Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de julio de 2015

DAI SIJIE. UNA NOCHE SIN LUNA

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura de entre la infinidad de libros que de modo indiscriminado nos asaltan desde las vitrinas de las librerías. Con mi propuesta de hoy ponemos fin a nuestro espacio por el curso 2014-2015 y cerramos también la breve serie que durante el mes de julio ha querido trasladaros -con la excusa de la pulsión viajera que el verano suele despertar o acentuar- a diferentes y algo exóticos países a través de la literatura, cumpliendo así una doble finalidad: aconsejaros algunos libros interesantes en sí mismos y avivar en vosotros el ansia por conocer los atractivos territorios en los que su trama se desarrolla.
 
El libro que esta tarde quiero presentaros es una novela muy atractiva, una de las últimas publicadas en nuestro país por el escritor Dai Sijie, un novelista chino, aunque su obra literaria se ha desarrollado en francés, pues vive en París. Quizá recordéis una de sus novelas anteriores a ésta que hoy os traigo, la también muy estimable Balzac y la joven costurera china, que el propio Dai Sijie, que también es realizador cinematográfico, llevó al cine hace no muchos años. La obra que ahora os reseño se titula Una noche sin luna y en traducción del francés de José Antonio Soriano ha sido publicada, como sus dos anteriores novelas, por la editorial Salamandra.
 
Una noche sin luna es un libro desbordante, desmesurado, lleno de fantasía e imaginación, repleto de historias, de apasionantes digresiones eruditas, de multitud de relatos intercalados, de infinidad de datos y de reflexiones sobre el budismo, el arte y la historia y la cultura de Oriente, con aventuras y escenarios insólitos e incluso improbables, con personajes enigmáticos, con una trama de misterio compleja y algo enrevesada pero arrebatadora.
 
En 1978, una joven francesa estudiante de lenguas orientales se encuentra en Pekín para ejercer de intérprete en las conversaciones relativas a la elaboración del guión de El último emperador, la conocida y algo ampulosa película que acabaría realizando en 1987 el director italiano Bernardo Bertolucci. En una de las reuniones de trabajo, la chica conoce a un anciano profesor que, con ocasión de las deliberaciones sobre la película, le informa de la existencia de un misterioso manuscrito, una delicada pieza de seda que el último emperador, Puyi, habría rasgado en dos con sus propios dientes y dejado caer desde la carlinga de un avión en pleno vuelo, en un arrebato de locura cuando viajaba hacia Manchuria, detenido y desterrado por los japoneses. Una de las dos mitades de la enigmática reliquia, que contenía un indescifrable texto sagrado budista, escrito en una lengua, el tumchuk, muerta desde siglos atrás, pudo ser salvada en el mismo momento en que iba a ser arrojada al vacío, y se conservaba y se ofrecía a la vista de estudiosos e historiadores, de interesados y curiosos, en el Museo de la Ciudad Prohibida de Pekín. Pero la otra mitad, imprescindible para comprender el profundo sentido de la pieza completa, y que voló desde el avión, descendió girando y aterrizó lentamente, como un regalo del cielo, sobre una duna por la que, al parecer, se paseaban un viejo príncipe y su hijo, y desapareció durante años perdiéndose su rastro.
 
La joven francesa, atraída por la historia y con ayuda de su amigo Tumchuk, que de un modo no accidental, como podréis comprobar si leéis la novela, lleva el nombre de la lengua muerta inician entonces una búsqueda que durante más de diez años les hará recorrer el mundo, visitando países diversos, como Malí o Laos, en los que acaban encontrando extrañas conexiones con el manuscrito; que les llevará a leer cientos de libros que encierran claves ocultas sobre la peripecia de la tela sagrada; que los hará adentrarse en las distintas fases del acontecer histórico, desde un pasado remoto y mítico hasta la contemporaneidad presente; que los pondrá en contacto con decenas de personajes increíbles, muy singulares, fascinantes; y que, por último, los conducirá a vivir peripecias sin cuento narradas por Dai Sijie con una extraordinaria exuberancia verbal, con una desbordante riqueza de detalles, con una portentosa imaginación, con una deslumbrante capacidad para construir escenarios fantásticos, relatos míticos, historias subyugantes.
 
Un gran libro, este Una noche sin luna. Debo avisaros, no obstante, de que la multiplicidad de historias y personajes, la variedad y la profundidad de las tramas, el abigarramiento algo barroco, muy cercano, pese a la obvia distancia espacial y cultural, al realismo mágico sudamericano (hay una cita en el libro, que no creo que sea casual, a García Márquez), la enorme cantidad de referencias, las torrenciales descripciones de calles y joyas, de ropajes y manuscritos, de muebles y alimentos, de costumbres y mitos, de leyendas y fábulas, hacen que la lectura, sobre todo en las primeras páginas, hasta que nos adentramos en ese río tumultuoso y nos familiarizamos con su fluir incontenible, pueda resultar algo ardua. Pero creedme, una vez dentro de ese caudal impetuoso, dejaos llevar y disfrutaréis enormemente.
 
Os dejo con un fragmento del libro que os permitirá, sin duda, haceros una idea de su brillante estilo. Os ofrezco también una pieza musical de origen mongol, en consonancia con la historia narrada en el texto. Se trata de una espléndida interpretación, en el "receptivo" show de David Letterman, de Kongar-ol Ondar, la gran figura de la música vocal de Tuva, una república de la Federación Rusa.
 
 
 
La exposición estaba consagrada al origen del reino de Tumchuq, especialmente mediante la exhibición de páginas enteras de un manuscrito tibetano descubierto en la gruta 1.656 de Dunhuang y conservado en la biblioteca de Pekín, en el que Kanghan Zanbu, un monje viajero del siglo XII, cuenta el origen del reino, sepultado bajo la arena ya en su época: un día, el jefe de una tribu de nómadas encontró en medio del desierto de Gobi a una diosa bajada del cielo, con la que se casó. Poco después de la boda, se marchó a la guerra, y durante su ausencia su mujer vivió una aventura con un viajero extranjero y quedó encinta, pero consiguió ocultar su estado y escondió bajo un árbol al niño que había traído al mundo, como había convenido con su amante. Cuando éste fue a buscarlo, durante una noche sin estrellas, todas las mariposas nocturnas del bosque se abalanzaron sobre las llamas de su antorcha, bailando, revoloteando, arremolinándose y formando una espesa nube a su alrededor. Algunas, empujadas por las otras, se quemaron las alas y murieron. La extraña procesión duró toda la noche. A la mañana siguiente, cuando el bebé despertó, tenía pegada a la frente una mariposa muy bella llamada Thum-Suk debido a los vistosos motivos en forma de pico de pájaro dibujados en sus alas. Así que el padre llamó al niño Thum-Suk Blung (blung significa niebla en mongol). Pasadas unas décadas, Thum-Suk Blung se convirtió en el primer soberano de aquel rincón del mundo y bautizó su reino con su propio nombre, suprimiendo la palabra niebla, para no conservar más que el hermoso nombre de pico de pájaro, que, palatalizándose poco a poco, se transformó en Tumchuq. Su reinado, que fomentó y desarrolló la sericultura, produjo tejidos de seda y satén cuya belleza rivalizaba con las finas escamas de las alas de las mariposas y el plumaje de los pájaros. La historia del primer rey también había dado origen a una arraigada costumbre, respetado por todos los habitantes: la de bautizar a los recién nacidos con el nombre de la primera cosa que había visto la madre tras dar a luz.
 

miércoles, 22 de julio de 2015

MICHAEL ONDAATJE. EL VIAJE DE MINA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que sale a vuestro encuentro, como todos los miércoles, con una nueva recomendación de lectura. Hoy os traigo un libro espléndido, una novela que como ocurre con las grandes obras literarias, no sólo entretiene y captura nuestra atención, nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad durante su lectura, no sólo nos subyuga y nos transporta, no sólo nos sumerge en su trama y en las peripecias de sus personajes, sino que va más allá y ahonda también en otros planos: nos hace pensar, nos enseña, nos ilustra sobre la condición humana, de tal manera que, aparte de la experiencia estética, derivada de la belleza de lo que leemos, y de la emotiva, provocada por el caudal de sensaciones generado por el libro, salimos de él, de su lectura, un poco más sabios, algo más dotados para entender el mundo, más capaces para comprender nuestra naturaleza, el sentido de nuestro absurdo y sin embargo magnífico paso por el mundo.
 
El viaje de Mina es el título de nuestra sugerencia de hoy, una novela -aunque como de costumbre me asalten las dudas a la hora de catalogar el libro, de etiquetarlo y adscribirlo a un género determinado, por razones que luego explicaré- escrita por el canadiense Michael Ondaatje (canadiense de adopción; aunque de origen cingalés, del Ceilán anterior a la actual Sri Lanka). La obra ha sido publicada por la editorial Alfaguara en traducción de un José Luis López Muñoz que, pese a su calidad y su prestigio como traductor, se permite un inusitado “polizonte” para referirse a lo que no es sino un evidente polizón. Un error, por cierto, que ya habíamos apreciado en una reciente novela de Vargas Llosa, por lo que, admitido el fallo en el Premio Nobel, cómo no entenderlo y disculparlo ahora...
 
En El viaje de Mina, Ondaatje cuenta las tres semanas de travesía a bordo del buque Oronsay que, en 1954, con once años de edad, le llevaron de Colombo, capital de Ceilán, donde había nacido, a Tilbury, un pequeño muelle en Inglaterra en el que le esperaba una madre a la que apenas había visto hasta entonces. Un viaje que tenía que ser una historia inocente dentro de los reducidos límites de la adolescencia pero que se convertirá en toda una intensa y fecunda educación. A lo largo del libro se relatan tanto las peripecias concretas, el viaje “exterior” que el niño que el autor entonces era vivió en aquel largo desplazamiento, una aventura fascinante para un adolescente, como, sobre todo, se nos narra ese otro viaje aun más sugestivo, el interior, la iniciación al mundo adulto que el periplo va a suponer para ese chico. Las tres semanas de la travesía, tal y como yo las recuerdo originalmente -nos dice el protagonista, ya adulto-, fueron plácidas. Sin embargo ahora, años después, cuando mis hijos han insistido en que les describa el viaje, se ha convertido, al verlo a través de sus ojos, en una aventura, incluso en algo muy importante en una vida. En un rito de paso. Volveré sobre esta vertiente esencial más adelante; antes quiero centrarme en algunos de los muchos aspectos que convirtieron la experiencia de ese viaje en un acontecimiento inolvidable para su protagonista y por extensión también para nosotros, los lectores del libro. Un libro que, como veis, y partiendo de esa considerable base autobiográfica, deja, quizá, poco espacio para la ficción, a no ser que consideremos como novela la difusa ensoñación en la que la memoria acaba por convertir, casi siempre, la pálida sombra de nuestros recuerdos.
 
Solo en el barco, la perspectiva que la vida en el buque ofrecía a ese niño, in albis frente al mundo, era desconcertante y, del mismo modo, muy atrayente. En el Oronsay existía la posibilidad de escapar a todo orden. Y yo me reinventé en aquel mundo en apariencia imaginario. Con otros dos chicos, a los que conoce al poco de iniciar la travesía, Ramahdin y Cassius, Mina descubre en el microcosmos del barco un universo deslumbrante y se mete de lleno en él, en una especie de fiebre de vida, que su sangre joven quiere explotar al máximo. No duerme siquiera pues, como dice, el sueño es una cárcel para un muchacho que tiene amigos con los que reunirse. Las noches nos impacientaban y nos levantábamos antes que el amanecer se adueñara del buque. No queríamos esperar, queríamos seguir explorando sin descanso aquel universo. Corren descalzos sobre la madera de cubierta recién lavada, resbaladiza, hasta estrellarse contra la barandilla o contra una puerta que abría de repente un pasajero. Se zambullen en la piscina, juegan al ping-pong, presencian las clases de piano que imparte uno de los viajeros, el señor Mazappa, visitan el camarote del señor Fonseka, magnífico contador de historias, conversan con el sobrecargo tuerto admirados por su ojo de cristal, ven películas proyectadas en la popa del trasatlántico sobre una sábana bien tensada colocada al efecto, se atan a cubierta para aguantar una dramática noche entera los embates de una tempestad. Carecía de responsabilidades familiares, podía ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa. Todos los días teníamos, al menos, que perpetrar algo prohibido, declara.
 
Y en este juego perpetuo, en esta libertad sin límites que quizá sólo pueda darse de modo genuino en la infancia, recorriendo sin cesar los siete niveles del barco, desde la casi inaccesible primera clase de los pasajeros escogidos, hasta la sala de máquinas que, en las profundidades del infierno, se agita con un ruido y un calor insoportables, Mina y sus amigos entran en contacto con decenas de personajes, a cual más sorprendente, que estimulan sin cesar su imaginación. La bella Emily de Saram, prima de Mina, enlace del niño con el mundo de los adultos y protagonista de su primer atisbo de deseo, algo que ni siquiera constituye el despertar sexual, algo más intenso, más sutil, un temblor interior, mezcla de emoción y vértigo, narrado de modo magistral en un pasaje conmovedor y memorable. La estirada tía Flavia Prins, jugando al bridge con sus amigas en sus suntuosas dependencias de la clase superior. El señor Hastie, encargado de las perreras del Oronsay, que, siempre ataviado con su sarong, también juega las cartas con sus amigotes y su ayudante el señor Invernio, pero en el más modesto camarote de Mina, de quien es compañero de habitación. La enigmática patinadora australiana que recorre la cubierta del barco, grácil y como alada, desde antes del alba y que protagoniza el fragmento del libro que he elegido para ilustrar su atmósfera, al final de esta reseña. El preso Niemeyer, conducido a Inglaterra para ser juzgado porque, al parecer, había matado a un juez y ello impedía el juicio en Ceilán, y al que pasean a avanzadas horas de la noche con sendos aros de metal en las muñecas pues, ducho en mil fugas, se temía que intentara una más en el limitado espacio del navío. El señor Giggs, oficial británico de alta graduación, que junto al señor Perera, un ignoto y escondido miembro del Departamento de Investigación Criminal de Colombo, escolta al preso para impedir su improbable huída. Sir Hector da Silva, potentado, filántropo, que había hecho fortuna con las joyas, el caucho y el negocio inmobiliario, y que viaja enfermo para ser tratado en Europa de una enfermedad probablemente mortal causada por el mordisco de un perro rabioso, cuyo ataque se debe -supuestamente- a una maldición proferida por un santón del que se había burlado. El médico ayurveda de Moratuwa, que lo atiende con sus pócimas. Larry Daniels, el compacto y musculoso botánico que traba amistad con Mina para así poder acceder a Emily, por la que está “chifladísimo”, y que -una maravilla más en un mundo repleto de ellas- tiene un jardín botánico en la cala del buque. El ya mencionado señor Fonseka, encerrado entre libros, con su cuerda de cáñamo humeante, según la costumbre cingalesa, y el agua del río de su lugar de origen embotellada, en un ejercicio permanente de nostalgia, recitando de memoria con lánguida cadencia fragmentos de sus libros, y que acoge al niño contándole relatos inusuales e interesantes para de repente interrumpir la narración diciéndole que algún día llegaría a descubrir lo que faltaba para concluir aquella historia, en una metáfora perfecta de otro de los aspectos esenciales del libro -lo incompleto, el misterio, lo fragmentario- al que después me referiré. Los miembros de la compañía Jankla, artistas camino de Europa, acróbatas, que hacen teatro en el barco, y su figura principal, Sunil, “el cerebro de Hyderabad”, que se pasea entre el público de los someros espectáculos que se organizan a bordo adivinando datos íntimos de los pasajeros, y que tendrá mucho que ver en el desenlace de algún asunto turbio en la travesía. El señor Gunesekera, el sastre silencioso, que no llega a pronunciar ni una sola palabra en todo el trayecto. La solterona señora Lasqueti, que viaja con sus veinte o treinta palomas enjauladas, que lee de continuo novelas policiacas recostada en una hamaca en la cubierta, tirándolas por la borda cuando se cansa de ellas, y cuyo discreto aspecto físico parece ocultar unos enigmáticos antecedentes, una trayectoria y un pasado misteriosos. La joven Asuntha, la persona aparentemente más vulnerable del barco, menuda y silenciosa, que solo oye por el oído derecho. El barón C. y sus sigilosos robos en las habitaciones, para los que se aprovecha de la delgadez de Mina. El pianista señor Mazappa, de nombre artístico Sunny Meadows, que venera a Jelly Roll Morton, toca con la orquesta del barco y da clases de piano, divirtiendo a los niños con letras confusas y a menudo obscenas de canciones de su repertorio. El señor Nevil, desguazador de barcos jubilado que regresa a Inglaterra después de años en Oriente y que había desmantelado barcos por todo el mundo, desde Bangkok hasta Barking. E incluso, no presentes en el trasatlántico, comparecen también -en los recuerdos de Mina-, dos sirvientes de su familia: Narayan, el hombre para todo, y Gurepala, el cocinero siempre acompañado de un coro lunático de perros callejeros, con los que el niño había pasado más tiempo que con su familia. Fueron mis guías esenciales y afectuosos durante aquel período de mi vida todavía amorfo y, en cierta manera, lograron que me hiciera preguntas sobre el mundo al que teóricamente pertenecía. Me abrieron puertas a otro universo distinto. O el padre Barnabus, maestro de escuela primaria que pervive en la memoria de Mina con su larga vara de bambú astillada, pues nunca recurría a las palabras ni a los razonamientos y sí a la incuestionable autoridad del palo.
 
A través del contacto con todos ellos, Mina y sus amigos llegan a entender una cosa pequeña pero importante: que nuestras vidas podían crecer gracias a desconocidos interesantes con quienes nos cruzaríamos sin que se produjera ninguna relación personal. Y aun más, pues, como dice el niño, aquella fue una pequeña lección que aprendí durante el viaje. Lo que de verdad es interesante e importante sucede casi siempre en secreto, en lugares donde no existe poder. Ante la importancia ridícula de los invitados a la mesa del capitán, Mina, sentado en la última mesa del comedor, la más alejada, en el extremo opuesto a la de la autoridad, en “la mesa del gato” en la que, invisibles para todos, están los “don nadie”, Lasqueti, Mazappa, Nevil, los otros dos niños, aprende que serían siempre personas singulares como ellos, en las distintas mesas del gato a lo largo de mi vida, las que conseguirían cambiarme.
 
Y es que, en efecto, los niños crecerán a partir de esas vidas que sólo entrevén de modo fragmentario, en otra de las claves del libro -y antes, claro, de la experiencia infantil del propio autor-: la conciencia del misterio, del enigma que los rodea. Retazos de conversaciones apenas intuidas, escenas inexplicables desde la lógica de los menores, situaciones sólo parcialmente entendidas, la visión fraccionada, y por lo tanto la interpretación parcelada, de la realidad. Nunca estuvimos seguros de qué era lo que presenciábamos, por lo que nuestra cabeza sólo captaba a medias el entramado de las posibilidades adultas. Mina mira, observa, escucha atento y apunta en su cuaderno del colegio las cosas que oye y ve, aunque, como él mismo dice, no sabía si lo que había visto era lo que creía haber visto. Esa perplejidad ante el mundo adulto se revela en otro momento, cuando en la oscuridad nocturna pasan ante sus ojos pistolas y disparos y espías y cadáveres y presos en fuga y cuerpos al agua: ¿Fui testigo de algo más por debajo de la superficie de lo que había sucedido aquella noche? ¿Era todo parte de la imaginación desbordante de un niño? Para acabar concluyendo: de jovencitos, durante aquel viaje a Inglaterra, cuando mirábamos a un mar que parecía no contener nada, nos imaginábamos complicados argumentos e historias sobre nosotros mismos.
 
La narración, centrada mayoritariamente en la descripción del viaje, se mueve sin embargo en todas direcciones, y da vueltas atrás y adelante; nos desplazamos al futuro -el presente del escritor que cuenta la historia- en el que vuelven a reaparecer algunos de los viajeros, de los que conoceremos su evolución y su destino, y volvemos al pasado, al recuerdo de la infancia que se deja atrás. Y constantemente afloran -en la otra gran vertiente del libro, la interior, la que da cuenta de la evolución de la personalidad del niño- las reflexiones del Ondaatje adulto que revisa retrospectivamente las imágenes de su memoria, sopesando la importancia -ahora lo sabe- que para él tuvo aquel viaje iniciático: Con el paso de los años, fragmentos confusos, rincones perdidos de historias adquieren un significado más claro si se ven con una nueva luz, en un sitio distinto. Para concluir: Algunas veces descubrimos durante la juventud nuestro yo más verdadero e íntimo. Reconocemos algo que, si bien en un principio es pequeño en nuestro interior, determinará, a la larga, nuestra transformación. Trato ahora de imaginarme quién era aquel chico que había subido al barco. Quizás ni siquiera existía una conciencia del yo en la inmovilidad nerviosa de aquel saltamontes joven o grillo pequeño en la estrecha litera, como si lo hubieran introducido de contrabando en el futuro, sin comerlo ni beberlo. O también, ¿Quién era yo por aquel entonces? No recuerdo ninguna imagen exterior y, en consecuencia, carezco de percepción de mí mismo.
 
En definitiva, un gran libro, este El viaje de Mina de Michael Ondaatje que publica Alfaguara. Si os decidís a leerlo os procurará unas cuantas horas de placer y emoción, os conmoverá y os hará pensar. Os dejo como complemento musical a mi reseña, y como no puede ser menos, con una pieza de Jerry Roll Morton, citada en la novela, The crave.
 
En la hora que precedía al amanecer, cuando nos levantábamos para deambular por lo que daba la sensación de ser un buque desierto, los salones -tan oscuros como cavernas- olían a los cigarrillos de la noche anterior, y Ramahdin, Cassius y yo habíamos convertido ya la silenciosa biblioteca en un caos de carritos en movimiento. Una mañana nos encontramos de pronto a una joven patinadora que daba vueltas velozmente por todo el perímetro de la cubierta superior, con suelo de madera. Por lo que parece, se levantaba incluso antes que nosotros. No dio la menor señal de advertir nuestra presencia mientras patinaba cada vez a mayor velocidad, con fluidas zancadas, poniendo a prueba su equilibrio. En uno de los giros, al calcular mal el salto necesario para superar unos cables, se estrelló contra la barandilla de popa y cayó al suelo. Al levantarse, miró la sangre que le brotaba de un corte en la rodilla y siguió, después de comprobar la hora en su reloj de pulsera. Supimos que se trataba de una australiana, y quedamos fascinados. Nunca habíamos sido testigos de tan notable determinación. Ninguna de las mujeres de nuestra familia se comportaba así. Más tarde la reconocimos en la piscina, su velocidad convertida en cortina de agua. No nos hubiera sorprendido verla saltar por la borda para nadar junto al Oronsay durante veinte minutos manteniendo su mismo ritmo.
 
En consecuencia empezamos a levantarnos incluso antes para presenciar sus veloces cincuenta o sesenta vueltas. Cuando terminaba se quitaba los patines y caminaba agotada, sudando, pero vestida de pies a cabeza, camino de la ducha al aire libre. Se colocaba bajo el chorro que la empapaba, y agitaba los cabellos en una dirección, luego en otra, como un animal que estuviera vestido. Era una nueva especie de belleza. Cuando se marchaba seguíamos sus huellas, que ya se iban evaporando con la nueva luz del sol a medida que nos acercábamos.

miércoles, 15 de julio de 2015

PATRICK DEVILLE. PESTE & CÓLERA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que como todas las semanas os trae una propuesta de lectura recomendada con la absoluta convicción de que podrá interesaros. No tengo demasiadas dudas acerca de esa optimista creencia en lo que se refiere a mi consejo de esta tarde, porque Peste & Cólera, que así se llama el libro del que hoy voy a hablaros, es una novela formidable que ha conocido un extraordinario éxito en su país de origen, Francia, y que ha deparado a su autor, Patrick Deville, numerosos reconocimientos y premios varios. El libro ha visto la luz en España en la editorial Anagrama en traducción de José Manuel Fajardo. Hace unos meses ha aparecido, también en Anagrama, también espléndida, Ecuatoria, la más reciente obra de Deville.

La novela nos narra la vida -la apasionante vida- de Alexandre Yersin, un personaje realmente existente, nacido en Suiza en 1863 y muerto ochenta años después en la antigua Indochina; un epidemiólogo -pero no sólo, como más adelante podréis comprobar- con una trayectoria muy destacada en el ámbito científico y cuya obra, descubrimientos e investigaciones han tenido una extraordinaria repercusión en los avances de la medicina, singularmente en la lucha contra la peste y otras infecciones, pese a lo cual hoy día resulta un gran desconocido para el gran público (entre el que obviamente me cuento), sobre todo en nuestro país, algo menos en Francia y en su país natal… y siendo venerado en el actual Vietnam en el que pasó -en la ya mencionada Indochina bajo el protectorado francés- gran parte de su fecunda existencia.

El libro, con ese referente real, histórico, parte de una base documental muy sólida y rigurosa a la que Deville da forma novelesca, “ficcionando” determinados episodios, adentrándose en la mente, en los pensamientos, en la sensibilidad y las emociones de su protagonista, jugando con continuos saltos en tiempo, moviéndose -él mismo, en el presente actual: el “fantasma del futuro” se autodenomina- de uno a otro escenario en los que Yersin vivió, siguiendo los pasos de su personaje. Pero esa construcción literaria, que es el modo en que el científico llega al lector, no hubiera necesitado, a mi juicio, demasiada elaboración por parte del autor, pues la biografía de este excepcional Alexandre Yersin merece por si sola -por su complejidad, por su riqueza, por su intensidad, por su singularidad-, sin necesidad de aditamentos o invenciones literarias, la condición de novelesca.

Cuatro son los planos que, desde mi punto de vista, hacen sumamente interesante este Peste & Cólera del que hoy os hablo: el relato de la fascinante carrera científica de Yersin; la narración de su excepcional y desbordante espíritu “aventurero” (aunque en una acepción de aventura algo alejada del convencional y algo trillado modelo “Indiana Jones” y más próxima a unas desmedidas pasión, curiosidad e inquietud intelectuales, no exentas de significativas dosis de acción); la indagación psicológica en los entresijos de una personalidad como mínimo peculiar; y la acertada recreación -a partir de las experiencias del epidemiólogo- de los grandes acontecimientos vividos por la humanidad en esos años: el paradójicamente esperanzado fin de un siglo y el convulso comienzo de otro, con las dos grandes guerras como paradigma de la devastadora locura a la que en ocasiones nos abocamos los humanos.

Hay un fragmento del libro que resume de modo significativo -aunque apretado- estos cuatro enfoques reseñados, la muy singular y deslumbrante peripecia vital de nuestro protagonista. Se trata de un episodio en el que dos jóvenes científicos preguntan a Yersin -cercano ya a su muerte- por los acontecimientos más destacados de su biografía; y así, en la conversación con el maestro afloran cómo descubrió y venció al bacilo de la peste. Su abandono de Suiza por Alemania, del Instituto Pasteur por las Mensajerías Marítimas, de la medicina por la etnología, de ésta por la agricultura y la arboricultura. Cómo se hizo en Indochina un aventurero de la bacteriología, un explorador y un cartógrafo. Cómo recorrió durante dos años el país de los mois, antes de llegar al de los sedangs. Los dos científicos le interrogan sobre sus caprichos y sus inventos, la horticultura y la cría de ganado, la mecánica y la física, la electricidad y la astronomía, la aviación y la fotografía. Sobre cómo se convirtió en rey del caucho y de la quinina, y cómo llegó a pie desde Nha Trang hasta el Mekong y luego a Pnom Penh, para vivir finalmente cincuenta años en una aldea al borde del mar de China. Como puede comprobarse a partir de este retrato somero el personaje es muy atractivo, y su existencia intensa y rozando lo prodigioso.

La mera trayectoria científica de Alexandre Yersin resultaría en sí misma -al margen de otras manifestaciones de su arrolladora personalidad- sumamente interesante. Desde muy joven, con unos escasos veintidós años, abandona su pueblo suizo para incorporarse al equipo de trabajo de Louis Pasteur, que acaba de descubrir la vacuna contra la rabia y que dirige en París un incipiente centro de investigación en biología. Inteligente y capaz, singularmente dotado para los estudios científicos, Yersin se integra en la banda de los pasteurianos en la que sobresale por su espíritu inquieto y su proceder concienzudo y riguroso, aunque un carácter libre y de una irreductible independencia le impide sentirse cómodo en ninguna “camarilla”. Disfruta con el trabajo de laboratorio, seleccionando ratones y gallinas, inoculando bacilos, manipulando probetas, enfocando con su microscopio organismos mínimos. Pronto empiezan los logros, que se multiplicarán a lo largo de su carrera: descubre la tuberculosis tibofacilar de los conejos y, ya en Asia, a donde lo llevará su ánimo aventurero, continuará con sus hallazgos valiosos sobre la difteria, la peste bubónica o el cólera, el tifus y el paludismo. Décadas después, acabará por desvelar los enigmas del bacilo de la peste e “inventará” el suero que combatirá la peste bovina. Nacionalizado francés, colaborador de Robert Koch en Alemania, se hace doctor en Medicina a los veinticinco años, aunque aún escribirá posteriormente dos tesis, en química (sobre la capacidad de saturación del ácido arsénico) y física (en torno a la polarización rotatoria de los líquidos). Su excelencia investigadora no agota, sin embargo, su curiosidad. Sus conocimientos exhaustivos en medicina le han valido el título de doctor. Su futuro como sabio habría sido brillante, pero de golpe, después de numerosas lecturas, le embargó la pasión por los viajes y nada pudo retenerlo entre nosotros, escribe de él su mentor, el afamado y genial Pasteur.

Y así fue, en efecto. Al poco tiempo -estamos en la última década del siglo XIX- Yersin cambia su prometedor futuro como científico, abandona Europa, y viaja a Asia, a las colonias francesas en el extremo oriente, en donde empezará a desempeñarse como médico en las Mensajerías Marítimas, a bordo de un buque que hace la línea regular Saigón-Manila, y luego Saigón-Haiphong. Sabido es que la ciencia, como la poesía, está a un paso de la locura, escribió Leonardo Sciascia en una cita que recoge Deville en el libro. Y es que ese cambio de rumbo vital da comienzo a una existencia desmesurada que roza en más de una ocasión las fronteras del delirio.

Yersin es un aventurero y encuentra en el mar una pasión irrefrenable (Se acabaron la microbiología y la investigación, ha cambiado de vida, ha escogido el mar, ha conocido la dicha de los muelles y las grúas, de embarcar al alba, del movimiento de los navíos y el canto del atardecer sobre las olas suaves y amarillas de Asia), pero tras un par de años también abandonará la navegación marítima al descubrir en uno de sus viajes Nha Trang, un pequeño poblado de pescadores que será su refugio hasta su muerte. Desde allí, desde su voluntario retiro asiático, y movido por su curiosidad insaciable -enciclopédica, afirma Deville-, llevará a cabo infinidad de proyectos y extenderá el dominio de su conocimiento y su actividad hasta extremos inusitados. Es -se dice de él en el libro- un especialista en agronomía tropical y un bacteriólogo, un etnólogo y un fotógrafo. Ha publicado al más alto nivel sobre microbiología y botánica. En una enumeración apresurada y algo caótica de sus ocupaciones (similar al desorden de sus variopintos intereses) Yersin estudia arquitectura y se hace constructor; edifica su propia casa, diseñando también las de los veterinarios y los ayudantes de laboratorio que trabajan con él; aprende física, mecánica, electricidad, agronomía y química; amplía sus conocimientos de enfermedades de la piel, de oftalmología, de cirugía menor, de fotografía, de microbiología; planta cafetos, caucho; cataloga cientos de especies vegetales; importa muchas otras de Europa, aunque bastantes de ellas no llegan a aclimatarse; prepara injertos; cultiva tabaco; realiza anotaciones etnológicas sobre los mois, la etnia originaria de las tierras bajo el dominio colonial francés; fabrica cometas; escribe tratados de mecánica, manuales de excavación; se interesa por la mineralogía, la trigonometría, la hidráulica y la astronomía; crea en su pequeña aldea asiática una explotación agrícola, cinco hectáreas de monte que crecen y acaban siendo veinte mil; se hace con una ganadería de centenares de bueyes, búfalos, caballos, más de trescientos borregos y otras tantas cabras, importa vacas normandas; redacta centenares de sesudos cuadernos personales sobre agricultura, epizootias, avicultura y tantos otros diversos conocimientos más; investiga sobre la producción de leche; aprende técnicas de incubación para su investigación con pollos, diseña pajareras, se hace llevar a Asia conejos holandeses, gallos indios, pollos leghorn; estudia veterinaria, botánica, agronomía, ornitología, horticultura; se apasiona por las flores e profundiza en los dominios de la floricultura; se lanza al negocio del caucho e inventa el picno-dilamómetro para medir la densidad del látex y su contenido en goma; compra elefantes y caballos para adentrarse en la selva en sus expediciones investigadoras; fantasea con la idea de comprarse un avión y construir una pista de aterrizaje en Nha Trang; ya limitado por sus ochenta años, sentado ante el mar, al que observa con sus prismáticos, en la mecedora de la terraza de su refugio, estudia las mareas, consigna las referencias lunares, mide el estiaje y los coeficientes, las subidas del agua, fabrica escalas graduadas; se consagra a la meteorología, la observación de las estrellas, la astronomía, publicando sus hallazgos en revistas especializadas; cultiva la coca para crear cocaína e inventa la Cola-Canela, que hubiera podido llegar a ser -si su poderoso espíritu creador se hubiera sido complementado con más elevadas dosis de ambición y realismo- la Coca-Cola; introduce el primer automóvil en Hanói; colabora en la construcción de una línea de ferrocarril; tiene ideas sobre aeronáutica (Con diez años de antelación a Yersin le hubiera gustado fundar Air France). Incluso “practica” la literatura -el último enigma de la vida de Yersin, descubierto tras su muerte, cuando se clasifiquen sus archivos-dedicando parte de sus últimos años de vida al estudio y traducción del latín y el griego, las obras de Fedro, Virgilio, Horacio, Salustio, Cicerón, Platón, Demóstenes.

El furor por el conocimiento de Yersin se fundamenta en una necesidad casi obsesiva de saberlo todo. Su memoria de lugares y de nombres, al igual que la de los números, es insaciable. En un viaje en avión apunta los horarios, los apellidos del piloto y del oficial mecánico, el estado del cielo y los fenómenos atmosféricos. Su pasión desbordante por el saber aflora de continuo: Quiero el conjunto de lo mejor que se fabrica en Francia (o en el extranjero) en instrumentos de matemática, óptica, astronomía, electricidad, meteorología, neumática, mecánica, hidráulica y mineralogía, escribe, y así desarrolla sus múltiples actividades rodeado de instrumentos científicos, un sextante, un teodolito, un barómetro aneroide, un telescopio de tránsitos, una lancha a vapor Serpollet, un fonógrafo, un cronómetro registrador, un electrómetro fibrilar de Wulf, entre otros muchos citados en el libro.

Aunque su centro de operaciones es Vietnam, desde donde envía sus estudios y el resultado de sus investigaciones a revistas médicas e instituciones científicas, en su azarosa vida viaja por por China, Hong Kong, India, Madrás, Tamil Nadu, Bombay, Hanói, Saigón, provocando en el autor del libro esta afirmación de perplejidad: Uno se asombra de que el viejo Julio Verne, autor de una biografía de Livingstone, no consagre una novela a las trepidantes y rocambolescas aventuras de Yersin.

Su fecundidad creadora es tal que aunque hubiera vivido sólo treinta años, edad a la que fue víctima de un ataque casi mortal de un bandolero en Asia, su vida -escribe Patrick Deville- se resumiría en la historia de la medicina y la geografía a esto: haber descubierto la toxina diftérica, haber logrado en un conejo una tuberculosis experimental, haber trazado el camino desde Annam a Camboya y haber encontrado un lindo rincón en Asia donde levantar una ciudad balneario helvética.

El tercer aspecto destacado del libro lo constituye el penetrante análisis que hace su autor en las interioridades de una personalidad de psicología muy compleja y poco convencional. La correspondencia de Yersin con su madre y su hermana, con sus maestros, colegas y discípulos, encontrada por azar por uno de sus “pupilos” y entregada a los archivos del Instituto Pasteur, permitirá a Deville adentrarse en los misterios de un alma singular y construir de paso el entramado “real” que sirve de base a su novela. Yersin -leemos en un momento del libro- es un genio y quizá, en el fondo, un enfermo mental. Dotado de un agudo sentido de la observación, amante de la precisión extrema, con un apasionado gusto por las cifras y una puntualidad maniaca, es un hombre meticuloso y de un rigor desmesurado. De una exigencia sin límite (cuando se mete en algo, nunca deja las cosas a la mitad (…) siempre tiene que saberlo todo), es, también, un hiperactivo, salta de un tema a otro, no conoce el descanso, hace suyo el pensamiento de Pasteur, su maestro: Si pasara un día sin trabajar, me sentiría como si hubiera cometido un robo. Imbuido de la trascendencia de su misión como sabio supremo, multiplicador del progreso, es un hombre muy serio, de una honestidad a toda prueba, de un coraje extraordinario.

Tal grado de perfeccionismo, tal agudo sentido de la obligación, tal lúcido distanciamiento de los mezquinos asuntos terrenales (ajeno a ellos no patenta sus descubrimientos, aunque vive holgadamente por la venta masiva de algunos de sus hallazgos, sobre todo la quinina, el látex, el suero de la peste ovina, pese a haber cedido sus beneficios al Instituto Pasteur) lo convierten, claro, en un solitario, un solitario irreductible que detesta el grupo, pues sabe que la inteligencia, la lucidez, el genio, son siempre únicos.

Y así, su natural tendencia a la soledad acaba encontrando su entorno natural en Nha Trang, su sueño edénico, su comuna: Esta especie de libertad salvaje que uno disfruta no puede ser comprendida en Europa, donde todo está tan regulado por la civilización, escribe a su madre. Lo esencial de su vida y de sus logros se producirán en esta comunidad anarquista (una comunidad que se va cerrando con el paso del tiempo, convirtiéndose en una “célula unipersonal”), una especie de monasterio laico, una colonia anarquizante, un falansterio fourieriano en el paraíso de un perdida aldea de pescadores, en el que Yersin desarrollará su vida casi salvaje, un joven sabio sin aspiraciones personales, únicamente poseído por su obra que escoge una hermosa soledad propicia a la indagación poética y científica.

Atraído por la fascinación de los solitarios irreductibles ante la vida en comunidad, ante el igualitarismo del comunismo primitivo y la ausencia de moneda, nuestro protagonista volverá una y otra vez, a lo largo de cincuenta años, a Nha Trang, es ahí donde quiere morir, y ahí es donde, en efecto, morirá y donde acabará modestamente enterrado en su paraíso particular.

Decidido a protegerse del mundo y aislarse en su propio lazareto, un jardín separado del mundo, de los virus, de la política, del sexo y de la guerra, encerrarse en la cuarentena de sus cuarenta años con las chifladuras que persigue, Yersin está cada vez más solo, con más frecuencia y durante más tiempo: Siempre ha querido lavarse las manos en política, ignorar la Historia y sus repugnantes festines. Es un individualista, como suelen serlo los altruistas. Sólo más tarde, a fuerza de tanto amar a los hombres, uno termina por convertirse en un misántropo.

Los tabiques de su razón son desde la infancia impermeables a la pasión, escribe de él Patrick Deville. En su progresivo alejamiento del mundo ha decidido no reproducirse nunca, y no hay en el libro referencias a su vida sexual, ni apenas a la amorosa (un episodio aislado, en su juventud, en el que deja pasar -por cómoda desidia y fría racionalidad- la ocasión de un contacto con una joven.

Todos estos rasgos excéntricos provocan, en consecuencia, su leyenda negra: el viejo célibe, frugal, solitario y de espíritu extraviado oculto en su remota aldea de pescadores indochina, el sabio loco perdido en la jungla, el demente salvaje de barbas blancas aislado del mundo en su inhumanidad cercana a lo animal. De nuevo Deville: se podría escribir una Vida de Yersin como una vida de santo. Un anacoreta retirado al fondo de un chalet en la jungla fría, reacio a toda obligación social, una vida de eremita, de oso, de salvaje, un genio original, un auténtico extravagante.

El relato de la excepcional vida de este extravagante personaje permite al autor, y este es la cuarta y última vertiente del libro que quiero resaltaros, contarnos también el desarrollo y la evolución del mundo en los ochenta años de la existencia de su protagonista. Novela de un siglo, la última mitad del XIX y la primera del XX, Peste & Cólera nos permite conocer las estrategias de los imperios coloniales para disputarse las fronteras por todo el orbe, asistir al desencadenamiento y terrible explosión de las dos guerras mundiales y también, de un modo más local, conocer las vicisitudes de la presencia francesa en el sudeste asiático, la invasión japonesa y la revolución comunista en China, la presencia americana y la guerra del Vietnam.

El libro está plagado de referencias a personajes clave de la vida cultural, literaria, política, científica, empresarial de la época: Dreyfus, Livingstone, Conrad, Verne, Kypling, Renault, Peugeot, Michelin, Dunlop, Picasso, Miró, los poetas del fin de siglo, estando la novela trufada de citas de Proust, Joyce, Céline y tantos otros. Muchas de estas menciones tienen un especial sentido en relación con la sociedad francesa, sin tanto alcance universal, como la del también muy excéntrico Marie-Charles David de Mayrena, aventurero francés que llegó a ser rey de los sédangs, en Indochina, consiguiendo con plomo lo que Yersin logra con pomadas y quinina.

Especialmente destacado el paralelismo que el autor establece con Blaise Cendrars y, sobre todo, con Arthur Rimbaud, presente en muchos momentos del texto: Uno vivió desde el Segundo Imperio hasta la segunda Guerra Mundial, el otro se cayó de un caballo a los treinta y siete años. En ambos, el mismo afán de saber y de partir, de abandonar las pequeñas bandas de los pasteurianos o de los parnasianos. Y el gusto por los amaneceres soleados y la navegación marítima, por la botánica y la fotografía (…). A los dos, cada cual en un extremo del mundo, se ocurre una idea cada cinco minutos. O en otro fragmento significativo de esta “correlación”: Tienen eso en común, la soledad y el irse a ver otros lugares y avanzar a la cabeza de caravanas, intentando hacer más y hacerlo mejor que sus padres ausentes. Ir más lejos, en la ciencia y en la geografía, de lo que fueron esos padres a los que no conocieron. Uno con el microscopio y el bisturí encontrados en el granero de Morges. El otro con el Corán y la gramática árabe encontrados en el granero de Roche.

En fin, no hay tiempo ya para más comentarios, espero que mi exaltada reseña de hoy despierte vuestro interés por leer este Peste & Cólera por tantos motivos magnífico. Os dejo ya con una canción, Nine million bicycles in Beijing, el éxito de Katie Melua que, en realidad, sólo comparte con el libro una muy vaga atmósfera asiática.
 

Cuando al fin Tersin llega a Nha Trang, en esta primavera del 40, de regreso a la Punta de los Pescadores, Xom Con, después de ocho días de viaje, una docena de despegues y aterrizajes y el adiós a la pequeña ballena blanca de duraluminio anodizado, varada en el aeropuerto de Saigón, lo hace apeándose en la estación de ferrocarriles porque es en tren como el anciano de barba blanca regresa a la grandiosa y apacible bahía. Camina con paso lento por el espigón y los pescadores le saludan. Éstos son los nietos de los pescadores que lo acogieron antaño. Es el último regreso del buen doctor Nam, así le llaman aquí, o del tío Cinco, como le dicen en honor de los cinco galones dorados del uniforme, aunque no haya vuelto a ponérselo desde el siglo pasado, desde el tiempo en que él era un apuesto marino, de barba negra y ojos azules, que curaba a sus abuelos.

Yersin entra en su gran casa cuadrada situada al borde del agua. Él fue quien la diseñó, hace mucho tiempo. Un cubo, racional. Sobre el tejado, la cúpula de su observatorio astronómico. Cada uno de los tres pisos está ceñido por una galería de columnas cubierta. Esta vez habían temido no volver a verle nunca. Él vacía su maleta y ordena los productos farmacéuticos, que tendrá que economizar. Está sentado en su mecedora al amparo de la veranda y mira el mar, el resplandor del sol entre las palmas y sobre la bahía suntuosa. Cerca de él están las pajareras ruidosas y multicolores y su loro. Por la mañana escucha las noticias de la noche de París. La voz del Mariscal que se sacrifica por Francia y se apresta a firmar un armisticio. Francia, derrotada. Suiza, neutral. Alemania, victoriosa. La campaña de Francia ha causado en pocos días doscientos mil muertos, el balance de una epidemia, la de la peste parda. Sabe perfectamente que la guerra, dado que es mundial, acabará por alcanzar Nha Trang. Los japoneses, aliados de los alemanes, desembarcarán un día en la Punta de los Pescadores. Como viejo epidemiólogo, Yersin no olvida que lo peor es siempre lo más probable.

Envejecer es muy peligroso.

No está mal, para algunos, morir joven y hermoso. Arthur Rimbaud, si no hubiera sido por la gangrena, tendría dos años menos que el anciano mariscal Philippe Pétain. Yersin tiene setenta y siete. En Nha Trang retoma su vida monástica. No se moverá más de su gran casa cuadrada hasta la muerte, y eso va a tardar lo que tenga que tardar. Por primera vez, duda un poco. A qué aventura lanzarse con esta edad canónica. Sabe bien que tiene los días contados. Desde hace mucho tiempo le apremian para que escriba sus memorias. La banda de Pasteur. Sin aplicarse realmente a ello, pone un poco de orden en sus archivos, abre los viejos baúles. Pero no relee más que sus cuadernos de explorador, cuando una vez más lo que quisieran que contase es la gran historia de la peste.

Yersini pestis.

miércoles, 8 de julio de 2015

NATSUME SOSEKI. KOKORO

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Mi propuesta de esta tarde vuelve a llevarnos al Japón, un país cuya literatura ya ha aparecido en otras ocasiones en nuestro programa. Hoy mi sugerencia se centra en un autor clásico, Natsume Soseki, cuyo Kokoro, la novela que quiero comentaros, pasa por ser una obra maestra de la literatura nipona. Más allá de las clasificaciones, siempre opinables, siempre discutibles, Kokoro es un libro muy interesante y muy ilustrativo también sobre los ámbitos más recónditos del alma humana, y es por ello por lo que os aconsejo su lectura. La novela, publicada originariamente en Japón en 1914, vio la luz en España por primera vez en la editorial Gredos en 2003, y desde entonces ha conocido distintas reediciones e, incluso, una nueva edición, en RBA, grupo empresarial al que pertenece ahora Gredos, en el pasado 2011. A propósito de esta doble oferta editorial, debo indicaros, por si dudáis a la hora de inclinaros por una u otra, que en realidad no se trata de dos versiones distintas, sino que ambas comparten la misma traducción, las mismas notas y el mismo exhaustivo y muy completo estudio aclaratorio de Carlos Rubio (que en un caso, el de Gredos, se plantea como introducción, y en otro, el de RBA, aparece tras el texto del Soseki; aunque creo que estos análisis minuciosos sobre una obra deben abordarse tras la lectura del libro y nunca antes, pues sólo así resultan verdaderamente ilustrativos, ampliando, sin condicionarla, la profundidad de nuestra mirada).
 
Kokoro cuenta una historia no demasiado especial, su trama, el hilo temático que conduce la narración, no revela nada llamativo o singular. Un joven estudiante conoce a un hombre mayor al que respeta por su sabiduría y su conocimiento, un intelectual, un maestro, un sensei, con el término japonés que designa la figura de alguien que merece admiración y respeto. Progresivamente va a adentrándose en su vida y convirtiéndolo en un referente espiritual y humano. Y poco más, no podría describir el núcleo esencial del libro con muchas más palabras, lo que, como podréis concluir, es prueba de que los valores fundamentales de la obra no residen en la escasamente apasionante vida de sus protagonistas, ni en las aventuras y peripecias que experimentan en sus existencias por lo demás comunes y hasta anodinas.
 
Esta aparentemente plana línea argumental se articula en torno a tres grandes capítulos. En el primero, de título Sensei y yo, el joven narrador describe la evolución de su relación con el maestro y la mujer de éste, sus paseos por Tokio, sus visitas a la casa de ambos, las enseñanzas que recibe, su crecimiento personal. En la segunda parte, Mis padres y yo su título, el muchacho visita a sus padres en el hogar familiar, e inevitablemente compara la figura del padre, enfermo, al borde de la muerte, con la de su tutor espiritual. En la tercera parte, El testamento de Sensei, el muchacho, de vuelta a Tokio desde la casa familiar, pues ha recibido una extraña carta de su mentor, lee en el tren dicha carta, una extensa misiva que se constituye en el legado final del maestro y en el que éste, también en primera persona, relata su oscuro pasado.
 
Pero tan leve, y a priori poco interesante, relato, encierra muchas otras lecturas -y todas muy sugestivas- en su seno. Al desvelamiento y la profundización de esas claves no explícitas, o al menos no abiertamente mostradas, del texto, contribuyen los espléndidos y profundos e ilustrativos comentarios que Carlos Rubio hace en su introducción. Un prólogo, extensísimo, de más de cincuenta páginas, que enriquece la lectura y nos permite ampliar el horizonte de nuestra con toda seguridad más roma mirada. Yendo de lo general a lo particular, del contexto en que se desenvuelve la novela hasta su interior, hasta el texto en sí, el fecundo preámbulo nos habla del Japón del último tercio del siglo XIX (la historia local con el suicidio del general Nogi, traumático para la sociedad japonesa, tiene un peso relevante -aunque escondido- en la novela), de la literatura nipona de la época y en particular de la novelística del país del sol naciente, de la trayectoria personal y literaria de Natsume Soseki y, por fin, de Kokoro, de la que se estudia su estructura (con la división en capítulos que acabo de comentaros), sus personajes (tanto los dos principales, el joven narrador y sensei, como los magníficos secundarios), su peculiar técnica narrativa (el doble relato en primera persona -del joven primero y del maestro, en su carta, después- que dota de intimismo y profundidad a la historia), sus temas más destacados (singularmente el amor y el sentido de la vida, pero también la muerte, la traición, la culpa, la soledad, el individualismo, el paso de la sociedad tradicional a la moderna), el estilo (sencillo y claro, pleno de lirismo, muy japonés) y, cómo no, los criterios de la traducción, siempre complicada cuando se trata de verter al español no ya una lengua sino una realidad tan distintas de las nuestras como lo son el idioma y el universo japoneses. De entre estos numerosos focos de interés del libro, quiero detenerme ahora en algunos detalles que me han parecido especialmente relevantes.
 
En primer lugar, tras la lectura de Kokoro resalta, por encima de todo, la intensa y subyugante personalidad de Sensei, del maestro. Una persona introspectiva -Sensei pertenecía a esa clase de hombres que se sientan para pensar, dice de él su discípulo-, dotado de una poderosísima fuerza interior, un referente intelectual y moral, un hombre íntegro y ejemplar, que estimula y orienta: sus ideas eran vivas -y de nuevo habla el joven estudiante- nacidas de la experiencia. Eran distintas a una casa de piedra calcinada por el fuego pero con sus muros fríos. Para mi, sensei era indudablemente un pensador, me parecía un hombre formado a partir de experiencias muy reales, experiencias o hechos no de otra persona, sino saboreados por sí mismo y en su sangre con dolor y con calor, y que en su alma se habían ido superponiendo en capas.
 
El influjo de la deslumbrante personalidad del maestro cambiará la vida del joven, cuya evolución interior se convierte en otra de las claves de la obra. Con sensei -afirma el chico- no tenía ningún recuerdo de haber compartido juegos, pero aun más que cualquier relación de ese tipo, él estaba influyendo intelectualmente en mí sin darme yo cuenta. Si digo “intelectualmente”, parece algo frío, así que diré mejor “espiritualmente”. Por eso, no me parece nada exagerado afirmar que la fuerza de sensei estaba en mi carne y que su espíritu corría por mi sangre. El maestro percibe el entusiasmo de su discípulo y quiere refrenarlo: El ardor de la fiebre -le dice- te hace flotar. Cuando te baje la fiebre sufrirás una decepción. Yo sufro al verme tan apreciado por ti. Pero, a la vez, desea transmitirle su legado y por ello piensa en el joven como destinatario de su testamento espiritual: Tengo ganas de escribir. Aparte de la obligación, deseo escribir mi pasado. Este pasado no es nada más que mi experiencia, es decir, es exclusivamente mío. La gente dirá que es una pena morirse sin pasar esa experiencia a otra persona. Yo también pienso un poco así. Pese a eso, es mejor morirse con ella que pasar esa experiencia a alguien que no la comprende. Si no hubiera existido alguien como tú, de ningún modo yo habría revelado mi pasado y no me pondría a merced de miradas ajenas. Únicamente a ti, entre millones de habitantes de mi país, deseo contar mi pasado. Porque eres sincero. Porque me dijiste que querías recibir seriamente una lección viva de la vida.
 
Por otro lado, en el relato de la relación entre ambos personajes aparecen, de continuo, las alusiones a una verdad más íntima de la existencia, que estaría, según la tesis defendida de modo implícito por el autor, por debajo de las circunstancias externas que los personajes viven o, más exactamente, en su interior. El término japonés Kokoro alberga infinidad de acepciones, como corazón, mente, espíritu, alma, pero también voluntad, sentimiento, intención, sensibilidad. Y la atmósfera del libro está impregnada de esas nociones. Tenía la impresión -vuelve a señalar el joven estudiante, a propósito de la mujer de sensei- de que a ella le importaba más lo que está sumergido dentro del corazón de las cosas.
 
Y esta aparición de lo inefable, de esa realidad más profunda que esconde la más tangible, se hace a través de un lenguaje alusivo, cargado de veladuras, de simbolismo, con una importante presencia de la naturaleza, las flores, los pájaros, en un juego permanente de metáforas, de manera que el texto fluye al modo de un larguísimo haiku, repleto de evocaciones, de sugerencias, de insinuaciones, de tenues detalles nimios pero, a la postre, significativos. Como por ejemplo en este fragmento: Cuando me libré de todo, ya habían caído los pétalos del yaezakura -un cerezo de doble flor que florece tres semanas más tarde que los ordinarios- y sus ramas habían empezado a echar hojas verdes. Era el principio del verano. Me sentía con el corazón de un pajarito escapado de su jaula y que, a la vista del cielo y la tierra, aletea gozosa y libremente. Fui a casa de sensei enseguida. En el camino, me llamó la atención el seto de mandarino silvestre con sus oscuras ramas ya echando brotes y las hojas lustrosas y marrones que salían del viejo tronco del granado reflejando suavemente la luz del sol. Sentí la curiosidad del que ve todo esto por primera vez en su vida.
 
En fin, muy atractiva novela, con muchos planos de lectura, con innumerables focos de interés, esta Kokoro de Natsume Soseki que publican Gredos y RBA. Espero que os decidáis a leerla y pueda complaceros. Os dejo, como correlato musical al libro, con Keiko Matsui, una compositora y pianista japonesa, creadora de atmósferas algo etéreas y envolventes, y también algo cursis, en su música, muchas veces cercana a la para mí deleznable “new age”. Water Lily es el título de la pieza que cierra esta entrada.
 
 
Desde que conocí a sensei hasta su muerte yo había estado en contacto con sus ideas o sentimientos por diversas razones, pero de su situación cuando se casaron no me había contado nada. A veces, eso lo atribuía a una buena intención por parte de él. Pensaba yo que, como sensei era una persona mayor, tal vez por decoro no le gustaba hablar de recuerdos sentimentales a un jovenzuelo como yo. Otras veces, lo atribuía a razones opuestas. No solamente sensei y su esposa, sino todos los de su generación, por haberse criado en las viejas costumbres de antes, no tenían el valor de expresarse con libertad sobre temas amorosos. Pero todo esto no eran más que suposiciones mías que, de una u otra forma, me permitían presentir la existencia de una brillante historia de amor en torno a su casamiento.
 
No me había equivocado en mi presentimiento, aunque lo que podía haber imaginado sobre su amor era sólo una cara de la moneda. En la otra cara, detrás de esa bella historia de amor, existía una terrible tragedia. Además, su mujer no sabía nada acerca del grado de infelicidad padecida por su esposo a causa de esto. Tampoco lo sabe ahora. Sensei murió habiéndoselo ocultado. Antes de destruir la felicidad de su esposa, prefirió destruir su vida. No voy a contar ahora nada de esa tragedia, una tragedia nacida del amor entre los dos. Tampoco ellos me contaron casi nada de ese amor. Ella por pudor y él por razones mucho más profundas.
 
Pero hay algo que recuerdo bien. Un día, en la época en que florecen los cerezos, fui al parque de Ueno con sensei. Allí nos fijamos en una atractiva pareja. Iban caminando tiernamente juntos bajo los cerezos en flor. Como el lugar era público había más gente mirándolos a ellos que a las flores.
 
-Parecen recién casados -dijo sensei.
 
-Y que se quieren mucho -añadí yo.
 
Sensei ni siquiera sonrió con amargura. Seguimos andando hasta perder de vista a aquella pareja. Entonces me preguntó:
 
-¿Alguna vez te has enamorado?
 
Yo le contesté que no.
 
-¿Y no te gustaría enamorarte?
 
No contesté nada.
 
-No me digas que no te gustaría...
 
-Pues sí -dije yo.
 
-Acabas de burlarte de esa pareja, ¿no? En tu burla había una vocecilla que se quejaba de no poder conseguir a nadie a quien amar, ¿a que sí?
 
-¿Ha oído usted esa voz?
 
-Sí, la he oído decir eso. La persona que ha saboreado la satisfacción del amor se habría referido a ellos en un tono más cálido. Sin embargo, el amor es un delito. ¿Entiendes esto?
 
De repente, me asusté y no contesté nada.

miércoles, 1 de julio de 2015

CHIMAMANDA NGOZI ADICHIE. AMERICANAH

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que a lo largo de este mes de julio llegará a vuestras casas con una serie de programas que no serán radiados -al quedar interrumpidas las emisiones de Radio Universidad por las vacaciones veraniegas- sino que tendrán una aparición exclusiva en este blog. Por otro lado, y siguiendo una costumbre que viene repitiéndose en nuestra ya relativamente extensa vida, con más de doscientas ediciones ofrecidas -la de hoy hace la 220-, todas las recomendaciones de este mes -tan propicio a la aventura, a la experiencia viajera, al descubrimiento de lugares desconocidos o incluso exóticos, también al turismo- tendrán un enfoque relacionado con los viajes, pese a que ello no ocurra de un modo directo -no nos hallamos expresamente, en ninguno de los libros propuestos, ante literatura “de viajes”-, aunque sí porque, al menos, la trama de los libros de los que quiero hablaros, sus personajes, los temas de los que tratan, los lugares en los que se desarrollan, pertenecen a ámbitos no cercanos ni convencionales y sí, por el contrario, muy alejados de nuestros parámetros geográficos habituales, lo que espero que pueda contribuir a despertar -más allá del interés intrínseco en su lectura; sin duda muy grande en los cinco casos escogidos para estos otros tantos miércoles de julio- el deseo, la voluntad, la intención y hasta la necesidad de viajar a esos extraños países de los que los libros seleccionados nos hablan. En el caso de hoy, es África el destino elegido, y más exactamente Nigeria, a partir de Americanah, la voluminosa y espléndida novela de Chimamanda Ngozi Adichie, la estupenda escritora de ese país africano, que publicó hace algo más de un año Random House en traducción del inglés de Carlos Milla Soler.
 
Dejadme deciros, antes de hablar del libro en sí, que Chimamanda Nigozi Adichie es una de las más destacadas escritoras jóvenes del continente negro. Con solo treinta y siete años, tiene otras tres novelas publicadas, antes de esta que hoy os presento: La flor púrpura, Medio sol amarillo y Algo alrededor de tu cuello, todas editadas en nuestro país, todas con una excelente recepción entre el público y la crítica, todas habiendo logrado importantes premios y todas muy interesantes. En sus libros -singularmente en Americanah- está muy presente la propia biografía de su autora, y su peripecia personal, a caballo de su Nigeria natal y los Estados Unidos en los que cursó su educación superior y donde desarrolla su carrera literaria, impregna y aflora en esta su por ahora última novela. Este carácter autobiográfico del libro hace especialmente interesante el conocimiento de su autora, para lo cual os recomiendo “asistir” a su conferencia TED, El peligro de una sola historia, que constituye un excelente complemento a la lectura del libro.
 
Americanah tiene como protagonista principal a Ifemelu, una chica nigeriana que vive sus primeros años de juventud en Lagos y que abandona su país para irse a vivir a Nueva York con su tía Uju, al comenzar sus estudios en una universidad norteamericana. Ifelemu, cuyo nombre en igbo -la etnia a la que pertenece la joven- significa hecha en los buenos tiempos, hecha hermosamente, en una acepción metafórica muy significativa de su propio espíritu e incluso del clima social que envuelve la época en su Nigeria natal, es novia adolescente de Obinze, con el que comparte, además de su amor apasionado, inocente y lleno de ilusiones, el sueño de una América que aparece como destino quimérico que les permitirá superar -así lo piensan- las restricciones de la muy limitada vida de la gigantesca urbe africana. En esta primera etapa de la novela, coincidente con los primeros años de la chica, conocemos las peculiaridades de la existencia de los adolescentes nigerianos de clase media alta, pertenecientes a familias cultas, con padres profesionales, con ciertas holguras económicas, con hábitos de vida y de consumo, con preocupaciones e intereses que sobrevuelan la triste y mísera cotidianidad de la mayor parte de sus conciudadanos, sometidos a una dictadura militar tras otra, sustituidos en el poder, por sucesivos golpes de estado, los corruptos gobernantes.
 
En paralelo, o mejor aún: como telón de fondo del relato de la vida familiar y personal, de las peripecias escolares, sentimentales, vitales de la chica, Chimamanda Ngozi Adichie -que nació en 1977, y cuya adolescencia y juventud coinciden con las de la protagonista de la novela, que vive esos años a mediados de los noventa- trufa su texto de innumerables apuntes sobre la vida de su país, no sólo descripciones de los lugares, el ambiente de las calles, las interioridades de las familias, las costumbres sociales, sino también penetrantes reflexiones sobre la política o los modos de vida nigerianos. Así funcionaban las cosas en Nigeria, se dice en un momento del libro, y a continuación aparece un panorama sombrío trufado de corrupciones múltiples, sospechosas fortunas gestadas de la noche a la mañana, sobornos, tráfico de influencias (verás, vivimos en una economía basada en lamer culos. El mayor problema de este país no es la corrupción. El problema es que hay mucha gente cualificada que no está donde tendría que estar porque no le lame el culo a nadie, o no sabe qué culo lamer, o ni siquiera sabe lamer un culo), oscuras maniobras económicas en los aledaños del poder, políticos venales, militares que aprovechan su posición de fuerza para enriquecerse ilegalmente... Y, como digo, tras ese escenario de fraude y degradación moral, con sus corolarios “estéticos” de ostentación, mal gusto y exhibicionismo millonario (la primera vez que presentó su proyecto de empresa al banco -dirá Obinze, ya adulto, en un momento del libro-, experimentó una sensación surrealista al decir “cincuenta” y “cincuenta y cinco” omitiendo la palabra “millones” porque no era necesario expresar lo evidente), asoma, tenue pero nítidamente, la vida del nigeriano medio, víctima de la injusticia y el profundo desequilibrio social, sometido por las dictaduras, padeciendo hambre, violencia y opresión, sufriendo violaciones y torturas, sin esperanzas, sin expectativa alguna de vida. Ifemelu, Obinze y sus jóvenes amistades son privilegiados, pueden escapar al lamentable presente y al decepcionante futuro que acechan a sus compatriotas pero, pese a ello, su insatisfacción, sus sentimientos de asfixia existencial y su falta de horizontes los llevan a dejar su tierra, abandonar a sus parientes y amigos, y lanzarse a la aspiración de otra vida mejor en Inglaterra -en donde, con poco éxito, se instalará Obinze- o Estados Unidos, destino de la chica. Ya en tierra americana, en una fiesta entre conocidos, la autora nos da la clave que explica el porqué de este anhelo de huida de Nigeria: Alexa, y los demás invitados, y quizá incluso Georgina, comprendían todos que se huyera de la guerra, de la clase de pobreza que aplastaba el alma humana pero no entenderían la necesidad de escapar del letargo opresivo de la falta de elección. No entenderían por qué las personas como él, que se habían criado sin hambre ni sed pero vivían empantanadas en la insatisfacción, condicionadas desde su nacimiento a mirar hacia otro lugar, convencidas eternamente de que las vidas reales se desarrollaban en ese otro lugar, ninguna de ellas famélicas, ni victima de violaciones, ni procedente de aldeas quemadas, estuvieran ahora decididas a afrontar peligros, a actuar ilegalmente, para marcharse, ávidas solo de elección y certidumbre.
 
En Estados Unidos, mientras cursa su carrera universitaria, Ifemelu procura incorporarse a una sociedad ajena y tan distinta, trata con norteamericanos y con africanos emigrados, mantiene -sin olvidar del todo a Obinze- relaciones sentimentales con distintos hombres blancos (especialmente significativos los tres años pasados con Blaine en New Haven, la aparente tranquilidad de una estabilidad y un orden perfectos y sin embargo insatisfactorios: tres años sin una sola arruga, como una sábana planchada), investiga, estudia, trabaja e intenta adaptarse, con muchas dificultades (se sentía en la periferia de su propia vida), en un tipo de organización social tan diferente del nigeriano. El principal obstáculo para esa normal identificación con el estilo de vida americano, para esa plena integración en la realidad estadounidense lo constituye la raza, de la que, paradójicamente, sólo es consciente -por exceso o por defecto- al ir o volver de Lagos (me convertí en negra precisamente cuando llegué a Estados Unidos; y también: Tengo la sensación de que dejé de ser negra nada más apearme del avión en Lagos). Acostumbrada a la vida en un continente -el africano- en el que la condición racial no resulta significativa (cuando todo el mundo es negro, nadie lo es, en realidad), la “potencia” del fenómeno racial, el peso que la raza tiene en la existencia de las gentes en la desarrollada sociedad americana, los ostensibles -y también los más sutiles y apenas perceptibles- apuntes de racismo en el trabajo y las relaciones, en la vida pública y la privada, la llevan a reflexionar sobre su “negritud” y a plasmar sus ideas en un blog que crea para dar salida a sus pensamientos sobre el asunto. Llamado, de entrada, Raza o Curiosas observaciones a cargo de una negra no estadounidense sobre el tema de la negritud en Estados Unidos, aunque posteriormente le asignará un nuevo título: Raza o Diversas observaciones acerca de los negros estadounidenses (antes denigrados con otra clase de apelativos) a cargo de una negra no estadounidense, la bitácora se convierte en un espacio que -más allá de su personaje- permite a Chimamanda Ngozi Adichie expresar sus opiniones sobre su propia vivencia del conflicto racial.
 
Y así la novela encuentra su núcleo principal, pues Americanah es, sobre todo -y al margen de la historia de amor que permite enhebrar la acción, al margen de la interesante reflexión sobre la identidad y el dilema entre la vinculación a las raíces y el apego a la tierra de adopción, al margen del acertado retrato de los dos mundos, el americano y el nigeriano-, un texto sobre la conciencia de la raza, sobre la triste -y tantas veces cruel- experiencia de la discriminación a causa del color de la piel, y, en definitiva, sobre el racismo. Las anécdotas que vive la protagonista -impagable la “escena” de la dependienta de comercio que obvia la ostensible negritud de su compañera (llevando hasta extremos delirantes la ridiculez habitual de lo políticamente correcto) con el fin de no “significarla”, acentuando así la componente racista de su comportamiento-, las discusiones de pareja, las intervenciones de los participantes en el foro de su blog, las opiniones de sus amigos y conocidos, las experiencias de otros africanos expatriados, y sus propias elucubraciones sobre todo ello, permean la novela y la llenan de sustanciosos pensamientos en torno al tema racial. No me resisto a ofreceros algunos de los más reveladores, como por ejemplo: La única razón por la que dices que la raza no fue causa de conflictos es porque desearías que no lo hubiera sido. Es lo que deseamos todos. Pero es mentira. Yo vengo de un país donde la raza no era motivo de conflicto; no pensaba en mí como negra, y me convertí en negra precisamente cuando llegué a Estados Unidos. Cuando eres negro en Estados Unidos y te enamoras de una persona blanca, la raza no importa mientras estáis los dos juntos y a solas, porque estás únicamente vosotros y vuestro amor. Pero en cuanto salís a la calle, la raza sí importa. Pero no hablamos de ello. No comentamos siquiera a nuestras parejas blancas los pequeños detalles que nos sacan de quicio, ni las cosas que nos gustarían que entendieran mejor, porque nos preocupa que digan que exageramos, o que somos demasiado susceptibles. Y no queremos que digan: Fíjate en lo lejos que hemos llegado, hace sólo cuarenta años, habría sido ilegal el mero hecho de que tú y yo fuéramos pareja, bla, bla, bla, porque ¿sabes que pensamos cuando dicen eso? Pensamos, por qué coño ha tenido que ser ilegal alguna vez. Pero no decimos nada. Dejamos que se amontone dentro de nuestra cabeza, y cuando vamos a agradables cenas con personas progresistas como esta, decimos que la raza no importa porque eso es lo que debemos decir, para no incomodar a nuestros agradables amigos progresistas. Es la verdad. Hablo por experiencia. E igualmente: Nos dicen que la raza es una fantasía, que existe más variación genética entre dos negros que entre un negro y un blanco. Luego nos dicen que las negras tenemos una clase peor de cáncer de mama y más fibroides. Y las blancas tienen fibrosis quística y osteoporosis. ¿En qué quedamos, pues, médicos aquí presentes? ¿Es la raza una fantasía o no? Y por fin esta reflexión sobre el propio hecho literario, en la que podemos ver una suerte de justificación, o al menos de explicación, a su propia obra: En este país no se puede escribir una novela sincera sobre la raza. Si escribes sobre cómo afecta realmente la raza a las personas, todo resulta demasiado obvio. En este país los autores negros que escriben narrativa, cuatro gatos si no contamos los diez mil que escriben gilipolleces de gueto con portadas chillonas, tienen dos opciones: pueden ser afectados o pueden ser pretenciosos. Cuando no eres ni lo uno ni lo otro, nadie sabe qué hacer contigo. Así que si escribes sobre la raza, tienes que procurar ser tan lírico y sutil que el lector que no lee entre líneas ni siquiera se entere de que el libro trata sobre la raza.
 
Dentro de la infinidad de detalles que son objeto de “relectura” racial en el libro, hay algunos, aparentemente menores pero decisivos, como la voz, la entonación en el habla, pues en aras de esa supuesta integración, Ifemelu adopta un modo de hablar que le permita ser “reconocida” como plenamente “negra estadounidense”, un estatus superior al de “negra no estadounidense”: Había adoptado, durante demasiado tiempo, un timbre de voz y una manera de ser que no eran los suyos. Y ahí es donde alcanza pleno sentido la peculiar grafía -Americanah- (en realidad un entonación) del título del libro. Se rieron a carcajadas, por la palabra “americanah”, envuelta en jolgorio, la cuarta sílaba prolongada y por el recuerdo de Bisi, una chica del curso por debajo de ella que había regresado de un corto viaje a Estados Unidos con peculiares afectaciones, fingiendo que ya no entendía el yoruba, añadiendo una “erre” arrastrada a cada palabra que pronunciaba en inglés. La integración, siempre dolorosa, exige pagar el precio de renunciar al propio acento, adoptando el impostado del inglés americano, termómetro del nivel económico, cultural, social.
 
Y en este sentido, el gran emblema del conflicto racial, la gran metáfora que nos traslada el libro, es el pelo, el encrespado y libre cabello de las africanas, símbolo de independencia, de insumisión, de reconocimiento y aceptación de la propia identidad, y el pelo alisado, infructuosamente domesticado, plegado a los requerimientos estéticos (y en cierto modo morales) de la mayoría blanca (Alisarse el pelo es como estar en la cárcel. Estás enjaulada. Vives tiranizada por tu pelo). Hay una entrada del blog de Ifemelu que, pese a su extensión, quiero ofreceros íntegra, pues recoge lo sustancial de esta cuestión. Con el título de Un mensaje a Michelle Obama, más. El pelo como metáfora racial, este es su texto:
 
Una amiga blanca y yo somos grupis de Michelle Obama. Así que el otro día voy y le digo: Me pregunto si Michelle Obama lleva postizo, hoy se le ve el pelo más denso, y tanto calor a diario debe estropeárselo. Y ella contesta: ¿Quieres decir que el pelo no le crece así? O sea: ¿soy yo o he ahí la metáfora perfecta de la raza en Estados Unidos? El pelo. ¿Os habéis fijado alguna vez en cómo aparecen las mujeres negras en los programas de belleza de la televisión? En la foto fea de “antes” la negra sale con su pelo natural (áspero, acaracolado, crespo o muy rizado), y en la foto bonita de «después», alguien ha cogido un metal caliente y le ha alisado el pelo a fuerza de chamuscárselo. Algunas mujeres negras, NE y NNE, preferirían correr desnudas por la calle antes que mostrarse en público con su cabello natural. Porque, haceos cargo, no es profesional, sofisticado, o lo que sea; sencillamente no es normal. (Por favor, comentaristas, no me digáis que es lo mismo que cuando una mujer blanca no se tiñe el pelo). Cuando tienes el pelo natural de una negra, la gente cree que te has “hecho” algo en el pelo. En realidad, las que llevan afros y rastas son las que no se han “hecho” nada en el pelo. Deberíais preguntar a Beyoncé qué se ha hecho. (A todos nos encanta Bey, pero ¿por qué no nos enseña, solo por una vez, cómo es su pelo tal como le crece en el cuero cabelludo?). Mi pelo natural es crespo, y lo llevo en trenzas cosidas o sueltas o me lo dejo en afro. No, no es una cuestión política. No, no soy artista ni poeta ni cantante. Tampoco soy una madre tierra. Simplemente no quiero alisadores en mi pelo: ya hay sustancias cancerígenas en mi vida más que suficientes. (A propósito, ¿podemos prohibir las pelucas afro en Halloween? Por Dios, el afro no es un disfraz). Imaginaos que Michelle Obama se cansara de todo ese calor (para dejar el pelo liso) y decidiera dejarse el pelo natural y saliera en televisión con un montón de pelo lanoso, o apretados rizos en espiral. (Imposible saber cómo será su textura. No es raro que una negra tenga tres texturas distintas en la cabeza). Causaría sensación, pero el pobre Obama desde luego perdería el voto independiente, incluso el voto de los demócratas indecisos.
 
Tras años en Estados Unidos, Ifemelu acaba por retornar a Lagos (Nigeria se convirtió en el lugar donde debía estar, el único sitio donde podía hundir sus raíces sin el incesante anhelo de arrancarlas y sacudirse la tierra) en donde reencontrará a Obinze (y de las vicisitudes de su relación nada diré, para no “destripar” más la historia), y seguirá dando rienda suelta a sus reflexiones sobre su lugar en el mundo, sobre la evolución de sus afectos, sobre las diferencias entre la vida en Nigeria y Estados Unidos (Lagos no ha sido nunca, no será nunca, ni ha aspirado nunca a ser como Nueva York, ni como ningún otro lugar, dicho sea de paso. Lagos siempre ha tenido indiscutiblemente su propia identidad, pero eso uno nunca lo sabría en una reunión del Club Nigerpolitano, un grupo de jóvenes retornados que se dan cita todas las semanas para lamentarse de las numerosas diferencias entre Lagos y Nueva York, como si alguna vez Lagos se hubiera asemejado un poco a Nueva York. Una confesión: yo soy una de ellos. Casi todos nosotros hemos vuelto para ganarnos la vida en Nigeria, para abrir negocios, para buscar contratas públicas y contactos. Otros han venido con sueños en los bolsillos y un afán de cambiar el país, pero nos pasamos la vida quejándonos de Nigeria, y aunque nuestras quejas sean legítimas, me imagino a mí misma como observadora externa diciendo: ¡Vuélvete por donde has venido!), sobre los distintos ángulos de su propia identidad cultural y del comportamiento de los expatriados (No había vuelto a Nigeria desde hacía años y tal vez necesitara el consuelo de esos grupos online, donde pequeñas observaciones prendían y estallaban en forma de ataques, donde se entrecruzaban insultos personales. Ifemelu imaginaba a los autores, nigerianos en casas lúgubres de Estados Unidos, sus vidas amortecidas por el trabajo, guardando el dinero ahorrado con cuidado a lo largo del año para poder visitar su país en diciembre durante una semana, y entonces llegarían con maletas llenas de zapatos y ropa y relojes baratos, y verían, en los ojos de sus parientes, imágenes de sí mismos intensamente bruñidas. Después regresarían a Estados Unidos para seguir enzarzándose online en disputas por visiones mitológicas de su país, porque su país era ahora un lugar desdibujado entre aquí y allí, y al menos por Internet podían olvidarse de lo intrascendentes que habían acabado siendo sus vidas) y, claro está, sobre el asunto racial, objeto principal de la mayor parte de las entradas de su nuevo blog, Las pequeñas redenciones de Lagos.
 
En fin, hasta aquí mi ya muy larga reseña que espero haya alentado en vosotros el deseo de leer este interesante Americanah, la última y excelente novela de Chimamanda Ngozi Adichie. El libro contiene unas cuantas referencias a la música negra, no sólo africana. Una de las menciones más significativas es Onyeka Onwenu, por la importancia que tiene su música en la infancia de Ifemelu y porque la diva nigeriana tiene un enorme parecido físico -así se constata en la novela- con la guapa e interesante madre de Obinze. Su éxito In the morning light, citado expresamente en un pasaje del texto, cierra esta reseña.
 
 
Ifemelu se había criado a la sombra del cabello de su madre, que lo tenía muy, muy negro, tan espeso que absorbía dos envases de alisador en la peluquería, tan abundante que tardaba horas bajo el secador de casco, y cuando por fin le retiraban los rulos de plástico rosa, se esparcía, libre y exuberante, cayendo por su espalda como una celebración. Su padre lo llamaba la corona de la gloria. “¿Es auténtico?”, le preguntaban las desconocidas, y tendían la mano para tocarle el pelo en actitud reverente. Otras decían: “¿Eres jamaicana?”, como si solo la sangre extranjera pudiera explicar un cabello tan ubérrimo que no raleaba en las sienes. Ifemelu, en los años de su infancia, a menudo se miraba en el espejo y se tiraba del pelo, lo separaba rizo a rizo, lo instaba a parecerse al de su madre, pero el pelo seguía igual de hirsuto y crecía remisamente; las trenzadoras decían que al tocárselo, las cortaba como un cuchillo.
 
Un día, el año que Ifemelu cumplió los diez, su madre llegó a casa del trabajo con un aspecto distinto. Llevaba la misma ropa, un vestido marrón ceñido al talle con un cinturón, pero tenía el rostro arrebolado, la mirada perdida. “¿Dónde están las tijeras grandes?”, preguntó. Y cuando Ifemelu se las dio, su madre se las llevó a la cabeza y, manojo a manojo, se esquiló todo el pelo. Ifemelu la miró atónita. El pelo estaba en el suelo como hierba marchita. “Tráeme una bolsa grande”, ordenó su madre. Ifemelu obedeció, como en trance, incapaz de comprender qué ocurría. Observó a su madre deambular por el piso, recogiendo todos los objetos católicos, los crucifijos colgados en las paredes, los rosarios guardados en cajones, los misales ladeados en estantes. Su madre lo metió todo en la bolsa de polietileno, que luego sacó al patio trasero con paso enérgico, su mirada todavía distante, imperturbable. Encendió una fogata al lado de la pila de basura, justo allí donde quemaba sus compresas usadas, y primero echó su pelo envuelto en papel de periódico viejo, y luego, uno tras otro, los objetos de culto. Un humo gris oscuro ascendió en espiral por el aire. Desde el balcón, Ifemelu rompió a llorar, consciente de que había pasado algo, y de que la mujer que, de pie junto a la hoguera, añadía más queroseno cuando el fuego se debilitaba y retrocedía cuando las llamas se avivaban, esa mujer calva e inexpresiva, no era su madre, no podía ser su madre.