Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de enero de 2023


LUCÍA VELASCO. ¿TE VA A SUSTITUIR UN ALGORITMO?

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro muy interesante que plantea gran cantidad de cuestiones para la reflexión y que gira en torno a un asunto central en este acelerado primer cuarto de siglo XXI: la omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas y las trascendentales consecuencias que conlleva en prácticamente todas las áreas esenciales de la existencia individual y colectiva: medicina, transporte, educación, comercio, economía y, en particular, el trabajo, obligado a una sustancial reformulación como consecuencia de la progresiva digitalización de los procesos productivos. ¿Te va a sustituir un algoritmo? es el explícito título de mi propuesta de esta semana, una obra, que con el también esclarecedor subtítulo de El futuro del trabajo en España, publicó en enero de 2022 la joven economista Lucía Velasco en la colección El cuarto de las maravillas del prestigioso sello editorial Turner. 

Además de su formación principal, Velasco tiene un Máster en Comunicación y postgrados varios en Dirección de Innovación Social (ESADE), Agile Project Management (IEBS/URJC), Responsabilidad Social Corporativa (IE) y Género (Instituto de la Mujer). Su currículo es extenso y muy notable. En el ámbito privado ha trabajado con ONGs, con el International Integrated Reporting Council en Londres y en el área de consultoría estratégica para una firma internacional, desempeñándose igualmente como experta evaluadora en la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo y experta independiente para la Comisión Europea en relación con el futuro del trabajo. 

Hasta hace unos meses ocupó la dirección del Observatorio Nacional de Tecnología y Sociedad de la Información (ONTSI), que depende de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, de la que había sido directora del Gabinete en una etapa anterior. Ha formado parte también de los gabinetes de Presidencia del Gobierno, del Ministerio de la Presidencia, del Ministerio de Industria, Energía y Agenda Digital, así como del Congreso de los Diputados. Actualmente se desempeña en la Escuela de Gobernanza Transnacional del Instituto Europeo de Florencia (EUI). Más allá de la indudable dimensión técnica de sus quehaceres (centrados en el estudio de la digitalización y el impacto de la tecnología en la sociedad, la innovación pública, la inclusión digital y el emprendimiento social), estos cargos y nombramientos, fruto de la designación del actual Gobierno, ubican en el “tablero político” a la autora, o al menos la sitúan ideológicamente, “filiación” que he creído percibir en su libro, en el que en más de una ocasión se enfatizan los logros gubernamentales con un “nosotros” inclusivo aunque demasiado de parte. Igualmente, en la alusión final al populismo, presentándolo como un movimiento que tiende a capitalizar la desafección y el malestar social por la posible falta de expectativas que para gran parte de la población puede suponer verse excluida de los inevitables cambios que se avecinan, se menciona a exclusivamente a Trump y sus seguidores como sembradores del odio y potenciales destructores del sistema, sin que haya una sola palabra para corrientes ideológicamente opuestas tan disolventes como aquellas. 

Como consecuencia de todo ello, el tenue sesgo ideológico del libro en su “fondo” tiene también su correlato formal, estando el texto plagado de abundantes muestras de la deleznable jerga política, aunque, en este caso, no solo “monclovita”: “conveniada”, “resiliencia”, “a nivel de…”, “en base a…”, “un análisis de país”, “datos en tiempo real”, “la gobernanza”, “habría que al menos balancearlo por todas las externalidades que tiene”. Confieso que para mi admito que hiperestesiada sensibilidad, tal jerigonza me resulta insufrible. 

Así ocurre también con la posición de partida de la autora con respecto a la militancia feminista, algo que se percibe no solo en el contenido de sus planteamientos, en los que enfatiza la repercusión en las mujeres de los fenómenos que analiza (algo comprensible y hasta remarcable), sino también desde el punto de vista formal, con una redacción que a menudo se formula en femenino y en la que abundan expresiones a mi juicio disparatadas -pese a que inunden ya, incluso, la prosa de las normas legales- como “personas trabajadoras”, “personas emprendedoras”, “personas directivas”, “personas propietarias”, ¡“personas autónomas”!, reiteración delirante que solo parece obedecer a la necesidad de huir de esos “trabajadores”, “emprendedores”, “directivos”, “autónomos”, “propietarios”, etc., claramente omnicomprensivos aunque “sospechosos” de “heteropatriarcalidad”. ¿“Personas” o “trabajadoras” no reflejan machismo ni invisibilizan a la mujer solo por el hecho de que terminan en “as”? ¿Por eso no “nos” plantean problema alguno -ya lo he escrito aquí en alguna reseña anterior- vocablos como “psiquiatras”, “juristas”, “comerciantes” o “forenses”? ¿El “mal” reside en la “o” y es, pues, un mero asunto gramatical? Un sinsentido al que no acabo de acostumbrarme y en el que, pese a quien pese, no incurriré. A la propia autora se le “escapan” unos “empleados”, “arquitectos”, “asalariados” y muchos ejemplos más, reflejo inequívoco de lo impostado de este recurso, y prueba además de la absoluta imposibilidad de mantenerse alerta en todo momento ante un artificio tan “postizo”. 

Continuando con mis críticas a los aspectos formales, ahora en lo referido a la mera escritura -comentaré mis discrepancias con respecto al contenido más adelante-, hay algo en el estilo informal, en el lenguaje demasiado “asequible” y hasta coloquial (la pregunta del millón; profes; ¿cómo te quedas?; ¿vale?), en las interpelaciones personalizadas, en el tuteo al lector (claramente premeditado, pues nos asalta desde el título del libro), en el tono pedagógico, a veces admonitorio, en una cierta perspectiva “catequista”, como si se escribiera desde una suerte de superioridad moral que aflora -o que yo he creído percibir- de modo muy sutil en el texto, que devalúan la propuesta de Velasco hasta el punto de provocar distanciamiento y hasta rechazo (hablo, como es obvio, de mi propia experiencia lectora). A ello contribuye también -aunque no niego las virtudes “facilitadoras” de tal recurso- la invención, algo infantil, de una protagonista -Luna-, de su familia y amigos, cuyas biografías sirven de ejemplo práctico para ilustrar los fenómenos que se describen y las tesis que se sostienen en el libro. 

Además, y como parece inevitable en nuestros días, el texto está plagado de los, al parecer, indispensables anglicismos, cuya presencia a veces se justifica: “Lo que en Australia se conoce como reverse marketing”; “Será muy habitual que haya que reciclarse completamente si tu trabajo desaparece o que tengas que aprender nuevas habilidades para ocuparte de nuevas tareas en el caso de que las máquinas hagan gran parte de las que hacías antes. […] En inglés lo llaman reskilling”; pero muchas otras no: “el matching de empleados y empleadores antes de que los empleadores anuncien la vacante”, o su uso se antoja superfluo: “La idea es que se complemente con el wallet o pasaporte en el que estará todo el historial de competencias y al que podrán acceder los empleadores”. 

Desde el mismo plano formal, también la redacción resulta francamente mejorable, como puede deducirse -sirva como muestra de una circunstancia de la que podrían ofrecerse muchos ejemplos- del siguiente párrafo, de “composición” desmañada: Uno de los principios fundamentales de la inteligencia artificial confiable es que sea explicable. Así se está trabajando a nivel europeo con la normativa sobre inteligencia artificial que considera de alto riesgo a los sistemas que toman decisiones que afectan a los derechos de las personas y también en nuestro país (la llamada ley rider avanza en ese sentido), por tanto, lo que hay que trabajar es en crear una autoridad que sea capaz de auditar o establecer controles sobre los algoritmos. Lo que es importante es garantizar que la decisión última sobre las personas siempre la tomará una persona y que se podrá explicar cómo se ha llegado a la propuesta hecha por la máquina

Hay, por último, un cierto desorden expositivo; hay acumulación de ideas y argumentos, que se repiten, que aparecen y reaparecen, formulados casi en los mismos términos, en capítulos diversos; hay páginas que parecen de relleno (en una obra corta, que no llega a las ciento cincuenta), como las del penúltimo capítulo, “Caja de herramientas para gobernantes”, en el que la remisión a planteamientos ya apuntados con anterioridad es explícita, pues se mencionan de manera expresa las páginas en las que ya fueron tratados, sin ningún nuevo aporte; hay, por último, una carencia estructural notable, en una presentación algo deslavazada, pues el hilo conductor que debiera guiar la obra o no existe o resulta de difícil sistematización para el lector. 

El libro es, sin embargo, altamente interesante, pese a ciertas objeciones que cabe hacerle, también en el dominio de las propuestas “de fondo”, al menos desde mi particular esquema de pensamiento. Presenta un gran número de temas de gran actualidad y de mayor futuro aun, aunque los planteamientos y las aportaciones -genéricos, difusos y necesitados de una mayor concreción y un más detallado desarrollo- resultan discutibles en bastantes casos, singularmente en lo relativo a la educación y la situación de la mujer. En cualquier caso, el libro suscita la reflexión, propicia el debate e invita a la discusión intelectual; y ya por ello es altamente estimulante. 

Antes de entrar abiertamente en mi comentario sobre el contenido de la obra, quiero adelantar una breve cita que resulta reveladora: 

La inteligencia artificial (IA) tiene el potencial de cambiar significativamente la forma en que los trabajadores del conocimiento realizan sus tareas. Puede ayudarles a automatizar tareas repetitivas y a analizar grandes cantidades de datos, lo que les permite dedicar más tiempo a actividades que requieren un mayor nivel de pensamiento crítico y creatividad. Además, la IA puede mejorar la eficiencia y la precisión en tareas como la investigación, la toma de decisiones y la comunicación con los clientes. Sin embargo, también existe el riesgo de que la IA reemplace a algunos trabajadores del conocimiento, especialmente aquellos que realizan tareas que son fáciles de automatizar. Es importante que los empleadores y los trabajadores se adapten a estos cambios y se esfuercen por desarrollar habilidades y conocimientos que sean relevantes en un mundo cada vez más impulsado por la tecnología. 

Como puede verse, se trata de una argumentación sencilla, muy explícita, no demasiado novedosa aunque sí sintética y muy esclarecedora sobre las derivaciones del tema central del libro. Lo más significativo del texto no es, sin embargo, su mayor o menor valor como resumen de las ideas que en el libro van a desarrollarse, sino que este fragmento que acabo de transcribir no ha sido escrito ni por Lucía Velasco ni por mí mismo, sino por el ChatGPT, el actualísimo robot, un prototipo de inteligencia artificial desarrollado en 2022 por OpenAI, y cuyo uso está, desde hace unos meses, al alcance de cualquier ciudadano del mundo, en una vertiginosa muestra de la posible evolución de los algoritmos y la inteligencia artificial en los próximos, inmediatos, años. 

¿Te va a sustituir un algoritmo? sostiene, en síntesis, que los cambios que la tecnología está introduciendo en todos los ámbitos de nuestras vidas van a resultar especialmente “disruptivos” (otro “palabro” de la actual jerga político-mediática) en el mundo laboral (impactarán de lleno en la vida de las personas porque van a transformar el eje clave en el desarrollo de nuestra identidad individual y colectiva: el trabajo) provocando en él, junto a innegables beneficios, un sinnúmero de efectos nocivos que, en consecuencia, debemos conocer y anticipar -los ciudadanos y, en particular, los gobiernos- para poder minimizar los perjuicios y aprovechar sus ventajas de cara a la consecución de unas sociedades más justas e igualitarias en las que todos podamos trabajar y vivir en bienestar: se necesita una acción decisiva que nos permita aprovechar el momento en nuestro favor

A grandes rasgos, podemos distinguir -con un cierto esfuerzo de sistematización por parte del lector, pues las ideas, ya se ha dicho, se repiten y afloran, algo deslavazadas, en distintos momentos de la obra, sin que los elementos organizadores queden siempre del todo claros- varios ejes principales sobre los que quiero detenerme brevemente: la sucinta descripción del mundo en que vivimos, marcado, sobre todo, por el impacto tecnológico; las transformaciones del mercado laboral; las repercusiones de dichos cambios en los derechos de los trabajadores; la necesidad de introducir modificaciones en la educación para superar los efectos destructivos de la tecnología sobre el empleo; la especial vulnerabilidad de la mujer ante esta nueva realidad cambiante; la importancia de que las autoridades y gobernantes tomen conciencia del momento crítico que vivimos y adopten medidas para afrontarlos del modo más conveniente para los ciudadanos. 

El hecho de que el mundo que conocemos está mutando (y el término no puede ser más apropiado) de un modo progresivo y acelerado a causa de la “proliferación electrónica” parece una evidencia indiscutible y podría admitirse sin necesidad de comentario o prueba adicionales. Lucía Velasco lo ilustra, en las primeras páginas de su ensayo, con algunos datos reveladores: nuestra dependencia de internet queda plasmada en los 42,54 millones de internautas “activos” en España en enero de 2021; la generalizada supeditación a los dispositivos electrónicos se ve confirmada en cuanto conocemos que hay más móviles que personas. En los invasivos aparatitos leemos las noticias, escuchamos la radio, buscamos el itinerario de nuestros viajes, trabajamos y asistimos a clase, nos reunimos, hacemos todo tipo de gestiones, pedimos citas en los médicos y en las instituciones oficiales, reservamos hoteles y restaurantes, compramos ropa y muebles y libros y discos y una interminable serie de bienes de consumo, buscamos pareja, consultamos nuestras redes sociales (Instagram, Youtube, LinkedIn o Facebook suman en total más de sesenta millones de usuarios en España), ocupamos nuestro ocio viendo series y películas en las mil y una plataformas que ofrecen esos servicios, y tantas actividades más. En España casi un cuarto de la población pasa entre dos y cuatro horas diarias conectada a través de sus teléfonos inteligentes. Y unos dos millones de personas superan las ocho horas de conexión. Hace apenas treinta años no se usaban apenas ordenadores, más allá de una utilización restringida a un mínimo ámbito académico o investigador. La tecnología -pero no solo- ha cambiado radicalmente nuestras vidas, provocando una revolución de naturaleza y dimensiones inimaginables. Estamos, afirma Velasco, en un momento crítico. Tan importante como fue la era atómica. No lo digo yo, lo dice Naciones Unidas

Según la autora estamos sometidos a una serie de megafuerzas que condicionarán el futuro de nuestras sociedades, las occidentales desarrolladas, lo que ella denomina los motores de cambio, las “cuatro D”: demografía (Europa es el continente más envejecido del mundo, con el impacto que el hecho tendrá en las pensiones, en la asistencia sanitaria, en la dependencia; lo que, unido a la baja natalidad, repercutirá en la “tasa de reposición” de trabajadores y, en consecuencia, en la recaudación impositiva y en la necesidad de inmigración), descarbonización (El cambio climático es la mayor amenaza para la salud mundial en el siglo XXI; lo que conlleva la sustitución de los combustibles fósiles por energías limpias o la reformulación de sectores estratégicos para nuestra economía como el turismo, la agricultura o la ganadería), desglobalización (y en este sentido es notoria la vulnerabilidad provocada por los efectos de la guerra de Ucrania, cuyo comienzo es posterior al libro, junto a otros acontecimientos preexistentes, como el Brexit, las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos, la necesidad de materias primas, en particular superconductores, con el muy revelador ejemplo la pandemia y la escasez global de mascarillas y respiradores) y, por fin, la ya reseñada digitalización, objeto último del estudio de Velasco, en su doble vertiente de oportunidad y riesgo. 

La llamada cuarta revolución industrial o revolución digital “amenaza” con modificar radicalmente el panorama laboral al que estamos acostumbrados. En el libro se analizan algunos de esos cambios: la automatización de los procesos; la robotización (no solo en su vertiente “visible” -fábricas, industria- sino también en la, por ahora, menos perceptible -sanidad, administración, oficinas-, a la que apunta la desbordante irrupción del Chat GPT al que antes me referí); el incremento de la presencia de las máquinas en el sistema productivo (el Foro Económico Mundial (FEM), prevé que en 2025 los humanos y las máquinas dediquen el mismo tiempo a las tareas en el trabajo); la consiguiente reducción del tiempo de trabajo, que perderá su lugar central en nuestras existencias, y la necesidad, por tanto, de “ocupar” nuestras vidas en otras actividades de entretenimiento y ocio; la progresiva preterición en el mercado laboral de quienes tengan poca cualificación profesional; el auge de la dataficación, la conversión en datos de todo cuanto ocurre, hacemos o vivimos; la evolución del comercio o de la actividad bancaria, entre otras, de la realidad “física” a la virtual”; el machine learning; el crecimiento de la aplicación de la inteligencia artificial en las empresas (que creció un 270% en los últimos cuatro años); el boom de las plataformas digitales que sustituyen la interacción física por la virtual y no siempre con personas al otro lado (con los ejemplos bien conocidos de Globo, Airbnb o Amazon); los gig workers, trabajadores en que hacen “microtareas” a distancia; la desaparición de millones de empleos a causa de la masiva “tecnologización” del trabajo (Hay estimaciones que hablan de ochenta y cinco millones de empleos desplazados en los próximos cinco años. No todo son malas noticias, también se crearán nuevos. Noventa y siete millones concretamente); los corolarios previsibles de este hecho: la ansiedad tecnológica y la tecnofobia (En febrero de 2021, la consultora PwC encargó una encuesta en la que participaron más de treinta mil personas representativas de todos los estados laborales posibles y de dieciocho países. ¿Conclusión? Casi el 40% cree que su trabajo quedará obsoleto en cinco años y a seis de cada diez les preocupa que las máquinas les sustituyan); los nuevos modelos de negocio y las nuevas realidades laborales (los casos de Uber, Cabify o Coursera); la aparición de nuevos yacimientos de empleo, en ámbitos relacionados con la nutrición, el envejecimiento activo, el estado físico de las personas, la gestión de la salud, y, en general, el sector de los cuidados. En concreto, Eurofound, la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo, ha identificado nueve tipos de formas de empleo nuevas: empleados compartidos, trabajos compartidos, gestión provisional, trabajo ocasional, trabajo móvil, programas de vales a cambio de trabajo, trabajo repartido entre numerosas personas (crowd) y empleo colaborativo

Todo ello está ya repercutiendo en el mercado laboral, cuya configuración se polariza a pasos agigantados, con la mengua de la clase media y la exacerbación de las diferencias entre, por un lado, los trabajos que requerirán (ya lo están haciendo) una mayor cualificación (alta gestión, innovación, tecnología, sector financiero) y, por otro, un creciente tercer sector, el de servicios, con trabajadores muy poco cualificados y condenados a empleos precarios (crecen los extremos y se vacían los trabajos de cualificación media, dibujando una gráfica con forma de U). Además, la economía nacida en torno a las plataformas genera un mercado laboral paralelo, fuera del radar regulatorio, sin normas que lo rijan. Unos nuevos entornos laborales que la autora caracteriza además con los rasgos de la deslocalización, la precarización, y la destrucción de empleo, fruto de la acción combinada de la crisis económica, agudizada por la pandemia -e insisto en que el libro está escrito antes de la invasión de Ucrania, por lo que no puede incluir sus efectos en este ámbito-, y la digitalización de los procesos productivos, que reducirá también la necesidad de mano de obra (según el Foro Económico Mundial, el 43% de las empresas van a reducir su plantilla debido a la integración de la tecnología). 

Por otro lado, y para completar el panorama, las relaciones laborales se están diversificando, los trabajos para “toda la vida” tienden a desaparecer (algo que choca abiertamente con los casi tres millones de funcionarios con los que cuenta nuestro país), se hará necesario por tanto desempeñar varias actividades y percibir ingresos de distintas fuentes (En Francia hay más de cuatro millones de trabajadores llamados slashers, derivado de slash, ‘barra’ (/) en inglés. El término se popularizó hace diez años, sobre todo a raíz de la publicación del libro One Person, Multiple Careers [Una persona, múltiples carreras] de Marci Alboher. Los slashers son el 16% de la población activa; y curiosamente para casi ocho de cada diez, el segundo trabajo es en un sector diferente al de su trabajo principal. Pueden ser diseñadores gráficos de día y DJ de noche, empleados de banca/fotógrafos, organizadores de festivales/consultores, desarrolladores de software /empresarios, agentes inmobiliarios/profesores de yoga, etcétera), el trabajo a distancia se multiplica (a consecuencia de la pandemia, en teletrabajo se han hecho en diez días los cambios que hubieran supuesto año y medio). 

En el caso de España, el diagnóstico que hace Velasco se resume en las negativas notas de paro estructural, ostensible dualidad entre trabajadores temporales e indefinidos y falta de flexibilidad, lo cual resulta notorio a partir de diez reveladores datos extraídos de fuentes estadísticas oficiales: Trabajan la mitad de las personas en edad de trabajar; el 16% de las personas en edad de trabajar están en paro; el 40% de los jóvenes están en paro; casi la mitad de las personas que están en desempleo llevan más de un año buscando trabajo; el 14% de quienes trabajan lo hacen con contratos a tiempo parcial; uno de cada cuatro contratos es temporal; el 15% de los trabajadores está insatisfecho con su trabajo; el 90% de las españolas trabajan en el sector servicios y el 75% eran empleadas, no ocupaban puestos de dirección; existe una muy evidente brecha entre los empleados fijos, con contratos indefinidos blindados con unas indemnizaciones por despido relativamente robustas, trabajando en empresas consolidadas, y los temporales, con escasa protección y casi nula estabilidad que desarrollan su quehacer profesional en pequeñas y medianas empresas poco productivas; el 70% del PIB depende del sector servicios. 

En este escenario, la degradación de los derechos laborales, el incremento de la desigualdad y la desprotección de los más débiles (en síntesis, los trabajadores poco cualificados, incapaces de sumarse a “la ola” tecnológica), la indefensión de los trabajadores frente a las nuevas formas de organizar el trabajo, están a la orden del día y en una pauta que parece estabilizarse y apunta a su perpetuación futura generando lo que la autora no duda en describir como un nuevo proletariado digital que está en riesgo de pobreza a menudo, provocando la ruptura del tradicional y consolidado “contrato social”. Al modo en que, en las primeras décadas de la Revolución industrial, la incorporación de las nuevas “tecnologías” -las máquinas entonces- llevó consigo la explotación y el abuso de los trabajadores, carentes de los mínimos derechos en su actividad, otro tanto está ocurriendo en este actual mercado laboral digitalizado. Por de pronto, en la moderna economía de las plataformas, la casi total carencia de reglas provoca la vulnerabilidad extrema de sus trabajadores, que desconocen cuándo tendrán o no trabajo, cuándo y cuánto se les pagará, qué pueden hacer si no se les paga, a quién y qué pueden reclamar, quién les proporcionará protección social en caso de necesidad, ni siquiera si tienen o no derecho a ella. En Estados Unidos, la mitad de las personas que trabajan en estos espacios ganan menos de dos euros por hora, con lo que, de manera obvia, resulta imposible subvenir a los gastos médicos y demás coberturas sociales. La flexibilidad dominante en las nuevas reglas del juego laboral lleva consigo estos y otros daños similares: condiciones de trabajo precarias, falta de transparencia en la negociación y regulación de las cláusulas contractuales, ausencia de prevención de riesgos laborales, carencia de protección social (más del 50% de los trabajadores independientes en Europa no están cubiertos por las prestaciones de desempleo), “evanescencia” del marco normativo aplicable al tratarse de empresas de dimensión transnacional. El confinamiento inducido por la pandemia ha puesto de manifiesto, además, los hasta ahora poco considerados efectos negativos del teletrabajo: fatiga, irritabilidad, aumento del consumo de alcohol, sedentarismo, malas posturas, aislamiento, frustración e incapacidad para la desconexión. El uso laboral de las herramientas tecnológicas conduce a la hiperconectividad, con sus consecuencias de hipervigilancia y control “orwellianos” (trabajadores obligados a llevar sensores de movimiento o pulsómetros para vigilar el rendimiento, convertidos así en una especie de robots teledirigidos). La proliferación de falsos autónomos constituye una de las más notables manifestaciones de cómo muchas nuevas relaciones laborales se promueven orillando los mínimos requerimientos legales de protección de los trabajadores. Otro tanto ocurre con lo que Velasco denomina “zona gris”, integrada por trabajadores que se desenvuelven en formas no convencionales de empleo, a medio camino entre el autoempleo (por cuenta propia) y el empleo normal (el dependiente, por cuenta ajena). Los trabajadores “independientes” representan ya entre el 20% y el 30% de la población en edad de trabajar (unos ciento sesenta y dos millones de personas) en Europa y Estados Unidos. La gestión algorítmica permite “monitorizar” sin pausa a los trabajadores, conocer cuándo están conectados, a qué velocidad teclean, vigilarlos con cámaras, controlar los tiempos en que realizan sus tareas (hay hasta un paso conocido como “el paso Amazon”, que vendría a ser una velocidad mínima a la que tienes que moverte por la fábrica). Igualmente, la toma de decisiones empresariales basadas en algoritmos producirá también consecuencias perniciosas que deben preverse y evitarse: ¿A quién se reclamará una decisión que se considera injusta? ¿Se negocia con las máquinas? ¿Quién calibra lo que debe exigir un algoritmo a un humano? ¿Cómo pueden las herramientas de vigilancia en el trabajo respetar la privacidad? Asimismo, la “descentralización” del trabajo y la dispersión de los trabajadores, resquebraja la función de los sindicatos como entidades vertebradoras de la voz colectiva de aquellos a quienes representan. Velasco dedica algunas páginas de su libro a estudiar el nuevo papel de las organizaciones sindicales, asumiendo su muy evidente actual pérdida de influencia. 

Las dos secciones más controvertidas, a mi juicio, de ¿Te va a sustituir un algoritmo? son las relativas a la educación y el trabajo de la mujer. Sin tiempo apenas para glosarlas brevemente os dejo un par de apuntes con la indisimulada intención de suscitar la reflexión. Bajo la rúbrica de ¿Qué debería estudiar? y partiendo de la premisa de que las clases y el diseño de los contenidos van a cambiar para adaptarse a las nuevas realidades laborales digitalizadas, en el libro se defienden los conceptos y las metodologías innovadores que impregnan en la actualidad la normativa educativa, los centros de enseñanza, los claustros de profesores y los postulados emanados de las Facultades de Educación: devaluación de títulos y certificados; aulas híbridas; clases invertidas; aprendizaje basado en proyectos; minicursos; prevalencia del “saber hacer” frente al mero saber; énfasis en los estudios de los ámbitos de la tecnología, las ciencias, las matemáticas, la ingeniería, la sanidad, los cuidados y la educación; subsidiariedad de los conocimientos frente a las competencias. Velasco apuesta por una nueva cultura de los oficios, que impulse los oficios digitales con programas educativos más cortos y aplicados a la realidad (programación, ciberseguridad, gestión de proyectos, computación en la nube, análisis de datos, diseño, desarrollo web y app, marketing digital, entre otros); por la generalización de la formación profesional dual, que combine el aprendizaje en el centro educativo y en la empresa; por romper los límites de nuestro actual sistema de acceso, muy restrictivo según ella, a la educación especializada de calidad (las personas que no han estudiado por la razón que fuere y que se quieran especializar después de haber acumulado experiencia laboral durante años deberían poder acceder a los másteres sin tener que exigirles que por ejemplo estudien una carrera); por las microcredenciales y certificaciones adaptadas a las necesidades de la industria; por la recualificación, la mejora de las cualificaciones y la actualización continua de las habilidades requeridas para las distintas ocupaciones (En Estados Unidos, el tiempo medio de permanencia en un trabajo es cuatro años. La vida media de una habilidad aprendida es de cinco. La mitad de lo que aprendiste hace cinco años es irrelevante. Casi todo lo que aprendiste hace diez años está obsoleto); por la implantación de un pasaporte de competencias digitales; por la formación digital del profesorado (¿Cómo esperamos exactamente tener estudiantes digitales con profesorado analógico?; Tan solo uno de cada cuatro estudiantes europeos tienen profes con competencias digitales); por la creación de cuentas personales, vales o tarjetas de crédito cargadas con una cantidad de dinero determinada disponible para la formación en competencias digitales; por el fomento de programas como los existentes en el Reino Unido: el “fondo universal de aprendizaje permanente” o la “garantía de competencias para toda la vida”, que ofrece a los adultos la posibilidad de realizar cursos universitarios gratuitos en ámbitos demandados por las empresas; por el uso de las redes sociales. 

En relación con las competencias, se subrayan las de comunicación, idiomas, creatividad, trabajo en equipo, empatía, liderazgo, flexibilidad, motivación, capacidad de decisión, orientación al detalle, capacidad para moverte [sic], pasión, espíritu emprendedor, gestión del tiempo, aprendizaje permanente, concentración, pensamiento crítico, confianza, automotivación, capacidad de aprender, perseverancia. Y todo ello con un indispensable contenido digital. Se da cuenta también del marco de referencia creado por la Organización Internacional del Trabajo sobre competencias clave para el trabajo en el siglo XXI, que las divide en cuatro grandes bloques: habilidades sociales y emocionales, habilidades cognitivas, habilidades para los trabajos verdes y habilidades digitales. De estas últimas se transcribe su clasificación en cinco áreas establecida por la Comisión Europea (información y datos, comunicación y colaboración, creación de contenidos, seguridad y resolución de problemas). 

Es aquí, en este asunto de las competencias, donde surge mi principal objeción al planteamiento de la autora. En un momento del libro podemos leer -bien es verdad que en boca de Luna, el personaje inventado por Velasco para “corporeizar” sus tesis- dictámenes tan categóricos como el siguiente: en mi experiencia no te hace falta una carrera universitaria para casi nada. Es algo impuesto por el sistema. A la hora de la verdad importan más otras cosas como la curiosidad, Cuando entrevisto a directivas me dicen que valoran más que una persona sea apasionada, resiliente y gestione su frustración para no rendirse ante el fracaso. Sin entrar a fondo -el tiempo lo impide- en el debate: ¿de verdad se cree que un empresario prefiere contratar a un candidato “resiliente” o capaz de “gestionar su frustración” para ocupar un puesto en una profesión o un oficio mínimamente consistentes antes que a otro con un conocimiento sólido de los componentes teóricos que definen dicho puesto? Para hacer frente a la complejidad del mundo que viene, ¿debe el sistema educativo “dimitir” de su vocación de enseñar contenidos rigurosos, para poner a sus alumnos, apelando precisamente a su inserción profesional en un mercado laboral cada vez más difícil, a aprender resiliencia, motivación y “capacidad para moverse”? Por resumir mi postura sobre el asunto: si la instituciones escolares proporcionan conocimientos profundos, serios y complejos, lo normal es que esa enseñanza incluya las competencias (el “mantra” de unas escuelas en las que se repite acríticamente la lista de los reyes godos hace cincuenta años que dejó de responder a la realidad educativa, pese a que siga usándose como caricatura para desacreditar la enseñanza “tradicional” desde los presupuestos de una innovación pretendidamente milagrosa), pues el “saber” verdadero lleva consigo, obviamente, pensar, aplicar, desarrollar, inferir, deducir, resolver problemas, extraer conclusiones, hacer… Pero, en el peor de los casos, si sólo se tienen “fríos” conocimientos abstractos, la adquisición de competencias a partir de ellos es siempre factible y más sencilla que el proceso inverso. Y es que lo contrario, enseñar competencias sin muchos y bien consolidados conocimientos previos, aparte de estéril (¿cómo se enseña a comunicar cuando no hay nada que decir?, ¿o a trabajar en equipo cuando no hay nada que aportar al esfuerzo común?, ¿o la resistencia al fracaso cuando la ignorancia ha de condenar cualquier esfuerzo a la ineficacia más rotunda?), convierte la posterior adquisición de estos saberes preteridos en una tarea que necesariamente conducirá a la frustración. En definitiva, y dando una respuesta al interrogante que abre el libro (siempre desde mi particular visión de los hechos): sí, un algoritmo puede acabar con el trabajo, sobre todo si es de escasa cualificación (incluso, cada vez más, aun cuando se cuente con una preparación superior a la media, dado el progresivo desarrollo tecnológico), pero que la forma de evitarlo sea formar en competencias devaluando los conocimientos rigurosos, la completa formación de base, es un disparate que convertirá a la mayor parte de la población (como ya lo está haciendo, de hecho) en cretinos digitales (como ya demostró en su obra de referencia, aquí comentada hace un par de años, Michel Desmurguet), alienados por los dispositivos electrónicos y manipulables por los poderes de turno. Conocimiento es empleabilidad (una noción esencial en este futuro ya presente); solo competencias, no tanto. 

El enfoque feminista del libro puede -y debe- compartirse en su mayor parte. Que las mujeres -en general; si hablamos en particular ya es otra cosa: hay mujeres profesionalmente destacadas por doquier- siguen aún siendo postergadas en determinados ámbitos de la vida laboral, en la promoción y los ascensos; que en el acceso al trabajo son discriminadas por los sesgos algorítmicos (En 2018 Amazon tuvo que poner fin a su algoritmo de contratación después de que se hiciera público que penalizaba los CV que contenían la palabra mujer); que soportan todavía salarios inferiores (aunque una afirmación tan categórica requiere un análisis matizado que ahora no estoy en disposición de hacer por falta de tiempo); que, como consecuencia de la maternidad (declinante en cifras globales en nuestro país), “cargan” a menudo con la doble jornada, tienen más dificultades a la hora de la formación y se enfrentan mayoritariamente a los problemas derivados de la conciliación; que -en el trabajo y fuera de él- están expuestas a episodios de acoso, hostigamiento y violencia -sexuales o no- injustificables, parecen hechos indiscutibles contra los que se debe reaccionar. Que el que muchas de esas situaciones injustas puedan verse potenciadas, y agudizadas las desigualdades aún hoy existentes, al digitalizarse las relaciones productivas sea también una verdad indudable no me resulta tan evidente pese a que Lucía Velasco parte de una premisa -las mujeres se enfrentan a barreras previas generalizadas- que la llevan a afirmarlo: menos tiempo para buscar empleo por su dedicación a los “cuidados”, menos movilidad por los riesgos en su seguridad física, menos acceso a la tecnología digital, menos participación en los campos de la ingeniería o las matemáticas sobre los que parece que girará la actividad laboral mayoritaria en el futuro. 

Sin embargo, esos puntos de partida -que explicarían intelectualmente la pervivencia de la discriminación femenina en el trabajo que viene- no me parecen del todo convincentes. Desconozco por qué son ciertas afirmaciones como “las ocupaciones más “teletrabajables” las tienen los hombres”, “si eres mujer joven de entre dieciocho y treinta y cuatro años tienes más probabilidades de perder tu trabajo”; y, de serlo, cuáles son las causas que las explican y si se deben a factores discriminatorios. No entiendo por qué si durante décadas se ha venido reivindicando -justamente- el valor de la conciliación -para hombres y mujeres-, ahora que se vería propiciada por el auge del teletrabajo se critica porque después de que habíamos conseguido salir de casa y repartirnos más las tareas […] es fácil que te vuelva a caer el peso de la historia patriarcal si teletrabajas (¿el problema no estaría en un reparto desequilibrado de las cargas familiares y no en que el teletrabajo que viene es un instrumento del “heteropatriarcado”?). Se me escapa por qué se da por hecho un tan estereotipado reparto de papeles en relación con el trabajo a distancia (a nosotras [las “buenas”] no nos va el presentismo ni tampoco creemos tanto en las redes de contactos para las promociones ni en los afterwork, ergo nosotras somos “diferentes”, esto es productivas, eficientes y no dotadas para perder absurdamente el tiempo, mientras que ellos [los “malos”] se entretienen en el trabajo con reunioncitas y charlas de cafetería antes de tener que ir a casa a compartir el cuidado de los hijos), y en cambio no se buscan razones que expliquen esa disparidad en, por ejemplo, la distinta atracción que ejercen las carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, por sus siglas en inglés) para hombres y mujeres. Aquí no, aquí no caben diferencias de “raíz”, fundadas, quizá, en nuestras desigualdades biológicas (en el sexo y no en el género). Pero no, todo se explica por el género y, en consecuencia, por la larga mano del heteropatriarcado. 

Y sorprenden estas conclusiones, sobre todo porque Lucía Velasco reconoce -es un hecho objetivo fácilmente comprobable- que ya hay más mujeres universitarias que hombres y, además, sacan mejores notas. Y, sin embargo, a nivel mundial [sic], la matrícula de estudiantes femeninas en tecnologías de la información y las comunicaciones es particularmente baja (3%). ¿La explicación de la autora?: los prejuicios que se inoculan desde edad temprana; los estereotipos que desaniman a las chicas a decantarse por las matemáticas o las ciencias; las creencias, fuertemente interiorizadas al parecer, según las cuales ellos son más hábiles que ellas en estos campos; las normas sociales que moldean las aspiraciones de las niñas imponiéndoles sutilmente lo que una mujer debe hacer; la falta de información “apropiada” [de nuevo sic: no se echa en falta la información, sino la apropiada; ¿para qué fines?, ¿con qué sesgo?, ¿quién lo determina?] y de referentes para que ellas mismas no se desmotiven o vean las carreras STEM como un horror que no tiene nada que ver con quienes son; la falta de independencia financiera de las mujeres (¿en la España del siglo XXI?) ¿De verdad se cree seriamente que en las sociedades desarrolladas hay niñas que se ven privadas de desarrollar sus capacidades o su vocación científica porque, pese a cursar estudios de todo nivel -superior también- y obtener en ellos mejores notas, son “ciegas” ante dichas habilidades y oportunidades profesionales y se ven impelidas a seguir -sin duda de modo inconsciente, “zombies” ellas- los dictados que muy subliminalmente emite una sociedad machista? La propia autora incurre en una ostensible contradicción cuando, en otro momento de su texto se ve “obligada” a reconocer: La verdad es que no se sabe exactamente por qué […] las mujeres estamos tan infrarrepresentadas en este sector ni en estas disciplinas conocidas como STEM. No se sabe el porqué. Adiós -al menos a priori- a la “coartada” del heteropatriarcado opresor. Insisto, habrá que pensar más; habrá que pensar a fondo y sin anteojeras ideológicas. 

Otro tanto ocurre con las habilidades digitales de unos y de otras. Partimos, lo hace la autora, de una aparente igualdad de base: no estamos tan lejos en las competencias digitales básicas, más o menos, hombres y mujeres nos apañamos igual hasta los cincuenta y cinco años. Y pese a ello, el equilibrio se rompe a favor de los chicos cuando hablamos de programación: el 85% de ellos van a clases de código, mientras que ellas solo lo hacen en un 68% (los datos son también de Velasco). ¿Es también el machismo dominante el culpable de esta flagrante injusticia? Responde la autora: los chicos van más a clases de código, porque les gusta más. Les gusta más, así de simple, sin fuerzas ocultas, sin conspiraciones. Formados, libres y en uso de su voluntad, unos programan y otras no tanto; unas cuidan y otros no tanto (y viceversa). Habrá que pensar más. Habrá que pensar a fondo y sin anteojeras ideológicas. 

Lucía Velasco sin embargo, no da por buena esta libertad de elección. Como solo el 13% del alumnado de carreras STEM en España son mujeres, y en el mundo, representan solo el 35%, y tienden a estudiar ciencias de la salud más que ciencias aplicadas relacionadas con la tecnología, se ve en la necesidad de cambiar esa dinámica claramente negativa, teniendo en cuenta el futuro digital que se nos avecina, y concluye: no estamos en las carreras que hay que estar [sic por la sintaxis]. Las carreras “en las que hay que estar”. “Hay que”. Al margen de la voluntad, la decisión, la libre elección de quien las escoge. Yo, el Estado, el Gobierno de turno DIRIJO a las chicas a donde deben estar conforme a criterios superiores a los que les dictan su propia inteligencia y su propia capacidad de decidir el rumbo que debe tomar su vida. ¿Qué criterios?: Existe una segregación horizontal en cuanto a las habilidades que se fomenta que desarrollen niños y niñas a lo largo de su vida, y por ello, en estas profesiones tecnológicas no hay casi mujeres por culpa de sus años escolares con estereotipos interiorizados. Conclusión: Habrá que darle muy duro al techo de cristal; es decir: a adoctrinar en la escuela. 

Habrá que pensar. En esto coincidimos la autora y yo. Hay que pensarlo muy bien, señala Velasco en un momento del libro. Para añadir: Y analizar los datos (que no tenemos). Que no tenemos. No hay datos que expliquen por qué las mujeres -libres, formadas, independientes, emancipadas- no eligen cursos de programación, no se matriculan en carreras científicas, prefieren los cuidados. Habrá que pensar más. Habrá que pensar a fondo y sin anteojeras ideológicas. Pensemos, pues (y ya solo por hecho, por inducir a la reflexión, me interesa la obra). 

El libro se cierra con un capítulo final, “Caja de herramientas para gobernantes”, en el que se recogen las propuestas principales -casi todas con un alto grado de abstracción; un desiderátum más que un proyecto específico- que la autora sugiere a nuestros dirigentes para su aplicación en los próximos años. Citando a la Comisión Europea y a su presidenta, Ursula von der Leyen, que ha fijado la transición digital como una de sus prioridades estratégicas inmediatas, y la Brújula Digital, que la propia Comisión ha marcado con el horizonte de 2030, Lucía Velasco apunta ideas como la digitalización masiva; la creación de una fuerza de trabajo cualificada; la aprobación de nuevas reglas del trabajo acordes a las realidades laborales emergentes; la redacción de un contrato social actualizado; la implantación del indicador WARA (Workers at Risk of Automation); la iniciativa de la “búsqueda inversa”, en la que son los empleadores los que se ocupan de diseñar el perfil de aquellos a quienes han de contratar, sugiriéndoles incluso determinados itinerarios formativos; la protección a las personas, no a los empleos; el acceso universal a un mínimo de protección social; la prevención y el cuidado de la salud mental digital; la creación de un fondo personal para la educación a lo largo de la vida, de un pasaporte digital de competencias, de cuentas personales de formación digita, de escuelas de oficios digitales y aprendizaje en el trabajo; el establecimiento de planes de transición digital para empresas e instituciones; la exigencia de cumplimiento estricto de los derechos digitales en el ámbito laboral; la transparencia en el uso de los algoritmos y en el control humano; la regulación de los datos en el nuevo mercado laboral de los datos; la implementación de nuevas formas impositivas que incluyan la fiscalidad internacional, la de los robots y la de las empresas que no se ocupen de actualizar y formar a sus empleados; la simplificación del pago de impuestos de la ciudadanía en general; la garantía de la participación de la mujer en estos nuevos escenarios laborales. 

En fin, termino aquí esta extensísima reseña, prueba evidente de lo sugerente del este ¿Te va a sustituir un algoritmo? (y de mi irrefrenable tendencia a la “pesadez”). Una canción, ¡Oh, Algoritmo!, interpretada por Jorge Drexler con la israelí Noga Erez, cierra el espacio tras un breve fragmento del libro.


La automatización lleva tiempo entre nosotros. Comenzó en las fábricas que quedaban por irse con la globalización y ha seguido en forma de algoritmo camino de las oficinas y los servicios. Las plataformas han irrumpido en nuestras vidas para sacudir lo que llamábamos realidad laboral y nos han presentado innumerables retos, entre ellos la contratación de falsos autónomos de forma masiva o la gestión algorítmica donde las decisiones las toman los programas informáticos. Solamente con estos elementos ya se nos viene un cambio de tablero en la estructura vital para la que debemos prepararnos como personas, como gobiernos, como empresas y como sociedad en su conjunto. Como todo va a estar en constante cambio debemos ser capaces de adaptarnos a las distintas actividades profesionales que tendremos que realizar durante nuestra vida no lineal. Dependerá de nosotros esa capacidad. Tendremos que poner esfuerzo en entender qué nos gusta, en qué somos buenos y qué queremos hacer para orientarnos hacia ello, hay que trabajar el concepto de empleabilidad. Cuanto más empleables seamos menos miedo tendremos ante los cambios. Aceptaremos que la vocación puede cambiar varias veces en una vida, y que nosotros somos distintos cada vez que cambiamos de etapa vital. Ahora los cambios también serán más completos y probablemente saltemos de sector o de actividad. ¿Cómo podemos estar preparados para esos cambios internos y externos que nos va a tocar vivir?
   
Videoconferencia
Lucía Velasco. ¿Te va a sustituir un algoritmo?

miércoles, 18 de enero de 2023

REGALOS POSNAVIDEÑOS (II) 

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece esta semana la última emisión de la serie navideña en la que, desde mediados de diciembre, os estoy proponiendo sugerencias de lectura muy distintas, unidas por un doble eje organizador: libros atractivos en sí mismos, recomendables para cualquier lector por el propio interés que encierran y, a la vez -y aquí es donde comparece el carácter navideño del ciclo-, muy adecuados para el regalo, en tanto que, en su diversidad, cada uno de ellos puede encontrar un destinatario propicio, que “encaje” y se acomode a alguna de las muy variadas alternativas presentadas. Desde esta lógica, hasta ahora, en dos programas prenavideños y uno posnavideño, he traído aquí, agrupados por géneros, obras de narrativa, de poesía, libros de fotografía, de cine, de música, de arte, cómics, extraños textos de memorias y hasta un inusitado tratado matemático que nos instruía acerca del arte y la técnica de fabricar relojes de sol. En total han sido veintitrés mis recomendaciones, un intenso y algo desbordante elenco de propuestas con las que he querido proporcionar ideas de regalos literarios acordes a casi cualquier tipología de lector. 

Hoy la serie llega a su fin -continuarla hubiera supuesto estirar hasta el límite, de manera excesiva, la excusa de las Navidades, prolongándolas artificialmente hasta finales de enero- con, aún, media docena larga de libros de difícil catalogación en un ámbito concreto, inclasificables, pues, en cierto sentido. Rarezas, podríamos decir, a caballo de diversos géneros: novela gráfica con tintes autobiográficos y destacada presencia musical, ensayos poéticos, diccionarios muy personales, textos de filosofía cotidiana, recopilaciones de aforismos, entre otros singulares especímenes. Libros breves, en casi todos los casos; de, como digo, muy distinta naturaleza, planteamientos y propósitos, aunque coinciden, en su mayor parte, en favorecer una lectura algo dispersa, no tan lineal como suele ser habitual, menos concentrada; más, quizá, fragmentaria, permitiendo al lector espigar, entre las páginas de los volúmenes de la heteróclita muestra, pasajes, reflexiones, pensamientos, historias, relatos, ideas, episodios o “estampas” que no requieren el rigor de una atención continuada. Aunque, como se verá, entre ellos “hay de todo”, tan híbrido y heterogéneo resulta el conjunto de mi oferta de esta tarde. 
 
Empezamos con El libro de las lágrimas, un triste pero estimulante libro de la norteamericana Heather Christle, escrito originariamente en 2019 y publicado por la editorial Tránsito en noviembre de 2020 con la traducción de Magdalena Palmer. Christle es una joven poeta, nacida en 1980, autora de cuatro libros del género, y presencia habitual con sus poemas en distintas revistas literarias estadounidenses. Profesora de escritura creativa en la Universidad, El libro de las lágrimas es su primera obra de no ficción y también su primera obra traducida al español. 

En su nota introductoria, la autora escribe: Este libro empezó hace cinco años, cuando me planteé qué aspecto tendría un mapa de todos los lugares donde había llorado; fue una idea que trasladé a mis conversaciones con amigos sin saber cuántos años y páginas crecerían a su alrededor, sin saber cuánto cambiaría mi visión sobre las lágrimas. Estas páginas son un testimonio de esa época y lo que aprendí. Y de lo que sigo aprendiendo. Y en eso consiste, precisamente, el libro: en una mezcla de ensayo, poesía y biografía personal que enlaza datos científicos e incorpora referencias culturales, estudios sociológicos, datos históricos y citas literarias sobre las lágrimas con experiencias íntimas de la escritora en las que el llanto aflora a su vida; todo ello presentado con una voluntad y un estilo en los que se percibe con claridad la condición de poeta de su autora. Estructurado en párrafos en general muy cortos, separados por asteriscos, de modo que cada uno de ellos opera como una suerte de aforismo o microrrelato, que inducen a la reflexión y propician la degustación demorada (este carácter fragmentario del libro lo hace muy radiofónico, de modo que me permito adelantar que tendrá su acomodo en programas futuros de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca), en El libro de las lágrimas se imbrican ambos planos, la situaciones “lacrimógenas” vividas por Christle, con las investigaciones y los estudios sobre tan sorprendente fenómeno, el libre fluir de las gotas que anegan en llanto nuestros ojos en determinadas ocasiones, todas emotivas aunque no siempre tristes, de nuestras vidas. 

En el plano personal, son muchas las experiencias relatadas en las que la hipersensibilidad de Heather Christle fragua en desconsuelo, lloros, tristeza, lamentos o sollozos: la depresión profunda, las ideas de suicidio, un aborto no querido, la muerte de un amigo, la complicada vivencia de un embarazo, la aún más conflictiva de la maternidad, los problemas psicológicos -ciclotimia, ansiedad, desesperación, trastorno bipolar “light”-, las sesiones de terapia, el carácter estricto y rígido, y su corolario, la inflexibilidad y la autoexigencia, sumen de continuo a la narradora en episodios de llanto incontrolable. La vertiente ensayística de la obra se nutre de las conversaciones sobre el tema con familiares y amigos, la consulta a libros y bases de datos, la visita a archivos y bibliotecas y el acopio de referencias de fuentes muy diversas, de las que da cuenta el largo elenco de notas finales -cerca de doscientas- y la treintena de menciones a escritores y fotógrafos a los que se cita en un último apartado de “Permisos” como autores de los textos e imágenes usados en el libro. 

Las aproximaciones al objeto del libro son muy variadas. En una enumeración algo caótica y desordenada: la duración del llanto; sus ostensibles repercusiones físicas; las ventajas de llorar frente al espejo; el coche como espacio propicio a las lágrimas, el lugar físico en que se encuentra quien solloza (Una cocina es la mejor habitación —es decir, la más triste— para llorar. Un dormitorio es demasiado fácil, un cuarto de baño demasiado privado, una sala demasiado formal); las lágrimas provocadas por la belleza de un texto, de una película, de una determinada situación; el llanto como liberador del estrés; el recuerdo de las primeras lágrimas; el llanto de los niños; las lágrimas en apariencia injustificadas y extemporáneas; los lloros en público; la desesperación que conlleva el ver llorar a los padres; la pena por la muerte de un ser querido; la emoción lacrimógena que nos asalta frente a los animales muertos (Ya no permito que los animales atropellados en la carretera me hagan llorar, escribirá Christle, en lucha con su emotividad desbordada); el llanto nocturno, con sus connotaciones de soledad y desvalimiento, de indefensión e impotencia; las lágrimas sinceras y las fingidas, las artificiales, el falsillorar utilizado como estrategia; el llanto de Peter Pan, incapaz de pegar su sombra al cuerpo; el lloro de quienes se angustian por una posible desgracia futura; las lágrimas de los elefantes; las de los recién nacidos; las lágrimas “provocadas” de los actores (con esta anécdota deliciosa: Un director quería que la joven Shirley Temple llorase en una escena de su película y le dijo que «un hombre feo, verde, con los ojos color sangre había secuestrado a su madre». Temple lloró y la cámara filmó. Tanto Temple como su madre se enfadaron al enterarse del innecesario engaño del director, pues la joven actriz ya sabía llorar a voluntad si la escena se rodaba por la mañana, antes de que los acontecimientos del día «diluyeran su ánimo melancólico». «Llorar es demasiado difícil después de comer», afirmó Temple); las que siguen a ciertas borracheras; las de las madres arrobadas ante sus pequeños; las de las viudas de los marineros (Una crueldad específica de perder a alguien que ha desaparecido en el mar es la incertidumbre de cuándo deben empezar las lágrimas. ¿Hoy? ¿Mucho tiempo antes? La niebla empaña la respuesta); las diferencias químicas entre las lágrimas de tipo emocional y las que produce la irritación física, entre las lágrimas psicogénicas de la tristeza y las lágrimas irritantes de la cebolla, a partir de “La topografía de las lágrimas”, el estudio de Rose-Lynn Fisher consistente en una serie de fotografías de lágrimas secas tomadas a través de un microscopio; el fascinante descubrimiento de que el sistema lagrimal se desarrolló por primera vez cuando los peces se convirtieron en anfibios terrestres. Dejamos el agua y empezamos a llorar por el hogar que habíamos abandonado, en frase de la autora que revela el mencionado aliento poético que atraviesa el libro. 

La dimensión sociológica y hasta política de El libro de las lágrimas, muy notoria, se muestra en las reflexiones sobre el llanto de las mujeres; la naturaleza mítica de la vulnerabilidad femenina; la maternidad; las consecuencias que tienen las lágrimas según la pertenencia a un grupo social de la persona que las genera; el racismo y las “lágrimas blancas”, las que vierte una persona blanca que de pronto es consciente del racismo sistémico o de su propia implicación en el supremacismo blanco; las lágrimas y la locura (Esta semana he llorado todos los días, a veces durante horas. Me oigo describir la intensidad de las lágrimas, me oigo sollozar en el suelo de la cocina sin motivo, «como una loca». ¿Por qué «como»? En estos momentos lo soy. Soy una loca). En fin, un pequeño gran libro, triste y hermoso, que os recomiendo vivamente. 

Algo triste es también, ya desde su título, Todas las canciones tristes, un muy reconocido cómic de la artista norteamericana Summer Pierre publicado por Libros Walden en septiembre de 2021, con la traducción de Manuel Moreno. Con él ofrezco a nuestros oyentes la posibilidad de un regalo muy apropiado para un público más joven, pues tanto la temática del libro, como el planteamiento a través del cual se desarrolla la idea en torno a la cual se organiza y su realización gráfica, pienso que pueden encajar con una sensibilidad y unos hábitos de lectura y “consumo” cultural más juveniles. Summer Pierre, que ya no lo es tanto (aunque no he logrado saber su edad exacta, está claramente por encima de los cuarenta, aunque, en las fotos que de ella se muestran en internet, mantiene un aspecto desenfadado y jovial), es la creadora del aclamado cómic autobiográfico Paper Pencil Life. Su obra ha aparecido en The New Yorker, The Comics Journal, Pen American o The New York Times. En 2019, Todas las canciones tristes fue nominado al prestigioso Premio Eisner, quizá el más importante de la industria del cómic, en la categoría “mejor obra basada en la realidad”. Es autora también de un cómic sobre Sylvia Plath y, al parecer, está preparando otro sobre su madre. 

En el libro que ahora os presento ofrece al lector un viaje al pasado, al suyo propio a comienzos de la década de los noventa, punteado por la música que esos días envolvía su vida. La protagonista de su historia, expresa y obviamente autobiográfica, aparece ante nosotros en 2017, en el Valle del Hudson, Nueva York (en donde vive actualmente la artista con su marido y su hijo) atascada en la realización de un cómic sobre música. Una “incursión” en el sótano de su casa le permitirá reencontrarse, entre cajas con diarios y viejas libretas,con  decenas de cintas de casete (concepto que no sé si exigirá una aclaración para esos jóvenes actuales a los que creo entusiasmar el libro; démoslo por sabido, aunque la reflexión sobrevenida me hace dudar acerca de si he acertado o no en mi optimista designación del target del cómic, más cerca, pienso ahora, sobre todo en lo musical, de los ya talluditos miembros de la generación X que de los muy reguetoneros mileniales) en las que, un cuarto de siglo atrás, grababa sus canciones favoritas. El hallazgo opera como desencadenante de la memoria, y los recuerdos, avivados por el poderoso acicate de la música, darán pie al hilo conductor de su relato, que, en un largo flashback (en el que se intercalan frecuentes “vueltas” al presente) que se retrotrae a 1991, con Summer viviendo en una residencia universitaria en Vermont, describirá aquellos años, su viaje de California a Boston, sus primeros pinitos en clubes de folk y bares de monólogos en la capital de Massachusetts, los viajes en coche, las amistades, sus tormentosas relaciones sentimentales, alguna especialmente dañina, con severos efectos psicológicos, la búsqueda del amor y, sobre todo, la de la propia identidad, en una trayectoria que, salvando las peculiaridades específicas del entorno norteamericano, puede ser la misma que la de cualquier joven actual. Pero lo singular de este itinerario vital estriba en el punto de vista que la dibujante elige para narrar las peripecias de su “alter ego”. Y es que los episodios y las personas del pasado comparecen en la memoria de la protagonista, y por tanto en el libro, “despertados” por la fuerza evocadora de las canciones que ella misma grabó en cada momento de su vida. Es, en este sentido, esclarecedora la cita de Tom Waits que abre el libro: Quería vivir en una canción y no volver nunca. Así, las apenas cien páginas del cómic aparecen atestadas de referencias a temas musicales, en reminiscencias sonoras en las que canciones y experiencias brotan indisolublemente unidas (hay algún “inciso”, contado desde el presente de la narradora, en torno a la recuperación de habilidades cognitivas perdidas por los enfermos de Alzheimer, a través de la escucha de música de su infancia o su juventud). Esta circunstancia dota al libro de un tono inevitablemente melancólico, con la nostalgia impregnando cada remembranza, acrecentada además por la escucha -altamente recomendable durante la lectura del libro- de la exhaustiva banda sonora que lo acompaña, plasmada, al final de cada uno de sus seis capítulos, en los dibujos de las cintas con la lista de los temas correspondientes, alusivos a los hechos narrados en cada uno de ellos. Recopilaciones grabadas para estudiar, para los momentos tristes, para los alegres, para largas caminatas, selecciones de canciones de intérpretes femeninas, incluso alguna muestra de composiciones de la propia Summer Pierre, en un elenco muy completo de la música de aquella época de la que la entrada correspondiente al libro en la página de la editorial Walden ofrece una lista de reproducción de setenta y cinco canciones: Bruce Springsteen, Tom Waits, Lizz Phair, The Smiths, Sharon Van Etten, Vic Chesnutt, Jolie Holland, Tori Amos, Lisa Germano, Damien Jurado, Cocteau Twins, The Cure, Portishead, P.J. Harvey, Hole, Aimee Mann, Emmylou Harris, Indigo Girls, Mazzy Star, Nick Cave, Patti Smith, Suzanne Vega, Sinéad O’Connor, Elvis Costello, Lou Reed, Joni Mitchel, The Beatles, Simon & Garfunkel, Bob Dylan, Leonard Cohen, Cat Stevens, Gillian Welch o Van Morrison, en una nómina con una destacada presencia de mujeres. 

Unas palabras finales, antes de pasar a mi siguiente propuesta, en relación con la vertiente gráfica del libro. El dibujo es sencillo, algo infantil, aunque cada personaje tiene su propia expresividad y, en su rostro y en sus gestos, manifiesta su carácter singular. En la página se alternan viñetas de distintos tamaños y formas, en algunos casos textos exentos, sin dibujo. El telón de fondo de cada dibujo se “construye” de modo muy sutil y casi imperceptible, con un minucioso rayado cruzado que resalta a unos personajes que, a menudo, se ven envueltos en nubes pobladas de letras de canciones y notas musicales. El resultado, con ese toque naif, es muy sugerente y agradable. 

Mi tercera invitación de esta tarde es, también, algo extravagante y, en cualquier caso, poco convencional. Se trata de Metafísica del aperitivo, un librito del francés Stéphan Lévy-Kuentz, publicado en su país en 2019 y que vio la luz en el nuestro en 2022, en la cacereña editorial Periférica con la traducción de Laura Naranjo Gutiérrez. 

Stéphan Lévy-Kuentz es un “intelectual francés” -una categoría en sí misma, como ya he comentado aquí hace unos meses al hablar de Serge Koster-, filósofo, culto, erudito, un sabio algo pedante; aunque con el “toque” mundano, hedonista, un punto sofisticado y sensual, vividor, en suma, que caracteriza esa bien reconocible tipología, tan frecuente en el país vecino. Poeta, novelista, crítico de arte, ensayista y experto en cine, con estudios de Filosofía y Estética, es guionista -junto a su padre y su hermano- de una docena de películas sobre destacadas figuras del mundo del arte, Man Ray Paul Klee, Yves Klein o Alexander Calder, tal y como nos informa la nota editorial que acompaña al libro. Este doble carácter, ilustrado y epicúreo, racional y refinado, comparece en las poco más de cien páginas -en octavo menor, además, un formato que cabe en una mano- de Metafísica del aperitivo, una obrita muy interesante de la que constituye un excelente resumen las tres citas con las que se abre. La primera de ellas, Pronto nos daremos cuenta de que lo más importante ya no es morir por las ideas, los estilos, las tesis, los eslóganes, las creencias, ni aferrarse a ellos ni concentrarse en ellos, sino más bien retroceder un paso y tomar distancia de todo lo que nos ocurre, del escritor polaco Witold Gombrowicz, nos adelanta ya el escepticismo intelectual, la mirada sosegada y algo descreída sobre el mundo que se vislumbra tras las reflexiones de Lévy-Kuentz. La segunda cita, del austríaco Thomas Bernhard, anticipa la estructura y el tono del libro: fragmentario, digresivo y algo caótico, muy alejado de cualquier pretensión totalizadora, de cualquier intento de crear un cuerpo cerrado, completo, acabado, de pensamiento sobre el tema objeto de su análisis: En realidad, sólo amamos los libros que no forman un todo, que son caóticos, que son incapaces. Y es así con todo […], nos unimos especialmente a un ser porque es incompleto e incapaz, porque es caótico e imperfecto. Por último, la estimulante reflexión de Fernando Pessoa, Un hombre dotado de la verdadera sabiduría puede disfrutar del espectáculo entero del mundo desde su silla, sin saber leer y sin hablar con nadie, gracias al uso de los sentidos y a un alma que desconoce la tristeza, nos pone directamente en contacto con el tenue hilo argumental (si es que cabe tal expresión en un libro tan deshilvanado -dicho sea en el mejor sentido: divagatorio, disperso, intelectualmente errabundo- como el que ahora os presento) que “enlaza” los muy breves dieciocho capítulos del acogedor volumen. 

Tras un largo deambular por París, nuestro protagonista decide sucumbir al ritual del aperitivo, concediéndose una hora de eternidad, una franja de tiempo suspendido que significa libertad. Localiza una terraza en un típico bistró de Montparnasse, y, en ella, un puesto de observación idóneo, ligeramente apartado, ni demasiado expuesto ni demasiado aislado, una atalaya que garantice un ángulo de visión propicio para la observación, sin vecinos desagradables, donde no haya clientes de voz potente ni mobiliario que te estorbe la vista. Instalado ante su velador, solo, embargado por un sentimiento de plenitud, reclinado en la silla con una ligera sonrisa en los labios, se apresta a dejar pasar el tiempo emprendiendo un lento y apacible viaje introspectivo, una meditación impremeditada (valga el extraño oxímoron) sobre el tiempo, la vida y sus circunstancias, siguiendo la estela de Louis-René des Forêts, una de las innumerables referencias literarias, filosóficas y, en general, culturales, que salpican un texto que rezuma sabiduría y erudición por su cuatro costados: Era grato pensar que podría entregarme con total tranquilidad al placer de contemplar algo en vivo sin necesidad de intervenir; lo único que deseaba era recluirme en un rincón rodeado del humo del tabaco, la música y las risas, pero a solas, para observar ávida y lúcidamente un espectáculo lleno de vida en el que me gustaría no tener que participar». Metafísica del aperitivo es el resultado de esa observación, una suerte de ensueño […] entre relato, poema y ensayo. El libre discurrir de la sensible inteligencia de Lévy-Kuentz salta de un tema a otro, se detiene aquí, profundiza allá, para alejarse, ligero, volando hacia un nuevo centro de interés. Alentada su curiosidad por los episodios del cotidiano acontecer que -en el fondo un voyeur- escruta con mirada perspicaz desde su atalaya, estimulado por la tenue, placentera y progresiva embriaguez -muy moderada y solo levemente “desbocada”, aunque sugerente, excitante- de la bebida (quizá una copa de brouilly, de chardonnay, de pinot noir o de petit chablis; al final será una de irancy), se abandona a la fantasía, a los sueños, a los recuerdos, en un proceso que tiene a la vez algo de conciencia extrema de sí mismo y de nebuloso olvido de su identidad. Se demora en el examen de sus manos apoyadas sobre los muslos (y su vida entera discurre en la remembranza de los muchos momentos en que ellas fueron protagonistas: de los juegos infantiles, del trabajo en el campo, de la escritura adulta, de las escenas amorosas: Unas manos que se deslizaron por entre los rizos sedosos de alguna amante que llevaba mucho tiempo casada con otro); observa a una pareja que se pelea y rompe abruptamente en la mesa de al lado (y entonces aflora la vasta cultura de nuestro espectador -¿Acaso el desdichado habrá citado a Franz Liszt? «Usted no es la mujer que me conviene, sino la mujer que quiero.» ¿O a Oscar Wilde? «Echan a perder todas las historias de amor intentando que duren para siempre.»- que lo conducirá a las reflexiones sobre el amor y la entrega, la posesión, las peripecias sentimentales; lo distrae el estruendo de una ambulancia que atraviesa el cruce con su horrible sirena. ¿Quién irá tumbado dentro y en qué estado? ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Su pronóstico vital será grave?; barre con la mirada las ventanas de enfrente e imagina la vida cotidiana que se desarrolla tras ellas: Los presentes, los ausentes, los demás. Y también, esas camas deshechas, esos cuencos de cereales olvidados en la cocina, esas escaleras enceradas, esas cortinas descoloridas, esos gatos ovillados, esos somníferos en las mesitas de noche, esas plantas suculentas llenas de polvo, esas obras de arte sin valor real, esas bibliotecas heterogéneas, esas habitaciones infantiles llenas de juguetes variopintos y esas escobas y plumeros en la oscuridad de los cuartos de la limpieza; elucubra, con un punto de exagerado disparate, altas dosis de conocimientos, ostensibles muestras de humor y una muy sugestiva mezcla de vitalismo y melancolía, sobre todo lo divino y humano: la construcción de la identidad, la difusa frontera entre ficción y realidad, la ridícula y colonizadora omnipresencia de los artilugios electrónicos; la absurda deriva de los tiempos (en una mirada algo apocalíptica pero no del todo desesperanzada: un siglo que ha alumbrado la penicilina y a Fred Astaire no puede ser malo del todo); para acabar su breve periplo en una “escena” final, que queda abierta y sin resolver, en una vuelta de tuerca postrera inesperada, sorprendente y que encierra una sombría amenaza que, obviamente, no puedo desvelar. Otra lectura muy aconsejable que defiende una visión de la existencia sosegada, lenta, reflexiva, pausada y tranquila, apacible y silenciosa, muy alejada, por desgracia, del mundo que nos ha tocado vivir. 

En esos mismos parámetros se inscribe la cuarta recomendación de este programa misceláneo, una coincidencia que ya es perceptible desde el mismo título del libro que ahora os presento: Alabanza de la lentitud, escrito por Lamberto Maffei, un venerable médico e investigador italiano, nacido en 1936. Se trata de un muy breve ensayo, a caballo de la ciencia y las humanidades -aunque el autor niega la diferencia entre los dos ámbitos-, publicado en Italia en 2014 y en nuestro país dos años después, bajo el sello de Alianza editorial y con traducción a cargo de Carlos Olalla Linares. 

Maffei ha llevado su desempeño científico en el campo de la neurofisiología, ejerciendo como profesor de Neurobiología e investigador en numerosas universidades italianas y extranjeras. Es, igualmente, miembro de la Academia Europea y de la Academia Estadounidense de Artes y Ciencias. Esta vertiente científica de su personalidad aflora de continuo en el libro, que, pese a su corta extensión y su carácter abiertamente divulgativo, está impregnado de referencias técnicas pertenecientes al dominio de la disciplina del profesor italiano, con menciones constantes al cerebro, a sus dos hemisferios, a las áreas en las que se procesan los distintos estímulos, las percepciones, los sentimientos y las ideas, a los mecanismos cerebrales que guían las reacciones del organismo humano. No obstante, pese a que sin ese conocimiento científico básico puede haber pasajes que resulten algo más arduos, el ensayo, aunque exigente, es asequible para cualquier lector con una cultura media y una disposición favorable hacia el aprendizaje. 

En un comienzo que encierra un homenaje explícito a Moby Dick -la cultura humanística de Maffei es sobresaliente y se manifiesta de manera constante entre las páginas de su obra-, el autor revela que, hallándose en Florencia por motivos de trabajo, tuvo tiempo para visitar el Salón de los Quinientos, la más destacada Sala del formidable Palazzo Vecchio. Allí, entre los imponentes frescos de Vasari (el encargo de decoración del lugar involucró, de entrada, a Leonardo y Miguel Ángel, pero ninguno de los dos pudo terminar la obra, siendo Vasari el responsable último de la ornamentación de la inmensa Sala), nuestro profesor descubrió en el techo unas extrañas imágenes. Se trata de unas tortugas -de una de las cuales se ofrece una fotografía en el libro- que llevan sobre el caparazón una enorme vela hinchada por el viento. Mirándolas atentamente, Maffei descubrirá también la leyenda que las acompaña: festina lente -“apresuraos con lentitud”- (un lema muy común, por cierto, en los relojes de sol, que os traje aquí antes de las vacaciones navideñas con el por muchos motivos extraordinario libro Diseño y construcción de relojes de sol y de luna, de Rafael Soler Gayá, aún presente en Radio Universidad a través de la serie de cuatro programas -esta semana ha salido al aire el segundo- que le estoy dedicando en mi otro espacio en la emisora, Buscando leones en las nubes). Ese hallazgo, y su simbolismo, evidente aunque algo ambiguo: la tortuga simboliza la lentitud; y la vela hinchada por el viento, la velocidad, propicia las reflexiones del autor (En un mundo que corre vertiginosamente, con lógicas muchas veces incomprensibles, se nos plantea con fuerza el problema de la lentitud, como una meta del pensamiento y del camino a recorrer. Caminar a mayor velocidad no equivale a conocer mejor lo que ofrece la vía y nadie quiere llegar antes al final de su propio camino) y constituye el desencadenante último de su libro, de cuyo propósito indisimulado da cuenta su título: una alabanza de la lentitud en un mundo acelerado y frenético: Cuando la realidad presente se traduce en correr hacia metas poco claras e incluso misteriosas, escribir tweets o sms, enterarse de noticias por la televisión sin tiempo de plantearse si se trata de una información verdadera o manipulada, me entran ganas de recorrer el tiempo en sentido inverso, huir de una cultura fundamentada en la rapidez de la comunicación visual y regresar al ritmo lento del lenguaje hablado y escrito

El estudio, partiendo de esa voluntad de pensar -y vivir- a contracorriente, se adentra desde este inicio en el terreno de la neurobiología, con la constatación de que el cerebro humano posee tanto mecanismos de respuesta al medio, ancestrales y rápidos, automáticos o casi automáticos, como otros más lentos aparecidos con posterioridad. Los primeros son en gran medida inconscientes; en cambio, los segundos son fruto del razonamiento. Los “engranajes” cerebrales del pensamiento rápido están vinculados a la supervivencia y se retrotraen a los albores de la humanidad, hace más de dos millones de años. En ellos -anclados, en general, en los genes, en la biología- predominaban las reacciones automáticas o semiautomáticas, porque el australopithecus debía responder con rapidez a los peligros que amenazaban su supervivencia. A ese ámbito pertenecen las respuestas del cerebro a entradas sensoriales, los reflejos “no condicionados”, innatos o no sometidos a la voluntad del hombre, como cuando vemos un tigre y huimos sin preguntarnos si no será una sombra inocua o cuando retraemos rápidamente un miembro porque ha recibido un estímulo doloroso. También se incluyen en esta categoría los “reflejos condicionados”, que son comunes muchas veces a miembros de una determinada sociedad, dependen de los usos y costumbres de un grupo de individuos y son importantes para la vida social, hasta el punto de constituir las bases de la llamada buena educación: al saludo de «buenos días» se responde por lo común en el mismo tono
 
Por el contrario, la segunda modalidad, el sistema lento, es propia de los animales superiores y se halla especialmente desarrollada en el ser humano; no es sólo un producto de la evolución biológica, sino también de la evolución cultural. El sistema lento es obviamente consciente, e inherente al control que ejerce el individuo sobre su propia vida, es decir, allí donde el contexto lo hace posible, es inherente a sus elecciones en cuanto al uso del tiempo a su disposición y a sus relaciones con otros seres humanos, con otros organismos y con el ambiente que lo circunda. A él pertenecen la estructuración temporal del pensamiento, la reflexión, la lógica matemática, el deseo de conocer la naturaleza y la medicina, la contemplación y la poesía. Y es ese universo el que Maffei quiere preservar ante la amenazante y excesiva supremacía actual de los mecanismos rápidos del pensamiento (el mundo moderno de la prisa, de los traslados, del consumismo y de la tecnología), que solo conduce a una vida estresante y desequilibrada. 

Y a tal propósito dedica su ensayo, que aborda recorriendo interesantes cuestiones como la importancia del ocio; el estudio de la plasticidad del cerebro; los mecanismos de la percepción del tiempo; los efectos neuronales de la edad y la vejez; el deterioro cognitivo acrecentado por los estresantes hábitos sociales actuales; la fundamentación neurológica del lenguaje y el pensamiento racional; el debate -actualmente desequilibrado en un sentido- entre lo analógico y lo digital y el auge de la inteligencia artificial (aunque el sintagma no aparece en su literalidad), con calas en la literatura y el cine -Frankenstein, 2001, Odisea en el espacio, Matrix- y en el arte -el cuadro de Leonardo da Vinci que representa a San Juan Bautista con el largo índice enhiesto-; la celeridad de nuestros días, marcados la fugacidad, la velocidad, la rapidez, el frenético progreso (hoy en día la ciencia, y sobre todo la tecnología, corren a tal velocidad y los productos se renuevan con tal rapidez que el ciudadano se ve obligado a darse prisa para ponerse al día y modificar su conducta aprendiendo nuevas técnicas en esotéricos manuales de instrucciones. Piénsese en la velocidad con que se renuevan los ordenadores, las tabletas, las televisiones, los móviles y en general las formas que adopta la comunicación, de modo que la percepción del tiempo se acelera y parece que los días son más cortos. El tiempo ha sufrido una aceleración y el final del camino llega antes; quizá por eso, al alargar la duración de la vida, la medicina nos ha dotado de más tiempo para recorrerla, para que tengamos la impresión de que el «paseo» dura lo mismo. Se ha producido una desarmonía entre el progreso de las técnicas y su metabolización, lo cual genera la ansiedad de la carrera por estar à la page, por ser modernos y a veces, pienso yo en los momentos de pesimismo, para morirnos antes. Incluso las relaciones afectivas se han hecho rápidas, con interrupciones frecuentes, y hasta los programas de gobierno a largo plazo son raros, porque predomina la resolución inmediata, de corto alcance, que se cambia en pocas semanas –al menos en Italia– y busca sólo el consenso), que conducen a la desaparición de la paciencia, a la pérdida de la memoria, a la preeminencia del mercado, a la bulimia del consumo, y a la anorexia de los valores, consecuencias -hijos- del pensamiento rápido; las negativas repercusiones de todo ello en la enseñanza, con la sobredimensionada relevancia de la instrucción tecnológica y la postergación de las materias y los estudios humanísticos; la importancia de la creatividad, encarnada en artistas y científicos; las conexiones entre el pensar y el comer, con una breve incursión en el universo slow también en la cocina, como réplica a la enfermiza fast food

Pese al enfoque académico y discreto, ponderado y ecuánime, Alabanza de la lentitud encierra un firme alegato contra las urgencias de esta era digital, como puede observarse en este texto que Maffei incluye en las páginas finales de su libro: En efecto, el pensamiento rápido, tan importante para eludir los peligros, puede enmascararse y convertirse en un embeleco, en una sirena que nos dirige a metas inexistentes, cuyo canto, difundido por los medios, resulta fascinante para algunos, aunque para otros, entre los que me cuento, parezca irracional y absolutamente carente de poesía. Hay que atarse al palo mayor, como Ulises, y tapar con cera los oídos de todos los que pudieran desatarnos, para oír el canto de las sirenas sin que nos conduzca a la ruina. Pero este es ya un acto del pensamiento lento, de la crítica, de la reflexión. El éxito evolutivo de los hombres rápidos traería la desaparición de todos los actos considerados inútiles, como la contemplación, la poesía y la conversación por el placer de charlar, y traería también un arte nuevo, el de la rapidez, donde la poesía sería un tweet y la pintura una pincelada

Para cerrar esta ya desmesurada reseña (de la que voy a descartar otra media docena de títulos que me gustaría recomendar, todos propuestas muy singulares que encajarían en el carácter heterogéneo y misceláneo que impregna la emisión) quiero recomendaros tres libros más, dos de textos breves, de carácter y propósito aforísticos, y un tercero epistolar, para que no se diga que en mi amplia serie de propuestas pre y post navideñas no están representados casi todos los géneros. Empiezo con un “antidiccionario”, si cabe el término. Se trata de Verbolario, el sorprendente best-seller (modesto en su éxito, teniendo en cuenta la naturaleza algo excéntrica de su planteamiento; aunque de amplia e inequívoca relevancia, concitando el apoyo entusiasta de creadores tan significados como Fernando Aramburu, Laura Fernández, Ana Iris Simón, José Luis Garci, Sergio del Molino, Juan Gómez-Jurado o Jesús García Calero, todos colaboradores habituales de los diarios El País y ABC, en una muestra del extenso arco en el que pueden encontrarse sus admiradores), escrito por Rodrigo Cortés y presentado en septiembre de 2022 por la editorial Penguin Random House. 

Rodrigo Cortés, gallego de nacimiento pero vinculado a Salamanca desde muy pequeño, es director, productor y guionista cinematográfico, con una carrera de destacada repercusión en Hollywood (ha trabajado con Robert de Niro, Sigourney Weaver, Ryan Reynolds o Uma Thurman), y también escritor, con un par de novelas y otros dos libros misceláneos en su haber. 

Yo llevo leyendo a Rodrigo Cortés muchos años, desde que, hace casi ocho, el 1 de agosto de 2015, empezó a colaborar diariamente en el ABC (periódico que yo compro los sábados, por su formidable suplemento cultural), con sus mínimas y muy peculiares definiciones. Cada día, durante un total de dos mil quinientos, Cortés dejaba huella de su ingenio, presentando una palabra común del diccionario pero dándole la vuelta, quebrando su literalidad, abriéndola a extrañas conexiones ocultas, mostrando su otra cara, forzando su interpretación previsible, desbrozándola, eliminando los elementos consabidos, esperables, de su significado “normal” y desvelando sus secretos; imaginando para ella, en una operación entre lúdica y poética, teñida siempre de un sutil e inteligente humor, otras acepciones impensadas, otros sentidos insospechados, que a la luz de su inteligente mirada se revelan más exactos, más sabios, más verdaderos que los originales que aceptamos en su uso cotidiano. Como señala el propio autor en su ilustrativo prólogo: Ocho años —y los que Apolo disponga— de desnudar palabras, de esquivar su significado común para tratar de alcanzar el verdadero

Esas colaboraciones, esas dos mil quinientas palabras, que con paciencia y perseverancia infinitas, ha ido pergeñando Cortés a lo largo de estos años, integran ahora Verbolario, una maravilla también desde el punto de vista formal, un volumen bellísimo, exquisitamente editado, a tres colores, con magníficas ilustraciones de Raúl Lázaro (que, por sí solas, merecen la compra del libro), con tapas duras y un formato acogedor, que cabe en una mano, al modo de los breviarios eclesiásticos. Las singulares “versiones” recogidas brotan como radiantes fogonazos, brillantes aforismos, lúcidos relámpagos, destellos reveladores, intuiciones esclarecedoras, iluminadores análisis, pese a su brevedad, de esa otra realidad que no se nos muestra habitualmente y que el rutinario empleo de los vocablos acaba por ocultar. En cada una de sus definiciones hay humor, perspicacia, ingenio, creatividad, ironía, juego, poesía, filosofía, misterio, crítica, atrevimiento, talento, sátira, imaginación, lucidez, provocación y, en último término, verdad. 

Las influencias de Verbolario son múltiples y muy notorias: las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, los sorprendentes hallazgos del surrealismo, los humoristas del absurdo, muchos de ellos españoles, el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, mencionado en las páginas preliminares del libro, en las que el autor da cuenta de la azarosa génesis de su innovador proyecto, con la decisiva intervención y la presencia tutelar de Isabel Vigiola, viuda de Antonio Mingote. Tras ese preámbulo, Cortés ofrece un sucinto Manual de uso en el que, pese a afirmar que quizá querría que el amable lector atravesara este libro partiendo de su cabo exacto hasta morir en el rabo, de la A a la Z, sin saltarse siquiera la Ñ, que sobra en tantas lenguas, acaba por aceptar que Verbolario admite muchos acercamientos distintos, tantos como lectores: el mero picoteo, el saltar de aquí allá, el abrir el libro al azar, el exhaustivo y el fragmentario, el intermitente y el continuo, el esporádico y el constante; incluso el “no acercamiento”: Podría también suceder que el lector hubiera comprado el libro para regalo, y allá penas. O que lo hubiera adquirido por error. O por si acaso

Yo voy a ofreceros ahora, en consonancia con lo exiguo del tiempo que ya me resta para cerrar la reseña, diez palabras seleccionadas -casi al albur- del inmenso universo que encierra este inagotable Verbolario

Amor: Cordialidad fuera de control. 
Nunca: Jamás.//2. Tal vez.//3. Enseguida.//4. Acabo de hacerlo. 
Egocéntrico: Quien pudiendo pensar en mí, piensa en sí mismo. 
Marido: Futuro exmarido. 
Verdad: Mentira aprobada a mano alzada. 
Pregunta: Afirmación con entonación ascendente. 
Héroe: Carnicero que está de nuestro lado. 
Creer: Elegir la mejor verdad entre las diez o doce disponibles. 
Vaso: Polideportivo para moscas. 
Ilusión: Esperanza de los ciegos al peinarse. //2. Virtud del votante risueño, que cree que en una chistera cabe un conejo. 

De modo ya más breve, dos comentarios finales para otros tantos libros. En edición de Ricardo Álamo, responsable también de la selección y prólogo, la sevillana editorial Renacimiento presentó, hace ahora un año, Mil aforismos sobre el amor y otras pasiones, de título explícito que evita, casi, cualquier aclaración. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona, colaborador literario en prensa, autor de microrrelatos y prolífico escritor, con casi una decena de libros, Álamo recoge esa alta cifra de pensamientos, máximas y sentencias entresacados de la obra de más de un centenar de autores antiguos y modernos (Platón, Da Vinci, Santa Teresa de Jesús, Madame de Staël, George Sand, Jane Austen, Emily Dickinson, Nietzsche, Proust, Colette, Picasso, Stefan Zweig, Groucho Marx, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar, Marilyn Monroe, Nabokov, María Zambrano, Andy Warhol, Cioran, Cortázar, Houellebecq, Patricia Highsmith, Josep Pla, Carmen Martín Gaite, Soledad Puértolas, José Luis García Martín, Andrés Trapiello, Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Miguel d’Ors, Manuel Neila, Juan Bonilla, Elvira Lindo, entre otros muchos de su heterogéneo listado, que se recoge, en las últimas páginas del libro, en un índice onomástico, junto a otro de palabras “clave”, repetidas en los textos, y una abundante bibliografía consultada). La mayoría de las reflexiones giran sobre el amor -en ocasiones de un modo tangencial- en sus múltiples vertientes: como exaltación feliz, goce alegre e ilusionada atracción entre los sexos; como sufrimiento y dolor; como enajenación, desequilibrio y locura; como entontecimiento y desdicha; como desvarío y desatada pasión; como pulsión egoísta y desinteresada entrega; como, en definitiva, luz y sombra, ventura y desventura. La temática de los apotegmas es también muy variada: celos, fidelidad, ilusiones, erotismo, delirios, encandilamientos, felicidad, angustia, deseo, y en ellos comparecen otros aspectos trascendentales de la vida humana que van más allá de la pasión amorosa: la muerte, las mentiras, el odio, la esperanza, los secretos, la soledad o la verdad. Un libro muy interesante, del que, como del de Heather Christle y el de Rodrigo Cortés, ofreceré una amplia muestra en una serie de programas de Buscando leones en las nubes que serán radiados en los meses próximos. Ahora, tan solo dos ejemplos perfectos: Es mejor haber amado y perdido que no haber amado nunca, de Alfred Tennyson; Cada vez que uno ama es la única vez que ha amado. La diferencia del objeto no cambia la singularidad de la pasión, simplemente la intensifica, de Oscar Wilde. 

Y con el amor cerramos, esta vez con el que se manifiesta a través del género epistolar. En 2014, la editorial Salamandra publicó Cartas memorables, un formidable libro de Shaun Usher (que tendría una suerte de continuación años después, con un volumen de estructura y planteamiento similares, aunque con un objeto distinto, Listas memorables) en el que el británico recopilaba ciento veinticinco cartas, de todo tipo, tanto de gente anónima como de personajes célebres de la Historia, una obra que yo reseñé aquí en enero de 2016. Salamandra ha seguido la estela de aquella exitosa publicación presentando, en febrero del año pasado y con la traducción del inglés de Rita da Costa, Amor. Cartas memorables, un pequeño librito, del mismo autor, que recoge treinta y una cartas de amor de diversas figuras del arte, la literatura y la cultura en general, como John Steinbeck, Simone de Beauvoir, Ludwig van Beethoven, Napoleón Bonaparte, Jorge Luis Borges, Johnny Cash, Frida Kahlo, Nelson Mandela, Vladimir Nabokov y Evelyn Waugh. 

A pesar de que son varias las referencias musicales incluidas en El libro de las lágrimas -Belle and Sebastian, Joy Division, The Smiths, David Bowie- e innumerables las de Todas las canciones tristes, elijo fuera de ellas, sin embargo, mi propuesta musical de esta tarde. Quiero despedir el programa con un tema desgarrador de Antony and The Johnsons, River of sorrow. Su música, emotiva y estremecedora, bellísima, es el complemento perfecto a una de las cartas del libro de Shaun Usher que os dejo como clausura de esta desmesurada emisión. 

Escribe el autor como preámbulo a su conmovedor texto: Hay más de 90.000 personas sepultadas en el cementerio de Mount Auburn, en Massachusetts, un hermoso y extenso jardín que se abrió en 1831. Grabada en una de las lápidas, puede leerse la carta que una mujer le dejó a su marido al morir. Estas son sus palabras: 

[Fecha desconocida] 
Mi adorado Sumner: 

    Siento mucho haber tenido que irme, simplemente llegó mi hora. Tú siempre fuiste el más fuerte de los dos: yo jamás habría podido sostener el timón como tú lo has hecho en aguas tan devastadoras y oscuras. En mis últimos días, te comportaste como ya imaginaba que lo harías: impecablemente. 

     He abandonado el escenario, pero a ti nunca te dejaré. Estoy en miles de lugares que siempre serán nuestros: búscame en los atardeceres, en esos que reúnen la luz del día soñoliento con las nubes rosadas del cielo del oeste. Ésos son mis atardeceres, no los tuyos. Vive, mi adorado Sumner, disfruta de cada onza de amor que todavía tienes por dar. No cuestiones esa ansia que aún habita tu cálido y palpitante corazón. 

      Y si te sientes solo, búscame: estoy aquí, en el atardecer. Escucha atentamente y yo te susurraré una bendición. 

       Tu enamorada para siempre 
 
                                                                                                               Emmie

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Regalos posnavideños II