Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de enero de 2013

JUAN JOSÉ MILLÁS. EL MUNDO. LOS OBJETOS NOS LLAMAN

Hola, buenos días. Hoy en Todos los libros un libro os traigo un autor que aún no había aparecido en nuestra sección aunque tiene ya tras de sí una muy dilatada carrera literaria, siendo además muy prolífico, con una treintena de obras publicadas y con una presencia continua y muy notoria en los medios de comunicación. Se trata de Juan José Millás, un escritor que empezó a publicar a mediados de los años setenta, con algunas novelas muy interesantes, muy exigentes formalmente, con títulos como Cerbero son las sombras o Visión del ahogado, que aunaban una cierta experimentación literaria y un destacado rigor expresivo con las inevitables, dada la época, preocupaciones existenciales, casi metafísicas, intemporales, pero que pese a su relativo atrevimiento formal y a la austera aridez de sus contenidos, o precisamente por ello, encontraron un entusiasta reconocimiento en la crítica especializada, siempre tan sensible a la hora de valorar aventuras poco convencionales, y que nadie encuentre en mis palabras el mínimo asomo de ironía, a mí aquellas novelas me resultaron muy sugestivas. No obstante, en los últimos quince años, más o menos, Millás ha encontrado acomodo, como os decía, en los medios de comunicación, sobre todo en los del grupo Prisa, y con sus columnas semanales en El País, sus reportajes para el suplemento dominical de ese diario y para Canal Plus, sus constantes colaboraciones en la cadena SER, su nombre, e indefectiblemente su obra, se han aproximado al universo mediático. De hecho, este trasvase y esta imbricación de ambos mundos, el literario y el periodístico, se han revelado muy fecundos en la trayectoria novelística de Millás, y la concisión, la austeridad, la ironía, la presencia de efectos sorprendentes que provocan un impacto inmediato, como requiere la urgencia de la actualidad, se han adentrado en su obra literaria hasta tal punto que, con todos los matices, leyendo sus últimos libros el lector tiene la impresión de transitar por el territorio de sus artículos, en una continuidad que constituye, sin duda, ya, un rasgo de estilo, pero que supone quizá, también, un cierto empobrecimiento de su prometedor universo literario. De novelista exigente y riguroso a periodista privilegiado que conoce todos los trucos de la escritura, he ahí un resumen apresurado, y no del todo cierto, por simplista, de la historia literaria de Juan José Millás. Un periodista de excelente escritura, con un muy interesante mundo propio, pero que aparentemente ha rebajado sus exigencias y se limita (aunque su copiosa producción no se aviene demasiado bien con la noción de límite) a repetir una y otra vez una fórmula eficaz y que ha resultado exitosa.

Los dos libros de los que quiero hablaros hoy pertenecen a esta última faceta del escritor y están entre los últimos publicados por su autor, aunque con el formidable ritmo creador, con la fertilidad exuberante de Juan José Millás estoy seguro de que existen ya algunas publicaciones más recientes. Se trata de El mundo, novela que fue premio Planeta en 2007, y de Los objetos nos llaman, que editó Seix Barral el pasado 2009. Siendo la primera una novela autobiográfica y la segunda una colección de relatos muy breves, setenta y cinco en doscientas cuarenta páginas, hay, sin embargo, para mí, una extraordinaria y sutil semejanza entre los dos libros. En ambos hay secretos, misterios, hay introspección, hay ironía, hay ángulos desde los que se contemplan los aspectos más desconcertantes de la existencia, hay esa deconstrucción de la realidad, que diría un crítico pedante, tan típica de Millás, que nos permite transitar por los territorios inexplorados del alma humana, por las obsesiones, por las manías, por las asociaciones insólitas, por los miedos, por las aprensiones, por las neurosis, por las fobias, por los sueños de sus personajes. La obra entera de Juan José Millás está impregnada de elementos oníricos, los surrealistas disfrutarían con ella, los psicoanalistas ya lo hacen, estoy seguro, sin ninguna duda. La omnipresencia del doble, la figura paterna, la madre castradora, las mutilaciones de miembros, los imperceptibles y sin embargo atroces delirios de la normalidad, la paranoia latente, son motivos que aparecen constantemente y que revelan la propia experiencia personal del autor en el terreno del análisis freudiano.

En cualquier caso ambos libros son muy atractivos y recomendables. El mundo ha sido calificada de obra maestra, conmovedora, honda, incluso Iñaki Ezquerra la valora como la mejor novela española de posguerra. Y en ella hay mucha ternura, mucha melancolía, y también piedad, tristeza, humanidad. En los cuentos de Los objetos nos llaman os encontraréis, además de ese universo de Juan José Millás en estado puro, una deslumbrante imaginación, humor a raudales, un humor algo amargo, os encontraréis también con la soledad, el sinsentido, la desesperanza, el hastío y el conformismo de los pobres seres humanos que deambulamos por el mundo desconcertados y perplejos; es decir, os encontraréis, como yo lo he hecho al leerlos, con la propia vida del autor, narrada a través de las muchas veces insospechadas historias de unos personajes siempre angustiados.

Os dejo con un fragmento de El mundo. Leed la novela, leed también los cuentos de Los objetos nos llaman, en ambos libros os esperan unos certeros y esclarecedores acercamientos a la naturaleza humana, y aprenderéis bastantes cosas de ellos, si queréis, sobre nuestro difícil transitar por la vida. Como complemento musical a esta reseña os ofrezco una canción que habla de la infancia interpretada por Michael Jackson (que quizá no sea la elección más adecuada, dadas las peculiaridades del desaparecido artista). Childhood es precisamente su título, y en ella afloran todas las fantasías del polémico cantante, a años luz, por otro lado, del universo, también centrado en el mundo infantil, que describe Juan José Millás en su novela autobiográfica. 


Un día, volviendo del colegio, tropecé con una obra protegida por una valla de hierro. Los obreros, antes de irse, habían colgado un farol de carburo para avisar a los transeúntes del peligro. No había nadie más en ese instante en la calle, de modo que cogí una piedra y la arrojé contra la lámpara de carburo, que cayó al suelo rompiéndose con singular estrépito. En ese instante, se materializó frente a mí un señor que me preguntó por qué lo había hecho. Me quedé mirándolo sin responder. Durante unos instantes terribles el señor y yo nos miramos sin decirnos nada. Finalmente, él hizo un gesto de censura y desapareció.

¿Por qué hice aquello? Tal vez porque mis padres se pasaban la vida discutiendo. Tal vez porque era el último de la clase. Tal vez porque éramos pobres como ratas. Tal vez porque siempre cenábamos acelgas. Tal vez porque no tenía unos guantes con los que evitar los sabañones. Tal vez porque nunca, durante aquellos años, estrené una camisa, unos pantalones, una chaqueta, ni siquiera, creo, unos zapatos. Tal vez porque Dios no se me aparecía. Podría llenar una página de talveces. En la actualidad paseo todas las mañanas por un parque cercano a mi casa. A la entrada del parque hay una marquesina de autobús que los lunes, indefectiblemente, aparece rota a pedradas. La rompen durante el fin de semana los jóvenes que vuelven de divertirse. Es su último acto de afirmación antes de meterse en la cama. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué destrozan al destrozar la marquesina? ¿Qué rompía yo al romper el farol de carburo?

 

miércoles, 23 de enero de 2013

JULIAN BARNES. ARTHUR & GEORGE

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más os ofrecemos desde Radio Universidad, aquí en el 89.0 de las ondas salmantinas, nuestra habitual sugerencia de lectura confiando en estimular vuestro interés por una obra literaria escogida siempre con criterios de calidad. Hoy quiero presentaros una novela, que sin ser ni mucho menos la última obra publicada en España por su autor, el prolífico escritor Julian Barnes, pues hay tres libros que han visto la luz con posterioridad, sí mantiene una cierta vigencia editorial, pues uno de sus personajes principales es Arthur Conan Doyle, cuya más destacada creación literaria, el ya mítico Sherlock Holmes, acaba de cumplir ciento veinticinco años en este 2012 recientemente finalizado. El título de la novela es Arthur & George y la edición corresponde, como en casi toda la obra de Julian Barnes, a la Editorial Anagrama.

Me vais a permitir que esta mañana los comentarios de presentación de la obra elegida sean más breves de lo habitual, pues el texto que he entresacado de la novela y que quiero leeros al final es un poco más extenso de lo que suele ser frecuente en nuestra emisión. Dejadme deciros pues, en primer lugar, que Arthur & George es una novela formidable, de las que se leen con fruición, de esas que no queremos abandonar, no queremos que terminen mientras, paradójicamente, avanzamos impulsivos y entusiasmados a través de sus páginas, que nos atrapan sin remisión y casi, permitidme una pequeña exageración, nos llevan a descuidar nuestras obligaciones cotidianas, familiares, profesionales pues sabemos, mientras desganadamente las llevamos a cabo, que, al alcance la mano, en la mesita cercana a nuestro sillón favorito, nos espera atrayente y seductora la fascinante historia, el libro tentador que nos llama, sugestivo, con sus encantadores cantos de sirena.

Arthur & George cuenta en capítulos intercalados, con algunas escasas excepciones en las que el protagonismo recae sobre otros personajes, las vidas paralelas, narradas desde sus infancias, y que irremisiblemente acaban cruzándose, de Arthur, que no es otro, como ya he anticipado, que Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el escritor de éxito en la Inglaterra de fines del siglo XIX y principios del XX, el hombre de prestigio, el referente moral, el elegante y distinguido icono de una época, el notable jugador de cricket, el político ocasional… y, por otro lado, de George Edalji, un gris abogado, hijo mestizo de piel oscura de un vicario de origen parsi, un ser anodino, torpe y retraído, un solterón solitario que deambula sin notoriedad alguna por una existencia anónima y sin alicientes.

En febrero de 1903 -y los hechos que narra Julian Barnes parten de una base real, aunque recreada y convertida en ficción por su magistral talento- se producen, en el pequeño pueblo de Great Wriley, una serie de extraños crímenes: numerosos animales, caballos, ponies, ovejas, vacas, son apuñalados y mutilados salvajemente, en una orgía de sangre sin aparente explicación que perturba la tranquilidad no sólo de la región, sino del país entero. La limitada e imperfecta maquinaria policial y judicial de la Inglaterra eduardiana se pone en marcha y en su afán de dar con un culpable de modo rápido y transmitir a la población una imagen de eficiencia encuentra en George al sospechoso perfecto. El joven abogado es encausado, juzgado y condenado, sin apenas pruebas y en un proceso extraordinariamente irregular, a siete años de cárcel, de los que acabará cumpliendo tres. Liberado, su inhabilitación para ejercer la abogacía persistirá, por lo que su vida queda destrozada para siempre. Años después, Arthur Conan Doyle conoce el caso y movido por un espíritu generoso y por un afán rebelde que le lleva a enfrentarse a los poderes de su tiempo y hacer prevalecer la justicia acomete, como si de una nueva investigación de su Sherlock Holmes se tratara, la tarea de demostrar la inocencia de George y de devolverle su buen nombre.

Ésta es la historia. Durante más de quinientas páginas, Julian Barnes, fundándose en una documentación exhaustiva obtenida de archivos y hemerotecas, pero haciéndola crecer, dándole altura narrativa por su excelente pulso literario, nos sumerge en las peripecias de ambos personajes de un modo muy convincente y deslumbrante.

Y no hay tiempo para más; os dejo ya, pues, con un fragmento de la novela en el que se narra un episodio de la infancia de Arthur en el que, seguramente, se halla el germen de su futura obra detectivesca, de su, en definitiva, principal logro literario. Como correlato musical a la obra reseñada suena It's so overt it's covert, un fragmento de la banda sonora que compuso Hans Zimmer para Sherlock Holmes. Un juego de sombras, la recreación del mito que dirigió hace algunos años Guy Ritchie.


Un niño quiere ver. Siempre empieza así, y así empezó entonces. Un niño quería ver.

Sabía andar y llegaba al picaporte de la puerta. No lo hacía con lo que podríamos denominar un propósito, sino con el mero turismo instintivo de la infancia. Había allí una puerta que empujar; entró, se detuvo, miró. Nadie le observaba; se volvió y se fue, cerrando la puerta tras él con cuidado.

Lo que vio allí pasó a ser su primer recuerdo. Un niño, una habitación, una cama, cortinas corridas que filtraban la luz de la tarde. Para cuando llegó a describir esto en público habían transcurrido sesenta años. ¿Cuántas versiones internas habían suavizado y adaptado las palabras sencillas que al final empleó? Sin duda todo seguía pareciendo tan claro como el día. La puerta, la habitación, la luz, la cama y lo que había en la cama: ‘una cosa blanca, cerosa’.

Un niño y un cadáver: tales encuentros no debieron ser tan raros en el Edimburgo de la época. Altas tasas de mortalidad y circunstancias precarias contribuían a un aprendizaje temprano. La familia era católica y el cuerpo era el de la abuela de Arthur, una tal Catherine Pack. Quizá dejar la puerta entornada había sido intencionado. Puede que quisieran inculcar el niño el horror de la muerte; o, más optimistas, mostrarle que la muerte no era nada temible. Era evidente que el alma de la abuela había volado al cielo y que sólo había dejado la cáscara en putrefacción del cuerpo. ¿Qué el niño quiere ver? Pues dejadle que vea.

Un encuentro en una habitación con cortinas. Un niño y un cadáver. Un nieto que, al adquirir memoria, ya había cesado de ser una cosa, y una abuela que, al perder los atributos que el niño estaba desarrollando, había vuelto a cosificarse. El niño miró; y más de medio siglo después el adulto seguía mirando. Qué significaba en verdad ‘una cosa’ -o, para decirlo con más exactitud, qué había ocurrido cuando se produjo el cambio tremendo que transformó algo en ‘cosa’- habría de ser de capital importancia para Arthur.

miércoles, 16 de enero de 2013

MAGGIE O'FARRELL. LA EXTRAÑA DESAPARICIÓN DE ESME LENNOX

Hola, buenos días. Hoy quiero hablaros de una novela magnífica, el libro que más me ha conmovido, emocionado, interesado, atraído, sobrecogido, maravillado de cuantos he leído últimamente. Una novela intensa, bellísima, extraordinariamente escrita, pero sobre todo una novela que habla de la vida de verdad, con unos personajes llenos de humanidad, rebosantes de sentimientos, de emociones, de vivencias auténticas, con una trama arrebatadora que te mantiene en vilo, con el ánimo suspendido, hasta su sorprendente final, un libro redondo, perfecto, asombroso, que constituye una recomendación muy fácil para mí, y muy exigente para vosotros, pues no deberíais dejar pasar la ocasión de leerlo. Pero vayamos ya a su título, que con tanto elogio corro el riesgo de olvidarlo. Se trata de La extraña desaparición de Esme Lennox, su autora es una joven escritora irlandesa, Maggie O’Farrell, y ha sido publicado por la casi siempre acertada editorial Salamandra en traducción de Sonia Tapia Sánchez.
 
Esme, la Esme Lennox del título, es una mujer de setenta y siete años que ha vivido encerrada en una clínica psiquiátrica, y aquí la expresión sí que es un eufemismo manifiesto dadas las terribles condiciones de su reclusión, desde los dieciséis. Sesenta y un años de silencio, de secretos, de misterio, y sobre todo, sesenta y un años de tristeza, de impotencia, de frustración, de dolor, de desesperación, de tortura, pues su internamiento en el manicomio, permitidme ser esta vez políticamente incorrecto, no obedeció a ninguna enfermedad auténtica de la entonces adolescente, sino a una complicada y terrible y hasta monstruosa historia familiar.
 
Como consecuencia del cierre del hospital psiquiátrico, Iris, una joven escocesa, propietaria de una tienda de moda en Edimburgo, con una vida sentimental compleja, pues sale con un hombre casado y mantiene una relación difícil, aunque intensa, con Alex, su hermanastro, recibe una notificación de los responsables de la clínica en la que se le comunica que es la única descendiente de Esme -cuya existencia le era desconocida a la joven, pese a que, al parecer, se trata de su tía abuela- y que, por ello, al cerrar sus puertas el sanatorio, ella, Iris, debiera hacerse cargo de la anciana.
 
Y este encuentro forzado y sorprendente de las dos mujeres, una, anciana y supuestamente enajenada, la otra, joven y atosigada por sus complicaciones amorosas y vitales, es la excusa, podríamos decir, para que, a partir de ella, se cuente la historia de tres generaciones de la familia a lo largo de cerca de ochenta años. En la narración se oyen las voces de la Esme del pasado, que evoca su infancia en la India y en Escocia, su adolescencia en Edimburgo, los confusos hechos que la condujeron a su reclusión; también de la Esme actual, desconcertada y perpleja ante la vida moderna que contempla por primera vez tras las seis décadas de aislamiento. Además, hay fragmentos que se corresponden con las reflexiones deslavazadas de Kitty, hermana de Esme y abuela de Iris, que, afectada por el terrible Alzheimer, rememora jirones de su vida que brotan inconexos de su devastado cerebro. Y también, claro está, tiene protagonismo la voz de Iris, que entre descripciones de su propia realidad cotidiana y de su confusión sentimental, reconstruye la vida de las dos hermanas, la tragedia que vivieron sesenta años atrás, el drama de su vidas. Este juego de voces distintas, que como piezas aparentemente aisladas, van mostrando, no obstante, al modo de un rompecabezas, la dramática imagen final de la historia, en una construcción muy lograda, con una estructura muy medida y ajustada, es, sin duda, uno de los aciertos del libro. Pero sobre todo, más allá de la maestría de la autora para hilvanar esos retazos y conformar a través de ellos una narración emotiva y subyugante, sobre todo, digo, lo más destacado es la humanidad que respira la historia, la verdad de sus personajes, la cantidad de vida, si es que la vida se puede medir, se puede cuantificar, que desborda esta novela apasionante. Después de leer este magnífico La extraña desaparición de Esme Lennox uno sale reconfortado, con una extraña sintonía con la existencia, agradecido por tanta belleza, por tanta emoción, por tanta verdad. Creedme, el contacto con la belleza nos hace mejores, más humanos, más logrados. Y este libro es bellísimo, emocionante, memorable, brillante, hermosísimo. Leedlo, leed. No os arrepentiréis. Os dejo ya con un muy representativo y sustancial fragmento del libro que espero os interese también. Después, una también conmovedora canción que habla de la vejez. Veronica, de Elvis Costello, nos muestra a una anciana encerrada en los recuerdos de su infancia.
 
 
Todo empieza con dos chicas en un baile.
 
Están a un lado de la sala, una de ellas sentada en una silla, abriendo y cerrando el carnet de baile con los dedos enguantados; la otra de pie, contemplando el desarrollo de la danza: las parejas que dan vueltas, las manos agarradas, el taconeo de los zapatos, las faldas al vuelo, la vibración del suelo. Es la última hora del año y la noche tiñe de negro las ventanas. La chica sentada va vestida de un tono pálido, Esme no recuerda cuál; la otra lleva un vestido rojo oscuro que no la favorece. Ha perdido los guantes. Aquí comienza.
 
O tal vez no. Tal vez empieza con anterioridad: antes de la fiesta, antes de que se pongan los vestidos nuevos, antes de que se enciendan las velas, antes de que se eche arena en el suelo, antes incluso de que comience el año cuyo final celebran. Quién sabe. En cualquier caso, termina en una rejilla que cubre una ventana formando cuadrados que miden exactamente dos pulgares de anchura.
 
Cuando Esme intenta mirar a lo lejos, es decir, más allá de la reja, descubre que los cuadrados del enrejado se difuminan enseguida y, si se concentra lo suficiente, acaban desvaneciéndose. Antes de que su cuerpo se reafirme, ajustando la mirada a la realidad del mundo, siempre hay un momento en el que sólo existen ella y los árboles, el camino, el más allá. Nada más.
 
La pintura de la parte inferior se ha desgastado y en los cuadrados se aprecian distintas capas de color, como los anillos de un árbol. Esme es más alta que la mayoría, de manera que alcanza la parte en que la pintura es nueva y densa como el alquitrán.
 
Esme piensa: ¿dónde empieza todo?, ¿aquí, allí, en el baile, en la India, antes?


miércoles, 9 de enero de 2013

GABI MARTÍNEZ. SÓLO PARA GIGANTES

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Mi consejo de esta semana es un libro que, a mi juicio, no destaca por sus cualidades literarias, ni por lo excelso de su prosa, ni por la complejidad o el interés o el rigor de su estructura. Es más, con toda la humildad que me proporciona mi condición de lego en la materia, pienso que en esos terrenos relativos a la Literatura en sentido estricto el libro es bastante insulso y hasta deficiente y en último término fallido (si es que nació y fue escrito con pretensiones artísticas). Ahora bien, la materia prima, por así decirlo, de la que parte, el motivo que desencadena su escritura, el personaje principal que lo protagoniza son tan atractivos, encierran en sí tanta potencia humana, vital -e inevitablemente, por tanto, también literaria-, que sólo por ello ya merece la pena el que nos adentremos en sus páginas. Os hablo de Sólo para gigantes, un volumen de difícil adscripción a un género, pues podríamos catalogarlo simultáneamente como documento periodístico, trabajo de investigación, libro de viajes, narración histórica, crónica de aventuras... e incluso, quizá -si se es muy laxo en el uso de las categorías-, hasta no-ficción literaria. Su autor es el catalán Gabi Martínez, que ya había destacado con anterioridad a la publicación de este libro en alguno de estos géneros algo híbridos, como la docuficción o el reportaje viajero. Presentado por Alfaguara en 2011, el libro alcanzó una cierta repercusión mediática a partir, sobre todo, de un artículo escrito por el genial Jacinto Antón en El País, en octubre de ese mismo año. El entusiasmo y la erudición, el humor y la pasión que impregnan cada texto de Jacinto Antón resultan contagiosos y, al menos en mi caso -aunque pienso que el fenómeno es general, dadas las innegables virtudes del periodista-, me hacen salir disparado a la librería más cercana en busca de sus siempre enfervorizadas recomendaciones. Así ocurrió también en este caso y, como de costumbre, el libro -si hacemos abstracción de esa consideración literaria algo decepcionante- acabó por estar a la previsible altura de esas expectativas generadas. En estos días, además, se presenta un cómic, que editado Astiberri, ilustrado por Tyto Alba y basado en el libro. Se prevé también, al parecer, una película, que está preparando el director Agustí Villaronga.
 
Sólo para gigantes cuenta la vida, la intensa y desbordante vida, la enigmática y fuera de lo común y muy interesante vida de Jordi Magraner, un español, supuestamente zoólogo -aunque su cualificación profesional es ciertamente difusa, uno más de los múltiples enigmas de una existencia plagada de ellos-, que murió en el año 2002, asesinado en su casa, en la región pakistaní del Hindu Kush, donde llevaba residiendo desde quince años atrás. Magraner había nacido en 1958 en Casablanca, aunque recibió la nacionalidad española de sus padres. A los cuatro años se mudó con su familia a Valencia, la Valencia española, aunque pronto los Magraner optaron por las ventajas económicas que les procuraba la francesa Valence, adonde Jordi llegó con seis años y en donde creció y vivió su juventud. Técnico superior de Agricultura por el Liceo Agrícola Le Valentin de Bourg-lès-Valence, únicos estudios oficiales reconocidos, en 1987 dejó su barrio en la ciudad de provincia, con la declarada intención de conseguir algo grande, de dejarse ver. En diciembre de ese año, sin dinero ni apoyo alguno, movido exclusivamente por su propia iniciativa, viaja por primera vez a Pakistán con un afán principal: localizar al yeti, al abominable hombre de las nieves, en cuya existencia -avalada, a su juicio, por infinidad de datos científicos- cree firmemente. Casi quince años después, en agosto de 2002, y tras incontables y muy a menudo oscuras experiencias en el país asiático y en su vecino Afganistán, Jordi muere salvajemente degollado, sin que las causas del crimen puedan ser esclarecidas ni sus autores -que se han desenvuelto con una ostensible “profesionalidad”- descubiertos.
 
Gabi Martínez conoce este último suceso llamativo y terrible y, siete años más tarde, en 2009, se interesa por el personaje y su muy inusual historia, e inicia la investigación sobre lo sucedido arrastrado por una fascinación y un deslumbramiento fácilmente explicables dado lo singular del protagonista, que lo llevan a viajar al Hindu Kush buscando el resbaladizo rastro del enigmático hispano-francés y su misteriosa existencia. Hay historias difíciles de creer, y ésta es una de ellas. El aura que la rodea tiene desde el principio un no sé qué de fábula o maravilla, confiesa el escritor en un momento del libro. Y también: el origen periférico, la escasez de dinero y la falta de apoyos institucionales me hacían singularmente entrañable a Jordi, si bien fue su idea de volcarse en la persecución de un mito lo que me entusiasmó. La seguridad con la que entregó su vida a una causa sin aparente sentido que, contra pronóstico, iba a abrir impensables brechas en el establishment científico francés. Y de modo aún más explícito el autor confiesa al hermano de Jordi Magraner: Si investigo a tu hermano es porque creo que su historia merece ser contada, es una de las más increíbles que he escuchado, y creo que reúne sentimientos en los que mucha gente puede verse reflejada. Su vida es la metáfora de muchas, al menos yo mismo me veo constantemente en él, y le quiero rendir el homenaje que merece, porque es un acto de justicia y porque, por raro que te pueda parecer, su historia me concierne profundamente. Y aún hay más reveladoras declaraciones de principios. En una significativa cita que encabeza uno de los capítulos, una reflexión de Paul Zweig, Gabi Martínez nos ofrece la que para mí es una de las claves esenciales del libro, un texto que explica la razón de ser de éste, la atracción de su autor por el personaje y el motivo último de su voluntad de contar la insólita vida del valenciano: los más viejos, más divulgados relatos del mundo son los relatos de aventuras, sobre héroes humanos que se aventuran en regiones míticas a riesgo de sus propias vidas, y traen de vuelta historias del mundo más allá de los hombres... El arte narrativo por sí mismo viene de la necesidad de contar una aventura; ese hombre arriesgando su vida en peligrosos encuentros constituye la definición original de lo que merece ser contado.
 
Y es que ciertamente tanto el hombre, el poliédrico y controvertido Jordi Magraner, como su peripecia vital, también compleja, con múltiples facetas, desbordante, y, por supuesto, su muerte, confusa, oscura, llena de enigmas, reúnen todos los ingredientes imprescindibles en esos grandes -y clásicos- relatos de aventuras (Jacinto Antón alude, indirectamente, en su crónica a Verne, Conrad, Malraux o Kipling) y encierran suficientes motivos de interés como para que la narración que intente dar cuenta de todo ello, este Sólo para gigantes que de un modo tan entusiasta os recomiendo hoy, resulte excepcional. Si, además, a ello unimos la peculiar estructura del libro, su defectuosa pero atractiva composición heteróclita que mezcla entrevistas con los familiares, testimonios de amigos y conocidos, fragmentos del diario personal del personaje, recreaciones inventadas, artículos de prensa, referencias científicas, numerosas fotos, abundantes citas, el resultado final nos permite una lectura magnífica, envolvente, arrebatadora, apasionante. (Hago aquí un breve inciso en relación a las carencias literarias del libro: su redacción desmañada, el desorden en la presentación de los distintos enfoques, la no lograda armonía entre los numerosos y sugestivos materiales, y, sobre todo, la errónea -siempre a mi modesto juicio- perspectiva desde la que el periodista da cuenta de los hechos. Se sacudió unas motas de los hombros de la camisa, llega a escribir, mientras se nos narra una conversación en la que, obviamente, Gabi Martínez no estuvo presente. ¿Qué significa un detalle como ése, que por lo demás se repite de un modo similar -hasta agotar al lector- en todo el libro? ¿Un intento de legitimizar el realismo de la historia?, ¿una voluntad explícita de “literaturizar” el relato?, ¿un deseo inconsciente de asumir protagonismo, de dejar la propia huella, la del periodista, la del escritor, en la narración de una vida que por si sola, sin añadidos, sin florituras, sin el intervencionismo del autor, resulta suficientemente sugerente? En cualquier caso, es esta muy molesta confusión de los puntos de vista la que lastra mi valoración de un libro pese a ello muy recomendable. Dicho de otro modo, más drástico aún, quizá más reduccionista y maniqueo: la fascinante vida de Jordi Magraner interesa enormemente, la a veces enojosa presencia de Gabi Martínez no tanto).
 
Pero vayamos ya con los aspectos positivos, con estos tres focos de atracción a los que me he referido hace un momento. El primero de ellos lo constituye, como digo, la propia personalidad de Jordi Magraner. Era un hombre de otro tiempo, de Roma, de la Edad media, quizá del siglo XIX, de las épocas en las que se recompensaban las grandes energías, la audacia, la honestidad. El mundo actual era demasiado pequeño para él. En Pakistán había encontrado un lugar donde podía vivir como quería, disfrutar libremente de la naturaleza, de su profesión, de su sexualidad, escribe de él el autor en un momento del libro, a lo largo del cual se recogen otros testimonios sobre el personaje: demasiado iconoclasta, independiente y amante de la libertad, enigmático pero no corrupto. Y también: no era un misionero, tampoco un eremita, no suspiraba con fundirse con la naturaleza. Anhelaba expandir algún tipo de pureza, coqueteaba con la idea de ser grande y anónimo. Y desde esta misma perspectiva “espiritual”: encarnaba la felicidad, siempre comiendo y bebiendo de todo. Hacía del sentirse bien y ser feliz y vivir la vida a fondo una parte fundamental de su identidad. Demostraba una devoción casi mística por el carpe diem, y por vivir de acuerdo a los elementos fundamentales que nos definen como seres humanos: la camaradería, el amor por la diversión, la música, el baile, la cultura, proteger a los pobres, el medio ambiente, el amor en general. E igualmente: era un Tintín en Asia Central, un romántico impulsado por la exaltación del aventurero que se mueve en condiciones extraordinarias, un eterno adolescente. O del mismo modo: me pareció un aventurero un punto excéntrico, sentimental, de temperamento visceral. Un carácter fuerte, locuaz, y quizá sombrío. Al conocerle mejor me di cuenta de que también era hipersensible, muy hospitalario y generoso, simple y espontáneo. Aprecié mucho su franqueza, sus relaciones directas, su carácter tan íntegro. Y aún más: tenía un aura contagiosa, su inteligencia deparaba tertulias entre desafiantes y divertidas, era un animador que exacerbaba el romanticismo de una comunidad rendida a las personalidades exóticas.
 
Jordi Magraner, ajeno a las convencionales premisas por las que casi todos regimos nuestros días, encamina su vida a la búsqueda de sus sueños, y esta cualidad casi infantil -y a la vez peligrosa: he ido demasiado lejos solo, dice- es la que lo hace tan irresistiblemente atractivo. Él y su grupo de amigos más cercanos compartían la idea de la perfección de los comienzos. Estaban dispuestos a buscar juntos el paraíso perdido, ser fieles a la búsqueda con una devoción religiosa. Buscar, buscar, buscar por encima de todo, para ser mejores, más naturales, era su forma de sentirse completamente humanos. En el curso de su pesquisa, Gabi Martínez se persuade de que el orgullo de un hombre joven que sueña es, para él, una manera de sobrevivir. Y cuando digo sueña no hablo de los sueños que pueblan nuestras noches, las encantan, las fatigan, a veces las perturban. Ni de las ensoñaciones del día a día que son los vagabundeos del espíritu. Hablo de los sueños despiertos que se apoderan de nuestro ser, penetran en nuestro corazón, abrazan nuestra alma y nos devoran, dejándonos sin reposo.
 
Y ese sueño arrebatador, poderoso y que exige una entrega casi total -me doy cuenta de que nuestra empresa se resume en buscar una aguja en un pajar-, lo constituye para el excesivo personaje, la búsqueda del yeti, del barmanu (como lo llaman los lugareños). Una obsesión que se confunde -en el terreno simbólico- con el interés por el monstruo, por el ser extraordinario, ostentador de una anormalidad radical, por el individuo fuera de la norma. En el libro se citan, diluyendo las fronteras entre realidad y mito, entre ciencia y superstición, el okapi, el celacanto, el pecarí paraguayo, el hipopótamo enano, el buey salvaje de Camboya, el dragón de Komodo, los gorilas de montaña, los grandes babuinos, los elefantes pigmeos, los caballos remotos (todos en el ámbito de lo real, pues cada cierto tiempo se descubren especies animales que se creían extinguidas o que sencillamente eran ignoradas), o el lobo de Tasmania, los calamares gigantes, el monstruo del lago Ness, el Mokele-Mbembe -una especie de brontosaurio de Camerún-, mitos fantásticos que han habitado desde siempre la imaginación de los hombres. Una búsqueda, un sueño con el que, en definitiva, el propio Jordi acaba identificándose, su propia singularidad, su rareza, excluyéndole del mundo convencional: el gigante, cuando habla, ruge. Cuando estrecha la mano, estruja. Cuando pisa, aplasta. No es cuestión de mala fe, sólo de potencia y envergadura. No obstante, es cierto que la inercia de alrededor invita a que el gigante acabe actuando de manera monstruosa. Normalmente su rareza le margina y fácil que la rabia o la tristeza le induzcan al aislamiento. Retirado, contempla un mundo que discurre alegremente sin él e incuba el dolor que le causan los desprecios. En la guarida se cuece la furia, los deseos de revancha, la incomprensión. El gesto se vuelve severo, la voz cavernosa, los modales se pierden -al fin y al cabo, no hay nadie a quien molestar- y el gigante se va convirtiendo en bruto, en ogro, un ser desapacible y huraño que tiene todo lo que para muchos debe tener un monstruo.
 
Pero si fascinante es el retrato interior de un ser humano extraordinario, de cuya excepcionalidad el propio Jordi es consciente -tengo la sensación de estar solo, de ser único-, no menos sugestiva es su heterodoxa e imprevisible y muy compleja trayectoria vital. Jordi Magraner aparece, en un primer acercamiento, como alguien movido por intereses científicos, un zoólogo -sin estudios especializados- que viaja a los valles del norte pakistaní en busca de nuevas especies animales, sobre todo de pájaros, reptiles y batracios, además de pretender estudiar los markhor -las cabras salvajes de la región-, los buitres barbudos, los tigres, osos y lobos de la zona, el leopardo de las nieves. Aunque en un reportaje periodístico de 1987 en el diario principal de Valencia no menciona, sin embargo -oculta, pues-, el principal objetivo de su misión, la posibilidad de encontrar rastros de hombres salvajes, lo que aumenta la confusión sobre sus propósitos. Y, a medio camino de la ciencia y el mito, llega a impartir alguna conferencia en Cambridge, en inglés, ante laringólogos reconocidos, en las que da cuenta de sus investigaciones sobre el peculiar diseño mandibular en la cara de los neandertales, que altera el funcionamiento del aparato fónico de los hombres primitivos, lo que explicaría los sonidos guturales que él había escuchado algunas noches en Pakistán y que él identificaba, en su delirio seudocientífico, con algunas manifestaciones de su soñado barmanu.
 
No obstante, ese presunto interés originario y más o menos académico por la fauna local -auténtica o legendaria- que desencadena su voluntad de aventura, se complementa con muchas otras facetas vitales a las que se entregará también en mayor o menor medida. Jordi se apasiona con los kalash, un antiquísimo pueblo en el Hindu Kush con particularidades muy llamativas, tres mil paganos que viven en valles perdidos rodeados de musulmanes integristas. En sus costumbres, en sus ofrendas, en sus fiestas de purificación, en su mundo de hadas y demonios, en su paganismo primigenio, el hispano-francés reconoce aspectos esenciales de su propio modo de entender la naturaleza, el universo, la existencia, y por ello dedicará sus últimos años de vida a defender su peculiar civilización.
 
Esa atracción hacia el mundo de los kalash lo pone en relación con organizaciones no gubernamentales, abriendo rutas por inextricables desfiladeros entre montañas para el envío de alimentos y medicinas a Afganistán -conocía cada valle, a cada comandante, a cada pastor- y creando un corredor humanitario hacia Panjshir que luego utilizarían el Comité Internacional de la Cruz Roja y las Naciones Unidas. Además, fruto de su exhaustivo conocimiento de la zona y de su dominio de idiomas -hablaba español, francés, bastante inglés, y más tarde aprendería khowar, kalasha y urdu-, llega a desempeñar alguna suerte de no muy claras labores diplomáticas, ingresando en la Alliance Française de Peshawar, en la que acaba desenvolviéndose en un cargo con una cierta responsabilidad en un territorio -el de los remotos valles afganos, un avispero, la región más peligrosa del mundo en 2009, según los informativos occidentales-, crucial por sus implicaciones geoestratégicas, por la presencia de los talibanes, la invasión rusa, los intereses norteamericanos, Osama Bin Laden y las consecuencias del 11 de septiembre, los conflictos étnicos y religiosos, el fundamentalismo musulmán...
 
Y en su polifacética personalidad hay sitio también para las ideas fascistas, pues simpatizaba con la Falange y con los movimientos de extrema derecha, confesándose admirador de Primo de Rivera, aunque detestaba a Franco y a la Iglesia. Hipertradicionalista, hoy -afirman algunos de sus conocidos- hubiera votado a Le Pen.
 
Pero si esta multiplicidad de vertientes heterogéneas en su corta vida conforman un mosaico abigarrado y complejo, de extraordinario atractivo humano y literariamente muy atrayente, su muerte, la aún hoy inexplicada muerte de Jordi Magraner, desborda los límites de la normalidad, despierta todas las especulaciones posibles (e incluso alguna imposible) y acentúa la magnitud mítica de un personaje que de no haber existido en realidad nos hubiera hecho pensar en una leyenda sólo viva en el imaginario país de la literatura.
 
Muchas son las hipótesis que se han barajado desde su desaparición para intentar explicarla, y de todas ellas se hace eco Gabi Martínez en el libro. Así, Jordi habría sido asesinado por espía, su cargo en la Alliance Française lo ponía en el punto de mira del ISI, los servicios secretos del Pakistán. ¿Quién se iba a tragar que un cazador de entelequias pudiera escalar hasta semejantes alturas diplomáticas?, afirman algunos de los observadores. Quizá, también, el crimen tuvo implicaciones políticas y hubiera sido motivado por el afán proselitista de Jordi, que intentaba ganar adeptos al cristianismo. A Magraner le irritaban la ignorancia y los discursos demagógicos de los mulás. El asalto de los musulmanes a la cultura kalash, su lenta pero inapelable invasión, le disgustaba demasiado para contemporizar, por lo que denunciaba la hipocresía de aquellos religiosos que se pasaban el día hablando de Alá y del cielo mientras acumulaban un pecado tras otro. Además, se afirma que llegó a tratar con el legendario Massoud, líder de la resistencia antitalibán en la zona, lo que le habría puesto en el punto de mira de los fanáticos islamistas. Igualmente se baraja la hipótesis de un asesinato vinculado a las mafias de las drogas. Su intervención en los convoyes humanitarios en Afganistán, cruzando ilegalmente las peligrosas fronteras, le hacía conocer las vías y los pasos para el tráfico de drogas en una región en la que los negocios vinculados a los estupefacientes movían cuantiosos intereses económicos. Y también se habla de deudas, de sus permanentes problemas con el dinero y de los enemigos que ello siempre suscita, o de sus disputas con el delegado del gobierno regional que habría acabado por tomarse la justicia por su mano. En definitiva, proliferan las especulaciones y casi cualquiera pudo haber tenido un motivo para acabar con su vida, pues Jordi era un mito controvertido en Peshawar, todo el mundo lo conocía y tenía algo que decir sobre él, un tío peligroso, siempre con problemas.
 
Pero de todas las teorías vertidas sobre el asunto, es la de la pedofilia del personaje la que suscita más controversia. Toda la gente con la que hablé -dice una periodista que investigó el suceso- asegura que fue un crimen pasional. Así, el español habría sido asesinado por Shamsur, su joven protegido, celoso al ver que el aún más joven Wazir ocupaba su antiguo puesto de alumno predilecto. No siendo flagrante ni ostensible la tendencia homosexual de Jordi (otro enigma: no había forma de que soltara prenda sobre sus enredos sexuales), lo cierto es que no se le conocían aventuras amorosas, aunque tras su muerte se encontró en su ordenador material sobre sus actividades homosexuales. Bastantes de las personas que conocieron a Magraner admiten, sin embargo, la posibilidad de su virginidad. En cualquier caso, otra vertiente oscura y en parte aún inexplorada en un personaje, como se ve, fuera de lo común.
 
Es, en fin, esa singularidad del protagonista de Sólo para gigantes, el excepcional Jordi Magraner, lo que justifica con creces la lectura del libro. Os lo recomiendo vivamente, seguro que, pese a sus carencias, llegará a entusiasmaros. Música paquistaní, también, el genial Nusrat Fateh Alí Khan, que ya apareció hace pocos meses en esta sección, para cerrar el espacio. Akhiyaan Udeek Diyan es el título de esta joya, una más, en la que brilla la voz increíble del clásico asiático, desgraciadamente desaparecido.
 
 
Hay gente que sale a cazar lo invisible. El comandante Gould se desplazó en 1933 al lago Ness en busca del monstruo que, dicen, habita allí. Gould entrevistó a multitud de vecinos del lago logrando algunos testimonios de avistamientos. De todas formas, comprendió que este método no bastaría para localizar al monstruo y contrató a un experto en caza mayor y a un fotógrafo, además de conseguir un sónar con el que rastrear las aguas.
 
No encontró nada.
 
Por supuesto, hubo quien se burló de Gould. Algunos se encarnizaron, los científicos especialmente, divertidos con la paranoia del militar. El caso es que a investigadores profesionales como Heuvelmanss, Koffmann o Porshnev, curtidos en universidades de ciencias y que asimismo defendían la existencia de seres invisibles, la cúpula científica tampoco les daba crédito.
 
John Grem, buscador de esos Yetis norteamericanos a los que llaman sguatehs, asumía sin problemas su labor tan excéntrica: “La gente como yo seremos expulsados del circuito y, personalmente, me alegraré”.
 
Pero Jordi no pensaba igual. Para empezar, no admitía que se hablara del barmanu como de un mito, porque de algún modo eso implicaría no considerarlo real. Y estaba dispuesto a defender la sensatez de su proyecto ante quien fuera, no le iban a expulsar tan fácil. Si tienes una verdad, lucharás por ella, por darle luz, porque los demás la sepan. Desde luego que no se iba a resignar.