Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 30 de enero de 2020

ALAN LIGHTMAN. LOS SUEÑOS DE EINSTEIN 

Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo un breve librito, aunque muy concentrado y sustancioso, publicado el pasado 2019 en la editorial Libros del Asteroide. Se trata de Los sueños de Einstein, escrito en 1993 por Alan Lightman, un apellido especialmente adecuado para un astrofísico, también director del programa de estudios literarios y humanistas del prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts. La traducción, espléndida, es del escritor Andrés Barba Muñiz. El libro ya había visto la luz en nuestro país hace casi treinta años, en 1992, en la editorial Tusquets, entonces en la versión, casi podríamos decir radicalmente distinta, de Carlos Peralta. Un estudio comparado de ambas ediciones resulta muy interesante para reflexionar, a partir de él, sobre las dificultades de la traducción y sobre las altas dosis de creación que lleva consigo toda traslación de una obra a otro idioma. No me resisto a dejar aquí una breve muestra de lo disímiles que pueden llegar a ser dos interpretaciones -y el término es el idóneo- de un mismo texto.

He aquí la “voz” de Peralta:

Un hombre está junto a la tumba de su amigo, arroja un puñado de tierra sobre el ataúd, siente la fría lluvia de abril en la cara. Pero no llora. Mira al frente, hacia ese día en que los pulmones de su amigo se recobrarán, en que su amigo se levantará de la cama riendo, en que los dos beberán cerveza, saldrán a navegar, conversarán. No llora. Espera con ansia un día especial que recuerda en el futuro: su amigo y él comerán sandwiches ante una mesa baja, él hablará de su temor a ser viejo y a que no lo quieran, su amigo asentirá amablemente, las gotas de lluvia se deslizarán por el cristal de la ventana. 


Y ahora, Barba:

Hay un hombre frente a la tumba de su amigo, arroja un puñado de tierra sobre el ataúd, siente la fría lluvia de abril en el rostro. Anticipa mentalmente el día en que sus pulmones sean fuertes, en que su amigo se levante de la cama riendo, en que los dos tomen una cerveza juntos, salgan a navegar, charlen. No llora. Espera con anhelo un día muy particular que recuerda del futuro en el que él y su amigo estén comiendo unos bocadillos en una mesa baja, en el que él le confesará su miedo a envejecer y a acabar solo, y su amigo asentirá muy despacio, mientras la lluvia resbala suavemente por los cristales. 


Los sueños de Einstein nos presenta al científico -en un prólogo que os dejo íntegro al cierre de esta reseña- adormilado en la oficina de patentes de la Speichergasse, en Berna, de la que es empleado. Mientras fuera del local la vida discurre por los habituales cauces de la normalidad más anodina, el joven -corre el año 1905 y Albert apenas cuenta con veintiséis años- alterna su modesta dedicación profesional con la creación de los primeros esbozos de su teoría de la relatividad. Agotado por la intensa actividad mental de los últimos meses -sus anticipadoras ideas bullen en su cerebro impidiéndole dormir- Einstein sueña, en un constante duermevela, con imaginados universos en lo que toman cuerpo sus controvertidas teorías, hasta el punto de que la realidad de sus estudios e investigaciones acaba por imbricarse y hacerse indiscernible con el difuso escenario de sus fantasiosas visiones. Lightman inventa treinta de esos sueños que se presentan en otros tantos breves capítulos -el libro no llega a las ciento cincuenta páginas-, fechados en distintos días que van desde el 14 de abril al 28 de junio de 1905, un día antes de que el joven Albert concluyera su innovadora teoría. Su formación científica y su dedicación profesional en el mundo de la astrofísica le permiten al autor construir esta brillante treintena de sucintos relatos combinando sus conocimientos de física, en particular de las abstrusas y muy avanzadas concepciones del tiempo, con la sensibilidad artística, que aflora en una serie de “escenas” memorables que reflejan, con agudeza y sensibilidad, algunos de los aspectos esenciales, filosóficos y hasta metafísicos, de la naturaleza humana. El libro recorre las distintas derivaciones de las, para los profanos, inconcebibles hipótesis sobre el tiempo que postula la teoría de la relatividad, inventando, en una operación muy atractiva literariamente, rezumando lirismo y belleza, su posible plasmación práctica en diferentes escenarios de un universo conocido y familiar pero descabalado y fantástico, incomprensible y enigmático por mor de la inquietante traslación, del imaginativo desplazamiento de la noción del tiempo, situada fuera su eje más consabido y convencional, esa confortable interpretación con la que convivimos a diario y que presupone un cómodo orden lineal, con pasado, presente y futuro sucediéndose imperturbables con nítida progresión.

Conocemos así el tiempo circular, un tiempo que se pliega sobre sí mismo de modo que el mundo se repite de forma precisa e infinita, en el que la gente vive sus vidas repetidas en un bucle continuo: comerciantes que realizan una y otra vez el mismo trato, políticos que lanzan sus discursos en infinitas ocasiones, padres que se embelesan con la siempre primera risa de sus hijos, amantes que hacen el amor con inocencia, como si se tratara siempre de un descubrimiento original. Un mundo en que se repite con precisión cada apretón de manos, cada beso, cada nacimiento, cada palabra. Y está el tiempo arrastrado hacia el pasado, que provoca que los pájaros, la tierra y las personas atrapadas en esa corriente desviada se ven arrastrados súbitamente al pasado. Y nos fascinan los pormenores de unas vidas organizadas según las exigencias del tiempo simultáneo en el que las distintas cadenas de acontecimientos suceden realmente y de manera simultánea. Un mundo tridimensional en el que un objeto también puede participar en tres futuros perpendiculares. Cada uno de esos futuros se mueve en una dirección distinta del tiempo, y todos son reales.

Y hay un capítulo que formula la existencia de dos tiempos, uno mecánico y otro corporal, el primero rígido y metálico como el de los relojes, inflexible y predeterminado; el segundo, dúctil y voluble, decide las cosas sobre la marcha. Otra situación sorprendente es la que se plantea a partir de la certeza, descubierta por la ciencia, de que el tiempo transcurre más despacio cuanto más lejos se está del centro de la tierra. Y aunque los efectos son casi inapreciables, este tiempo en altura permite al autor inventar una sociedad en la que las gentes, deseando permanecer jóvenes, se trasladan a las montañas, para arañar unos segundos al inflexible dios Cronos. Y está el tiempo entrelazado, en el que la causa y el efecto son erráticos: A veces el primero precede al segundo, a veces el segundo al primero. O tal vez la causa reside siempre en el pasado y el efecto en el futuro, pero futuro y pasado están entrelazados; el tiempo estático, que apenas se mueve, que pasa aunque no sucedan muchas cosas, porque el tiempo y el discurrir de las vidas no son lo mismo; el tiempo inmóvil, detenido, en el que las gotas de lluvia cuelgan inmóviles en el aire. Los péndulos de los relojes flotan a medio vaivén. Los perros alzan sus hocicos en aullidos silenciosos. Los transeúntes están congelados en calles polvorientas, con las piernas alzadas y como sostenidas por hilos. Los aromas de los dátiles, los mangos, el cilantro, el comino permanecen suspendidos en el espacio; el tiempo discontinuo, que provoca que todo esté a medio terminar, en un mundo de planes que cambian, de oportunidades súbitas, de visiones inesperadas. En este mundo, el tiempo no transcurre de manera uniforme, sino intermitente y, debido a esa razón, la gente tiene visiones súbitas del futuro; o el tiempo en movimiento, en el que las casas y los apartamentos, los edificios y las gentes, los muebles, los árboles, todo avanza frenéticamente porque en este mundo el tiempo pasa más despacio para la gente que se mantiene en movimiento. De ahí que todos viajen a gran velocidad, para ganarlo.

Otros supuestos muy evocadores son el de un tiempo que solo existe en imágenes; o que es un sentido como la vista o el gusto, de manera que una secuencia de episodios puede ser rápida o lenta, tenue o intensa, salada o dulce, causal o sin causa, ordenada o aleatoria, dependiendo de la historia previa de quien la contempla; o que es una cualidad y no una cantidad mensurable, por lo que los momentos se suceden y sus protagonistas desconocen su duración, abismados en las sensaciones de su vivencia, ignorantes de un tiempo imposible de medir; o que es visible y, del mismo modo que uno puede mirar en la distancia y ver casas, árboles y cimas de montañas que constituyen puntos de referencia en el espacio, uno puede también mirar en otra dirección y ver nacimientos, bodas, muertes que constituyen hitos en el tiempo, prolongándose vagamente hasta un futuro lejano.

Y hay un tiempo que transcurre hacia atrás y en el que alguien coge un melocotón podrido y blanduzco de la basura y lo pone sobre la mesa para que se vuelva rosado. Se pone primero rosado y a continuación, duro, lo llevan en la bolsa de la compra hasta la tienda del mercado, de ahí pasa al mostrador y a la caja y regresa al árbol de flores rosadas, la vida entera deslizándose a contracorriente; o el tiempo en un día, en el que la gente vive su existencia entera en una sola jornada y los hombres y las mujeres solo ven un amanecer y una puesta de sol; o el mundo sin futuro, mero presente, en el que los sentidos no pueden concebir qué hay más allá del instante actual, un mundo en que cada amigo que se aleja es una muerte, cada risa es la última risa; un presente permanente como el que se vive en el mundo en que la gente no tiene recuerdos y debe llevar cuadernos de notas -el Libro de la vida- para recuperar las experiencias que han vivido y cuya memoria instantánea apenas retienen.

Las ficciones de Lightman nos ponen en contacto también con el tiempo infinito, en el que las personas viven eternamente y la población se divide entre los Luego y los Ahora (los primeros carecen de prisa, pues siempre habrá tiempo para trabajar, para estudiar, para enamorarse; los otros se lanzan a la infinitud de la vida experimentando mil trabajos, mil estudios, mil amores; unos son tranquilos y sosegados, posponen de continuo sus tareas; los otros impacientes, viven un frenesí de actividad); y con el tiempo desconectado, en el que el mundo se rompe, no es continuo, se disloca en una sucesión de pausas y avances, de abruptas interrupciones: La boca del panadero se congela a media frase. El niño flota a media zancada, la pelota queda suspendida en el aire. El hombre y la mujer se convierten en estatuas bajo el soportal, se interrumpe su conversación como si alguien hubiese alzado la aguja de un fonógrafo. El pájaro se queda fijo en su vuelo, inmóvil sobre el río como el decorado de un escenario; o con el tiempo detenido, que paraliza las acciones y condena a la impotencia a las personas, imposibilitadas de atrapar un instante, pues todo es evanescente y desaparece o se marchita sin permitir el disfrute del instante congelado.

Y leemos también qué ocurre cuando el tiempo es un fenómeno local, de manera que dos relojes separados a cierta distancia dan horas distintas, que se alejan cuanto más distantes están; el tiempo transcurre entonces a diferentes velocidades y con él los deseos, los latidos del corazón, las inhalaciones y exhalaciones, el movimiento del viento en la hierba, dificultando el comercio, los negocios, los viajes, el contacto entre las gentes. Y nos aterran las consecuencias del tiempo inmutable, que no fluye y es una estructura rígida, ósea, que se extiende infinitamente hacia adelante y hacia atrás, fosilizando tanto el futuro como el pasado, de modo que todas las acciones, los pensamientos, los soplos del viento y hasta el vuelo de los pájaros están completamente predeterminados, desde siempre. Idéntica sensación de vértigo nos estremece al conocer los pormenores del tiempo repetido, que multiplica los instantes, en un número incontable de copias, en una infinitud inconmensurable de actos, pensamientos, imágenes, melodías, situaciones. Como angustiosa es también la realidad del tiempo de pasado cambiante, un pasado que no es firme y estático, que es solo una ilusión: ¿Podría ser el pasado un caleidoscopio, un patrón de imágenes que se mueven cada vez que las perturba una brisa repentina, una risa, un pensamiento?, una vida imposible en la que con el paso del tiempo el pasado acaba por no haber ocurrido nunca.

Y hay lugar también para la certeza del fin del mundo (El fin del mundo será el 26 de septiembre de 1907. Todo el mundo lo sabe); para el dramático atrapamiento en el tiempo, un universo aciago en el que nadie es feliz, no importa que se hayan detenido en una época de tristeza o de alegría, porque todas las personas atrapadas en el tiempo se quedan atrapadas en soledad; para el férreo orden del tiempo, una dimensión cósmica, la ley de la naturaleza, la tendencia universal en la que nada está fuera de lugar; para el tiempo absoluto que avanza con una regularidad exquisita y a la misma precisa velocidad en todos los rincones del espacio; para el Templo del Tiempo, el Gran Reloj, inflexible y dictatorial, gobernante eterno que rige la vida de todos.

Hay, en fin, algo inquietante, doblemente inquietante, en la lectura de este Los sueños de Einstein, de Alan Lightman. Por un lado, la propia abstracción de las complejas teorías del científico que hace que su plasmación en los relatos resulte perturbadora, con la realidad que conocemos retorcida en decenas de giros y alternativas que intranquilizan y hasta sobrecogen. Además, la dificultad de comprensión plena de todas las derivaciones y consecuencias de los abismos de la relatividad, solo accesibles a expertos, provoca que el lector finalice el libro con la sensación, que puede llegar a ser desasosegante, de no haber entendido del todo, de no haber llegado hasta el extremo de todos los hilos abiertos por la profunda inteligencia del autor. Pese a ello, el libro es magnífico y la experiencia de su lectura altamente recomendable.

Os dejo ahora con la sonata Claro de luna, de Beethoven, una obra que se cita en ese capítulo preliminar del libro al que ya me he referido y que os ofrezco como cierre de mi reseña en la interpretación de Claudio Arrau.


Sobre un lejano soportal, el reloj de la torre suena seis veces y a continuación se detiene. Hay un joven desplomado sobre su escritorio. Ha llegado a la oficina al amanecer, tras otra noche de inquietud. Lleva el pelo despeinado y unos pantalones demasiado grandes. Tiene en la mano veinte páginas arrugadas: la nueva teoría del tiempo que enviará hoy por correo a una revista alemana de física. 

En la sala flotan tenues sonidos procedentes de la ciudad. Una botella de leche tintinea sobre el empedrado. Alguien despliega el toldo de una tienda en la Marktgasse. Un carro con verduras traquetea lentamente en alguna calle. Un hombre y una mujer hablan en susurros en un apartamento cercano. Bajo la débil luz que inunda la sala, los escritorios tienen un aspecto sombrío y suave, como animales dormidos. Excepto el del joven, que está abarrotado de libros abiertos, los doce escritorios de roble están cubiertos de documentos pulcramente organizados el día anterior. Dentro de dos horas, cuando llegue, cada empleado sabrá exactamente por dónde empezar, pero en este momento, bajo esta débil luz, los documentos de las mesas no son más visibles que el reloj de la esquina o el banquillo de la secretaria junto a la puerta. En este momento, lo único que se ve son las formas sombrías del mobiliario y la figura del joven desplomado. 

Son las seis y diez según el invisible reloj de la esquina. A cada minuto que pasa se van perfilando más objetos. Ahí aparece una papelera de latón. Allí un calendario en la pared. Aquí la fotografía de una familia, una caja de clips, un tintero, una pluma. Allí una máquina de escribir, una chaqueta doblada sobre una silla. Cuando llega su turno, las ubicuas estanterías emergen de la niebla nocturna que inunda las paredes. Las estanterías contienen archivos de patentes. Una de esas patentes se refiere a un nuevo trépano de dientes curvos que minimiza la fricción. Otra propone un transformador eléctrico capaz de mantener un voltaje constante cuando varía el suministro eléctrico. Otra presenta el diseño de una máquina de escribir con unos tipos de velocidad reducida que eliminan el ruido. Es una sala llena de ideas prácticas. Afuera, las cimas de los Alpes resplandecen bajo el sol. Estamos a finales de junio. Un barquero desata su pequeño esquife en el Aar, lo aleja de la orilla y deja que la corriente lo arrastre por la Aarstrasse hacia la Gerberngasse, donde distribuirá sus manzanas y bayas de verano. Un panadero llega a su tienda de la Marktgasse, enciende su horno de carbón y comienza a amasar la harina y la levadura. Dos amantes se abrazan en el puente Nydegg y contemplan el río con tristeza. Un hombre examina el cielo rosado desde su balcón de la Schifflaube. Una mujer insomne baja lentamente por la Kramgasse, asomándose a cada soportal, leyendo los carteles a media luz. 

En la larga y estrecha oficina de la Speichergasse, en esa sala repleta de ideas prácticas, el joven empleado sigue dormido en su silla, con la cabeza apoyada en el escritorio. Desde hace ya algunos meses, desde mediados de abril, tiene sueños relacionados con el tiempo. Sus sueños se han apoderado de sus investigaciones. Sus sueños le han agotado, le han dejado tan exhausto que a veces ni siquiera sabe si está dormido o despierto. Pero los sueños ya han cesado. De entre las muchas naturalezas del tiempo, imaginadas como noches igualmente numerosas, una de ellas parece más convincente que las demás. Y no es que las otras sean imposibles. Tal vez existan en otros mundos. 


El joven se remueve en su silla, a la espera de que llegue alguna mecanógrafa, y tararea por lo bajo el Claro de luna de Beethoven.


 

miércoles, 22 de enero de 2020

EDUARDO MARTÍNEZ DE PISÓN. GEOGRAFÍAS Y PAISAJES DE TINTÍN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos, una semana más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde quiero ofreceros una propuesta relativamente vinculada al calendario, anclada, pues -aunque ya os digo que de un modo algo forzado-, a estos primeros días de 2020. Y es que en enero, exactamente el 10 de enero de 1929, vio la luz por primera vez el hoy universalmente reconocido personaje de Tintín, que apareció, en ese su debut “literario”, en las páginas de Le petit vingtième, el suplemento dominical infantil del periódico belga, de inspiración católica, Le Vingtième siécle. Durante un tiempo el joven reportero se mostraría a través de esas colaboraciones esporádicas, publicadas por entregas en dicho medio periodístico, y no sería hasta unos meses después, en un 1930 del que ahora se cumplen noventa redondos años, cuando sus aventuras se reunirían en un primer volumen, Tintín en el país de los soviets, que inauguraría, bien que de un modo tímido y aún imperfecto, su larga y fecunda carrera. Es por ello que he considerado oportuno que este comienzo de año opere como una suerte de bisagra entre dos efemérides nonagenarias, la del nacimiento “absoluto” en 1919 y la de, un año después, la “puesta de largo” formal (por llamarla así) de la imperecedera creación de Hergé, recomendándoos un librito, Geografías y paisajes de Tintín, escrito por Eduardo Martínez de Pisón y publicado hace pocos meses por la Editorial Fórcola, que se acerca al imaginario tintinesco desde una perspectiva, como veréis, bien realista.

Quiero recordar antes que hace ya más de ocho años, en una de las primeras emisiones de Todos los libros un libro en Radio Universidad, os había hablado de algunos de los más relevantes títulos que constituyen la inagotable bibliografía sobre Tintín; libros excelentes, indispensables incluso para conocer en profundidad el rico mundo del popular aventurero belga. Es el caso de Tintín, el sueño y la realidad, escrito por experto Michael Farr, publicado, en una excepcional edición, por la editorial Zendrera. En el mismo sello podemos encontrar otros formidables álbumes de Michael Farr como son Las aventuras de Hergé o Tintín y Cía.. Esencial es también Tintín-Hergé. Una vida del siglo XX, el espléndido y ya canónico trabajo de Fernando Castillo, aparecido por primera vez en 2004 en la editorial Páginas de espuma, con el título El siglo de Tintín y reeditado en una versión ampliada por esta Fórcola que da a la luz también el libro del que hoy quiero hablaros. Hay, además, un sinnúmero de acercamientos a aspectos específicos de los cuentos de Tintín, con publicaciones sobre los muchos automóviles que aparecen en las diferentes historietas, o, con un enfoque similar, otras que “repertorian” los también muy frecuentes aviones, todos con su correlato “real”. Yo he disfrutado mucho, y con esto cierro este breve preámbulo, de un divertidísimo catálogo de los desopilantes insultos que profiere el capitán Haddock en sus numerosos arrebatos de ira a lo largo de los casi veinte episodios en los que él interviene (El ilustre Haddock es su algo desconcertante título).

Eduardo Martínez de Pisón, autor de este Geografías y paisajes de Tintín que hoy os traigo es, en sí mismo, un personaje muy notable, que podría aparecer sin desdoro en cualquiera de las aventuras de Tintín (lo puedo imaginar en el Tibet, trepando a los helados riscos del Himalaya, acompañando al muchacho en su búsqueda de Tchang; podría formar parte también de la expedición del Sirius, departiendo amigablemente en cubierta con Porfirio Bolero y Calamares, de la Universidad de Salamanca, y con el resto de científicos que protagonizan La estrella misteriosa). Y es que Martínez de Pisón es, con ochenta y tres años recién cumplidos, mucho más que Catedrático emérito de Geografía de la Universidad Autónoma madrileña y consecuentemente “responsable” de una destacadísima carrera académica e intelectual con centenares de publicaciones de referencia en los dominios de su especialización, la Geografía Física y la Geografía urbana. Premio Nacional de Medio Ambiente, entre otros galardones, su temprana preocupación por la defensa de naturaleza y sus muchos logros en este terreno (dirige, por ejemplo, el “Instituto del Paisaje” de la Fundación Duques de Soria y es miembro de los Patronatos de distintos Parques nacionales), lo han convertido en un referente del compromiso cultural con la geografía, la montaña y, en general, el ecologismo. Y por si fuera poco, Pisón es también, desde hace casi setenta años, un consumado alpinista. Sus escapadas y expediciones (y los estudios e investigaciones consiguientes) no tienen nada que envidiar a las de su admirado Tintín, con reiterados viajes al Himalaya, la Antártida y el Polo Norte, Alaska o Groenlandia (es experto en Glaciología), las Montañas Rocosas y las de Asia Central, Perú o Siberia.

Todo este bagaje de experiencia y cultura del sabio profesor aflora en Geografías y paisajes de Tintín, que con el explícito subtítulo de Viajes, lugares y dibujos nos ofrece un exhaustivo recorrido por la obra mayor de Hergé -incluso por sus antecedentes e influencias (la desbordante erudición de Eduardo Martínez de Pisón no conoce fronteras)-, analizada, con rigor y amenidad, con profundidad y entusiasmo, desde la perspectiva de los espacios urbanos y, sobre todo, naturales, en los que se desenvuelve. El libro cuenta con una muy atractiva portada de José Luis Povo, miembro destacado -como nos lo presenta el autor- de la asociación tintinófila madrileña ¡Mil Rayos! La mesa de trabajo de Tintín es una magnífica ilustración, que recoge los principales referentes viajeros del personaje y que constituye, por ello, una muy conveniente puerta de entrada al apasionante estudio que encierra el libro.

Tintín es un depósito de información geográfica, afirma, categórico y acertado, Martínez de Pisón, al comienzo de la obra, dejando así claro el desencadenante que justifica el propósito de su libro. Y de modo aún más nítido, todavía en las primeras páginas, menciona las conclusiones de una ponencia de Carmen García Calatayud (Geografía y mapas en los cómics de Tintín), presentada en el marco de la Jornada de Cartografía de la Biblioteca Nacional de España celebrada en noviembre de 2017, en la que se demostraba que Hergé utilizó la cartografía apropiada a las aventuras y recorridos de su héroe por el mundo, de modo que se puede ubicar a Tintín siempre en un mapa y hasta confeccionar un atlas de sus historias. Partiendo de esas premisas, Pisón sostiene que un repaso de tales andanzas por África, Asia, Europa, América y Oceanía permite extraer de modo explícito información geomorfológica, hidrográfica, biogeográfica y cultural del entorno de las peripecias de los personajes.

El libro está organizado en cuatro secciones bien diferenciadas. En la primera, El planeta Tintín, se nos presenta al personaje, se rastrean sus antecedentes, sus influencias y, singularmente, sus repercusiones en algunos dibujantes españoles de principios y mediados del siglo pasado; también conocemos la estrecha relación entre el autor, las historietas del intrépido periodista y la editorial Fórcola, que ha acogido algunos de los últimos libros del catedrático; se incorpora igualmente un breve excurso sobre la línea clara, esa muy popular tendencia del diseño gráfico (En Tintín, un camión es un camión. Perdón: es un Chevrolet 1947, cita el autor a Pierre Sterckx, un estudioso de la obra tintinesca). Pero lo esencial de este apartado lo constituye el capítulo titulado Geografías de Tintín. En él hay ya un primer elenco de las perspectivas de la “ciencia geográfica” desde las que pueden “leerse” los cuentos: la biogeografía, el territorio, los transportes, las ciudades, el interior del mar, el turismo, las islas, los insultos geográficos, etc.; pero hay ramificaciones que tocan a la historia, el psicoanálisis, el arte, la ciencia. En una prueba palpable del minucioso conocimiento que Pisón tiene de los álbumes de Tintín, se enumeran las distintas especies animales presentes en las historietas (ciento doce), los tipos de árboles expresamente especificados (tres: abedul, manzano y álamo), las clases de arboledas (sabanas, bosques galería, cejas de montaña, insulares, europeas, etc.), los medios de locomoción utilizados por el protagonista o sus acompañantes (barcos, aviones, trenes, autos, motos, helicópteros, submarinos, carretas), las ciudades que visita (Bruselas -obviamente-, Chicago, Shanghái, Ginebra, Moscú, Katmandú, la inventada Tapiocápolis, entre otras), los países (incluso imaginarios: Syldavia o Borduria), los elementos marinos que aparecen (batiscafos, barcos, puertos, infinidad de islas -el archipiélago Hergé-, algas, medusas, anémonas, estrellas de mar, tiburones), los cursos de agua dulce (ríos, torrentes, rápidos, cascadas), los pueblos, las fuentes, las fronteras, en una imposible antología de “presencias” que contribuyen a la magistral ambientación realista de los cuentos y que suponen uno de los motivos del indudable atractivo que tienen para el lector (y en particular para el que es, además, experto en Geografía) los libros protagonizados por el eternamente joven aventurero.

La segunda sección del libro, Tintín dibujado, se centra en los aspectos gráficos, “artísticos”, de la obra de Hergé. Hay un análisis muy interesante sobre los rasgos principales de lo que el autor denomina el “estilo Tintín”, con atinados comentarios sobre el proceso de elaboración, las técnicas de impresión y edición, los colores, el dibujo, las secuencias, la paginación, las viñetas, los bocadillos, el tamaño de la página, el grado de elaboración de los detalles, el uso del contorno y la sombra, los argumentos y el guión, la fluidez de la historia, la acción, la expresión, las escenas, los personajes, los espacios, las situaciones y los diálogos, los objetos, las dinámicas, los apuntes, los bocetos. Hay también un pormenorizado estudio sobre Bécassine, la protagonista de unos relatos juveniles franceses, obra de J. P. Pinchon, publicados en el país vecino desde 1905, con los que la creación de Hergé (que reconocía haberse inspirado en ellos) muestra muchas concomitancias (la ingenuidad, el humor y, especialmente, la gracia del dibujo, su ágil secuencia, su calidad de página, la brillantez del color, su legibilidad, los personajes arquetípicos y los suaves paisajes). Y destacan también, para cerrar esta parte del libro, unas páginas en las que de modo somero se apunta la presencia del paisaje en las historietas de otros héroes del cómic, con menciones a Flash Gordon, Tarzán, El Príncipe Valiente, Spirou, Marsupilami, Astérix, Corto Maltés, el Teniente Blueberry, Cuttlas, los personajes de Walt Disney o los más locales Pieds-Nickelés.

El núcleo central del ensayo de Martínez de Pisón, que ocupa más de la mitad de su texto, lo constituye su tercera parte, encabezada por una rúbrica inequívoca: Vuelta al mundo. El ciclo de viajes de Tintín. En ella acompañamos al reportero en su dilatado periplo a lo largo de veinticuatro álbumes en un recorrido que se organiza en cuatro etapas. Un primer trayecto por Europa, África, América y Asia; un segundo tramo centrado en los viajes de la preguerra, la paz en la guerra y la posguerra; una tercera expedición que nos lleva a la Luna; y, por fin, una etapa final que va de Moulinsart a Moulinsart (el castillo que acabará por pertenecer a Haddock tras las aventuras de El secreto del Unicornio y El tesoro de Rackham el Rojo, y que desde ese momento será la residencia y el cuartel general de Tintín) pasando por Tapiocápolis. A lo largo cada uno de los pasos del amplio camino el autor se detiene en los diferentes libros, comentando sus particularidades y esbozando algunos de los planteamientos geográficos que integrarán luego la sección cuarta de su texto.

Así, en primer lugar, seguimos a Tintín en su viaje a Rusia en el álbum, ya mencionado, Tintín en el país de los soviets, cargado de connotaciones propagandistas de burdo panfleto político. Pese a que en sus peripecias el debutante periodista parte de Bélgica, pasa por Alemania, recorre Rusia y vuelve por Berlín a Bruselas, Martínez de Pisón constata la imposibilidad de reflejar, siquiera mínimamente, la vastedad geográfica de un enorme territorio de más de veintidós millones de kilómetros cuadrados, con costas a varios mares (Báltico, Ártico, Pacífico, Negro, Caspio o Aral), infinidad de montañas relevantes (Cárpatos, Cáucaso, Pamir, Altai, Urales), volcanes como los de Kamtchatka y Kuriles, llanuras interminables, regiones frías y secas, apreciables depresiones, tundras, taigas, desiertos, oasis, ríos y tantos otros elementos del paisaje geográfico. Es por ello que conceptúa la visita del personaje al vasto país soviético, en lo referido a su disciplina académica, como una mera muestra que no podía ir más allá de un relámpago.

África aparece en la segunda aventura de la serie, Tintín en el Congo, de 1931, en la que las múltiples fieras, la inmensa pradera tropical (y apenas, sorprendentemente, la selva ecuatorial), la vegetación abierta, el caudaloso río lleno de peligros y una infantilizada población local, ambientan convincentemente la historia. En 1932 el chico viaja (Tintín en América) a una Chicago controlada por los gánsteres de Al Capone. En su lucha contra la Mafia, Tintín se “apropia” de los mitos y la iconografía de la conquista del Oeste -con los indios y los vaqueros, los pistoleros, la exuberante naturaleza, libre y salvaje, los espacios sin límites, primordiales- que comparte con la visión, más moderna, de la ciudad que crece, los rascacielos, las tramas urbanas, la población que aumenta, los conflictos, las bandas del crimen organizado, el entorno del cine y la novela negros.

El vínculo geográfico es explícito en la siguiente entrega, Los cigarros del faraón, de 1934. Un barco trasladará a Tintín a Port-Said, y su largo itinerario posterior, que acabará por llevarlo a la China de El loto azul, el libro de 1936, obligará a Hergé a incluir una viñeta ilustrativa de las etapas de su viaje: el canal de Suez, Adén, Bombay, Colombo, Singapur, Hong Kong y Shánghai. El decidido muchacho recalará en Hispanoamérica en su aventura de 1937, La oreja rota, plagada de referencias históricas, culturales, etnográficas, y, claro está, también relativas a la geografía.

En el siguiente capítulo de la sección se comentan La isla Negra (1938) y El cetro de Ottokar (1939), que se desarrollan en Escocia y los dos inventados países balcánicos Syldavia y Borduria, respectivamente, dentro del apartado “Preguerra”, que el autor “sazona” con ejemplos de los numerosos hilos que conectan las historietas con la convulsa realidad de la Europa de la época. La rúbrica “Guerra” acoge otros cuatro títulos: El cangrejo de las pinzas de oro (1941), con el “descubrimiento” del capitán Haddock y la notoria recreación del desierto africano, entre otros motivos de interés; La estrella misteriosa, que en 1942 desplaza la acción al Ártico, en un cuento con muchas connotaciones científicas; y la aventura en dos volúmenes de El secreto del Unicornio y El tesoro de Rackham el Rojo (con la primera aparición del profesor Tornasol), de 1942 y 1943, respectivamente. En todos ellos, la muy dolorosa presencia de la brutal contienda asolando al mundo lleva a Hergé a “evadirse” en escenarios ajenos a la terrible realidad y entregarse a relatos que fascinan por la intensidad de la acción, por la intriga, por -en el doble ejemplo final mencionado- el atractivo de la derivación histórica. Las siete bolas de cristal apareció, en entregas periódicas, en 1943 y 1944, pero debió interrumpirse a causa de la guerra. Acabaría por publicarse, íntegro, en 1948, como primera parte de una historia que concluiría en 1949, con El templo del sol, que nos lleva de nuevo a la Hispanoamérica de La oreja rota, esta vez a Perú y sus paisajes andinos. En “Posguerra” se glosan las circunstancias de creación de Tintín en el país del oro negro, de 1950, con un entorno geográfico bien definido y con muy evidentes nexos, de nuevo, con la situación política y económica mundial.

El siguiente capítulo de esta parte nos pone en contacto con la empresa lunar de Tintín a través de dos tebeos memorables, Objetivo: la Luna, de 1953, y Aterrizaje en la Luna, publicado un año después. Relaciona Pisón ambos episodios con la fecunda tradición cultural -Verne, Meliés, Fritz Lang, Poe, H.G.Wells, y antes Cyrano o Luciano de Samósata- relativa a los viajes a nuestro magnético satélite. Estudia también algunos aspectos de la orografía o el paisaje, también los muchos referentes astronómicos, deteniéndose de un modo magistral en el análisis de la excelencia de los detalles técnicos de ambos álbumes: el uso del color, la disposición, la estructura y el tamaño de sus viñetas, ciertos “alardes” técnicos muy sugestivos, y, sobre todo, la minuciosa descripción de la porción de Tierra que se ve desde la Luna en los dibujos en los que el cohete surca la inmensidad del espacio en los primeros momentos tras su lanzamiento; la paciente indagación del autor reconoce Italia, los Alpes, los montes Dináricos, el mar Adriático y el Tirreno, Sicilia, Túnez y el norte de África, el Ródano, el Pirineo, el bajo Ebro, las islas Baleares, Eslovenia y Croacia, la República Checa, los Cárpatos, los montes Beksides…

La sección se cierra con un último capítulo en el que se comentan las correrías de Tintín a partir de su establecimiento en Moulinsart, que funciona ya -la madurez del eterno jovenzuelo se traduce en una cierta “estabilidad”- como base de operaciones de sus andanzas. Con la habitual agudeza del autor en el rastreo de detalles geográficos de los cuentos, se examinan El asunto Tornasol, de 1956, con su fidedigna “fotografía” de la Europa del telón de acero; Stock de coque, de 1958, y su denuncia del racismo, sus vínculos con hechos reales de la época, su “visita” a Petra, y con la prodigiosa representación del mar; Tintín en el Tibet, ya en 1960, en donde la querencia de Martínez de Pisón por la cordillera asiática le lleva a recrearse en la revisión del tratamiento artístico y geográfico de la región en el libro (los elementos relativos al alpinismo y la alta montaña, los riscos, la nieve, los sherpas, los monasterios tibetanos a partir del chorten budista, los apacibles lamas, Katmandú y Nepal, con un jugoso apartado referido al yeti, el Abominable Hombre de las Nieves -así lo escribe, respetuoso, con imponentes mayúsculas-, del que repasa, retrotrayéndose a la cultura clásica, su mito primordial, asociado a titanes, gigantes y cíclopes); Las joyas de la Castafiore, de 1963, se desarrolla íntegramente en el castillo de Haddock y, por ello, su escasa variedad geográfica lleva a nuestro sabio catedrático a afirmar, con un tono de alivio en su voz, que si todo hubiera sido [en el resto de los cuentos] así no habría habido posibilidad ni necesidad de escribir un libro sobre los paisajes de Tintín; Vuelo 714 para Sidney, de 1968, con un entorno insular volcánico, y Tíntín y los Pícaros, ya muy tardío, de 1976, con su contraste de ciudad y selva en el retorno del héroe a Sudamérica, cierran el análisis que incluye sendas menciones episódicas a Tintín y el Arte-Alfa, que, inacabado, se editaría en 1986, y a Tintín en el lago de los tiburones, una desafortunada película de 1973 que poco tiene que ver con la creación “hergeniana” pero que a Pisón le interesa vagamente por ciertas representaciones artísticas del paisaje, en particular una ola que le recuerda muy convincentemente la clásica de Hokusai.

La postrera sección del libro, Tintín en sus paisajes, es un completo repertorio de los escenarios geográficos de los álbumes comentados en el apartado anterior examinándolos con profundidad en sus manifestaciones -diversas, plurales, creativas, muy prolíficas- de índole geográfica. La enumeración, exhaustiva, repasa los fondos paisajísticos de las veinticuatro portadas de los cuentos; contabiliza los distintos tipos de espacios “naturales” de los libros (ciudades en 19 de ellos, campo en 15, mares en 12, bosques en 10, montañas en 9, ríos en 6, desiertos también en 6, islas en 4, y volcanes, parques, puertos); su ubicación cartográfica, en una diagonal que corta el mapa sobre un eje noroeste-sudeste que enlaza Escocia con las islas Célebes; la multiplicidad de los “marcos” marinos con su profusión de océanos, olas superficiales y fondos casi inaccesibles, islas y costas, flora y fauna, distintos tipos de barcos; la descripción de montañas, volcanes, llanuras y colinas, desiertos y bosques, ríos y lagos representados en las historietas; las apreciaciones sobre los entornos urbanos y la geografía humana, ciudades, jardines, campos y pueblos, con menciones a detalles arquitectónicos; el comentario detallado, de nuevo, de los paisajes lunares.

El texto se cierra con una “conversación con el lector”, escrita en tono cercano y amable, de la que os dejo un fragmento al término de esta reseña. La obra incorpora además algunos documentos adicionales de sobresaliente interés, como un mapamundi con la localización aproximada de los paisajes de Tintín; un tabla sintética de los lugares en el ciclo de viajes del periodista, que recoge un esquema de la geografía dibujada por Hergé, en el que se incluye el título de cada tebeo presentado por orden cronológico de aparición, la parte del mundo en la que se desarrolla cada aventura, los países, reales o inventados, en los que transcurre la acción en cada cuento, y una sucinta nota con los tipos de paisajes que constituyen el escenario físico en cada caso; un índice de los álbumes de Las aventuras de Tintín; y, por fin, otro copioso índice, éste onomástico, con cerca de doscientas cincuenta referencias de nombres -escritores, personajes públicos, políticos, actores o científicos- citados en el libro.

En fin, no dejéis de leer este interesante estudio de Eduardo Martínez de Pisón y, sobre todo, no dejéis de acercaros una y otra vez -o por primera y seguro que gozosa ocasión si aún no lo habéis hecho-, al siempre estimulante universo de Tintín, uno de los grandes hitos culturales -y no exagero- del siglo XX.

Tintín in Tibet, una triste y muy bella canción de Mount Eerie en la que Phil Elverum, factótum del grupo, evoca con nostalgia a Geneviève, su amada muerta, rememorando los días de su primer enamoramiento y recordando una tierna escena en la que ambos hacían el amor en una furgoneta tras leer el cómic de Hergé, acompaña musicalmente esta reseña. La letra de la canción, que os aconsejo que consultéis, establece un paralelismo, intenso y dramático, entre la agonía de la chica, ansiando impotente un poco de aire en sus últimos momentos, y la asfixiante falta de oxígeno de las cumbres del Himalaya que aparecen en el cuento. Un tema estremecedor y muy emotivo. 


En general, hay que ver a Tintín en línea con la tradición de los libros de viajes europeos. Como una pieza bastante peculiar, claro está, en ese ciclo cultural, pero que es necesario tener en cuenta para extraer los completos significados de ambos. Sobre esos viajes se construyó y se divulgó la geografía universal moderna, sin duda hasta el siglo XX. Y aún, en mi opinión, el viaje sigue constituyendo una fuente directa y a veces imprescindible de conocimiento geográfico. Siempre que me refiero a la divulgación de estas nociones entre la infancia recuerdo como ejemplo extremo una colección de varias decenas de cromos hacia el cambio de siglo entre el XIX y el XX que representaban en acertados dibujos coloreados a una pareja de niños europeos dando la vuelta al mundo. Se distribuían al parecer en tabletas de chocolate con el afán de completar la alimentación física con la cultural. Terminada la colección, se suponía que los compradores habían pasado ya a la edad madura (gracias proporcionalmente al chocolate y a la geografía). Ella iba con sombrilla roja y él con salacot blanco, ambos con aire de exploradores británicos, y aparecían saltando de los paisajes de Nueva York a los de Ceilán, Liverpool, Atenas, Benarés, Escocia, Australia, China, etc., hasta completar la serie, que hoy ofrece un testimonio gráfico de época bastante raro e instructivo. Parecían tener un pretintinesco. Porque el Tintín viajero nace en esta misma corriente de placer y enseñanza por el mundo que presenta tantas facetas, aunque al margen de cualquier utilitarismo, cobrando vida y corriendo aventuras con su propio argumento y su recta personalidad. Y su mismo formato de presentación, el cómic, es otro elemento básico de nuestra cultura gráfica; así señala García Martín el placer para la mirada que “transmitían los códices iluminados por los monjes copistas y las estampas idílicas de los libros de horas. Las historias sagradas y las portadas románicas y ‘los cómics’ policromados de los retablos góticos”. Y añade, en este mismo sentido, “las Biblias románicas y otros tebeos medievales”. 

Pero nada sería igual si este cómic no destacara por su encanto muy especial, por la sencilla genialidad de las historias y de sus imágenes. Las claves de este encanto son obligadamente las textuales (en general implícitas salvo en los diálogos) de sus guiones e historias de viajes y aventuras, y brillan en cada dibujo de personajes, lugares, exotismos, actitudes, expresiones, dinamismos, objetos, de modo que el deleite del lector no se basa solo en seguir velozmente la aventura paso a paso o tira a tira, sino en detenerse a paladear cada viñeta, cada dibujo, cada secuencia -o sus agrupaciones, pues es muy sugestivo su encadenamiento-, el recrearse en la peculiar creatividad gráfica de su autor. En Tintín hay una versión activa, jovial e inteligente del mundo y la calidad en su representación de un estilo propio, depurado y divertido.




Eduardo Martínez de Pisón. Geografías y paisajes de Tintín

miércoles, 15 de enero de 2020

ANDREU NAVARRA. DEVALUACIÓN CONTINUA; INGER ENQVIST. CONTROVERSIAS EDUCATIVAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde, con el primer trimestre del año recién comenzado, reanudadas las clases en secundaria y en muchos de los cursos universitarios, quiero presentaros un par de libros que tienen al mundo de la educación como eje central y que están conociendo, desde su publicación en los últimos meses de 2019, un relativo éxito editorial. El primero de ellos es Devaluación continua, una obra, escrita por Andreu Navarra, de nulo interés literario y de muy escaso valor como ensayo científico o académico pero que resulta oportuna como mero documento, subjetivo y cuestionable pero veraz, del estado de cosas en que se encuentra lo que tradicionalmente se denominaba enseñanza media -actualmente la ESO y el bachillerato- en nuestro país. En su texto, que luego comentaré detenidamente, Navarra alude a su deuda intelectual con la profesora Inger Enqvist, hispanista y pedagoga sueca, buena conocedora de la realidad escolar -aunque no solo- española. Autora de numerosos libros sobre educación, los dos últimos presentados entre nosotros, La buena y la mala educación y Educación: guía para perplejos, han tenido una importante repercusión en los medios y entre los lectores, lo que ha propiciado el que en este 2019 haya visto la luz Controversias educativas. Una conversación con Olga R. Sanmartín, un interesantísimo volumen, del que también quiero hablaros esta tarde, en el que la experta catedrática de español en la Universidad de Lund, una estudiosa e investigadora que nunca ha escondido sus combativas tesis contra la “nueva pedagogía”, responde a las preguntas de la responsable de educación del diario El Mundo.

El texto de Navarra, que se presenta con un subtítulo algo difuso y de redacción desmañada -Informe urgente sobre alumnos y profesores de secundaria- parte de una serie de limitaciones de principio que el autor reconoce sin ambages desde las páginas iniciales y que, pese a esa encomiable sinceridad, minimizan el posible valor del libro. En primer lugar, Devaluación continua es una sucesión -interesante pero discutible- de desperdigadas anécdotas a propósito de la vida en los institutos de secundaria, un elenco de episodios vividos por Andreu Navarra en su -corta- carrera como profesor interino en diversos centros de Cataluña, “sucedidos” que se acompañan de sus correspondientes glosas, que dan pie a divagaciones, reflexiones varias, consideraciones más o menos consistentes: nada demasiado diferente a las múltiples “conversaciones de cafetería” -sin rigor científico alguno: meras opiniones, pálpitos, intuiciones derivados de nuestra reiterada práctica docente- que mantenemos los profesores en nuestro día a día profesional. El autor, como digo, no articula una estructura coherente y ordenada, no construye un corpus de pensamiento organizado y sistemático, ni mucho menos elabora una tesis fundamentada en un mínimo sustrato teórico. Ya, de entrada, el lector se encuentra con una justificación en la que Navarra se apresura a poner “la venda antes de la herida”, adelantando lo poco ambicioso de su planteamiento en una suerte de “aviso para navegantes” introductorio que tiene, al menos, el valor de la honradez intelectual y la ventaja para el lector de disfrutar de la posibilidad de saber a qué atenerse -dónde se mete- desde el principio: Éste es un libro más humilde en sus presupuestos y objetivos. No he venido a iniciar una revolución educativa ni a inaugurar una nueva era. Únicamente trataré de dar voz a quien no la tiene, y de explicar historias vividas u observadas que nos pueden ayudar, precisamente, a aplicar mejor los dictámenes de la innovación. Me propongo, únicamente, comentar sucesos observados en muy diversos centros de educación secundaria para tratar de informar de cosas que podrían estar sucediendo, y que no queremos o no podemos tener en cuenta. Nada más que eso: un libro a pie de aula, resultado de decenas de conversaciones informales mantenidas con compañeros de la profesión. Si se me permite, mi acercamiento es más empírico, más ingenuo. No trataré de cimentar teorías ni sistemas de oposiciones conceptuales: sí intentaré, no obstante, señalar problemas incómodos que parece que no existan, y para los que deberíamos imaginar una solución.

Sin embargo, sus reflexiones -imbuidas de un cierto tono paternalista y ejemplarizante que a mí me ha resultado muy molesto: la voz que en todo momento nos habla es la autocomplaciente y muy enojosa del profesor humilde y entregado que lucha por sus alumnos y cambia el estado de cosas desde dentro- sí se apoyan en una cierta base teórica, aunque sea más bien parva y “sesgada”. Así, la bibliografía final -en el fondo innecesaria, si se postula abiertamente la mera voluntad de comentar sucesos observados- es, en efecto, raquítica (una corta veintena de títulos) y, sobre todo, centrada en autores de la misma “corriente” pedagógica (tradicional, por definirla de modo reduccionista). La reiteración a lo largo del texto de citas de solo dos o tres de estos “autores invitados” (algunos bien valiosos, como la propia Inger Enkvist, de la que hablaré luego, o José Antonio Marina) se hace pesada incluso para el autor, que llega a afirmar: Como escribe Gregorio Luri [cuya desmesurada omnipresencia “tutelar” en el libro lleva a hacer dudar a lector si Navarra tiene ideas propias sobre el asunto o todas las ha “encontrado” en la obra de su muy admirado “consejero”], y me perdonarán que insista tanto en sus frases y orientaciones… 

En el mismo sentido, el enfoque exageradamente personal y subjetivo, el acercamiento descaradamente biográfico al objeto de su estudio (Empecé a oír hablar de proyectos en un claustro de centro hará ya cerca de cinco años, en boca de un director que sonó bastante convincente. Lo primero que tengo que decir es que soy pro proyectos. Realmente creo en el poder transformador y pedagógico de los proyectos. En una charla o curso sobre evaluación competencial y generación de proyectos fuera del currículo lineal de toda la vida, es donde cuentan con mi máxima atención. He tenido ya muchas experiencias con proyectos: algunas de relativo éxito, otras de franco batacazo. Por lo tanto, si algún valor tiene este apartado, es el de un acercamiento biográfico, no teórico), dotan a éste de una indiscutible y encomiable verosimilitud -digámoslo ya: Navarra cuenta su verdad, una verdad que, en mi propia experiencia, se parece bastante a la realidad- pero lo privan de rigor y calidad científica, haciendo que su estudio quede en una mera formulación de intuiciones: Esto que escribo no es muy científico que digamos. Pero lo pienso firmemente (como puede observarse, el tono elegido es también accesible y coloquial, ligero y poco ambicioso; quizá en ello resida el "secreto" de su "resonancia").

Uno puede dudar, pues, del valor y la necesidad de un texto así: un profesor que cuenta sus “batallitas” (pero hay muchos que podrían hacerlo), que da cuenta de unas experiencias no del todo representativas (los escenarios de pobreza, marginación, hambre y precariedad en los que se desenvuelven algunos de sus alumnos, siendo reales, y valiosa la constatación de su existencia, no son extrapolables ni permiten la generalización de una lectura que abarque el funcionamiento entero del sistema educativo: ¿un treinta por ciento de los alumnos carecen de medios económicos para comer todos los días?, como se afirma de modo rotundo pero discutible). El lector, al menos uno tan “maniático” como yo mismo, echa en falta la elaboración y sustentación -firme, sólida, con fundamentos argumentados e indiscutibles- de una teoría que aclare, diseccione, revele las contradicciones y apunte soluciones (alguna hay, no obstante, aunque algo ingenua y poco definida, en la propuesta de Navarra de una nueva institución educativa: una posible solución sería la creación de nuevas instituciones en las que el respeto mutuo y el interés por el avance cultural y científico fueran una condición previa inexcusable) a los muchos problemas que acucian hoy día a la escuela.

Y pese a este preámbulo solo en apariencia negativo, la sucesión de anécdotas es muy reveladora y el libro, a la postre, ilustrativo para quien no conozca de primera mano la vida interna de los Institutos. A lo largo de sus páginas aparecen todas las situaciones a las que se enfrentan los docentes en su cotidiano acontecer profesional: el desinterés general, la desidia y la falta de motivación de los alumnos, la creciente indisciplina y la aún esporádica pero significativa violencia en las aulas; la muy notable degradación de los conocimientos, que menguan a cada nuevo curso escolar, y por tanto la generalizada ignorancia (La realidad que me cuenta un profesor de geografía, que se encuentra con que sus alumnos de segundo de bachillerato confunden los océanos con los continentes en el mapamundi. Creen que la tierra es la mancha azul, y que el mar es la mancha marrón. Y también: Una vez tuve que emplear una buena porción de clase para explicar, a unos alumnos de cuarto de humanidades que cursaban historia moderna, qué era un «imperio». Por descontado no tenían ni la más remota idea de lo que era una «federación». Una de aquellas alumnas, ataviada con una bandera independentista, no me supo explicar quién era Lluís Companys. E igualmente: Alumnos a las puertas de la selectividad que sitúan Madrid en el centro de un mapa de Cataluña, junto al mar); la disminución en la población (los alumnos no son otra cosa que su reflejo) de los umbrales de resistencia a la frustración y la inquietante merma de la atención (cita Navarra a José Antonio Marina: Ha llegado el momento de elaborar una pedagogía de la atención, del autocontrol y de la perseverancia); la práctica desaparición de la lectura entre los hábitos cotidianos de los estudiantes; consecuentemente el léxico depauperado que los jóvenes manejan, el analfabetismo funcional y su corolario inevitable, el fracaso escolar; la progresiva falta de implicación y el desánimo de los profesores; la profunda insatisfacción de unos y otros; el caos legislativo abonado por la voluntad de los sucesivos gobiernos de cambiar radicalmente la regulación de la enseñanza en cuanto llegan al poder; la cada vez más invasiva presencia de las tareas burocráticas que entorpecen la labor principal del profesor, que no debiera ser otra que la de enseñar; el ostensible desprecio hacia la educación de una sociedad -no solo de sus políticos- consumista y banal, superficial e infantilizada; la relegación de la importancia del conocimiento, del saber, del magisterio de los expertos por parte de esa misma sociedad, imbuida de un falso igualitarismo absurdo…, por citar solo algunos ejemplos.

En Devaluación continua están también -aunque, como digo, analizadas de un modo ligero e inconsistente (en realidad meramente apuntadas)- las grandes cuestiones que protagonizan en la actualidad el vivísimo debate sobre la educación que se mantiene en la mayor parte de los países desarrollados: la necesidad (o no) de la memoria como un componente esencial en la enseñanza; la pervivencia en este nuestro frívolo mundo, hecho de juego y facilidad, de valores como el esfuerzo, la perseverancia, la fuerza de voluntad y la disciplina, y su aplicación -o proscripción- en las aulas; en consecuencia, el conflicto entre diversión y felicidad, por un lado, y trabajo y rigor, por otro, como ejes que deben guiar la práctica docente (ambas tesis se postulan desde perspectivas ideológicas distintas); el conflicto intelectual que suscita la permisividad -incluso el fomento- de la presencia de los móviles y en general de la tecnología en las aulas; el controvertido dilema (muy sensatamente el autor opta por una vía intermedia) entre la enseñanza basada en contenidos o la que se centra en las competencias; el interminable, furibundo y primario enfrentamiento entre irreconciliables “facciones” pedagógicas fuertemente ideologizadas (que operan de un modo similar al del forofismo futbolero o al del deplorable espectáculo de la rivalidad política hecha de apriorismos ciegos entre bandos antagónicos): los adalides de la férrea educación “de toda la vida” y los igualmente rígidos profetas de las “nuevas teorías pedagógicas” (los chamarileros, los llama Navarra), absurdamente tildados de “progresistas” y “conservadores”, ambos irracionalmente dogmáticos, ambos enfrascados en linchamientos morales de todo el que no piensa como ellos; el riesgo de manipulación y por lo tanto el peligro para el funcionamiento de la democracia que encierra el mantenimiento de una institución escolar que abona la irresponsabilidad, el infantilismo y la ausencia de deberes que caracterizan la realidad de nuestras sociedades (de nuevo la escuela, el mundo de “dentro” de la institución escolar, no es más que un espejo que muestra lo que ocurre fuera de ella)…

Todos estos interesantes asuntos están también, formulados de un modo “algo” más riguroso, en Controversias educativas, la larga conversación de Inger Enqvist con la periodista Olga R. Sanmartín (y las tímidas comillas se explican porque, al tratarse de una suerte de larga entrevista, no estamos ni ante un espacio o un formato que permitan una aproximación más profunda al tema educativo; no obstante hay algo no tangible -pero muy evidente, a mi juicio- en las palabras de la experta sueca que las dota de consistencia, frente al tono algo improvisado e intuitivo del libro de Navarra: en este último caso el lector tiene siempre la impresión -ya se ha dicho- de asistir a un repertorio de anécdotas y ocurrencias subjetivas sin más enjundia ni especial trascendencia que las que derivan del relato de una experiencia personal; tras las formulaciones de Enqvist, en cambio, asoma siempre el rigor y “suenan” -pese a que también son, en muchos casos, discutibles- como si se tratara de “verdades” objetivas).

Tras una reveladora introducción, de título explícito: ¿Quién es Inger Enkvist?, en la que se nos da a conocer la biografía personal y la trayectoria académica y profesional de la catedrática e investigadora sueca, un preámbulo indispensable para conocer la sobresaliente “densidad” del bien nutrido y extraordinariamente variado currículo de la hispanista y los planteamientos ideológicos y apriorismos teóricos desde los que construye su pensamiento (resulta especialmente iluminadora la siguiente consideración, que transcribo literalmente: En enero de 2019, Enkvist asistió como experta educativa a la Convención Nacional del PP, mientras que Ciudadanos la llevó en 2017 al Congreso de los Diputados para intervenir en el marco de las negociaciones del pacto de Estado por la Educación. Pero ella se desmarca de ambas formaciones políticas. Tiene una voz propia respecto a la Religión en las aulas o al bilingüismo, y tampoco tiene reparos en censurar la inacción del Gobierno de José María Aznar frente al avance de la inmersión lingüística en las escuelas de Cataluña o el repliegue de Mariano Rajoy con la aplicación de la Lomce), el resto del libro repasa en ciento sesenta largas páginas (para tratarse de una entrevista) y ocho capítulos organizados por ejes temáticos lo que previsiblemente han sido decenas de horas de muy fructífera conversación con su bien preparada interlocutora, un apasionante diálogo en el que afloran todas las cuestiones de relevancia a la hora de analizar la experiencia educativa, en particular las controversias básicas que se han disputado la primacía ideológica en los cuarenta últimos años de la escuela española (y del mundo entero, Enkvist es una excelente conocedora de la organización de la enseñanza en diversos países, con estancias y estudios en Singapur, Portugal, Brasil, Colombia, Canadá o EEUU): las tensiones entre equidad y calidad, entre lo público y lo privado, entre el modelo inclusivo y el diferenciado, entre las competencias autonómicas y el currículo nacional, entre el laicismo y la religiosidad, entre lo tecnológico y lo tradicional.

Sin que pueda ahora entrar en el comentario pormenorizado de cada una de ellas, en las diferentes secciones, todas con un núcleo central monográfico (el uso político de la educación; las causas del abandono escolar; la idoneidad de los nuevos métodos educativos y la pertinencia de los tradicionales: esfuerzo, memoria y exigencia; la experiencia de los países del este asiático, que adelantan a los occidentales en eficiencia y resultados académicos; el papel de los profesores y el cuestionamiento de su actual rol como meros guías o facilitadores de los alumnos; la oportunidad de reválidas e itinerarios; la función de la Formación Profesional y la Universidad; el futuro del aula en un mundo en el que el auge de las nuevas tecnologías parece relegar -o hacer desaparecer- a las Humanidades), se abordan asuntos como la poca especificidad de la nomenclatura pedagógica, ambigua y, por tanto, susceptible de interpretaciones más o menos “esotéricas”; el carácter escasamente científico de muchos de los postulados de la más moderna pedagogía, lo que a menudo sirve para encubrir un enfoque claramente ideológico, “de parte” pues, y poco objetivo; los nefastos efectos de la división educativa autonómica de nuestro país, diecisiete “hechos diferenciales” en una cuestión que debiera responder a planteamientos más uniformes; la captación del profesorado de Primaria y Secundaria entre los expedientes menos brillantes de las distintas promociones (siempre en España; Finlandia, Estonia o Singapur, países de políticas educativas exitosas, “filtran” con criterios opuestos); el hoy hegemónico populismo operando también en el ámbito de la docencia con el inconcebible -siempre a su juicio- rechazo a las reválidas y los mecanismos de control externo; la enseñanza de la Religión, de la educación sexual, de la igualdad de género, de los valores cívicos en la escuela; el conflicto -poderosa y engañosamente ideologizado, como casi todo en nuestro país- entre enseñanza pública y concertada: Dinamarca, un país intachablemente democrático, dispone de una amplia red de centros concertados; el error que supone poner al alumno como centro y figura principal de la educación; la actual desconfianza en la obediencia, la instrucción, la excelencia, la disciplina y el cumplimiento de las normas, y, por el contrario, el correlativo énfasis en lo divertido, lo lúdico o el aprendizaje por descubrimiento; el descrédito del profesor que pretende enseñar; la relativización de la importancia del conocimiento, del saber, sustituidos por las destrezas, las habilidades o las actitudes; la dicotomía, fraudulenta al presentarse como excluyente, entre conocimientos y competencias; la sacralización de los métodos pedagógicos innovadores y la insensata relegación -por supuestamente obsoleta- de la tradicional explicación del profesor; la entrega irrestricta de la escuela a las “nuevas tecnologías” que se presentan como la panacea de todos los males de la enseñanza; la chata visión de la educación considerada como una preparación para el mercado y la vida laboral; la rebaja de la exigencia y la devaluación del nivel de los estudios, de los currículos, de los libros de texto, de los diplomas y los títulos; el infantilismo general promovido -confiemos en que de modo no consciente- por una institución escolar que consiente el bajo nivel de frustración del alumnado, su falta de paciencia, su anhelo de fama y celebridad fáciles, su absoluta carencia de esfuerzo y sacrificio, su irresponsabilidad casi congénita, su horror al aburrimiento, su “presentismo” suicida; la controvertida “equidistancia” de los padres, que dimiten de su función educadora y “comprenden” y hasta alientan la desidia de sus hijos; la necesidad -hoy más que nunca- de la atención y la concentración como presupuestos indispensables de cualquier aprendizaje fecundo, o lo que es lo mismo: de cualquier aprendizaje que merezca en realidad ese nombre; la obligación del educador -profesores y padres- de marcar límites y normas, de imponer pautas y constricciones, de exigir y decir “no”, pues solo se crece y se es libre si antes se ha adquirido el dominio de uno mismo; la urgencia de recuperar la instrucción (el profesor que “enseña” una materia) frente a su actual sustitución por la educación (el profesor que actúa como una especie de asistente social y que acaba por hacer funciones que corresponderían a las familias, desdibujando su tarea primordial); la polémica -con más aristas que las que afloran en el simplista debate público, de nuevo muy cargado de ideología- sobre la educación diferenciada por sexos; los muchos problemas de la Universidad y su endogámico y en muchas ocasiones no convenientemente seleccionado profesorado; la escasa cualificación de los universitarios españoles (La OCDE dice que un universitario español tiene el mismo nivel que un bachiller de Holanda o Japón); la antinatural consideración, en un mundo hipercapitalista, del alumno como cliente o consumidor, con las perniciosas consecuencias derivadas de ello; las repercusiones, no siempre benéficas, de la omnipresencia de las nuevas tecnologías en la educación; y tantos otros interesantes temas de reflexión…

Pese a sostener sus tesis desde una posición parcial, aunque muy sensata, que admite, al menos en mi caso, numerosas objeciones, el exhaustivo repaso que hace Enkvist al mundo de la enseñanza es muy sugerente y lleno de interés, razón por la que os recomiendo, como puerta de entrada al resto de su obra traducida en España, este estimulante Controversias educativas.

Os dejo ahora con un fragmento entresacado del libro de Andreu Navarra y con Kodachrome, el clásico de Paul Simon, cuya primera estrofa habla de los días de la escuela:

Cuando pienso en todas las tonterías que aprendí en el colegio. 
Es un milagro que todavía sepa pensar. 
Y aunque mis carencias educativas no me han perjudicado, 
puedo leer lo que está escrito en la pared. 




Entra una de las psicopedagogas del centro, se sienta, y me cuenta que sus alumnos de atención individualizada no hacen los exámenes por pereza. Cuando se les enuncian las consecuencias de ello, se encogen de hombros. Es que les da igual. Como les da igual caerse por las escaleras. En algunos casos, hemos alcanzado una especie de nihilismo final, de estación definitiva: el alumno que no hace nada, y se pasa sin hacer nada unos tres o cuatro años. 

Lo digo sin un ápice de sensacionalismo o acritud. Al revés. Lo comento como un hecho cotidiano que despierta hasta mi simpatía. Confieso que el fenómeno me intriga, me inquieta; y, por supuesto, trato de atajar el problema con todos mis recursos. 

Cuando me lo explicó una compañera de catalán, en otro centro, durante una vigilancia de patio, yo no me lo creí. Que había institutos en los que la mitad de los alumnos dejaban absolutamente todos los trabajos en blanco, incluso los exámenes. Hasta que lo pude comprobar con mis propios ojos. Hay una bolsa de alumnos, minoritaria pero no menos preocupante, a quien se le hace una montaña insalvable escribir una redacción de diez líneas o contestar un cuestionario. Aún espero convencerlos, invitarles a ingresar en el curso. Pero a veces solo consigo avanzar un poco. 

Con dos cafés delante, la profesora de francés me explica algo que le acaba de ocurrir. Al parecer, en su clase de cuarto de ESO se acaba de producir un amago de motín. Inés ha traído hoy una ficha que era un mapa de Francia en blanco, donde había que poner nombre sobre los puntos de París, Lyon y Marsella, y sobre el río Ródano y el Sena, más un par de cordilleras. El ejercicio había que repetirlo al cabo de una semana, sin el modelo delante, es decir, de memoria, y al parecer los alumnos han protestado. 

¡Aprenderse todo aquello! ¡Para qué! 

Inés me mira y me confiesa su oculto pecado: sigue creyendo en la memoria. En el poder liberador y civilizador de la memoria. En este caso, memoria para almacenar una cantidad realmente mínima de datos, información absolutamente básica sobre un país vecino. 

El para qué es la gimnasia mental, el ejercicio de nuestra herramienta biológica de supervivencia en el mundo. Hay un movimiento muy denso, muy potente, contra todo lo que pueda significar movimiento, agilidad y retención dentro de la mente. 

Pero yo sé que mi hijo, que tiene nueve años, hace una extraescolar de teatro. Es perfectamente capaz de aprenderse un papel, de aprenderse unos movimientos. Y lo hace con una gran sensación de alegría. 

Es posible que mi compañera Inés sepa perfectamente que la mayoría de los profesores viven en secreto, como un delito inconfesable, su fe en la pervivencia de la memoria. Yo mismo opino que resulta imposible expresarse con viveza sin un ejercicio de memoria, sin disponer de léxico y de ideas relacionables, almacenadas, al alcance de la mano. Conceptos básicos que uno debe manejar cuando ha de generar un texto o entenderlo. 

Recuerdo otro suceso que observé cuando yo empezaba a dar clase, precisamente en el centro en el que supe por primera vez de esa especie de nihilismo en forma de pereza extrema que avanza subrepticiamente y que he convenido en llamar «síndrome del examen en blanco». Ocurrió en una clase dificilísima de tercero de ESO. En esa aula tenían que convivir, toda la mañana y apretados, treinta y ocho adolescentes. Un día llevé una fotocopia: en una cara había un texto sobre los cantares de gesta y en la otra cuatro o cinco preguntas que había que contestar. Leer en silencio, responder unas preguntas de comprensión. Dije que lo recogería al final de clase. 

Se hizo el silencio, los alumnos se concentraron y empezaron a leer. De repente, escuché unos sollozos. Otra de las cosas que un profesor aprende rápido a detectar es a un alumno llorando: a acompañarle fuera del aula e intentar entender por qué. En estos casos es esencial actuar deprisa, sobre todo para detener procesos de humillación o problemas personales. 

En este caso, la alumna no paraba de llorar, visiblemente afectada, y se negaba tanto a levantarse para salir afuera como a verbalizar la causa de su llanto. 

Hasta que al final terminé por comprender: la alumna lloraba porque tenía que leer. Porque comprendió, con estupor, que sus compañeros estaban leyendo el texto y que terminarían respondiendo a las preguntas de comprensión. Lloraba porque no le quedaba más opción que hacerlo. 

Andreu Navarra. Devaluación continua