Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de septiembre de 2023

MICK HERRON. CABALLOS LENTOS (SERIE JACKSON LAMB)

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde el pasado 28 de junio, y hasta el próximo 22 de octubre, puede verse, en la sede madrileña de CaixaForum, una muy interesante exposición que, con el título de Top Secret. Cine y espionaje, ofrece un estimulante paseo por las múltiples conexiones entre ambos mundos, en un bien consolidado vínculo de extraordinaria popularidad que forma parte, en muchas de sus manifestaciones -sofisticados artilugios electrónicos, modelos de automóviles, vestuario, carteles, héroes y malvados, actores y actrices relevantes asociados al género, escenarios singulares, tramas enrevesadas, vínculos con la realidad política del momento, fragmentos de películas, escenas míticas, líneas de diálogo (Bond, James Bond, por citar la más obvia y notoria), entre otros diversos elementos- de la memoria colectiva de varias generaciones de espectadores en todo el mundo. La muestra, que se complementa con un excelente catálogo, publicado por la editorial Blume y también altamente recomendable, constituye la excusa última por la que nuestro espacio ha abierto un breve ciclo, que dio comienzo el miércoles pasado y que hoy finaliza, dedicado a algunos sugestivos exponentes de la literatura de espías. Así, hace siete días os hablaba de un volumen aparecido en el seno de la editorial Reino de Redonda, que recoge dos títulos sobre el género: Operación Desengaño, una novela de Duff Cooper, y El hombre que nunca existió, una obra miscelánea, participando de la intriga de un thriller, el carácter fidedigno y verosímil de un texto documental, la “viveza” de una crónica periodística, el rigor y la precisión de una investigación histórica y la arrebatadora potencia narrativa de una gran novela, escrita por Ewen Montagu. En ambos casos, los libros giran, con enfoques muy distintos, sobre la Operación Carne Picada, el nombre que se dio a la magistral maquinación, urdida por el espionaje británico en la Segunda Guerra Mundial, que consistió en arrojar -el 30 de abril de 1943 y muy cerca de las playas de Huelva- el cadáver de un (supuesto) oficial de la Real Infantería de la Marina británica, víctima (también inventada) de un accidente aéreo (inexistente en realidad), llevando entre sus pertenencias personales ciertos documentos en los que se detallaban las intenciones -falsas pero creíbles- de los Ejércitos aliados, con el fin de que, persuadidos de la veracidad de la información que en ellos se contenía, los ejércitos del Reich organizaran sus operaciones bélicas conforme a los documentados propósitos de sus enemigos, reforzando la protección de determinadas zonas del frente mediterráneo, presuntamente amenazadas, y descuidando otras, en las que se iba a centrar realmente el ataque aliado, expeditas gracias al engaño, propiciando así la pérdida de esa zona sur en disputa y, poco después, la definitiva derrota nazi en la contienda. 

Pues bien, esta tarde volvemos a hacer otra cala en el género con una nueva y plural sugerencia de varios libros pertenecientes a un ciclo, conocido como “la serie de Jackson Lamb”, compuesto hasta ahora por ocho novelas (además de varias novellas, de menor extensión), de las cuales cinco están ya publicadas en España. Su autor, el británico Mick Herron, ha sido saludado por la crítica como heredero de John Le Carré y Graham Greene, y calificado como el nuevo maestro de la novela de espías británica. Caballos lentos, Leones muertos, Tigres de verdad, La calle de los espías y el reciente Las reglas de Londres, que vio la luz en España el pasado 14 de este mismo mes, son los cinco libros objeto por ahora de la recepción española de la obra de Herron, aparecidos todos en la colección Black de la editorial Salamandra. Los dos primeros fueron traducidos por Enrique de Hériz y, tras su desgraciado y prematuro fallecimiento con apenas cincuenta y cinco años, del resto se ha hecho cargo Antonio Padilla Esteban. En ambos casos, al lector atento le incomodan ciertas expresiones algo chirriantes, como “en cuando la mujer dio media vuelta” (en vez de “en cuanto la mujer dio media vuelta”) o el insistente y muy cargante recurso a “los mismos” y “las mismas”, como por ejemplo en “tras examinar sus cuatro paredes -lo que alcanzaba a ver de las mismas-” (en vez de “tras examinar sus cuatro paredes -lo que alcanzaba a ver de ellas-”); así como las habituales muestras de la sin duda inconsciente atracción de los traductores por el catalán de su comunidad autónoma: el uso reiterado de locuciones como “ya le parecía bien”, “ya le iba bien” y similares, en las que el “ya” parece innecesario (en “ya le iba bien” falla el “ya” y el “iba”, lo correcto es “le venía bien”, sin más), o de giros como “tendría que vendérsela”, a propósito de una casa, en la que el reflexivo implícito no resulta oportuno: “tendrías que venderla”. 

Mick Herron, que acaba de inaugurar la sexta década de su vida, acumula premios en el género negro, habiendo vendido más de un millón de ejemplares de sus libros, que se han traducido a más de veinte idiomas. Sobre las novelas de Jackson Lamb que esta tarde os comento se ha producido una serie televisiva, cuyas dos primeras temporadas han sido emitidas por Apple TV, estando ya filmada la tercera y contratada, al parecer, la cuarta. Los conocidos y prestigiosos actores Gary Oldman y Kristin Scott Thomas son sus protagonistas. 

El marco de referencia general en el que se desenvuelven las peripecias del inefable Jackson Lamb y sus colaboradores se describe, como es natural, en el primero de los libros, Caballos lentos, publicado originariamente en 2010 y presentado en nuestro país en 2018. Su comienzo, poderoso e intrigante, despierta de inmediato el interés del lector y lo sitúa en esas coordenadas generales que enmarcarán la serie entera: Así fue como River Cartwright se salió de la pista rápida y se integró entre los caballos lentos. River Cartwright -y es necesario aclarar que, siendo el misterio, el thriller y las ambigüedades y dobles juegos del género de espías el contexto en que se desarrollan las novelas, cualquier apunte, por leve que sea, de su contenido, supone desvelar, siquiera ligeramente, algunos de los elementos de sus tramas; sirva esta reflexión preliminar como aviso para navegantes- es, podríamos decir, un espía en prácticas, a punto de superar la evaluación final que le permitirá incorporarse a Regent’s Park, la sede oficial en la ficción de los servicios secretos británicos, el legendario MI5, hoy llamado Servicio de Seguridad, la élite de una de las organizaciones de espionaje más afamadas del mundo. Una colosal metedura de pata en su práctica final, que en condiciones normales provocaría la expulsión inmediata del servicio y el irremisible fin de su carrera, supone sin embargo que, gracias a la intervención de su abuelo, un ya jubilado D.O., Director de Operaciones de la organización, no sea despedido y sí desterrado a la Casa de la Ciénaga. La Casa de la Ciénaga no está en una ciénaga ni tampoco es una casa, como se nos advierte en las primeras páginas de Caballos lentos. En un recurso que se repite en todas las novelas de la serie, los libros se abren y se cierran con un “visitante” externo -un viajero que contempla el inmueble desde el piso superior de un típico autobús londinense, un pequeño ratoncillo, una fantasmal corriente de viento, los gorgoteos y borborigmos de las decrépitas cañerías de la casa, el alba que se abre paso por entre las dependencias del lugar- que nos da cuenta del lugar. Se trata de un desvencijado edificio de oficinas, en Aldersgate Street, un antro, un vertedero destartalado (nadie entra en la Casa de la Ciénaga por la puerta de delante; sus ocupantes acceden por un ruinoso callejón a un patio mugriento de paredes mohosas y luego entran por una puerta que muchas mañanas, si la humedad, el frío o el calor han hinchado la madera, requiere una patada para abrirse) y escondido (el lugar parecía poco más que una tapadera para un negocio de porno por correo), al que van a parar, degradados en todos los sentidos, los miembros del espionaje que han cometido algún error grave en sus funciones y que, conocidos despectivamente por sus colegas de mayor categoría como “caballos lentos”, ven pasar sus días, sin expectativa profesional de ningún tipo, condenados a funciones burocráticas, a ocupaciones rutinarias (nuestros caballos lentos se dedican a sacar punta a los lápices, cuando no están doblando papeles), a miserables trabajos de oficina o a tareas de escasa relevancia, para las que no se requiere la menor cualificación (se podrían encargar a una manada de monos domados; en una de las múltiples muestras del humor sarcástico que impregna la serie entera, un muy evidente rasgo de estilo de Herron, como más adelante veremos), muy alejados, en cualquier caso, de la trepidante acción que se supone forma parte del día a día del espía convencional. Concebida como una forma de castigo, la Casa de la Ciénaga (esa mazmorra administrativa del servicio de inteligencia) es una solución eficaz para deshacerse de los agentes sin tener que librarse de ellos, esquivando líos legales y amenazas de querellas, que sirve, además, para llevar a cabo ciertas actividades “preventivas” necesarias para las investigaciones de mayor calado: filtrar conversaciones grabadas al azar en los aledaños de las mezquitas más radicales detectando palabras sospechosas y cotejándolas con otras mediante programas de reconocimiento de voz, supervisar Twitter en busca de mensajes cifrados, preparar listas de estudiantes extranjeros que falten mucho a clase o investigar anomalías en el pago de la tasa ecológica en coches detectados en una zona para la que sus dueños no habían pagado, catalogar multas de aparcamiento en lugares cercanos a probables objetivos terroristas, posibles indicios -algo paranoicos y rozando el delirio- de pertenencia a un grupo islamista, a una banda criminal o a alguna organización delictiva. River, que al comienzo de la serie solo lleva unos meses “deportado”, se incorporará, frustrado, a esa panda de putos perdedores, desgraciados, solitarios, alcohólicos, derrotados, sin ilusión, sentenciados a una anodina y estéril labor. 

El primer gran motivo de interés de la serie es la construcción del muy antiheroico líder de la Casa de la Ciénaga, Jackson Lamb, cuya creación, inolvidable, revela una imaginación y un talento magistrales. Sirva como ejemplo inicial esta soberbia presentación -de un modo indirecto y tangencial, el lector aún no conoce al personaje- de algunos de los rasgos que lo definirán (solo algunos; Herron, que afirma desconocer el pasado de su criatura, va mostrando, poco a poco, con habilidad, ciertos atisbos, que dosifica con cuentagotas en los distintos libros de la serie): La planta superior [de la Casa de la Ciénaga] ni siquiera provee ese entretenimiento, pues sus ventanas tienen las cortinas corridas. Es evidente que a quien la habita no le apetece nada que se le recuerde la existencia del mundo exterior, ni que los rayos del sol puedan perforar su pesadumbre. Sin embargo, también eso es una pista, pues señala que quienquiera que sea el que se aloja en esa planta tiene la libertad de escoger la penumbra, y la libertad de escoger suele reservarse a los que mandan. De modo que, evidentemente, el mando en la Casa de la Ciénaga —nombre que no aparece en ninguna documentación oficial, placa o membrete; en ninguna factura de la luz o contrato de arriendo; en ninguna tarjeta profesional, listín telefónico o listado de agencia inmobiliaria; nombre que en ningún caso es el nombre verdadero del edificio, salvo en el más coloquial de los usos— va de arriba abajo, aunque a juzgar por la decoración, deprimente en su uniformidad, la jerarquía tiene carácter restringido. O estás arriba del todo, o no lo estás. Y arriba del todo sólo está Jackson Lamb. Se intuyen en esos párrafos el aislamiento y la independencia buscados, un punto de aflicción, el oscuro pasado, el mucho poder (en su limitado círculo). Pero a medida que las tramas avanzan lo iremos conociendo con más detalle: intransigente, atrabiliario, extravagante, solitario (después de la caída del muro de Berlín, Lamb había optado por construirse un muro propio en el que vivía parapetado desde entonces, leemos en Tigres de verdad), ajeno a los usos y convenciones más básicos en el trato humano, asocial (Tiene el don de gentes de un sapo), desordenado y caótico, egoísta (Simplemente, no prestaba atención. O estaba tan acostumbrado a vivir exiliado dentro de su propia piel que daba por hecho que los demás le cederían el espacio), borracho, obstinado fumador, sucio (el jersey verde de pico manchado por bocados mal calculados de comida para llevar, los puños de la camisa raídos asomando bajo las mangas del abrigo), con la cremallera del pantalón desabrochada, con las manos siempre grasientas por los constantes bocadillos de salchicha, el escaso pelo rubio igualmente graso por la falta de higiene, los hombros cubiertos de caspa, gordo y desaseado (un cabrón rudo de barriga floja, seguía vistiendo como si le hubieran hecho atravesar el escaparate de una tienda de caridad), zafio (Jackson Lamb metió una mano por dentro del abrigo y se llevó la satisfacción de que Taverner diera un respingo. La expresión de su rostro pasó al asco al ver que lo hacía para rascarse el sobaco. —Creo que me han picado cuando estábamos en el canal —explicó. Ella no respondió. Lamb sacó la mano y se olisqueó los dedos), aquejado de una agresiva flatulencia a la que da rienda suelta sin reparo alguno, rodeado de un olor repugnante (a tabaco, al alcohol del día anterior y a la comida para llevar de la cena), dueño de una lengua afilada y cruel (No os dejéis pegar un tiro, ni nada parecido. Me lo apuntan en mi historial, espeta a los suyos al comienzo de una operación), grosero, faltón, tan políticamente incorrecto que puede llegar a ofender hasta a quienes, como yo mismo, nos parecen ridículas la mayor parte de las manifestaciones de la disparatada corrección woke: ojos de persiana, llamará a un colaborador oriental; y a otra de sus espías le espetará: tú eres alcohólica, así que entiendo que te sientas extraviada varias veces al día; y cuando una subordinada le pregunta, en relación con un rastreo de posibles terroristas sospechosos, si debe concentrar su búsqueda en hablantes de algún determinado grupo lingüístico, contestará, digno: una investigación basada en perfiles raciales es moralmente inaceptable, para apostillar, categórico: concéntrate en moritos y similares), intrigante, cínico (siempre paga alguien; asegúrate de no ser tú), despótico, irascible (Podía tener cuerpo de barril y parecer torpe, pero si querías cabrear a un hipopótamo más te valía hacerlo desde un helicóptero). En definitiva, la viva encarnación de la ejemplaridad. Y sin embargo es inteligente, perspicaz, conserva, pese a los golpes de la vida, su intuición de investigador avezado (Los tiempos en que Jackson Lamb era una criatura con el don del instinto pertenecían al pasado. Correspondían a una versión más delgada y amable de sí mismo. Sin embargo, las vidas anteriores nunca desaparecen. La piel que mudamos queda colgada en el armario; ropa de emergencia, por si acaso), es decidido, inconformista y rebelde, valiente ante el poder, al que se enfrenta sin titubeos, defensor a ultranza de su equipo (El líder nunca quema a sus agentes), leal a unos sólidos principios morales, comprometido con su trabajo (uno podía cambiar de lado, vender sus secretos, ofrecer sus memorias al mejor postor, pero si era un espía nunca dejaba de serlo), espía excepcional (es mucho mejor agente de lo que puede parecer a simple vista), aunque a veces bordee los límites de la legalidad (como si fuera posible mantener un servicio de inteligencia eficaz sin traspasar alguna que otra línea roja de vez en cuando) y pese a la turbia huella de un pasado que siempre lo acechaba a la sombra de su propio cuerpo. Y, como principales elementos definitorios, el sarcasmo, la ironía ácida y corrosiva, la mordacidad, el humor destemplado, la causticidad desatada, la rapidez verbal, la incisiva inteligencia que impregnan cada una de sus manifestaciones. 

Bajo su muy atípico mando, el elenco de personajes -muy distintos entre sí aunque compartiendo infortunio, decepción, desengaño, frustración y fracaso (Como todos los caballos lentos, Loy vivía solo. Parecía una estadística tremenda)- que deambulan por la Casa constituye otro de los principales logros de las novelas. Con las lógicas altas, sustituciones y despedidas de algunos de ellos en cada nuevo libro -hay muchas vicisitudes, y muertes, que suponen cambios en la organización, en unos libros en los que la acción, sin ser el elemento esencial, sí desempeña un papel destacado-, los más destacados son, el mencionado River Cartwright, que, hundido en la Ciénaga (real y metafórica), sospecha que el error que truncó su carrera no fue tal, sino un engaño urdido por un hasta entonces compañero y ahora rival. Sin haber cumplido aún los treinta años -al comienzo de la serie-, es nieto de David Cartwright, el Viejo Cabrón, una especie de leyenda, director de operaciones de los servicios secretos, en la “Edad Oscura”, durante la Guerra Fría, cuando el MI5 alcanzó su condición legendaria, y que ahora, pese a estar jubilado, resulta ser una valiosa fuente de información y consejos para él. El rasgo que mejor define su situación en la vida es la decepción. River está hecho para el movimiento, para la labor de agente, en la calle, reaccionando ante los hechos, y sin embargo se ve forzado a una existencia insignificante y mediocre, perdiendo el tiempo en un despacho cochambroso, rellenando papeles, rebuscando pistas en las basuras, ocupándose de cualquier cosa que implique más pensamiento que acción, lo que tal vez explique el aire de frustración

Catherine Standish, cincuentona (con los cuarenta y ocho convertidos ya en un recuerdo, se la describe en Caballos lentos), con una dura experiencia de alcoholismo superada, pese a que su huella reaparece en ocasiones (el mantra de la terapia seguida en Alcohólicos Anónimos -Me llamo Catherine y soy alcohólica- la asaltará de continuo), compagina su soledad de mujer madura y anticuada (era como una criatura de otra época. Su palidez remitía a una vida que transcurría en el encierro. La ropa la cubría desde las muñecas hasta los tobillos. Incluso solía ponerse sombrero, ¡por el amor de Dios!), poco atractiva y llena de miedos (una definición perfecta de lo que significaba envejecer: los momentos de miedo habían ganado) con una inteligencia, una lucidez, una clarividencia, una profesionalidad, unos arrestos y una capacidad de decisión que la hacen una espía excelente, confinada en la Ciénaga por una causa difusa, su cercanía a Charles Partner, el anterior director del servicio secreto, del que había sido su secretaria y cuyo cadáver -tras un suicidio aparente- descubrió en la bañera de la casa de él, de la que ella tenía la llave, una circunstancia que no resultó del todo fácil de aclarar. 

Y está Min Harper, para quien el matrimonio, la familia y la carrera, los pilares de su vida funcional, quedaron aniquilados por el Momento Estúpido, en que se dejó el disco duro de un ordenador en una estación del metro, dentro de un sobre marcado con el sello “Top Secret” y sin darse cuenta de ello hasta la mañana siguiente, cuando los informes clasificados que contenía el artilugio ya estaban en las portadas de todos los noticiarios. Y por eso Min se había pasado los dos últimos años de lo que en otro tiempo parecía una carrera prometedora a cargo de la trituradora de documentos de la primera planta. La vida de Louisa Guy participa de las notas de soledad y fracaso de sus compañeros, hechas todas de diversas variantes de mínimos apartamentos alquilados, lasañas recalentadas en el microondas y noches tristes viendo en la televisión programas de reformas inmobiliarias. Un despiste en el seguimiento del cabecilla de una operación de entrega de armamento, un joven negro tan alejado del tópico como se pueda imaginar: llevaba traje de raya diplomática, gafas de pasta, provocó que el sospechoso se escabullera entre otros seis jóvenes -misma estatura, mismo color, mismo traje, mismo pelo- conchabados al efecto, con la consecuencia, pocas semanas después, de la aparición de las armas en asaltos a bancos, en atracos, en tiroteos callejeros, y el consiguiente “exilio” de Louisa, acusada tácitamente de racismo, pues parecía ser incapaz de distinguir a un negro de otro. El trabajo en la Casa de la Ciénaga la obligará a olvidar todo lo que sabía de gramática, ingenio, ortografía, modales y crítica literaria, para pasarse las jornadas haciendo vigilancia virtual, infiltrada entre los palurdos de la blogosfera, rastreando webs más o menos delirantes -cómo hacer una bomba casera, el verdadero significado del islam y otros foros radicales de diversa índole- en busca de terroristas potenciales. 

Roderick Ho encabeza el ranking de extravagancia en la disparatada comunidad que ocupa las cuatro desvencijadas plantas de la Casa de la Ciénaga. Informático experto, siempre aislado en su burbuja virtual (sólo le interesaba lo que llevaba banda ancha de serie), ensimismado, ajeno a la realidad externa (aquella expresión familiar: la de cuando el mundo de su pantalla se volvía más real y menos irritante que el que lo rodeaba), él mismo desconoce la razón de su expulsión de Regent’s Park y su incorporación a los “caballos lentos”, aunque todos sospechan la causa, personal y no profesional en este caso: Roderick Ho cae mal a todo aquel con quien se cruza por la mera razón de que a él le desagradan visiblemente los demás. En su caótico cubículo, ordenado, no obstante, de modo milimétrico según su neurótica personalidad (junto al escritorio de Ho se alza tambaleante una torre de cartón levantada con el material de construcción más característico de todos los frikis: cajas de pizza vacías), pasa sus horas sumergiéndose, bajo personalidades inventadas y con una rapidez y una eficacia prodigiosas, en los más profundos y casi ignotos recovecos de la red, habilidades que, más allá de su utilización en la resolución de casos, pone al servicio de causas personales en las que el aburrimiento, la mera curiosidad o, en ocasiones, el afán de venganza, lo llevan a entretenerse, averiguando, por ejemplo, la identidad completa (dirección, estado civil, historial bancario, historial médico, contenido de sus correos electrónicos, presencia en redes, mensajes en páginas de anuncios) de una mujer con la que coincide en el metro y cuyo nombre puede ver en el pase identificativo que ella lleva colgado en el cuello, hasta quedar con ella en circunstancias que no quiero desvelar; o a desmontar la vida entera de un individuo que desde su coche hace sonar la bocina al tener que detenerse por culpa de un Ho que, despistado en un paso de cebra, entorpece la circulación. Un Ho, en consecuencia, enfurecido, que ha logrado vislumbrar la matrícula del coche, identificará a su propietario en internet, y siempre en nombre del a partir de entonces desgraciado individuo le enviará un correo a su jefe dimitiendo y detallándole sus intenciones, nada edificantes, con respecto a su hija adolescente, anulará sus tarjetas de crédito, cambiará su número de teléfono, transferirá su hipoteca a otro beneficiario, comunicará a sus amigos su salida del armario, donará sus ahorros al Partido Verde, lo afiliará a la Cienciología, lo incorporará a una lista de delincuentes sexuales, y, por fin, venderá su coche -del que salió el infausto bocinazo- por eBay. Así se las gasta el bueno de Ho, un tipo, por lo demás, muy eficiente. 

Y hay muchos más, de presencia, como se ha dicho, más o menos episódica, Syd Baker, Jeff Moody, también Marcus Longridge y Shirley Dander, a los que conocemos en la segunda entrega, también con un pasado “discutible” que los llevará a integrar el peculiar universo de los caballos lentos. Él, cuarenta y tantos años, negro, nacido en el sur de Londres de padres caribeños, antiguo adicto al juego, “afición” que supuso la posible causa de su reclusión en la Casa de la Ciénaga; y ella, en la veintena, menos de un metro sesenta, fuerte y ruda, pelo muy corto, con el atractivo sexual de un bolardo, en otra muestra de la incorrección política que aflora a menudo en las muestras de humor que inundan el texto. Con una no del todo controlada propensión a la cocaína (tampoco era una consumidora habitual: de los fines de semana no pasaba; de jueves a martes, y punto), dueña de un carácter problemático, al decir de sus jefes, tras tumbar de un par de puñetazos a un compañero acosador insistente se hubiera ganado la expulsión fulminante del servicio, una situación que Shirley evitó confesándose lesbiana -sin serlo- para mitigar los efectos de la sanción, limitándola al exilio a las órdenes de Jack Lamb. De sus funciones originales como agente operativo, Longridge, y de Comunicaciones, Dander, no queda rastro en su nueva ubicación, en la que se verán obligados -como el resto del grupo- a batallar con equipos informáticos obsoletos en insulsas tareas administrativas: Le dio un manotazo al ordenador —. De hecho, esta cosa tendría que estar en un museo. ¿De veras pretenden que pillemos a los malos con esta mierda? Tendríamos más posibilidades si nos plantáramos en Oxford Street con una carpetita y les preguntáramos a los transeúntes: «Perdone, señor, ¿es usted un terrorista?»

Y son muchos también, y muy bien perfilados -como lo están también los ambientes en que se mueven- los personajes de Regent’s Park, en sus distintos niveles jerárquicos: Ingrid Tearney y Diana -Lady Di- Taverner, las números uno y dos de la organización, competidoras, rivales y siempre envueltas en rencores, ambiciones, secretos, ocultaciones, envidias y celos profesionales; James “Spider” Webb, un trepa, responsable último del ostracismo de River, y enemigo declarado de este. Webb es la representación emblemática de los “trajeados”, espías de oficina, de despacho, siempre enfrentados a los agentes “de campo” (Al contrario que River, él nunca había querido ser un agente de campo. Los agentes eran meras piezas en el tablero; la ambición de Webb consistía en ser uno de los jugadores), individuos formales, muy british, elegantes y siempre impecables (si le rajabas las entrañas seguro que sangraba a rayas diplomáticas), fríos e impasibles en apariencia, ambiciosos, suficientes y despreciativos de cualquiera que ocupe un lugar inferior en el escalafón; Mick Duffy, el jefe de los temidos Perros de Regent’s Park, la seguridad interna de la agencia, que se ocupan de la depuración del personal “problemático”, ante el menor indicio, incluso falso, de responsabilidad (Deambulamos por los pasillos. Olisqueamos a quien nos da la gana. Nos aseguramos de que todo el mundo haga lo que se supone que debe hacer y de que nadie haga lo que no debe. Y si alguien se desvía, le mordemos. Por eso nos llaman Perros); Sam Chapmam, el Malo, amigo de Lamb y antiguo jefe de los Perros, hasta que un lío de los gordos, con una cantidad industrial de dinero de por medio, provocó que alguien quisiera su culo en bandeja; Molly Doran, en su silla de ruedas, importante en el pasado de Lamb y ahora responsable del inmenso y polvoriento archivo del servicio secreto, al que preserva ante el, a su juicio, seguro colapso de la Bestia, el nombre colectivo que Molly Doran les daba a las distintas bases de datos digitalizados de la agencia. En otro rango jerárquico, en una vertiente que aflora sobre todo a partir de Tigres de verdad, la tercera novela de la serie, destacan los peces gordos del Otro Lado del Pasillo, los políticos del Ministerio del Interior y del Parlamento de Westminster, las Comadrejas del servicio secreto, como se llama a los directivos del MI5. Y está también, en rangos menores, un catálogo variopinto de sujetos entre los que se cuentan los miembros de Antecedentes, el departamento que se dedicaba a buscar esqueletos en los armarios, los Conseguidores (llamados así porque conseguían que se hicieran las cosas), tipos atléticos pertenecientes a los grupos de intervención, siempre vestidos de negro y cargados de armas pesadas; las Reinas, encargadas de la base de datos, muy útiles como amigas y más aún como contactos; los Dentistas, truculenta pero muy elocuente denominación de los responsables de los interrogatorios; entre otros muchos “papeles” secundarios. 

Con la participación -en distintos grados- de esta vasta nómina de personajes, las tramas se suceden en los episodios sobre los que gira cada novela, que, más allá de las particularidades argumentales de cada una, que luego sintetizaré, coinciden en una serie de elementos comunes, aparte de la singular fauna reseñada. En primer lugar destaca el ya mencionado clima de fracaso y frustración que envuelve a los “caballos lentos”, que a lo largo de los libros se subraya una y otra vez, impregnando de un tono de soledad y melancolía sus peripecias. Además, y de modo simultáneo, en casi todos ellos, está la esperanza, no demasiado consistente pero pese a ello viva (¿Quieres saber cuánta gente ha hecho el viaje de vuelta de la Casa de la Ciénaga a Regent’s Park? (…). —Nadie. Eso nunca ha pasado), de llegar a salir de su destierro y poder reincorporarse a Regent’s Park, lo que los lleva a intentar aprovechar escasas las oportunidades que surgen -por azar o por necesidad- para involucrarse en asuntos de más entidad. Herron quiere transmitir también ese hálito de relativa confianza, de aspiración escéptica y, en cualquier caso, de muy honrada profesionalidad de sus literalmente excéntricas criaturas, sobre las que vierte una mirada tierna. Esa reivindicación implícita del inconformismo y la dignidad de unos “perdedores” que han sufrido un golpe brutal en sus existencias hundiéndose en el oscuro pozo de la derrota y que, sin embargo, no se resignan del todo a su suerte, hace que el lector se encariñe con ellos y se haga partícipe así, más vivamente, de sus andanzas. Por otro lado, el planteamiento del autor resulta muy novedoso, al menos para quienes como yo no somos expertos en el universo, literario y cinematográfico, de los agentes secretos. Los libros de la serie no se parecen a las novelas clásicas de espías, subvirtiendo las reglas del género. Frente al habitual glamour y la refinada sofisticación que asociamos al espionaje (sobre todo a través de las películas de James Bond) -mujeres atractivas, trajes elegantes, fiestas mundanas, casinos, hoteles de cinco estrellas, prostitutas de primera categoría, ambientes cosmopolitas, avanzados e imaginativos inventos tecnológicos, automóviles de lujo, mansiones deslumbrantes, enredos diplomáticos, negociaciones de muy alto nivel- las novelas de Herron nos muestran otro ángulo no tan consabido del espionaje (—¿Conoces el viejo dicho sobre las leyes y las salchichas? — preguntó el Viejo Cabrón —. ¿El que reza que es mejor no ver cómo se hacen? Pues lo mismo vale para los trabajos de espionaje): las miserias, las decepciones, la mezquindad, las rivalidades, las aspiraciones, la estrechez, las chapuzas, la mediocridad, la falta de recursos, la insulsa cotidianeidad de una profesión en cierto modo no tan distinta al resto. El autor pone de manifiesto de modo explícito, y con evidente ironía, esas diferencias entre ambos enfoques, cuando pone a River Cartwight a correr para llegar a tiempo a una cita de urgencia vital: James Bond habría saltado del puente peatonal al primer autobús que pasara por debajo, o le habría soltado una patada voladora a un motorista para hacerse con su vehículo. Jason Bourne se habría puesto a hacer surf sobre los techos de los coches, o habría hecho gala de su maestría en el parkour saltando de un muro a otro, de un contenedor con ruedas a otro, sabiendo siempre cuál era el callejón idóneo por el que atajar... Echó una mirada a la hilera de bicis municipales estacionadas junto a la acera, negó con la cabeza y entró en la estación de metro a toda prisa. En relación con esta dimensión más ordinaria del desenvolvimiento de los personajes, otro elemento a subrayar y que engrandece enormemente las novelas, es lo que podríamos llamar su vertiente “psicologista”, pues, en todos los casos -y sin exceptuar siquiera los personajes de menor presencia- hay un muy afinado tratamiento de la personalidad de cada uno de los “actores” de las distintas historias, de cuyas vidas Herron quiere presentarnos no solo sus perfiles “externos”, siempre dibujados con precisión, sino también la interioridad de sus “almas”, con, según cada individuo, sus dudas, sus vacilaciones, sus frustraciones, sus esperanzas, su soledad, su tristeza, su miedo al envejecimiento y la muerte, sus enamoramientos, sus anhelos… 

Resulta relevante, igualmente, el que Herron salpique de referencias cultas, sin ostentación ni especiales subrayados, los parlamentos de sus personajes. Así, podemos encontrarnos con menciones a Rudyard Kipling, Joseph Conrad, Graham Greene, Somerset Maugham, John Le Carré, todos ellos con obra -abundante o episódica- en el género, pero también con William Blake, en cuya tumba en el cementerio de Bunhill Fields, Jackson Lamb cita a los suyos en alguna estrambótica reunión de trabajo nocturna; Daniel Defoe, a cuya mitológica ballena blanca, Moby Dick, se refiere para describir el síndrome de ciertos espías que se obsesionan en sus operaciones (tomarse las cosas como algo personal con el enemigo resulta peligroso porque cuando eso pasa puede sucederte como al capitán Achab); y hasta el Joyce del Finnegans Wake, presente en un restaurante de nombre Anna Livia Plurabelle. Del mismo modo, el éxito de la serie se explica, aparte de por las antedichas razones, por el humor desopilante que rezuma. Puedo confesar que en muchos pasajes de las distintas novelas no he podido contener las carcajadas con los diálogos chispeantes, con los intercambios de invectivas entre personajes, con las respuestas sarcásticas, con las alusiones ofensivas, con las réplicas corrosivas, con las insinuaciones agudas, con el rápido y afilado ingenio de Lamb. Y por supuesto, está el estilo literario de Herron, vivaz, ágil, presentando las historias con un montaje en paralelo, que se mueve simultáneamente en distintos escenarios y con diversos personajes, una prosa magnética que impide que soltemos los libros y que nos hace avanzar por ellos, simultáneamente entusiasmados por el mucho placer que su lectura nos está proporcionando y pesarosos por la muy rauda llegada a su término. 

Y todo ello al servicio de unas tramas que, sin ser lo más importante de cada novela, a mi juicio, son interesantes en sí mismas y, además, permiten el acercamiento a algunos asuntos que definen la contemporaneidad no solo británica sino europea y hasta del mundo entero en la última década (no se olvide que Caballos lentos, el primer libro de la serie, se publicó en el Reino Unido en 2010): la inmigración, el terrorismo islámico, la penetración del capital ruso a través de los oligarcas que “desembarcaron” en la City, las consecuencias de la desmembración del “Imperio soviético”, el Brexit, entre otros, que constituyen el marco en el que se inscriben los argumentos de los distintos libros en los que se suceden los consabidos lances de las novelas del género: desapariciones, muertes en extrañas circunstancias, sicarios, venenos, asesinatos, atentados, bombas que explotan, peleas, testigos sospechosos, investigaciones reservadas, secretos oficiales, mensajes cifrados, dobles juegos, ocultamientos y engaños, agentes infiltrados, información confidencial, conflictos diplomáticos, luchas de poder, políticos venales, corrupción, oscuros intereses financieros, repercusiones geoestratégicas… 

Así, por ejemplo, y por resumir muy brevemente los cinco títulos hasta ahora publicados en nuestro país, en Caballos lentos, el hilo conductor de las historia es el secuestro de un joven de diecinueve años, pakistaní, elegido, sin otro motivo que su origen étnico, por tres miembros descerebrados de La Voz de Albión, un grupúsculo de extrema derecha que aboga por la expulsión de los inmigrantes del Reino Unido (Había fundado La Voz -afirmará su líder- porque estaba harto de ver a su país, tan orgulloso en otros tiempos, arrastrado cuesta abajo por la escoria de los políticos al servicio de intereses extranjeros). Los secuestradores mostrarán en internet al mundo entero, en directo, al chico en su encierro, vestido con un mono naranja, con la cabeza oculta bajo una capucha, sin pronunciar palabra y temblando de miedo. Sin petición de rescate ni reivindicación de ningún tipo comunican su decapitación, también televisada, en cuarenta y ocho horas. Pero Hassan, ese es su nombre, no es solo un joven británico de origen asiático que se está sacando una licenciatura en Ciencias Empresariales en Londres, sino que resulta ser el sobrino del general Mahmud Gul, el segundo del directorio paquistaní al mando de las relaciones entre los servicios secretos de ambos países. De cara a su seguro ascenso a la jefatura de la organización, al espionaje británico no le conviene la muerte de su sobrino a manos de extremistas fanatizados hostiles a la inmigración (Cualquiera podía entrar libremente y quedarse el país: les hemos dado nuestros trabajos, nuestras casas, nuestro dinero, y si no quieren trabajar les damos dinero igualmente. ¿Estado del bienestar? No nos hagan reír. El país entero es una organización de beneficencia), por lo que se desencadena una trepidante operación contra reloj que implica a las fuerzas vivas de Regent’s Park y también, por una serie de circunstancias que no quiero desvelar, a los caballos lentos, con Lamb al frente. En su desarrollo aparecerán políticos con pasado nazi hoy aupados al poder con un limpísimo historial impecablemente democrático, periodistas de turbia trayectoria que han girado de las convicciones comunistas de su juventud a la militancia en grupos fascistas, altas dirigentes de los servicios secretos enfrascadas en luchas de poder, espías supuestamente infiltrados en células islamistas y en grupos radicales de ultraderecha, el sombrío recuerdo de los sangrientos atentados de julio de 2005 en Londres, en una trepidante sucesión de acontecimientos que dejan al lector enganchado a la narración. 

En el segundo libro, Leones muertos, la excusa argumental tiene que ver con Rusia, en unos episodios que pese a tener una década a sus espaldas -el libro se publicó en Inglaterra en 2013-, resultan absolutamente vigentes aún hoy. En su trama se entremezclan, en un conjunto que, sobre todo al final, puede parecer en exceso abigarrado, un exagente británico de los tiempos del “Zoo de los Espías”, en el Berlín anterior a la caída del Muro, defenestrado entonces como consecuencia del fin de la Guerra Fría; un oligarca ruso, propietario de una compañía petrolífera (un mafioso, pero en Londres, si eras rico, ser un mafioso era un delito menor), que quiere instalarse en la capital inglesa -que sería conocida como Londongrado en esos años de “desembarco” masivo de multimillonarios surgidos del desmoronamiento del régimen soviético- y pretende un “trato amistoso” de las autoridades, vendiéndose a los servicios de espionaje del Gobierno de Su Majestad, a cambio de que este se beneficie de su influencia si se colman sus ambiciones de poder en su país de origen (No es uno de esos que se limitan a comprarse un equipo de fútbol y a casarse con alguna estrella del pop: éste le tiene el ojo puesto al trono); un espía ruso, antiguo miembro del KGB, que forma parte de la hojarasca arrastrada por los vientos de cambio de la Unión Soviética; una red oculta de espías comunistas, una célula durmiente (“cigarras”, en la jerga de los servicios secretos; también “leones muertos”: un juego para fiestas infantiles: tienes que hacerte el muerto, quedarte quieto, no hacer nada) que se introduce lentamente y sin generar sospechas en la sociedad inglesa, y que permanece dormida durante dos décadas con el fin de reanudar su actividad en el momento propicio (es lo que hacen las cigarras: se despiertan y cantan); su creador y director, el legendario espía Alexandre Popov, de existencia e identidad improbables. Y todos ellos, junto a la habitual presencia del estirado personal de Regent’s Park y los singulares ocupantes de la Casa de la Ciénaga, envueltos en un desasosegante juego de apariencias, un laberinto de espejos en el que resulta imposible saber qué es verdad y qué invención (el mejor disfraz para cualquier célula durmiente consiste en hacer creer al enemigo que no se trata más que fantasmas), una serie de mentiras conectadas entre sí que incluye espías dobles, agentes infiltrados, venenos de imposible detección, robo de diamantes, avionetas que sobrevuelan Londres con siniestras intenciones, helicópteros y distintos episodios de trepidante acción. 

Tigres de verdad, presentado en su país de origen en 2016 y publicado entre nosotros en 2021, ya con traducción de Antonio Padilla, tiene como centro de su apasionante trama -Salamandra recoge la algo enfática apreciación de The Times: “el mejor thriller de todos los tiempos”- el secuestro de Catherine Standish, la principal colaboradora de Jackson Lamb (si es que este término tiene algún sentido para el desapegado estilo de dirección del director de la Casa de la Ciénaga). En el relato de la misión de rescate de la mujer detenida comparecen diferentes líneas de desarrollo: un estrambótico y fatal combate entre unos tipos disfrazados de Batman y Spiderman con el que se abre la novela; un grupo de exmilitares responsables de operaciones estratégicas interesados en acceder a información reservada sobre sucesos del pasado; los problemas -no solo de espacio y ubicación- de los servicios secretos para la conservación y el almacenamiento de los datos confidenciales, tanto los digitalizados como también los físicos (centenares y más centenares de metros de papeles, kilómetros incluso: informes y registros, expedientes personales, transcripciones, actas y minutas con varios niveles de confidencialidad) y su mantenimiento a salvo de la destrucción, los robos y los ataques (La caza furtiva de datos se había convertido ya en el peligro número uno, por encima de la amenaza nuclear, y el servicio secreto, que era muy amigo del robo, no quería ni pensar en que alguien pudiera colarse y llevarse algo); la proliferación de patrañas, bulos estrafalarios y teorías conspiratorias que los servicios secretos recogen también puntualmente, en previsión de posibles amenazas futuras de locos conspiranoicos; la existencia de una legendaria red de transporte subterráneo ultrasecreta, con áreas destinadas a albergar interrogatorios de los que no constaba existencia real alguna; los consabidos juegos de “espejos” (la madrileña exposición de CaixaForum se abre, precisamente, con seis espejos, con las siluetas de otros tantos iconos del género -Modesty Blaise, James Bond-, en los que el visitante puede contemplarse nada más entrar), simulaciones, engaños, duplicidades, maquinaciones, complots, sorpresas y distracciones propios del espionaje (hasta el punto de que, en el “fragor de la batalla”, uno de los contendientes dirá a otro: Recuérdame de qué lado estamos, pregunta a la que se suma gustoso el lector), encarnados esta vez en los equipos tigre: En lo esencial, los equipos tigre estaban formados por mercenarios a los que no se contrataba para eliminar a los enemigos, sino para poner a prueba las propias defensas con un ataque simulado. Podía tratarse de hackers que pusieran a prueba la eficacia de tus sistemas de seguridad o de un escuadrón que te permitiera medir la capacidad de reacción de un equipo de guardaespaldas; los aires de cambio en la moderna organización de la seguridad, que la alejan de los métodos tradicionales y la aproximan a la gestión empresarial, y como consecuencia de ello, los habituales enfrentamientos entre las dos mujeres que ocupan la cúpula de la inteligencia británica, en su implacable lucha por el poder; y, por detrás de todas estas vertientes de la novela, la destacada presencia de Peter Judd, el flamante ministro del Interior en quien no es difícil ver la sombra “ficcionalizada” de Boris Johnson, evidente, entre otros muchos “indicios”, en este despiadado retrato: Era un hombre corpulento; no necesariamente gordo, pero sí voluminoso. El año anterior había cumplido los cincuenta, pero seguía haciendo gala del peinado desgreñado y la pinta de colegial que tanto gustaban a la opinión pública británica, lo que había acabado convirtiéndolo en invitado habitual de los programas más superficiales del espectro televisivo, presentados por humoristas de medio pelo que no se apartaban ni un milímetro del guion, todos sonrisas y deferencias con el entrevistado. Gracias a su persistencia, a sus contactos personales y a su fortuna familiar, se había labrado una imagen —la del espíritu libre montado en su bicicleta— que lo situaba muy por encima de los restantes miembros de su partido. Muchos de sus colegas soñaban con cortar aquella cabeza descollante en interés de la unidad política, pero nadie había encontrado todavía el hacha capaz de segarla, un siniestro personaje cuya ambiciosa carrera política puede estar en riesgo de descubrirse algún informe comprometedor. En este escenario, el futuro de Catherine quedará en manos de sus compañeros “cenagosos” -¿En cuál de tus colegas de trabajo confiarías hasta el punto de poner tu vida en sus manos?-, por lo que, en diferentes grados de implicación entrarán en juego cada uno con su cruz a cuestas: luto, deudas de juego, adicción a las drogas, egocentrismo absoluto; intentando desahogarse hablando con un comatoso, peleándose en un bar, metiéndose en camas de desconocidos o bien volviéndose un gordo perezoso y acomodaticio. Como puede colegirse de este retrato colectivo, una aventura con poco prometedoras expectativas de éxito. 

La calle de los espías, publicado en Inglaterra en 2017 y en nuestro país en 2022, se abre con un salvaje atentado en un concurrido centro comercial londinense, una bomba cuya explosión truncará la vida de cuarenta y tres personas, jóvenes en su mayoría, convocados al lugar por internet para formar parte de un flash mob. La investigación de lo ocurrido se imbrica con las peripecias del abuelo de River Carthwright que, ya senil, añorando en su niebla mental sus viejos tiempos como Director de Operaciones en la Calle de los Espías, se ve implicado en un asesinato. Hay también una indagación que nos lleva a Francia, el “renacimiento” de un “cuerpo congelado” (Un cuerpo congelado es una identidad prefabricada (…) Partida de nacimiento, pasaporte, número de la seguridad social, cuenta bancaria, historial crediticio, todo. Una identidad construida a lo largo de varios años, a través de canales oficiales. No estamos hablando del trabajo de unos falsificadores de primera categoría, sino de funcionarios estatales haciendo su trabajo de siempre. Esto es, ocupándose del papeleo. De todo el papeleo, desde el día del nacimiento hasta el certificado de defunción (…) Lo único que has de añadir cuando lo necesitas es carne y sangre, y ya tienes una vida plenamente documentada). Conocemos la existencia del Proyecto Guirigay, un proyecto disparatado por el que los soviéticos, crean en su propio territorio una ciudad norteamericana falsa que funciona como una especie de vivero para formar a los futuros agentes durmientes (una simulación perfecta de la vida del enemigo para que [cada espía, desde muy niño] pudiera pensar como él, soñar como él, actuar y vivir como lo haría él). Hay, también, una participación residual de la CIA, que, en paralelo al proyecto soviético pretende fabricar un prototipo de fanático a partir de la nada, a través del adoctrinamiento y para ser usado en acciones futuras. Y, cómo no, vuelven a comparecer los habituales juegos de poder, intrigas, maniobras secretas, fingimientos y engaños (ahora River sí que era el otro. O por lo menos estaba usando su pasaporte. Adam Lockhead, también conocido como Bertrand, el hijo de Frank. Un híbrido francoamericano que se hacía pasar por inglés), confabulaciones y apuñalamientos por la espalda que, al parecer, constituyen la intensa cotidianidad del espionaje y que, en algunas ocasiones, comprometen el coherente seguimiento de la trama. En la novela se presentan nuevos personajes que se incorporan tanto a Regent’s Park como a la Ciénaga. Claude Whelan, en apariencia un funcionario íntegro, acaba de ser nombrado responsable máximo de los servicios de inteligencia “oficiales”, una vez defenestrada la muy calculadora Ingrid Tearney; y en lugar de Mick Duffy, la despampanante Emma Flyte (no debería estar en el servicio secreto, sino desfilando por una pasarela), que procede del cuerpo de Policía, pasará a ser la reticente jefa de los Perros, contrariada desde muy pronto a la vista de los “navajazos” que se encontrará en su nuevo destino (Por Dios, a veces echo de menos el trabajo en el cuerpo policial. Ahí estábamos con la mierda hasta el cuello, sí, pero sabías a qué atenerte. —Manguis, drogadictos, putas (…) Aquí, en cambio, no te puedes fiar de nadie). A las órdenes de Lamb se añadirán Moira Tregorian, ordenada y eficiente, que llega a la Casa para intentar, vanamente, poner un poco de cordura en el caos reinante (el lugar está hecho un asco, ¿no crees? Y no me refiero a las oficinas o a los despachos, que ya son un desastre de por sí... Por no hablar de los aseos... (…) me refiero a todo el papeleo, la dejadez que se respira en el ambiente de trabajo, y al comportamiento del personal en general, comentará ante la indiferencia burlona de su jefe); y el enigmático J. K. Coe que, escondido bajo la capucha de su sudadera y aislado por la música -Keith Jarrett- de sus auriculares, intenta alejar los lúgubres pensamientos que nacen de una mente dañada e inestable. Para los ocupantes de la Ciénaga, Coe es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma, sólo que en la forma de un gilipollas adusto y poco comunicativo

Las reglas de Londres
, publicado en España hace apenas dos semanas, el 14 de septiembre, por lo que tengo bien calentita su lectura, apareció en Inglaterra en 2018. El libro se abre con el brutal ataque de un comando armado, probablemente integrado por miembros del ISIS, en Abbotsfield, un pequeño pueblo de Derbyshire. En el sangriento tiroteo que se desencadena mueren doce personas. Poco tiempo después, una bomba estalla en el acuario del zoo de Londres, haciendo saltar por los aires el Abrevadero, el recinto de los pingüinos, destrozando también a decenas de inocentes animales. Y otro artefacto explota, esta vez sin víctimas, en los vagones de un tren. Y un político populista morirá en circunstancias extrañas. Los atentados, en apariencia aleatorios, convulsionan a la sociedad británica; inquietan a los dirigentes gubernamentales y a los más conspicuos representantes de la prensa sensacionalista, envueltos en sus sempiternas luchas de poder; alertan a los servicios de inteligencia, en los que también son comunes las traiciones, los dobles juegos y las maquinaciones; y, por último, acaban por afectar a los muy desganados y singulares integrantes de la Casa de la Ciénaga, a los que los sucesos involucran de refilón al constatar que, en paralelo a los atentados, alguien intenta reiteradamente asesinar a Roderick Ho, intuyendo que ambos planos, el general que afecta a la ciudadanía y el particular que pone en peligro la vida del excéntrico y poco querido Ho, puedan estar relacionados. Entremedias, las habituales enmarañadas tramas de la serie; los consabidos juegos de influencias, engaños y puñaladas traperas, tanto en la política como en los servicios de inteligencia; las calas en la polémica realidad británica de la época (las consecuencias del referéndum del Brexit están muy presentes en la novela), con la “participación” de algunos personajes realmente existentes (hay una alusión muy divertida a Piers Morgan, el controvertido periodista que entrevistó a Rubiales); un oscuro y chapucero complot que involucra a Corea del Norte; y, claro está, la conflictiva intervención de las huestes de Jack Lamb, cuyo personaje es llevado, de un modo algo forzado, al extremo de la zafiedad y la ordinariez, rozando casi la caricatura, aunque proporcionando al lector, con sus desopilantes barrabasadas, innumerables momentos de regocijo, que llegan a menudo a la abierta e irrefrenable carcajada, a causa de la desprejuiciada incorrección política del desaseado -y soy benévolo en la valoración- personaje. Y por sobre las investigaciones y los intentos de resolución de los enigmas planean en todo momento las “reglas de Londres”, cuyo primer precepto reza: “Cubrirte el trasero”, en una síntesis inmejorable de la atmósfera de desbarajuste e improvisación que envuelve las acciones de los caballos lentos. 

En fin, leed la memorable serie de Jack Lamb obra de Mick Herron; como escribió el escritor y crítico Carlos Zanón a propósito de alguno de los libros del ciclo -no recuerdo ahora cuál-, Este es ese tipo de libro que empiezas un viernes y acabas un domingo y piensas: quiero más. ¡Y aún quedan sin traducir varias novelas, nuevas fuentes de placer! Os dejo ya con un tema musical y con el acompañamiento acostumbrado de un breve fragmento final en el que se describe la atmósfera de la Casa de la Ciénaga. El tema que he escogido es Ready to start, una de las canciones del grupo Arcade Fire interpretadas en su concierto de 2014 en el londinense Hyde Park. El CD del concierto, sin mención expresa a un tema en concreto, tiene un cierto protagonismo en una de las novelas de la serie. 


La Casa de la Ciénaga también estaba a oscuras. En Regent’s Park, incluso cuando no ocurría nada, siempre había personal suficiente para montar al menos un partido de fútbol a medianoche: once por equipo, más el trío arbitral. Allí, en cambio, no había más que vacío y un tufo a decepción. Mientras subía por la escalera lúgubre de la Ciénaga, Min Harper se dijo que el lugar parecía poco más que una tapadera para un negocio de porno por correo, y ese pensamiento llegó acompañado de la sensación desalentadora de formar parte de una empresa que no importaba a nadie, en la que gente a la que todo le daba igual se ocupaba de tareas que no tenían la menor importancia. Durante los dos meses anteriores, Min se había dedicado a investigar anomalías en el pago de la tasa ecológica: coches detectados en una zona para la que sus dueños nunca habían pagado; en la que, de hecho, sus dueños negaban haber estado el día señalado. Una y otra vez, la investigación arrojaba los mismos resultados aburridos: habían pillado a alguien que tan sólo era culpable de algún delito de cotidianidad. Tenían un lío del que no se sabía nada en casa, trasladaban deuvedés de contrabando, o llevaban a sus hijas a una clínica a abortar sin que se enterasen sus maridos… Existían campos de concentración donde los presos pasaban sus días llevando piedras de una punta a otra del patio, y luego de vuelta a su origen. Tal vez fuera una ocupación más satisfactoria.
  
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Mick Herron. Serie Jackson Lamb

miércoles, 20 de septiembre de 2023

EWEN MONTAGU. EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ; BEN MCINTYRE. EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ; DUFF COOPER. OPERACIÓN DESENGAÑO
 
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro se adentra esta semana en un género muy poco frecuentado en nuestros trece años de vida, el del espionaje. Recuerdo ahora, en un repaso a vuela pluma, dos referencias en ese ámbito, que han aparecido en nuestro espacio en ese ya extenso tiempo. Por un lado, en junio de 2014 presenté aquí La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler, la formidable investigación del experto Ben Macintyre, cuyo explícito subtítulo apunta a su contenido: la historia del Comité XX, la Doble Cruz, el grupo de élite formado en 1941 para coordinar el trabajo de espionaje de los agentes dobles encargados de suministrar información falsa a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, cuya más relevante misión, llevada a cabo por cinco de sus miembros, fue la Operación Fortaleza, el gran engaño, la diabólica estrategia (Churchill la describió cómo un conjunto de enredos dentro de enredos, complots y contracomplots, tretas y engaños, cruces y traiciones, agentes auténticos, agentes falsos y agentes dobles, oro y acero, la bomba, la daga y el pelotón de fusilamiento, [que] estaban entretejidos en muchos, formando una textura tan intrincada como para ser increíble y sin embargo era verdadera), la imaginativa trama que -de modo sofisticado y sutil- distraería la atención del ejército alemán haciéndole concentrar sus fuerzas en el paso de Calais en previsión de un ataque que en realidad tendría lugar, como es sabido, en las playas de Normandía el 6 de junio de 1944. 

En plena pandemia, en una reseña que no pudo emitirse y a la que hasta ahora solo se podía acceder a través del texto escrito para el blog del espacio, todosloslibrosunlibro.blogspot.com, os ofrecí mis comentarios sobre un libro de la editorial Reino de Redonda que incluía dos excelentes títulos del género: El hombre que nunca existió, de Ewen Montagu, al que se unía en la edición del sello del desaparecido Javier Marías la novela Operación Desengaño, escrita por Duff Cooper y basada en el libro de Montagu. 

En la emisión de esta tarde recupero, ya en formato radiofónico y videográfico, mis comentarios a dicho libro aprovechando una muy oportuna excusa. Y es que desde el pasado 28 de junio hasta el próximo 22 de octubre -estáis a tiempo aún, pues, de visitarla- puede verse en Madrid, en la sede de CaixaForum, una magnífica exposición, con fondos de la Cinémathèque Française, y de museos y archivos particulares, que con el título de Top Secret. Cine y espionaje explora las muy bien avenidas relaciones entre ambos universos (Todos los directores son espías porque despliegan técnicas para registrar y, a la vez, falsificar el mundo, reza uno de los reclamos de la muestra), en un recorrido apasionante (guiado por un doble eje temático y cronológico) por las distintas vertientes de ese fecundo vínculo, que se plasma en la exhibición de cerca de trescientas piezas (dispositivos electrónicos, sofisticados artefactos “tecnológicos” -cámaras y micrófonos minúsculos, pitilleras que se convierten en pistolas, paraguas que incorporan venenos, zapatos que esconden dagas, pintalabios que albergan microfilms-, accesorios varios de uso habitual en la práctica del espionaje y, por tanto, en su representación cinematográfica, arquitectura, vestuario y mobiliario de las películas de James Bond, documentos de archivo, infinidad de fotografías, dibujos, pinturas, carteles, instalaciones artísticas y, sobre todo, muy bien elegidos fragmentos de películas del género), gran parte de las cuales son fácilmente reconocibles por el visitante, pues forman parte del imaginario colectivo asociado al cine de espías. La muestra se organiza en cinco grandes apartados: Cine y espionaje: una historia de técnicas, Las agentes secretas en la Primera y Segunda Guerra Mundial (1914-1945), Héroes de los dos bloques (1945-1989), Terror y terrorismo (1975-2020) y El ciudadano espía (siglo XXI). Desde aquí quiero recomendaros, antes de entrar en mi propuesta literaria de hoy, la exposición, que os asegurará un par de horas de muy estimulante diversión. Si queréis multiplicar el tiempo de disfrute con un excelente libro que complementa la exhibición, no dejéis de comprar y leer su catálogo. Con el mismo título que la muestra, Top Secret. Cine y espionaje, la editorial Blume publica un extenso volumen en el que, con un deslumbrante aparato iconográfico, se recogen todos esos apartados en un exhaustivo recorrido por la historia del popular género cinematográfico. La estructura del libro es algo distinta de la de la muestra, pues los temas aparecen recreados a partir de un índice alfabético que incluye “calas” en películas, directores, actores y actrices, con unos muy sugestivos y variopintos textos -pequeños ensayos, entrevistas, fichas técnicas-, acompañados de un abundantísimo aparato iconográfico, sobre todo carteles y fotogramas de los filmes. El volumen, de consulta imprescindible y apasionante, se abre con una muy reveladora cita de Jean Luc Godard, el director parisino fallecido hace ahora un año: Hemos olvidado qué es lo que Joel McCrea iba a hacer a Holanda (…). Hemos olvidado de qué delito Henry Fonda no es del todo culpable y para qué exactamente el gobierno estadounidense ha contratado a Ingrid Bergman (…). Pero recordamos un bolso, pero recordamos un autobús en el desierto, pero recordamos un vaso de leche, las aspas de un molino, un cepillo para el pelo. Pero recordamos una hilera de botellas, unas gafas, una partitura musical, un manojo de llaves. Porque con todo ello y a través de ello Alfred Hitchcock triunfó donde fracasaron Alejandro Magno, Julio César, Napoleón: Tomar el control del universo, en una síntesis admirable, con las referencias a Enviado especial, Falso culpable y Encadenados, del sentido de la exposición y el libro. Si tenéis la posibilidad, no deberíais perderos ni la exposición ni su completísimo catálogo. 

Vayamos ahora ya, pues, con mi doble propuesta de esta tarde. La exquisita editorial Reino de Redonda, dirigida con selectivo criterio por Javier Marías, presentó en 2019 un volumen doble que incluye El hombre que nunca existió, escrito por el británico Ewen Montagu y publicado en su país en 1953, que fue la base de la película del mismo nombre, realizada por Ronald Neame en 1956; y también Operación Desengaño, la novela de Duff Cooper, muy vinculada, como comentaré a continuación, con lo esencial de la historia narrada por Montagu. Ambos textos están precedidos de una sustanciosa introducción debida a John Julius Norwich, hijo de Cooper, que pone al lector en antecedentes de las circunstancias que provocaron la escritura de las dos narraciones. La traducción del libro -prólogo y relatos- es de Antonio Iriarte. Quiero recordar también que en 2010, con el mismo tema y el mismo título de El hombre que nunca existió, se publicó en España otro libro, también altamente recomendable, publicado en la editorial Crítica, traducido por Luis Noriega y escrito por Ben Mcintyre, el historiador y periodista de Oxford antes citado en mi recordatorio de La historia secreta del Día D. Mcintyre desarrolla la historia original de Montagu, tras acceder, a través de un encuentro con su hijo, a un baúl con recuerdos personales que incluía documentación sobre el caso que no había aparecido con anterioridad a su descubrimiento más de medio siglo después de escrito el libro. A partir de esos papeles (doscientas páginas de la autobiografía inédita de Montagu y una copia del informe oficial y secreto sobre la Operación especial que se narraba en el primer El hombre que nunca existió), el historiador oxoniense arma un relato también fascinante en el que se entrecruzan, en sus propias palabras, un abogado brillante, una familia de empresarios fúnebres, un patólogo forense, un buscador de oro, un inventor, un capitán de submarino, un espía inglés travestido, un piloto de carreras, una bonita secretaria, un nazi crédulo y un almirante gruñón al que le encantaba la pesca con mosca. De la vida y circunstancias de cada uno de ellos se nos da cuenta en el libro, en un relato profusamente documentado, que incorpora además una treintena de fotografías y que, rezumando un muy agudo humor británico, proporciona al lector todos los datos -hasta los más triviales-, muchos de ellos no presentes en las otras dos obras- que le permitirán adentrarse en una historia que resulta simultáneamente increíble y deslumbrante por sí misma, sin necesidad de su recreación más o menos literaria. 

La idea central que articula El hombre que nunca existió de Montagu es, al igual que, con bastantes aportaciones, la que está tras la narración de Mcintyre, la de una extensa y bien organizada maquinación, un sofisticado artificio elaborado por el tantas veces genial espionaje británico para obtener ventaja frente al enemigo en otro episodio significativo de la última contienda mundial. A finales de 1942, las fuerzas aliadas habían logrado dominar la casi totalidad del frente norteafricano, derrotando a italianos y alemanes en Argelia, Marruecos, Libia y Egipto y haciéndose con el control del sur de Mediterráneo (Túnez “caería” a mediados de 1943) para intentar, desde las costas africanas, el ataque al continente en una acción que haría “pinza” con las del frente oriental, a cargo del ejército soviético, y las del occidental, que llegaría algo más tarde, en junio de 1944, con el protagonismo de las tropas norteamericanas, canadienses y británicas (entre otras) desde las playas normandas. En la lógica militar de los aliados, conocida y considerada previsible por las fuerzas del Eje, la operación mediterránea debía pasar necesariamente por la invasión de Sicilia, para iniciar desde la isla, una vez reducidas en sus costas las defensas nazis, la conquista de la Europa meridional. La importancia estratégica de Sicilia era enorme, pues además de servir de apoyo para las posteriores acciones en el continente, dominarla suponía el control del tráfico naval en el Mediterráneo y llevaba consigo, consiguientemente, asegurarse una ventaja decisiva en ese escenario en relación con el desplazamiento de armas, el avituallamiento de las tropas y la intendencia bélica en general. El Servicio de Inteligencia del Reino Unido, de una de cuyas ramas -la dedicada al contraespionaje y las operaciones de desinformación y engaño- formaba parte Ewen Montagu, abogado y entonces capitán de corbeta, aceptó la idea de éste de convencer a los alemanes, mediante algún tipo de simulación creíble, de que el previsible ataque masivo y definitivo sobre Sicilia no sería tal sino una mera maniobra de distracción, mientras que, por el contrario, el verdadero plan de los ejércitos aliados era invadir simultáneamente, en una operación combinada, Córcega y el sur de Grecia. Se trataba, pues, de construir una suerte de realidad paralela, necesariamente compleja pero verosímil y muy convincente, que pudiera persuadir al espionaje alemán de la inminencia de la doble acometida ficticia, a fin de que Hitler desviara sus tropas de Sicilia, desplazándolas para reforzar y proteger los enclaves supuestamente en peligro, desguarneciendo por tanto la isla y allanando así el camino a la intervención realmente prevista. La Operación Carne Picada, que así se denominó, con cáustico humor british, la prodigiosa maquinación, consistió en arrojar -a las 4.30 de la madrugada del 30 de abril de 1943 y muy cerca de las costas onubenses- el cadáver de un oficial de la Real Infantería de la Marina británica, supuestamente víctima de un accidente aéreo, portando entre sus pertenencias personales ciertos documentos en los que se detallaban las intenciones -falsas pero creíbles- de los Ejércitos aliados. Lo sibilino y retorcido del plan daba por supuesta la falsa neutralidad de la España franquista y, en consecuencia, la inmediata entrega -en cuanto las mareas depositaran el cuerpo del infortunado combatiente en las playas de Huelva- de la relevante documentación a los altos mandos alemanes. A la postre, la enrevesada intriga se cumplió punto por punto conforme a lo previsto, y una casi indefensa Sicilia (en la que, además, los responsables del Reich creían “saberse” víctimas de una inocua maniobra distractiva sin mayor trascendencia, en un brillante “rizar el rizo” del engaño) cayó en manos de los aliados apenas dos meses después, en julio de 1943, y su derrota sin apenas resistencia cambió el curso de la guerra adelantando la rendición nazi que, sin embargo, solo tendría lugar pasados dos años. 

El libro que ahora os presento recoge dos aproximaciones de distinta índole a este legendario episodio. La primera es obra de Duff Cooper, miembro desde muy joven del Foreign Office, combatiente en la Gran Guerra, Secretario de Estado para la Guerra, Primer Lord del Almirantazgo, embajador de su país en Francia desde 1944 a 1947 y, last but not least, primer vizconde de Norwich. A poco de terminar la guerra, en noviembre de 1950, el diplomático y alto mandatario inglés, también escritor, presentó una novela, la única de su obra, de título Operación Desengaño, que recogía en las veinte últimas de sus casi doscientas páginas, lo sustancial de la apasionante historia. El Gobierno del Reino Unido, que había mantenido en secreto los hechos y exigido el silencio a sus protagonistas, no vio con buenos ojos el que se desvelaran aspectos sustanciales de su estrategia de inteligencia, sobre todo cuando se hacía a través de un relato novelado que podía inducir a confusión o transmitir una impresión desacertada del modus operandi del espionaje británico. Ante la imposibilidad de frenar la publicación, instó a Ewen Montagu, cerebro de la operación y obvio conocedor de sus entresijos, para que, ya que no se podía evitar la difusión, escribiera el relato verdadero y, por tanto, fidedigno y no susceptible de mixtificaciones. El hombre que nunca existió es ese relato, que apareció, primero por entregas en el Sunday Express y luego en libro, en 1953, con un extraordinario éxito, que condujo a su posterior versión cinematográfica, ya mencionada, de 1956. La edición española presenta en un solo volumen ambas narraciones, la verídica y la ficticia -en ese orden-, a partir de una publicación similar inglesa de 2003. 

El libro de Montagu es, en realidad, un exhaustivo y detallado informe, un texto magnífico y deslumbrante, de condición casi documental, como demuestran la precisión y el rigor de los datos, la minuciosidad con la que se describe el proceso seguido por sus creadores y ejecutores, y la abundante documentación adicional -fotos de implicados y de objetos, reproducciones de cartas, certificados, entradas de teatro o facturas- que completa un relato de lectura absorbente y arrebatadora. 

El autor alude en varias ocasiones al carácter artístico, a la belleza del plan urdido, y esta idea, la de construcción de un artefacto primoroso, hecho de decenas de pequeños detalles estudiados y llevados a la práctica al milímetro, resolviendo infinidad de dificultades y problemas que en una trama tan compleja y con tanta presencia del azar pudieran surgir y anticipando, en un prodigioso dominio de la psicología colectiva, las reacciones del enemigo, previendo “flecos” y derivaciones no probables -y encontrando soluciones para acomodarlos al propósito pretendido-, es, sin duda, el aliciente principal de esta historia fascinante, más allá de sus implicaciones y su repercusión en la pequeña historia de la Segunda Guerra Mundial y, en definitiva, en la general Historia de la humanidad. Hay un párrafo, que no me resisto a transcribir, que ilustra de un modo ejemplar acerca de la complejidad, la pulcritud y la sofisticación del juego mental en que, por encima de todo, consistió la operación: Eres un oficial del Servicio de Inteligencia británico: alguien es tu contraparte en el Servicio de Inteligencia alemán de Berlín (como en la última guerra), y por encima de él se halla el Mando de Operaciones alemán. Lo que tú, británico con un bagaje británico, pienses que puede deducirse de un documento [se refiere Montagu a una de las cartas señuelo que el “cadáver” llevaba consigo] no importa. Lo que importa es lo que piense tu contraparte, con su educación y trasfondo alemán; la construcción que él levante sobre el documento. Por consiguiente, si lo que buscas es que él piense tal y tal cosa, tienes que darle algo que se lo haga pensar a él (y no a ti). Pero puede que le entren sospechas y busque confirmación. Tienes que pensar qué indagaciones hará él (no cuáles harías tú) y suministrarle respuestas a esas preguntas de forma que lo dejen satisfecho. En otras palabras, tienes que recordar que un alemán no piensa ni reacciona como lo hace un inglés, y tienes que ponerte en su lugar

El largo informe del oficial británico consiste en la exposición pormenorizada, narrada con objetiva precisión no exenta de notables muestras de refinado humor inglés, de las decisiones más relevantes y significativas que hubieron de tomar los miembros del equipo de Inteligencia responsable de este rebuscado “ajedrez mental” (Ay, qué telaraña tan enmarañada tejemos la primera vez que intentamos mentir, cita Montagu con pertinencia a Walter Scott). El lector asiste así, con disfrute y entusiasmo crecientes, a la sucesión de situaciones, presentadas en el orden cronológico de su aparición en el día a día del proyecto, que iban surgiendo en el proceso de ideación y ejecución del plan. Así, conocemos sus orígenes (Todo empezó en realidad como una idea disparatada), con las descabelladas propuestas de algunos de los espías (lanzar un radiotransmisor en paracaídas para apoyo de la Resistencia en Francia para que, capturado por los nazis, permitiera la transmisión de engaños sobre la actividad de las tropas, o dejar caer, también en paracaídas un cadáver portando instrucciones falsas) que acabaron confluyendo en la acción elegida. Especialmente apasionantes son los pasajes en los que se narra -una vez decidido que el cadáver debiera llegar por mar a las costas españolas- la elección del cuerpo “idóneo” para provocar la confusión en los alemanes. Debiera tratarse de un muerto “reciente”, de alguien cuyo estado físico hiciera plausible su pertenencia a las fuerzas armadas y que, además, hubiera fallecido por alguna dolencia compatible con el hecho de haber pasado varios días en el agua, extremos todos cuya verosimilitud el espionaje nazi sin duda intentaría comprobar. Montagu mantiene -fiel a su compromiso con sus superiores- el secreto acerca de la identidad auténtica del “elegido” (hay fuentes -McIntyre entre ellas- que se refieren a un vagabundo galés, Glyndwr Michael, muerto por la ingestión de matarratas, hecho que quizá no resistiría una minuciosa autopsia alemana; otras mencionan al subteniente John MacFarlane, desaparecido tras el hundimiento del HMS Dasher), pero no ahorra detalles al referir las conversaciones con un experto patólogo para conocer de él los síntomas, el estado de los órganos y la apariencia física de alguien ahogado en el mar cuyo cadáver se recuperara días después de la muerte, al exponer las condiciones de -una vez seleccionado- su mantenimiento en hielo y al describir -se acompañan diagramas y fotos- el contenedor en que se desplazaría o el medio de transporte -finalmente un submarino- que lo conduciría a su destino, aspectos todos que se examinaron y ejecutaron con un esmerado alarde de escrúpulo profesional. 

Sorprenden por su puntillosa meticulosidad y su sobresaliente amor al detalle las páginas en las que se explica la “fabricación” de los documentos que el improbable oficial debía llevar consigo, en particular una carta -de la que se nos ofrece una foto del original y su traducción- de sir Archibald Nye, Jefe del Alto Estado Mayor Imperial, al general sir Harold Alexander, que dirigía las tropas británicas en el norte de África. La misiva, que iba encabezada por la explícita rúbrica de Personal y sumamente secreto, es un prodigio de precisión y cálculo, combinando las revelaciones de carácter oficial -aunque expresadas con leves menciones señaladas al paso, como en voz baja, en sordina- acerca del “inventado” propósito de los aliados de atacar Córcega y Grecia, así como de su intención de “engañar” a los alemanes en un ataque/señuelo en Sicilia, con opiniones personales y alusiones comprometidas -en contra de algunas actuaciones de los americanos, por ejemplo- que se entenderían como una licencia admisible fruto de la camaradería existente entre el redactor y el destinatario de la carta y que contribuirían -como así fue- a aumentar su verosimilitud. 

Excitantes son también los capítulos dedicados a la construcción de la personalidad “oficial” del militar -que pasaría a la Historia como el comandante William Martin, y así figura en la lápida de su tumba en el cementerio de Huelva- y también a dotarlo de una convincente trayectoria en la vida “civil”. En el primero de los casos, seguimos el hilo de pensamiento de los ingeniosos perpetradores de la trama y las distintas decisiones adoptadas, siempre en función de provocar la credulidad de los oponentes: la “ubicación” del infortunado Martin en un determinado Cuerpo del Ejército que resultara adecuado a los fines previstos; la elección del uniforme apropiado; la cumplimentación de sus documentos de identidad, que una vez emitidos se arrugaron y desgastaron para simular el paso del tiempo; la difícil tarea de obtener una foto del comandante para acompañar sus cédulas de identificación, toda vez que fotografiar al cadáver no parecía la opción mejor, debiendo encontrarse un “doble” del difunto; la solución al problema de dónde llevaría la documentación el oficial, pues, dejado a merced de las aguas durante algunos días, había muchas posibilidades de que se separaran del cuerpo o se deterioraran, lo que se resolvió con un maletín que se encadenó, de un modo plausible y razonable, a su cinturón; la necesidad de justificar la aparición del cadáver en las aguas de Huelva, eventualidad que se soslayó con la referencia a un accidente aéreo en la zona, reflejo de otro reciente similar; la compatibilidad entre la muerte del comandante y las listas oficiales de bajas británicas, a las que quizá el espionaje alemán pudiera acceder; y, sobre todo, la ineludible exigencia de dotar de consistencia al hecho, ciertamente inusual, de que un oficial de no muy alto rango llevara consigo un documento secreto de tal importancia como lo era la carta del Alto Estado Mayor: para ello se incorporó a su maletín otra carta adicional, de Lord Mountbatten, Jefe de Operaciones Combinadas, al almirante Sir Andrew Cunningham, Comandante en Jefe del Mediterráneo, en la que, a título personal, le solicitaba que escribiera el prólogo de un libro sobre la guerra que estaba a punto de publicarse, para lo cual le hacía envío de las pruebas a través de “nuestro” misterioso comandante, lo que ratificaba la coherencia del asunto. En la carta, Lord Mountbatten -en un giro magistral impuesto por los creadores del artificio: las muy altas autoridades escribían al dictado de Montagu y su imaginativo equipo- solicitaba en broma a su corresponsal que aprovechando el viaje de vuelta del muchacho le enviase unas sardinas, en alusión inequívoca a Cerdeña, contribuyendo de este modo, dada la informalidad del comentario, a apuntalar la fiabilidad del resto de las informaciones. 

La invención del ciudadano William Martin, para, precisamente, quitar misterio a su, teniendo en cuenta el escenario bélico, sospechosa “presentación” marítima es también un asombroso portento de perspicacia, ingenio y creatividad. En el decisivo maletín que portaba se incorporaron también, además de los documentos “oficiales” referidos, muchos otros elementos que permitían confirmar una fehaciente vida privada compatible con las inquietudes de un joven de treinta y tantos años de la época. Montagu nos cuenta las gestiones para conseguir una factura del sastre, unas entradas para el teatro, una carta de su banco advirtiendo de un descubierto en su cuenta (justificado por una entendible tendencia al despilfarro de un militar a punto de participar en acciones de guerra), un carné acreditativo de su pertenencia al Club Naval y Militar (a la elaborada agudeza de la Inteligencia británica se le ocurrió que la antedicha carta del banco se enviara al Club del Ejército y de la Armada, para que el conserje de la institución escribiera en el sobre “Desconocido en esta dirección”, añadiendo “Prueben en el Club Naval y Militar”, atando más aún el nudo de la credibilidad de la “pieza general”), un par de cartas de su novia también ficticia (en realidad, la autora es Pam, una funcionaria de los servicios secretos), la segunda de las cuales se interrumpe abruptamente por la repentina llegada del jefe de la chica que escribía desde su trabajo (en un nuevo alarde de persuasiva espontaneidad fingida), otra de su padre, y tantos otros aparentemente inapreciables pormenores que conformaban, sin embargo, un relato muy -paradójicamente- veraz y de innegable convicción. 

A partir de ahí, ya se ha dicho, los hechos se desencadenan: el Servicio de Inteligencia alemán “traga” (La imagen que se les presentaba era tan completa y fehaciente que ningún Servicio de Inteligencia podría dejar de estar convencido de que había cosechado un triunfo de los que hacen época) y el Alto Mando, de la mano de un Hitler convencido al cien por cien de la fiabilidad de los documentos, toma la decisión de desplazar a sus tropas de Sicilia propiciando su caída. Engañamos a los españoles que colaboraban con los alemanes, engañamos al Servicio de Inteligencia alemán tanto en España como en Berlín, engañamos al Mando de Operaciones y al Alto Mando alemán, engañamos a Keitel [Comandante del Estado Mayor y coordinador de las Fuerzas Armadas nazis] y, por último, engañamos al propio Hitler y lo tuvimos engañado por completo hasta finales de julio, escribirá Montagu, satisfecho de su éxito. 

Sin tiempo apenas para más os dejo dos breves apuntes sobre Operación Desengaño, la novela de Cooper, y sobre la versión cinematográfica de El hombre que nunca existió. La novela es espléndida, llena de sentimiento y emoción, ciertamente inolvidable. El diplomático británico construye su relato a partir de la invención de la personalidad del militar arrojado a las costas de Huelva. La mayor parte de su texto se centra en la vida, desde su nacimiento, de quien, a la postre, pasaría a la posteridad en el más absoluto anonimato. Jamás hubo nadie con menos familia que Willie Maryngton, es el insuperable comienzo del libro, adelantando desde el principio el clima de fracaso, soledad y decepción que envolvería su vida. Nacido con el siglo, su madre muerta al darle a luz y su padre, militar, fallecido en la Gran Guerra, Willie será acogido por la viuda y los tres hijos de un compañero de armas de su padre, también caído en combate, con los que convive en una relación estrecha, entrañable y cuasifamiliar. El sueño de Willie, desde pequeño, es ser militar y participar en la guerra. A la carrera militar accederá, aunque sin apenas progresión, y no pasará de un rango discreto. Su deseo de protagonismo bélico resultará igualmente frustrado porque por su corta edad “llega tarde” a las últimas levas de la Primera Guerra Mundial, y por la ya algo avanzada a comienzos de la Segunda tampoco puede intervenir activamente en ella. Siempre solitario y desencantado, triste y sin ilusión, muy desafortunado en el trato con las mujeres -su única novia lo abandonará antes de la boda y su amor por Felicity, la pequeña hija de su familia de acogida, se encontrará con el muchas veces abrupto distanciamiento de la chica-, su oscura existencia se sume en la melancolía, la oscuridad y el desánimo (A veces pensaba que su destino parecía consistir en ser un soldado que nunca iba a la guerra y un amante que nunca dormía con su amada, en tristísima descripción de su desengañada vida), lo que lo acabará llevando a una muerte prematura, en 1943. Será entonces cuando llegará su ocasión, pues, por una concatenación de circunstancias, su cuerpo difunto será el elegido para “protagonizar” la llamada en la novela, de modo muy pertinente, Operación Desengaño -en el título original Operation Heartbreak-, en una suerte de agradecida justicia poética, su sueño de intervenir en la guerra por fin cumplido -y brillantemente- de manera póstuma. Una novela bellísima que completa de manera excelente la apasionante aventura que supone adentrarse en el volumen que presenta Reino de Redonda. 

La película también resulta apreciable y más que digna. Dirigida en 1956 por Ronald Neame, de discreta carrera artística, cuenta en su reparto con el gran Clifton Webb y la enigmática Gloria Grahame (en un personaje no vinculado a la historia auténtica, además de con un cameo del propio Ewen Montagu). El hilo argumental se sustenta en lo esencial en el relato de Montagu con algunas diferencias sustanciales. Por un lado, se abre una línea narrativa paralela, inexistente en el texto original, a partir de la secretaria Pam y su compañera de piso, Lucy (el papel que desempeña Gloria Grahame); por otro, se da una mayor relevancia a las iniciativas alemanas de verificación de los datos hallados en el cadáver, en otra vía de desarrollo de la acción, también ausente en el libro, que supone la creación de la figura de un espía nazi -un irlandés de muy subrayado odio a los ingleses- que llega a Londres para comprobar la verdadera existencia del comandante Martin siguiendo el rastro de las informaciones que aparecieron junto a su cuerpo: la compra acreditada por la factura del sastre, su pertenencia al Club Naval y hasta la autenticidad de la novia del militar. Este inopinado giro del guion introduce una vuelta de tuerca adicional a la ya de por sí rebuscada trama, dota de un elemento de suspense inesperado a la película y obliga a su creador a buscar una solución algo azarosa y cogida por los pelos a los problemas que dicha novedad ha creado. En cualquier caso, una película muy entretenida, estimable, aunque sin mayores pretensiones. 

En el libro de Mcintyre, que desmenuza con rigor -y con su inevitable gran sentido del humor- todos los pormenores del asunto, se incluye un párrafo, muy significativo, que revela la extraordinaria importancia que la operación tuvo para adelantar el fin de la Segunda Guerra Mundial a favor de los aliados y con el que quiero cerrar mis comentarios: Las guerras las ganan hombres como Bill Darby, tomando la playa mientras todos los cañones disparan, y como Leverton, bebiendo su té mientras las bombas caen. Las ganan los encargados de planificación que calculan correctamente cuántas raciones y anticonceptivos necesitará una fuerza invasora; los expertos en táctica que diseñan la gran estrategia bélica; los generales que inspiran a los hombres bajo su mando; los políticos que galvanizan la voluntad de luchar; y los escritores que ponen la guerra en palabras. Se ganan con actos de fuerza, valentía y astucia. Pero también mediante hazañas de la imaginación. Novelistas aficionados e inéditos, los cerebros de la Operación Carne Picada concibieron una concatenación de acontecimientos muy improbable, la hicieron verosímil y la enviaron a la guerra para cambiar la realidad a través del pensamiento creativo y demostrar que es posible ganar una batalla librada en la mente, desde un escritorio y más allá de la tumba. La Operación Carne Picada era fantasía pura; y consiguió hacer que Hitler creyera algo que cambió el curso de la historia. 

Os dejo ahora con un muy breve texto de la novela de Duff Cooper, su capítulo final, de tono elegíaco y emotivo. Os dejo también una pieza ajena a los dos libros y a la película, que no cuentan con referencias musicales explícitas. Se trata de We'll Meet Again, que interpretaba Vera Lynn y servía de despedida esperanzada para quien partía a la guerra sin saber si iba a volver y también, muchas veces, como homenaje a los caídos en combate. 


Cuando el submarino salió a la superficie aún no había amanecido, pero estaba a punto. La tripulación agradeció la oportunidad de respirar un poco de aire fresco y puro y, puede que incluso más, la de deshacerse de su carga. Se retiraron los envoltorios y el teniente se cuadró y saludó mientras depositaban con la mayor suavidad posible el cuerpo del oficial uniformado sobre la superficie de las aguas. Una ligera brisa soplaba hacia el litoral y la marea subía en la misma dirección. Así es como Willie fue por fin a la guerra, con los galones de comandante en las hombreras y una carta de su amada cerca del corazón.
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Ewen Montagu. El hombre que nunca existió