Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de octubre de 2016

JUAN DE DIOS LUQUE, ANTONIO PAMIES, FRANCISCO JOSÉ MANJÓN. DICCIONARIO DEL INSULTO;
PANCRACIO CELDRÁN GOMARIZ. EL GRAN LIBRO DE LOS INSULTOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os propongo un par de libros no estrictamente literarios, pero sí muy rigurosos e interesantes y, si los leemos con la adecuada predisposición, hasta divertidísimos.

El desmesurado auge de las redes sociales en estos últimos años ha llevado consigo -más allá de las indudables ventajas que estos medios suponen en los campos de la comunicación, el periodismo, la difusión cultural, la participación política, el activismo social y tantos otros- un corolario no sé si previsto pero en cualquier caso no deseado: su instrumentación como fácil recurso para la difusión de rumores, la propagación de infundios, la trasmisión de falsedades y, en definitiva, la demasiado frecuente conversión de internet en un vulgar e indigno espacio en el que encuentran cobijo la pobreza intelectual y el alarido cavernícola, la más absoluta indigencia mental junto a las manifestaciones más primitivas de miles de cerebros planos, las inanes y enfebrecidas cogitaciones (por llamarles algo) de innumerables -más, por desgracia, de las que uno podría imaginar- cabezas huecas y los impulsivos desahogos de individuos prerracionales, las banalidades y los disparates pseudocientíficos de cualquiera que se cree -la sacrosanta y mal entendida libertad de expresión- con derecho a pronunciarse sobre todo lo divino y humano. Además, y bajo el cobarde manto de protección -e incluso de inmunidad- que proporciona el anonimato, en cualquier foro internáutico (sean los de un periódico o un blog, los tutelados por un particular o los amparados por una institución, los de twitter o los de Facebook, los creados por un futbolista de éxito o por un prestigioso científico) no tardan en aflorar la intolerancia y el linchamiento, el acoso y la agresión, la difamación y la injuria, la ofensa y los improperios, la denigración y la calumnia, el exabrupto y la mentira (como ha escrito recientemente David Trueba, en las redes sociales el diálogo ha sido sustituido por el empeño en tener razón y la única forma de hacerse notar consiste en hacer daño). Yo mismo he sufrido -bien que de modo ligero- hace unas semanas, en este blog desde el que ahora os hablo, alguno de estos efectos, cuando tras publicar una reseña del libro de Alberto Royo, Contra la nueva educación, hube de soportar las airadas intervenciones de un grupo de defensores del autor que, sin entender en absoluto los planteamientos por mí expuestos, no solo los criticaban -lo cual, obviamente, es legítimo y hasta necesario y elogiable- sino que, sobre todo, se abrían a una serie de argumentos ad hominen, insultos personales (algunos relativamente graciosos, todo hay que decirlo), alusiones torticeras e ironías insidiosas que, aparte de falsas, nada tenían que ver con el objeto de mi reseña y sí con un resentimiento, un rencor, un encono y un odio que parecían proceder de motivaciones ajenas a mi crítica al libro. E incluso algunas de estas ventajistas intervenciones daban toda la impresión -no me cabe la menor duda de ello- de haberse “fraguado” en otro ámbito para acabar “estallando” en este (como si alguien hubiera querido saldar en el universo “virtual”, aprovechándose de la ignominiosa ventaja que atribuye el incógnito en la red, no se sabe qué cuentas personales o profesionales, supuestas deudas contraídas en la vida “real”).

Como quiera que el tono general de la “conversación” en estos espacios -y abandono ya el relato de mi peripecia personal- no tarda en derivar hacia lo vulgar y lo impertinente, lo grosero y lo zafio, lo maleducado y lo soez, quiero aprovechar mi propuesta de hoy para hablaros de un par de libros que tienen precisamente al insulto como motivo central, porque aparte de los muchos motivos de interés que en sí mismos encierran ambos volúmenes, su lectura quizá pueda ayudar a muchos de los agresivos difamadores de hoy en día si no a refrenar sus arrebatos vejatorios sí al menos a elegir, cuando el primario calentamiento neuronal amenaza con provocar la renuncia a todo tipo de control racional sobre lo que se dice, vocablos y locuciones de más alto calado expresivo y de mayor inteligencia y sensibilidad. Os hablo de Diccionario del insulto, una espléndida colección seleccionada por Juan de Dios Luque, Antonio Pamies y Francisco José Manjón, que vio la luz en el año 2000 en la Editorial Península como una suerte de continuación de otra obra de los mismos autores, El arte del insulto, que había aparecido también en la misma editorial en 1997, y de, con idéntica temática, el inabarcable El Gran libro de los insultos, publicado en 2008 por Pancracio Celdrán Gomariz en la editorial La Esfera de los Libros y objeto de reedición en estos días en una versión especial que aprovecha la conmemoración de los quince años del sello editorial.

Debo aclarar, de entrada, que yo no soy un especial amante del insulto, antes al contrario, rechazo por principio esa forma de comunicación -casi siempre hiriente y demasiado impulsiva- con el prójimo. Puedo reconocer, claro está, el ingenio y hasta la inteligencia que encierran muchos de ellos (cómo olvidar las penetrantes -nunca mejor dicho- ordinarieces de Catulo o los casi cruentos denuestos intercambiados entre Quevedo y Góngora, por citar algunos clásicos, o, en la actualidad, ciertas memorables y furibundas diatribas de Fernando Savater, o muchos maledicentes y agudos desahogos de Arturo Pérez-Reverte, o los despiadados mandobles de Trapiello en sus diarios), pero las altas dosis de visceralidad que encierran suelen crispar las discusiones más templadas y contribuir poco a la pacífica resolución de los conflictos y no conducen al entendimiento y al acuerdo razonado, modos más idóneos, a mi juicio, de poner fin a enfrentamientos dialécticos. Por otro lado, constituyen, casi siempre, agrias formas de pérdida de respeto y de injusta ofensa hacia otra persona, incompatibles con la ponderación y la ecuanimidad que, desde mi punto de vista, debieran presidir la comunicación con nuestros semejantes. Pensad, por ejemplo, y a propósito del mencionado Pérez-Reverte, a dónde ha llegado en estas últimas semanas la confrontación con Francisco Rico, a raíz de los “tonto del ciruelo” y “talibancita tonta de la pepitilla” proferidos por el académico cartagenero contra algunos de sus compañeros en la docta -y en ocasiones barriobajera- institución. Sin embargo, y pese a esta falta de predisposición personal, los libros que hoy os comento resultan objetivamente atractivos.

En el Diccionario del insulto sus autores acometen la imposible tarea de elaborar un repertorio completo (pese a ello, el libro recopila más de cinco mil) de los punzantes y a menudo ofensivos vocablos, a partir del rastreo en lo que ellos mismos denominan un gran corpus literario y periodístico. Así, cada una de las entradas recoge en casi todos los casos, además de una escueta definición y una interesante información etimológica, ejemplos procedentes de la literatura, pero también de la prensa, la televisión o la calle, las mejores formas de documentar el uso del insulto, esa joya de nuestro acervo cultural, como lo califican los investigadores en el prólogo. Un breve y sustancioso preámbulo en el que se proclaman, además, el valor catártico y la función social de los insultos y su condición de retrato de nuestra forma de ser y de nuestra historia, abre la antología que, apuntalada en una bibliografía que ronda los doscientos títulos, recoge una muestra muy variada de dicterios, organizada -estamos ante un diccionario- por orden alfabético, y de la que ahora os presento, por ver el modo en que se estructura la obra, algunos especialmente significativos, con la transcripción literal de los comentarios que los acompañan en el libro, en una ejemplificación inevitablemente sucinta.

Están, por un lado, los insultos poco usuales y no demasiado conocidos, como cacaseno (Pedante, y por extensión "tonto". Literalmente, "el que caga sabiduría" (del catalán, seny). Y no te rías solo, que pareces un cacaseno. Vargas Llosa, ¿Quién mató a Palomino Molero?); bragazas (Calzonazos, donnadie. Aumentativo agravante de "bragas". Ese bragazas se conforma. Valle Inclán, Divinas palabras); marmolillo (Tonto, estólido. Analogía con el bloque de materia inerte y pesada. A ver, marmolillo, menéese usted. Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta; Luego, ya en el coche, me dijo que el dichoso conferenciante era un marmolillo, que se creía un clásico y no era más que un buñolero. Delibes, Diario de un jubilado); palangana (Fanfarrón, bocazas. Posible analogía con el recipiente. Forofo del Sevilla Club de Fútbol, especialmente insultante si quien lo dice es del Betis); alzacolas (Organizador de la agenda de un político; por extensión, pelotillero. Analogía con el paje que sostiene la cola del vestido); botella (Profesor que se aprende de memoria las lecciones y las recita en clase como una máquina. Analogía con el recipiente: se limita a transportar algo sin protestar y con eficacia) o vanílocuo (Mal orador, sin contenido. Del latín vaniloquus, vano + loquere, hablar. Los vanílocuos del Parlamento enmudecerían de repente si el empleo de tan estomagante locución les fuera prohibido por premática. Lázaro Carreter, El dardo en la palabra); o incluso jipi (Individuo de pelo largo y desaliñado, que vagabundea por ahí, tocando (supuestamente) la flauta y pidiendo limosna. Del inglés hippie (de to be hip, estar al día), movimiento juvenil de los años sesenta y setenta, que preconizaba la automarginación, como alternativa al sistema, tanto capitalista como socialista. También ensalzaba la promiscuidad sexual y el uso de las drogas y liberar la mente de todo autocontrol. Hoy se usa para aquellos que recuerdan a aquellos jipis, tanto por su aspecto físico, como por su actitud. Pensando que estos extranjeros tienen unos hijos más puercos y más jipies, que si por él fuera, los mandaba a todos a cortar caña. Zoé Valdés, Te di la vida entera).

Se presentan también los más consabidos y habituales, aunque en todos ellos la posible vulgaridad de las expresiones se aligera con un toque de humor, muy presente también en la obra entera. Así ocurre con, entre otros muchos ejemplos, las locuciones Más tonto que Abundio, que vendió el coche para comprar gasolina (Muy tonto. No le quedó ningún caramelo a Pilarín; era más tonta que Abundio, que vendió el coche para comprar gasolina. Andrés Sopeña, El florido pensil); Más vago que la chaqueta de un guardia (Gandul irrecuperable); Más zumbado que el pandero de un indio (Loco perdido); Analfabeto de diseño (Fantasmón con cargo o carguillo oficial en el campo de la educación o la cultura, a pesar de no tener ni idea de lo que eso significa. El resultado está a la vista: una multitud de analfabetos de diseño, de sinvergüenzas y de tontos del culo aplaudiendo, como en aquel viejo cuento, el admirable traje del rey desnudo. Arturo Pérez-Reverte, El Semanal); o tonto útil (Originalmente, alternativa a la denominación "compañero de viaje", con la cual se designaba a las personas que son utilizadas por partidos políticos revolucionarios como colaboradores eficaces y que luego, una vez alcanzadas las metas, eran desechadas y apartadas, reprochándoseles su falta de verdadero compromiso. Por extensión aquel que le hace el caldo gordo a otros y a su vez es despreciado por ellos, porque no es del grupo. Es un invento para ingenuos, tontos útiles y demás ralea. Julio Anguita, El Mundo; Pero Carcedo, en fin, es tonto, un tonto útil, o un tonto inútil, porque nadie le escucha. Francisco Umbral. El Mundo).

Del mismo modo nos encontramos con términos como abrazafarolas (Borracho que se recoge a menudo en un estado lamentable. Metáfora basada en la dificultad de volver a casa a pie estando borracho. Uno de los grandes inventos del TBO fue precisamente la farola con ruedas para llevar a los borrachos a casa más fácilmente. José María García sembró vientos con aquellos sonoros epítetos de "correveidile" o "abrazafarolas". De sobra sabes quienes son los enemigos naturales del Real Madrid, y seguro que te gustaría saber un poco más de estos personajillos, que no son otra cosa que pequeños reptiles disfrazados de cantamañanas y abrazafarolas. Página web del Real Madrid); gilibabas (Individuo sumamente tonto. Eufemismo por gilipollas, que lo combina con las babas, símbolo de idiotez. Numerosas empresas están dirigidas por gilis, la variedad más contratada es la del gilibabas, luego la del gili pueril; a continuación, la del gili sádico o en general sicopático... así va el mundo. Javier Marías, El semanal); modelno (Francisco Umbral dedicó un magnífico artículo sólo para esta palabra, que nos acerca tanto a su significado como a su origen y usos reales. Actualmente se utiliza "modelno", muy generalizado, como burla social de determinadas tribus intelectuales, urbanas. Asi, el modelno, sería lo que ha venido después del progre. Modelno es el que se sabe todas las pelis de Almodóvar. Es políticamente correcto, indiscriminadamente esnob y generalmente tonto. Lorca utilizaba "modelno" burlándose de la pronunciación defectuosa de algún amigo, y la broma funcionó entre el grupo. El modelno esnifa coca para curarse los mocos. Francisco Umbral. El Mundo); ablandabrevas (Tonto, inútil. Por ser una actividad tan fácil como innecesaria. Y así siguen haciendo los gilipollas, los malajes, los zurumbáticos, los ablandabrevas y los majagranzas por mucho que crezcan. Gregorio Peces-Barba, ABC).

No pueden faltar tampoco los clásicos, como es el caso de cornudo (Marido cuya mujer se acuesta con otros. Coincide en forma y sentido con el griego keratoforos de donde procede cabrón, aunque no está muy clara la relación entre ambos conceptos. Un suceso reciente contribuye sin embargo a reforzar dicha relación: Cuando la ambulancia llegó a un piso de Móstoles para atender a una urgencia, se encontraron a una mujer y un hombre cubiertos de pies a cabeza con heridas y lesiones. Los heridos señalaron los majestuosos cuernos de reno polar que estaban tirados en el suelo. Pertenecían al marido que los traía como regalo de un viaje. La escena que encontró al llegar antes de lo previsto le hizo agarrar lo primero que tuvo a mano -los cuernos- y arremetió contra los dos amantes. Periódico El Ideal; Fue mártir, porque fue casado y pobre; hizo un milagro y fue no ser cornudo. Quevedo, A un hombre casado; Entré en casa con la cara rozada de puros mojicones, y las espaldas mohinas de los varapalos. Reíase el catalán mucho, y decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán del revés, que no fuese apaleado tras cornudo, sino cornudo tras apaleado. Quevedo, El Buscón); hijo de puta -y sus variantes- (Hijo de puta: Insulto indirecto, consistente en mentar a la madre del interpelado, lo cual se considera más grave que injuriarlo directamente a él. Insulto de eficacia universal y reconocida, que ha dado lugar a muchas variantes. Muchas de estas variantes son coyunturales y pertenecen a un período histórico determinado. Así, Don Ramón María del Valle Inclán llamaba a los policías que lo llevaban detenido a la Modelo: Hijos de Primo de Rivera, productos de antepalco, haciendo la primera parte alusión al dictador de la época y la segunda a ciertas actividades que se realizaban con vicetiples, bailarinas y actrices de poco éxito y que se desarrollaban en los antepalcos de los teatros de variedades. Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces hijo de puta y de hechicera. Agarré una piedra y descalabréle. Quevedo, El Buscón; ¿Quién me habla? ¿Sois voces del oro mundo? ¿Sois almas en pena o sois hijos de puta? Valle Inclán, Romance de lobos); hijo de tu madre (Eufemismo que se limita a no pronunciar la palabra puta, fácilmente reconocible por el contexto. El hijo de su madre, ¡cómo fingía el muy zorro! Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte); hijo de un regimiento de meretrices (Hipérbole para hijo de puta. Se supone que debió ser metonimia: el regimiento serían los clientes, porque madre no hay más que una. Existe una variante argentina aún más curiosa: hijo de remil putas); hijoeputa (Hijoeputas, esos son los dirigentes. Zoé Valdés, Te di la vida entera); hijoputa (Mala persona, sin sentimientos ni principios, capaz de cualquier fechoría y que no merece ninguna compasión. A ver si me vas a preguntar esa que hacen todos los estudiantes de periodismo al final de las entrevistas: "¿El poeta nace, o se hace?" Suspenso, hijoputa, le contesto yo. José Hierro, El País Semanal); o hijoputa montao en un ruido (Motarra, porque pasan a escape libre proclamando lo turbio de su linaje. Lázaro Carreter, El dardo en la palabra). En un registro similar, también mamón (Gilipollas, tonto. De mamar, por analogía con el niño pequeño, fácil de dominar y de engañar. Tendrán que matarme, o me mata la prensa o conmigo no pueden. No me pliego a mamones. Javier Clemente, El País; Y además de la denuncia por escrito, quiero presentar algo más a esos mamones del Ayuntamiento. Juan Marsé, El embrujo de Shangai).

Resultan reseñables también los sexistas, racistas, xenófobos o, en general, prejuiciosos, casi inusitados en esta época en que la pacata corrección política tiende a proscribir cualquier manifestación que siquiera roce levemente la cada vez más susceptible piel de individuos y grupos sociales (llama la atención, en este sentido, cómo ha cambiado la sensibilidad -no sé si el fenómeno merece un término tan noble- de los tiempos en los dieciséis años pasados desde la publicación del libro). Y así, hoy resultan casi inimaginables -y también impronunciables e impublicables- insultos como charol (Negro. Analogía con el barniz negro y brillante. Del portugués charâo. De racista nada, yo me parto la jeta por defender a los charoles, incluso a los moracos. Manuel Vázquez Montalbán, El premio); judío (Hebreo, y por extensión, malvado. Originario de la provincia romana de Judea; por extensión israelita. En la Edad Media y el Siglo de Oro se cuestionaba realmente la condición de cristiano viejo del insultado. Cuando la expulsión de los judíos es ya algo lejano, éstos dejan de ser un referente de la experiencia cotidiana, y empiezan a predominar usos más figurados, basados en la doctrina eclesiástica, que los seguía condenando como responsables de la muerte de Cristo. Voto a Dios -dije yo- que el bellaco que tal dijo, es un judío, puto y cornudo. Quevedo, El Buscón; Mire que es de judíos lo que hicieron con doña Sabelita. De la misma cabecera de la difunta la echaron a la calle arrastrándola por los cabellos; Valle Inclán, Romance de lobos; Pero delante de mí no hay un judío sinvergüenza que se atreva a hablar mal de la Virgen. Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta); gitano (Ladrón, estafador, tramposo. Epítome de todos los vicios, defectos y maldades que desde hace cinco siglos se achacan a este pueblo en nuestro país. Se suele utilizar gitano como insulto para indicar que un individuo es un ladrón, sucio, que no tiene palabra, que traicionará la confianza que se deposita en él. Estos tópicos quedan expresados en locuciones tales como "los gitanos si no la hacen a la entrada, la hacen a la salida". El tópico del gitano estafador ya se recoge en el Tesoro de Covarrubias de 1611 y se encuentra incluso en textos del siglo XVI, relativamente poco tiempo después de la llegada de los gitanos a España. Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladornes: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes. Cervantes, La gitanilla); maricón (hombre homosexual. Aunque teóricamente las palabras maricón y homosexual se oponen por su registro, también parecen existir distinciones semánticas. Homosexual es cuando te gustan hasta un punto en que puedes controlarte, pero los que son como yo, que ante la simple insinuación de un falo perdemos la compostura, mejor dicho, nos descocamos, ésos somos maricones, David, ma-ri-co-nes, no hay más vueltas que darle. Senel Paz, Fresa y Chocolate; En mi casa yo era el único homosexual, allí sólo había maricones, algunas mujeres y montones de chulos. Nazario, Plaza Real Safari; Y rarito había empezado siendo Cigala, el manicura, según él mismo decía, rarito desde chavea, y había acabado siendo maricón. Eduardo Mendicutti, El palomo cojo; El maricón del francés no distingue un arrendajo de una perdiz; para el señorito Iván todo el que agarraba una escopeta era un maricón, que la palabra esa no se le caía de los labios, qué manía. Miguel Delibes, Los santos inocentes); y, por encima de todos, las numerosas acepciones despectivas del término mujer (mujer al punto, mujer al taxi, mujer cuota, mujer de casa pública, mujer de la carrera, mujer de la vida, mujer de mal vivir, mujer de mala nota, mujer de partido, mujer de vida alegre, mujer del arroyo, mujer del arte, mujer del gremio, mujer fatal, mujer tenías que ser, mujercilla, mujeruca, mujerzuela, mujer errada, mujer de la vida airada), muchos de ellos meros eufemismos de prostituta, otra palabra cuyas connotaciones ofensivas afloran en infinidad de manifestaciones: abarraganada, actriz, agrofa, alegrona, alondra, alternadora, amasia, ambladora, andorra, andorrera, andova, anónima, araña, arjulipí, arrecogida, artista, autobús, aventurera, azafata, bacante, badana, bagasa, bailarina, baldonada, banderola, bandida, barragana, bestezuela, bordiona, bribona, brusca, buharra, burraca, cabaretera, cabra, cachaloa, cachera, cachonda, cacho puta, cacho zorra, caide, calientacamas, calientapollas, callejera, callo, callonca, camarera, camaruta, candelaria, candonga, cantonera, capulina, carcavera, casera, cellenca, cerda, chai, chaleco, changadora, chica de alterne, de aviso, de descorche, de moral distraída, chian, chingala, chipichusca, chirlata, chubasca, chuchumeca, chumasca, churriana, chusca, cigarra, cigarra de la noche, cisne, cochina, cocotte, coima, colipoterra, cómica, concubina, consejil, consentidora, coño alegre, coño loco, copera, corista, correcalles, cortesana, corza, coscolina, cotorrera, cualquiera, cuero, currutaca, en una enumeración interminable que, como se puede apreciar, interrumpo en la letra c.

Sin tiempo ya para más comentarios, os aconsejo igualmente la consulta de El Gran libro de los insultos del polifacético Pancracio Celdrán Gomariz. Con un significativo subtítulo, Tesoro crítico, etimológico e histórico de los insultos españoles, fundamentado también en un extenso aparato bibliográfico, con un ilustrativo prólogo y tras una simpática presentación de Forges, el libro presenta más de mil páginas repletas de sustanciosos insultos, cada uno de los cuales se ofrece con abundantes referencias lexicográficas y literarias, constituyendo el conjunto un compendio que rezuma sabrosa erudición.

Libros muy interesantes y entretenidos, estos dos catálogos de insultos os proporcionarán horas de gran amenidad y diversión, a la vez que nutrirán vuestro bagaje léxico para su posible utilización en esas inconsistentes discusiones en los foros virtuales caracterizadas habitualmente por la explosiva mezcla de inanidad e iracundia, de odio e insulsez.

De entre las muchas canciones cuyas letras permiten ilustrar mis recomendaciones de esta tarde, he elegido un clásico, Rata de dos patas, un abigarrado elenco de improperios nacidos del despecho, que escucharéis en la insuperable versión de Paquita la del Barrio.

miércoles, 19 de octubre de 2016

MIHAIL SEBASTIAN. MUJERES

Hola, buenas tardes. Hoy, en Todos los libros un libro, os traigo una breve novela de un autor de no demasiada fama pero, sin embargo, formidable. Al menos así me lo ha parecido el libro que he leído, el único que conozco de este escritor rumano, Mihail Sebastian, nacido en 1907 en Braila, a orillas del Danubio, y muerto en 1945, en Bucarest, en un lamentable accidente ocurrido pocos días antes de que las tropas rusas liberaran (no sé si éste es el término adecuado) su país. Escritor controvertido, judío, y por tanto perseguido por los nazis, fue muy independiente y polémico, lo que le granjeó las antipatías de los judíos rumanos, hasta el punto de que se aventura que de haber llegado con vida a la ocupación rusa de Rumanía, probablemente hubiera sido represaliado también por el bando vencedor. En cualquier caso, lo que nos interesa ahora de Mihail Sebastian es su delicada, preciosa y muy sutil novela, titulada escueta y significativamente Mujeres, y que publicó en España hace ya ocho años, en 2008, la editorial Impedimenta en traducción de Marian Ochoa de Eribe.

El protagonista de Mujeres es Stefan Valeriu, un joven médico, aunque ambos rasgos, la juventud y el ejercicio de la medicina los irá perdiendo en el transcurso de la narración, que relata en cuatro capítulos distanciados en el tiempo, que se corresponden con distintas etapas de su vida, sus relaciones con algunas mujeres que, de un modo u otro, por diversos motivos, han cobrado un destacado protagonismo en su existencia. De un modo muy tenue, muy discreto y ligero, sin apenas énfasis, levemente, como manteniéndose al margen, el personaje principal relata sus encuentros con una serie de mujeres que encarnan, de maneras muy variadas, diferentes versiones de la feminidad. Valeriu es un extraordinario amante de las mujeres, y por su vida pasan infinidad de ellas, con distintos grados de implicación en su propio acontecer vital. De entre todas ellas, nos muestra la personalidad de seis especialmente significativas que han dejado huella en su pensamiento, ya que no todas tocaron su corazón.

El libro está dividido en cuatro partes, y salvo en la primera, en la que nos habla de Renée, Marthe y Odette, tres mujeres a las que conoce en una breve estancia en una pensión alpina, en el resto una sola protagonista centra cada uno de los relatos. Así, el segundo capítulo se dedica a Émilie, el tercero a María y el cuarto y último a Arabella.

La idílica estancia en la residencia alpina, con el lago de aguas tranquilas, las simpáticas y despreocupadas excursiones campestres, las sosegadas escenas en el comedor o los salones del hotelito, las damas de blanco, los juegos de mesa, las miradas soñadoras, los guiños atrevidos de las mujeres, los inocentes maridos, los rituales y ceremonias de la vida social burguesa, recuerdan a Chejov y son, a mi juicio, lo más logrado del libro. En el agradable reposo veraniego, Stefan entabla relación con un empresario tunecino y coquetea con su muy inquieta esposa, una algo insulsa Renée, que burla reiteradamente a su marido para multiplicar los apasionados encuentros, cada vez más peligrosos y arriesgados, con el joven Stefan. También en esos días, el joven médico rumano tiene un único contacto sexual con Odette, una muy inteligente chica, algo alocada también, que pierde su virginidad con el atractivo y mujeriego protagonista la noche previa a su partida del refugio alpino. Por último, en la pensión aparece la madura Marthe, con su jovencísimo hijo, y su irrupción parece dejar un poso más intenso, una marca más importante en la aparentemente frívola personalidad de Stefan, aunque la relación se resuelve sin fructificar y todo queda en tenues insinuaciones, en meros atisbos de algo que quizá pudo llegar a calar más hondo en la historia sentimental del joven.

En la segunda parte de la novela, la protagonista principal es Émilie, una mujer poco agraciada, que vive una existencia oscura y mediocre al lado de Mado, y con la que Valeriu mantiene una relación. La mansedumbre, la apatía, la falta de alicientes, el sinsentido aparente de la vida de Émilie, llaman la atención al médico rumano, que nos describe la peculiar y dramática historia de la desafortunada joven. El tercer capítulo está atravesado por la presencia de Maria, una mujer espléndida, inteligente y capaz que, sin embargo, ha entregado su vida a un hombre que la engaña constantemente, la desaira y la abandona una y otra vez. Pese a ello, Maria sigue a su lado y no corresponde a la declaración de amor de Stefan. Por último, asistimos a la historia de Arabella, una singular artista de circo, bohemia y a la vez acomodaticia, reposada y a la vez inquieta, entregada y a la vez dominadora, con la que Stefan mantiene la que parece ser su relación más fecunda, y más duradera también.

Pero más allá de las tramas argumentales, lo que interesa en las descripciones de estas mujeres es la personalidad de cada una de ellas, que aflora a través de la prosa de Mihail Sebastian. Una prosa, como os digo, ligera, desapasionada, de modo que el protagonista parece contemplar el acontecer de las cosas desde fuera, sin implicarse, aunque esté hablando de su propia vida. Y claro, Mujeres es una novela de amor, de pasiones, de destino, de amistad, y, sobre todo, de -haciendo honor a su título- mujeres inolvidables. Leedla y pasaréis unas horas deliciosas, además de que aprenderéis bastante -yo creo haberlo hecho- sobre el temperamento femenino. Con ese mismo título, Mujeres, un tema clásico de Silvio Rodríguez completa esta reseña.



No son todavía las ocho. Ştefan Valeriu lo sabe por la marca del sol, que no ha llegado más que al borde inferior de la chaise-longue. Nota cómo sube por la barra de madera, cómo envuelve sus dedos, la mano, el brazo desnudo, caliente como un chal… Pasará un rato —cinco minutos, una hora, una eternidad— y en torno a sus párpados cerrados habrá un centelleo azulado con vagas líneas plateadas. Entonces serán las ocho y se dirá, sin convicción, que tiene que levantarse. Como ayer, como anteayer. Pero se quedará así, sonriendo al pensar en este reloj solar que ha construido desde el primer día con una chaise-longue y un rincón de la terraza. Siente su pelo arder al sol, áspero como el cáñamo y piensa que, al fin y al cabo, no es una gran pérdida haber olvidado en París, en su habitación de la rue Lhomond, la botella de brillantina Hahn, su única pero suprema coquetería. Le gusta pasarse los dedos por ese cabello enredado, del cual, por la mañana, no ha conseguido el peine soltar más que unos tres remolinos, ese pelo que siente tan rubio por lo áspero que resulta entre sus dedos. 

Debe de ser muy tarde. Se han oído hace poco unas voces por la alameda. Desde el lago ha gritado alguien, una voz de mujer, quizá la inglesa de ayer, la que lo contemplaba mientras nadaba a estilo libre y se maravillaba de esa lucha con el agua, ella, que no conocía más que la braza. 

Ştefan columpia la pierna por encima de la barra de la silla y busca por la hierba, sin calcetines como está, restos de humedad. Conoce él, hacia la izquierda, no lejos, junto a los arbustos, un sitio donde el rocío permanece largo rato, hasta el mediodía. Así. El cuerpo que arde somnoliento al sol y esta sensación de frío vegetal. 

El lunes por la noche, cuando bajó al comedor de la pensión después de —apenas llegado de la estación tras un largo viaje— cambiarse rápidamente de camisa, la serbia parlanchina de la mesa del fondo dijo en voz alta, para todo el mundo: 

Tiens, un nouveau jeune homme!* Ştefan le estuvo doblemente agradecido. Por nouveau y por jeune homme. Había sido viejo una semana antes, al salir de su último examen de médico residente. Viejo, no envejecido. El cansancio de las noches sin dormir, las mañanas de hospital, las largas tardes en la biblioteca, las dos horas de examen en una sala oscura ante un profesor sordo, la gruesa ropa de invierno, el cuello que le parecía sucio… Después, el nombre de este lago alpino que encontró por casualidad en una librería, en un mapa, el billete de tren comprado en la primera agencia de viajes, el recorrido por los grandes almacenes, un pulóver blanco, un pantalón gris de algodón, una camisa de verano, la partida como evasión.

Un nouveau jeune homme.

No conoce a nadie. Algunas veces le han dirigido la palabra de pasada, pero él ha respondido de forma evasiva. Ştefan recela de su acento inseguro y le resultaría desagradable traicionarse como extranjero desde el primer día. Después de comer se escurre rápido por entre las mesas, ausente, casi enfurruñado. Los demás lo podrían considerar huraño. Él es solo perezoso. Arriba, en la parte trasera de la terraza, empieza el bosque. Allí hay un trozo de tierra con hierba alta, densa y elástica. La aplasta toda la tarde con el peso de su cuerpo dormido y al día siguiente la vuelve a encontrar entera brizna a brizna. Está tumbado en el suelo, con los brazos estirados a ambos lados, con las piernas extendidas, con la cabeza hundida entre las hierbas, vencido por una fuerza contra la que le gustaría luchar. 

Ha saltado una ardilla de un avellano a otro. ¿Cómo se dirá ardilla en francés? Hay un inmenso silencio… No. No hay un inmenso silencio. Eso es de algún libro. Hay un inmenso barullo, un inmenso vocerío zoológico, grillos que cantan, saltamontes que se agitan, escarabajos que chocan en el aire, golpeando ruidosamente sus alas y cayendo a continuación con un sonido denso, como de plomo. En medio de todo esto, su respiración, la de Ştefan Valeriu, es un detalle menor, un signo irrisorio de vida, irrisorio y capital como el de la ardilla que ha saltado, como el del saltamontes que se ha detenido en la punta de su bota creyendo que es una piedra. Qué bien está saberse aquí, un animal, un ser vivo, un bicho insignificante que duerme y respira bajo un sol que es de todos, sobre un trozo de tierra de dos metros cuadrados. 

Si le apeteciera pensar, ¿qué pensaría un grillo sobre la eternidad? Y si, por casualidad, la eternidad tuviera el sabor de esta sobremesa… Se ven abajo, en la terraza de la pensión, sillas, chales, vestidos blancos. Y, más lejos, el lago azul, transparente, idílico. Una postal. 

*. ¡Mira, un chico nuevo! (Todas las notas son de la traductora.)



miércoles, 12 de octubre de 2016

NORMAN OLLESTAD. PASIÓN POR EL PELIGRO

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que como cada semana os trae una recomendación de lectura -no siempre necesariamente literaria, y menos hoy, si tenemos en cuenta el título que quiero presentaros- inexcusablemente escogida con criterios de calidad y con la pretensión última de despertar vuestra curiosidad y vuestro interés. Mi propuesta de esta tarde es Pasión por el peligro (Crazy for the storm en su título original, algo así como Loco por la tormenta), un apasionante relato autobiográfico escrito por el norteamericano -californiano, y la precisión no es baladí, como comprobaréis más adelante- Norman Ollestad y publicado hace cuatro años por la editorial Salamandra en traducción de Patricia Antón de Vez.

Un fornido joven en bañador cabalga una ola sobre una tabla de surf. La espuma rompe a sus pies. Su mirada concentrada parece fijarse de modo exclusivo en la trayectoria que marca el deslizamiento de la ligera plataforma sobre un mar azulísimo en el que se refleja un sol brillante. Colgado a su espalda, sujeto por un arnés, un niño, que ese día cumple un año, se agarra a los hombros de su padre mirando por encima del hombro el rápido avanzar de ambos por el agua. Estamos en Topanga Beach, en el sur de Malibú, Los Ángeles, California. La foto, pues de una foto se trata, está fechada en 1968. Esa imagen -poderosísima, y como luego veréis, muy significativa- ocupa la portada del libro que hoy os aconsejo con fuerte convicción, ya que su lectura es arrebatadora aun sin tratarse de alta literatura, pues nos encontramos ante una crónica, casi un reportaje periodístico, aunque con una emoción, una intensidad y un interés apasionantes.

Norman Ollestad, el autor del libro, es el niño de la foto. Su padre, Norman como él, lo educó en el esfuerzo y la exigencia. Apasionado del surf, del esquí de altura, amante del riesgo y la aventura, de las experiencias extremas, “forzó” la infancia de su hijo obligándole a practicar sus deportes favoritos, levantándole de madrugada en sus días sin escuela para buscar la primera ola propicia en las playas cercanas a su casa, inscribiéndole, en las nevadas estaciones de unos insospechados Alpes californianos, en competiciones de esquí en las que debía enfrentarse a niños mayores que él, arrastrándolo a México en una furgoneta destartalada con la excusa de una visita a sus abuelos pero, sobre todo, con la intención de experimentar la fuerza arrasadora de las olas del Pacífico, llevando siempre al chico hasta el límite de sus posibilidades, forjando en él un carácter duro, tenaz, exigente, disciplinado, aún a costa de limitar -o, en ocasiones, impedir- el normal desenvolvimiento -el ocio, las diversiones, los juegos con los amigos- de su vida infantil.

Este Norman Ollestad padre era un joven abogado de vida desenfadada en la California de finales de los 60, bohemia, alternativa, contracultural, hippie, muy libre. Separado de la madre del pequeño Norman, atractivo y seductor, amante de las mujeres y la vida intensa, este antiguo colaborador de Robert Kennedy, exmiembro del FBI, transmite a su hijo los recios valores de la vida natural, la superación, el sacrificio, intentando inculcar en él -en su “chico maravilla”- su mismo espíritu optimista e infatigable, positivo y solar, ayudándole a superar el dolor, la tristeza y el desánimo con una fortaleza física y anímica desbordante y expansiva. La figura de ese padre riguroso pero cercano, severo pero alegre, un punto intransigente pero vital y cariñoso, marcará los primeros años de la vida del chaval, que se desarrollarán entre las deslumbrantes playas de la costa angelina y las empinadas pistas de esquí de las montañas nevadas del condado.

El once de febrero de 1979, la avioneta en la que padre e hijo, junto con Sandra, la novia de aquél, se dirigen a una estación cercana a Los Ángeles donde el niño deberá competir en un trofeo de esquí, se estrella, en medio de una tormenta de nieve, contra las montañas de San Gabriel, cercanas a su destino. En el accidente, brutal, mueren el padre -a sus jovencísimos 43 años- y su novia, así como el piloto. El joven Norman, sólo once años, sobrevive en un entorno terrible, lucha por su vida y se hace encontrar, nueve horas después, tras un angustioso avanzar en un entorno hostil, resbaladizas gargantas cubiertas de hielo, frío glacial, ventiscas gélidas, numerosos accidentes geográficos y, por encima de todo, el sobrecogedor impacto psicológico de los cadáveres abandonados a su espalda en su desesperada y sin embargo serena búsqueda de salvación.

Con una estructura en paralelo, el protagonista nos relata, en capítulos alternos, la terrible experiencia del accidente -en una narración palpitante y emotiva, llena de tensión y suspense- y los recuerdos de la infancia en una idílica casa frente al mar en Malibú, con el padre, ya separado de la madre del niño, entrando y saliendo, arrasador, de la vida de su hijo.

Y así, por un lado, asistimos a la angustiosa y sin embargo firme y decidida búsqueda de la salvación por parte del pequeño Norman que deberá abrirse paso entre los restos de la avioneta y los cadáveres del piloto, su padre y su novia Sandra (que sobrevive inicialmente pero que más adelante se despeña, en presencia del chico, por una deslizante rampa de hielo), luchando, como he señalado, contra una persistente tormenta de nieve que impide la visibilidad y amenaza con la muerte por congelación. La conmoción del golpe, el dolor físico causado por las heridas provocadas por el impacto, la tristeza por la irremediable pérdida del padre y el miedo por la inminencia de una muerte más que segura son narrados por Ollestad con la poderosa convicción y la dramática verosimilitud, con la estremecida emoción y la conmovedora verdad de quien ha vivido -sufrido- los sucesos de los que se da cuenta.

Desde otro punto de vista, alternando con el relato de la impresionante “aventura” del chico, el libro recrea la infantil, despreocupada y casi idílica existencia -perturbada, no obstante, por las “agarradas” con Nick, el nuevo novio de su madre, y por las inflexibles exigencias de su padre, decidido a acostumbrar a su hijo a los estrictos requerimientos de los deportes de riesgo- de ese niño criado por una pareja desprejuiciada en un universo sin limitaciones como era el de los jóvenes liberados y con posibles en una California paradisíaca, la de finales de los sesenta y principios de los setenta, un lugar edénico rebosante de sol, playa, surf, amistad, sexo, drogas y felicidad.

Y vinculando ambos escenarios, el del traumático sufrimiento tras el accidente y el dichoso y alegre mundo californiano que en el caso de los Ollestad gira sobre la ética -y la estética- del surf (Y comprendí que, con independencia de quién fueras o qué cosas extraordinarias lograras, Topanga Beach era siempre más grande que tú. Allí, lo único que importaba era el surf. El surf lo igualaba todo, lo ponía todo en su sitio. Y también: Comprendí que cabalgar las olas me hacía sentir cosas que él [Nick] nunca podría sentir. Remé otra vez hacia el agua, sintiéndome poderoso y valiente y parte de algo que me elevaba por encima de toda la mierda del mundo), aparece la figura del padre, presidiendo la existencia de su hijo, educándolo en la superación y el esfuerzo y salvando, como fruto no pretendido de sus enseñanzas, la vida del chico al ser precisamente la firmeza de carácter del muchacho, su tenacidad, su dureza -forjadas en su primera infancia- las que le permitirían vivir en el dramático episodio de la montaña nevada. Por unos instantes -escribe el Norman de once años, aún con los restos de accidente ante sus ojos- mi vida entera se desplegó con claridad ante mí: papá llevándome más allá de los límites de una vida cómoda, día tras día, moldeándome hasta convertirme en su pequeña obra maestra, incluso las malévolas dudas que me infundía Nick y a las que tendría que enfrentarme solo; lo veía todo completamente transformado. Todo percance, toda lucha, todas las cosas que me habían cabreado y me habían hecho maldecir a veces a mi padre se sucedían, atropellándose y precipitándose como fichas de dominó puestas en fila.
Miré con furia la tormenta que se cebaba con la montaña, abatiéndose sobre mi padre, aún atrapado allí. A mí no me había alcanzado. En ese momento comprendí que todo lo que él me había hecho pasar acababa de salvarme la vida.

Y es que el tema último del libro es, precisamente, el de la relación -la unión, profunda e incondicional, auténtica y muy firme- entre padre e hijo. A veces detestaba su carisma -escribe el chico-, la forma en que lo arrollaba todo y siempre salía ganando. Pero incluso en esos momentos deseaba ser como él. La admiración que la deslumbrante personalidad del progenitor ejerce en su vástago se manifiesta de continuo: Me quedé asombrado por lo que acababa de presenciar: mi padre había recurrido a lo único que tenía, una guitarra, para superar la adversidad. Me maravilló su espontaneidad, su elegancia al verse sometido a presión, la forma en que había transformado una situación delicada e irreversible en algo hermoso. Aunque la deslumbrada entrega del chico no esté exenta de dudas y quejas y cuestionamientos, la comprensión última y, en definitiva, el amor, prevalecen, como en este fragmento postrero del libro en el que el autor pondera el peso de las enseñanzas de su padre en su propia vida ya adulta: Me he preguntado muchas veces qué incitaba a mi padre a criarme como lo hizo. ¿Fue para hacerme a su imagen? ¿Para compensar sus propios deseos no cumplidos? Probablemente ambas cosas.
No sé si mi padre tenía razón al educarme del modo en que lo hizo. Desde luego, parece algo temerario, pero cuando hurgo en esos recuerdos para extraer los detalles, no me da la sensación de que lo fuera. Me parece la vida tal como yo la conozco: cruda, indómita y maravillosamente impredecible. Quizá mi reacción pueda explicarse como mero condicionamiento: mi padre me formó para que me sintiera cómodo en plena tempestad.
Lo dicho no significa que la vida me resulte un paseo. Tropiezo y me levanto como puedo, como la mayoría de la gente. Con mis burdas herramientas e imperfectas habilidades, me abro paso a través del caos con la esperanza de encontrar un pequeño fragmento de belleza oculto en él.

En fin, un notable libro este Pasión por el peligro de Norman Ollestad, que sin ser una reseñable obra literaria sí constituye un emotivo documento humano merecedor de nuestra lectura, nuestra atención y nuestro interés. De entre las múltiples canciones que suenan en el libro he elegido Heart of gold, de Neil Young, por un triple motivo. Porque, en primer lugar, centra una significativa escena en la que Norman padre se la canta, con inequívocos signos de coqueteo, a unas chicas mexicanas en el formidable episodio -una aventura dentro de la aventura- de la “excursión” a México. Además, porque, al margen del libro, el tema y el disco al que pertenece, Harvest, constituyen un muy buen reflejo de la época. Y en tercer lugar porque el recuerdo de esa canción -y del LP entero- sonando (en un “tocadiscos” portátil) entre las rocas de alguna playa viguesa un verano de los primeros setenta aún me acompaña desde mi primera juventud.

PD.- Se publica estos días -también con el surf como centro- Años salvajes, de William Finnegan. Editado por Libros del Asteroide en traducción de Eduardo Jordá parece -en las reseñas que he podido leer- muy interesante y apetecible.


Me alejé mirándome los pies. Cuando alcé la vista ya me dirigía hacia la parada del autobús. Sostenía la tabla con fuerza contra el pecho y sollozaba; observé las olas que llegaban a la cala. Deseé zambullirme en aquellas largas ondas inclinadas. Al ser consciente de que estaba huyendo, la rabia y la pena convergieron con el resplandor de las aguas. Todo se fundió en una sola cosa, como ríos que entrelazaran sus caudales. Aquella corriente invisible me arrastró consigo y me pareció bien.

Di media vuelta, descendí corriendo el terraplén y crucé la herradura de arena. La playa estaba desierta y olía a algas. Dejé caer la tabla y me precipité hacia el mar. Cuando entré en el agua, la piel me ardió como si me la estuviesen arrancando. En ese momento ya no había capa alguna que me protegiese del dolor.

Te echo de menos, papá, dije al viento.

Mis lágrimas se derramaban en el mar. Abrí los ojos. El fondo estaba turbio. Como la mierda del mundo.

Cómo desapareciste así.

Me sumergí y hurgué en la arena del fondo. Era oscura.

Me has dejado solo. Completamente solo.

Necesitaba aire. Salí a la superficie. El agua bajo mi barbilla se ondulaba y mecía. Yo no estaba bien, como quería creer. Estaba triste. Estaba enfadado. Y eso a veces me hacía sentir solo, huraño y cruel.

Fui hasta la orilla y aporreé la arena con los puños. Pasé mucho rato pataleando y golpeándola. Agotado, me volví de costado y contemplé el océano.

Estaba hecho polvo. No podía rehacerme. Dejé de intentarlo y no me pareció tan malo estar hecho polvo. Me sentí tranquilo, cómodo, ligero. De pronto, el dolor se ensañó conmigo, me invadió con fuerza, pero, de algún modo, me hizo bien sentir las cosas tan visceralmente. La pena no me aplastó.

El océano se extendía hacia el horizonte, ondulándose, y las olas se veían preciosas en la rompiente. Mi padre me enseñó a volar en aquel lugar, en aquellas olas. Estaban allí para que cabalgara en ellas para siempre, como la nieve polvo, fluyendo por el centro mismo de mi cuerpo. Me levanté.

La arena me permitió asentar bien los pies, equilibrándome. En el siseo de las olas oí a mi padre pidiéndome que confiara en aquella ola enorme de México, que confiara en que la poderosa pared de agua se inclinaría para envolverme en su pacífico seno, revelándome todo lo esencial, un mundo de pura dicha “más allá de todas las gilipolleces”.

Por detrás del punto de rompiente de Topanga Beach, contemplé el ojo de una ola distante. En algún lugar de aquella abertura oval capté lo que mi padre siempre había tratado de hacerme entender: que la vida es algo más que la mera supervivencia. En el corazón de cada turbulencia reside la calma, un resquicio de luz oculto en la oscuridad.

miércoles, 5 de octubre de 2016

ANTONIO OREJUDO. UN MOMENTO DE DESCANSO

Hola, buenas tardes, una semana más nos encontramos en Radio Universidad de Salamanca, en el espacio de Todos los libros un libro, para acercar a vuestras casas una nueva propuesta de lectura. La novela que esta tarde quiero recomendaros es, aparte de un excelente libro, lleno de aportaciones interesantes y sugestivas, un texto muy divertido que va a proporcionaros, si os decidís a adentraros en sus páginas, unas cuantas horas de transcurrir muy agradable. Se trata de Un momento de descanso, la última novela publicada, hace ya cinco años, por Antonio Orejudo, un escritor madrileño que ha conocido ya un relativo éxito con su libros anteriores, en particular Fabulosas narraciones por historias, con el que se dio a conocer y que editó, como el que ahora os reseño, Tusquets. Altamente aconsejable también sus Ventajas de viajar en tren, también desternillante, publicado por Alfaguara en el año 2000 y reeditado con posterioridad por Tusquets.

Desde el punto de vista de su estructura, Un momento de descanso esta organizado en torno a tres capítulos, aparentemente autónomos, pero con un evidente lazo común más allá de que los tres comparten personajes. En el primero de ellos, titulado Aparece un fantasma, conocemos a Arturo Cifuentes, compañero de estudios universitarios de Antonio Orejudo (Antonio Orejudo el personaje, no necesariamente coincidente, aunque sean muchos los puntos en común pues el libro tiene una indudable carga de referencias autobiográficas, con el Antonio Orejudo real). Cifuentes encuentra al escritor en la Feria del Libro de Madrid, en 2009, diecisiete años después de su último contacto en lo que fue una estancia común en Nueva York. En la conversación subsiguiente al encuentro Arturo, que ha permanecido en Estados Unidos como profesor, describe a su amigo, que vive en España desde hace años, las peripecias, más exactamente el auténtico calvario que ha vivido en Norteamérica, con la crisis de su vida profesional, sentimental y familiar. El segundo capítulo, Cómo me hice escritor, cambia de tono y de eje argumental. El protagonismo se centra ahora en Antonio Orejudo, insisto, el Antonio Orejudo literario, que narra en un relato repleto de una imaginación tan disparatada que roza el delirio, sus desopilantes investigaciones en la Biblioteca nacional, con un episodio enloquecido en el que, una más bien patética aventura sexual acaba modificando el texto de un manuscrito del Mío Cid, y, sobre todo, su experiencia en una extraña Fundación en la que el sometimiento a unas misteriosas investigaciones acaba modificando su percepción de la realidad, convirtiendo esta, como quizá le suceda a cualquier escritor, en una desbordante fuente de historias, en una inagotable y fecunda sucesión de acontecimientos en los que las fronteras de lo verdadero y lo falso, de lo real y lo imaginado, se difuminan hasta casi borrarse. Por último, en la tercera parte, La felicidad del hombre descansado, Cifuentes y el narrador, ya juntos en Madrid, intentan desenmascarar una confusa trama de intereses en la Universidad española, una trama que afecta a profesores, catedráticos y autoridades académicas, y que lleva extendiendo sus tentáculos mafiosos desde antes de la guerra civil.

Pero, como casi siempre, el tejido argumental de una novela, de esta en particular, no es más que el entramado de fondo que permite al autor desarrollar su ideas, dar cabida a sus puntos de vista sobre el mundo, exteriorizar sus planteamientos vitales o existenciales. Y en este sentido, Un momento de descanso contiene numerosos elementos de interés. De entrada, y como ha señalado el propio Orejudo, esta vez el auténtico, en alguna entrevista, la relación entre verdad y apariencia es el tema principal del libro. Nada es como parece, dice el autor, ni la Universidad es como parece, ni lo es ser escritor, ni tampoco lo son la autoridad moral o el prestigio académico e intelectual. Así, se nos revela la fragilidad de todo, de cosas, personas y sentimientos, una fragilidad que viene dada, quizá, por la crisis de una edad, los cincuenta que comparten escritor y protagonistas, en la que todo se tambalea y todo nos induce a encontrar un remanso de paz tras la dura vida de lucha en pos de la huidiza verdad, de peleas con la realidad, del mantenimiento de una integridad y una firmeza moral casi siempre estériles y sin recompensa. En este sentido, resultan significativas las últimas reflexiones de Cifuentes: quiero una felicidad más elemental, ¿quién soy yo para rechazar la mediocridad? (...) Mi felicidad es la felicidad del hombre descansado y exhausto, la felicidad del atleta que tras un esfuerzo sobrehumano, relaja por fin los músculos. Además, hay otros temas secundarios de interés, como la descripción del caos universitario americano, con la desternillante enumeración de las absurdas materias impartidas, de los inexplicables focos de atención académica y de los disparatados hábitos de los profesores (una de ellas, coleccionista de fotografías del glande de escritores famosos). Por otro lado, el capítulo tercero, casi íntegro, constituye un alegato durísimo (y que no me extrañaría que tuviera repercusiones reales en la carrera de Antonio Orejudo, profesor en la Universidad de Almería) en contra de la mediocridad y la basura moral de la universidad española, de la que se resaltan, en páginas muy verosímiles, su anemia intelectual, su sistemática aniquilación de la excelencia, las intrigas y componendas en la ocupación de cátedras, rectorados y decanatos, su raquitismo cultural, intelectual y científico. En el mismo sentido desmitificador, la novela critica las manifestaciones más delirantes de lo políticamente correcto, tan comunes en Estados Unidos y por estúpida imitación, cada vez más presentes en nuestro país, la desproporcionada, timorata y muchas veces injusta protección de las minorías, con un episodio significativo, el de la reclamación de una alumna negra, como muestra clarificadora de un estado de cosas insensato.

Destaca también el constante juego metaliterario, los límites, como hemos dicho, entre la verdad narrada y la verdad real subyacente, con la presencia, ya reseñada, del propio Antonio Orejudo, de un libro auténticamente existente de Jaume Claret Miranda que inspira parte del último capítulo, con la inclusión en el texto de fotos verdaderas o noticias de prensa reales, en ese juego metaficcional -perdonadme el “palabro”- al que tan acostumbrados nos tienen actualmente tantos escritores. Y todo ello impregnado de un muy evidente sentido del humor, algo cáustico e irreverente, que es un rasgo definitorio de la escritura del madrileño y que, como os he dicho, nos hace degustar el texto con una sonrisa -algo amarga, la verdad- en la boca.

En fin... no dudéis en leer esta más que estimable novela, Un momento de descanso, que publica Antonio Orejudo en la Editorial Tusquets. Seguro que os interesará (salvo que seáis profesores de la Universidad, en cuyo caso no aseguro yo que la sonrisa de la que os hablaba no se transmute en un gesto hosco y avinagrado).

Un programa de televisión titulado Dancing Queen, con una significativa presencia en el libro, es la excusa que me permite acompañar esta reseña del vídeo con la canción homónima de Abba.



La vulgaridad, la ignorancia y la soberbia se han apoderado del mundo. Reconozcamos la victoria de la mediocridad sobre la excelencia. Ninguna época se ha rendido tan fácilmente como la nuestra a ese espejismo de igualdad con que la ramplonería halaga los oídos de los simples. La incultura y la ignorancia han tomado como en un golpe de Estado la vida civil. A consecuencia de ello vivimos una inversión de valores. Lo alto es bajo, lo bajo es alto y los mejores han sido amordazados para que no denuncien con su severidad este carnaval perpetuo. Hoy el solecismo es más prestigioso que la concordancia y los barbarismos se extienden con más facilidad que los términos autóctonos. La inversión de valores es tan radical en nuestros días que una persona que maltrata el idioma diciendo españoles y españolas o presidenta pasa por ser un demócrata cuando en realidad es un dictador. Un dictador que como todos los sátrapas se hace pasar a sí mismo por heraldo de la igualdad. Negarse a ir por los estrambóticos caminos que marcan los locutores, los tertulianos, los líderes de opinión, los políticos, los cocineros, los sastres, los periodistas, los atletas y los supuestos intelectuales debe ser una obligación para los verdaderos demócratas, para los ciudadanos comprometidos con la cosa pública. La rebelión gramatical es la única revolución que nos queda. Hoy aquella heroica resistencia contra el fascismo consiste en negarse a hablar como los animadores de los programas de variedades, consiste en evitar las expresiones que imponen los políticos o las series de televisión más populares, y en no repetir jamás los lemas ideados por las agencias de publicidad. Hay que resistir frente a esa dictadura de la vulgaridad que nos iguala a todos por abajo, que nos obliga a expresarnos mal y por lo tanto a pensar con dificultad. La exigencia de usar bien la lengua no es una excentricidad, sino un verdadero compromiso político con la democracia y con los ciudadanos. Defender el buen uso de la lengua es una actitud crítica, una defensa de las personas frente al poder de las corporaciones económicas, una verdadera actitud republicana...