Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de mayo de 2022

AMOR TOWLES. UN CABALLERO EN MOSCÚ

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy quiero proponeros una espléndida novela de un muy interesante autor, el norteamericano Amor Towles. Towles escribió en 2011, otra muy "apetitosa" novela, cuya lectura también os recomiendo, Normas de cortesía, que conoció en su momento un extraordinario éxito de ventas en el mundo entero. Entre sus innumerables traducciones a diversas lenguas se encuentra la española, que vio la luz en nuestro país un año después en la editorial Salamandra, en la versión de Eduardo Iriarte Goñi. La novela cuenta, en un apunte a vuelapluma, para dar pronto paso a mi propuesta central de hoy, con el protagonismo principal de una chica, Katey Kontent, que se desenvuelve en el Nueva York de finales de los años treinta; una Nueva York que es, en cierto modo, otro de los personajes principales del libro. En la nochevieja de 1937, Kate, una joven mecanógrafa de un bufete de abogados, algo perdida en la ciudad, sale con su amiga Eve Ross a celebrar la llegada del nuevo año. En un club nocturno conocerán a Theodore “Tinker” Gray, un joven miembro de una familia de la peculiar y muy adinerada “aristocracia” estadounidense. Inteligente, valiente y decidida, aunque carezca de “pedigree” y, sobre todo, de dinero, el encuentro con Tinker le permitirá acceder -y abrirse paso en ellos- a los círculos más selectivos de la alta sociedad neoyorquina. La novela da cuenta de ese tiempo -tres años, aproximadamente, con la guerra civil española en pleno auge y la segunda mundial a punto de estallar para los norteamericanos-, hecho de, en lo personal, crecimiento, búsqueda del propio lugar en el mundo, descubrimientos, amistades, encuentros y amores; y, en lo “social”, fiestas, alcohol, diversiones, relaciones sociales, cosmopolitismo, música de jazz, lecturas, exposiciones, eventos culturales, envuelto todo ello en esa atmósfera efervescente, agitada y excitante, que tan bien conocemos por el cine y que ha proporcionado a Nueva York el aura de leyenda como paradigma de la modernidad en el último siglo. 

Quiero resaltar también, pues quizá su conocimiento incremente el interés por el libro de un potencial lector, que hay un interesante juego temporal en Normas de cortesía. En 1966, Katey, ya casi una sexagenaria, en una visita a una exposición del fotógrafo Walker Evans, en la que se mostraba su legendaria serie de entre 1938 y 1941, en que retrató a pasajeros del metro neoyorquino con una cámara oculta, se percatará por azar de que su antiguo amigo Tinker Grey aparece en dos de las fotos del, entre otros hitos profesionales, afamado cronista de la gran depresión. Ese sorprendente descubrimiento, que conocemos desde el prólogo de la novela, será el desencadenante de la historia que, retrospectivamente, narrará y protagonizará la muy atractiva -por muchos motivos- Kate. 

La fulgurante irrupción de Normas de cortesía en el mercado editorial, su multitudinario triunfo de crítica y público, permitieron a Towles abandonar su dedicación profesional al mundo financiero y entregarse a tiempo completo a su carrera literaria. El muy valioso fruto de ese giro en su trayectoria es Un caballero en Moscú, escrita en 2016 y presentada en España en 2019, de nuevo en el mismo sello barcelonés que acogió su debut, en traducción de Gemma Rovira Ortega. Desde entonces, el libro ha multiplicado las ediciones y reimpresiones, convertido en un best-seller mundial. Towles ha escrito, además, y publicado ya, aunque no aún entre nosotros, una tercera novela, The Lincoln Highway, que yo espero ver pronto traducida al castellano. 

Pero es de Un caballero en Moscú del libro que esta tarde quiero hablaros. La nota editorial con la que se presenta el libro nos informa de que Amor Towles, bostoniano de 1964, se graduó en la Universidad de Yale y completó estudios de posgrado en Literatura Inglesa en Stanford. Erudito, de maneras elegantes, educación exquisita y porte aristocrático, como se puede colegir de las entrevistas con él que he podido ver y leer, estos rasgos muy evidentes de su personalidad se muestran también en sus dos libros que, más allá de sus tramas diferentes y sus distintos escenarios, comparten esas notas de refinamiento, distinción, gusto y belleza. 

El argumento de Un caballero en Moscú nos sitúa en la Rusia de 1922, en donde se viven de modo muy intenso los acontecimientos que siguieron a la Revolución de los soviets. El 21 de junio de ese año, el Conde Alexander Ilyich Rostov, que había nacido en San Petersburgo apenas treinta y dos años antes, es acusado por un tribunal bolchevique de parasitismo social (un hombre que, claramente, carece de todo propósito). Rostov, que lleva cuatro años viviendo en el famoso Hotel Metropol, en el centro de Moscú, en donde se aloja tras su vuelta a Rusia después una precipitada huida a París, como consecuencia de la muerte de un adversario en un duelo, encarna para el nuevo poder soviético los más despreciables atributos de su clase: la corrupción, los privilegios, la ambición, la injusticia, hasta el punto de representar una amenaza para la causa revolucionaria. Las sesiones de su comparecencia ante el Comité de Emergencia del Comisariado Político de Asuntos Internos, que se “transcriben” (todo es ficción) al inicio de la obra, nos permiten conocer a un personaje inteligente, culto, socarrón, irreverente y desdeñoso ante sus interrogadores, a los que desprecia y despacha con aparente indiferencia y acusado sentido del humor. Su atractivo, su aplomo y displicencia, sin embargo, lo acercan al paredón (el encanto personal es la máxima ambición de las clases privilegiadas, sentenciarán sus juzgadores). No obstante, el hecho de que el inefable conde hubiera escrito en 1913 un poema, de título ¿Qué ha sido de él?, que los nuevos jerarcas consideran, erróneamente, favorable a los ideales que ellos defienden, permite que la inevitable condena de fusilamiento sea conmutada y sustituida por lo que, en la jerga del momento, se conocía como un menos seis: el conde quedará en libertad y se le permitirá circular por toda Rusia a su antojo, siempre que no pise Moscú, San Petersburgo, Kiev, Kharkov, Yekaterinburgo, ni Tiblisi, es decir, las seis ciudades más grandes del país. De este modo, Rostov salvará la vida, huyendo del destino común de la mayor parte de los miembros de la aristocracia, pero, a cambio, quedará confinado hasta su muerte en los estrechos límites de su residencia actual, el Hotel Metropol, en cuya suite 317 vive desde el cinco de septiembre de mil novecientos dieciocho, como, con memoria precisa, recuerda el conde. Pero no se confunda, le espetarán los comisarios políticos responsables de la condena, si vuelve a poner un pie fuera del Metropol, será ejecutado. Towles nos contará, en más de quinientas deliciosas páginas que se leen en un arrebato entusiasmado, las vivencias de su simpático y entrañable personaje en los treinta y dos exactos años que durará su reclusión (hasta el 21 de junio de 1954, en un desenlace, con el que se cierra circularmente la novela, que no voy a desvelar), en ese restringido pero también privilegiado ámbito de las dependencias del magnífico establecimiento. 

El soberbio y lujoso hotel es, precisamente, el primer protagonista del libro. Inaugurado en 1905, fruto de la colaboración de varios destacados arquitectos, el edificio, de estilo Art Nouveau, preside la Plaza del Teatro moscovita, a pocos pasos del Bolshoi y muy cerca de la Plaza Roja y el Kremlin. En 1918, el hotel sería nacionalizado por la administración bolchevique, albergando viviendas y oficinas de la creciente burocracia de los soviets. Recuperada su función inicial en los años 30, hoy sigue en pie, aunque sin el esplendor de antaño, comprado por una importante cadena hotelera rusa. Uno de los logros de Un caballero en Moscú lo constituye, sin ninguna duda, la recreación de la majestuosidad del edificio, de sus inmensas estancias, de la grandiosidad de sus salones, de la calidad de su servicio, de la discreción y profesionalidad de sus empleados, de la exquisitez de sus menús, del refinamiento en muebles y vajillas, en ornamentos y decoración, de la atmósfera de elegancia, distinción y cosmopolitismo que impregna sus dependencias y aposentos, las alcobas y las suites, la recepción, la centralita, las salas de espera, los comedores… y hasta los espacios de trabajo, cocinas, almacenes, despensas, bodegas, servicios de lavandería y talleres de costura, la peluquería y la tienda de flores. Un universo lujoso y elitista, muy reconocible en tantos otros establecimientos similares en el mundo entero: 

Los grandes hoteles de todas las capitales del mundo se parecen. El Plaza de Nueva York, el Ritz de París, el Claridge de Londres, el Metropol de Moscú: los construyeron con quince años de diferencia y ellos también eran almas gemelas, los primeros hoteles de sus ciudades con calefacción central, agua caliente y teléfono en las habitaciones, con periódicos internacionales en los vestíbulos, cocina internacional en los restaurantes, bares americanos junto al vestíbulo. Esos hoteles se construyeron para personas como […] Aleksandr Rostov, para que cuando viajaran a una ciudad extranjera se sintieran como en su casa y en compañía de personas como ellos. 

En sus tres largas décadas de encierro forzoso, Rostov se adentrará por todos estos diferentes recintos, los desahogados y luminosos que se abren al público y los escondidos y llenos de vericuetos de sus ignotas interioridades, y en su recorrido evocará con nostalgia, pero también con una aceptación que no es resignada sino optimista y esperanzada, unos tiempos ya definitivamente perdidos en los que el principal propósito de la existencia consistía en vivir rodeado de belleza (un ideal que, como el conde no puede por menos que reconocer, se sustenta en la indigencia de la mayor parte de las gentes). 

Y es que Rostov es inteligente y sensible, es capaz de relativizar la validez de los privilegios de los que ha disfrutado hasta ese momento y de los que será desposeído con su doble condena (pues además de su aislamiento en el hotel se verá privado del uso de la lujosa suite 317, compuesta de dormitorio, cuarto de baño, comedor y gran salón con ventanas de dos metros y medio, con vistas a los tilos de la Plaza del Teatro, siendo desplazado a un tenebroso cuchitril en las buhardillas del edificio, una escuálida habitación, de escasos nueve metros cuadrados, en la que ha de cumplir su “cadena perpetua”). Y lo hará, pese a los inevitables momentos de desánimo (Con tan poco que hacer y con todo el tiempo del mundo para hacerlo, la paz mental del conde seguía amenazada por una sensación de hastío, ese temido lodo de las emociones humanas), con una jovialidad, un humor y un entusiasmo contagiosos que transmiten alegría a quienes, libres de esa condena, con él conviven. 

El personaje del conde es, en consecuencia, el principal logro de la imaginativa obra de Towles. Rostov es un individuo entrañable. Nacido en el seno de una familia pudiente, criado en una mansión de veinte habitaciones, con catorce empleados domésticos, educado en la cultura y las humanidades, bendecido con horas de holganza y en contacto con los objetos más bellos, había crecido en un ambiente de lujo y refinamiento, en entornos sofisticados y cosmopolitas, frecuentando todos los salones de la capital y aún del extranjero, en los que destaca por su ingenio, su inteligencia y su encanto. Capaz de moverse con igual soltura y carencia de prejuicios entre los sencillos componentes del pueblo llano y los mundanos frecuentadores de los gabinetes más distinguidos, resulta ser, en cualquiera de esos círculos, un conversador brillante, un amigo fiel, un ser sensible y cercano que en todo momento muestra un genuino interés por sus interlocutores. Es un hombre tranquilo, dotado de una insobornable voluntad de vivir intensamente, disfrutando de los pequeños placeres de la existencia, ajeno a los vanos afanes del mundo (ningún asunto mundano tenía prioridad ante una comida de placer o un paseo por la orilla del río). En ese sentido, se nos dibuja como alguien, en cierto modo, infantil, que vive al margen de las imperativas exigencias que constriñen los días de los adultos, despreocupado de los empeños que la mayoría de los hombres modernos consideraban tan urgentes, que nada le importan frente a la dicha que encierra tomarse una taza de té, charlar con un amigo o jugar con una niña, experiencias que sí merecen su atención inmediata. 

Su personalidad resulta atrayente también por su noble aceptación de su destino. Obligado a una vida austera, limitada y en muchos aspectos paupérrima, castigado a languidecer en la estrechez de una cárcel asfixiante, muy alejada en cualquier caso de los parámetros en que se desenvolvieron sus tres primeras décadas, no sólo acepta pacientemente su estado (acabará por ser condenado a ejercer de camarero en el Metropol, tarea que encarará sin renunciar a su bonhomía ni a su dignidad), sino que, lejos de abandonarse a la resignación o el desespero, incompatible con los lamentos y las quejas, vivirá su deprimente sentencia con pasión e inteligencia, con entusiasmo y alegría, sin perder un ápice de su capacidad de disfrute. Es un vitalista pese a que se lo condena a un encierro mortecino, un optimista ante la grisura de los tiempos que le ha tocado vivir, un esteta en la sociedad horrenda y grosera que se ve obligado a aceptar, muestra dignidad y valores ante la corrupción y la mediocridad de su entorno, es alguien noble y entregado, generoso y solidario (Un hombre predispuesto a ver lo mejor en todos nosotros), esperanzado frente al oscuro horizonte de sus repetitivos días. Además, su cultura, que manifiesta sin pedanterías (es capaz de desenvolverse con naturalidad en cualquier disciplina: la filosofía y la ciencia, el arte y la música, la literatura, la gastronomía y los vinos, las vicisitudes de la política en Rusia y en el mundo), se adereza con una ironía y un sentido del humor que rebajan las componentes elitistas y presuntamente “distantes” de sus gustos, aficiones y preferencias. Así, no tiene reparo en usar los Ensayos de Montaigne como apoyo para equilibrar las patas de un mueble, o en rechazar, de un modo sutil pero irreverente, algunas obras literarias supuestamente “indiscutibles”. 

Encerrado en su prisión, Rostov la convertirá, sin embargo, en un universo encantador y fecundo, lleno de atractivos, rebosante de oportunidades de disfrute y felicidad, en lo que constituye otra de las ideas esenciales del libro: el Metropol como metáfora de la existencia, pues, ¿no estamos todos encerrados en una estrecha jaula -los genes, el carácter, las circunstancias, el trabajo, la familia, la ciudad, las exigencias impuestas y las heredadas, las múltiples obligaciones, la sombría amenaza de la muerte- que, en mayor o menor medida, nos oprimen, nos coartan, nos limitan, nos impiden aspirar siquiera a estar a la altura de nuestros sueños? Acompañado, en la primera parte del libro, de la pequeña Nina, su guía en los abismales entresijos del hotel (Pero a los virtuosos que han perdido el rumbo, las Parcas sólo suelen ofrecerles una guía. En la isla de Creta, Teseo tuvo a su Ariadna con su mágico carrete de hilo para salir sano y salvo de la guarida del minotauro. Por las cavernas donde habitan sombras espectrales, Ulises tuvo a su Tiresias, del mismo modo que Dante tuvo a su Virgilio. Y en el Hotel Metropol, el conde Aleksandr Ilich Ilich Rostov tenía a una niña de nueve años llamada Nina Kulikova), Alexander logrará ampliar los angostos confines de su pequeño reino. Nina Kulikova es una niña sometida también a una especie de confinamiento, pues su padre, un burócrata ucraniano viudo, al estar destinado de forma temporal en Moscú, no consideraba oportuno matricularla en ninguna escuela, por lo que sus días transcurrían íntegramente en las vastas dependencias del Metropol. Así, nacerá una cálida y entrañable amistad entre estos dos outsiders, en la que el conde se constituirá en un solícito educador de la pequeña, ilustrándola sobre las reglas del mundo, y la jovencita, curiosa e incansable, dará a conocer al adulto la vastedad de sus limitaciones (El conde, que ya llevaba cuatro años viviendo en el Metropol, se consideraba, por así decirlo, un experto en el hotel. Conocía a los miembros del personal por su nombre, los servicios por experiencia propia, y los estilos decorativos de las suites de memoria. Y aun así, en cuanto Nina le dio la mano, se dio cuenta de su ignorancia). Nina abrirá la puerta que permitirá al conde agrandar las dimensiones del exiguo territorio de su reclusión, pues dentro del Metropol había habitaciones dentro de habitaciones y puertas detrás de puertas. La niña no se contenta con la reducida extensión de la capa “superficial” del hotel, sino que había bajado, había husmeado por los rincones, se había colado por aquí y por allí. En el tiempo que la niña llevaba en el hotel, las paredes no se habían desplazado hacia dentro, sino hacia fuera, expandiéndose, ampliándose y volviéndose más intrincadas. En las primeras semanas, el edificio había crecido hasta abarcar la vida de dos manzanas de la ciudad. Al cabo de unos meses, ya abarcaba medio Moscú. Si Nina seguía viviendo en el hotel el tiempo suficiente, acabaría abarcando toda Rusia. Llevando de la mano a su mentor (aunque no se sabe bien quién educa a quién), conseguirá que para ambos el hotel parezca tan amplio y maravilloso como el mundo. Y esta es otra de las razones, a mi juicio, del éxito del libro, la apuesta por una vida plena incluso entre las penalidades de nuestra menguada y aburrida cotidianidad, esa metáfora poderosa a la que antes me refería: cada momento es único e irrepetible; cada pequeño suceso del día a día, un acontecimiento; cada acto, cada encuentro, cada situación, cada banal peripecia, un motivo para el asombro; cada hora, cada minuto, cada segundo, un descubrimiento; cada pequeña “novedad” una fuente de alegría, de placer, de intensidad y emoción, de bienaventuranza y agradecida felicidad. Sintió -nos dice el narrador a propósito de Rostov- que no había ninguna posibilidad de mejorar ese momento, esa hora, ese universo. Ese optimismo creativo, eufórico incluso, ilusionado y satisfecho, esa vigorosa capacidad de transformar la existencia a cada instante, revelando en ella sus facetas más propicias, esa ansia de vida pese a las adversidades y el infortunio, a los reveses y la desgracia: (Quién podía imaginar —dijo—, cuando te condenaron a arresto domiciliario perpetuo en el Metropol, hace ya tantos años, que eso te convertía en el hombre más afortunado de toda Rusia) llega al lector, y lo conmueve y lo estimula y hace que recorra la novela en un estado de apasionada exaltación. 

Y formando parte de esa fértil vertiente de la vida, el conde cultiva la amistad con todos cuantos le rodean, incluyendo entre ellos a los adustos burócratas y comisarios del poder soviético, pues Rostov no establece distinciones, y a diferencia de los nuevos jerarcas bolcheviques, que imponen a su alrededor una aristocracia de partido, autoritaria y segregadora, ajena e incluso hostil a los intereses del pueblo que dicen defender, nuestro protagonista se relaciona -con  dedicación, interés y atención idénticos- con la gente elegante, influyente y refinada, pero también con los chefs, los camareros, los porteros, las costureras, la florista, pues, en una suerte de “Arriba y abajo” (la exitosa serie británica de los setenta) moscovita, el libro de Towles nos hacer reflexionar acerca del hecho de que la relajada elegancia de los salones no habría existido sin los servicios que prestaban quienes ocupaban los pisos inferiores. Nos encontramos así ante lo que es, también, otra de las fuentes de placer del libro, el fascinante elenco de personajes secundarios que acompañan la que, sin ellos, hubiera sido taciturna vida del conde. Comparecen así, además de la inefable Nina (que en los treinta años en que transcurre la novela, crecerá, claro, y dejará el hotel y tendrá vida propia y desaparecerá y volverá a aparecer y se esfumará por fin, no sin antes dejar al cuidado del conde a su hija Sofia, una niña tranquila y muy inteligente, con un talento formidable, que reavivará los afectos y las ilusiones del ya muy maduro “prisionero”, el cual, desde ese momento, ejercerá de padre vicario y entregado), distintos clientes del hotel; Ósip Ivánovich Glébnikov, ex coronel del Ejército Rojo y funcionario del Partido, con el que Aleksandr mantendrá una relación cordial y hasta fraterna durante años, y al que impartirá “clases” el tercer jueves de cada mes descubriéndole los misterios de Occidente y compartiendo la común fascinación por el cine (Casablanca tendrá un papel fundamental en el desarrollo de la trama de la novela, de un modo que no puedo desvelar sin arruinarla); Mijaíl Fiódorovich Míndich, Mishka, el infortunado poeta, amigo de infancia de Rostov; Richard Vanderwhile, un exmilitar norteamericano, que realiza en Moscú labores diplomáticas rozando el espionaje y que acabará por ser un gran amigo del conde; y, por supuesto, la sofisticada, elegante e independiente Anna Urbanova, la bellísima estrella de cine que, desde su primera estancia en el Metropol, acogerá al aristócrata, primero en su lecho y pronto en su corazón. 

Y, claro está, igualmente indispensables resultan, en la vida del protagonista, en el libro y, a la postre, en la imaginación del lector, los diversos miembros del personal del Metropol, todos reconocidos y valorados como personas por el “enemigo de clase” Rostov: los entrañables Andréi Duras, malabarista ocasional y maître del Boiarski, el exquisito restaurante del hotel, y Emile Zhukovski, su prodigioso chef; el antiguo director Halecki, uno de esos raros ejecutivos que habían llegado a dominar el secreto arte de delegar; su sustituto, el estricto Leplevski, un hombre del “aparato”, designado por el gobierno; la costurera Marina; la florista Fátima Federova; Vasili, el inimitable conserje; Arkadi, el recepcionista; Yaroslav Yaroslavl, el incomparable barbero; Valentina, en sus labores de limpieza; Audrius, el barman lituano del Chaliapin, otro de los acogedores espacios del hotel; el Obispo, el atildado y no demasiado competente camarero nombrado por el régimen en la renovación de plantilla que siguió al control del hotel por los revolucionarios; Víktor Stepánovich Skadovski, el asustado pero complaciente y comprometido profesor de piano de Sofia; y tantos otros, entre los que no puede olvidarse a Herr Drosselmeyer, el gato tuerto que se pasea displicente por las instalaciones, al que Rostov bautiza con el nombre de un personaje de El Cascanueces, el ballet de Chaikovski, una de las muchas referencias musicales de la novela (Bach, Vladímir Horowitz interpretando el Concierto para piano n.º 1 de Chaikovski en el Carnegie Hall de Nueva York, el Concierto para piano n.º 2 de Rachmáninov, o Chopin, cuyo conocidísimo Nocturno Opus 9, número 2 en mi bemol mayor que toca Sofia en episodio del libro despedirá el espacio en la interpretación de Valentina Lisitsa). 

Hay, además, muchos otros motivos de interés en el libro, la erudición y las referencias culturales; el telón de fondo de la vida “externa”, en la Rusia de esos convulsos tiempos; el sentido del humor; la extraña curiosidad (en un “guiño” cuyo sentido se me escapa) que representa el hecho de que el título de todos los capítulos empiece por la letra A; el tono sosegado, cercano, con frecuentes interpelaciones al lector; el juego, ya reseñado, con Casablanca, como queda de manifiesto en este largo fragmento que, no obstante, no me resisto a transcribir como cierre a esta reseña: 


Casi un año más tarde, Víktor por fin tuvo la oportunidad de ver Casablanca. Como es lógico, cuando el Rick’s Café apareció en escena y la policía estaba a punto de capturar a Ugarte, su interés se despertó, porque recordaba su conversación con el conde en la cafetería de la estación. Así que, con la mayor atención, observó cómo Rick ignoraba las peticiones de ayuda de Ugarte; vio que la expresión del dueño del local permanecía fría y distante cuando la policía le arrancaba a Ugarte de las solapas; pero luego, cuando Rick empezaba a abrirse camino entre la desconcertada multitud hacia el pianista, algo llamó la atención de Víktor. Sólo era un pequeño detalle, no más que unos cuantos fotogramas de película: hacia la mitad de ese breve trayecto, cuando pasa al lado de la mesa de un cliente, Rick, sin detenerse y sin dejar de tranquilizar a los presentes, endereza una copa de cóctel que han derribado durante la escaramuza. 

«Sí —pensó Víktor—, eso es, exactamente.» 

Porque allí estaba Casablanca, un remoto puesto de avanzada en tiempos de guerra. Y allí, en pleno centro de la ciudad, justo bajo la luz de los reflectores, estaba el Rick’s Café Américain, donde los sitiados podían reunirse, de momento, para jugar y beber y escuchar música; para conspirar, consolarse y, sobre todo, ser optimistas. Y en medio de ese oasis estaba Rick. Como había observado el amigo del conde, la frialdad con que el dueño del local reaccionaba ante la detención de Ugarte y la orden de que la banda siguiera tocando podían sugerir cierta indiferencia hacia el destino de los hombres. Pero, al enderezar la copa de cóctel justo después de aquella conmoción, ¿acaso no demostraba también su certeza de que, hasta con los actos más pequeños uno puede restablecer cierto orden en el mundo?

Videoconferencia
Amor Towles. Un caballero en Moscú

miércoles, 18 de mayo de 2022

EDUARDO BLANCO AMOR. LA CATEDRAL Y EL NIÑO; RUTH MATILDA ANDERSON. UNA MIRADA DE ANTAÑO   

In memoriam Domingo Villar

Domingo Villar, al que cito en la emisión de esta tarde, grabada con antelación, y cuyo libro Algunos cuentos completos fue uno de los protagonistas del programa de la semana pasada, falleció hace unas horas en Vigo tras haber sufrido anteayer un ictus cerebral. Quiero dedicarle el espacio a él y a su figura literaria, que tantos ratos de placer me ha deparado con sus distintos libros. Descanse en paz.


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca dedicado a la lectura. Con ocasión de la celebración, ayer, 17 de mayo, del Día das Letras Galegas, la semana pasada iniciábamos aquí una breve serie, de la que el espacio de hoy constituye la segunda y última entrega, dedicada a publicaciones vinculadas al siempre interesante universo cultural y literario gallego, que ha dado grandes nombres -Cela, Torrente Ballester, Rosalía de Castro, Valle Inclán, por citar sólo algunos indiscutibles- a la literatura española. 

El homenajeado este año por la Real Academia Galega es el abogado y poeta orensano Florencio Delgado Gurriarán, en quien la venerable institución ha querido premiar a la Galicia del exilio republicano en México. Este fuerte y desgraciado vínculo entre la región gallega y exilio y la emigración está presente también en mis dos propuestas de esta tarde, una excepcional novela y un libro de fotografía, que suceden a las otras cuatro de las que os hablé con entusiasmo el miércoles pasado: Cosas, el gran clásico de Alfonso Rodríguez Castelao, sobre el que gravitó la edición de hace siete días; Algunos cuentos completos, la entrañable recopilación de relatos -narraciones orales, en realidad- de Domingo Villar, traductor al castellano y muy notorio seguidor de la legendaria figura del galleguismo; Un hombre que se parecía a Cunqueiro, el homenaje en forma de biografía -frustrada, a mi parecer, desde el punto de vista literario, pero valiosa por la excepcional calidad del “agasajado”- que el productor audiovisual José Besteiro dedicó al magistral escritor mindoniense; y las muy reveladoras fotos de Virxilio Vieitez, recogidas en el estupendo catálogo del MARCO, el Museo de Arte Contemporánea de Vigo. 

Con Cunqueiro, precisamente, tuvo muchos vínculos -hasta el punto de aparecer en algún capítulo del libro antedicho- Eduardo Blanco Amor, otro galleguista insigne, y un autor mayor, aunque no suficientemente reconocido, de la literatura española, que hoy protagoniza la parte central de nuestro espacio con su novela La catedral y el niño que, publicada en 1948, en su exilio bonaerense, ha visto la luz recientemente, en 2018, en la edición para Libros del Asteroide a cargo de Andrés Trapiello, que escribe también un entregado prólogo. 

Eduardo Blanco Amor nació a finales del siglo XIX en Orense, aunque vivió gran parte de su vida en Argentina. Novelista, poeta y autor teatral, escribió en gallego la mayoría de su obra, pese a que el libro que hoy os comento fue escrito en castellano. En gallego nació el que, quizá, es su título más destacado y también más conocido, A esmorga, de 1959, que él mismo tradujo a nuestro idioma común como Parranda. El libro ha sido objeto de dos relevantes traslaciones cinematográficas, la película -Parranda- dirigida en 1977 por Gonzalo Suárez, con la participación de la entonces plana mayor del cine español -Fernán Gómez, Sacristán, Charo López, José Luis Gómez-, y otra versión, más reciente, de 2014, que mantiene el título en gallego, del realizador Ignacio Vilar y con la actuación de Karra Elejalde, entre otros actores y actrices menos conocidos. 

Como cuenta Trapiello en su introducción, cuando Eduardo tenía siete años, su padre, barbero, abandonó a la familia -su madre y los tres hijos- por otra mujer, florista en el mercado, en una circunstancia, el padre desapegado y tarambana, que afectará también, de modo significativo, al joven protagonista de La catedral y el niño. Este palpable carácter autobiográfico del libro (aunque su autor no le reconocía esta condición de manera literal, pues afirmaba ser no sólo el niño que narra la historia y sobre el que gravita el peso de la novela, sino también el padre, la madre, las tías…), está presente también en otros hechos relevantes de la narración, la emigración entre ellos. En 1916, Blanco Amor “huyó” a Buenos Aires para escapar del llamamiento a filas. Allí fue abriéndose camino hasta empezar a desempeñarse como periodista en La Nación. Como corresponsal del periódico residiría en España en dos períodos, de 1929 a 1931 y de 1933 a 1936, hasta poco antes del estallido de la Guerra Civil. En esas estancias trabaría conocimiento con las figuras más destacadas del galleguismo militante, entre ellos Castelao, y también con Lorca y otras personalidades de la generación del 27 y la cultura republicana. En Buenos Aires trabajará durante la guerra a las órdenes del gobierno de la República. Con casi setenta años, en 1966, regresaría a España, en donde sobreviviría modestamente hasta su muerte, en Vigo, en 1979. 

La catedral y el niño
es su primera novela, muy tardía, escrita cumplidos ya los cincuenta años. En el prólogo a la tercera edición del libro, la primera española, de 1977, Blanco Amor relata la particular génesis de la obra. Al parecer, en un banquete de homenaje que se le ofrece en Buenos Aires a finales de los años cuarenta y al que asisten casi mil personas (entre ellas, nos cuenta Trapiello, Alberti, Alejandro Casona, Margarita Xirgu, los galleguistas Luis Seoane y Rafael Dieste, y quizá -no lo recuerda con precisión- Juan Gil-Albert), y como respuesta a las palabras introductorias de Casona, Blanco Amor repasa algunos episodios de su infancia y rememora escenas de su niñez provinciana en la siempre soñada y añorada Orense, provocando el entusiasmo de su audiencia. Al día siguiente, el propio Casona le animará a convertir en novela sus recuerdos, tarea que afrontará a lo largo de tres años, en Uruguay. Cambiando algunas de las circunstancias familiares, pero manteniendo el núcleo central de su propia experiencia y, sobre todo, el escenario principal de sus vivencias, un Orense convertido, en su transfiguración literaria, en Auria, entre cuyas calles y bajo el ambivalente influjo de su imponente catedral, veremos crecer, en un arco temporal que se desarrolla entre sus ocho y sus casi diecinueve años, a Luis Torralba, el álter ego novelístico de su creador. 

Estamos ante una representación paradigmática de la novela de formación, en la que se narra el paso de la infancia al comienzo de la juventud -lo que, en los tiempos en que “ambienta” la historia, hace un siglo, equivale a la edad adulta-, de un muchacho sensible, inteligente, introspectivo, dotado de una extraordinaria capacidad de percepción y de una voz sorprendentemente madura, “distinto” al resto de los niños, que observa la realidad circundante -la inmediata de su vida familiar y, en un plano más general, la de la sociedad orensana y por extensión la gallega y hasta la española de las primeras décadas del siglo XX- y da cuenta de ella de un modo extremadamente juicioso y con, como digo, una notable agudeza y una inusual precisión en la captación de los detalles. Y, como en todas las novelas de iniciación, el desarrollo físico se produce en paralelo a la evolución en la personalidad, en la conciencia, en los valores morales; una evolución que supone el progresivo abandono, lento y doloroso, de lo “consabido”, de los parámetros familiares, sociales, personales que hasta un determinado momento han configurado la propia identidad, y la apertura a ideas, principios, modos de vida nuevos, no anclados en el pasado, no sometidos a una previsible continuidad de las líneas de actuación dictadas por las normas imperantes, por las costumbres esperadas, sino construidos desde la naciente personalidad, creados por una personal forma de mirar el mundo. 

Este conflicto, habitual en cualquier proceso de crecimiento, entre lo que, con dificultad, se deja atrás y la persona nueva que, también con sufrimiento, nace y se abre a la vida, es uno de los ejes destacados del libro, del que, en cierto modo, la catedral de la ciudad, con su sobrecogedora presencia, con su oscura e inquietante figura, con su terrible inmutabilidad a lo largo de los siglos, con su amenazante inmensidad (ese impresionante bosque pétreo), operará como símbolo: el opresivo pasado que atenaza e impide el libre fluir del propio ser. Además de este hilo central, en La catedral y el niño destacan también otros temas, singularmente la fidedigna recreación del marco social en el que se desarrolla la trama, que nos permite conocer la realidad de Auria/Orense y la de Galicia de hace cien años, y lo muy sobresaliente de la prosa de su autor, barroca, compleja, refinada. 

Mi niñez fue triste, muy triste, en un pueblo triste: Orense, confiesa Blanco Amor, y así es también la infancia de Luis Torralba, un niño de ocho años, algo enmadrado, que vive con angustia las constantes ausencias del padre, su abandono, los conflictos entre sus progenitores, su muy notoria inadaptación al mundo que le rodea. Pese a que no hay menciones expresas a las fechas en que se desenvuelve la década que abarca la novela, su “datación histórica” no resulta difícil de deducir, no solo porque la biografía de su joven protagonista corre en paralelo a la del propio autor, sino también porque hay menciones expresas a acontecimientos de evidente concreción cronológica: referencias a la guerra africana (que tuvo lugar entre 1911 y 1927), al paso del cometa Halley (que pudo verse en la Tierra entre abril y mayo de 1910), a Debussy, un francés que andaba haciendo ruido en los últimos tiempos (el músico moriría en 1918), y ya al término del libro, el comienzo de la primera guerra mundial (Habían asesinado a unos príncipes en un lejano país, y era inminente la guerra europea). 

Luis vive en la casa familiar, situada enfrente de la catedral, en un entorno tradicional, decimonónico, oscuro y asfixiante, que, poco a poco, se desmembra y resquebraja. El padre, señorito guapo, rico y acometedor, arriscado jugantín, con mucho de Don Juan provinciano, vive ajeno a los suyos, disfrutando de las menguantes rentas heredadas, entre viajes a los Madriles y al extranjero, dado a la caza, al juego, a las francachelas con los amigotes, al despilfarro, a las mujeres, dilapidando, despreocupado e inconsciente, la fortuna familiar. Irresponsable y autoritario, irradia, no obstante, impulso, fuerza y energía, mostrando en sus alocados actos una irreflexiva e irrefrenable libertad, rechazando de facto, en su comportamiento, la pequeñez del universo, lo pacato de las costumbres en los que la familia y la ciudad se desenvuelven, lo que suscita en su pequeño sentimientos ambivalentes de rechazo y atracción (Pero su misma arbitrariedad, aquel libérrimo ademán frente al aprisionamiento de una vida que nosotros vivíamos y sufríamos del lado contrario, encuadrada en el ritmo de lo previsto, de lo formal, de lo aburrido, me hacía amarle y admirarle aunque sin plenitud, sin total entrega, con un contradictorio sentimiento de superioridad y amparo, como si él, tan fuerte y en apariencia tan libre, necesitase, no obstante, de mi protección, cuidado y fortaleza). 

La madre, que pertenece también a esa clase social acomodada, hecha de religiosidad y tradiciones, de dinero y prejuicios, de privilegios y apariencia, es, sin embargo, alegre y tierna, y, a su modo, independiente y rebelde, capaz de instar oficialmente la separación de su manirroto marido y de sacar adelante, con decoro y una cierta holgura, a sus tres hijos, dos de ellos, María Lucila y Eduardo, mayores que Luis, y fruto de un anterior matrimonio. Desde una posición casi opuesta -ella en la forzada reclusión que supone el sofocante reducto de la convención social; él en su disipada vida de insensato calavera-, ambos manifiestan una cierta disconformidad y desajuste con la sociedad en la que viven. 

El marco familiar se completa con las tres extravagantes tías del muchacho, Pepita, Asunción y Lola, solteronas, retrógradas, dominadas por miedos, escrúpulos y aprensiones y padeciendo distintos grados de enajenación no enfermiza: obsesiones, recelos, obcecaciones y otros delirios más o menos benévolos. También revolotean por el libro diversos miembros del servicio, sobre todo las criadas, Joaquina y Blandina, con peso en la peripecia personal del protagonista. E igualmente, hay un número considerable -que alcanza varias decenas- de personajes secundarios, representantes varios de la vida provinciana, perfilados todos con profundidad, agudeza y un alto grado de verosimilitud. 

En un ambiente así, el niño protagonista, sensible y atormentado, delicado y sentimental, femenino (apuntando, siquiera de un modo larvado, la condición homosexual de su creador), relata, desde un enfoque retrospectivo (su voz, ya se ha dicho, no es la de un niño, es adulta, madura y de una extraordinaria lucidez, impropia en un menor), sus años de infancia y adolescencia y muestra al lector los tortuosos entresijos de su alma, el a menudo sufriente proceso de construcción de su propio carácter, debatiéndose, en una dramática fluctuación, entre sus íntimas pulsiones y las imposiciones de la colectividad; entre las rígidas y anacrónicas convenciones sociales y los llamados de su libertad personal; entre el universo de su madre, que representa la resignada aceptación de las exigencias de familia y clase, y el impulso vital del por tantas razones aborrecible padre; entre el sometimiento al rigor mortis del adusto templo, a su dura permanencia, a su perpetuidad implacable, y la apertura a la vibración del mundo, al descubrimiento de facetas ignoradas de la existencia; entre su dura mano helada y el valiente pulso de la vida; entre la pertenencia y el desarraigo; entre la excitación y el tedio; entre, en definitiva, el pasado que se deja atrás y el futuro por venir; muestras todas ellas de aquel aniquilante dualismo que me hacía imposible la existencia en mi casa. Hiperestésico, desubicado, confundido, a Luis lo acompaña de continuo una mirada melancólica (Esa debe de ser una de las causas de la tristeza de la vida. Uno se va cansando de buscar y de no hallar; y cuando ya no se busca es que se está maduro para la renunciación y el tedio; es decir, para la muerte), que es una de las señas distintivas de la novela y uno de los motivos, a mi juicio, de su carácter memorable. 

La inquietante presencia del David, que, con su arpa de piedra, corona el capitel de la columna del parteluz del gran arco doble del que había sido, en el pasado, el pórtico de entrada a la catedral, su intransigente juicio ante los afanes de liberación del muchacho, le provocará simultáneas reacciones de amor y miedo e inoculará en él la lenta y amarga desazón que había de rodar por mi sangre ya toda la vida, desacordando su ritmo con el de casi todas las cosas entre las que me tocó vivir

Y la catedral es Auria, es Orense, es la granítica plasmación de los estrechos ritos provincianos, que Blanco Amor describe con precisión. La cortedad de miras de las “fuerzas vivas”, la religiosidad beata, las costumbres restrictivas, el asfixiante corsé de las prácticas seculares, la estéril inutilidad de las clases acomodadas, los prejuicios, la cruel represión de la clerigalla, la ranciedad de la clase media, los insulsos devaneos de la inoperante “intelectualidad” -periodistas con veleidades revolucionarias, poetas, miembros de distintos círculos culturales, librepensadores anclados a sus mesas de café, ácratas de salón, progresistas de boquilla, ilustrados varios, tragafrailes, demagogos y pintorescos herejes provincianos-, la pobreza generalizada, las duras condiciones de vida del pueblo, las injusticias y desigualdades sociales, la truculencia de las leyes, los abusos del poder, la corrupción de los comerciantes, los atropellos caciquiles, las componendas de la política, los valores añejos; en suma, la sociedad de Auria, regida por beatas, por funcionarios del reino, por curas ignaros y por traficantes venidos a más, queda reflejada con detalle, con rango de personaje principal e imbricada en el relato de la trayectoria vital de Luis, en la furibunda -aunque discreta- crítica social que es, también, La catedral y el niño. Una sociedad que se muestra, igualmente, en otros frentes destacados de la época, como las crueles manifestaciones del atraso del país (las cuerdas de presos por las carreteras; el sistema carcelario, con sus mazmorras y su horrenda promiscuidad; el cuartelero, con sus soldados hambrientos y piojosos; el hospitalario con sus sedes en antiguos conventos, con sus santos Roques y Lázaros patronales exhibiendo sus pústulas esculpidas a la entrada de las salas; con su punzante olor a cochambre mezclado con el del ácido fénico, sus «practicantes» de fama sanguinaria, sus médicos desganados y sus monjas rutinarias y lejanas asistiendo a partos y operaciones con sus mandiles sucios y sus uñas negras); también las primeras muestras de una muy incipiente modernidad (Las diligencias iban siendo sustituidas por líneas de autobuses, los trenes eran más frecuentes; la luz eléctrica era ya un patrimonio público y privado, con lo que la ciudad había perdido aquel íntimo misterio nocturno que la hacía retroceder, llegada la obscuridad, a siglos pretéritos, con sus callejas lóbregas y estrechas y las antiguas arquitecturas llenas de prestigio fantasmal. La instalación de las dos Escuelas Normales había atraído sobre Auria una irrupción abundante y alegre de muchachos y muchachas de la provincia. Las conquistas de la clase obrera, al limitar las horas de la jornada, lanzaban más gente a las calles, prestándoles una animación de que antes carecían. Con la luz nueva, los escaparates abrieron tramos de claridad en la pétrea edificación y lanzaban sus brillos sobre las rúas. El reflujo de los indianos iba urbanizando las afueras, que antes metían sus huertos casi hasta las calles de la ciudad, poblándolas de casas, «villas» y chalets, continuando la presencia del burgo a lo largo de las carreteras. La artesanía de ambos sexos había terminado por apoderarse del «paseo del medio» de la Alameda, antes reservado para la gente de calidad, durante los conciertos estivales de la banda municipal. A su vez, las clases pudientes —señoritos de casta y burguesía comercial— aparecían más confundidos entre sí, tendiendo a la nivelación que iba estableciendo la ruina de los unos y la prosperidad de los otros); los atisbos de un movimiento galleguista, del que Blanco Amor fue militante (Sentía gran añoranza hacia la peña del café de la Unión, donde unos cuantos muchachos íbamos esbozando, bajo la guía de algunos jóvenes profesores de la Normal y del instituto, que dictaban allí su mejor cátedra, la configuración, todavía lejana, de lo que habría de constituir nuestro esquema del mundo. En tales reuniones, fragorosas y desbordantes de ingenio, y, ¿por qué no decirlo?, de afán de verdad, se producía la contienda de lindes entre la caprichosidad subjetiva, apasionada, de los últimos rezagos del romanticismo, de un romanticismo contumaz que allí duró, al menos en la actitud existencial, hasta muy entrado el siglo, y un escepticismo irónico, atizado por la inseguridad en que nos sumergía el humorismo vernáculo, y por la carencia, o parcial conocimiento, de los dechados raciales, que, en la creación y en la conducta histórica, nos ofreciesen términos y ejemplos de referencia aleccionadora; pues los de otros pueblos de un pasado heterogéneo, al que se llamaba, con violenta unificación, español, no los sentíamos como tal unidad, en el terreno del espíritu. España, así concebida, era para nosotros un vértice más cercano de la historia universal, mas no una plenitud, ni una exclusividad, ni mucho menos una autenticidad profunda. Nuestras averiguaciones nos llevaron pronto a establecer netas diferencias entre «lo español» y nosotros); la cruda realidad de la emigración (Desde hacía unos años, en las planas de los periódicos y en carteles multicolores fijados a los vetustos muros de Auria, comenzaran a aparecer los anuncios de las compañías de navegación. Destacábanse en ellos, con su gracioso exotismo, los nombres de las ciudades de América, que, de este modo, dejaban de ser simples menciones geográficas o motivos fabulosos de la exageración indiana, para trocarse en realidades, casi al alcance de la mano: «Viajes directos a Veracruz y Tampico», «Línea de navegación a Pará y Manaos», «Líneas directas a Río de Janeiro, Santos, Montevideo y Buenos Aires». En tales carteles la tentación se plastificaba, además, en unos gallardos buques de varias chimeneas, empenachadas de humo y orgullosamente inclinadas hacia atrás como por el ímpetu de la marcha; con las proas afiladas, partiendo en dos las ondas de un mar muy azul, navegando cerca de una costa luminosa en la que un jinete agitaba un gran sombrero de paja desde un boscaje de palmeras. Había otros con buques negros, de una sola chimenea, aunque de aspecto muy poderoso, recalados en puertos que tenían por fondo ciudades enormes y blanquísimas. Con todas estas incitaciones y la apertura de las agencias de embarques, que daban a los viajes de ultramar, rescatados de la apariencia de su riego legendario, el aspecto de una fácil excursión, muchos emprendían lo que resultaba luego durísima aventura, estibados en siniestras calas, comiendo bazofia extranjera y cayendo en manos de traficantes de hombres, al margen de toda aquella protección que prometían las lindas y patéticas declaraciones constitucionales de las repúblicas del Nuevo Mundo), un “exilio” que acabará por vivir el protagonista, al igual que el propio escritor. 

Y todo ello narrado con un estilo preciosista y algo alambicado, arcaico incluso, con un léxico amplísimo, algo anacrónico, aunque muy exacto y expresivo, inusitado, que obliga a consultar con frecuencia el diccionario, sin distraer, no obstante, del seguimiento de la historia ni impedir -antes al contrario- la lectura gozosa y placentera. La escritura de Blanco Amor, parsimoniosa, retórica, “exige” el demorado avanzar por la página, con atención, con sosiego, pues más allá de lo que se cuenta, el lector debe disfrutar del cómo se cuenta. Si las reflexiones del chico se presentan con hondura filosófica, el tono de su narración es lírico, muy poético, abundante en símbolos y metáforas. Una delicia, pese a la, en algunos pasajes, indudable dificultad; hoy ya casi nadie escribe así, de un modo tan preciso y refinado y en ello reside uno de los principales motivos -uno más- por el que el libro resulta altamente recomendable. 

No puede haber, a mi juicio, un complemento mejor para acompañar la lectura de esta sobresaliente La catedral y el niño que mi segunda propuesta de esta tarde, un deslumbrante libro de fotografía, que, aparte de su indudable interés artístico y estético, constituye, también, una soberbia ilustración gráfica, de enorme valor sociológico y etnográfico. Se trata de Una mirada de antaño: Fotografías de Ruth Matilda Anderson en Galicia, una voluminosa publicación, presentada en La Coruña en 2016, fruto de la colaboración de Afundación, Obra Social ABANCA y The Hispanic Museum & Library. Las limitaciones de tiempo me obligan, por desgracia, a daros una breve noticia de una obra y un personaje singularísimos, y ello pese a que, tanto el libro como su autora merecerían un programa monográfico. 

Ruth Matilda Anderson, nacida en Nebraska en 1893 y fallecida en Nueva York en 1983, fue, de un modo casi paralelo, coetánea de Blanco Amor. Hija de Alfred Theodore Anderson, fotógrafo de origen noruego, pronto encaminó sus intereses y su educación hacia el universo de la fotografía. En 1921, y a instancia del director de la escuela en la que se había formado, fue contratada como fotógrafa e investigadora por The Hispanic Society of America, un institución educativa, que contaba con un museo, una biblioteca pública y una editorial, dedicada al arte y a la cultura del mundo hispánico, fundada en 1904 por Archer Milton Huntington, un arqueólogo, poeta, bibliófilo e hispanista estadounidense. La larga labor de más de un siglo hizo acreedora a la sociedad, en 2017, del Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional. Un año después de su incorporación, Ruth accedió al cargo de conservadora de fotografía y como tal se embarcó -literalmente- en diversas expediciones científicas (a la dimensión fotográfica de sus viajes se añadían otras vertientes, como un riguroso método documental, un minucioso sistema de archivo, un notable ejercicio de la escritura plasmado en miles de notas y comentarios) que se habrían de desarrollar en España. 

Ruth, acompañada de su padre, desembarcó en el puerto de Vigo, pertrechada con un desmesurado equipo fotográfico que le planteó problemas burocráticos en la aduana, el 7 de agosto de 1924, en lo que sería el inicio de la segunda (hubo un viaje previo en 1923) de hasta seis campañas en nuestro país vividas a lo largo de los años veinte del pasado siglo, entre ese 1923 inaugural y 1930 (aún habría otro, muy posterior, entre 1948 y 1949). En sus viajes por España (Galicia -su destino preferente-, Extremadura, Asturias, Castilla, León y Andalucía) realizó más de catorce mil fotografías, de las cuales unas cinco mil doscientas tuvieron como objeto las tierras y las gentes gallegas. En Galicia conoció y trató a las personalidades intelectuales, eclesiásticas y funcionariales más destacadas de la época, pero, sobre todo, fomentó una relación estrecha con las clases populares, a las que se acercaba interesándose por su trabajos, sus ritos, sus tradiciones, sus vestimentas, sus festividades, sus creencias, sus costumbres, como queda reflejado en sus imágenes que, aparte de su belleza, constituyen un excepcional documento antropológico. 

El libro que ahora muy someramente os presento recoge centenares de estas fotos, de las cuales casi el setenta por ciento proviene de su primer periplo gallego, entre el 7 de agosto de 1924 y el 28 de agosto de 1925, en el que visitó de modo exhaustivo las cuatro provincias; y el resto de su segundo recorrido, desde el 14 de noviembre de 1925 al 31 de mayo de 1926, en que completó el trabajo que le había quedado pendiente en Pontevedra y La Coruña, para, luego, atravesar Orense en dirección a León, Zamora y Salamanca. A este respecto quiero señalar que hay una modesta publicación de la Diputación salmantina, de apenas quince páginas, hoy prácticamente inencontrable, que incluye un puñado de fotos de la Salamanca de entre 1928 y 1930, realizadas por Anderson en uno de sus viajes. 

El núcleo central del volumen lo constituye el catálogo de fotografías, que se presentan agrupadas por bloques temáticos: Mar tierra y pueblo (Paisajes, Cultura, Arquitectura, Villas y aldeas, Ciudades), Trabajos y oficios (Agricultura, Ganadería, Ferias y mercados, Labores, Pesca), Transportes, Trajes, Costumbres, fiestas y ritos y Gentes, en una muestra completísima y, como se ha dicho, de incalculable valor histórico y etnográfico de la Galicia de hace un siglo. Acompañando el ingente archivo fotográfico, el libro, monumental, incorpora (en sus textos en gallego, castellano e inglés) un par de presentaciones institucionales del presidente de la Fundación Abanca y del director de The Hispanic Society, tres muy sugestivos artículos sobre la fotógrafa y la realidad gallega de ese tiempo, escritos por Patrick Lenaghan (Conservador Jefe de Grabados, Fotografías y Esculturas de The Hispanic Society), Miguel Anxo Seixas Seoane (historiador y biógrafo de Castelao) y Ramón Villares (Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela), y unos copiosos apéndices finales que incluyen el minucioso calendario de los itinerarios seguidos por Ruth Matilda Anderson en sus dos “excursiones” por Galicia, sus pormenorizadas, ilustrativas y valiosísimas anotaciones a las fotografías, el esbozo de un texto para un libro (hay, sin duda, una novela en su apasionante vida) y algunas muestras de cartas y diarios de su padre, Alfred Theodore Anderson. Todo ello, fotografías y documentos, apasionantes en sí mismos y muy interesantes correlatos, artísticos, sociológicos e históricos, del universo novelístico plasmado en La catedral y el niño (hay en el libro un par de fotos de la catedral orensana, que no podía faltar en un repaso tan completo a la realidad de Galicia). 

Espero que mi muy atractiva propuesta gallega de esta tarde haya podido interesaros. Os dejo ya con un breve texto de La catedral y el niño y con un tema musical citado en la novela. Se trata de una cantiga de Pero Meogo, un poeta galaicoportugués del que apenas se conocen datos biográficos, aunque da por sabido que fue un juglar gallego del siglo XIII. En ella se juega con un símbolo recurrente en las composiciones de la época, el ciervo, que representa el amor, el deseo sexual (Tal vai o meu amado, madre, con meu amor,/como cervo ferido, por monteiro maior). La interpretación corre a cargo de un grupo, no gallego en este caso, sino castellano, Nuevo Mester de Juglaría, que lleva desde 1969 estudiando e interpretando los cancioneros de la geografía española. 

Los hijos de Castrelo, que empezaran su vida acabando con la de su madre, eran dos cabezudos callados y mirones, perversos y solapados. Andarían por los diez años de edad, pero no los aparentaban sino por la expresión, que tenía una extraña madurez, como si fueran hijos de viejos. Estaban a cargo de una hermana de su padre que, por haberse visto obligada a exclaustrarse de un convento, donde había profesado veinte años atrás, para hacerse cargo de aquella leonera, estaba siempre de un humor sombrío y andaba por la casa fugitiva, casi impalpable, como una sombra. La educación de las bestezuelas la llevaba a cabo majando en ellos como en un centeno verde, pero sin resultados, a lo que se veía. Tras su mansa resignación aldeana y su suavidad monjil, azorraba un carácter de mil demonios y una tremenda impasibilidad para el dolor, que tal vez le venía de su vida en asilos y hospitales aunque los chicos eran igual. Cuantas más varas de fresno zumbasen contra sus piernas y espaldas o cuantos más palitroques se quebrasen contra su invulnerable cabeza, más se reían ellos; aunque a veces, como si por azar les hubiese tocado un incógnito punto sensible, acusaban el dolor con un breve gesto y gritándole: «¡Monxa, monxa!», se zafaban del potro y convertían todo cuanto tuviesen a mano en arma arrojadiza. A mí no me podían ver y, con esa predisposición de la gente rústica a confundir las buenas maneras con el afeminamiento, me llamaban «Sarita» y «Xan-por-entre-elas». Pero todo dicho tras los dientes y como si no fuese por mí. En una ocasión me hicieron caer en una trampa para zorros, con la consiguiente desolladura del tobillo, y otras veces me soltaban perros mastines o carneros topones que me hacían huir aterrado. También hacían descender, atadas con cordeles, sobre la ventana de mi dormitorio unas espantosas calaveras talladas en sandías huecas, con una vela dentro, que se me aparecían allí, de noche, flotando en el vano, tras los cristales, como el péndulo de un reloj. Especulaban con mi discreción, pues sabían muy bien que si Castrelo llegaba a enterarse los baldaría de una tunda.
 Videoconferencia
Eduardo Blanco Amor. La catedral y el niño

miércoles, 11 de mayo de 2022

ALFONSO RODRÍGUEZ CASTELAO. COSAS 
DOMINGO VILLAR. ALGUNOS CUENTOS COMPLETOS 
JOSÉ BESTEIRO. UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A CUNQUEIRO 
VIRXILIO VIEITEZ. CATÁLOGO
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca dedicado a la lectura. En las emisiones de estas dos semanas, la de hoy y la que viene, quiero aprovechar una efeméride cercana, intercalada entre ambos programas, la celebración, el próximo 17 de mayo, del Día das Letras Galegas, para ofreceros, con diversas propuestas lectoras vinculadas a Galicia, tan fecunda desde el punto de vista literario. La Real Academia Galega dedica este año el Día das Letras Galegas al abogado orensano Florencio Delgado Gurriarán, un para mí desconocido poeta, que nació en Valdeorras en 1903 y murió en California en 1987, con una intención explícita por parte de la institución de homenajear en él, por primera vez, a la Galicia del exilio republicano en México. Esta condición del escritor como militante del “galleguismo” (una corriente o movimiento intelectual, artístico, literario y cultural, también político, que no debe asociarse necesariamente -y menos en sus orígenes decimonónicos- con el nacionalismo excluyente) está también presente, en mayor o menor medida, en las obras que quiero recomendaros en ambas emisiones. 

Se trata de una muestra plural, una novela, dos colecciones de relatos, un ensayo biográfico y dos libros de fotografía, representativos todos, en cierto modo, cada uno en su dominio, de lo que hasta poco tiempo constituían los rasgos más reconocibles del singular microcosmos gallego, hecho de tradiciones, magia, fantasía, familiaridad con el misterio y la muerte, religiosidad primitiva, ambientes rurales, emigración, pobreza y desigualdad, atraso secular, melancolía y morriña, escepticismo, retranca y humor. En el caso concreto del espacio de esta tarde, serán cuatro mis apasionados consejos lectores, con los que espero despertar el interés -si no existía ya previamente- por el mundo literario -pero no sólo- galaico. 

El primer exponente de este apresurado catálogo de la literatura gallega, formado en su mayor parte por grandes nombres de su cultura presentes en relativas novedades editoriales, no podía ser otro que Alfonso Rodríguez Castelao, sin duda la figura más destacada de la intelectualidad gallega del siglo XX. Nacido en Rianxo en 1886, fue un hombre poliédrico en el que conviven con una insólita naturalidad un médico, un pintor, un político —fue diputado y padre del galleguismo moderno—, un epigramista, un iconólogo, un columnista, un sociólogo, un caricaturista, un investigador, un dramaturgo, un dibujante, un ensayista, un escenógrafo y un narrador que cultivó la novela, la sátira, el relato autobiográfico y el cuento, como señala Domingo Villar en el prólogo al libro del que a continuación os hablo. Forzosamente alejado de España tras la Guerra Civil, formó parte del gobierno republicano en el exilio, muriendo en Buenos Aires en 1950. Sus restos yacen en el Panteón dos Galegos Ilustres, en el precioso monasterio de Santo Domingo de Bonaval, en Santiago de Compostela, desde el 28 de junio de 1984, siendo su traslado desde Argentina uno de los momentos clave de la Transición en Galicia. 

Yo leí en mis años universitarios algunas de las obras más representativas de Castelao, la pieza teatral Os vellos non deben de namorarse, el ensayo Sempre en Galiza, la novela Os dous de sempre, los álbumes ilustrados Nós y Cousas da vida, las cinco muy recomendables, y también Cousas, la colección de relatos, publicada por primera vez en 1926 y que yo tengo en la edición de Galaxia de 1971, que constituye, en su traslación al castellano, mi primera sugerencia de esta tarde. 

El pasado 2021, la editorial Libros del Asteroide presentó Cosas, en traducción de Domingo Villar y Luis Solano y con el ya referido preámbulo del primero de ellos. La anterior versión en nuestro idioma era de 1967, en un volumen conjunto con Cosas y Los dos de siempre. El libro consta de cuarenta y cinco relatos muy cortos, acompañados de sus correspondientes ilustraciones en blanco y negro (en mi edición de Galaxia, los grabados incorporan siempre un fondo amarillo), obra también del “rianxeiro”, que recogen estampas de la vida cotidiana, con dosis altas de realismo, en las que se muestran escenas diversas de la vida gallega, en las que el escritor vierte siempre una mirada compasiva -en una de las notas más características de su producción literaria y artística- sobre los débiles, los desfavorecidos, los que nada tienen, los desamparados: ancianos, niños, huérfanos, mujeres, campesinos, marineros, emigrantes, locos y enajenados, seres solitarios y desvalidos, en un emotivo y revelador mosaico de la realidad sociológica de la atrasada y noble Galicia del primer cuarto del siglo XX. Pese a ello, pese a su inequívoca fijación en una determinada época, los cuentos tienen plena vigencia, pues tanto sus temas como el muy sensible acercamiento literario -también el gráfico- resultan intemporales, de valor universal. 

Resulta imposible -y sobre todo estéril- intentar trasladaros la profundidad, la ternura, la emoción y la belleza de los relatos de Cosas. Os dejo ahora algunas breves notas generales que espero sirvan para que os decidáis a leer el libro. Igualmente, quiero invitaros a disfrutar de más de una veintena de esas conmovedoras estampas en las tres melancólicas emisiones que dentro de tres semanas, a finales de junio, voy a dedicar a Castelao en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes

Desde mi punto de vista, son dos los “frentes” que resaltan en las breves historias de Cosas. Hay, de entrada, en todas ellas una lectura podríamos decir que “emocional” de la realidad gallega. Narradas en primera persona por una voz que se asocia a la del propio autor (yo aún era médico rural, leemos en un cuento), el acercamiento a los personajes “retratados” es amable, indulgente y afectuoso, y en él prevalecen la comprensión, la benevolencia, la humildad, la proximidad. El narrador se identifica con sus criaturas -son más que eso, son personajes reales, transmiten verosimilitud, tienen vida, uno intuye que Castelao los trató en su existencia cotidiana-, siempre débiles, indefensas, desvalidas, y por ello en su mirada hay cariño y bondad y dulzura y solidaridad, y hay también, en consecuencia, desconsuelo y pesadumbre, nostalgia y tristeza. Pero, por otro lado, aflorando por entre la desdicha y la aflicción, por entre la añoranza y la pena, aparece también lo “racional”, el compromiso y la ética, el humanismo y la cultura del escritor, que en sus sencillas anécdotas, en los humildes y entrañables episodios que atrapa en el tiempo, denuncia, como en sordina, sin grandes subrayados (no hace falta, dada la elocuencia de las escenas mostradas), el atraso, la pobreza, la injusticia, la inaceptable e inmoral desigualdad de siglos (sobre todo en Galicia) entre los poderosos y quienes nada tienen. 

Por el libro discurren así los diferentes extremos de esa secular inequidad: la miseria, el hambre y la vergüenza, el dolor y el sufrimiento, los jornaleros y las familias labriegas, los curtidos marineros, pero también los privilegios de los marqueses, de los señoritos, los atropellos de los caciques, el sometimiento y la opresión. Pero, insisto, todo ello se ofrece en un tono íntimo, melancólico, sin énfasis panfletarios, sin “mensajes” explícitos, de un modo más callado, más reservado, más comedido y discreto, más “gallego” en su profunda introspección, en su honda soledad: las ilusiones modestas, los sueños de los enamorados, el lúcido y conformista escepticismo, los esperanzados anhelos, la presencia de la muerte y el más allá, el resignado penar en el “más acá”. Nada excepcional, en definitiva, ningún hecho extraordinario, pues, especialmente memorable, “cosas” sin más, la vida en sus afanes y sus decepciones. 

Cosas es un retrato magnífico de una Galicia rural y primitiva, paupérrima y desoladora, por fortuna -y, en cierto modo, también por desgracia- ya casi desaparecida. Una Galicia medieval, oscura, anclada en sus costumbres ancestrales, sencilla, primitiva y genuina; la Galicia de la imaginación, de los relatos orales, de la extravagante voz del pueblo, de las leyendas, de los tesoros escondidos, de los enmascarados en el carnaval; la de los cruceros protegiendo los caminos, las ánimas de la Santa Compaña, las procesiones, los encantamientos, las meigas, los cementerios, los ofrecidos al patrón en las romerías, la de los santos milagreiros. La Galicia del atraso y el analfabetismo, la de la ignorancia y la superstición. La Galicia de los pobres emigrantes, la de los indianos enriquecidos, la de los trajes de domingo, la de las ferias del ganado, con el llanto de los cabritos y el repugnante lamento de los cerdos, la de las travesuras de los rapaces, libres y salvajes, la de las muchachas campesinas, lozanas, coloradotas, célticas. La Galicia mariñeira, la de los pescadores, la de la permanente zozobra de sus mujeres y sus hijos, la de los ahogados. 

La de Castelao es, también, una Galicia con una poderosa presencia de la naturaleza, del húmedo paisaje, molinos, trochas y veredas, viñas y lagares, casales y viejos puentes, nogales y pomares, zarzas y ortigas, el musgo, los helechos, las mazorcas de maíz, la lluvia, los establos, las vacas, las gallinas; y, claro, el mar, las olas rompiendo, las viejas osamentas de los barcos varados en la arena. 

Y todo ello narrado con una prosa de calidad, muy literaria, en la que a veces despuntan referencias cultas -no sólo en el lenguaje-: Patinir, el Bosco, Brueghel, Rubens. Un libro magnífico, lleno de sensibilidad, de cercanía, conmovedor, que se lee con lágrimas en los ojos. No deberíais perdéroslo. 

El prologuista y uno de los traductores de su reciente edición, ya mencionado, Domingo Villar, es también escritor, gallego de Vigo, autor de tres espléndidas novelas policiacas -La playa de los ahogados, Ojos de agua y El último barco; y hay ya, según he podido leer, una cuarta en germen-, ambientadas en la ciudad olívica y protagonizadas por el entrañable inspector Leo Caldas. El pasado año, la editorial Siruela, que alberga la serie detectivesca, publicó otro libro admirable, aunque en un registro muy distinto, de título Algunos cuentos completos, en el que se recogen diez relatos, a mi juicio claramente deudores de la literatura de Castelao, complementados con preciosos linograbados de Carlos Baonza que merecen por sí solos la compra del precioso volumen. El libro tiene también edición en gallego en la legendaria editorial Galaxia. 

Villar explica en una nota preliminar la razón de ser de sus cuentos y la de su origen y publicación. Confiesa el vigués que su “espacio literario natural” es el del relato corto (no deja de sorprenderme la extensión de alguna de mis novelas, pues yo las contemplo como sucesiones de cuentos, de capítulos breves que, tal vez por degeneración, se fueron entrelazando hasta alcanzar una dimensión mayor). Algunos de los escritos por él en los últimos años vieron la luz en el diario La Voz de Galicia. Otros, concebidos como meras narraciones orales, pertenecían a la intimidad familiar, presentes en encuentros con amigos y parientes en los que las breves, deliciosas, melancólicas, dulces y a mi juicio siempre algo tristes historias, formaban parte de las, pese a ello, alegres ceremonias de los encuentros, las cenas en compañía, las risas compartidas y la gozosa celebración de la amistad. 

En una de esas ocasiones estaba sentado a la mesa, nos dice el autor, mi amigo Carlos Baonza, un maravilloso artista natural que convive con su singular mundo interior sin un ápice de pose o presunción. De aquel encuentro surgieron algunos otros en los que, a medida que yo iba leyendo los relatos, Carlos los recreaba improvisando sus escenas con el pincel. Esa colaboración espontánea pronto dio lugar a una experiencia de más entidad (la cosa se fue sofisticando hasta encaminarse a una suerte de sesiones de cine mudo —«Variaciones sobre cuentos de Domingo», las llamábamos— en las que, siempre para un grupo de amigos y acompañados al piano por Sami Kangasharju, yo leía mis pequeñas historias mientras proyectábamos los linograbados de Carlos). El aislamiento forzoso provocado por la pandemia interrumpió los festivos rituales, razón última que desencadenó la publicación de una decena de esas historias en el Algunos cuentos completos que ahora os recomiendo. Un título, por cierto, que también obedece a una clave íntima y personal que, no obstante, Villar revela en su prólogo. Al parecer, su padre, en sus últimos años de su vida, había ido recogiendo en una carpeta muchos de los textos que había ido escribiendo a lo largo de su vida. Romances, sonetos satíricos, nanas, canciones y cartas fueron llenando la carpeta que, con ingenio y sorna bien gallegos, acabó por titular Algunas obras completas, rúbrica que el hijo quiso homenajear en el libro que nos ocupa. 

Lo escrito líneas atrás sobre Cosas es aplicable, con las consiguientes diferencias derivadas de las distintas épocas en las que surgen, a los cuentos de Domingo Villar. En ellos está la oralidad, las tradiciones, lo mágico, las antiguas leyendas, la Galicia rural y la marinera, la compasión, la calidez, la cercanía, el humor, la ironía, la mirada escéptica, la ternura, la sensibilidad, la poesía, elementos todos que dejan en el lector una melancólica pero intensa felicidad. Y están, sobre todo, los personajes: la pandilla de amigos que, sin dinero para pagarse cine, compran entre todos la entrada de una compañera, para les cuente después las películas en la santiaguesa plaza de la Quintana en el genial Mabel y el cine sonoro; el cura gallego, de misión en una parroquia de México, cuyo atractivo físico provocará una terrible desgracia en Don Andrés el Guapo; el pescador francés enamorado de una sirena en La Maruxaina y el señor Guillet; el atribulado adivinador de El espiritista de O Grove; la muchacha praguense a la que un desengaño amoroso llevará a Finisterre en Eliška y la luna; el niño Miguel, que, a causa de un infortunado episodio de caza, se verá obligado a huir de su aldea en la Galicia colindante con Portugal, para volver, muchos años después y embargado por la nostalgia, convertido en pianista de jazz, en Michael “Chico” Cruz; el anciano de Centulle, en Santa Uxía de Asma, a quien la caída de un meteorito en el patio trasero de su casa, altera para siempre su vida en Felipe el Mesías; la hija de emigrantes gallegos que posaría desnuda para el pintor Ernst Ludwig Kirchner en el Dresde de 1905, en Los quince años de Isabel Daponte, entre otros, son creaciones inolvidables, relatos memorables, delicados, conmovedores, bellísimos, impregnados de una vagarosa morriña, tocados por la gracia y la poesía, también por un sutil ingenio, una indisimulada sorna y un regocijante sentido del humor. Otro libro para no perderse. 

En este Algunos cuentos completos, Domingo Villar deja ver abiertamente no solo su deuda con Castelao, sino también la clara influencia -al menos para mí- de otro gallego ilustre, Álvaro Cunqueiro, una debilidad personal de frecuente presencia en el espacio. Mediado 2021, el sello coruñés Ediciones del viento presentó Un hombre que se parecía a Cunqueiro, la enésima publicación sobre la figura del mindoniense. Jugando con la referencia inequívoca a una de las obras mayores del escritor gallego, Un hombre que se parecía a Orestes, premio Nadal en 1968, José Besteiro nos ofrece un texto voluminoso, de más de cuatrocientas páginas, con apetitoso acompañamiento fotográfico, notable bibliografía y bien nutrido índice onomástico. 

Besteiro es un periodista de dilatada trayectoria en el ámbito audiovisual. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, hizo un máster en gestión y producción de radio y televisión en la Universidad de Boston. Como periodista trabajó en El Progreso de Lugo (es originario del municipio lucense de Riotorto) y colaboró con las revistas Dunia y El Gran Musical, y el diario El País. Su carrera periodística pronto fue dejada de lado, para dar paso a su faceta de productor musical -fue mánager, en 1986, de Amancio Prada- y, sobre todo, televisivo. El adelantado e inteligentísimo Juan Cueto -muy citado en su libro- lo llamó a finales de los ochenta para integrarse en el equipo fundador de Canal+ España. Una década después, pasaría por dos de los más grandes grupos internacionales del sector, Times Warner y Bertelsmann. De vuelta a nuestro país, produjo series de televisión, sobre todo en Galicia, y películas, La lengua de las mariposas, quizá la más conocida. Su profundo conocimiento del mercado audiovisual latinoamericano lo encaminó a la producción de telenovelas, siendo responsable de la venta a cadenas españolas de, por ejemplo, Pasión de gavilanes o Sin tetas no hay paraíso (circunstancia no especialmente relevante desde el punto de vista que nos ocupa, aunque sí elocuente para que nuestros lectores y oyentes “ubiquen” al personaje). A punto de cumplir sesenta años, vive -de modo muy desahogado, como puede deducirse de su trayectoria y queda bien reflejado en su libro- en Miami. 

Un hombre que se parecía a Cunqueiro es, entre otras muchas cosas, una insólita biografía del escritor de Mondoñedo. Confiesa el autor en las primeras páginas del libro que Cunqueiro fue su “héroe de infancia”. Parientes lejanos, la presencia, en los días de su infancia, del ya entonces muy reconocido y respetado escritor ejercía sobre el niño una poderosa influencia. Cunqueiro había ambientado su primera novela, Merlín e familia, en el pazo de Cachán, al que el padre de Besteiro lo llevaba de visita todos los domingos para jugar a las cartas con mi abuelo José María y con el tío Moirón, que era el primo hermano más querido del escritor de Mondoñedo y se había casado con Cándida, la hermana de mi abuelo. Aquella casona en las Terras de Miranda en la que Felipe de Amancia, el protagonista y narrador de aquel libro primerizo de 1955, se acercó con nueve años recién cumplidos para servir al mago Merlín, se encontraba a menos de cien metros de la casa donde el pequeño José había nacido y vivido hasta los diez años. Lo que yo no sabía por entonces es que el mago no era Merlín, sino Cunqueiro, afirma en el esclarecedor primer capítulo de su obra. La proximidad familiar y física entre el deslumbrado rapaz y adolescente soñador y la, ya para entonces, gran figura de las letras gallegas, estimularon en Besteiro, espoleado por Francisco Umbral, el deseo de llevar a cabo un primer intento de biografía de su admirado pariente. Con escasos veinte años y bajo el influjo declarado de El loro de Flaubert, la novela de Julian Barnes publicada en 1984, empezó a escribir algún esbozo que en su cuaderno de notas tituló, reconociendo la deuda con el británico y haciendo notar su humor galaico, El oro de Cunqueiro. Las intensas vicisitudes de su muy ajetreada vida profesional le hicieron postergar la tarea, que décadas después llegó a ver por fin la luz gracias, en parte, al anómalo paréntesis que provocó la pandemia. ¿Quién era Cunqueiro? Un misterio con gafas (…) Tratar de desvelar ese misterio es el propósito de este libro, escribe, reconociendo su ambiciosa aspiración. 

Y es por ello, por el hecho de que la vida y la obra de Cunqueiro conforman un universo de dimensiones inconmensurables, por lo que el libro de Besteiro es también un texto desbordante y muy singular. Hay, en él, claro está, una biografía, si bien peculiar, del reverenciado escritor, en la que están los acontecimientos más importantes de su vida, tanto la “social”, ya bien estudiada, como la íntima, no tan conocida, y la literaria, investigada hasta sus últimos recovecos. Los tres frentes están muy presentes en un libro que, como se ha dicho, entremezcla el recorrido por la experiencia vital del biografiado con las a menudo descarnadas revelaciones (que, lo siento, pero a mí me resultan impostadas) sobre la del propio biógrafo, en otra dimensión, la de las “memorias cruzadas” que sitúa a El hombre que se parecía a Cunqueiro en el actualmente muy transitado dominio de la bioficción, al modo en que lo hizo Rosa Montero, al imbricar la dolorosa vivencia de la muerte de su pareja con la narración de la vida de Marie Curie, en La ridícula idea de no volver a verte, aquí comentado hace años e influencia directa -lo confiesa abiertamente el propio Besteiro- del libro que ahora os presento. 

El libro revela así, a través de esta fórmula dual, sus principales logros, que hacen su lectura recomendable y muy entretenida (sobre todo para, quienes como yo mismo, somos devotos seguidores de la obra de Cunqueiro) y sus enojosas carencias, derivadas (sobre todo, para quienes como yo mismo, somos devotos seguidores de la obra de Cunqueiro), del pertinaz y finalmente insoportable protagonismo de un narrador que no podemos dejar de encontrar egocéntrico, narcisista, superficial, impostado, artificioso y superfluo, y que, a la postre, se muestra -con la noble y también lograda excusa de la dedicación a la causa cunqueiriana- como un muy singular hagiógrafo de sí mismo. 

Entre los aspectos positivos destaca, por encima de todos, el que el libro ofrece al lector la posibilidad de volver a sumergirse, durante cientos de páginas y decenas de fotografías, en la vasta creación literaria y la interesante peripecia personal de un escritor grandioso, conociendo, además, algunos aspectos de su vida no frecuentemente divulgados: la dolorosa separación de su mujer, sus problemáticos años madrileños tras la guerra civil, su -frente a las leyendas dominantes- baja forzosa de la Falange en 1943, la prohibición de ejercer el periodismo un año después, su estancia en la cárcel, en 1947, en las prisiones de Lugo y Pontevedra, por un turbio asunto de estraperlo de aceite en la posguerra (que, aunque ya conocida, constituye la gran primicia periodística del libro, documentada con copias de cartas y notas manuscritas). 

En el debe de esta, pese a todo ello, insisto, muy estimable obra, está la, para mí, estomagante presencia de su autor, premioso, reiterativo de un modo insufrible (con párrafos que se repiten prácticamente íntegros en distintos capítulos del libro y, sobre todo, con fórmulas, frases, ritornelos, que acaban por resultar irritantes), narcisista -ya se ha dicho- y muy pagado de sí mismo, al modo en que lo son esos personajes de la vida pública que aprovechan el obituario de alguna figura destacada de la cultura, el arte, la política o el espectáculo como ocasión para subrayar la propia relevancia en las carreras de los ya definitivamente silenciosos, y por tanto imposibilitados para la réplica, difuntos. Además, Besteiro se ve necesitado -esa ha sido, en todo momento, mi impresión- de afirmar la propia valía, de exhibirse, con una profusión de citas (en el índice onomástico final se recogen cerca de quinientas cincuenta referencias) que -insisto, ésa es la percepción, acepto que subjetiva, que he tenido al leerlo- parecen obedecer a un denodado intento por demostrar lo mucho que ha leído, su cultura inabarcable y desprejuiciada (por cuanto lleva a cabo calas en la alta y baja cultura: desde Ágata Lys o C. Tangana hasta Shakespeare o Marcel Proust), su muy ostensible intelectualidad (quizá por algún reflejo inconsciente que le exige “hacerse perdonar” los gavilanes, la tetas o el paraíso; pero, vuelvo a reiterar, aquí ya me adentro totalmente en especulaciones y conjeturas sin demasiado fundamento más allá de mi propia sensibilidad, irritada por la fatigosa insistencia “cultureta” de Besteiro). 

Para cerrar esta primera edición “gallega” de Todos los libros un libro quiero presentar un libro de fotografía, el magnífico catálogo de una exposición en torno a la obra de su creador, Virxilio Vieitez, que tuvo lugar, de octubre de 2010 a abril de 2011, en el Museo de Arte Contemporánea de Vigo (en gallego “arte” es femenino), con el patrocinio de la Fundación Telefónica, que en los primeros meses de 2013 llevó la muestra a su sede de Madrid. 

El desbordante volumen -más de cuatrocientas páginas- incluye, además de tres largos centenares de espléndidas fotografías, diversos textos: un escrito literario, La revelación de lo inmóvil. Formas de orbitar alrededor de Virxilio Vieitez, del escritor y periodista Antonio Lucas; un ensayo de la comisaria de la exposición, Enrica Viganò, de título revelador, Fotógrafo por encargo, artista por instinto; El retrato como documento social, interesante aproximación de la historiadora Naomi Rosenblum a la obra de Vieitez, al que sitúa en el contexto de la fotografía internacional (los paralelismos, salvando las diferencias espacio-temporales, con Lewis Hine, Mike Disfarmer, Martin Chambi, August Sander, Ortiz Echagüe, Malick Sidibe, Seydou Keita, son muy claros); Un cronista social de una Galicia en transición, un formidable y esclarecedor análisis histórico-antropológico de Ramón Villares; una biografía y bibliografía del autor, a cargo de Lucia Orsi; y, como es obvio, abundante y detallada información sobre las obras en exposición. 

Vieitez nació en Soutelo, un pueblo de la comarca pontevedresa de Terra de Montes, en 1930, y allí falleció también en 2008. Discreto fotógrafo profesional en el estrecho ámbito de su tierra -fotos de sus paisanos para el Documento Nacional de Identidad, acontecimientos familiares, bodas, bautizos y celebraciones sociales-, no fue hasta 1997, y por la esforzada voluntad de su hija Keta Vieitez, convencida del valor de la ingente producción de su padre, cuando su obra sobrepasó los límites de una modesta dedicación laboral, un oficio como otro cualquiera con el que ganarse el pan de sus hijos (solo fotografiaba para vivir, en sus propias palabras), para ser expuesta y apreciada desde otra consideración, la artística, histórica y etnográfica, que, desde entonces, convirtió a su humilde responsable -muy alejado, en su propia percepción, de la siempre algo pretenciosa noción de “autor”- en uno de los nombres mayores de la fotografía gallega de los últimos setenta años. Vieitez realizaba sus fotografías por encargo, recorriendo Terra de Montes de arriba abajo, encima de su Lambretta y pertrechado con su Rollei-Flex, para fotografiar a sus clientes a domicilio, en ferias y fiestas, sin ninguna veleidad “exquisita”, sin ninguna pretensión intelectual, aunque dotado de una indudable intuición y una acusada sensibilidad en la captación del “alma” de sus retratados, un desbordante talento creativo en la construcción del espacio en el que se enmarca la imagen y una muy probada solvencia técnica, curtida en una larga experiencia en la que registró decenas de miles de fotos. 

El libro recoge, principalmente, imágenes que van desde finales de los años cincuenta hasta los setenta, una etapa en la que desarrolló su labor de fotógrafo de pueblo en su tierra (antes, tras otros desempeños profesionales, había descubierto y dado sus primeros pasos en el mundo de la fotografía en Cataluña). En sus retratos, y de manera no consciente, no premeditada, está la Galicia de esas décadas sustanciales de aquella sociedad, la de la segunda mitad de los cuarenta años del franquismo en aquellas tierras nordestinas, que se mueve a caballo de dos épocas: un tiempo aún muy vivo, pese a que ya va quedando atrás, el de la Galicia rural, tradicional, atrasada y sombría que tan bien reflejan, en lo literario, estos Castelao y Cunqueiro que os he presentado en mi reseña, y otra Galicia, la de la incipiente modernidad, que emerge de modo tímido, que se abre levemente al progreso, apenas un resquicio que se vislumbra tras la longa noite de pedra de su oscuro pasado. 

Ambas están en las excepcionales fotografías de Virxilio Vieitez, descriptivas -al margen de su intención explícita, como ya se ha mencionado- de ese contexto socioeconómico gallego, hecho de dualismos: lo viejo y lo nuevo, lo rural y lo urbano, lo tradicional y lo moderno, el pasado y el futuro. El lector que se adentre en el libro podrá apreciar, así, los restos, aún bien vigentes, de la Galicia vetusta, católica, conservadora, hasta arcaica, en fotos que recogen estampas de la irracional religiosidad de sus lugareños, la imaginería popular, los entierros y velatorios, las ancianas enlutadas, los viejos con sus toscos trajes de paño, los adustos guardias civiles, algún cura pueblerino. Y en ellas están también los trabajos en el campo, la matanza del cerdo, las labores de malla (la “batida” de los cereales para separar el grano de la paja). Y la emigración (aunque la foto más representativa es una, magnífica, de Manuel Ferrol, otro fotógrafo de leyenda), los indianos, con su ostentación de nuevos ricos, o con su soledad y su fracaso. Todo ello, los rastros de esa Galicia profunda, anclada, casi, en el medioevo, perceptible en los modestos escenarios rurales, aunque, sobre todo, en la tristeza de las miradas, acuosas, melancólicas, como perdidas, en las pieles renegridas, en los rostros arrugados, en las manos recias, agrietadas, bastas, de quienes han trabajado con ellas toda su vida. 

Sin embargo, la mayor parte de la creación artística de Vieitez apunta ya en la otra dirección, la de la vida cotidiana en la España -y en aquella muy peculiar región de su noroeste- del desarrollismo, la del tímido pero perceptible éxodo rural, la de la industrialización a finales de los sesenta y en los primeros setenta. El libro se puebla así de niños vestidos de domingo, estirados, incómodos en sus ropas inhabituales, posando con sus juguetes flamantes (pistolas, bicicletas, balones, muñecas); de jóvenes casaderas, con sus bolsos nuevos, su pelo cardado, sus faldas plisadas, sus “atrevidas” primeras manifestaciones de una leve rebeldía (hay una foto, bellísima, de un grupo de chicas jugando despreocupadas en un río cubiertas por sus modernos bañadores) frente a su humilde presente, frente a su sombrío futuro, sus incipientes sueños, probablemente fracasados, de dejar atrás aquella realidad opaca; de chicos de gafas oscuras, chaquetas de cuero, atrevidos pantalones vaqueros, bebiendo cervezas, refrescos novedosos. Y comparecen las familias numerosas en retratos de grupo en que se percibe el orgullo de una cierta holgura económica fruto de las nuevas formas de trabajo en las fábricas, en las ciudades. Y en todas las fotos, la intuición de Vieitez sitúa a sus personajes al lado de los símbolos de este progreso embrionario: los aparatos de radio, el seiscientos y los “haigas”, las primeras carreteras (aún de tierra, en muchos casos), con motos (un cura joven en su vespa, metáfora del cambio en marcha), bicicletas, camiones y coches de línea, como escenario recurrente donde juegan los niños, donde pasean las parejas, donde posan los hombres ante las cantinas. 

En fin, un libro inolvidable, en particular para quienes, como yo, han vivido aquellos tiempos, de modo que al interés intrínseco de la obra del fotógrafo gallego pueda unirse la nostalgia de unos días infantiles ya, por tantos motivos, definitivamente arrumbados en los polvorientos desvanes de la memoria. 

Con Virxilio Vieitez despedimos el programa por hoy, en la primera emisión de las dos que, con el Día de las Letras Galegas entre ambas, quiero dedicar a la literatura y a la cultura en general gallegas. Espero que las obras del maestro de Mondoñedo, las de Castelao y, en otro plano, las de Domingo Villar y el fotógrafo lucense, puedan interesaros. Os dejo ahora con un cuento, quizá el más conocido, de Castelao, que refleja, en sus pocas líneas, todo la emoción y el dramatismo de la emigración gallega. Y de emigración habla también la canción Lonxe da terriña, la recreación que hizo Luar na Lubre en 2005, en su álbum Saudade, de un tema escrito por el poeta, periodista y político Aureliano José Pereira sobre música original de Xoán Montes, uno de los grandes compositores de música gallega, ambos figuras no demasiado conocidas de la cultura galaica del siglo XIX. En el vídeo que acompaña esta entrada, la triste melodía del tema musical se acompaña con imágenes de algunos grandes fotógrafos gallegos. 



El padre de Migueliño llegaba de las Américas y el rapaz no cabía de gozo en su traje de fiesta. 

Migueliño sabía cómo era su padre con los ojos cerrados; pero antes de salir de casa echó un vistazo al retrato. 

Los “americanos” ya estaban desembarcando. Migueliño y su madre aguardaban en el muelle del puerto. 

El corazón le batía con fuerza en la tabla de su pecho y sus ojos escudriñaban entre el gentío buscando al padre ensoñado. 

De repente lo avistó. Era el mismo del retrato, incluso con mejor porte, y Migueliño sintió por él un amor grandísimo y cuanto más se acercaba al “americano” más ansias tenía el niño de llenarlo de besos. 

¡Ay!, el “americano” pasó de largo sin mirar a nadie, y Migueliño dejó de quererlo. 

Ahora sí, ahora sí que era. Migueliño avistó a otro hombre bien trajeado, le daba el corazón que aquél era su padre. El rapaz se moría por llenarlo de besos. ¡Tenía un porte tan señorial! ¡Ay!, el “americano” pasó de largo y ni siquiera reparó en que lo seguían los ojos angustiados de un niño. 

Migueliño escogió así a muchos más padres que no eran y a todos los quiso con locura. 

Y cuando escudriñaba con más angustia, se hizo cargo de que un hombre estaba abrazando a su madre. Era un hombre que no se parecía al del retrato; un hombre muy flaco, embutido en un traje demasiado holgado, un hombre de cera, con las orejas escapándose de la cabeza, los ojos cavernosos, tosiendo... 

Aquél sí que era “el padre de Migueliño”
 Videoconferencia
Alfonso Rodríguez Castelao. Cosas