencia no demasiado ostensible, que en su anodina cotidianidad impregnaba las relaciones con los nativos y constituía, a la postre, la huella más destacada, junto al ejercicio de la violencia, de la corrupción, de los abusos, de las injusticias o del racismo, de ese largo siglo de existencia del Raj y de su asfixiante administración de las vidas de cien millones de indios. Wyndham detecta los atropellos, la discriminación y los privilegios, los cuestiona -al menos en su fuero interno, pues no siempre es factible la oposición frontal ante sus superiores-, dando cuenta de ellos de continuo en el curso de sus peripecias. De este modo conocemos sus opiniones sobre el conflicto entre Gran Bretaña y la India (Los británicos fingen estar aquí para inculcar las ventajas de la civilización occidental a una pandilla de salvajes ingobernables, cuando en realidad de lo único que se ha tratado siempre es de algo tan mezquino como los beneficios comerciales. ¿Y los indios? La élite ilustrada va diciendo que quiere liberar el país de la tiranía británica para el bien de todos los indios, pero ¿qué saben ellos de las necesidades de los millones de indios que viven en aldeas, o qué les importan? Ellos sólo quieren sustituir a los británicos como clase gobernante), sobre la en el fondo falsa superioridad moral británica, defensora, en apariencia, de un orden superior, el de la Ley y la Justicia, que encarnaría el hombre blanco, y basada, en la práctica, en la sujeción y el sometimiento, en la explotación de millones de nativos (Nuestra justificación para gobernar la India se basaba en los principios de la justicia británica imparcial y el imperio de la ley. […] El Imperio era una fuerza al servicio del bien. Tenía que serlo. Si no, ¿qué hacíamos aquí?); sobre la, por tanto, muy notoria hipocresía de los colonos (Séame sincero, capitán: ¿a cuántos compatriotas ha conocido aquí que sean felices de verdad, aparte de los misioneros? Despotrican contra los nativos, y contra el clima, y se pasan el santo día bebiendo ginebra en sus lujosos clubes. ¿Y todo para qué? Para alimentar la ficción de que están aquí por el bien de los nativos. Es todo falso, capitán. Y más que a los indios, nos mentimos a nosotros mismos. —Señaló a Banerjee—. Los indios más formados nos ven como somos, y cuando reivindican la autonomía, fingimos no poder entender que sean tan desagradecidos); sobre las injusticias constitutivas de la colonia y sobre las derivadas del entramado institucional creado para sostenerla, como las leyes Rowlatt, que permitían encarcelar a todo sospechoso de terrorismo o de actividades revolucionarias y tenerlo encerrado, sin juicio, hasta dos años (acabábamos de librar una guerra en nombre de la libertad y de pronto nos dedicábamos a detener a gente sin orden judicial y a encerrarla por cualquier cosa que nos pareciera sediciosa, desde una reunión no autorizada hasta mirar mal a un inglés); sobre las interesadas estrategias geopolíticas británicas, en ocasiones arbitrarias y por ello muy mal aceptadas por los indios, con la mención específica a la división de Bengala que llevó a cabo en 1905 el entonces Gobernador de la India, lord Curzon, una decisión, revocada seis años después, que además de desplazar la capitalidad del país de Calcuta a Nueva Delhi provocó la animadversión generalizada -y, en algunos casos, el ansia de venganza- de los bengalíes; sobre la generalizada mirada racista del Imperio, sus autoridades y sus funcionarios sobre la población autóctona, que se traducía, en sus manifestaciones más “benévolas”, en una indisimulada arrogancia en el trato con los nativos, a los que se despreciaba sin recato y se maltrataba de palabra y de obra (en la India, incluso las fuerzas del orden se subordinaban al dato objetivo de la raza). 

Y en este mismo plano, complementario a la evolución de la intriga detectivesca, se ve muy reflejada en la novela la lucha por la independencia, con el odio larvado al ocupante en la mirada de las gentes, con los episodios de insurrección, las manifestaciones y los tumultos reprimidos con inusitada violencia por las autoridades policiales y militares del Raj, con los brotes terroristas, con los levantamientos y los numerosos incidentes armados, también con las proclamas pacifistas y no violentas, en una ola creciente de indignación popular (la India tendría que esperar aún casi treinta años, hasta 1947, para alcanzar su ansiada soberanía), ante la que el pragmatismo de Wyndham (funcionario, en suma, de un poder de cuya ilegitimidad de origen duda) sólo puede oponer un resignado pero lúcido estoicismo (A veces no había más remedio que plantar bien los pies en el suelo y esperar que la marea de la historia no te arrastrara consigo). 

En fin, como se puede apreciar, son muchos los motivos (entre ellos quiero insistir de nuevo en las elegantes pinceladas de humor que atraviesan el texto, casi siempre con los “pobres” escoceses como blanco de la mordaz ironía de la que Mukherjee dota a su personaje, como en este otro fragmento: Era un hombre de gustos bastante ortodoxos, sin pecadillos ni imaginación, aunque el tiempo me ha enseñado que en los escoceses eso es bastante normal. Al principio lo achacaba al clima de su tierra, que si no me equivoco es más bien desagradable durante diez meses al año, y francamente inhóspito los otros dos, pero con el paso de los años he llegado a la conclusión de que se debe a esa religión fundamentalista que profesan, y que, por lo que tengo entendido, considera pecado casi todos los placeres de la vida), por los que merece la pena leer este El hombre de Calcuta y sus esperadas secuelas. Os dejo ya ahora con una muestra musical del ambiente sonoro de la India. La popular Asha Bhosle, una de las grandes divas de la música india, que entre su inagotable repertorio cuenta con numerosos temas cantados en bengalí, es la intérprete de Sagar Daake...aay, con la que cerramos el programa.

Bengala: verde, pródiga e inculta. Parecía tierra de selvas humeantes y manglares pantanosos, con más agua que suelo firme. Su clima, de los más hostiles del mundo, alternaba un sol tórrido y las lluvias torrenciales de la época de los monzones, como si Dios, en un arrebato de mal genio, hubiera hecho una criba de lo que más aborrecían los ingleses y lo hubiera juntado en un solo e infausto lugar; nada más lógico, por tanto, que elegir aquel sitio, a ciento treinta kilómetros de la costa, en una ciénaga infestada de malaria de la orilla izquierda del lodoso río Hugli, para levantar Calcuta, nuestra nueva capital en el país. Está visto que nos gustan los retos. 

Pisé suelo indio por primera vez el 1 de abril de 1919, el Día de los Inocentes. Ni hecho aposta. A medida que el barco remontaba el río, la selva fue dejando paso a campos de cultivo y pueblos de adobe, hasta que al otro lado de un meandro muy cerrado apareció la gran ciudad bajo una corona de neblina negra, surgida de un centenar de chimeneas industriales. 

No es agradable presentarse en Calcuta por primera vez sin la ayuda de las drogas. Por un lado está el calor, naturalmente, un calor de fuego, sofocante y despiadado. Pero el problema no es el calor; lo que vuelve loca a la gente es la humedad. 

El río estaba atestado de embarcaciones. Unos buques mercantes enormes, construidos para la navegación en alta mar, se disputaban el espacio de las dársenas. Si el río era la arteria de la ciudad, aquellos barcos eran la sangre que transportaba por el mundo sus exportaciones. 

A simple vista, Calcuta se podría tomar por una metrópolis antigua, cuando lo cierto es que es más joven que Nueva York, Boston u otras cinco o seis ciudades norteamericanas. La diferencia es que no fue concebida en respuesta a las aspiraciones de empezar desde cero en un Nuevo Mundo, sino que nació por unos motivos más vulgares: el comercio. 

Calcuta. «La Ciudad de los Palacios», la llamábamos. Nuestra Estrella de Oriente. Nosotros erigimos esta ciudad. Donde sólo había selva y chozas, levantamos mansiones, monumentos, y ahora, tras pagar su precio en sangre, proclamábamos que era una ciudad «británica», pero bastaban cinco minutos en ella para darse cuenta de que no lo era. Lo cual tampoco quería decir que fuese india. 

En realidad, Calcuta era algo único.
   Videoconferencia
Abir Mukherjee. El hombre de Calcuta

miércoles, 19 de enero de 2022

PATRICIA ALMARCEGUI. CUADERNOS PERDIDOS DE JAPÓN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que esta semana cierra la peculiar serie, centrada en los coffee table books, los libros de mesa de café, que iniciamos antes de Navidades con la excusa unificadora de ofreceros simultáneamente propuestas atractivas de lectura y recomendaciones de posibles regalos en esas fechas tan propicias a la dadivosidad. Ante la imposibilidad de agotar mis sugerencias antes de las vacaciones he estirado al máximo el forzado pretexto, continuando así, en enero, con mis consejos de lectura de libros que aúnan la exquisitez formal y la belleza de su continente con el interés de su contenido y sus textos literariamente valiosos. 

De esta manera llegamos a la emisión de hoy, en la que, desde múltiples frentes, nuestro invitado principal va a ser el Japón, de relativa actualidad cultural por diversas razones. En primer lugar, y como núcleo central del programa, quiero hablaros de Cuadernos perdidos de Japón, un original y muy recomendable viaje al país del sol naciente protagonizado por Patricia Almarcegui, que lo narra en una suerte de singulares diarios publicados por la editorial Candaya este pasado 2021. En paralelo a la “inmersión japonesa” que propone la escritora y profesora zaragozana, en estos días puede verse aún -su clausura está prevista para el 30 de enero- una formidable exposición en el Centro Centro de Madrid, ubicado en el antiguo edificio de Correos en la popular Plaza de la Cibeles de la capital de España, que con el título “Japón. Una historia de amor y guerra”, nos invita a conocer las distintas dimensiones en las que se desenvolvía la vida decimonónica en aquel exótico país, a través de una rica muestra de objetos varios -armas, parafernalia guerrera de los samuráis, kimonos, abanicos, fotografías- y, sobre todo, pinturas, en particular las delicadas estampas sobre “el mundo flotante”, los populares ukiyo-e, una de las más destacadas manifestaciones artísticas del último siglo del período Edo, que abarca los siglos XVII, XVIII y XIX de la historia nipona. Por si no tenéis ocasión de acercaros a la exposición madrileña -no debierais dejar de hacerlo-, os traigo aquí su catálogo, que permite hacerse una idea muy completa de las maravillas que en ella se recogen. 

Y tirando del hilo de los ukiyo-e, quiero sugeriros también la consulta de dos magníficos volúmenes -que junto al citado catálogo justifican mi alusión inicial a los coffee table books- dedicados a quienes son, quizá, los máximos exponentes del “género”, los dibujantes, grabadores y pintores Utagawa Hiroshige y Katsushika Hokusai. Os hablaré de ambos al término de esta reseña. 

Empezamos, pues, con mi propuesta “estrella” de esta tarde, los estimulantes Cuadernos perdidos de Japón. Su autora, Patricia Almarcegui, es escritora y profesora. Cuenta con una amplia trayectoria como autora de ensayos y libros de viaje: Los libros de viaje: realidad vivida y género literario, Ali Bey y los viajeros europeos a Oriente, El sentido del viaje, Una viajera por Asia Central, Conocer Irán o Los mitos del viaje. Estética y cultura viajeras, otro estupendo libro publicado por Fórcola en 2019. Ha escrito también novelas y colabora habitualmente en los suplementos culturales del ABC, La Vanguardia y El País, y en revistas como Cuadernos hispanoamericanos, Revista de Occidente, Jot Down, Quimera, Altaïr Magazine. Su labor docente la ha llevado a la Universidad Americana de El Cairo y a la Sorbona parisina, en las que ha sido profesora invitada. Especializada en literatura comparada, con investigaciones centradas en la Estética Literaria y los Estudios Culturales, ha realizado estancias de investigación en el Instituto de Literatura Comparada y Sociología de la Universidad de Columbia, en Nueva York. 

Cuadernos perdidos de Japón recoge las impresiones de dos viajes de la autora al país nipón, en 2008 y 2018, a partir de fragmentos de los cuatro diarios que escribió en sus periplos, perdidos algunos -como apunta el título- en situaciones diversas. Se trata de una obra miscelánea, mezcla de ensayo, crónica periodística, memorias íntimas, registro de lecturas, epistolario y dietario en sentido estricto. Fragmentario, estructurado a partir de textos en general muy breves, con frases cortas, el libro, también de reducida extensión, apenas cien páginas, incluye estampas de “color local”, anécdotas vividas por la autora en su muy curioso deambular, reflexiones personales sobre algunos momentos, situaciones e incidentes experimentados, historias familiares -con la madre como referencia principal-, consideraciones sobre el viaje, en particular el de las mujeres, apuntes sobre la historia del Japón, datos sobre la política o la economía de aquella aún bastante desconocida sociedad, referencias a la literatura, el arte, la poesía, el cine y la cultura del país, tanto clásicos como contemporáneos, observaciones con un tono aforístico, en una suerte de haikus teñidos de espiritualidad, impregnados de un aire metafísico, y hasta la transcripción de alguna carta personal de la autora. Y todo ello contado, con emoción, melancolía y sensualidad, con delicadeza y elegancia, por una narradora que representa -de un modo envidiable para el lector- la quintaesencia del viajero: curiosidad, inquietud, valentía, ausencia de prejuicios, porosidad al medio, ansia de experimentación, apertura a los muchos mundos que encierra cada viaje, capacidad de asombro, facultad para la observación, inteligencia y talento narrativo, cualidades todas que se aprecian en un libro apasionante que, más allá del gran interés de lo que cuenta, logra despertar el deseo de lanzarse de inmediato a los caminos para conocer las muchas estimulantes dimensiones del país que pone ante nuestros ojos. 

Hay, en la original obra de Almarcegui, un cierto eje dual que articula, siquiera de un modo soterrado, no siempre explícito, las reflexiones de la autora. Afloran así, entremezclados desordenadamente entre las páginas del libro, la confrontación entre el primero y el segundo de sus viajes, con el contraste entre el originario deslumbramiento iniciático y el redescubrimiento y la repetición posteriores; las diferencias entre la primitiva aventura en soledad y la posterior experiencia en pareja; la oposición entre el pasado y el presente, entre los hechos “externos” y la vivencia íntima, entre la tradición y la modernidad, entre lo viejo y lo nuevo (Old meets new, dice el eslogan con que Tokio se promociona al exterior desde 2018), entre una naturaleza casi edénica y el envilecido fragor que traen el progreso y el desarrollo, entre el silencio y el ruido, entre el viaje real y el literario, entre la ingenua sencillez del observador inocente y el refinamiento del viajero provisto de un considerable bagaje cultural; en unos textos bellísimos en las que se difuminan las fronteras entre -otro dualismo- el viaje y la vida. 

Cuadernos perdidos de Japón es, claro está -aunque no solo-, una guía de viaje que permite acercarse y conocer, bien que de un modo muy particular, algunos aspectos relevantes de la vida, las costumbres, la sociedad, los monumentos, la historia y la cultura del país del sol naciente, y todo ello –lugares, visitas, comidas, museos-, aderezado, como se ha dicho, con innumerables citas y referencias culturales y con muy sustanciosas reflexiones personales. 

Así, en un repaso a vuelapluma, conocemos que hay un tren Shinkansen de alta velocidad que se llama Kodama, como la mujer de Jorge Luis Borges; atravesamos la intrincada trama urbana de Tokyo, en el viaje de 66 kilómetros desde su aeropuerto internacional hasta el centro; nos sorprendemos ante el circular tambaleante de un hombre de 90 años que cruza en bicicleta por debajo del Museo de la Paz de Hiroshima, y ante la aparición, más adelante, de otro que porta una camiseta con una leyenda estampada: Follow your karma; y charlamos con un viejo pintor de barba blanca y afilada que vivió diecisiete años en Santo Domingo de la Calzada y que vende postales pintadas con acuarelas a las afueras del bosque de bambú de Arashiyama, y nos perdemos entre las callejuelas de Shibuya y Omotesandō, esos dos frenéticos barrios tokiotas; entramos en un elegante salón de belleza para una sesión de digitopuntura; vemos, a la salida de un supermercado, a seis hombres vestidos de blanco que hacen shiatsu; nos cruzamos con una atractiva pareja, ella portando un hermoso ramo ikebana envuelto en celofán; apreciamos, con la autora, por primera vez, la elegante gracilidad de una grulla, símbolo japonés de la sabiduría, la fidelidad y la eternidad; nos familiarizamos con las carpas, otra típica representación del imaginario japonés; y llamamos a las tortugas, que acuden a la voz de Almarcegui; nos entristece el cansancio de los ciervos en Nara, alicaídos, desganados; conocemos el origen y las dimensiones un tatami (Dice Tadao Andō que los japoneses miden el espacio a partir de la medida de un tatami, es decir, 90 por 180 por 5 cm); y oímos Madame Butterfly en los altavoces del templo zen Kōdaiji de Kioto; y nos encontramos en un tren con una pareja de ancianos haciendo origami o vislumbramos a lo lejos a los campesinos cruzando los arrozales en bicicleta con sus sombreros puntiagudos. 

Y entramos en infinidad de inesperados museos (el de Cerámica en Osaka, el del diseño en Nagoya, el Nacional de Tokio -por fin, ¡pintura!-, el de Hokusai en Obuse, el de la Prefectura de Nagasaki, el espectacular Edo-Fukugawa, también en Tokio, que busca una imitación exacta, a tamaño real -como en aquel cuento de Borges-, del barrio de comerciantes de Fukugawa del siglo XIX); e intentamos que nos atiendan en tumultuosos salones de comidas y restaurantes (todo está lleno de gente, ruido, humo, colores y noche, pero quizás no nos den ya de cenar); y probamos infinidad de platos locales, las sopas, el sushi, el apetitoso ramen, el sashimi, los pastelitos de puré de castaña, los makis, el arroz, claro está, la inabarcable variedad de dulces; nos paseamos, asombrados, por la desmesurada lonja de pescado de Tokio; acompañamos a la autora en las muchas ocasiones en que disfruta de un baño (Me baño en todas las bañeras de pino y baños públicos que puedo; también los de lava en la playa de Ibusuki), esa relajante costumbre nipona; y la seguimos a los distintos alojamientos que elige, casi siempre de estilo japonés, los ryokan, con su olor a mimbre, con sus futones apacibles, con las puertas corredoras, con los biombos, con su peculiar “encuadre”, todo al ras, lo que obliga a mirar a partir de horizontales, de volúmenes y no de altura; y nos sorprenden los abigarrados e imposibles taxis tokiotas, y sus conductores tan corteses y educados, con sus guantes blancos y la gorra; y nos asalta el estrépito de las calles (¿Quién ha dicho que Japón es silencioso y que no hay ruido?); y nos llama la atención el estrambótico aspecto de los jóvenes en Shibuya, la estrafalaria fauna de las tribus urbanas. 

Y hay numerosos parques, y jardines, y puentes rojos de madera, y montañas lejanas, y canales, y rocas y arena en los evocadores jardines zen, y oscuras callejas por las que deambular, y casas de té con sus farolillos, y palacios imperiales, y templos por los que caminar bajo la lluvia, y trayectos en barco, y baños en el mar, y cerezos en flor y coloridos arces y ciruelos estallando en primavera y diminutos bonsáis y bosques de bambú. Y está, claro, el omnipresente monte Fuji, imponente por su soledad. La montaña que pintaría un niño. Perfecta. Suficientemente alta pero nunca demasiado aguda ni hiriente, y con nieve. Y por doquier nos asaltan los modernos edificios de imposibles arquitecturas y la locura de los neones, de los reclamos electrónicos, los “hoteles del amor”, la visible exuberancia de la industria del porno, de la música, del juego, el desmesurado delirio de los Pachinko, los locales de máquinas de apuestas que albergan una alucinada población de zombies abducidos por el estruendo infernal y las luces agresivas. 

Y todo ello, este muy completo itinerario por la fecunda variedad de la vida nipona, se nos ofrece aderezado con innumerables informaciones sobre la sociedad japonesa actual, su avanzada economía (Japón es la segunda economía de Asia y la tercera del mundo), la importancia de lo nuclear, a partir de Hiroshima y Nagasaki, y, más recientemente, del desastre de Fukushima, la precariedad del trabajo juvenil (Los NEET son jóvenes entre 14 y 35 años que no tienen trabajo ni profesión. En 2014, había alrededor de 600.000. En la actualidad se calcula que hay dos millones de freeters o jóvenes trabajadores precarios), el envejecimiento de la población y los problemas que genera la demografía (El país perderá un tercio de su población en cincuenta años), las políticas migratorias, el urbanismo, los avanzados ferrocarriles (Las estaciones de tren son el centro del mundo de los japoneses), las singularidades de su sorprendente y deliciosa cocina, la demanda de viviendas, las políticas gubernamentales, el papel del Ejército y la renuncia a las acciones bélicas, con unas fuerzas armadas centradas exclusivamente en la autodefensa, la educación (Japón tiene la tasa de alfabetización más grande del mundo con una escolarización del 98%). 

Y la amplia erudición de la viajera nos ilustra con frecuentes digresiones en torno a la cultura nipona a partir, sobre todo, de referencias a los clásicos de la literatura, el arte o el cine japonés, pero también a obras contemporáneas. Y así, comparecen los grabados de Hokusai; las dos escuelas fundamentales de pintura japonesa, Kanō y Tosa; las películas de Akira Kurosawa (de las que evoca Ran y Dersu Uzala) y de Mizoguchi (La calle de la vergüenza cuenta el día a día de cinco prostitutas, en un tema que interesa especialmente a la viajera); los planos a poca altura del suelo en el cine de Ozu; las obras de Jun’ichirō Tanizaki, cuya tumba visita en el Hōnen-in, de Kyoto; las crónicas chinas sobre el Japón, Wei Zhi, de los siglos II y III. El libro de la almohada, de Shei Shōnagon, dama de la corte del siglo X; los Genji Monogatari, la novela de Shikibu Murasaki, una historia preciosa, un cuento de amor muy bien escrito y al mismo tiempo una forma fascinante de conocer el siglo X; los haikus de Bashō; Yasunari Kabawata, Premio Nobel de literatura en 1968; Los pornógrafos, la novela de Nosaka Akiyuki; los mangas Orange y Silent voice; La mujer pulpo, de Makiko Sese, y Cuentos del mar del Sur, de Atsushi Nakajima; las cartas de Yukio Mishima; las insólitas conexiones entre el Libro de buen amor y Ocurrencias de un ocioso o Tsurezuregusa, del bonzo budista japonés Kenkō Yoshida, nacido el mismo año que el Arcipreste de Hita, con la sorprendente traslación nipona de Don Pitas Payas, pintor de Bretaña, uno de los cuentos más conocidos del alcalaíno (o complutense); Natsume Sōseki y su novela Botchan (aquí presenté hace muchos años, otra novela suya espléndida, Kokoro). 

Están también presentes algunas muestras de la mirada occidental sobre el misterioso país del sol naciente: Los diarios de Japón de Nicolás Bouvier, escritos entre 1964 y 1970, pero no publicados hasta 2004; El imperio de los signos, de Roland Barthes; Julio Baquero Cruz y su novela Murasaki; o alguna novela y algún poema de la propia Almarcegui. 

Y estas referencias culturales no aparecen rodeadas del tono distante, “aséptico”, de la fría erudición, sino que surgen de manera palpitante y viva, propiciando sugestivas reflexiones sobre rasgos definitorios de la esencia japonesa, de su espiritualidad, de su carácter, de su modo de entender la existencia. Desde este punto de vista, se nos habla de la interesante noción de liminación, que sirve para describir un umbral, algo que está entre un estado y otro. Significa también trazar líneas, poner las cosas de tal forma que se vea que cada espacio tiene un uso determinado y que, a su vez, están separados de otros por límites o barreras. Los suelos y techos de las casas, las puertas de entrada de los templos, incluso, la junta de los tatamis; de la importancia del color blanco, que se relaciona con lo sagrado; de la pervivencia del pasado -en una sociedad que, pese a la modernidad, sigue siendo fuertemente tradicional- en la cerámica, los salones de té, el bronce y la plata, los trabajos en bambú, los tejidos y el paisajismo; del zen, el silencio y los misterios; de la “inexistencia” del Japón (En cierto modo Japón no existe: es un mundo de ensueño en el que nos refugiamos cuando queremos huir del nuestro. A esa irrealidad podemos llamarla deseo de Japón. Deseo de una vida más ligera y a la vez más profunda, una vida sin esencias, salvo la esencia de no tenerlas, una vida en la que solo hay procesos y disgregación, una vida descentrada, desequilibrada, diferente, una vida sin deseo, leemos, en cita de Baquero Cruz); de la singular naturaleza de la pintura (en japonés el verbo pintar es el mismo que escribir: Kaku); del valor -casi perdido- de la caligrafía; del íe como fundamento de la vida social, un concepto que tiene que ver con el linaje y la jerarquía y que afecta a las relaciones familiares y las profesionales; de la especial importancia de la armonía y del tatemae (el comportamiento adecuado para cada contexto o lugar) en las relaciones sociales (y conocemos una reveladora anécdota debida al traductor y profesor Carlos Rubio: Tras impartir una conferencia en la universidad de Tokio, le dijo a la persona que le había invitado que le extrañaba que no hubiera habido preguntas. «No sé si decírselo», comentó. «Hay dos razones. La primera es que ningún alumno quiere destacar sobre los demás, y preguntar les haría ponerse en evidencia. La segunda, si preguntaran podría dar la impresión de que el conferenciante no se ha explicado bien»); del sintoísmo; de la ligereza y la levedad; del minimalismo y la contención; de los muchos contrastes, ya mencionados, que definen este extraño país. 

Toda esta información “externa”, podríamos decir, que nos muestra el universo sobre el que se posa la mirada de la viajera, surge entreverada de las muchas manifestaciones de esa otra dimensión del libro, ya referida, constituida por las impresiones, las reflexiones personales, las historias íntimas: recuerdos de la madre, remembranzas infantiles, estampas de su vida cotidiana en Menorca, reflexiones sobre la veintena de cuadernos de viaje escritos por la autora durante dos décadas, breves fragmentos de las entradas de sus diarios japoneses, el relato de la pérdida de dos de ellos (uno, el azul, volaría y caería a un riachuelo mientras Almarcegui bajaba caminando desde la cumbre de la isla de Miyajima; el otro, negro, olvidado encima de una máquina de billetes del metro en la estación de Shibuya), descripción de los estados de ánimo (Qué delicia pasear por la noche, sola, sin preocuparse de nada, con luz o sin ella, y disfrutar de una mirada nueva), de los encuentros con diferentes personajes, de las conversaciones con amigos, de los gustos personales (Yo no iría a la avenida Omotesandō por tres razones. Porque hay miles de personas. Porque las calles paralelas y estrechas están tomadas por los adolescentes el fin de semana y porque no quiero ser consumista; y también, en una muestra del sentido del humor que impregna el libro: Yo iría a la avenida Omotesandō por tres razones. Para ver las tribus urbanas de siempre a la salida del metro de Harajuku el fin de semana. Para ver los edificios que construyeron los grandes arquitectos para las marcas más famosas en el boom de principios del año 2000, como el de Toyoo Itō para Tod’s, Herzog & Meuron para Prada y Tadao Andō para el centro comercial Omotesandō Hills. Y para volverme consumista), de las vicisitudes de la relación de pareja (que aparece apenas, en un muy discreto y casi imperceptible segundo plano). Y hay infinidad de entradas vinculadas a la naturaleza, a su carácter femenino (La naturaleza es un organismo femenino que respira. Donde la naturaleza expira, se observa una elevación del terreno, y donde inspira, venas y arterias), las numerosas apreciaciones sobre los paisajes (Qué luz arrojan los arrozales a la niebla y a la luz triste y opaca japonesa), la flora y la fauna (Buson cita 29 seres alados en sus poemas), las estaciones. 

De todas ellas, y hablando precisamente de lo femenino, cobran una especial relevancia las muchas digresiones de corte feminista, referidas, sobre todo, a los riesgos del viaje llevado a cabo por una mujer sola. Con el recuerdo explícito de Marina Menegazzo y María José Coni, dos turistas argentinas que viajaban solas y fueron asesinadas en Ecuador el 22 de febrero de 2016, cuya evocación vuelve una y otra vez a lo largo del texto, Patricia Almarcegui recoge referencias históricas, literarias y culturales acerca del lugar que ocupa la mujer en la sociedad japonesa. Entre otras, la singular figura de las geishas, que representan el imaginario japonés para Occidente; las limitaciones tradicionales en el acceso a los estudios universitarios; la antigua proscripción social de la lectura y la escritura; el papel actoral de las mujeres; la conflictiva realidad de la prostitución, que se aborda desde distintos puntos de vista en el libro; la reclusión de las mujeres de la aristocracia clásica, condenadas a no ser vistas en público; su imposibilidad de acceso al trono; su ancestral subordinación a la autoridad marital; su relativamente reciente incorporación al mundo laboral y la actual conquista de una cierta “normalidad”. 

En fin, son infinidad, como puede verse, los motivos de interés de un libro excepcional que propone un completo y muy original viaje por el lejano y exótico país. Para complementar esta inmersión en la cultura nipona os hablo ya, muy brevemente por nuestras habituales limitaciones de tiempo, por los otros tres libros que os he presentado al comienzo de esta reseña. 

El catálogo de la exposición “Japón. Una historia de amor y guerra” es, obviamente, un fiel reflejo de lo que puede encontrarse el espectador que se acerque a las salas del Centro Centro de Madrid, que así se llama ahora el antiguo edificio de Correos de la Plaza de la Cibeles, en donde permanecerá abierta, os recuerdo, hasta el 30 de enero. Bajo la dirección de Pietro Gobbi y Enzo Bartolone, estudiosos del arte japonés y dos de sus mayores coleccionistas, la muestra se organiza en once secciones que albergan más de doscientas piezas diversas. El catálogo, presentado en un volumen bellísimo, de primorosa encuadernación, no sólo incluye reproducciones de las pinturas y los objetos -máscaras, abanicos, kimonos, armas- expuestos, y los breves textos con los que se presentan en las correspondientes cartelas, sino también, tras la presentación de Rosa Perales Piqueres, de la Universidad de Extremadura, un iluminador estudio preliminar de Gobbi sobre los ukiyo-e, su significado, sus temáticas, las claves para su interpretación. Hay también unos ilustrativos apéndices finales que incluyen un indispensable glosario, un calendario con la traslación de los períodos históricos japoneses a nuestra cronología occidental, un repertorio de las técnicas y formatos de uso más habitual y una desbordante bibliografía sobre el tema, con centenares de entradas. 

El recorrido por los once capítulos -más o menos monográficos, aunque las interrelaciones entre unos y otros son frecuentes- nos permite contemplar representaciones de los “lugares temáticos”, los distintos espacios en los que se ubican los grabados y las pinturas; de la belleza femenina; de los shunga, estampas de un descarnado y explícito erotismo; de los surimono o libros ilustrados; de las escenas del teatro y del Kabuki; del mundo de los samuráis; del “Olimpo shintō”, con imágenes relativas al budismo zen y el sintoísmo; del paisaje natural -flores, aves, árboles, rocas, paisajes, el inevitable monte Fuji- y el humano -recogidas escenas de alcoba, populosos ambientes callejeros, bulliciosas “instantáneas” urbanas, ilustraciones de la animada actividad comercial-; de los shin hanga y sosaku hanga (que podemos traducir como “nuevas estampas” y “estampas creativas”, respectivamente), modernas actualizaciones de los antiguos y tradicionales grabados ukiyo-e; y, por fin, una reducida pero espléndida muestra de la fotografía japonesa en el siglo XIX a partir del invento de Daguerre en 1839. 

Y con la muy atractiva excusa de los ukiyo-e, y para terminar esta ya muy larga reseña, os presento mis dos últimas recomendaciones por hoy, dos magníficos libros -que pertenecen con propiedad a la difusa categoría de los coffee table books- dedicados a Utagawa Hiroshige (1797-1858) y Katsushika Hokusai (1760-1849), contemporáneos y las dos figuras más relevantes del género. En una obra de estructura muy original -dividida en dos partes contrapuestas, en una edición que se lee, en su primera mitad de adelante hacia atrás, y, en la otra mitad, de atrás hacia adelante-, la editorial Galobart Books presentó en 2021 Treinta y seis vistas del monte Fuji, en una edición limitada a 2.000 unidades en la que, con textos de Suso Mourelo, se nos presentan las dos series homónimas que ambos artistas dedicaron a la legendaria montaña, un emblema del Japón de muy significativa presencia en el arte, la historia, la espiritualidad, la poesía y la cultura del lejano país. El autor, Licenciado en Ciencias de la Comunicación y máster en Relaciones Internacionales, es periodista. Ha sido reportero y director de programas divulgativos en España, gestor cultural y coordinador de exposiciones internacionales en el Indianapolis Museum of Art y cuenta con una larga trayectoria como conferenciante y profesor universitario en centros de Estados Unidos, Canadá, México y España. Su especialización se centra en disciplinas relacionadas con la cultura e historia del mundo europeo y, fundamentalmente, Asia. 

Además, y siguiendo ahora con Hiroshige, quiero ampliar esta estimulante muestra del arte japonés en la que acaba por convertirse la emisión con otro libro, esta vez de la editorial Taschen, de recurrente presencia en nuestro espacio, especialmente en esta invernal serie “decorativa” a la que hoy echamos el cierre. Se trata de Hiroshige. Cien famosas vistas de Edo, publicado en el sello alemán con textos, en inglés, español e italiano, de Melanie Trede y Lorenz Bichler. Trede es profesora en la Universidad de Heildeberg en la cátedra de arte del lejano oriente. Bichler, especializado en sinología, trabaja en la universidad de Heidelberg desde 2004. 

Los ukiyo-e, literalmente "pinturas del mundo flotante", son xilografías muy populares en el mundo occidental y consideradas como emblemáticas de la imagen de Japón a lo largo de todo el siglo XIX. Se utilizaron como tarjetas de felicitación de año nuevo, en formato de postales románticas, y también para ilustrar libros, siendo muy apreciadas por artistas europeos como Degas, Manet, Monet, Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Fortuny o Picasso. 

Etimológicamente, ukiyo era una expresión budista en el Japón medieval con el significado originario de “este mundo de dolor” y, más adelante, por derivación, “este mundo efímero”. Esta idea subyacente de la fugacidad de la vida y de su carácter ilusorio se asoció también, como reacción frente a la transitoriedad de nuestro paso por el mundo, a un cierto carpe diem y a la reivindicación del placer. Vivir tan solo para el instante presente, dirigir toda nuestra atención a los caprichos de la luna, a la nieve, al cerezo en flor, a las hojas del níspero, cantar, beber vino, sentir placer en el simple dejarse llevar, dejarse llevar sin preocuparse ni una pizca por la miseria que nos mira a la cara, evitando desanimarse, ser como una calabaza que flota en la corriente del río. Esto es lo que nosotros llamamos el mundo flotante, como escribió Asai Ryoi en 1661 en los Ukiyo monogatari, los Cuentos del mundo flotante, una cita que encabeza la exposición madrileña. A esta dimensión hedonista de los grabados pertenecen las estampas vinculadas al eros y el amor, pobladas de gráciles figuras femeninas, de elegantes kimonos, de delicados peinados, de extraños instrumentos musicales, de refinadas representaciones de la naturaleza, de gestos teatrales, de actores y cortesanas, en unas imágenes cargadas de sensualidad, gracia, fragilidad y poesía. 

Pero hay también otra vertiente menos íntima en los ukiyo-e, presente especialmente en los libros de Galobart y Taschen, en los que se recogen escenas de la cotidianidad, las atestadas calles, los viajes y los caminos, los templos y santuarios, los parques públicos, los numerosos ríos, canales y puentes, las manifestaciones del trabajo humano (más notorias en Hokusai que en Hiroshige), las fiestas de temporada, los pasatiempos y las diversiones del tiempo libre, las vistas de la naturaleza, los animales y las plantas, los árboles y la vegetación, el paso de las estaciones (muy marcado a partir de su simbología particular). 

Y en todos ellos la delicadeza, el uso sutil del cromatismo, con las finas gradaciones de color, los muy cuidados encuadres y composiciones, en un ostensible antecedente de los posteriores recursos popularizados por la fotografía y el cine, el prodigioso dominio técnico del difícil arte del grabado. 

De los ukiyo-e escribe Patricia Almarcegui: 

Los ukiyo-e se difunden muy rápido en Europa. Se enrollan fácilmente y no se estropean, lo que facilita su difusión. Van Gogh, Monet, Fortuny, Picasso los compran, así como grandes coleccionistas japonesistas, e influyen en sus trabajos. Nos acostumbramos a verlos y el exotismo primero se vuelve esteticismo. Los objetos diminutos que marcan una estación determinada, los labios pintados y los peinados de las bijin-ga o bellezas, los actores disfrazados de actrices, las fiestas populares de Edo, las tormentas, las olas, las montañas y la nieve. Incluso los shunga o grabados eróticos (que tanto gustaba coleccionar a Picasso) forman parte ya de nuestra retina e imaginario. 

El museo Ota Memorial de Tokio cambia cada mes la exposición de los ukiyo-e. La colección está compuesta por 14.000 grabados del coleccionista Seizō Ota V. Cada cuatro semanas se muestran 70 piezas en pequeñas exhibiciones temáticas. Una de las funciones de los grabados era mostrar el mundo. Las personas que no podían viajar conocían así las ciudades más importantes de Japón. Hay que descalzarse y deslizarse en silencio por las tarimas de madera. ¡Con qué cara de sorpresa y admiración los mira la gente! En el piso de arriba se exponen los álbumes más clásicos. Abajo he apreciado las famosas vistas del camino y viaje de Kioto a Edo, y una exposición de los grandes actores disfrazados de mujeres para los papeles femeninos del teatro

En fin, cerramos aquí esta muy apetitosa y variada invitación a viajar a Japón con un acompañamiento musical citado expresamente por Patricia Almarcegui en su libro. De Madame Butterfly, la muy conocida aria Un bel di vedremo, en la interpretación de Maria Callas. 


Los barcos están al lado de la estación de metro de Asakusa. El río Sumida está silencioso. Enfrente se recorta el motivo decorativo: una escultura dorada del edificio de la cerveza Asahi, un cuerno amarillo que ondula emulando la espuma. Los japoneses que vienen en el barco se emocionan cuando arrancamos. Piden unas cañas gigantes y se asoman para ver cómo se aleja el casco antiguo. En los muros de las orillas aparecen pintados grabados de autores de ukiyo-e. Algunos son de Hiroshige y muestran cómo eran las riberas del río en el siglo XIX. Es casi mediodía y en la ciudad no se oye nada. No hay nadie en las calles. Solo niños de uniforme con sus profesores y bebés con sus babysitter. Atravesamos los rascacielos mudos. Parecen troncos oscuros entre el agua. Hoy es día lectivo y la gente trabaja, por eso no hay nadie en la calle. Poco a poco aparecen los hombres solitarios de negro. Buscan un banco y se sientan separados entre sí, al igual que los edificios, para almorzar una pieza mirando hacia el río. Flotamos abriéndonos camino entre la ciudad muerta de rascacielos y yo no puedo imaginar cómo sería hace dos siglos.
  
Videoconferencia
Patricia Almarcegui. Cuadernos perdidos de Japón

miércoles, 12 de enero de 2022

CARLOS DEL AMOR. EMOCIONARTE  

Hola, buenas tardes. Feliz año y feliz reencuentro con Todos los libros un libro en este 2022 recién estrenado que deseo os traiga a todos muy buenos momentos. Espero, modestamente, contribuir a ello con las recomendaciones de lectura que voy a proponeros a lo largo del segundo trimestre de esta nuestra décimo segunda temporada, persuadido como estoy de que las horas en los que nos adentramos en los libros son, sin duda, de las más estimables y placenteras de nuestros días. 

Hoy, para abrir esta nueva etapa, voy a continuar todavía con la serie con la que cerramos las emisiones en 2021, en las que, como recordaréis nuestros oyentes más asiduos, nos paseábamos por el muy atractivo universo de los coffee table books, obras que, destacadas de entrada por su belleza formal y por la exquisitez de sus ediciones, presentan además motivos de interés por el valor intrínseco de sus textos, razones ambas -la brillantez estética de su forma y lo muy apreciable de su fondo- que los hacían especialmente oportunos como regalo navideño. Aunque, habiendo terminado las fiestas y dejado atrás los generosos Reyes, nada impide que podamos seguir ejercitando nuestra dadivosidad con algunos de los títulos que, en una oferta desbordante, quiero sugeriros esta tarde. 

En las entregas previas del “difuso” ciclo os ofrecía, en primer lugar, una muestra estrictamente literaria, centrada en Seda, la novela de culto de Alessandro Baricco, que apareció aquí en su formidable edición de Edelvives, ilustrada por la genial Rébecca Dautremer, al cumplirse el vigésimo quinto cumpleaños de la publicación originaria de la obra del italiano. A continuación, fue el arte fotográfico el protagonista de la serie, con dos magníficos libros, El color del tiempo, de Marina Amaral y Don Jones, y 50 Fotografías míticas, que seleccionó Hans-Michael Koetzle, que, a caballo de la fotografía y la Historia, nos ofrecían un fascinante recorrido por ambos territorios. Por fin, inmediatamente antes de las vacaciones, era la música la invitada principal al espacio a través de la figura de Frank Sinatra, recreado en la descomunal -en todos los sentidos- edición que hizo Taschen del legendario artículo de Gay Talese, Frank Sinatra está resfriado. Hoy, tras literatura, fotografía y música, le toca el turno al arte, con un muy sugestivo libro, no vinculado a un creador en particular sino al mundo de los cuadros, los museos y el arte en general, que, además de su valor intrínseco, operará, en cierto modo, como punto de encuentro entre todas demás las obras de mi amplia oferta de esta semana. 

Y es que serán muchas -cerca de media docena- las referencias librescas de las que a continuación os hablaré, todas “satélites”, podríamos decir, girando alrededor de Emocionarte, el estruendoso éxito de ventas del periodista Carlos del Amor, que vio la luz este mismo año en la Editorial Espasa y que constituirá el núcleo central del programa. Todas ellas comparten su pertenencia, en mayor o menor medida, al “género” que nos sirve como hilo conductor -los “libros de mesa de café”, libros “decorativos” o “de regalo”, aunque en todos los casos, al continente exquisito lo acompaña un contenido sugestivo- y todas, además, deben su presencia en Todos los libros un libro a su vinculación con algunas recientes exposiciones que han podido verse en Madrid en estos meses pasados, y que, en casi todos los casos, aún podrán disfrutarse en los próximos. Así, os traigo libros sobre tres pintores, el surrealista belga René Magritte, el simultáneamente metafísico y realista Giorgio Morandi, y nuestro genial Francisco de Goya y Lucientes. Os recuerdo, antes de entrar en la presentación de los correspondientes libros, que la exposición de Magritte todavía puede contemplarse en el Museo Thyssen hasta el 30 de enero, y luego viajará a CaixaForum en Barcelona. La de Morandi, en cambio, en la Fundación Mapfre, finalizó el 9 de enero. La muy singular muestra de Goya también cerrará sus puertas el 16 de enero en el Centro Cultural de la Villa, aunque, obviamente, los cuadros seguirán estando expuestos después en el Museo del Prado. Para despertar el interés por unas y otras, las que aún pueden verse de modo directo y las que sólo admiten la visita virtual o la vicaria a través de los libros, os presento hoy mis recomendaciones, todas, como pronto podréis comprobar, altamente interesantes. 

Empecemos, pues, con Emocionarte. Con el subtítulo de La doble vida de los cuadros, este licenciado en periodismo por la Universidad Carlos III de Madrid y diplomado en Documentación por la Universidad de Murcia, vinculado en la actualidad a RTVE, en donde se desempeña profesionalmente, estando al frente en la actualidad del programa de entrevistas “La Matemática del Espejo”, en la 2, presentó en 2020 este libro, galardonado con el Premio Espasa 2020 (un premio “editorial”, abiertamente mercantil pues, y a menudo desvinculado de la valía literaria), que le otorgó un jurado del que formaban parte Pedro García Barreno, Leopoldo Abadía, Nativel Preciado, Emilio del Río y Pilar Cortés. Desde su aparición, en tapa blanda, el libro se ha convertido en un best-seller, multiplicando sus ediciones y los miles de lectores. Poco antes de Navidad, Espasa reeditó el libro en una versión especial -que es la que os traigo hoy- de primorosa presentación, con cubiertas duras, papel satinado y reproducciones de gran calidad, en lo que, sin duda, ha sido para muchos una inmejorable opción para el regalo en estas fechas navideñas que dejamos atrás. La novedosa edición incluye un capítulo inédito, Un paseo por los museos, que complementa el texto original y realza aun más el valor de la estimulante propuesta que nos hace su autor. 

Emocionarte nace de una premisa, reconocida por el periodista murciano en las primeras palabras del prólogo: Los cuadros tienen muchas vidas. Al menos dos de ellas son el objeto principal del análisis que se nos ofrece en el libro. Por un lado, está, obviamente, la historia real, más o menos conocida, que dio lugar al cuadro, la anécdota que desencadenó su creación, las circunstancias que rodearon su elaboración, las técnicas empleadas -las pinceladas, los colores, los pigmentos, los matices, las texturas, las capas superpuestas-, los motivos que los inspiraron, los hechos, las gentes, el tiempo, la sociedad, el contexto real en el que nacieron. En otras palabras, las dimensiones psicológica, histórica, sociológica, pictórica también, de autor y obra. Junto a esta vertiente “convencional”, consabida por normal, Carlos del Amor apunta también a la ficción que el cuadro esconde, a la vida imaginada que, de un modo u otro, todo espectador “construye” cuando mira, observa, examina, disecciona, analiza y, sobre todo, “siente” una obra de arte, poniéndose en la piel de sus personajes -cuando los hay- y abismándose, en una operación similar a la que llevamos a cabo en la lectura de una novela o un cuento, en las preguntas que suscita: qué, cómo, dónde, quién, cuándo y por qué. Una obra de arte, leemos en esa reveladora introducción, concluye siempre en los ojos del espectador, que termina dotándola de sentido, a veces alejado del que pretendió el propio artista, otras veces coincidente y, seguro, casi siempre sugerente

Ese espectador privilegiado, sensible y culto que es del Amor nos propone así un recorrido por treinta y cinco cuadros, casi todos figurativos y, en su mayor parte, piezas fundamentales y muy conocidas de la Historia del Arte -con una relevante presencia femenina para la escasa participación que las mujeres tienen en las pinacotecas más importantes del mundo, en una opción consciente, voluntaria y casi “militante” del autor-, ofreciendo en cada caso un doble acompañamiento textual, un doble comentario en el que se glosan los aspectos “reales”, objetivos, de la obra (lo que se ve, lo único que podía pintar Monet, como también se nos recuerda en el preámbulo) y se fabula en torno a lo que no se ve en un cuadro, en un inequívoco propósito de romper el marco y expandir el lienzo hasta donde sea posible

Razón e imaginación, pues, y también… emoción. Porque la finalidad última del libro, confesada abiertamente desde esas páginas iniciales -incluso antes, desde su título-, es reconocer y despertar la emoción que el arte puede llegar a provocar en los espectadores, en una obra que, en último término, acaba por ser una declaración de amor a eso que tanto nos hace soñar y reflexionar, y nos golpea la cabeza para trastocar muchos de nuestros pensamientos, y es capaz de voltear nuestras convicciones. Lo que nos sirve de refugio y nos pone a salvo del ruido exterior, de la sinrazón, de la barbarie: el arte. Y a fe que lo consigue, por la muy bien escogida selección de cuadros presentes en el libro, todos bellísimos, y también por su capacidad de descubrir en ellos motivos para el interés intelectual, la exaltación sentimental y la sana agitación emocional. Y, por encima de todo, el libro resulta muy atrayente por la extraordinaria capacidad de su autor para cautivar al lector con la infinidad de historias que su imaginación hace brotar de las distintas obras. 

En una sucinta enumeración de lo que el lector puede encontrarse en este Emocionarte, señalaré que el libro se abre con Un mundo, un cuadro sorprendente, imaginativo y abigarrado, con insólitas perspectivas, lleno de detalles minúsculos que pueblan sus vastas dimensiones, tres por tres metros, pintado en 1929 por una jovencísima Ángeles Santos que con apenas diecisiete años asombró a lo mejor de la intelectualidad española, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Jorge Guillén y Ramón Gómez de la Serna, que se cartearon con ella y acabaron por ir a Valladolid, donde había nacido en noviembre de 1911, para conocerla. La callejuela, de Johannes Vermeer, permite al escritor plantear las dudas que al pintor, gran maestro, como es sabido, de los interiores, le hubieran podido asaltar ante la recreación de una estampa de “calle”. La presencia del intrigante Perro semihundido, el famoso cuadro de Francisco de Goya, sirve de inspiradora metáfora en un muy personal texto que os dejo íntegro al cierre de esta reseña, y es la ocasión, además, para conocer una curiosa historia en la que se nos cuenta cómo el óleo, que formaba parte de la decoración original, pintada sobre las paredes, de la Quinta del Sordo, la finca a las afueras del Madrid de entonces a las que se trasladará a vivir un Goya que entonces tenía ya setenta y tres años, acabó en el Prado por “culpa” de un francés, Frédéric Émile, barón d’Erlanger, que compró la casa en 1873, y que antes de derribar las paredes, en muy mal estado, decidió pasar a lienzo las obras mediante la técnica de la cera perdida o del strappo. La imperfección de la técnica, un traslado posterior a París y una restauración algo descuidada a principios del siglo XX llevaron consigo la pérdida de calidad de una obra, sin embargo, magnífica, y abierta a múltiples interpretaciones. Sugerentes son también los comentarios en torno a Suzanne Valadon, su accidente como trapecista de circo a los dieciséis años, su amistad con Renoir, Toulouse-Lautrec, Puvis de Chavannes, Utrillo, Degas y Erik Satie, su intensa vida sentimental y su excelente obra artística, de la cual, el lienzo seleccionado, Adán y Eva, es una muestra magnífica. Carlos del Amor se adentra luego en la personalidad de Rembrandt, para, desde la melancolía que rezuma su Autorretrato a la edad de 63 años, imaginar el soliloquio de un artista consciente de un tiempo que se me acaba. La Muchacha de Figueres es Anna María, la hermana de Salvador Dalí, autor de un cuadro que la representa cosiendo en la terraza de la casa familiar, en el número 10 de la calle Monturiol en la localidad gerundense. La evocación de un supuesto diálogo entre la joven y el pintor completa las sucintas notas biográficas que dan cuenta de la complicada relación entre ambos hermanos. Anna María está ya en la historia de la pintura por su retrato, también de espaldas, ante el Mediterráneo al que se abre la ventana de otra casa de los Dalí, en Cadaqués, en una de las obras mayores, también de las más conocidas, del excéntrico artista catalán. 

Las etapas de la vida, de Caspar David Friedrich, un pintor que me entusiasma desde mis años universitarios, muestra al artista en sus días finales mientras contempla el paso del tiempo, tanto en su dimensión real -los hijos y el sobrino, pintados de espaldas, como era acostumbrado en Friedrich- y metafórica -los veleros que parten o arriban a la costa, simbolizando esas etapas vitales a las que alude el título. Muy tierna y melancólica es la evocación del episodio de la muerte de su hermano Johann, que perdió la vida después de haber conseguido rescatarle del hielo cuando ambos eran unos niños, en un suceso que marcará la existencia entera, afligida y solitaria, del pintor. Desconocido era para mí, en cambio, Vilhelm Hammershøi, pintor danés de finales del siglo XIX y principios del XX. Su formidable Interior de la calle Strand. Luz del sol en el piso es un prodigio de sensibilidad y también de misterio, de paz y a la vez de perturbadores interrogantes, de sosiego e inquietud. Del Amor sugiere, en una pauta que se repetirá en numerosas ocasiones -siendo muy bienvenida por el lector-, la consulta de otras obras del pintor y, en efecto, el resultado de la búsqueda permite conocer algunos cuadros admirables, de habitaciones sin apenas muebles, despojadas, de las que el artista es capaz de representar su desnudez, su silencio, su soledad. Un descubrimiento. 

No lo son, antes al contrario, se trata de clásicos indudables, Utagawa Hiroshige, del que hablaremos aquí en detalle la semana próxima, en un monográfico japonés de nuestro espacio, ni John Singer Sargent, el renombrado pintor norteamericano. Del primero aparece Vista hacia el norte del monte Asukayama, una de sus estampas del “mundo flotante”, los ukiyo-e, sus grabados de la primera mitad del siglo XIX en los que refleja, con altas dosis de exquisito refinamiento y poética elegancia, la atmósfera, simultáneamente plácida y tranquila y también acelerada y cambiante, del mundo Edo, el Tokio de esa época, con los comerciantes, los viajeros, las tiendas, las casas de té, los vendedores ambulantes, las conversaciones, el paso de las estaciones subrayadas por los cerezos en flor, la nieve en el Monte Fuji, los paisajes, los almendros. Del segundo se nos ofrece la que quizá sea su obra más destacada, el Retrato de Madame X, de 1884, cuya presencia en el libro es la excusa que permite al escritor recrear las circunstancias de las sesiones de posado de su modelo, Virginie Gautreau, también estadounidense, casada con un banquero parisino y miembro conspicuo de la alta burguesía. Su estilizado retrato, las distintas versiones previas a su configuración definitiva, los recelos que provocaban en la sociedad de su tiempo las numerosas infidelidades de la mujer y las controversias suscitadas por la polémica representación de la atrevida dama (un tirante de su traje “demasiado” caído mostrando una desnudez excesiva), se nos presentan en los relatos paralelos, el real y el imaginado, del periodista. 

No falta en la recopilación una obra de Picasso, en concreto, Los pichones, de 1957. De agosto a diciembre de ese año, “recluido” en su luminosa villa La Californie, sobre la bahía de Cannes, en la Costa Azul, el artista, con setenta y cinco años, se dejaría llevar por su obsesión por Las meninas y sacaría adelante una suite de cuarenta y cinco cuadros sobre la obra maestra de Velázquez. Durante los descansos del muy arduo trabajo pintaría palomas, un total de nueve telas que donaría, junto con la serie velazqueña, al museo de Barcelona que lleva su nombre. La luminosidad casi cegadora, el intenso, colorido el mar que la ventana abierta nos muestra, la vivacidad de los pichones, nos trasladan al Mediterráneo, en un cuadro, no tan conocido -al menos para mí- como otras obras del pintor, aunque deslumbrante. Le sigue en el libro El vagón de tercera clase, de Honoré Daumier, el ácido caricaturista decimonónico francés. Un imaginado monólogo interior de la anciana ensimismada retratada, junto a su hija y sus nietos, en el austero y abigarrado tren que la transporta, constituye un complemento idóneo, por la tristeza, el cansancio, la resignación que refleja, de la desesperanza apreciable en el cuadro. En cambio, La feria de caballos, un óleo de 1852 de una pintora francesa para mí desconocida, Rosa Bonheur, transmite fuerza, energía y vitalidad. Bonheur, que desde niña creció amando a los animales y entregada a su representación pictórica, superó todas las dificultades con las que las autoridades y la sociedad de su época obstaculizaban el desarrollo de su pasión. En la breve glosa de su vida que nos ofrece el autor, conocemos cómo, deseando acudir a las ferias de ganado para apreciar los menores detalles de sus admirados animales -el movimiento, la torsión de sus cuerpos, la tensión de sus músculos- y ante la dificultad que las encorsetadas vestimentas femeninas suponían en aquellos recios, incómodos y polvorientos ambientes, se disfrazaba de hombre desafiando las prohibiciones al respecto -nada de pantalones- impuestas a las mujeres. Obtenido el correspondiente “permiso de travestismo”, pintaría este deslumbrante cuadro, un prodigio de acción, potencia y dinamismo, que, tras ser presentado en 1853 en el Salón de París, la convertiría en la pintora de animales por antonomasia. 

Tras él nos encontramos con otro de los cuadros recogidos en el libro cargado de un alto contenido polémico y provocador. En El origen del mundo, de Gustave Courbet, la muy realista representación del sexo femenino en primer plano, ofreciéndose rotundo entre las piernas abiertas de una mujer de la que sólo vemos, enmarcando su vagina, una sección cortada del cuerpo, la comprendida entre la parte superior de los muslos y los pechos apenas mostrados, semiocultos por una sábana, escandalizó a la sociedad de su época y provocó reacciones furibundas no sólo entre los biempensantes, sino también entre gran parte de la modernidad menos coherente. Del Amor nos presenta a la joven que sirvió como modelo y nos da cuenta también de la trayectoria de secreto, oscuridad y clandestinidad a la que se vio sometido el cuadro, hasta su adquisición y definitiva exposición pública por el Museo d’Orsay en 1995, en una sucesión de peripecias que incluyen su posesión por, sucesivamente, el diplomático turco que lo encargó a Courbet; un anticuario que escondió la tela, de pequeño formato, tras otro cuadro, un paisaje nevado; un barón húngaro; y, tras diversas vicisitudes en la posguerra de la segunda contienda mundial, el psicoanalista Jacques Lacan. 

Y está también una de las obras mayores de otro de mis pintores favoritos, William Turner. El Temerario remolcado a dique seco, de 1838, con esos cielos típicos del británico, de intensos tonos amarillos, blancos y azules, no sólo anticipan el impresionismo y hasta el arte abstracto, sino que, en una lectura simbólica, ilustran un cambio de época, la que advendrá con la revolución industrial, representada por el humeante remolcador que conduce al viejo velero, un dinosaurio camino del cementerio, herido y viejo, hacia su destino final. 

Y son igualmente notables las reflexiones sobre Gótico americano, el cuadro de 1930, con tantos vínculos con El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck, en el que Grant Wood representa, en una escena muy reveladora de la vida norteamericana de los años 30 del siglo pasado, a su hermana y su dentista fungiendo de típica pareja de granjeros. E interesante es el comentario sobre un cuadro muy conocido de René Magritte, Los amantes, con esa tela que envuelve el beso de la pareja, en la que el autor encuentra vínculos con otros cuadros del belga, y a todos ellos con la trágica muerte de la madre del pintor. Y aparecen a continuación otros tres grandes clásicos, Vieja friendo huevos, uno de los primeros cuadros “profesionales” de Diego Velázquez, tras superar el examen que le daba licencia para practicar el arte en todo el reino y tener tienda pública, además de aprendices; Los bebedores de absenta, sobrecogedora estampa de dos personajes derrotados, con la mirada perdida y ausente, solitarios pese a su proximidad en una mesa de café, desamparados, sin ilusión ni esperanza, transmitiendo una inconsolable tristeza. Un cuadro, sin embargo, artificial, con el escenario y la situación planificado, medidos, ya que su autor, Edgard Degas, escogió como modelos a una conocida actriz y a un pintor de su entorno, que posaron para el lienzo y de los que la erudición de del Amor rastrea su presencia en otras pinturas de la época; y Camille Monet en su lecho de muerte, en el que Claude Monet nos muestra con cercanía y sentimiento a quien fuera su esposa cuando la azul frialdad de la muerte se apodera de su cuerpo exánime, y ello pese a que en la época, el artista tenía una amante, la celosa Alice Hoschedé, esposa de uno de sus mecenas. 

Clásicos son también La casa junto a la vía del tren, La ronda de los presos y Madrid desde Torres Blancas, de Edward Hopper, Vincent van Gogh y Antonio López, respectivamente. En el primero, se nos muestran las concomitancias del caserón que llena el cuadro con la famosa y cinematográfica mansión de Psicosis, una de las obras maestras de Hitchcock. Además, y a propósito de la soledad de los personajes que pueblan los cuadros del norteamericano, se nos recomiendan -y el lector acoge la invitación entusiasmado por el hallazgo- el trabajo del fotógrafo Eric Pickersgill que retrata a diversas personas embebidas en sus móviles o sus tabletas, dispositivos que, en un imaginativo recurso técnico y conceptual, borra de las fotos revelando así lo absurdo de nuestro ensimismamiento electrónico. El atento examen de La ronda de los presos que el libro propone permite al lector adentrarse en los enrevesados entresijos de la mente torturada de su genial creador, que representa en el cuadro la terrible experiencia de su peregrinaje por diversos sanatorios mentales. Más luminosa, pero tocada por similar afán obsesivo, la obra de Antonio López, refleja el lento, demorado, minucioso y perfeccionista modus operandi del maestro manchego. Sobre la maraña de edificios y la ancha avenida que se abre al horizonte, sobre los mil y un detalles del paisaje urbano, el cielo de Madrid, simultáneamente realista e irreal, su claridad cambiante, captados durante largas sesiones, que las atinadas deducciones del escritor sitúan en los diversos 21 de junio de 1976, 1977, 1978, 1979, 1980, 1981 y 1982, es una maravilla, un fragmento de vida capturado en un aparente instante intemporal. López pinta la ciudad, claro, pero, sobre todo, pinta el tiempo, pinta la luz, pinta el aire, pinta el misterio último de nuestra existencia. 

Y junto a los artistas muy populares, en Emocionarte comparecen también los menos conocidos. Es el caso de Hendrick van Anthonissen, autor de la magnífica Vista de la playa de Scheveningen, pintada hacia 1640. La extraña escena registrada, una concentración de gente, reunida sin ningún motivo aparente en la orilla del mar, acaba por resultar significativa cuando, en junio de 2014, Shan Kuang, estudiante de conservación en la Universidad del Museo Fitzwilliam de Cambridge, en su trabajo de restauración del lienzo, encuentra, oculta, disimulada, borrada bajo una capa de color amarillo que tiñe una zona de la playa, una enorme ballena, una presencia que explica, siglos después, la concurrencia de tantos sorprendidos espectadores, admirados ante el varado prodigio de la naturaleza. Un esclarecedor ejemplo de la “doble vida” de un cuadro. Desconocido también para mí es Los tres viajeros aéreos favoritos, óleo de 1785, de John-Francis Rigaud, que se conserva en el Prado, una suerte de divertimento que representa uno de los primeros viajes en globo que se hizo en Gran Bretaña, en torno a 1785, con tres personajes en poses ciertamente peculiares, forzadas, artificiales, dadas las circunstancias de la particular experiencia que los une. Entre ellos aparece, al borde de la nave y en serio riesgo de precipitarse al vacío, la actriz Leticia Anne Sage, la primera mujer británica que montó en globo, aunque, al parecer, su oronda constitución, discretamente evitada en el cuadro, impidió que el entonces novedoso ingenio pudiese alzar el vuelo. 

La obra más reciente -1994- que recoge el libro es Triple Swirl Fade to Black, un prodigio hiperrealista de Charles Bell, “especializado” en máquinas recreativas, dispensadores de chicles, juguetes infantiles y canicas, como en el cuadro seleccionado, el que diez de estas bolas, tan queridas en los juegos de quienes fuimos niños hace medio siglo, se representan con fidelidad absoluta a su correlato real, en un prodigio de virtuosismo y técnica pictórica, capaz de plasmar las transparencias y las sombras, los colores y las cambiantes formas, las superposiciones y los roces sutiles, los reflejos y los brillos, los destellos y la luz que las traspasa, en un singular y magnífico bodegón del siglo XX. Contemporáneo también, aunque con una expresa deuda con la Historia del arte es Estudio sobre el retrato del papa Inocencio X de Velázquez, de Francis Bacon, una de las muchas recreaciones -varias decenas- que el pintor británico hizo del impresionante retrato velazqueño. 

Ya en las últimas páginas del libro aparecen cuatro mujeres, si bien sólo dos de ellas en su condición de pintoras. Lo fue, sin duda, y de extraordinaria repercusión, María Blanchard, cuya Mujer con guitarra, un óleo cubista de 1917, propicia la reflexión del escritor sobre el sufrimiento en que se desenvolvió la vida de quien nació con cifoescoliosis a causa de una caída de un coche de caballos de su madre embarazada. Su columna desviada, su encorvadura -su joroba-, fue para ella una fuente permanente de humillaciones y desprecios, motivo también de su tristeza, de su ansia de la belleza imposible y, a la postre, de su pasión casi enfermiza por el arte, única vía de liberación para su trágica tortura. Clara Peeters, hasta hace unos años, una pintora ignorada para el gran público, vivió un llamativo renacimiento en 2016, cuando se convirtió en la primera mujer a la que el Museo del Prado de Madrid dedicaba una exposición, una muestra admirable que yo pude visitar entonces. El breve estudio que hace Carlos del Amor de su Bodegón con flores, copas doradas, monedas y conchas, no sólo pone de manifiesto la más destacada seña de identidad de la artista, esa voluntad explícita de “figurar” en sus bodegones y naturalezas muertas mediante el recurso de representarse a sí misma en sutiles reflejos en vasos, en las formas cóncavas de una copa, en la superficie espejada de una vasija metálica, en las redondeces de una jarra plateada, sino que aporta, además, algunas interesantes curiosidades, como por ejemplo, el sorprendente significado de la aparición en algunas de sus obras -hasta en seis, leemos- de un cuchillo. Al ser regalo habitual en las bodas en el siglo XVII -el cuadro es de 1612-, los investigadores deducen que Clara estuvo casada, un dato incierto en una existencia aún hoy llena de enigmas. 

Retratada en 1624 por Anton van Dyck, Sofonisba Anguissola tiene, en el cuadro del mismo nombre, 96 años y recuerda, la vista perdida, la memoria y el cerebro bien despiertos, su dedicación a la pintura, su exitosa trayectoria artística, su encuentro con el admirado Leonardo. En Magdalena penitente, George de La Tour, de quien desde muy joven me acompañan las postales de sus nocturnos, presenta a la mujer con su habitual juego de claroscuros, de luces y sombras, el resplandor de la vela, los reflejos de la llama, marcando de manera ostensible su deuda con Caravaggio. 

Y otra debilidad personal, Giuseppe Arcimboldo, aparece en un muy significativo cuadro de la segunda mitad del XVI, Las estaciones, la clásica composición del italiano, en las que agregando elementos heteróclitos logra unos muy singulares retratos, admirados por los surrealistas. En este caso, la figura que representa cada estación está integrada por elementos vinculados a esa época del año. En La primavera encontramos flores, frutos en El verano, hojas, setas y uvas en la imagen de El otoño, mientras que la despojada austeridad de El invierno es reflejada a través de ramas desnudas y árboles secos. El inquietante universo de Edvard Munch -con Van Gogh, dos de más claros exponentes de los vínculos entre la actividad creativa y los trastornos mentales- puede apreciarse en El beso en el que los amantes funden sus rostros en una imagen que transmite pasión y a la vez inquieta. El franco-japonés Léonard Foujita pinta, en Desnudo reclinado con toile de Jouy, a Alice Prin, conocida en el París de los años veinte como Kiki de Montparnasse, musa y amante de artistas, en una explícita recreación de la famosa Olympia de Manet. 

Y antes del paseo fotográfico por distintos museos, que incorpora la sección postrera del libro, añadida en su última reciente edición, el repaso a las obras de arte que propone Carlos del Amor se cierra con el muy emblemático El abrazo, el cuadro de 1976 de Juan Genovés, emblema de la Transición española, de la reconciliación entre sus gentes y del ansia de libertad que siguió a la dictadura franquista. 

Tras tan extensos prolegómenos paso ya al forzosamente breve comentario sobre las otras obras recomendadas y a mi entusiasta invitación a sus correspondientes exposiciones. Empezando por Magritte, quiero presentaros el cuidado catálogo de la muestra madrileña, La Máquina Magritte, con un esclarecedor texto de introductorio a cargo de Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen; también un libro de Jacques Meuris, dedicado al pintor y con su solo apellido en el título, que presentó en 1992 la editorial Taschen; y un librito ya clásico sobre su obra, el ensayo de 1973 de Michel Foucault, Esto no es una pipa, que publicó en España la editorial Anagrama en 1981 con traducción de Francisco Monge. El texto de Foucault se centra en uno de los elementos básicos de la pintura de Magritte, la relación entre imágenes y palabras, como en el conocido cuadro La traición de las imágenes, con la famosa pipa a la que alude su título. Lo sustancial de los dos primeros reside, en cambio, en las decenas de reproducciones de sus cuadros, todas de gran calidad, que incorporan, aunque el sustancioso estudio preliminar de Solana nos permite también acceder a las principales claves de la obra del belga, enriqueciendo, por tanto, la visión de sus pinturas. A modo de forzosamente sintético resumen de algunos de los temas tratados por el experto y presentes en la exposición del Museo Thyssen, mencionaré las ideas de repetición y variaciones; el permanente juego metapictórico; el ya referido “enfrentamiento” entre signos textuales y figurativos; la paradójica relación entre fondo y figura, entre silueta y hueco; la recurrente representación del cuadro dentro del cuadro; la supresión del rostro en las figuras humanas; la semejanza, el mimetismo y el enmascaramiento en el entorno; y, por fin, los cambios de escala y el extrañamiento de la figura o el objeto representado en un entorno ajeno e incompatible con él. 


La exposición de Morandi, con el título Resonancia infinita, puede verse aún en la página web de la Fundación Mapfre. En ella se recoge un centenar de obras del artista boloñés, representativas de todas sus etapas y preocupaciones. Están sus cuadros iniciales, deudores de Picasso y Cézanne. Está su vena metafísica y surrealista a lo De Chirico. Están los paisajes y las flores. Están los grabados. Y están, por encima de todo, los peculiares bodegones, sin duda la más personal aportación de su pintura a la Historia del Arte. En ellos aparecen, repetidos una y otra vez, con sutiles variaciones, con ligeros cambios de posición, objetos cotidianos, modestos, comunes, sencillos: vasos y jarrones, búcaros, frascos y vasijas, cajas, botellas, tazas y cuencos, una copa, un florero, una humilde jarra. En unas composiciones aparentemente simples, que ofrecen un equilibrio perfecto entre los volúmenes, entre los llenos y vacíos, los colores y los tonos, las sombras y las luces, la estructura de los cuadros, las combinaciones de objetos, la propia arquitectura de los elementos representados, las gradaciones tonales (ocre, marfi¬l, rosado, grisáceo, los distintos matices del blanco), la simplicidad de las formas, acercan la obra de Morandi a la abstracción, pero sin su frialdad “intelectualizada”, al contrario, la contemplación de su cuadros transmite sensibilidad, recogimiento, silencio, calidez, viva emoción. 

En la muestra de Mapfre se incorporan también una selección de obras de artistas contemporáneos que, desde distintos medios (fotografía, pintura, escultura y cerámica principalmente), han querido establecer un diálogo con el lenguaje del pintor italiano. Siendo interesantes algunas de sus aportaciones, como las Tony Cragg, Edmund de Waal o los españoles Alfredo Alcaín y Gerardo Rueda, personalmente me resultan prescindibles frente a la obra original que los inspira. Una obra muy bien representada en el catálogo de otra muestra, la que entre diciembre de 1996 y enero de 1997 pudo verse en el parisino museo Maillol, y que es la que ahora os propongo. 

Para terminar, Goya está doblemente presente en nuestro espacio, pues además de mencionar brevemente la exposición recién clausurada en Madrid quiero recomendar un libro que tiene a su obra como centro. Dentro de unos días, el próximo 16 de enero, echará el cierre la muestra inGoya, que podrá verse hasta entonces en el Centro Cultural de la Villa. Bajo la rúbrica “Una experiencia inmersiva”, la exposición se articula en torno a dos ejes. El primero, titulado “Sala Didáctica”, recoge representaciones de la obra del aragonés (fotografías, no cuadros originales), acompañadas de textos ilustrativos que ayudan a adentrarse y comprender el universo del pintor. Teniendo a pocos metros, en El Prado, la mayor parte de las telas escogidas, esta sección resulta demasiado austera y francamente prescindible. Tras el corto recorrido por esta sala, el espacio se transforma y se convierte en lo que, un tanto pomposamente, y con grandes dosis de cursilería, los organizadores han dado en llamar “Sala Emocional”. Se apagan las luces, y usando las paredes del local como grandes pantallas se proyectan imágenes múltiples de las distintas obras, en una sucesión -en ocasiones superposición- de enormes reproducciones de los cuadros de Goya, que se mueven y repiten y cambian de tamaño, alternado panorámicas, primeros planos, fragmentos de las obras, el humo de un disparo, la sangre derramada, los miembros cercenados, la boca sumida de una anciana, las ramas de unos árboles, el encaje en una blusa, el brillo de una perla, un ornamento, un lazo, un detalle de un ropaje, una voluta, una mirada adusta, un gesto esquivo, un pormenor apenas apreciable en la visión de conjunto, el trazo de una pincelada, y que unidas a una emocionante banda sonora, con las mejores piezas musicales de su época, envuelven al espectador en un experiencia de una extraordinaria intensidad. Una espléndida invitación a acercarse al cercano Museo del Prado para disfrutar de modo “directo” de la inabarcable obra del artista. Y si, con la exposición clausurada, la alternativa del museo tampoco resulta factible, siempre cabe la consulta de La obra pictórica de Goya, una edición de la prestigiosa colección Clásicos del Arte, de la editorial Noguer-Rizzoli, publicado en 1975, bajo la responsabilidad de Rita de Angelis. 

No hay tiempo para más. Os dejo, como ya he anticipado, precisamente con Goya, con un fragmento del comentario que hace Carlos del Amor de su cuadro Perro semihundido. Y como complemento musical también pictórico, sonará un tema, un clásico de 1971, de Don McLean, Vincent, con Van Gogh como protagonista de su letra. 


Ese perro somos todos, ese perro es usted, soy yo, son su vecina y su jefe. Ese perro refleja un momento que todos hemos vivido o por el que todos pasaremos en algún instante de nuestra vida. Ese perro es no llegar con la hipoteca un mes, es vivir en el alambre, con la incertidumbre de si se podrá comer al día siguiente. Ese perro es el ahogo existencial de una generación perdida que ni hizo la guerra ni colaboró en la Transición y a la que atropelló la revolución tecnológica. Ese perro es cualquiera de nosotros sufriendo por el amor perdido, intuyendo una soledad cercana que no era deseada. Ese perro es la guerra y sus consecuencias, ese perro mira la sinrazón y la barbarie de unos seres humanos carentes de sensibilidad. Ese perro es cualquier ciudadano de a pie manejado por poderes políticos o económicos que le aplastan cada vez que intenta levantarse. Ese perro es la mujer maltratada que ha logrado huir y busca, asustada, ayuda. Ese perro es la desazón que provoca no conocer el destino, no saber cómo acabará la historia, nuestra historia, la de cada uno. Ese perro es un hombre en la cola del paro preguntándose qué será de él ahora y como podrá volver a casa y explicar a sus hijos que no habrá Reyes ese año. Ese perro es el final de un camino, muchas veces erróneo, que emprendemos siendo conscientes del error pero al que nos lleva una especie de corriente contra la que es imposible luchar. Ese perro es el vagabundo al que no hacemos caso y al que vemos cada día en la parada del autobús; le hemos visto mil veces, pero jamás nos hemos parado a mirarle o le hemos preguntado si necesita algo. Ese perro es la chica llorando que nos hemos cruzado esta mañana, pero íbamos tan a lo nuestro que no nos impresionaron sus lágrimas hasta tres minutos después, al cabo de los cuales la rutina volvió a sepultar ese recuerdo. Ese perro es el pequeño empresario que cada día levanta la persiana de la tienda que con tanta ilusión abrió y que tanto le está haciendo sufrir. Ese perro es el mundo entero paralizado por un virus, semihundido, atemorizado ante un horizonte que no estaba dibujado en ningún mapa. 

Ese perro somos todos, peleando por sacar la cabeza aun a riesgo de que nos la vuelen. Ese perro es una fotografía de guerra y de desamor. Ese perro somos usted o yo cuando creemos que nos falta el aire y lo buscamos sin éxito, alzando nuestra mirada, con la ilusión de que unos centímetros más arriba corra una pequeña brisa que nos acaricie y nos dé una tregua. Ese perro es el pasado, el presente y el futuro. En ese perro se puede ver reflejada la inhumanidad. Ese perro te golpea cuando entras en la sala 67 del Museo del Prado, donde cada vez descubres un matiz nuevo, una tonalidad nueva o una lectura diferente. Ese perro nos remueve por dentro hasta arrancarnos preguntas que solo nosotros podremos contestar. Ese perro es el frío y el calor, es la vida y la muerte. Ese perro es nuestro espíritu intentado levantarse de la cama los días difíciles, esos en los que creemos que no vamos a hallar las fuerzas necesarias para afrontar lo que está por llegar. 

Ese perro somos todos.
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Carlos del Amor. Emocionarte