Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de mayo de 2015

DARÍO JARAMILLO AGUDELO. MEMORIAS DE UN HOMBRE FELIZ
 
Créame. Soy un hombre feliz y en las páginas que siguen me propongo contarle cómo alcancé la felicidad.
En otras palabras, ésta es la historia de cómo asesiné a mi esposa, si bien aquí no se trata de una confesión y en términos oficiales no puede hablarse de asesinato. Es más, existe un certificado médico que explica las causas naturales que la llevaron a la tumba. Allí la acompañé, con cara y dignidad de viudo, sin lágrimas públicas pero insinuando sin insinuar, con pudor, los llantos privados que nunca ocurrieron. Nadie sospechó, nadie sospecha, que urdí un plan tan perfecto que, gracias a él, Regina García, mi esposa por más de veinticinco años, abandonó este mundo. Ya le contaré.
Estas memorias tienen tanto de confesión como que se trata del relato de unos hechos por su protagonista. Hay confesión porque se oye la voz de una primera persona, un yo, el único que conozco, pero no porque tengan el carácter de expiación. No me siento culpable, no me remuerde la conciencia, ni percibo en mí la mancha del pecado. Al contrario, cuando pienso en cómo me deshice de Regina, me invade el placer de cierta justicia cumplida, de un precio que cobré, de una especie de rescate de mí mismo. Fue el crimen perfecto, guarde el secreto, sellado con la firma del médico que la trató durante las enfermedades, certificando la muerte natural de Regina. Mi historia puede ser leída como la experiencia de un marido liberado, como una fábula cruel pero con final feliz.
Una fábula útil, no una novela -si bien está determinada a adquirir su forma-, pues no pretendo poseer imaginación -todo lo contrario-, de manera que no soy idóneo para inventar una ficción.
Ni novela ni confesión, tal vez memoria científica, informe de caso, mi empeño es producir un libro útil, escueto, que vaya al grano, de manera que me limitaré a los hechos: cómo era yo antes de alcanzar la felicidad, qué obstáculos me impedían adivinar que lograría esa plenitud, de qué modo descubrí que estaba obligado a suprimir a mi esposa y cómo lo planeé y ejecuté. Tal es el contenido de estas memorias.
 
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. Estaréis de acuerdo conmigo en que después de haber escuchado la lectura de un texto como el precedente es imposible que no os hayan asaltado las ganas de acudir de inmediato a una librería y haceros con un ejemplar del libro cuyo primer capítulo contiene párrafos tan atrayentes. Pues bien, os aseguro que de ser así, de haberos dejado llevar por el prometedor estímulo que proporciona un inicio tan poderoso y provocador, no os sentiréis decepcionados, pues el resto de la novela, de esta magnífica novela que hoy os presento, es tan sugestivo e interesante, tan lleno de humor e inteligencia como el fragmento con el que he abierto hoy nuestra pequeña sección.
 
Se trata de Memorias de un hombre feliz, su autor es el colombiano Darío Jaramillo Agudelo y lo publicó en 2010 la valenciana Editorial Pre-textos. Escrita en primera persona, el narrador, Tomás, un ingeniero nacido en 1940, cuenta retrospectivamente la historia de su acceso a la felicidad, una felicidad que pasa necesariamente, como acabáis de escuchar, por la muerte de su esposa. No sé quién soy, de eso tengo certeza, escribe nuestro esquivo protagonista, que una y otra vez reflexiona sobre los límites de realidad y ficción en su relato: disfrazo esta historia como una novela porque me es útil la coartada de la ficción y porque en el empaque de novela, está visto, cabe cualquier cosa. Este análisis lateral pero presente en varios momentos de la obra, estas elucidaciones sobre la confusión de los géneros, memoria y crónica, autobiografía o narración novelada, forman parte sustancial del libro que se abre con una, a este respecto, significativa cita de John Barth que es toda una declaración de intenciones literarias: Definir la ficción como una especie de representación verdadera de la distorsión a que todos sometemos la vida.
 
De manera que hay metaliteratura en esta estimable novela, y hay filosofía también con las disquisiciones sobre el tiempo y su transcurrir, sobre los enigmas de la propia identidad, sobre lo que nos hace felices, sobre, en último término, el sentido de la existencia, hay divertidos sofismas con los que el protagonista intenta justificar su voluntad, este certero deseo de asesinar a su esposa, pero sobre todo hay una novela, una narración formidable, un agilísimo y muy fluido relato que da cuenta de casi treinta años de la vida de su peculiar, de su muy singular personaje principal. Por ello, inventada o auténtica, ficticia o real, la historia de nuestro feliz Tomás resulta, como os digo, muy interesante y merecedora de nuestra atención que no desfallece en ningún momento de la lectura. Una lectura que se ve interrumpida, no obstante, en la página 158, por un fallo imperdonable: el castigo que Dios infringió a Adán, con ese terrible infringir en lugar del adecuado infligir. En fin, ello no obstaculiza el disfrute pleno de este estupendo libro.
 
Tomás es un científico, de mente racional, odia la improvisación, detesta el apresuramiento, la agitación, lo espontáneo. Desde joven trabaja con máquinas, que lo fascinan y a las que ama porque en ellas sólo hay rutina, previsibilidad, monotonía, idéntica repetición de lo mismo, siguen siempre un ritmo constante, sin prisas ni dilaciones, fieles a los rigurosos mecanismos que las gobiernan. Descree, por tanto, en su búsqueda de la felicidad, de los sentimientos, del amor. Dice: entre los caminos que no conducen a la felicidad, acaso el más equivocado es el amor, que tiene la apariencia engañosa de ser una vía rápida hacia la dicha. Mentira. Doy fe de que es mentira.
 
Casado por mera inercia con Regina, su jefa en la empresa de instalaciones industriales en la que trabaja, conviviendo con ella -anulado por ella- durante más de veinticinco años movido tan sólo por un cómodo ‘dejarse llevar’, su ideal, su paraíso, son sus máquinas, los relojes a los que es tan aficionado, la empresa a la que dedica doce horas diarias durante seis días a la semana, sin vacaciones. Trabajar mucho, amar el trabajo, hacerlo cada día mejor, señala, ése es el secreto de la felicidad.
 
El 27 de enero de 1990, a las diez de la noche y dos minutos, como registra con minuciosidad propia de su carácter estricto, en la fiesta posterior a la boda de su hija, Tomás constata, al recibir de su esposa un plato de comida en el que ésta había seleccionado por él ‘las cosas que más te gustan’, una austera mezcolanza de lomo de cerdo frío, repollo agrio y puré de patatas, constata, digo, que su vida entera es una impostura, una creación de su mujer. Viendo los platos de sus amigos, repletos de langostinos humeantes y bañados al curry, exóticas ensaladas y apetitosos aguacates, Tomás ‘cae del caballo’ y enlaza definitivamente los muchos indicios de dominio irracional y férreo de su esposa que, desperdigados, su vida le había mostrado con anterioridad, y cuya descripción detallada puntea la novela: las dietas de Regina, la falsa cultura de Regina, las superficiales amigas de Regina, los temas manía y los temas tabú de Regina, las modas de Regina, ‘lo que se usa’ en expresión recurrente de ésta. En ese momento iniciático de la cena en la boda de su hija, descubre que el Tomás de Regina era un invento de ella y que por debajo de él, existía otro Tomás, latente y oculto durante tantos años de opresión, de dictadura de su esposa. Entonces determina, no sin arduos y divertidísimos razonamientos y componendas, librarse definitivamente de ella acabando con su vida.
 
Memorias de un hombre feliz, de Darío Jaramillo Agudelo, publicado por la editorial Pre-Textos es, en definitiva, un libro muy interesante que os recomiendo vivamente porque encontraréis en él momentos francamente entretenidos además de, por debajo de esa apariencia fácil y hasta ligera, auténticas cargas de profundidad contra muchas absurdas ideas dominantes, en forma de sugestivos temas de reflexión sobre el sentido de nuestras vidas, sobre nuestra impostergable aspiración de la felicidad y sobre la casi siempre desgraciada ausencia de ésta.
 
Como contrapunto al tono humorístico con el que en el libro se tratan las relaciones conyugales, la canción elegida para complementar mi comentario, Behind the Wall, de Tracy Chapman, narra la cara amarga de la convivencia marital a través de un episodio de violencia doméstica.
 
Os ofrezco también -como cierre a mi reseña- otra manifestación de la obra literaria de Darío Jaramillo, su poesía. Extraído de Poemas de amor, el bello libro del colombiano que publicó la editorial Visor en 2013, os dejo Primero está la soledad, un poema relacionado, en cierto modo, con el motivo principal de la novela que acabo de comentaros.
 
 
Primero está la soledad.
En las entrañas y en el centro del alma:
ésta es la esencia, el dato básico, la única certeza;
que solamente tu respiración te acompaña,
que siempre bailarás con tu sombra,
que esa tiniebla eres tú.
Tu corazón, ese fruto perplejo, no tiene que agriarse con tu sino solitario;
déjalo esperar sin esperanza
que el amor es un regalo que algún día llega por sí solo.
Pero primero está la soledad,
y tú estás solo,
tú estás solo con tu pecado original -contigo mismo-.
Acaso una noche, a las nueve,
aparece el amor y todo estalla y algo se ilumina dentro ti,
y te vuelves otro, menos amargo, más dichoso;
pero no olvides, especialmente entonces,
cuando llegue el amor y te calcine,
que primero y siempre está tu soledad
y luego nada
y después, si ha de llegar, está el amor.
 
 

miércoles, 20 de mayo de 2015

LUIS LANDERO. HOY JÚPITER; ABSOLUCIÓN; EL BALCÓN EN INVIERNO
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy, como cada miércoles, queremos proponeros una nueva recomendación de lectura que pueda resultaros de vuestro agrado. Esta tarde quiero hablaros de tres novelas muy difundidas, muy ‘publicitadas’, de un autor también bastante reconocido y hasta popular. Se trata de Hoy, Júpiter, Absolución y El balcón en invierno, tres de las últimas entregas novelísticas de Luis Landero, publicadas, como prácticamente toda su obra, por la editorial Tusquets.
 
Luis Landero debutó con la excepcional Juegos de la edad tardía en 1989, con la que fue Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa en 1990, y desde entonces ha mantenido una muy sólida carrera literaria centrada, con ligeras excepciones, en una serie de temas que han constituido las grandes preocupaciones de su obra desde aquella aparición fulgurante. El valor de la imaginación, el placer de las lecturas y el encantamiento que los libros proporcionan, la capacidad de transformación de nuestras vidas a través de la literatura, la búsqueda de la felicidad, el afán de todos los seres humanos por vivir otras existencias más logradas a las que casi nunca alcanzamos, el fracaso, la imposibilidad de realizar los sueños, el amor, sus gozos y sus frustraciones, la infancia, la anodina realidad cotidiana de cualquiera de nosotros, pobres hombres, oscuros y mediocres, son los leitmotivs recurrentes de la escasa media docena de novelas que nos ha ofrecido Landero desde entonces. De todo ello se ocupaba en ese Juegos de la edad tardía deslumbrante y también en magníficas obras posteriores como Caballeros de fortuna o El mágico aprendiz. Y ese es también el universo en el que se desenvuelven estas tres novelas, de 2007, 2012 y el pasado 2014, respectivamente, de las que hoy quiero hablaros.
 
En la primera de ellas, Hoy, Júpiter, aparecen, además de los temas reseñados, otros menos habituales en la producción literaria de Luis Landero: el odio, las venganzas y los enfrentamientos familiares, la alargada sombra de los padres sobre la vida de los hijos, sobre todo cuando se trata, como ocurre con uno de los protagonistas de la novela, de un chico sensible y algo frágil.
 
En el libro se narran dos historias paralelas en capítulos alternos; dos historias que sólo hacia el final de la novela acaban confluyendo. Por un lado, asistimos a la infancia, la adolescencia, la juventud, a la vida en suma de Dámaso Méndez, un hombre marcado por el influjo negativo y castrador de un padre que traslada a su hijo todos sus anhelos de realización que él mismo no ha logrado completar, hasta provocar en el niño un odio, una frustración, un resentimiento y un afán de venganza que le acompañarán en todo su periplo vital. Por otro lado, se nos muestra la existencia de Tomás Montejo, un profesor de literatura en un instituto de secundaria. Tomás es un apasionado de la escritura, de los libros, de las palabras, de la creación literaria y de su enseñanza. Escribe también con el deseo de lograr el éxito y el reconocimiento, de seducir y conquistar a las mujeres, a sus mujeres, Marta primero y Teresa más tarde. Su vida, como la de casi todos los personajes de la obra de Landero, es una vida mediocre, roma, en la que los mayores logros se producen en la imaginación. Ambos personajes viven sus oscuras existencias, que transcurren entre diversas peripecias para, como digo, acabar entrelazándose al final en un desenlace común que incorpora elementos, incluso, de una novela de intriga.
 
Absolución, elegida mejor novela del año 2012 por los críticos del diario El País, abunda en la temática habitual de Landero a partir de la historia de Lino, que un jueves de mayo, un día de primavera a escasas horas de su boda, repasa su existencia desde su infancia insatisfecha aunque llena de sueños hasta el momento en que conoce a Clara, la mujer de su vida, con la que va a casarse el próximo domingo y que le aportará esa felicidad que ansía y a la que lleva aspirando toda la vida. ¿Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz?, se dice, incrédulo, en vísperas del esperado acontecimiento. El relato de la trayectoria vital de Lino se articula en torno tres capítulos, de los cuales los dos primeros son formidables, mientras que el último decae, a mi juicio, al adentrarse el autor por vericuetos algo estrambóticos, poco creíbles -por más que en las novelas todo esté permitido y los lectores aceptemos la convención que nos obliga a suspender durante su lectura el juicio de verosimilitud- y, en cualquier caso, algo disonantes con el tono del resto de la obra. La narración de la infancia, la adolescencia y la juventud insatisfactorias y estériles del pobre Lino es espléndida y remite a las mejores páginas de Landero. La humilde y triste vida familiar, la condición de inválido del padre, el segundo plano anodino y resignado, apagado y vencido, de la madre, el aburrimiento del chico en los días escolares, su deambular, solitario y sin rumbo, por los descampados de la ciudad, refugiado en las palabras (tedio, contingencia, absurdo, ironía, destino, cobardía, valor) que moldean su manera de ser y pensar, su vagabundeo vital y laboral, su permanente necesidad de huir, siempre y de cualquier lugar o situación en que se encontrara; y, como contrapunto, las visitas a un lejano pariente, Don Gregory, que languidece en una residencia de ancianos y que abre para él y para sus progenitores, con la perspectiva de una herencia difusa, un sueño a la postre frustrado, el anhelo quimérico de una vida mejor encarnada en una Australia exótica, lejana y de perfiles casi míticos, completan un primer capítulo emotivo e intenso en el que aflora, con toda su crudeza, el sinsentido y el asco, el fracaso y el tedio existenciales del muchacho. Examinó su vida y vio que sólo quedaba de ella, tras el saqueo, el orgullo y la furia, y por supuesto el desprecio hacia el mundo, piensa Lino en un momento de la obra. O también esta otra significativa descripción de los “demonios” interiores del personaje: Como el animal enfermo o herido, que se esconde en la espesura y gruñe a los intrusos, también él buscó amparo en el fondo de su madriguera. Allí, huraño y lastimado, conoció el placer de entregarse incondicionalmente a la fatalidad, la añoranza de lo no vivido, la alegre y grata servidumbre, la enajenación y plenitud de los sentidos, el vivir en la contradicción como pez en el agua, la furia, la desesperación, la dejadez y el ansia, los celos, la esperanza y el miedo…
 
En el segundo capítulo, el joven se incorpora al mundo laboral y en él, pese a su escepticismo y desesperanza, encuentra el amor. Lino abandona su aislada madriguera y se abre a la vida -porque el amor todo lo cambia, nos hace sabios, alegres, generosos- gracias a Clara, una mujer magnífica, inteligente y bella. Y surge entonces, pletórica y vital, incandescente, radiante, como un obsequio del destino, la felicidad. Una felicidad que, sin embargo, se va a ver amenazada -y no quiero adelantar ningún elemento sustancial de la novela- por un confuso incidente en el que el joven se ve envuelto cuando ese primaveral jueves de mayo se encamina, tan ágil y feliz, tan emprendedor, tan dueño de sí mismo y del futuro, hacia la comida en la que despedirá su soltería con su familia y la de Clara. A partir de este inquietante acontecimiento, la narración cambia radicalmente, la trayectoria de Lino también, al verse envuelto en una serie de peripecias insólitas que Landero nos describe -con un enfoque muy distinto a los anteriores- en ese para mí muy discutible y no logrado capítulo tercero.
 
Por último, en El balcón en invierno, Landero parece cambiar el registro habitual de su obra literaria, deslizándose de la ficción a una suerte de narración autobiográfica. Pero ello es así sólo en apariencia, pues las novelas del extremeño siempre han contado con una significativa presencia de elementos extraídos de la propia vida del escritor, aunque convenientemente ficcionalizados hasta el punto de parecer meras referencias secundarias casi ocultas por la poderosa capacidad de invención del autor. En este caso, con los mismos parámetros temáticos y estilísticos que de costumbre, cambia, tan sólo, la “proporción”, el peso de dichos elementos biográficos en la trama final; unos rasgos vinculados a la personalidad “real” del propio Landero que adquieren esta vez un lugar central, destacado, primordial -empezando por la fotografía de un joven Landero con su abuela que se nos ofrece en la portada- en este conmovedor El balcón en invierno, una obra espléndida aunque, a mi juicio, menor, en la deriva literaria del muy sensible escritor.
 
El libro narra la infancia y la adolescencia del autor, una infancia que se desarrolla en Alburquerque, el pueblo extremeño del que es originario Landero, y una adolescencia en la que un traslado familiar lleva al joven a Madrid y, en concreto, al entonces muy humilde y casi marginal barrio de Prosperidad. Moviéndose en torno a una estructura temporal oscilante, que salta de continuo hacia adelante y hacia atrás, retrotrayéndose hasta los años de la guerra para dar cuenta de la biografía de su padre, y con significativas calas en las décadas de los sesenta y los setenta del pasado siglo así como en los días del presente, Landero nos presenta su vida, en un relato -que alterna la primera y la tercera persona- en el que destacan la recreación del entorno familiar, la fidedigna descripción de la atmósfera de una época -la España de la posguerra- y, sobre todo, el acercamiento a una biografía, la del propio escritor, un joven soñador y sentimental, atrapado por la poesía y el encantamiento de los libros, romántico y fabulador, enormemente sugestiva tanto por sí misma como por lo que tiene de significativo emblema de la vida de nuestro país en aquellas décadas del franquismo que, vistas desde el presente, y pese a lo ominoso y aborrecible de aquel régimen, el autor no puede dejar de percibir sino con nostalgia.
 
Los Landero proceden de un familia judía de hojalateros ambulantes que se instala en Alburquerque en el siglo XV. La pobreza, el miedo difuso (a la autoridad, a las tormentas, a las cosechas arruinadas, a las mudanzas, a las enfermedades, a los rayos, a las lluvias, a los curas, a los cambios), la precariedad de la vida, marcan la infancia del niño en el pueblo extremeño, una infancia, empero, feliz, hecha de libertad, de embelesado encantamiento por las historias mágicas de la abuela Frasca, de días interminables bañándose en la alberca, trepando a los árboles, cazando ranas, corriendo por los campos, en contacto con contrabandistas y guardias civiles, músicos ambulantes y vendedores de sardinas, curanderos y merchantes, personajes habituales en aquella zona fronteriza con Portugal.
 
En esta evocación de la infancia destacan la poderosa figura del padre, que hizo parte de la guerra con los nacionales y parte con los republicanos, su elemental autoritarismo (espléndida la rotunda imagen de la garrota del progenitor -que está ya presente en Absolución-, su brusco golpe al colgarla en la percha cuando volvía de la calle -hubiera querido ser cariñoso, pero todos le teníamos miedo-), su muerte en verano de 1964, tras el ilusionado traslado de la familia a Madrid, la madre trabajando en casa con sus hijas, afanadas ante la tricotosa, el permanente runrún de la máquina, el único libro -El calvario de una obrera o Los mártires del amor, de León Montenegro- del que disponía la familia (probablemente ya estaba en la casa cuando los padres la compraron), el trasiego del chico por distintos oficios -aprendiz en un taller mecánico, dependiente en comercios varios, oficinista- a los que le llevaba el padre, que pretendía que su hijo se convirtiera en un hombre de provecho (el sueño paterno: que sea abogado, para darle en la cara a la “gente gorda”), su evolución posterior, sus voluntariosos aunque oscuros estudios en academias nocturnas y algo siniestras, sus peripecias como guitarrista flamenco, frecuentador de la vida nocturna, de festivales y programas televisivos (magnífico el relato del encuentro -quizá sólo soñado- con Sofía Loren).

Y con este escenario de fondo, la España rural y el Madrid aún castizo aunque abriéndose tímidamente a la modernidad en el tercer cuarto del siglo pasado, El balcón en invierno nos cuenta, sobre todo, la educación sentimental de su protagonista, el propio Landero, un chico fantasioso, un mentiroso que inventa historias de continuo (el piano tan largo que se necesitaban veinte músicos para tocarlo, el cabezazo de Di Stéfano -desde fuera del área- que partió un larguero, el cielo de Madrid lleno de globos aerostáticos), un joven que -ya se ha dicho- quiere ser poeta, pues a los quince años, dejé de creer en Dios, afirma, y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer, atrapado por la magia que encerraba su primer libro propio, Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Un chaval arrebatado por los sueños que lo alejan de su aparentemente irremisible destino: yo no quería ser oficinista, ni casarme, ni echar barriga sentado ante una mesa, yo quería ser vagabundo y poeta, o marino mercante, o maquinista de tren; impulsado por sus aspiraciones de intensidad y belleza, por sus anhelos de amor y libertad (siempre, siempre, el viejo, el incansable afán, el particular leitmotiv del extremeño, presente en toda su obra); atrapado por el encanto de las palabras, una vez más las palabras: añoranza, inefable, heliotropo, taciturno, iridiscente, madreselva, plenitud, doliente; fascinado por el fervor de la lectura, que lo llevaría hasta los cuatro o cinco mil libros que atesora en su presente adulto (quién me iba a decir a mí que iba a tener tantos y tantos libros).

Y en ese dibujo detallado de su personalidad juvenil comparecen los amores frustrados, el desdén de las rubias, las mujeres prohibidas e inalcanzables, las catástrofes sentimentales, las canciones románticas, la timidez y la tristeza y la soledad y el desarraigo y el dolor. Y también las dudas: ni de ciencias ni de letras; en el fútbol, ni atacante ni defensor, no sabiendo si crear o destruir, no figurando ni como titular ni como suplente; y hasta la vivencia del dilema entre el inocente misterio del campo y la naturaleza y la moderna ebullición de la civilizada ciudad. El signo de mi vida, escribe, la ambigüedad, el desarraigo, el merodeo, la vaguedad de los contornos, la indefinición de las tareas.

Y todo ello evocado desde la memoria y la nostalgia: También en la vida real la memoria funciona así, con pasajes subrayados y notas marginales, con detalles cargados de sugerencia, a veces convertidos en símbolos. Hay épocas de nuestra vida de las que apenas recordamos nada. Años que, por intrascendentes y rutinarios, que son casi todos, la memoria ha ido abandonando hasta entregarlos al más atroz de los olvidos. ¿Qué hice yo cuando tenía treinta y cuatro, veintiséis, cuarenta y ocho años? Imposible saberlo, fuera de algún episodio excepcional o del vago contorno de las tareas habituales, de las costumbres fuertemente arraigadas. Fuera de eso, y salvo que se escriba, porque lo que no se escribe se pierde sin remedio, recordamos si acaso un olor, un sabor, un gesto, un rostro, la pesadumbre de una lejana tarde de lluvia, y a menudo queda tan solo una sensación casi inefable, una sensación que es la experiencia destilada en el alma y hecha ya sentimiento. Y los sonidos, cómo no, la banda sonora de la memoria, porque a veces del pasado no nos llegan tanto las palabras y las cosas como las voces, los ruidos -el golpe de una garrota en la percha-, las risas, los murmullos, la honda significación del silencio en ciertos momentos definidos precisamente por las pausas, como ocurre a menudo en la música, en el teatro o en el cine.

Voy a dejaros con un par de fragmentos significativos de Hoy, Júpiter y El balcón en invierno. En el primero de ellos, entre otras cosas, se incorpora una explicación de su título. En el segundo, la atmósfera de nostalgia y melancolía, la presencia de los sueños, de la escritura como superación de la siempre chata realidad, la irreprimible añoranza de lo que no se ha vivido, constituyen un excelente resumen de toda la obra de Landero. Yesterday, el clásico de los Beatles, que el protagonista escucha en la novela en sus días de adolescencia, cierra por hoy esta reseña.


En el silencio de la madrugada, tumbado en la hierba fresca de una arboleda, recuerdo que se veían entre el ramaje las estrellas, ya débiles y lejanas, y que entonces me acordé de una cosa que me había contado mi socio René allá en la cárcel, y fue que una vez estuvo en Santiago de Chile y que, en una placita, vio una noche a un viejo vestido pobremente que tenía instalado un telescopio de latón, aún más viejo y pobre que él, y un cartelito de cartón al lado donde ponía con mala letra: ‘Hoy, Júpiter’. Cobraba sólo la voluntad, y cada algunas noches, según las órbitas o a saber qué, cambiaba de astro. Según René, apenas se veía un resplandor difuso, pero el viejo, muy serio, decía: ‘Ése es Júpiter’, o ‘Ésa es la Hidra’, o ‘Ése es Tucán’, o ‘Ése es Venus’, y el que quería se lo creía y el que no, no. Y allí, tumbado bajo las estrellas, pensé: ‘Ya está, se acabó. Ya no soy abogado ni músico ni nada’, y me pareció que en ese momento despertaba de un sueño que empezó en la niñez. ‘Hoy, Júpiter’, me decía en alto, y en vez de dolor me sentía liberado y feliz, como si flotara, o al menos así es como lo recuerdo.

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De pronto se me representó con total y desolada nitidez lo que habría de ser mi vida en los próximos años. Dos, tres, cuatro, quizá hasta cinco años, sentado en esta mesa, ante este atril —las cervicales—, rodeado de plumas y lápices, de cuadernos, agendas, cartulinas, folios para sucio, papelitos con notas tomadas al vuelo, latas aplastadas de Mahou, rachas de júbilo y momentos de angustia, y siempre a vueltas con el jubilado y sus andanzas, mientras afuera, tras el balcón, florecería y se marchitaría la acacia, perdería sus hojas, y el viento arrastraría alguna hasta mi mesa como advertencia más que como ofrenda, y enfrente, en el inmueble del otro lado de la calle, la vertiente de un tejado con chimeneas y claraboyas y bohardillas, algún gato, balcones con bombonas de butano y alegres macetas de geranios, y a veces una violinista que se mece de pie ante un atril con gracia de arlequín, al compás de la música. Eso es todo, ese es el panorama que llevo viendo durante años desde mi puesto de trabajo.

Y, mirándolo ahora una vez más, me pregunté, o más bien acudió en tropel un cúmulo de sensaciones que podría verbalizarse más o menos así: ¿Qué vida absurda es esta?, ¿qué vas a hacer con los años, quizá no muchos, que te quedan por vivir? Porque llevo escribiendo desde la adolescencia y ahora soy casi viejo, ya pueden verse las primeras sombras del crepúsculo al fondo del camino. Pronto empezarás a oler a viejo, pensé. Estás en una edad en que las balas pasan cerca y, con suerte, podrás escribir aún otros dos, tres, cuatro libros quizá. Y siempre aquí, junto al balcón, junto a la acacia, y al fondo la estampa inalterable del inmueble vecino. Por si fuese poco, a veces caigo en la tentación de pensar que a mí en realidad no me gusta escribir, que a mí lo que me hubiese gustado es una vida de acción, y que todo esto de la escritura es el fruto de un espejismo, de un malentendido vocacional que se originó allá en la adolescencia, y que por tanto he equivocado mi vida y, a fin de cuentas, la he desperdiciado. La literatura me ha llevado además a estudiar filología y a ser profesor de literatura, a casarme con una filóloga, también profesora de literatura, a tener amigos filólogos, a abarrotar la casa de libros literarios, a rodearme de un modo casi enfermizo de plumas, de lápices, de sacapuntas, de cuadernos de todos los estilos y tamaños, de ingentes cantidades de papel. De adolescente soñaba con haber sido pistolero en el Lejano Oeste. Ahora cambio los cartuchos de tinta de la estilográfica con la misma rapidez y destreza que si recargara el revólver en una refriega contra los comancheros. Esto es lo que pienso en algunos momentos, mientras me quedo con los ojos suspensos en el aire.

Ya al anochecer, a veces se enciende la ventana de la violinista, tan joven, tan esbelta, y la enmarca en su rectángulo de luz como si fuese algo mágico, la silueta traviesa de un duende proyectada sobre el espacio irreal de un ciclorama. Cuando se cansa de tocar o hace una pausa, apaga la luz de la habitación y sale a fumar al balcón.

Entonces, al ver desde mi sillón de viejo enardecerse y palidecer en la oscuridad la brasa del cigarro, a veces siento una nostalgia llena de hondos pesares. Es nostalgia y pesar de la juventud, de la belleza, de la acción, de todo cuanto sucumbió al tiempo, pero también de lo que no llegó a vivirse, de los alegres decires nunca dichos, de las correrías nunca emprendidas, de los amigos que no tuve, del amor apenas entrevisto, de la vida dilapidada en vano, y de lo breve e ilusorio de los ahoras, de los mañanas y de los entonces, y de todo este pobre negocio de años y de afanes de que está hecha la vida.

miércoles, 13 de mayo de 2015

ALBERTO MANGUEL Y ÁLVARO ALEJANDRO. PARA CADA TIEMPO HAY UN LIBRO; AA.VV. LOS LIBROS EN THE NEY YORKER; GOFFREDO FOFI (ED.) ESCRITORES
 
 
El autor del Eclesiastés nos enseña que para todas las cosas “hay sazón” y que todo tiene su tiempo determinado; igualmente, sabemos que cada ocasión tiene su libro. Pero no todo libro, por supuesto, conviene a cualquier momento de nuestra vida. Compadezco al pobre lector que se halla con el libro equivocado en un percance difícil, como le ocurrió al pobre Amundsen, descubridor del Polo Sur, cuyo bolso de libros se hundió en los hielos y se vio obligado a leer, noche tras helada noche, el único volumen que pudo rescatar, un indigesto tratado del Dr. Gaudens titulado Retrato de Su Sagrada Majestad en Sus soledades y sufrimientos.
 
Es que hay libros para leer después de hacer el amor y libros para armarse de paciencia en el aeropuerto, libros para la mesa del desayuno y libros para el cuarto de baño, libros para las noches de insomnio en casa y para los días de insomnio en el hospital, y no pueden ser intercambiados.
 
Nadie, ni siquiera su propio lector, puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. De manera misteriosa, algo inefable hace que ocasiones y libros se acuerden o se opongan.
 
La lista de libros que Oscar Wilde pidió para acompañarlo en la cárcel de Reading incluyeron La isla del tesoro y un manual de conversación franco-italiano. Alejandro Magno partía a sus campañas con un ejemplar de la Ilíada de Homero. El asesino de John Lennon consideró que un buen libro para tener en el bolsillo al cometer un crimen es El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. No sé si los astronautas se llevan a bordo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury o si, por el contrario, prefieren Los alimentos terrestres de André Gide. El risueño Bernard Madoff, condenado a la prisión, ¿pedirá acaso La pequeña Dorrit de Dickens para enterarse de cómo el señor Merdle, ese sutil estafador, incapaz de soportar la vergüenza al ser descubierto, acaba cortándose el cuello con una navaja prestada? El papa Benedicto XIII ¿se retirará a su studiolo en el Castel Sant’Angelo con Bubu de Montparnasse de Charles-Louis Philippe, para estudiar cómo la falta de preservativos ocasiona una epidemia de sífilis en el París fin-de-siècle? Prosaico, G. K. Chesterton imaginó que, si estuviese naufragado en una isla desierta, desearía tener consigo un Manual de construcción de embarcaciones. No sé cuáles libros me serán permitidos en mi último viaje.
 
Hola, buenas tardes. Con este esclarecedor preámbulo (que incluye sin embargo, a mi juicio, dos errores flagrantes) y con ocasión de la trigésimo quinta edición de la Feria del Libro que se celebra estos días en nuestra ciudad, Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca, aprovecha el festivo acontecimiento que ilumina nuestra Plaza Mayor para proponeros algunas obras que tienen a los libros como protagonistas. Tres serán, pues, nuestros consejos de esta tarde, que os presentaré de manera sucinta para permitir un mínimo acercamiento a cada uno de ellos.
 
El primero de los libros escogidos, del que está extraído el fragmento con el que he abierto el programa de hoy, es Para cada tiempo hay un libro, una publicación de 2014 de la Editorial Sexto Piso en la que el argentino-canadiense Alberto Manguel incluye doce breves reflexiones sobre la lectura -de la que la leída es la primera de la serie- que se presentan complementadas con más de sesenta fotografías -también con los libros como centro- del joven artista mexicano Álvaro Alejandro.
 
Los textos de Manguel -lector furibundo y autor de numerosas obras sobre el tema, recuerdo ahora su excepcional e imprescindible Una historia de la lectura- abordan el fenómeno literario desde diferentes ángulos, todos extremadamente interesantes y sugestivos: la relación del autor con sus lectores, también con sus editores (entre otros enfoques, resalta la mezquindad de unos y la avaricia de los otros); los libros paganos y los profanos; la comparación entre las sociedades que han basado su relación con la palabra y el pasado en la tradición oral y las que lo hacen a partir del libro; la posibilidad que el libro abre, en cuanto objeto de fácil transporte, para la difusión de la cultura, contribuyendo así a que los rasgos particulares (los paisajes y los ritos, las costumbres y los saberes, las religiones, las mitologías y los dioses) trascendieran su entorno y devinieran universales, conocidos -compartidos- por todos; el “nomadismo literario”, el afán que lleva a los lectores a hacernos acompañar en nuestros viajes, nuestros exilios, nuestras trashumancias, de nuestros libros predilectos (en el siglo X, cuenta, Abdul Kassem Ismael, gran visir de Persia, para sentirse por doquier en casa, viajaba con su biblioteca de 117.000 obras cargadas a lomo de 400 camellos entrenados a marchar en orden alfabético); la secular e inicua obsesión -tan reiterada en el tiempo- que ha llevado al poder, a todos los poderes, a la destrucción de libros, y, simultáneamente, el espíritu heroico de quien pone en peligro su vida por preservar la de un libro sagrado o mágico o fundacional; los lectores enamorados, que buscan en las palabras decir lo indecible; la lectura de los clásicos y sus diversas vicisitudes en función de la edad del lector: el acercamiento apasionado de la adolescencia, la lectura filosófica y sabia de la vejez; la extraña vinculación entre el contenido de los libros y su continente, portadas, cubiertas, tipografías, evocada a partir del genial apotegma de Oscar Wilde: sólo la gente superficial no juzga por las apariencias; el, en fin, placer de la lectura y del contacto con la diversidad de los libros que atraviesan nuestras vidas, también la variedad de emociones que suscitan en nosotros, sus siempre apasionados lectores.
 
Las fotografías de Álvaro Alejandro complementan las distintas facetas de la lectura que afloran en las reflexiones teóricas de Manguel. Con los libros como protagonistas, se trata de imágenes inquietantes algunas, provocadoras otras; artificiosas y “construidas” las más, vagamente “documentales” y hasta realistas las excepciones; todas llamativas, sorprendentes, surrealistas, imaginativas, con un punto onírico, poéticas, abiertas a múltiples interpretaciones, todas también evocadoras y muy sugerentes.
 
Mi segunda propuesta de esta tarde tiene también un esencial componente iconográfico pues está integrada exclusivamente por imágenes, en concreto viñetas humorísticas. Los libros en The New Yorker es una selección de chistes gráficos, publicados originariamente en la prestigiosa revista norteamericana, que Miguel Aguayo, responsable también de la traducción de los textos que acompañan las ilustraciones, presenta en la editorial Libros del Asteroide.
 
En sus noventa años de existencia, y con un intenso ritmo de casi cincuenta números por año, The New Yorker ha publicado por entregas numerosas obras literarias, infinidad de críticas y reseñas, centenares de cuentos. A lo largo de su historia, la influyente revista ha prestado su espacio a algunos de los escritores más destacados de la literatura en lengua inglesa, y autores como Woody Allen, Hannah Arendt, Julian Barnes, Truman Capote, Raymond Carver, John Cheever, Roald Dahl, Joan Didion, E. L. Doctorow, Dave Eggers, Malcolm Gladwell, Dorothy Parker, J. D. Salinger, Anne Sexton, Susan Sontag, John Updike o Richard Yates, por citar sólo a unos pocos de los más conocidos, han aparecido en su sección de ficción.
 
Igualmente, en el ámbito del dibujo humorístico, son decenas de miles las viñetas que han visto la luz en sus distintas entregas, y nombres tan significativos en el universo del cómic o del humor gráfico como Robert Crumb, Otto Soglow (al que yo recuerdo con inmenso cariño desde su aparición en los TBO de mi infancia) o Art Spiegelman han sido asiduos visitantes de sus páginas.
 
En el caso de la obra que ahora os presento, su subtítulo, La literatura en viñetas, pone claramente de relieve que el objeto del ingenio de los más de sesenta dibujantes cómicos escogidos son los libros, que aparecen en cerca de doscientas viñetas agrupadas en cuatro secciones temáticas -autores, editores, lectores y libreros- repletas de inteligencia e ironía, agudeza y espíritu crítico, humor y causticidad. Os ofrezco, en paralelo a esta reseña, alguna de ellas.

Por último, para poner fin a mis recomendaciones de hoy y ya casi fuera de tiempo, Escritores. Grandes autores vistos por grandes fotógrafos, es una cuidada y voluminosa publicación -quinientas páginas- de la editorial Blume que recoge una antología, realizada por el ensayista y crítico cinematográfico italiano Goffredo Fofi, de doscientos cincuenta retratos -de los que algunos son debidos a los más importantes fotógrafos de la historia del género- de otros tantos escritores de relevancia universal, que se presentan acompañados de los correspondientes comentarios de presentación de cada uno de ellos, traducidos por Alfonso Rodríguez Arias, escritos por ocho autores, seis mujeres y dos hombres, también italianos y desconocidos por mí. Henri Cartier-Bresson, Robert Doisneau, Lord Snowdon, Elliott Erwitt, Inge Morath, Richard Avedon, Man Ray, Gisèle Freund, Sebastião Salgado o Robert Capa, entre otros muchos grandes artistas de la fotografía logran, con sus agudísimas cámaras, penetrar en las almas, descubrir la personalidad y hasta hacernos entender mejor, en cierto modo, la obra de autores como Martin Amis, Javier Marías, Italo Calvino, Haruki Murakami, William Faulkner, Sylvia Plath, Franz Kafka, Anna Ajmátova, Fernando Pessoa, Patricia Highsmith, Wislawa Szymborska, Pablo Neruda, Marcel Proust, Philip Roth, Zadie Smith, Antonio Muñoz Molina, José Saramago, Virginia Woolf o Jacques Prévert, por citar sólo algunos de los muchísimos -y muy variados en estilos, orígenes y épocas- escritores antologados. Os dejo como cierre el doble retrato, literario y fotográfico, de Samuel Beckett, debidos, respectivamente a Maria Baiocchi y al gran Cartier-Breson, para que, a partir de ellos podáis haceros una idea de lo muy interesante y atractivo que resulta el libro. Además, y aprovechando la mención a Prévert, cuyos poemas fueron frecuente objeto de versiones musicales, completo esta reseña con la emocionante versión que hace Yves Montand de su ya clásico Les feuilles mortes.
 
 
Samuel Beckett por Henry Cartier-Bresson
París 1964
 
La noche de la Epifanía de 1938, Samuel Beckett fue apuñalado en una calle de París por un proxeneta que había intentado en vano ofrecerle los servicios sus pupilas. El cuchillo le atravesó la pleura y le rozó el corazón y un pulmón. Una vez fuera de peligro, el escritor le preguntó al hombre por qué lo había agredido, y aquel le respondió: “No lo sé, señor. Lo siento”.
 
Aunque la víctima había decidido retirar la denuncia, el proceso continuó y el resultado fue, como escribiría un Beckett asombrado, que el señor Prudent (así se llamaba el sujeto en cuestión) pasó sólo dos meses en la cárcel, a pesar de ser reincidente, y en la prisión fue cuidado por sus pupilas, en tanto que él perdió su traje (cuerpo del delito) y corrió el riesgo de pasar por agresor al haber rechazado a empujones la oferta del proxeneta.
 
Misterios dolorosos del existir, de los que se convertirá en un símbolo Esperando a Godot, obra maestra absoluta del teatro del absurdo, fruto de un interés obsesivo por el lenguaje y, al mismo tiempo, metáfora de heridas insensatas.
 
Nacido en un suburbio de Dublín en 1906, en el seno de una acomodada familia protestante, Samuel, genial en los estudios pero de una naturaleza esquiva y muy tímida, es intelectual en extremo en un contexto burgués y contrario a lo intelectual. Huyendo del Dublín de la buena sociedad y de una relación tormentosa con su madre, hará de París su patria y del francés su lengua. En París empieza a escribir, inspirado, por lo menos inicialmente, por Joyce, de quien fue asistente. Pero, a diferencia de Joyce, Beckett procede por sustracción, llega a la desertificación, a la afasia, y trabaja sin red, en el vacío, sobre lo negativo, sobre los silencios, sobre la desintegración de la palabra, reducida a sonido, a balbuceo, a gritos.
 
En este célebre retrato de Henri Cartier-Bresson, Beckett queda desplazado a la derecha del encuadre, presto a salir de la imagen, con su piel marcada como un mapa, los ojos penetrantes, inquietos, los cabellos híspidos. Parece un ave de rapiña dispuesta a emprender el vuelo para caer sobre una presa que no nos es posible ver.
 
Maria Baiocchi

miércoles, 6 de mayo de 2015

FLORENCE AUBENAS. EL MUELLE DE OUISTREHAM
 
De pronto irrumpió la crisis, ¿os acordáis? Era entonces, hace una eternidad, el año pasado.
La crisis. No hablábamos de otra cosa, aunque no sabíamos muy bien qué decir de ella ni cómo medirla Ni siquiera sabíamos hacia dónde dirigir la mirada. Todo apuntaba a un mundo que se derrumbaba, y sin embargo, a nuestro alrededor, todo parecía permanecer en su sitio, aparentemente intacto.
Soy periodista y tuve la sensación de encontrarme ante una realidad que, por no comprenderla, no podía explicar. No encontraba las palabras. De repente, precisamente eso, la crisis, me pareció algo tan devaluado como los valores de la bolsa.
Decidí marcharme a una ciudad francesa con la que no tuviera ningún vínculo para buscar trabajo desde el anonimato. La idea era muy simple, muchos otros periodistas la han puesto en práctica antes que yo, y con sobrado talento: un norteamericano blanco se convirtió en negro, un alemán rubio se volvió turco, un joven francés se transformó en sin techo, una mujer de clase media en pobre, y seguro que me dejo otros en el tintero. En mi caso, decidí dejarme llevar por la situación. No sabía en qué me convertiría, que era precisamente lo que me interesaba.
Caen me pareció la ciudad ideal: ni demasiado al norte, ni demasiado al sur, ni demasiado pequeña, ni demasiado grande. Tampoco está muy lejos de París, lo que seguramente podía resultarme útil. No volví a mi casa más que en un par de ocasiones, y siempre fugazmente: tenía demasiado que hacer en Caen. Alquilé una habitación amueblada.
Conservé mi identidad, mi nombre y mis documentos, pero me inscribí en el paro con un título de bachillerato por todo bagaje. Aseguré que me acababa de separar de un hombre con el que había convivido durante veinte años que satisfacía todas mis necesidades, lo que explicaba que no pudiera acreditar ninguna actividad profesional durante todo ese tiempo.
Me teñí de rubio. Ya no me quité las gafas. No cobré ningún subsidio.
Con mayor o menor certeza e insistencia, algunas personas, muy pocas, se fijaron en mi nombre: una orientadora profesional, una seleccionadora de personal de un centro de atención telefónica, el jefe de una empresa de limpieza. Negué ser periodista y argüí homonimia. La cosa no pasó de ahí. Una sola vez, una chica de una empresa de trabajo temporal me desenmascaró sin paliativos; le pedí que me guardara el secreto y lo hizo. La inmensa mayoría de las personas con las que me crucé no me hicieron ninguna pregunta.
Decidí que pondría fin a mi investigación el día en que ésta diera su fruto, es decir, cuando consiguiera un contrato indefinido. Este libro relata esa búsqueda, que duró casi seis meses, de febrero a julio de 2009. Los nombres de personas y empresas han sido voluntariamente modificados.
Conservé la habitación amueblada en Caen, y a ella volví el pasado invierno para escribir este libro.
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Así, de este interesante y esclarecedor modo, empezamos esta semana nuestra emisión que nace al amparo de la reciente la celebración, el pasado 1 de mayo, del Día del Trabajo. Se trata del fragmento inicial de El muelle de Ouistreham, una muy sugestiva publicación de la periodista francesa Florence Aubenas que ha visto la luz en la Editorial Anagrama en traducción de Francesc Rovira. El texto que antecede es suficientemente explícito como para que, sólo a partir de estas palabras introductorias, podáis conocer lo esencial del planteamiento del libro que ahora os presento.
 
En efecto, la reportera -con una sólida carrera profesional a sus espaldas y que había conocido una cierta repercusión mundial cuando en la guerra de Irak, en 2005, fue capturada como rehén durante algunos meses- se plantea una experiencia que, como ella misma reconoce en el fragmento leído, resulta en la actualidad bastante común en el mundo de los medios de comunicación: la inmersión del reportero en una determinada situación que se quiere investigar (pienso por ejemplo en la multiplicidad de programas de televisión que, con 21 días como muestra paradigmática, llevan a los periodistas a convertirse durante un tiempo en narcotraficantes, prostitutas, vagabundos o escoltas de seguridad) para conocer de primera mano, sin la distancia que sobre los hechos y sus protagonistas siempre impone la presencia de un micrófono o una cámara, determinadas realidades sociales, muy a menudo conflictivas o problemáticas.
 
Durante medio año, Florence Aubenas vivirá en sus carnes -reconvertida en trabajadora de la limpieza- las penosas experiencias a las que habitualmente se ven sometidos quienes se mueven en los márgenes de un sistema económico que cada nuevo día -en esta crisis inclemente- deja nuevos desamparados a su paso. Cuando quienes tenemos la fortuna de tener trabajo, quienes además disfrutamos de nuestra labor profesional, que nos proporciona sustento y seguridad, satisfacción y posibilidades de crecimiento personal, leemos en los medios de comunicación, un mes tras otro, las terribles y siempre crecientes cifras del desempleo, tendemos a “digerirlas” sin demasiado dramatismo, las integramos de manera rutinaria en nuestra normalidad, y raras veces vemos más allá de la frialdad de los datos, raras veces pensamos en que las estadísticas despiadadas, los dígitos desmesurados, los números rotundos y brutales no son más que la gélida exteriorización de los padecimientos de innumerables vidas humanas, de infinidad de personas que sufren, día a día, las calamitosas condiciones en las que desenvuelve su existencia un porcentaje muy alto de nuestros conciudadanos.
 
Y por ello resulta interesante -más que interesante, imprescindible- este El muelle de Ouistreham, porque nos muestra, de un modo descarnado y sin paños calientes, aunque también de manera neutra y objetiva, sin formular juicios de valor, la fidedigna fotografía de quienes viven enredados en una permanente búsqueda de trabajo; de quienes deambulan interminablemente y sin esperanza por las salas de espera de los servicios públicos de empleo; de quienes transitan como zombies por los escasamente acogedores despachos de las empresas de trabajo temporal; de quienes, por efecto de un expediente de regulación de empleo, han visto reducida a una nada sin valor su experiencia de décadas de trabajo; de quienes se someten a diario a innumerables pruebas y genuflexiones de todo tipo, sobre todo morales, para conseguir una contratación por breves y mal pagadas horas; de quienes soportan mordiéndose la lengua, sumisos, las respuestas inclementes de los empleadores: es demasiado mayor, no tiene experiencia, lleva mucho tiempo sin trabajar, ¿se cree que puede escoger?; de quienes aceptan ofertas muy precarias, condiciones laborales pésimas, sueldos ínfimos -me pagan dos horas, hago tres-, horarios mínimos -ya no hay trabajo, sólo horas- por poder llevarse algunos euros a casa; de quienes reinciden, con apatía y desinterés, sin motivación ni estímulo algunos, en los absurdos y burocratizados e insulsos e irrelevantes cursos de supuesta formación ocupacional; de quienes acuden con ya sólo un ligero atisbo de ilusión a una nueva entrevista de trabajo para ser rechazados una vez más incluso antes de entrar -si viene por el puesto, ya está ocupado.
 
Y todo ello, la experiencia personal de quienes buscan empleo, aparece complementado con atinadas observaciones acerca del funcionamiento del sistema: la crudeza de los directivos de los servicios de empleo cuando aconsejan a los orientadores: Ya no tenéis que hacer de asistente social, esa época ha terminado. Hay que conseguir cifras. Acostumbraos a llamar “cliente” al solicitante de empleo; las exigencias políticas para incrementar los objetivos y aumentar los anuncios de puesto, aunque eso sí, sólo en Internet; con ello se evita la necesidad de que los empleadores acudan a las oficinas de empleo y se limita la saturación de las líneas telefónicas; las triquiñuelas para maquillar los datos del paro, convocando a los demandantes a cursos ficticios a sabiendas de que su ausencia o su baja de los cursos, incide en las estadísticas, pues los infractores son borrados transitoriamente de ellas; la proscripción de ciertos términos que revelan de modo demasiado evidente la crudeza de la crisis y su sustitución por eufemismos neutros: hay que olvidar la palabra “inserción” que para todo el mundo es sinónimo de “inútil”. Ahora hay que utilizar la palabra “solidario”; la vacuidad de los bienintencionados lemas de los asesores: un empleo es un intercambio, hay que arremangarse e ir a por todas; la progresiva disminución de las ofertas de empleo pues los empleadores agobiados por la falta de crédito temen arriesgarse a nuevas contrataciones; el pánico generalizado provocado por la crisis; el aumento de los suicidios entre la población trabajadora  y, sobre todo, desempleada; el radical y desolador escepticismo de los parados de larga duración (estoy harta de trabajos de mierda); la tristeza que acompaña a los mayores de cuarenta y cinco años, que han interiorizado su permanente convivencia con el paro.
 
Y en paralelo a todo ello, la propia Florence resulta relativamente afortunada, encadenando diferentes contrataciones -algunas simultáneas, la principal como limpiadora de los transbordadores en el muelle de Ouistreham que da título a la obra. Pero entonces aflora la otra gran verdad del libro: junto a las miserias del desempleo, las sevicias que han de sufrir las víctimas del trabajo precario: contratos fugacísimos, jornadas interminables, salarios rácanos, intemperancia y mala educación de los jefes, abusos y explotaciones sin cuento, competencia insolidaria entre compañeros, exigencias desmesuradas de los capataces y encargados y mandos intermedios, exprimidos a su vez por sus superiores, incertidumbre, inestabilidad, tensión, angustia… todos los peajes que obliga a pagar un sistema de relaciones laborales que está provocando, como bien señaló Richard Sennett en su obra ya clásica, la corrosión del carácter de la clase trabajadora en el llamado nuevo capitalismo.
 
Libro interesante, pues, muy duro también, pero altamente recomendable -sobre todo en estas fechas cercanas al Día Internacional del Trabajador, este El muelle de Ouistreham de Florence Aubenas que publica Anagrama. Os dejo, para complementar esta visión del trabajo que el texto nos muestra, con una aproximación musical al mismo tema: El mismo hombre, una gran canción de Revólver.
 
 
1. El fondo de la cazuela
En Cabourg, la casa del señor y la señora Museau está situada en uno de los barrios nuevos alejados de las playas y del gran dique, apartados de las calles populosas y los hoteles de lujo, al abrigo de toda agitación y todo pintoresquismo. Aquí, en esta periferia neutra y confortable, viven apaciblemente los que residen todo el año en Cabourg.
Es un día del mes de febrero con el cielo encapotado y envolvente. El señor y la señora Museau esperan a una gobernanta que tiene que llegar a las dos y dos minutos de la tarde en el autobús procedente de Caen. La decisión de contratar a alguien no ha sido fácil, y han meditado largamente en qué lugar se celebraría la entrevista con la candidata. El salón les parecía demasiado ceremonioso, el despacho demasiado pequeño, el comedor demasiado íntimo, la cocina demasiado irrespetuosa. Al fin se han decidido por la veranda, una estancia azotada por las corrientes de aire que normalmente no abren hasta que llega el buen tiempo.
Hoy, la veranda del señor y la señora Museau es la única ventana que tiene luz a lo largo de toda la apacible calle, de modo que se los distingue desde lejos a través de los grandes ventanales, como si estuvieran sobre el escenario iluminado de un teatro. Él está de pie, en americana; incapaz de estarse quieto, da vueltas alrededor de la mesa. De vez en cuando se detiene y anota algo en una libreta que tiene delante, encima de la mesa. Su mujer se levanta y vuelve con un jersey puesto. Se ha maquillado y peinado con esmero. Colocan una silla enfrente de ellos. Él consulta el reloj. Ella también. El señor Museau lanza una mirada al exterior justo en el instante en que enfilo el camino de gravilla blanca, entre el garaje y el seto. El hombre se vuelve hacia su mujer, sin duda para advertirle, pero ella ya se ha incorporado. La puerta se abre antes de que me dé tiempo a tocar el timbre.
–¿Es usted la gobernanta?
Es mi primera entrevista desde que busco trabajo en Caen, en Baja Normandía.
En la veranda, la señora Museau me indica la silla vacía.
Durante nuestra conversación telefónica, el señor Museau me ha advertido: «Los dos estamos jubilados. Bueno, es una forma de hablar: la señora Museau siempre ha sido ama de casa.» Será él quien lleve la entrevista, anuncia, ya que sencillamente no está acostumbrado a otra cosa.
–Sé lo que es contratar a alguien, he dirigido hasta quinientas personas. Tenía varias empresas. ¿Conoce usted a Bernard Tapie, el hombre de negocios? Pues yo lo mismo.
Me juzga con el rostro devastado e imperioso. Habla gustosamente y con todo lujo de detalles de su salud y sus dos operaciones de corazón. La conclusión llega con una brutalidad que le gusta saborear:
–Con todo lo que he vivido, y pronto ya no estaré.
Considero de buena educación protestar, pero la señora Museau me interrumpe al punto:
–Sí, sí, es cierto, con todo lo que ha vivido, y pronto ya no estará.
–De momento nos arreglamos bastante bien. La señora Museau se ocupa de planchar. Lleva la casa. Cocina. Lo hace todo. Pero ¡ojo!, he dicho de momento. Cada vez iremos a menos. Y cuando yo ya no esté, quedará la señora Museau.
–A lo mejor me voy yo primero... –suelta la señora Museau en tono de amenaza.
–Sea como sea, sepa que la señora Museau no la habría contratado jamás. Sencillamente, no se le habría ocurrido. Yo preveo. Yo me organizo. Yo decido.
–Tú hablas demasiado.
Los bellos rasgos de la señora Museau apenas se inmutan. Debe de haberlas pasado canutas junto a este hombre, sin poderse tomar nunca la revancha.
El señor Museau prosigue como si no hubiera oído nada:
–Hemos decidido contratar a alguien mientras todavía estamos bien. He preparado una hoja con los aspectos positivos del puesto que ofrecemos. Uno, tendrá alojamiento. La instalaremos en la habitación de uno de nuestros nietos. Hay una cama individual.
Me escruta de arriba abajo.
–Está bien, tiene usted el formato adecuado, seguro que cabe. Y más adelante ya veremos, a lo mejor la cambiamos de lugar.
Se ríe solo mientras me examina una vez más. Luego, continúa:
–Vaciaremos la habitación de todo lo que moleste. ¿Tiene muchas cosas? Supongo que no. Pondremos muebles, en esta casa hay todo lo que pueda hacer falta. Incluso demasiado. Segundo aspecto positivo: le daremos de comer. La señora Museau hace la compra en el supermercado, aquí al lado. Usted la acompañará. Mientras ella compre, usted le dirá: «Eso, eso de ahí me gusta.» Y ella lo añadirá a la cesta. ¿Entiende lo que le quiero decir? Se trata de algo informal. A veces, incluso, la señora Museau le dirá: «Estoy cansada», y entonces irá usted sola a comprar. También le gusta mucho ir al Carrefour. Está más lejos, pero es más grande. Eso le permite ver un poco de mundo. La señora Museau cocina, pero usted la puede ayudar. Puede poner la mesa. Usted recogerá, usted se llevará los platos, pero comerá con nosotros. ¿Cómo se lo explico? No quiero a alguien metido en la cocina mientras nosotros estamos en el comedor. Ni hablar, eso no me gusta nada.
Se interrumpe por un instante.
–Menudo carácter tengo, ¿verdad? Mi mujer siempre me lo dice: «Hablas brusco, seco.» Sea como sea, a veces me ocurre. Es normal. He tenido hasta quinientas personas bajo mis órdenes, ¿se lo había dicho? ¿Sí? ¿Y lo de Bernard Tapie también? Lo mío era la construcción.
–Hablas de ti, como siempre –concluye la señora Museau.
–Bien, pasemos a su currículum de la vida, como lo llamo yo –dice el señor Museau, como si no hubiera oído nada. Coge la hoja que tiene delante y me pregunta la fecha de nacimiento. Anota: «48 años, signo del zodíaco: Acuario.»
Después prosigue:
–Cursó usted un bachillerato de letras, ¿verdad? Veamos, ¿a qué se dedicaba su padre? ¿Funcionario? De acuerdo, pero ¿de qué? Hay funcionarios de todo tipo. Luego, según dice, se dedicó a las tareas de la casa. No tenía necesidad de trabajar. Ahora se acaba de separar y por eso se ve obligada a buscar trabajo. No tiene hijos. Pero ¿y él, los tenía? Desde luego no se casó con usted, ¿verdad? ¿Cuándo se separaron exactamente?
En la hoja, el señor Museau escribe: «Separación hace cinco meses.» Vuelve a la carga:
–¿Lo sigue viendo? ¿Terminaron civilizadamente? Anota: «Civilizadamente.» Relee todas las anotaciones y reflexiona:
–En resumen, la utilizó para que se ocupara de todo y luego, cuando ya no la necesitó, adiós muy buenas. Es un poco así, ¿no? Además, seguro que a estas alturas ya ha encontrado a otra.
Su análisis lo satisface. Continúa, como para sí mismo:
–Debe de ser una mujer más joven, me figuro, puede que mucho más joven, quizá. Bueno, ahora la dejo con la señora Museau para que le muestre la casa y su habitación. Tenemos cuatro hijos, dos de ellos, una chica y un chico, en París. Tienen una buena posición. ¿Qué era lo que hacía Christophe? Está en algo de telefonía, me parece. Mi hija es muy activa. Es una Museau. Christophe es un Resthout, como mi mujer (ya ve cómo es, ¿verdad?), pero es un buen chico. Todos lo son. La menor vive con nosotros. Se llama Nicole, como la mujer que viene a planchar, aunque a nuestra hija la llamamos Nicky. Es agente inmobiliaria en Lisieux y tiene treinta y siete años. Cuando estoy enfermo, me echa una mano. No se atreve a irse de casa. Nosotros la queremos echar. Dentro de diez años ya será demasiado tarde, ¿comprende? Le voy a contar una historia para que lo entienda: hace tiempo, la señora Museau tenía una amiga... ¿Cómo se llamaba, que ya no me acuerdo?
A la señora Museau no le gusta que cuente la historia. Se muestra contrariada y revuelve su bella figura.
El señor Museau parece particularmente contento de avergonzarla.
–La llamabais Fifi, ¿verdad? ¿No quieres responder? Como quieras. En fin, Fifi vivía con su madre. Se ocupaba de ella, lo hacía todo. Sus hermanos y hermanas se habían ido de casa. Cuando visitaban a la madre, ésta se los llevaba aparte y les decía: «Escuchad, Fifi trata de envenenarme. Pone cosas en lo que me prepara. Lo heredará todo y no conseguiréis echarla.»
–Cuando uno se hace viejo, no sabe lo que dice –corta la señora Museau–. Además, no cuentas bien la historia, no se entiende nada. Todo lo mezclas como te conviene.
El señor Museau agita la mano para hacerla callar.
–No queremos hacer diferencias entre nuestros hijos. Quiero que Nicky tenga su propio piso en Lisieux. Se irá cuando tengamos una gobernanta. Y ya está. Eso es todo.
La señora Museau me escolta a través de la casa. Siempre ha frotado ella personalmente las grandes baldosas rojas de la entrada, que están relucientes, y ha velado por mantener el orden estricto de todo.
–Ahora ya no me apetece. Me digo: ¿para qué?
Sin su marido, se ha vuelto jovial y no para de sonreír. Abre la puerta del «despacho del señor Museau», situado en la planta baja. El hombre vive ahí, todo lo indica: las sábanas arrugadas en la cama, el desorden de carpetas, el ordenador que parpadea sin parar.
En el piso de arriba, atravesamos a toda prisa el dormitorio de Nicky, en el que, envueltos en un violento olor a tabaco, se apilan tabletas de chocolate, montones tambaleantes de revistas y prendas de ropa hechas una bola. La señora Museau está impaciente por mostrarme su territorio, situado tras una puerta blanca al final de un pasillo.
–¿Cuánto le gustaría ganar? –El señor Museau ha surgido a nuestra espalda calculadora en ristre.
La señora Museau suelta un grito de sorpresa. Él está exultante:
–¡Se ha asustado! ¡Se ha asustado! ¿Ha visto cómo se ha asustado? Pongamos... ¿mil euros? Piénselo. No olvide las ventajas de las que le he hablado: tendrá alojamiento y comida. Usted decide. Incluso puedo subir un poco la cantidad.
Acaba de sacar el coche del garaje.
–Bueno, se acabó, ya ha visto suficiente. La señora Museau le enseñará su dormitorio la próxima vez. Venga conmigo, he decidido que la llevaré a Caen. El motor ya está encendido.
El paisaje rural, tranquilo y llano, pasa de largo. Ahora casi hace buen día.
–He conducido tanto en mi vida que a veces ni siquiera sabía por qué me encontraba en tal o cual carretera. Avanzaba en línea recta y me preguntaba: ¿adónde voy? Quería triunfar. –De pronto adopta un tono de confidencia–. Mire, en cierto modo he pasado por lo mismo que usted. Durante un tiempo me marché con otra persona. Abandoné a la señora Museau y a mis hijos. Volví cuando me puse enfermo, pero continúo viendo a la otra mujer. La recibimos en nuestra casa, en Cabourg. Cena con nosotros y a veces se queda unos días. Ya la conocerá. La señora Museau habla mal de mí cuando hay gente, pero nunca cuando estamos los dos. Delante de mí, no dice nada. Es reservada. Y ya está acostumbrada a este estado de cosas.
Reflexiona.
–En este momento, la señora Museau debe de estar sentada en la cama, preguntándose si no estaré siendo desconsiderado con usted. Sonríe con los ojos entornados, imaginándose a su mujer.
–Sea como sea, acompañará a la señora Museau a pasear. Uno de nuestros hijos murió joven, pueden ir a visitar la tumba. La excursión lleva todo un día, será una distracción. Ella no ha salido nunca de casa, ¿sabe? Cuando tuvimos a las gemelas (una es muy Museau, la otra Resthout de pies a cabeza), tuvo derecho a una criada, una polaca. La llamábamos Piroshka. También pueden ir a visitarla, vive en Louviers. Es otra idea de paseo que pueden hacer juntas.
Este programa ha puesto de lo más contento al señor Museau. Enciende la radio. La apaga. La vuelve a encender. Canta, luego habla:
–Yo soy un sin techo: todos mis bienes están a nombre de mis hijos. Todo lo he acumulado para ellos, y los quiero a todos, sean Museau o Resthout. Eso sí, continúo siendo el jefe. Les anuncio lo que hago, y en general no discuten nada. Me dicen: «Tú ya sabes lo que haces, y de todos modos nunca haces caso de lo que te decimos. Vas a lo tuyo.»
Se ríe solo.
–Es cierto. Soy el jefe. Hago lo que quiero.
Se ha equivocado de salida en la rotonda de entrada a Caen y ahora está furioso.
–Uno va hablando, y claro... ¡Uno se olvida de todo cuando es viejo! Baje aquí, andará el resto del camino. De todos modos ha tenido usted suerte, es mucho mejor que tomar el autobús.
Nunca he tenido la más mínima intención de trabajar en casa del señor y la señora Museau. No quiero ponerme al servicio de particulares y vivir en su intimidad, quizá sea la única restricción que me he impuesto a la hora de buscar empleo. Por lo demás, estoy dispuesta a aceptar cualquier cosa. Lo que ocurrió fue simplemente que el señor y la señora Museau fueron los primeros en responder a mi perfil.
Hacía quince días que buscaba trabajo y me parecía una eternidad. Los días se alargaban, fofos e irritantes a fuerza de esperar, y no parecía que fuera a pasar nada. Por eso, no resistí la tentación. Quería saber qué era una entrevista de trabajo y tener la impresión de tomar por fin las riendas de algo. Ya me he recorrido todas las empresas de trabajo temporal de Caen. Están repartidas en unas pocas calles alrededor de la estación y casi todas están diseñadas con el mismo patrón: una sala vacía con un mostrador. En una –creo que la primera, aunque llega un momento en que las confundo– anuncio triunfalmente:
–¡Aceptaré cualquier cosa!
–Aquí todo el mundo acepta cualquier cosa –dice el chico desde detrás del ordenador.
Le pregunto qué tienen en ese momento.
–Nada.
En cambio, ve desfilar a todo tipo de personas, incluso a sus colegas de la ETT de al lado, donde ya han empezado a despedir a gente. Dice que a lo mejor a él también le llega el turno. Mira hacia la calle a través del cristal con el rostro redondo impertérrito, sin reflejar esperanza ni miedo. Al fin concluye, con cierto aire solemne:
–Es la crisis.
Desde el campanario de la iglesia de Saint-Michel, que domina con su envergadura la manzana de casas, irrumpen campanadas en la calma de la tarde.
Una tras otra, las empresas de trabajo temporal se niegan a tomar mis datos. Me tratan con una dulzura propia de enfermera del servicio de cuidados paliativos, pero con firmeza. Las preguntas se suceden, siempre las mismas. ¿Tengo alguna experiencia en trabajos temporales? No. ¿Tengo al menos alguna experiencia y reciente en Caen? No y no.
–Entonces, no la podemos clasificar entre las personas muy, muy seguras, las Riesgo Cero –precisa un chico de otra ETT.