ALBERTO ROYO. CONTRA LA NUEVA EDUCACIÓN
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca comparece aquí, una semana más con este último programa de un mes de septiembre que hemos dedicado en su integridad a libros relacionados con la educación.
Desde la aprobación de la LOGSE, la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, llevada a cabo por el entonces gobierno socialista en un ya lejano 1990, en nuestro país hemos asistido -especialmente en los claustros de profesores y en el seno de la comunidad educativa, aunque también fuera de ella, en medios de comunicación y círculos culturales, entre políticos e intelectuales- a un muchas veces agrio debate entre quienes defienden dos visiones contrapuestas de la enseñanza (desde muchos puntos de vista, el asunto más importante de los próximos cincuenta años para nuestra sociedad; de ahí la trascendencia de la controversia), a las que podemos denominar, en una simplificación reduccionista -y en el fondo inexacta- pero que permite entendernos de entrada, “tradicional” y “moderna” respectivamente.
La primera de ellas sostendría el obligado mantenimiento en la enseñanza de valores que desde siglos han demostrado su eficacia práctica y su, por así decirlo, superioridad moral universal; unos principios que, en la opinión de los defensores de estas tesis, habrían desaparecido del sistema educativo actual: el reconocimiento del mérito y la capacidad; la importancia del esfuerzo y el trabajo, el rigor y la exigencia intelectuales; el respeto a la autoridad del profesor; el énfasis en la adquisición de conocimientos sólidos como piedra angular de la enseñanza; la potenciación de la memoria; la necesidad de un uso prudente pero también desacomplejado de la disciplina; la irrenunciable y democrática igualdad de “salida” de todos los estudiantes unida al fecundo elitismo de “llegada”; el reconocimiento a los mejores, a los más laboriosos y a los más dotados frente a incapaces y vagos; la indispensable aspiración a la excelencia y el alejamiento de la mediocridad; la recuperación en las aulas de la paciencia y la humildad, el estudio y la atención, la tenacidad y el sacrificio, la voluntad y el afán de superación, sin cuyo concurso nunca ha sido posible aprender... De este lado del metafórico cuadrilátero se sitúan -al margen de la discusión estrictamente profesional entre docentes- destacados intelectuales, escritores, filósofos o catedráticos -Fernando Savater, Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte, Emilio Lledó, Adela Cortina, Félix de Azúa, por citar solo a algunos de los más conspicuos-, que se manifiestan reiteradamente en los medios de comunicación defendiendo los postulados antedichos y criticando el deplorable estado de nuestra enseñanza. Negar la legitimidad de sus pronunciamientos, el indudable acierto de bastantes de sus tesis y la mucha razón que en ellas subyace parece insensato.
En el otro extremo nos encontraríamos a quienes, guiados por idéntico afán de mejorar el estado de nuestra educación, parten de premisas aparentemente opuestas. El mundo es cada vez más complejo, sostienen con obvio realismo, cambia aceleradamente (unos cambios que en síntesis afortunada Alessandro Baricco ha descrito de este poético modo: la superficie en vez de la profundidad, la velocidad en vez de la reflexión, las secuencias en vez del análisis, el surf en vez de la profundización, la comunicación en vez de la expresión, el multitasking en vez de la especialización, el placer en vez del esfuerzo), y algunas de las manifestaciones de esta auténtica “convulsión” social, cultural y hasta -casi- antropológica, inusitada en nuestra pequeña historia como especie, como son el exponencial desarrollo tecnológico y la generalizada introducción de los dispositivos electrónicos en todas las facetas de nuestras vidas, la irrefrenable aceleración de los tiempos, la reformulación del ocio, los cambios de las relaciones y los hábitos sociales, los nuevos modos de entretenimiento, el replanteamiento de la concepción clásica de la familia, las transformaciones en el trabajo, el crecimiento global y uno de sus corolarios más relevantes, el incremento de la “interdependencia” entre personas y pueblos, la facilidad y el consiguiente aumento de los desplazamientos, el desarrollo de las formas, medios, sistemas, protocolos e instrumentos de comunicación, la multiplicación de las vías de acceso a la información y la disponibilidad universal de las fuentes de conocimiento, por citar solo algunas de las más significativas, repercuten inevitablemente en el ámbito escolar, hasta el punto de que hacen indispensable una renovación profunda -una “revolución”- en todas las vertientes de la realidad educativa: los objetivos y el propósito último de la enseñanza; las competencias y habilidades que los alumnos deberían alcanzar; la selección de contenidos que resultarían relevantes en la sociedad del presente y, sobre todo, del futuro; los métodos educativos más eficaces de cara a la consecución de los logros pretendidos en esos entornos -escolares y sociales- tan novedosos; la consideración de distintos modos de concebir los espacios y los tiempos de la enseñanza; la necesidad de la evaluación y los momentos, procedimientos e instrumentos más convenientes para llevarla a cabo; la atención a la diversidad de un alumnado progresivamente más heterogéneo; la transmisión de valores que den a la enseñanza una dimensión que supere a la mera instrucción, y tantos otros… En este sector se alinea -y de nuevo hago abstracción de las filias y fobias que puedan suscitar sus planteamientos entre los docentes “de a pie”- otro amplio contingente de pensadores -casi todos, en este caso, vinculados al ámbito académico-, como pueden ser, con diversos matices en la “adscripción”, José Antonio Marina, Mariano Fernández Enguita, Víctor Pérez Díaz, César Coll o Elena Martín, en nuestro país, y Ken Robinson, Mark Prensky o Roger Schanck, por mencionar algunos de los más conocidos de entre los extranjeros. Resulta innecesario subrayar que, como en el caso anterior, la mayor parte de sus afirmaciones y propuestas son muy atinadas y pertinentes, compartiendo, en cualquier caso, con sus oponentes en las “filas” contrarias, ya se ha dicho, idénticos nobles fines y bienintencionados propósitos.
A mi juicio, pues, y yendo al fondo de los respectivos enfoques (dos “tendencias” solo opuestas en la superficie, pues en mis casi cuatro décadas de experiencia docente, en secundaria y la universidad, no he encontrado nunca a nadie con una mínima solvencia intelectual -aunque es cierto que ignorantes, aprovechados, chapuceros e indocumentados afloran por doquier, no importa cuales sean su ideología, visión del mundo o interpretación de la realidad- que no suscribiera simultáneamente lo esencial de ambos planteamientos), la principal discrepancia entre ellos reside en el distinto modo de entender la misión esencial de la educación y, dentro de ella, del profesorado. Siendo el profesor, en esencia, un “pontífice”, alguien que establece “puentes” entre la ignorante “barbarie” externa a la ciudadela del conocimiento, y el privilegiado reducto de civilización y saber que representa el interior de la escuela, la así llamada concepción tradicional de la enseñanza propondría una operación de “afuera hacia adentro”, mediante la cual los alumnos sin “desbravar” debieran ser los que dieran, con su esfuerzo y entrega, los pasos necesarios para atravesar el puente y aproximarse al territorio de la educación y la cultura, cuya defensa y preservación garantizaría la figura del profesor; mientras que la “facción” renovadora o modernizadora de la enseñanza abogaría por un movimiento de “adentro hacia afuera”, en el que serían las instituciones -y sobre todo el docente- los que deberían transitar ese puente simbólico para, una vez en la orilla “enemiga” (la de la desinformación y la falta de motivación, la de la ignorancia y la estulticia, la de la desidia y la superficialidad, la del disfrute inmediato y la facilidad), atraer a sus estudiantes al benéfico espacio de la formación y la sabiduría.
Si el debate se planteara en estos términos, como una respetuosa y dialogante confrontación entre modos de “explicar” el mundo, concepciones de la realidad, tesis teóricas, argumentos técnicos, soluciones prácticas o, en definitiva, distintos pero legítimos modos de entender el hecho educativo, la polémica que pudiera suscitar no excedería del ámbito académico y universitario y en él se resolvería. Pero aun siendo cierto que las extraordinarias repercusiones -culturales, sociales, económicas, políticas- que tiene la educación en la vida de las naciones -y sobre todo en la de sus ciudadanos-, los múltiples intereses a los que afecta y la considerable carga ideológica que conllevan los diferentes modelos propugnados dotan a las opiniones en materia educativa -sean cuales sean- de una enorme potencialidad conflictiva y pueden, por tanto, enconar una discusión que, en principio, debiera producirse en espacios y con medios más racionales y apacibles, no resulta fácilmente entendible que, al menos en nuestro país, el enfrentamiento “racional”, la contraposición argumentada y sensata de ideas convenientemente fundamentadas haya dado paso -sobre todo por una de las dos fuerzas en liza- a la desconsideración y el insulto al “adversario”, al menosprecio y la descalificación de quien no piensa del mismo modo, a la ridiculización del discrepante y la ofensa a quien sostiene tesis que no se comparten, sumiendo ese indispensable debate sobre la educación -tan necesitada de soluciones de consenso- en un clima de banalización y trivialidad, de apriorismos seudocientíficos y opiniones infundadas, de aseveraciones dictadas por el impulso primario o la intuición indemostrada, de dictámenes rotundos cuya única prueba de consistencia reside en lo categórico de su formulación, en un contexto tan cercano al griterío y la trifulca a los que por desgracia nos tienen tan acostumbrados nuestros políticos y periodistas que las perspectivas de un cambio que, por fin, lleve la educación en España a los niveles que la cordura y la moral compartida, que la economía y el progreso social, que la inteligencia y las legítimas aspiraciones de crecimiento de los españoles exigen, se vislumbran muy remotas.
Y en este espacio de furibunda exaltación emocional se inscribe el libro del que hoy -ya brevemente- quiero hablaros, Contra la nueva educación, escrito por el profesor de secundaria Alberto Royo, presentado por Plataforma Editorial y prologado por Antonio Muñoz Molina con unas inmejorables intenciones pero con una sorprendente falta de información en un escritor -un intelectual, un pensador- tan riguroso y ejemplar, tan lúcido, tan atinado siempre en sus juicios y opiniones como es el escritor jienense. Y ello es así -la inclusión del libro en este a mi juicio deleznable y poco solvente movimiento del exabrupto y de la crítica formulada sin un cabal y sólido conocimiento de lo que se defiende desde el otro lado de la “trinchera”- porque, pese a que Royo confiesa ya desde la introducción -y persiste en ello hasta el último de los tres epílogos de su obra- que su pretensión es la defensa de sus tesis con argumentos y que desea que la lectura de su libro soliviante y suscite debate pero no que resulte agresivo ni ataque u ofenda a aquellos contra cuyos esquemas escribe, solo dos líneas después de esta afirmación, llama a sus oponentes visionarios, iluminados y farsantes, en un preámbulo (todo cabe en siete escasas páginas) en el que, además, desliza calificativos -siempre con los mismos destinatarios, todos ellos aquejados de diletantismo educativo- como embaucadores, listillos, vendedores de felicidad, telepredicadores de la ignorancia sublimada, dispensadores de placebos pedagógicos, charlatanes, agentes patógenos, acusando a quienes no piensan como él de perpetradores de ocurrencias, hallazgos terminológicos, innovaciones insensatas, supercherías, propuestas excéntricas, culpables de sumir a la educación -y al país entero- en un apocalíptico estado de regresión intelectual, buenista, antiilustrado, facilista, populista, bobalicón, profundamente reaccionario, en el que se defendería el igualitarismo en la mediocridad, el desprecio del conocimiento, la desconsideración hacia el esfuerzo y la aversión al mérito. Como se ve (¡¡ya solo en la introducción!!), una peligrosa pendiente de improperios (y un intelectualmente inadmisible juicio de intenciones) en la que ya había incurrido mi estimado (y lo seguirá siendo, su criterio en estas cuestiones deformado -a mi juicio- por la falta de información) Muñoz Molina en un prólogo en el que afloran términos como pseudoexpertos, charlatanes, brujos, gurús, sanadores, astrólogos y otros similares para referirse a quienes -en su opinión- han desbaratado nuestro sistema educativo. (Por poner un solo ejemplo de la relativa “miopía” del por tantas razones admirable académico y de la imposible traslación al presente de sus valiosos referentes educativos, véase este dato, ofrecido por el catedrático Fernández Enguita: en la época de la segunda República, bajo la inspiración de la Institución Libre de Enseñanza, tan querida y elogiada -con razón- por Muñoz Molina, había en España 2.526 profesores de secundaria y 49.168 maestros; la cifra actual, sumando ambos cuerpos, sobrepasa los setecientos mil. ¿Cabe -a partir de estos datos- predicar en nuestros días como hacen los “tradicionales”, así, a priori y sin ningún análisis, la autoridad y el prestigio, la altura intelectual y el respeto moral que sin duda merecía la figura venerable del profesor republicano, para la masa indiscriminada de los profesores de hoy, normalmente mal formada de inicio, seleccionada en unas oposiciones disparatadas e injustas y que jamás rinde cuentas de su trabajo? Le sorprendería a Muñoz Molina leer la prosa “cotidiana” de muchos profesores de secundaria, plagada de faltas de ortografía y anacolutos, carentes en numerosas ocasiones sus perpetradores de la más mínima capacidad para expresar las propias ideas (de haberlas) ¿Son los propósitos y la metodología, los contenidos y las prácticas, los ritmos y los procedimientos de una escuela tan radicalmente distinta extrapolables -como parece defenderse de modo un tanto acrítico y superficial- a la institución escolar en el siglo XXI?).
Y con este enfoque tan profundo, argumentado y “constructivo”, y siguiendo la línea marcada por su admirado Moreno Castillo (cuyo último libro presenté hace siete días y al que Alberto Royo cita de continuo y menciona de forma elogiosa en sus agradecimientos finales), el autor sigue repartiendo mandobles a diestro y siniestro a lo largo de los ocho capítulos y los tres mencionados epílogos del libro, en los que desarrolla su pretensión de desenmascarar a la legión de chamanes (también pedabobos o pedagogós, en otras supuestamente ingeniosas muestras de su profundidad de análisis y su bondad de intenciones) que imponen sus dicterios en los centros de enseñanza, los que prefieren una sociedad imbécil a la que dominar con comodidad, los que prefieren que el derecho al ascenso social sea un derecho restringido, un privilegio, sacando a la luz las absurdas mixtificaciones seudocientíficas con las que los miembros de la recurrente Secta nublarían la conciencia de profesores pusilánimes que se dejan llevar por la corriente imperante (en el paroxismo de esta actitud de descrédito hacia quienes defienden otros modelos educativos llega a decir de César Bona, el maestro español recientemente “finalista” en el prestigioso Global Teacher Prize por su innovador y exitoso buen hacer profesional: tengo la sensación de que se le está utilizando (o quizás él se ha prestado a ello, lo desconozco) para imponer el “modelo de docente de consenso” con el que puedan estar de acuerdo todos los mandamases educativos), y revelando, tras la constante y superficial crítica a unas tesis que no conoce en profundidad y que, en consecuencia, son presentadas -sin acudir jamás a unas fuentes originarias, que, insisto, evidentemente no ha leído-, a partir de fragmentos descontextualizados, retazos de programas televisivos, declaraciones en prensa -todos ellos forzosamente imprecisos y protagonizados, además, en muchos casos, por personajes menores, poco relevantes y nada significativos del estado real de la investigación en pedagogía- y multitud de anécdotas, ocurrencias, simplezas, chascarrillos, generalidades y burdos tópicos de sala de profesores, revelando, digo, las grandes, infalibles, intemporales, sencillas e indiscutibles verdades de la enseñanza, mágicas reglas de oro capaces, de ser correctamente observadas, de solucionar para siempre los problemas de la educación del mundo que viene: Yo pongo a mis alumnos a es-tu-diar [un doble sic de sorpresa por la afirmación y el despreciativo “silabeo”]; Porque el método [para enseñar] no consiste en otra cosa que ser profesor [sic eufórico por el hallazgo tautológico]; Cuando un profesor cierra la puerta de la clase, ahí, nadie lo gobierna [de nuevo un sic, escandalizado esta vez, por el descarado elogio de la irresponsabilidad (o de la sola -y difusa- responsabilidad ante uno mismo)]; Premio o reconocimiento a quien se esfuerce o destaque; sanción o reprobación a quien no lo haga [sic desconcertado por no haber yo previsto, tras tantos años de profesión, que la solución a la compleja dificultad de la enseñanza estaba -como la carta de Poe- tan claramente a la vista]; (Sorprende, por cierto, a propósito del carácter falsamente científico de los fundamentos teóricos de las disciplinas universitarias “renovadoras”, el uso por Royo -en una solitaria ocasión, eso sí- de algunos estudios de psicólogos y neurocientíficos que demuestran la profunda conexión entre lectura y desarrollo cerebral; creyendo, además, que lo hace pro domo sua, por cuanto los “expertos” del “enemigo” estarían, ignorantes despiadados, abogando por la prohibición de la lectura en los centros de enseñanza).
Y así, bajo el látigo fustigador de Alberto Royo van “cayendo”, una a una, como indefensos bolos ante la llegada de su implacable némesis esférica, todas las ridículas preocupaciones teóricas -auténticos parásitos del pensamiento; de hecho, el autor presenta el libro como un compendio de algunas de las variedades de parásitos más peligrosas representadas en los principales dogmas pedagógicos posmodernos, y de ese modo, con los nombres de algunos de estos organismos, titula cada capítulo- con las que la pedagogía ha entretenido su vacuidad y dilapidado su infecundo tiempo en las últimas décadas: la educación en valores, la creatividad, la innovación, el plurilingüismo, la atención a la diversidad, los métodos didácticos renovadores, la presencia de las tecnologías en las aulas, la inteligencia emocional o la vinculación de la enseñanza con la empleabilidad y el mercado laboral. Por el camino, Royo no escatima invectivas -casi siempre ad hominen, ante el más que previsible desconocimiento de la obra, como ya he aventurado- contra los charlatanes, un término que designa un totum revolutum que incluye a, en efecto, escritores de endeble fundamento teórico y cursilería rampante como Paulo Coelho (el cual, por cierto, y como es obvio, no constituye una fuente de referencia en ni uno solo de los muchos textos pedagógicos con “consistencia” doctrinal y científica), pero también a autoridades académicas de prestigio internacional, doctores y catedráticos universitarios con décadas de contrastada investigación y sólidas publicaciones a sus espaldas, como Sir Ken Robinson o Mark Prensky y hasta el pobre, bienintencionado, competente y admirable divulgador… ¡¡Eduard Punset!! (sin que el autor se ahorre el previsible chiste sobre el pan de molde, en un ejemplo paradigmático del tono de su obra).
En fin, leed, claro está, este Contra la nueva educación, de Alberto Royo, aunque solo sea para ampliar la perspectiva si os interesa el fenómeno educativo, a mi juicio uno de los cuatro o cinco temas básicos del debate público en las próximas décadas. Así lo he pretendido también yo en estas cuatro semanas dedicadas al asunto en el mes de septiembre, en el que con una inmerecida voluntad de equilibrio (inmerecida para uno de los “contendientes”, incapaces sus representantes de análisis profundos o propuestas consistentes) os he presentado dos libros de cada una de las “tendencias”, por así llamarlas, mayoritarias en nuestro país en relación con el mundo de la enseñanza. Ampliar la perspectiva, he dicho, y solo eso, porque si hablamos de reflexión, de estudio, de investigación, de exigencia intelectual, de premisas bien fundamentadas, de proyectos realistas, de experiencias conocedoras del mundo -no solo el educativo- en que vivimos y, por tanto, ajustadas a los tiempos, me temo que las tesis “tradicionales” deben buscarse defensores mucho más solventes y rigurosos que los que se vislumbran entre las superficiales páginas de Alberto Royo y Ricardo Moreno Castillo.
The Headmaster ritual, una espléndida canción de The Smiths, grupo de culto de los 80, cierra por hoy nuestro espacio. Su descarnada visión de los aspectos más brutales de la educación tradicional la hacen muy ajustada al tema del debate, aunque es evidente que los postulados de Alberto Royo están muy lejos -por fortuna- de los planteamientos en ella implícitos.
Hablar de lo inmediato, lo cómodo y lo atractivo es mucho más sugerente que recurrir a conceptos como «esfuerzo», «constancia» o «dificultad». Por eso triunfan la «educación fast food» y la «felicidad low cost». Por eso la televisión, la radio, la prensa escrita y la digital actúan de altavoces de embaucadores y listillos que tratan de engatusar al incauto y despachar su poción mágica explotando la ausencia de criterio de la clase política o beneficiándose de corruptelas a mayor o menor escala. Dada la desigualdad de condiciones en la que unos y otros nos encontramos a la hora de defender nuestros planteamientos, debemos comprometernos y combatir en la medida de nuestras posibilidades la ola antiilustrada y mentecata que nos azota, la preocupante regresión intelectual que estamos viviendo. Debemos afanarnos en virar, firmes en nuestras convicciones y seguros de que nuestra causa, la educación pública, es justa, «noble, pero imperfecta», como bien dijo el filósofo Gregorio Luri.
Este libro es mi modesta aportación a la causa. Parto de dos ideas que entiendo que marcan la línea hegemónica de la enseñanza actual: por un lado, la aclamada novedad, que otorga licencia para juzgar (al profesor) y para imponer modas y tendencias sin mediar siquiera la imprescindible reflexión; por otro, la concesión de la categoría de «experto educativo» a quien no lo es. No veo, solo, en todo esto una motivación económica (lo nuevo vende –es, pues, negocio– y lo viejo no). Observo en nuestra sociedad (y por supuesto en la educación) una apuesta por lo elemental, lo corriente, lo vulgar, lo superficial y una ofensiva constante contra la cultura y el conocimiento. Vendedores de felicidad, telepredicadores de la ignorancia sublimada y dispensadores de placebos pedagógicos que se esfuerzan por convencernos de los efectos curativos de sus métodos, campan a sus anchas y son tenidos en cuenta más que quienes opinan de forma discreta, seria e ilustrada. De una u otra forma, por interés mercantil o por deseo de imponer la indigencia intelectual, la enseñanza se nos muestra como un organismo debilitado por las infaustas reformas y contrarreformas educativas y por el daño producido por determinados pedagogos y charlatanes que, ante la imprudencia de una Administración educativa (da igual de qué ideología) ofuscada por lo políticamente correcto y condicionada por sus prejuicios ideológicos, ha visto disminuidas sus defensas hasta quedar expuesto a los numerosos agentes patógenos que sin ninguna piedad atacan el sistema con la intención de someterlo y vivir a su costa.