Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de octubre de 2017


MARGARET ATWOOD. EL CUENTO DE LA CRIADA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro que desde hace meses aparece por doquier en suplementos literarios y revistas especializadas, en internet y en los medios de comunicación tradicionales, con ocasión del estreno el pasado mes de abril en Estados Unidos -y en este planeta globalizado eso es sinónimo de en el resto del mundo- de una serie, una exitosa serie, basada en él. Temo por tanto que vuestro más que probable y exhaustivo conocimiento del fenómeno haga innecesaria esta reseña. Aunque, por otro lado, “temer” no sea quizá el verbo idóneo porque… ¡¡estoy tan acostumbrado al hecho de que el programa y, consecuentemente, mis comentarios sean superfluos y estériles y a nadie le interesen…!!

Yo leí El cuento de la criada -probablemente habéis adivinado que hablo de ella-, la novela de la canadiense Margaret Atwood, hace treinta años, cuando se publicó en nuestro país en la editorial Seix Barral. Más allá de una somera idea general acerca de su argumento y de su futurista ambientación, mis recuerdos sobre el libro eran hasta hace poco más bien difusos y evanescentes, sin que guardase memoria no ya solo de sus aspectos literarios o sus pormenores técnicos, sino incluso del efecto que su lectura pudo haber causado en mí entonces. Cuando, tras la enorme repercusión de la serie, la editorial Salamandra ha vuelto a presentarla en ese mismo mes de abril de su estreno televisivo, la he releído y, ahora sí, la emoción, las impresiones, las apreciaciones, las reflexiones que me ha provocado son muy nítidas e intensas, además de extraordinariamente positivas, por lo que, llevado por el entusiasmo suscitado por este reencuentro, me lanzo a proponeros con pasión la inmersión en el universo creado por Margaret Atwood, tanto en su vertiente literaria como cinematográfica, pues ambos, libro y serie, son excepcionales.

Quiero hacer, antes de adentrarme en el núcleo central de la reseña, un breve (a la postre no lo será tanto) pero importante apunte acerca de la traducción. Elsa Mateo Blanco firma la versión al castellano de ambas ediciones, la primitiva de 1987 y la renovada de este 2017. Aparentemente, y así se menciona en muchos foros y críticas que he podido leer en estos meses, la editorial Salamandra habría mantenido el resultado de la primera traslación, la que podríamos llamar original. Sin embargo no es así ni mucho menos. Partiendo de un esquema general idéntico, la traducción, que ya era muy defectuosa en esa versión inicial (¡¡¡no leáis el libro de Seix Barral de ninguna manera!!!), se ha pulido y ajustado, corrigiéndose y hasta cambiándose radicalmente en algunos casos (un ejemplo menor y sin trascendencia lo constituye la sustitución, de una a otra edición, del anticuado Intelect por el más actual Scrabble), lo que no impide que las objeciones surjan de continuo a lo largo de la lectura. Permitidme resaltar tres muestras destacadas de la sucesión de desatinos a la que puede conducir la lectura de una obra mal traducida (y os hablo desde la experiencia de quien ha leído “simultáneamente” -en la medida en que ello es posible- los dos textos).

Quiero llamar la atención sobre este fragmento del capítulo 39. Así aparece en la versión del 87:

Tu madre es muy limpia, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: es una descarada. Más tarde aún: es astuta.
No es astuta, respondí. Es mi madre.
Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.
Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguramente su descaro, su optimismo y energía, su astucia, harán que se libre de ello. Se le ocurrirá algo.
Pero sé que esto no es verdad. Simplemente es echarle el muerto, como hacen los niños con las madres.
Ya he llorado su muerte. Pero volveré a hacerlo, una y otra vez.

Y así en la nueva:

Tu madre es estupenda, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: Qué mona es. Más tarde aún: Tiene chispa.
No es mona, respondí. Es mi madre.
Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.
Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguro que con su chispa, su optimismo y su energía, su astucia, se librará de ello. Se le ocurrirá algo.
Pero sé que no es verdad. Lo estoy dejando todo en sus manos, como hacen los niños con las madres.
Ya he llorado su muerte, y aun así volveré a hacerlo, una y otra vez.

Las diferencias entre ambas versiones son notables aunque, siendo graves los fallos y alterando el sentido de lo que se dice (“estupenda” por “muy limpia”, “mona” por “descarada”, “con chispa” frente a “astuta”, “dejarlo en sus manos” por “echarle el muerto”), no afectan al contenido esencial de lo que la autora quiere transmitir. No es el caso de este otro fragmento del capítulo 7, en el que la disparatada opción de la traductora escamotea -tanto en su primera como en su segunda interpretación- un elemento fundamental, un concepto clave en la intención de la escritora.

El texto escrito por Margaret Atwood dice:

Now, said Moira. You don’t need to paint your face, it’s only me. What’s your paper on? I just did one on date rape.
Date rape, I said. You're so trendy. It sounds like some kind of dessert. Date Rapé.

Y esta es la aproximación de Elsa Mateo en 1987:

Ahora, dijo Moira. No necesitas maquillarte, estoy sólo yo. ¿De qué es el examen? Vengo de hacer uno y lo terminé en un tris.
Un tris, repetí. Qué original. Parece el nombre de un postre. Tris flambeé.

Y, por último, la opción de 2017 en la que si bien se subsana la absurda omisión de los acosos sexuales -muy relevantes dado el contexto de la novela-, haciendo desaparecer ese incalificable “un tris”, se quiere mantener el rasgo de humor del original con una invención, absolutamente descabellada, relativa al ocaso:

Ahora, dijo Moira. No necesitas maquillarte, sólo estoy yo. ¿De qué va tu trabajo? Yo acabo de entregar uno sobre casos de acosos en primeras citas.
Casos de acoso, repetí. Qué bien hablas. A lo mejor se dan en el ocaso.

El tercer ejemplo del desconcierto que puede llegar a provocar la traducción y de la engañosa visión del libro que puede darnos a quienes no tenemos más remedio, por nuestro incompleto conocimiento de otra lengua, que aceptarla como fidedigna, lo ofrece una frase sustancial en la novela, en cierto modo un emblema del muy peculiar universo que en ella se describe. Nolite te bastardes carborundorum es un lema -que en el mundo entero repiten ahora los “iniciados” y fanáticos de la serie- que introduce un elemento de intriga en la trama argumental y que explica alguna de las líneas de la historia. En la edición de hace treinta años la traductora optó por un literal y poco revelador No dejes que los bastardos te carbonicen. En la revisión de Salamandra nos encontramos con un más explícito No dejes que los cabrones te hagan polvo. No dejes que los hijos de puta te jodan, que he leído en algún artículo, es una traslación más contundente, y para mí más certera, pues capta el sentido figurado que exige el contexto y no el literal, en el fondo prescindible, del Don’t let the bastards grind you down del texto original (grind you down: te muelan, te pulvericen, te hundan).

Por todo ello -y sólo he puesto tres ejemplos de una innumerable serie de ellos que se prestaban al “juego”- la pregunta surge inmediata: ¿En qué medida será más “fiable” esta versión postrera de la novela? Da “miedo” pensar qué leemos “en realidad” cuando nos enfrentamos a un texto traducido, de ahí la importancia que tiene el que las editoriales “refinen” los criterios con los que seleccionan a sus traductores. En fin…

Y “consumido” ya mi escaso tiempo con estas disquisiciones algo maniáticas, entro de manera somera en el análisis del libro. La novela nos sitúa en un Estados Unidos de un futuro no demasiado lejano en el que, tras unos presuntos ataques terroristas y abolidos la Constitución y el Congreso (¿por qué durante la lectura no he podido dejar de pensar en Cataluña?), una suerte de secta religiosa fanatizada y puritana ha tomado el poder y constituido la República de Gilead (una primera referencia bíblica de las muchas que contiene la obra). En ella se han suprimido los derechos fundamentales y, sobre todo, se ha cercenado de raíz la libertad de las mujeres. La excusa de un alarmante descenso de natalidad hace que jóvenes mujeres sean captadas al servicio de un dueño, al que servirán a efectos puramente reproductivos. Así, las “Doncellas” (“Criadas” en la traducción española) serán violadas de manera sistemática y ritual por el “Comandante” al que pertenecen y la gestación de un hijo se convertirá de este modo en el fin primordial de una existencia por lo demás esclavizada. Las que se rebelen serán destinadas a duras tareas de limpieza de residuos tóxicos y radiactivos, en un escenario de vagos contornos posnucleares.

Defred (las doncellas son denominadas en función de su amo: “Of Fred”, “De Fred”), la protagonista, quien narra el “cuento” al que alude el título, relatará, desconcertada y perpleja, su experiencia en el opresivo y extraño mundo de Gilead, describiendo los muchos elementos sobrecogedores de la totalitaria organización social: los edificios deshumanizados y agobiantes, la reclusión carcelaria, el ambiente irrespirable, el aislamiento, las prohibiciones, el adoctrinamiento, el secretismo y la sospecha, la desconfianza generalizada, el clima de delación y paranoia, la vigilancia constante, la imposibilidad de auténticas relaciones personales, la vetada exteriorización de los sentimientos, la rígida jerarquización social (junto a las “Doncellas” y los “Comandantes” están las “Tías”, una especie de tutoras de las criadas; las “Marthas”, que hacen labores domésticas; las “Esposas” que, infecundas y casadas con los Comandantes, esperan el embarazo de las Criadas -a las que sujetan mientras su marido las viola- como única forma de dar sentido a sus vidas; las “Econoesposas”, mujeres no segregadas por sus funciones, compañeras de los hombres sin recursos; las “No Mujeres”, incapacitadas para la procreación y condenadas a su expulsión en las temibles “Colonias”; los “Ojos”, anónimos y omnipresentes espías del Régimen; los “Guardianes”, de funciones inequívocas), los rituales y ceremonias de oscuros simbolismos, la represión, los interrogatorios, las torturas, las ejecuciones sumarias, los borrosos y confusos atisbos de una suerte de resistencia, la extrema dificultad -la casi inviabilidad- de la huida del asfixiante microcosmos (la república de Gilead no tiene fronteras […] Gilead está dentro de ti), y tantos otros rasgos de esa tenebrosa sociedad.

En su relato, Defred intercala numerosos recuerdos del pasado, de una etapa, no muy lejana, en la que la vida aún era “normal”. Y así, afloran de continuo retazos de una existencia perdida (cuando evocamos el pasado, escogemos las cosas bonitas. Nos gusta creer que todo era así): los programas de la televisión, las zapatillas deportivas, los vaqueros (en Gilead todo el mundo va uniformado: de rojo las Criadas, de verde las Marthas, las Esposas de azul, de marrón las Tías, a rayas las Econoesposas…), el jabón, el dinero, las tarjetas de crédito, el béisbol, las bicicletas, las bolsas de plástico del supermercado, las habitaciones de hotel, los libros (prohibidos en la desasosegante república), las frívolas revistas de moda, los periódicos, las fotos… Cualquiera de estos detalles menores supone la irrupción (Suelo padecer estos ataques del pasado; son como desmayos, como una ola que invade mi mente) de episodios pretéritos que se “actualizan” en la rememoración -la despreocupada infancia, la madre enferma, el matrimonio con Luke, la pequeña hijita, la sencilla felicidad de esos días, las primeras sospechas de cambio en el estado de cosas, el intento de huida. Y a través de ellos vamos poco a poco conociendo -de manera incompleta, fragmentaria, elíptica, en uno de los muchos aciertos de la novela- los detalles de la terrible historia, el modo -casi inopinado, de un día para otro- en el que todo cambió y un siniestro “golpe de estado” la condujo -y al lector con ella- a esta irracional y tiránica pesadilla.

Porque Defred es, sobre todo, alguien que cuenta, alguien que, narrando -no se sabe a quién, no se sabe cómo (aunque un último capítulo, titulado Notas históricas, quizá arrojará algo de luz sobre el asunto; pero de nuevo está presente la intención de la autora de dejar cabos sueltos, de meramente apuntar, de sugerir)-, pretende dejar rastro de su vida, quizá salvarla, como en este párrafo dirigido a un Luke desaparecido, probablemente muerto: Me hace daño contarlo una y otra vez. Con una fue suficiente: ¿acaso no lo fue para mí en su momento? Por eso sigo con esta triste, ávida, sórdida, coja y mutilada historia, porque después de todo quiero que la oigáis, como me gustaría oír la tuya si alguna vez se presenta la oportunidad, si te encuentro o si te escapas, en el futuro, o en el Cielo, en la cárcel o en la clandestinidad, en cualquier otro sitio. Lo que tienen en común es que no están aquí. Al contarte algo, lo que sea, al menos estoy creyendo en ti, creyendo que estás allí, creyendo en tu existencia. Porque al contarte esta historia logro que existas. Yo cuento, luego tú existes.

Las palabras de Defred -la novela juega, en un recurso final que no quiero adelantar, con una variante del “manuscrito encontrado”- serán, pues, un testimonio de la comunidad tiránica en la que el mundo puede llegar a convertirse, pero también un intento quizá inútil de aferrarse a la esperanza de la libertad, como se aprecia en este largo pero significativo fragmento:

Me gustaría que este relato fuera diferente. Me gustaría que fuera más civilizado. Me gustaría que diera una mejor impresión de mí, si no de persona feliz, al menos más activa, menos vacilante, menos distraída por las banalidades. Me gustaría que tuviera una forma más definida. Me gustaría que fuera acerca del amor, o de realizaciones importantes de la vida, o acerca del ocaso, o de pájaros, temporales o nieve. Tal vez, en cierto sentido, es una historia acerca de todo esto; pero mientras tanto, hay muchas cosas que se cruzan en el camino, muchos susurros, muchas especulaciones sobre otras personas, muchos cotilleos que no pueden verificarse, muchas palabras no pronunciadas, mucho sigilo y secretos. Y hay mucho tiempo que soportar, un tiempo tan pesado como la comida frita o la niebla espesa; y, repentinamente, estos acontecimientos sangrientos, como explosiones, en unas calles que de otro modo serían decorosas, serenas y sonámbulas. Lamento que en esta historia haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido entre dos fuegos o destrozado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo. También he intentado mostrar algo de las cosas buenas. Por ejemplo las flores, porque ¿a dónde habríamos llegado sin ellas?

Totalmente sobrepasadas la duración y la extensión de mi reseña, quiero hacer, no obstante, tres breves apreciaciones finales, sobre otros tantos aspectos del libro que me parecen importantes. En primer lugar, es interesante la afirmación de la autora (en un prólogo escrito este mismo 2017 que incorpora la edición de Salamandra) acerca de las referencias que tuvo presentes en el largo proceso (que le llevó varios años) de escritura de la novela. Y así, en la génesis y la realización de su obra aparecen desde su propia experiencia viajera en los países del Telón de Acero al robo de niños por parte de la dictadura argentina de los generales, desde la historia de la esclavitud y la poligamia en Estados Unidos hasta el programa Lebensborn de las SS, pasando por la larga serie de ejemplos de ejecuciones grupales, violaciones de mujeres, leyes suntuarias, quema de libros y tantos otros desmanes del totalitarismo que ha registrado la historia de la humanidad. También, y ya en el terreno específicamente literario, Atwood cita Los cuentos de Canterbury, de Chaucer o numerosas muestras de literatura testimonial, por no mencionar la obvia presencia de 1984 de Orwell o La naranja mecánica de Anthony Burgess.

Por otro lado, en muchos ámbitos se presenta El cuento de la criada como una novela “anticipatoria”, capaz de haber descrito, con precursora antelación, algunos de los horrores a los que se encaminan -al decir de esos comentaristas- nuestras sociedades autoritarias, regresivas, hipercontroladas, fuertemente tecnologizadas, de fanatismo ideológico, férrea y sutilmente dominadas por el poder anónimo, apenas perceptible pero eficaz, de grupos reaccionarios. Hay quien ha querido ver en el libro un lúcido presagio de las figuras -y de los movimientos que encarnan- de Trump, Le Pen o el siniestro Viktor Orbán. La autora descarta esa opción al afirmar que su libro es una “antipredicción”, en realidad; un aviso, sugiere, una advertencia.

Por último, se subraya el carácter abiertamente feminista de la novela, que, desde esta óptica, estaría retratando de manera fidedigna -aunque algo exagerada- la “actual” opresión que sufre la mujer en nuestro mundo civilizado. Desde mi punto de vista este enfoque resulta disparatado. Más allá de la cruel explotación de la mujer que sigue produciéndose en tantas guerras genocidas, en la “trata de blancas”, en las mafias de la prostitución, en las agresiones machistas, nada hay en nuestro entorno actual que recuerde el espeluznante marco en el que, dramáticamente, se desenvuelve Defred. Habiendo aún, claro está, mucho trabajo por hacer en este terreno, el nivel de igualdad, de libertad, de reconocimiento de derechos, de opciones vitales, de posibilidades de realización personal que tienen hoy las mujeres en nuestras sociedades desarrolladas está en las antípodas de la perturbadora alucinación que refleja la novela.

Os dejo ya con una doble invitación final, la de que veáis la serie televisiva, cuyos diez primeros capítulos -los que integran la primera temporada-, que siguen las pautas del relato novelesco y que no puedo ya glosar aquí (aunque merecerían una entrada específica), son una maravilla, con un tratamiento cinematográfico que altera en parte la estructura del libro (admitiendo por tanto “libertades” varias en situaciones y personajes, en escenas y puntos de vista) y con una estética bellísima, aunque más oscura y claustrofóbica, si cabe, que el relato original. Y os propongo también que escuchéis, como cierre a esta reseña, Heartbreak hotel, el clásico de Elvis Presley, una de las dos canciones -la otra es Amazing Grace- cuya letra -me siento tan solo, cariño, que podría morir- Defred recuerda en uno de sus muy frecuentes flashbacks desde su inquietante reclusión. 


Está sonando la campana que marca el tiempo. Aquí el tiempo se marca con campanas, como ocurría antes en los conventos de monjas. Y, también como en un convento, hay pocos espejos. 

Me levanto de la silla, doy un paso hacia la luz del sol con los zapatos rojos de tacón bajo, pensados para proteger la columna vertebral pero no para bailar. Los guantes rojos están sobre la cama. Los cojo y me los pongo, dedo por dedo. Salvo la toca que rodea mi cara, todo es rojo, del color de la sangre, que es lo que nos define. La falda es larga hasta los tobillos y amplia, recogida en un canesú liso que cubre el pecho, y las mangas son anchas. La toca blanca es de uso obligado; su misión es impedir que veamos, y también que nos vean. El rojo nunca me sentó bien, no es mi color. Cojo la cesta de la compra y me la cuelgo del brazo.

La puerta de la habitación –no mi habitación, me niego a reconocerla como mía- no está cerrada con llave. De hecho, ni siquiera se puede ajustar. Salgo al pasillo, encerado y cubierto con una alfombra central de color rosa ceniciento. Como un sendero en el bosque, como una alfombra para la realeza, me indica el camino. 

La alfombra traza una curva y baja por la escalera; yo la sigo, apoyando una mano en la barandilla que alguna vez fue árbol, fabricada en otro siglo, lustrada hasta hacerla resplandecer. La casa es de estilo victoriano tardío y fue construida para una familia rica y numerosa. En el pasillo hay un reloj de péndulo que marca el tiempo lánguidamente y luego una puerta que da a la sala de estar materna, poblada de sombras. Una sala en la que nunca me siento, sólo me quedo de pie o me arrodillo. Al final del pasillo, encima de la puerta frontal, hay un montante de abanico de vidrios de colores que forman flores rojas y azules. 

En la pared de la sala aún queda un espejo. Si giro la cabeza -de manera tal que la toca blanca que enmarca mi cara dirija mi visión hacia él- puedo verlo mientras bajo la escalera: un espejo redondo, convexo, de cuerpo entero, como el ojo de un pescado, y mi imagen reflejada en él como una sombra distorsionada, una parodia de algo, como la figura de un cuento de hadas cubierta con una capa roja, descendiendo hacia un momento de indiferencia que es igual al peligro. Una hermana, bañada en sangre. 

Al pie de la escalera hay un perchero para los sombreros y los paraguas; tiene barrotes de madera, largos y redondeados, que se curvan suavemente formando ganchos, que imitan las hojas de un helecho. De él cuelgan varios paraguas: uno negro para el Comandante, uno azul para la Esposa del Comandante, y el que me tienen asignado a mí, de color rojo. Dejo el paraguas rojo en su sitio: por la ventana veo que brilla el sol. Me pregunto si la Esposa del Comandante estará en la sala. No siempre está allí sentada. A veces la oigo pasearse de un lado a otro, una pisada fuerte y luego una suave, y el sordo golpecito de su bastón sobre la alfombra de color rosa ceniciento.

miércoles, 18 de octubre de 2017

KAZUO ISHIGURO. NUNCA ME ABANDONES. EL GIGANTE ENTERRADO

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca que se acomoda esta vez a los dictados de la más reciente actualidad, con los ecos de la reciente designación del último Premio Nobel de Literatura resonando aún en los medios de comunicación. Y es que esta semana os traigo un par de propuestas de lectura, dos magníficas novelas de Kazuo Ishiguro, el escritor británico de origen japonés galardonado hace un par de semanas por la Academia sueca; un autor al que se deben un puñado de libros extraordinarios (recuerdo ahora, entre otros, Pálida luz en las colinas, Un artista del mundo flotante o Los restos del día, que yo leí con apasionamiento en los años ochenta, cuando la editorial Anagrama nos descubrió a una deslumbrante muestra de escritores naturales del Reino Unido -o radicados en él- como Julian Barnes, Martin Amis, Hanif Kureishi, Ian McEwan y el propio Ishiguro). Hace unos meses vio la luz en España la última obra del britano-nipón, El gigante enterrado, y aprovechando la excusa de esta relativamente cercana novedad editorial y la más relevante del Nobel literario, quiero hablaros de su anterior libro, Nunca me abandones, escrito hace ya diez años -una década de silencio novelístico-, una obra, a mi juicio, excepcional, y dejando también unas breves palabras finales para ese otro más actual, igualmente magnífico. Ambas novelas aparecen también en Anagrama y están traducidas, como el resto de la obra de Ishiguro, por Jesús Zulaika.

Nunca me abandones, como ocurrió también con Los restos del día, en la que se basó el film Lo que queda del día, del siempre refinado James Ivory, ha sido objeto de traslación cinematográfica, una muy estimable película -con el mismo título que la novela- conmovedora y emotiva, delicada, sensible, romántica y algo triste, dirigida por Mark Romanek en 2010 con la participación, entre otros solventes intérpretes británicos, de las bellísimas y estupendas actrices Carey Mulligan y Keira Knightley y de la siempre eficaz Charlotte Rampling con una destacada presencia en un papel menor. De manera poco habitual en mi particular experiencia lectora, en esta ocasión yo vi la película antes de la lectura del libro, y fue precisamente el entusiasmo que me suscitó la experiencia cinematográfica lo que me llevó a, acto seguido, devorar la novela en escasos tres días. Una novela que es también formidable y, al igual que el film, elegante, melancólica, intimista, exquisita y repleta de emoción y sensibilidad, de fascinación y encanto.

En la Inglaterra de finales de la década de los noventa un grupo de chicos vive en el internado de Hailsham, un lugar apartado, aislado entre campos neblinosos y húmedos bosques, un espacio cerrado e idílico donde los jóvenes son educados conforme a los parámetros convencionales de una institución de este tipo, con profesores esforzados, bibliotecas e instalaciones deportivas, un entorno propicio para el aprendizaje y la formación, para la cultura y la inteligente apertura a la existencia, en donde descubren la vida, la amistad, el amor y el sexo, entre clases, juegos, prácticas en talleres artísticos y sosegados paseos por los parajes de la zona, que cuenta hasta con un evocador lago. Sin embargo, el mundo de Hailsham encierra, en su apariencia prototípica, algunos atisbos -que la maestría literaria de Ishiguro va presentando de modo alusivo, indirecto, sin apenas énfasis o subrayados- de una realidad extraña y algo misteriosa, que no se ajusta del todo a los modos habituales en los que se desenvuelve nuestro mundo conocido.

Y es que, en efecto -y siento desvelar una de las claves de la obra que, sin embargo, se revela desde el principio en el libro, aunque de esa manera atenuada e imprecisa, insinuada y elíptica propia del poético estilo del autor; interrumpa aquí, no obstante, la lectura quien no quiera conocer este rasgo esencial de la novela-, los chicos son clones, creados, inicialmente, sin otra finalidad que la de abastecer a la ciencia médica. En los primeros tiempos, después de la guerra, eso es lo que erais -dice un personaje- para la mayoría de la gente. Objetos oscuros en tubos de ensayo. Los jóvenes son educados en su retiro campestre ignorantes de su condición y ajenos a su destino, creciendo entre indicios y sospechas, intuiciones y rumores, tenues pistas, meros atisbos y difusas señales que apuntan a su especial naturaleza de seres nacidos para una extinción programada, no sin antes haber donado sus órganos a otros seres humanos (¿otros?, ¿lo son ellos?).

La crítica ha reseñado los vínculos de Nunca me abandones con Blade runner, pero existiendo estos, sin duda, el universo de la novela no tiene nada del abigarrado y opresivo ambiente de la obra maestra cinematográfica. Es cierto que los chicos se interrogan sobre su identidad y su última esencia, como los replicantes del Ridley Scott -no puedo opinar sobre el libro de Philip K. Dick en el que se basó el film, Sueñan los androides con ovejas eléctricas, que no he leído-, perplejos ante su desconcertante modo de estar en el mundo, confusos, inquietos y temerosos frente a su incierto destino. Pero el entorno físico, por llamarlo así, de la novela de Ishiguro, nos es familiar y reconocible, fácilmente identificable -salvo por algún detalle menor- en los escenarios de nuestro presente, y está muy alejado de la fantasía futurista, anticipatoria y recargada que nos presenta el clásico cinematográfico con sus calles atestadas, con la lluvia permanente, con la oscuridad perpetua, con los vehículos de diseño avanzado, con los edificios imposibles, con la evolucionada tecnología. Aquí, la sugestión del futuro se esboza muy levemente a partir de una “nomenclatura” ambigua e inconcreta, que apunta a otra realidad que no se muestra más que a través de dichas alusiones: Kathy, una de las protagonistas, que narra la historia desde su presente, doce años después de su estancia en Hailsham, es una “cuidadora”, encargada de tutelar a los “donantes” que están a su cargo; el destino de estos es un “posible”, un potencial candidato a los órganos que les serán extraídos a los muchachos; cuando el ciclo de donaciones forzosamente llega a su fin -tras dos, tres o hasta cuatro operaciones, según la fortaleza del joven cedente- el donante “completa” y así acaba su existencia, una dramática y aparentemente aséptica conclusión que sin embargo algunos de ellos -los más trágicamente conscientes de la finitud de su científico y eficiente paso por el mundo- intentan “aplazar”.

Envueltos en esta neblinosa zozobra acerca de su inexorable destino, y llevados de la mano por la maestría del autor, por la belleza de su prosa, por la elegancia de su estilo, por la refinada tristeza de su escritura, los chicos, sobre todo Kathy, Ruth y Tommy, los tres personajes principales, muestran, sensibles e inteligentes, sus almas, sus incertidumbres, sus pesares, sus aspiraciones y sus miedos, sus interrogantes y su desconcierto, sus inquietudes y sus sueños, tan comunes, tan normales, tan vivos, tan humanos como los de cualquiera de nosotros, en una novela intimista y delicadísima, enternecedora y llena de emoción que es, además, una suerte de relato premonitorio de un mundo nuevo, con más recursos y posibilidades, más científico y racional, pero también más duro y más cruel; una novela espléndida que seguro os va a encantar.

La más reciente novedad de Kazuo Ishiguro, El gigante enterrado, es una novela algo extraña, con un tema sorprendente, inusitado en la obra de su autor y una prueba -por su atrevida rareza- de la versatilidad del anglo-japonés. Una pareja de ancianos, Axl y Beatrice, britanos cuya existencia se desenvuelve en un borroso y no fechado tiempo probablemente medieval, deben abandonar su poblado, en el que encuentran oscuras reticencias hacia sus personas, en busca de su hijo, del que hace décadas que no tienen noticia, y en busca también del dragón hembra Querig, último responsable, al parecer, de la niebla que envuelve sus mentes y los hace incapaces de recordar, de revivir los momentos pasados de su existencia, los remotos y los cercanos, los felices y los amargos, sus cerebros envueltos en un difuso velo que los ofusca y confunde. La búsqueda de la fabulosa y maligna criatura -la búsqueda de sus recuerdos- se constituye así en el motivo principal de su existencia, convertida ésta en un viaje con tintes apocalípticos, entre paisajes desérticos, páramos desolados, sombríos lagos y ciénagas amenazadoras, en el que se toparán con todo tipo de personajes y criaturas fabulosas, habitantes de un mundo entre la realidad y la ficción, ogros, monstruos, monjes, campesinos, ancianas viudas, el caballero Sir Gawain y otros personajes del ciclo artúrico, el guerrero Wistan, el joven Edwin y tantos otros.

Con un argumento y una ambientación paradójicamente actualísimos, dada esa muy reciente moda tan proclive a la proliferación de juegos de tronos, señores de los anillos, sagas medievales y universos poblados de amenazantes dragones y deformes criaturas, princesas y caballeros, intrigas de palacio y encarnizadas y sangrientas luchas, un libro así nunca hubiera podido interesarme -soy absolutamente ajeno, pese a la convincente defensa del género que ha hecho, entre otros muchos, Fernando Savater, a este tipo de lecturas “fantásticas”- de no ser por la maestría de Ishiguro, un escritor formidable que se mueve con idénticas convicción y solvencia en todo tipo de registros -y los dos títulos que hoy os he presentado son buena muestra de ello-, dejando en cada libro pruebas no solo de su excepcional talento literario sino también de su interés y su preocupación por los grandes temas de nuestra existencia, la vejez, la muerte y el paso del tiempo, el recuerdo y el olvido, la memoria, el amor y la entrega. Y en su literatura hay siempre, además, emoción y ternura, sensibilidad y belleza. 

Interesa también, y cierro mi reseña con este breve apunte final, el enfoque elegido para contar la historia, un planteamiento en el que un narrador omnisciente, que parece hablar desde nuestros días (tal vez debería aclarar aquí que orientarse en campo abierto resultaba mucho más difícil en aquel entonces), interpela a los lectores (ninguno de vosotros habría pensado que esta casa comunal fuese tan diferente de las rústicas cantinas que muchos habréis visitado), irrumpe en ocasiones glosando con sus comentarios personales las circunstancias de la acción (El paisaje que tenían ante ellos esa mañana no debía de ser muy diferente del que se puede contemplar hoy en día desde los ventanales de una casa de campo inglesa), y en todo momento da cuenta en tercera persona de los acontecimientos que se van sucediendo y del discurrir del pensamiento y las emociones de los personajes.

En fin, dos libros excelentes estos Nunca me abandones y El gigante enterrado, del siempre sobresaliente Kazuo Ishiguro, un Nobel merecidísimo, en mi humilde opinión.  Os ofrezco ahora, como acompañamiento musical a mi reseña, Never let me go, un tema esencial en el primero de los libros reseñados -por su atmósfera, por su letra, por su simbolismo- que forma parte de Canciones para después del crepúsculo, un álbum interpretado por una supuesta Judy Bridgewater -ambos, disco y tema, invenciones del autor-, al que -en la banda sonora de la película- da voz “real” Jane Monheit. Una significativa mención al álbum aparece en el precioso texto final que os dejo como muestra representativa del libro.


Aun conservo una copia de aquella cinta, y hasta hace muy poco la escuchaba de vez en cuando mientras conducía por el campo abierto en un día de llovizna. Pero ahora la pletina del radiocasete del coche está tan mal que ya no me atrevo a ponerla. Y parece que jamás encuentro tiempo para ponerla cuando estoy en mi cuarto. Aun así, sigue siendo una de mis más preciadas pertenencias. A lo mejor a finales de año, cuando deje de ser cuidadora, puedo escucharla más a menudo.

El álbum se titula Canciones para después del crepúsculo, y es de Judy Bridgewater. La que conservo hoy no es la casete original, la que perdí, la que tenía en Hailsham. Es la que Tommy y yo encontramos años después en Norfolk (pero esa es otra historia a la que llegaré más tarde). De lo que quiero hablar ahora es de la primera cinta, de la que me desapareció en Hailsham.

Antes debo explicar lo que en aquel tiempo nos traíamos entre manos con Norfolk. Fue algo que duro muchos años -llego a ser una especie de broma privada de Hailsham, supongo-, y había empezado en una clase que tuvimos cuando aun éramos muy pequeños.

Fue la señorita Emily quien nos enseñó los diferentes condados de Inglaterra. Colgaba del encerado un gran mapa del país, y, a su lado, ponía un caballete. Y si estaba hablando, por ejemplo, de Oxfordshire, colocaba sobre el caballete un gran calendario con fotos de ese condado. Tenía una gran colección de estos calendarios, y así fuimos conociendo uno tras otro la mayoría de los condados. Señalaba un punto del mapa con el puntero, se volvía hacia el caballete y mostraba una fotografía. Había pueblecitos surcados por pequeños arroyos, monumentos blancos en laderas, viejas iglesias junto a campos. Si nos estaba hablando de algún lugar de la costa, había playas llenas de gente, acantilados y gaviotas. Supongo que quería que nos hiciéramos una idea de lo que había allí fuera, a nuestro alrededor, y me resulta asombroso, aun hoy, después de todos los kilómetros que he recorrido como cuidadora, hasta que punto mi idea de los diferentes condados sigue dependiendo de aquellas fotografías que la señorita Emily ponía en el caballete. Si voy en coche, por ejemplo, a través de Derbyshire y me sorprendo buscando la plaza de un determinado pueblo, con su pub de falso estilo Tudor y un monumento a la memoria de los caídos, no tardo en darme cuenta de que lo que busco es la estampa que la señorita Emily nos enseñó la primera vez que oímos hablar de Derbyshire.

De todos modos, a lo que voy es que a la colección de calendarios de la señorita Emily le faltaba algo: en ninguno de ellos había ninguna fotografía de Norfolk. Cada una de estas clases se repetía varias veces, y yo siempre me preguntaba si la señorita Emily acabaría encontrando alguna foto de Norfolk. Pero era siempre la misma historia. Movía el puntero sobre el mapa y decía, como si se le hubiera ocurrido en el último momento:

- Y aquí esta Norfolk. Un sitio muy bonito.

Recuerdo que aquella vez en concreto hizo una pausa y se quedo pensativa, quizá porque no había planeado lo que tenia que venir después en lugar de una fotografía. Y al final salio de su ensimismamiento y volvió a golpear el mapa con la punta del puntero.

¿Veis? Está aquí en el este, en este saliente que se adentra en el mar, y por tanto no esta de paso hacia ninguna parte. La gente que viaja hacia el norte o el sur -movió el puntero para arriba y para abajo- pasa de largo. Por eso es un rincón muy tranquilo de Inglaterra, y un sitio muy bonito. Pero también es una especie de rincón perdido.

Un rincón perdido. Así es como lo llamó, y así empezó todo. Porque en Hailsham teníamos nuestro propio "rincón perdido" en la tercera planta, donde se guardaban los objetos perdidos. Si perdías o encontrabas algo, ahí es donde ibas a buscarlo o a dejarlo. Alguien -no recuerdo quién- dijo después de esa clase que lo que la señorita Emily había dicho era que Norfolk era el "rincón perdido" de Inglaterra, el lugar adonde iban a parar todas las cosas perdidas del país. La idea arraigó, y pronto llegó a ser aceptada como un hecho por todo el curso.

No hace mucho tiempo, cuando Tommy y yo recordábamos esto, él afirmó que en realidad nunca creímos lo del "rincón perdido", que fue más bien una broma desde el principio. Pero yo estoy segura de que se equivocaba. Bien es verdad que cuando cumplimos doce o trece años el asunto de Norfolk se había convertido ya en algo jocoso. Pero mi recuerdo del "rincón perdido" me dice -y la memoria de Ruth coincide con la mía- que al principio creímos en ello de forma literal y a pies juntillas; que de la misma forma que los camiones llegaban a Hailsham con la comida y los objetos para los Saldos, tenía lugar una operación similar -a mucha mayor escala- a todo lo largo y ancho de Inglaterra, y todas las cosas que se perdían en los campos y trenes del país iban a parar a ese lugar llamado Norfolk. Y el hecho de que nunca hubiéramos visto ninguna fotografía de ese lugar solo contribuía a incrementar su aura de misterio.

Puede que suene a tontería, pero no se ha de olvidar que para nosotros, en esa etapa de nuestra vida, cualquier lugar más allá de Hailsham era como una tierra de fantasía. No teníamos sino nociones muy vagas del mundo exterior, y de lo que en él podía ser posible e imposible. Además, nunca nos molestamos en analizar con detenimiento nuestra teoría sobre Norfolk. Lo que nos importaba -como dijo Ruth un día en aquella habitación alicatada de Dover, mientras estábamos sentadas contemplando como caía la tarde- era que "cuando perdíamos algo precioso, y buscábamos y buscábamos por todas partes y no lo encontrábamos, no debíamos perder por completo la esperanza. Nos quedaba aún una brizna de consuelo al pensar que un día, cuando fuéramos mayores y pudiéramos viajar libremente por todo el país, siempre podríamos ir a Norfolk y encontrar lo que habíamos perdido hacía tanto tiempo".

Estoy segura de que Ruth tenía razón en eso. Norfolk había llegado a ser una verdadera fuente de consuelo para nosotros, probablemente mucho más de lo que estábamos dispuestos a admitir entonces, y por eso seguimos hablando de ello -aunque en un tono más bien de broma- cuando nos hicimos mayores. Y por eso también, muchos años después, el día en que Tommy y yo encontramos en la costa de Norfolk otra cinta igual a la que yo había perdido antaño, no nos limitamos a pensar que era algo en verdad curioso, sino que, en nuestro interior, los dos sentimos como una especie de punzada, como un antiguo deseo de volver a creer en algo tan caro a nuestro corazón en un tiempo. 

miércoles, 11 de octubre de 2017

WILLIAM KENNEDY. ROSCOE, NEGOCIOS DE AMOR Y GUERRA

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy os traigo una estupenda novela de un autor al que yo leí bastante hace casi treinta años y que había desaparecido del panorama editorial español. Se trata de William Kennedy, que en los años ochenta del pasado siglo publicó en nuestro país varias novelas ambientadas en su Albany natal, la capital del estado de Nueva York y centradas en la figura de Jack ‘Legs’ Diamond, el famoso contrabandista y mafioso de la época de la Ley seca norteamericana. Aquellas novelas, excelentes y pienso que hoy casi inencontrables, recreaban ese clima, que tan bien conocemos a través de las películas del cine negro, de políticos corruptos, guerras de bandas, terribles venganzas, casas de juegos, apuestas ilegales, mujeres fatal, gángsters conspicuos y sin embargo casi siempre impunes. Eran novelas pobladas de personajes oscuros, que se desarrollaban en ambientes sórdidos, acordes con aquella época terrible, pero que el cine ha nimbado de un aura mítica, los años de la Gran Depresión, de los violentos años veinte, esos The roaring twenties que Raoul Walsh inmortalizaría en una película del mismo título, un clásico del cine. Y no resulta superfluo referirse al cine al hablar de William Kennedy, porque una de sus novelas principales, Tallo de hierro, fue recreada por Hollywood, con Jack Nicholson y Merryl Streep, en 1987. Antes, en 1984, Kennedy había escrito el guión de otro film de éxito, Cotton Club, del genial Francis Ford Coppola.

Con estos antecedentes, estoy seguro de que os interesará adentraros en esta última novela de William Kennedy, que pese a haber sido escrita en 2002, no vio la luz en España hasta finales de 2010, publicada por la editorial Libros del Asteroide, en una traducción de Jordi Fibla. Y ese interés probablemente crecerá si os digo que Roscoe, negocios de amor y guerra, que así se titula el libro, sigue los pasos de la obra anterior del norteamericano y es un fresco despiadado, rotundo, muy nítido, de la vida en la Albany de la primera mitad del siglo pasado. Una novela que se desenvuelve en el mismo escenario de corrupción, intrigas políticas, jueces comprados, autoridades que tras una hipócrita apariencia de respetabilidad gobiernan y legislan al dictado de los gánsters, de cuyas organizaciones forman parte, luchas despiadadas por el control del juego o la prostitución, asesinatos mafiosos, tráfico de alcohol y drogas que caracterizaban las primeras novelas de Kennedy.

El protagonista, Roscoe Conway, es uno de los tres poderosos amigos que gobiernan de modo férreo el partido demócrata de Albany y, por extensión, la vida toda del estado neoyorquino. Jefes de la policía, periodistas, abogados, políticos, dirigentes del partido, alcaldes y gobernadores, todos comen de la mano de los tres amigos, Patsy, Elisha y el propio Roscoe, que manipulan elecciones, reparten cargos, hacen aplicar a su antojo la justicia, eliminan enemigos, dirigen la opinión pública y, sobre todo, se hacen con los inmensos beneficios de las incontables casas de prostitución que dominan, de los ilegales locales de juego que controlan, de la multitud de bares de noche a los que “roban”, de la infinidad de negocios inmobiliarios que coaccionan, de los incontables garitos de apuestas casi siempre amañadas por ellos mismos que esquilman. Toda una sociedad estructurada sobre la extorsión y la subordinación. Un libro, en fin, que contiene la certera descripción de lo que, desgraciadamente, quizá constituye la cara oculta del poder, de casi cualquier poder. Dice Félix, el padre de Roscoe, a un sacerdote en un momento de la novela: ¿Recuerda cuando Satán le hizo a Jesús aquel trato?: Póstrate y adórame y te daré los reinos del mundo. El pobre diablo no tenía ni una sola posibilidad, padre. El tongo se preparaba arriba. Jesús le engañaba de mala manera, igual que su padre y aquella manzana. ¿Cree usted que no sabía lo que Adán iba a hacer en cuanto viera la manzana? Claro que lo sabía. Un timador desde el principio, padre, un timador. No soy nada, padre, y nunca lo he sido, y lo mismo podría decirse de este espléndido hijo mío y de usted mismo. Ninguno de nosotros vale la meada de un viejo, y jamás la valdremos, porque el mundo entero está amañado contra nosotros, padre. El condenado mundo está amañado. Este es el sistema de valores en el que se mueven los protagonistas, el amaño, la trampa, el fraude como normas de comportamiento. Un mundo profundamente inmoral en el que Roscoe se instala, y no sólo eso, que él mismo contribuye a construir, y a potenciar, sin el mínimo escrúpulo y con el aura de cinismo que se refleja con precisión en este pensamiento que se vierte en el libro: A Roscoe no le consta que algún candidato haya hecho la promesa electoral de poner al descubierto su autobombo, todos esos motivos codiciosos, envidiosos, lascivos, venales y violentos que impulsan cada una de sus acciones en política y que seguirán haciéndolo si resulta elegido. Ciertamente, Roscoe no ha inventado las perversas fuerzas que impulsan a los seres humanos, y no es capaz de explicar ninguna de ellas. Cree que son un misterio de la naturaleza. Concede que una sociedad moralmente pura, con candidatos que no estén marcados por el pecado y el vicio, podrá existir en alguna parte, aunque jamás haya visto ninguna ni ha oído hablar de su existencia, y la verdad es que no puede imaginar cómo sería. Pero seguiré mirando, concluye.

En este depravado marco de referencia social, negocios y guerra a los que alude el título de la traducción en nuestro país -el original es más escueto, un simple Roscoe-, se mueve una novela que es, sin embargo, mucho más que la fotografía meramente documental de una época. La vida privada de Roscoe, su amor de décadas por Verónica, la esposa de su íntimo amigo Elisha, que no puede resistir su ambiguo magnetismo (A veces llegaba a la conclusión de que Roscoe era espiritualmente ilegal, un contrabandista del alma, una criatura mítica hecha de palabras, ingenio, actos temerarios y una memoria ilimitada. Verónica le miraba y veía un hombre con un espíritu inmenso, un hombre hecho para la pérdida), sus mujeres, su encanto y su capacidad de fascinación, su profunda soledad, sus preocupaciones existenciales, su miedo a la muerte, aparecen entreverados con la acción, con las torticeras maniobras de los políticos, con la intriga tenuemente policiaca que se desarrolla a lo largo de las páginas del libro. El resultado final es una novela de escritura fluida y lectura más ágil aun, muy interesante, altamente recomendable. Recordad, pues, Roscoe, negocios de amor y guerra, editorial Libros del Asteroide.

Happy Days Are Here Again, una canción que se cita en la novela, suena ahora como despedida de la reseña en una versión de 1930, interpretada por Annette Hanshaw.



Pero los ganadores no vencen sólo mediante la agresión suicida. Como de costumbre, el triunfo también podía engendrarlo un fraude imaginativo. Cierta vez, Patsy le dijo a Roscoe: Cuarenta y cinco años de enseñanza por parte de sinvergüenzas significa que siempre tienes que obtener un campeón. ¿Cómo lo harán los sinvergüenzas y cómo enseñaba Patsy a su campeón? Dejemos que lo cuente Roscoe. En el instante en que un soltador sinvergüenza (que trabaje para el otro tipo o para ti) toca un gallo, puede romperle en secreto un muslo con el pulgar, o causarle dolor por medio de una presión en los riñones o el ano, o restregarle los ojos para cegarlo. O bien, si tu gallo tiene clavada en el pecho la navaja de su contrincante, cuando el soltador los separa puede arrancar la hoja de modo que desgarre la carne del ave y ésta se desangre hasta morir. Tu soltador puede hacer lo mismo con tu propio gallo, si prefieres apostar contra ti mismo. También puedes adiestrar a tu gallo para que pierda: ponte botanas cuando practiques con él para que se acobarde, quítale las proteínas o el agua, dale una vela para que se la quede mirando toda la víspera de una pelea y así se le paralicen las pupilas, cáusales diarrea con sales Epsom, drógalo con cocaína, átale las navajas de modo que estén muy prietas o bien demasiado sueltas y se le desprendan, o de manera que su ángulo le impida alcanzar el blanco; y si ha perdido un ojo, échalo a reñir por el lado ciego para que no pueda ver al enemigo. O, a la inversa, unta las espuelas de tu gallo con curare para paralizar al enemigo; ponle grasa en la cabeza, o gotas de la piel de un limón calentada, para que sea resbaladiza y el picotazo del enemigo no penetre; ponle cocaína o lidocaína en las plumas, para que cuando el enemigo le picotee se le duerma la boca y pierda precisión; aplica grasa, harina u hollín de cocina a la cabeza de tu mejor luchador para que parezca enfermo y la gente piense que no puedes ganar; alimenta a uno de tus gallos cobardes con zumo de tomate para que esté bronceado, con el color de los ganadores, pero apuesta a que perderá. Si tienes paciencia, haz que uno de tus mejores gallos sufra hemorragias: adminístrale lentamente un anticoagulante, cumarina, por ejemplo, hasta que un golpe en la cadera o el muslo cause un hematoma, y entonces estarás preparado. Obra de acuerdo con otro propietario para que los dos gallos lleven navajas unos milímetros más cortas de la longitud regulada, de modo que tu gallo con tendencia a las hemorragias no pueda golpear fatalmente la arteria carótida de su enemigo, pero sangre cuando éste le golpee. El cuello se le hinchará de sangre y se pondrá cianótico, con aspecto de muerto. El hábil soltador le masajeará con rapidez el cuello para eliminar la sangre y lo hará revivir antes de que sufra un shock irreversible, y entonces lo hará de nuevo en el banco de primeros auxilios, y el gallo se recuperará, pero ahora lo conocerán como un perdedor. Deja de administrarle cumarina y ponlo a luchar de nuevo, con las probabilidades contra él ahora que es el perdedor, pero esta vez llevará navajas de la longitud apropiada para matar, habrá luchado y vivido, y tendrá la seguridad de un superviviente.

Cuando mate, recoge tus ganancias.




PD.- A partir de esta semana, las emisiones radiofónicas de Todos los libros un libro cambian de formato, desarrollándose bajo un esquema de entrevista. Por ello, os dejaré aquí regularmente tanto el texto de la reseña "convencional", tal y como había ocurrido hasta ahora, como el podcast del programa correspondiente, que aparecerá en el reproductor situado bajo el vídeo que acompaña a cada entrada. Igualmente, desde el icono situado a la derecha de dicho reproductor podréis acceder a la opción de descarga de la emisión en formato mp3. Excepcionalmente, en el caso de esta primera entrega, el podcast no se corresponde con el libro reseñado, sino que consiste en una emisión introductoria de presentación del programa. A partir del miércoles próximo, texto y grabación sonora se referirán al mismo libro.

miércoles, 4 de octubre de 2017

AMÉLIE NOTHOMB. ESTUPOR Y TEMBLORES. METAFÍSICA DE LOS TUBOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy os traigo un par de novelas, de las primeras de su autora, una escritora compulsiva, que ya ha publicado un buen número de ellas, a razón, casi, de una por año desde mediados de los noventa, con un éxito extraordinario casi todas, pero que, pese a ello, todavía no había aparecido en nuestro programa. Se trata de la belga, aunque nacida en Japón, Amélie Nothomb, y los libros que hoy quiero recomendaros son Estupor y temblores y Metafísica de los tubos, obras del año 2000 y 2001 respectivamente, que resisten muy bien el paso del tiempo pues acumulan numerosas ediciones desde entonces, y que pasan por ser los más representativos, también los más destacados, de la autora. Ambos libros los publica la editorial Anagrama, sello responsable de la mayor parte de la literatura de la Nothomb en nuestro país, en traducción de Sergi Pàmies.

Estupor y temblores es una novela corta en la que se narra de un modo ágil, fluido, ligero y con altas dosis de humor -todos ellos rasgos “marcas de la casa”-, la peripecia claramente autobiográfica de su autora que, a los veintidós años, se incorporó al tantas veces incomprensible mundo laboral japonés, al acceder a las oficinas en Tokio de una gran empresa nipona, la intrincada, la inaccesible, la indescifrable compañía Yumimoto, que oficia en la novela no sólo como escenario central y exclusivo de la narración sino que se constituye en algo más, la clave, quizá, del mensaje, del propósito último del libro, al figurar como paradigma de la jerarquización, de la rigidez y, en último término, del absurdo de la organización del trabajo en ese enigmático mundo que para los occidentales representa el universo japonés. Amélie, que así, sin ocultamientos, se llama la protagonista, llega a Yumimoto y, desde el primer momento, desde el primer párrafo de la novela, se ve inmersa en un estado de cosas, en un cerrado orden que se presenta como feroz e indiscutible, arbitrario e irracional. Dice Amélie: El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie. Así pues, en la compañía Yumimoto yo estaba a las órdenes de todo el mundo. A partir de este momento inicial, y sentadas de este modo las férreas claves del funcionamiento de la organización, Amélie vive un auténtico calvario profesional, en el que se suceden las humillaciones, las incomprensiones, los abusos de sus superiores, el silencio cómplice de sus compañeros, las tareas absurdas, los mandatos delirantes, las exigencias ridículas, los acosos, los desprecios, las incomprensiones. En su particular bajada a los infiernos laborales, la protagonista, que supuestamente es contratada para realizar tareas de contabilidad, es sucesivamente relegada a ocupaciones cada vez más insensatas y denigrantes, dada su cualificación y su dominio de la lengua japonesa, causas aparentes de su contratación: se ve obligada a servir los cafés -siempre de modo inadecuado, al decir de sus jefes-; se la condena -como si de una moderna Sísifo nipona se tratara- a fotocopiar una y otra vez, de modo interminable y estéril, en multitud de innecesarias copias, el reglamento de un club de golf absolutamente ajeno al acontecer profesional de la empresa; se le exige, en un nuevo intento de anular su individualidad, cuadrar centenares de irrelevantes cuentas; se le impone la desmesurada e irracional tarea de archivar miles de anticuadas facturas; y, en el último escalón de su injusta cosificación, de su degradante esclavitud, se la destina a la limpieza de los lavabos masculinos.

Amélie Nothomb aprovecha la descripción de este proceso progresivo de despojamiento personal por parte de la jerarquía de la empresa, de este frío intento de arrebatamiento de la más elemental dignidad humana desde el poder omnímodo y ciego de una organización sádica, para mostrarnos, por un lado, la realidad de las costumbres, las prácticas, los usos laborales en Japón. Un mundo éste, el del trabajo en el país oriental, en el que cada trabajador es, a la vez, esclavo y torpe verdugo de un sistema que no le gusta, pero que jamás denigrará, por debilidad y por falta de imaginación. Sirva como muestra de esta tesis el personaje de la bellísima señorita Mori, la cual, cercana a Amélie, no sólo por su posición en la empresa, sino también por una cierta aparente afinidad afectiva, se convierte sin embargo en el más acerado verdugo de la protagonista y en su principal torturadora.

Pero no es esta sola intención sociológica, esta mera descripción de la realidad del trabajo y de la empresa en Japón, el único propósito, a mi entender, de esta interesante novela. Hay también, como puede apreciarse en el texto que os dejo como cierre a esta reseña, una crítica abierta a la jerarquización de las relaciones laborales, a la insensatez que lleva consigo casi siempre la burocratización del trabajo, a la tantas veces absurda lógica de nuestros sistemas productivos, a la alienación que con frecuencia el trabajo produce en nuestras vidas. En este sentido hay que entender el aparentemente extraño título de libro: Estupor y temblores alude a la actitud correcta con la que un ciudadano cualquiera debería dirigirse al Emperador según el antiguo protocolo imperial japonés; un título que encierra por tanto la esencia de la novela: el respeto sobrehumano, la personalidad traumatizada, la propia individualidad cercenada, castrada por el sometimiento irracional a las directrices de unas organizaciones que, por fortuna -en mi lectura optimista-, van despareciendo progresivamente de nuestro panorama laboral.

Metafísica de los tubos refleja igualmente las notas distintivas de la literatura de su autora: el carácter autobiográfico de sus argumentos; la vinculación con Japón y el amor por ese país, pese a que más de una vez se critiquen sus, a nuestros ojos, estrambóticas costumbres; la aparente ligereza; la simplicidad de una escritura de frases concisas, de párrafos cortos, que no se complica en complejos desarrollos; la brevedad de sus textos, que rara vez superan las ciento cincuenta páginas; el enfoque original, algo disparatado, inteligente y novedoso, insólito e incluso provocador, de los asuntos tratados; el ritmo ágil y la fluidez de la narración, en consecuencia fuertemente adictiva; la indudable cultura, que aflora en frecuentes citas literarias, filosóficas y, en el caso concreto de esta novela, bíblicas; el sutil pero siempre transgresor sentido del humor…

En la novela se narran los tres primeros años de vida de una niña que, de modo inequívoco, es la propia Amélie Nothomb. Su padre, cónsul de Bélgica en Japón, cuyas costumbres valora y hasta adopta (es un estrambótico pero comprometido cantante de teatro no, como se relata en una hilarante historia que nos muestra su “nacimiento” para el arte), vive en Osaka con su mujer y sus tres hijos, André, Juliette y nuestra protagonista, cuatro años menor que el primogénito. La niña, que nace, como la autora, en 1967, pasa los dos primeros años de su vida inmóvil, convertida en un mero “tubo” (de donde surge la metáfora que recoge el título): dominada por la inercia y la pasividad, sin llorar, sin hablar, sin andar, en las edades en que todo ello es esperable, habita el mundo como un Dios cuyas únicas actividades son la deglución, la digestión y, como consecuencia directa, la excreción. Un Dios algo despótico que se limita a abrir todos los orificios necesarios para que los alimentos y líquidos lo atravesaran, en una frase recurrente que se repetirá en distintos momentos del texto. Un tubo, pues, a partir del cual la escritora levanta su particular metafísica: las bondades de una existencia sin movimiento, en una singular mezcla de plenitud y vacío ajena a las complicaciones de la realidad.

Sin haber cumplido tres años, esta existencia vegetal -La Planta, dice de sí misma este muy lúcido e intelectualmente despiadado bebé- se ve definitivamente interrumpida por la aparición de la abuela materna, que viaja desde Bélgica a visitar a su hijo y su familia: Fue entonces cuando nací a la edad de dos años y medio, en febrero de 1970, en las montañas del Kansai y en el pueblo de Shukugawa, ante la mirada de mi abuela paterna, por obra y gracia del chocolate blanco. La barrita de chocolate que la abuela hace probar a su nieta la hará descubrir el placer -el motor de la vida-, abandonar su amorfo pero acogedor estado vegetal y “nacer” a una existencia relativamente normal.

Desde 1970 lo recuerdo todo, escribe. Y en consecuencia, a partir de esa fecha dará cuenta de sus primeros pasos en el mundo, en una por momentos desternillante sucesión de peripecias, convencionales en cuanto son comunes a casi cualquier menor pero extraordinarias al ser relatadas desde la extravagante perspectiva de una niña sumamente inteligente y con un planteamiento de la vida muy original y divertido. Así, aprende a hablar, y conocemos sus disquisiciones acerca de cuáles deberían ser sus primeras palabras: Mamá, Papá, Aspiradora (divertidísima la “escena” del “encuentro” con el electrodoméstico), Juliette (ni por asomo quiere nombrar a su hermano mayor), Nishio-san, su cariñosa cuidadora. Empieza a escuchar las conversaciones a su alrededor interpretándolas, desde su ignorancia infantil, a su imaginativo antojo (llega a la conclusión, por ejemplo, de que la misteriosa profesión de cónsul a la que se dedica su padre debe equivaler a una especie de alcantarillero). Muy avanzada para su edad, se interesa por la Biblia, que se ve obligada a leer “encubierta” entre las tapas de un Tintín, para evitar que los padres la descubran. Atrevida y arriesgada, amante de las aventuras (mentales, físicas, subterráneas y navales, en tipología propia) y muy lanzada, en su afán de descubrir y experimentar hace todo tipo de trastadas que ponen a sus padres al borde del infarto: ahogarse en el mar, lanzarse por una ventana (sabía que las cosas más seductoras tenían que ser, a la fuerza, las más peligrosas)... La atracción por su primordial condición de “tubo” la lleva a intentar el suicidio por inmersión, reconociéndose en una naturaleza acuática, pues como el agua, dice, me sentía preciosa y peligrosa, inofensiva y mortal, silenciosa y tumultuosa, odiosa y feliz, dulce y corrosiva, anodina y rara, pura y embargante, insidiosa y paciente, musical y cacofónica. Inconformista y rebelde, cuestiona la naturaleza vigente de las cosas, rechaza el universo masculino a causa del injusto desequilibrio con la mujer en la cultura japonesa; y por ello odia a las carpas, ese animal totémico en el país nipón, símbolo del hombre en la mitología japonesa (Carpe diem, el dictum latino, es interpretado por ella como un desgradable “Una carpa al día”, hasta ese punto aborrece al repugnante pez). Unas carpas, esos seres rollizos que solo degluten, meras bocas que comen, que traen de nuevo a la mente de la niña -y del lector- la metáfora del tubo. Adora Japón -mi país, dice- y describe fascinada su paisaje, sus costumbres, sus rituales, sus ceremonias. Aparece, larvada, la vocación de escritora, pues miente a su antojo, inventando historias: En el fondo, me daba lo mismo que me creyeran o no. Yo seguiría inventando para mi propia satisfacción. Empecé, pues, a contarme historias.

Y descubre, por fin, la muerte, tras el fallecimiento de su abuela: lo que te ha sido dado te será arrebatado. Esa muerte real dará paso a la metafórica, cuando anticipa -con casi tres años, uno sabe que un día morirá- que algún día deberá dejar Japón, expulsada del paraíso por el cambio de destino de su padre. Ante el descubrimiento de este futuro expolio -dice- sólo existen dos actitudes posibles: o bien uno decide no encariñarse con las personas y las cosas, con el fin de que la amputación no resulte tan dolorosa; o, por el contrario, uno decide amar todavía más a las personas y las cosas, poner toda la carne en el asador, “ya que no estaremos mucho tiempo juntos, te voy a dar en un año todo el amor que te habría podido dar en una vida”. Y concluye, como corolario natural de su prematuramente asumida condición mortal: ya que serás expulsada del edén (…) tienes el deber de recordar todos estos tesoros.

Metafísica de los tubos es, pues, en cierto modo, la descripción de esos “tesoros recordados” en una narración llena, como se ha dicho, de humor e ironía, en la voz de una niña capaz, sin embargo, de análisis y razonamientos adultos. Con un mirada distanciada y crítica del mundo que le rodea, la pequeña Amélie lo cuestiona todo con una mezcla de ingenuidad e inteligencia prodigiosa, lo replantea todo desde un enfoque imprevisto: A los tres años, uno es un marciano. Resulta apasionante pero terrorífico se un marciano recién llegado a la Tierra. Uno observa los fenómenos inéditos, opacos. No posee ninguna llave. Hay que inventarse leyes a partir de estas únicas observaciones. Hay que ser aristotélico las veinticuatro horas del día, lo cual resulta particularmente extenuante cuando uno nunca ha oído hablar de los griegos.

El cumplimiento de los tres años, el último fallido intento de suicidio, esa frustrada aventura iniciática, será el final de una etapa; en cierto modo, el final de todo lo importante de una vida -Luego ya no volvió a ocurrir nada más es la rotunda frase que cierra el libro- que pudo hundirse en una inexistencia quizá más decisiva y reveladora. La existencia nunca me ha molestado, ¿pero quién me asegura que, en el otro lado, todo habría sido más interesante?

En fin, leed estas dos recomendables novelas de Amélie Nothomb publicadas por Anagrama, Estupor y temblores y Metafísica de los tubos, a cuya reseña acompaño ahora una propuesta musical. Aprovecho la mención a los Beatles en la segunda de las dos obras reseñadas para ofreceros She’s a woman, uno de los temas que los británicos interpretaron en 1966 en su concierto en el Nippon Budokan Hall de Tokyo.


Así descubrí algo muy importante: que en Japón la existencia es la empresa.

Se trata, por supuesto, de una verdad que ya ha sido descrita en numerosos ensayos de economía dedicados a este país. Pero existe un abismo entre leer una frase en un ensayo y vivirla. Yo podía convencerme de lo que aquello significaba para los miembros de la compañía Yumimoto y para mí.

Mi calvario no era peor que el suyo. Sólo resultaba más degradante. Aunque eso no era suficiente para que envidiara la posición de los demás. Era tan miserable como la mía.

Los contables que pasaban diez horas diarias recopilando cifras me parecían víctimas sacrificadas en el altar de una divinidad carente de grandeza y de misterio. Desde tiempos inmemoriales, los humildes han dedicado sus vidas a realidades que los superan: en otros tiempos, podían por lo menos entrever alguna causa mística en semejante estropicio. Ahora, ya no podían ilusionarse. Entregaban su vida a cambio de nada.

Como todo el mundo sabe, Japón es el país con la mayor tasa de suicidios. Personalmente, lo que me sorprende es que no sea todavía más frecuente.

¿Y fuera de la empresa, qué les esperaba a aquellos contables de cerebro lavado por los números? La cerveza obligatoria con colegas tan trepanados como ellos, horas de metro abarrotado, una esposa que ya duerme, el sueño que te aspira como el desagüe de un lavabo que se vacía, las escasas vacaciones en las que nadie sabe qué hacer: nada que merezca el nombre de vida.

Y lo peor es pensar que a escala mundial esta gente son privilegiados.