Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de junio de 2014


NIR BARAM. LAS BUENAS PERSONAS

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os damos cuenta de un libro cuya lectura os recomiendo con altas dosis de pasión. Y es que en estas reseñas nunca aparece una obra que no me haya interesado, que no haya provocado en mí alguna suerte de entusiasmo, que no me haya deslumbrado, conmovido, ilusionado o, como mínimo, entretenido.

Esta semana continuamos con las propuestas que se relacionan, de modo directo o indirecto, con la segunda guerra mundial pues, pese a que en este 2014 se cumplen cien años del comienzo de la primera gran contienda bélica -la Gran Guerra-, es el universo del terror nazi y su paralelo estalinista, con sus causas y repercusiones el que centra mis intereses en estos temas (será en noviembre, coincidiendo con el aniversario de la firma del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, cuando aparezcan aquí libros relativos a ese también terrible conflicto). De modo que con la excusa del septuagésimo aniversario del desembarco de los aliados en Normandía llevamos ya cuatro miércoles con libros vinculados a esta segunda -y esperemos que última- gran conflagración mundial.

Hoy mi sugerencia se vincula con el tema elegido de una manera algo más accesoria y lateral porque, aunque la trama de la novela se desarrolla en los escenarios y en los años de la guerra: Alemania, Polonia, Rusia, Lituania, entre 1938 y 1941, el planteamiento narrativo no se centra tanto en los episodios bélicos -sin embargo presentes en el libro- como en las interioridades psicológicas de sus dos personajes principales, el alemán Thomas Heiselberg y la rusa Alexandra Weissberg, dos construcciones literarias muy poderosas en sí mismas y repletas además de resonancias e implicaciones metafóricas. Os hablo, desvelemos ya el título y el autor de la obra, de Las buenas personas, una novela de Nir Baram, un joven escritor nacido en Jerusalén, destacado exponente de la nueva literatura israelí. El libro, en traducción del hebreo de Ana María Bejarano, lo publica en España la Editorial Alfaguara.

Las buenas personas cuenta en paralelo, en capítulos alternos que acabarán confluyendo, las historias respectivas de los dos personajes citados, un alemán y una rusa, desde los días previos a la ocupación de Polonia por Hitler hasta los momentos en que el ataque alemán empieza a abrirse paso en el frente ruso. Los dos protagonistas no llegan a ocupar -como sí lo hace el personaje principal de Las benévolas, también aquí reseñada hace siete días, y con la que se compara la novela que ahora os comento en casi todas las críticas y entrevistas con su autor que he leído-, no llegan a desempeñar nunca un papel predominante en la primera línea de batalla y sí permanecen en un discreto -y  cobarde- segundo plano con respecto a la lucha que se libra en las trincheras.

Cobarde, he escrito, y es que, en efecto, Thomas y Sandra ejemplifican, con su egoísmo, con su tibieza, con su permanente afán manipulador, con su voluntad de sobrevivir a cualquier precio, incluso el de la vileza, en el mundo convulso en que les ha tocado vivir, con su traición, en definitiva con su cobardía, ejemplifican, digo, amplificándola de un modo -pienso que buscado por el autor- extraordinariamente didáctico, cierta condición mostrada por algunos de sus compatriotas -y quién sabe si, por extensión, por cualquier ser humano normal, por “las buenas personas” del común- ante los respectivos horrores nazi y soviético: la pasividad, el conformismo, la tolerancia… y aun más la connivencia, la colaboración con el doble régimen de terror, el hitleriano y el estalinista, bajo el que desenvuelven sus existencias.

Thomas Heiselberg es un joven alemán de clase media nacido en los albores del siglo XX. Extraordinariamente ambicioso, lleno de voluntad e imaginación, atrevido y valiente, a los veinte años cambia su destino, su “natural“ trayectoria como estudiante universitario, y se lanza a una aventura personal y profesional que lo lleva, de entrada, a subir peldaños en el escalafón de la importante compañía norteamericana Milton, y en una fase posterior -a partir de su experiencia como flamante director del muy pomposo Departamento de Psicología del Consumidor Alemán en la empresa estadounidense- a adentrarse en los entresijos, burocratizados y algo siniestros del poder hitleriano. Los orígenes de esta acelerada ascensión se pueden percibir en un largo, aunque muy significativo fragmento del libro: Mientras su padre y sus amigos despedidos del trabajo andaban por las calles de Berlín disfrazados de neumáticos, de bocadillos o de pastillas de chocolate, a el le había dado tiempo a idear un plan original y de lo mas inspirado. Un buen día, unos dos años después de terminar los estudios en la universidad, leyó en el periódico que la compañía Milton, dedicada a la investigación de posibles mercados, se estaba asesorando con el fin de fundar una filial en Alemania. Esa compañía norteamericana, con sucursales por todo el mundo excepto en Europa, donde solo tenia una, en Inglaterra, había prendido la chispa de su imaginación cuando todavía estudiaba en la universidad. Por aquel entonces se había hecho amigo de un estudiante americano que estudiaba Económicas, y este le había hablado de Milton y de sus estudios de mercado que les llevaban a los europeos una delantera de por lo menos diez anos. Ese fue uno de los pocos puntos de luz que Thomas vio mientras permaneció en la Universidad de Berlín: a principios de los años veinte le habían interesado los estudios de Sociologia, luego la Filología, que además era muy fácil, aunque finalmente, por influencia de su madre -que creía que su hijo sufriría un cambio de carácter si acudía a una universidad en la que se concentraba un grupo de intelectuales de primer rango, estudió Filosofía. Pero por lo general los estudios le parecieron una pérdida de tiempo, así que en el momento en el que obtuvo el titulo de licenciado dejo la universidad para ya no volver más. En el invierno de 1926, a los veintitrés años, Thomas marcho a Londres, donde conoció a un americano llamado Jack Fisk y que era el director de la delegación europea de Milton Investigación Mercantil. A partir de este encuentro, su ascenso, en la empresa y en la burocracia del poder nazi, resulta vertiginoso. Desde su posición en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y sobre la base de las estrategias comerciales aprendidas y puestas en práctica en Milton, Thomas redacta informes que constituirán la base teórica que permitirá allanar el camino del ejército alemán en su invasión de Polonia y, como corolario ulterior, proceder al exterminio del “enemigo” judío.

Idéntica condición de “colaboracionista“ -quizá no del todo consciente, quizá inevitable, quizá disculpable-, aunque en este caso con el régimen soviético, ostenta Alexandra -Sacha- Weissberg. Hija de un matrimonio que se desenvuelve en un ambiente de intelectuales y poetas, no siempre conformes con el poder -el físico Andrei Weissberg, director del Instituto de Física y Tecnología, y Valeria, su doliente esposa que sufre la ostensible infidelidad de su marido-, Sacha se ve obligada, para salvarse a sí misma y a sus hermanos -aunque el asunto de la obligación y la libertad, de la valentía y la integridad, de la resistencia y la voluntad y la fuerza y la energía para oponerse al mal permea toda la novela sin que se nos ofrezca una propuesta “cerrada“ que culpabilice abiertamente a los protagonistas por sus debilidades-, a denunciar a sus padres y amigos ante la poderosa maquinaria de la formidable e inhumana burocracia rusa (en este aspecto tan similar a su paralela, la alemana).

Así, Thomas y Alexandra son individuos comunes que, sin demasiada conciencia de las consecuencias de sus actos, hacen el mal sin quererlo expresamente. Un personaje de la novela se sorprende, a este respecto y en relación a Sacha, de la flexibilidad gracias a la cual las personas pueden yacer en su lecho por la noche imaginando o soñando con los crímenes más espantosos y despertarse por la mañana con la sensación de que nada pasa. E igualmente, a propósito de Thomas, uno de sus responsables -nada sospechoso de una especial “integridad”- le espeta (e incluye en su alegato a la joven rusa): Ustedes nunca han tenido sangre en las manos. Han provocado la muerte de manera indirecta, con órdenes, escribiendo papeles que pasaban de mano en mano sin que sus ojos ya los vieran hasta enviar a otros a la muerte. En eso son ustedes de sobresaliente, pero, ¿dar una orden directa de matar a alguien? Matar a alguien de cerca, asestarle una puñalada en el corazón, romperle el gaznate, pegarle un tiro a bocajarro y ver cómo le estalla el cerebro, y luego descubrir en casa, ante el espejo, que llevan ustedes restos de ese cerebro pegado en las orejas, eso no lo han hecho ustedes dos nunca, ¿verdad que no? En este momento les gustaría enterrarme bien hondo bajo tierra. Pero esta vez no hay nadie que vaya a hacer por ustedes el trabajo sucio. Resulta grotesco: ustedes que han llevado a tantos a la muerte, puede que a miles, se sienten de pronto impotentes ante una pequeña muerte.

Nir Baram dibuja así -y el retrato es espléndido; magistral, a mi juicio, en el caso de Heiselberg- dos caracteres muy complejos que, en sus contradicciones, en su mediocridad, resultan paradigmáticos, ejemplifican un modo, por desgracia muy común, de estar en el mundo y que es, en muchos casos, si no la causa sí el cooperador necesario para la propagación del mal: la inconsciencia culpable, la tolerancia cobarde, la “equidistancia” irresponsable. Son egoístas: El problema es que en toda tu vida no has creído en nada que no fuera en ti mismo. No tienes ni sentimiento patriótico ni eres fiel al pueblo a través del ningún grupo y, para ser sinceros, ni siquiera te has sentido nunca en deuda con tus padres. Pero lo peor de todo es que nunca te hayas parado a pensar ni un solo minuto por qué eres así o si no podrías mejorar como ser humano; nunca has comprendido que cualquier comportamiento individual puede llegar a servir al comportamiento de toda la raza, y en lugar de eso has empleado todo tu talento y tus energías en tu propio beneficio; manipuladores: Tenía suficiente capacidad organizativa como para satisfacer hasta los deseos más contradictorios de los demás y para manejar las más variadas debilidades humanas, juntándolo todo en un solo paquete que él manipulaba luego a la perfección; cobardes al extremo de arrasar con todo con tal de sobrevivir en un mundo que se desmorona: No hay nada que hayas aprendido, no hay nada en lo que creas. No hay ninguna cualidad que hayas heredado o con la que te hayas hecho, no existe absolutamente nada en ti de lo que no vayas a ser capaz de deshacerte en un abrir y cerrar de ojos con tal de sobrevivir. Y después, en casa, te parecerá que lo has soñado. Son camaleónicos, capaces de adaptarse sin escrúpulo al “estilo” -a los dictados- de quien ostenta el poder en cada momento, condición que en el caso de Thomas se revela como una auténtica falta de identidad: el rey del disimulo, chaquetero, un auténtico farsante dicen de él otros personajes de la novela. Esta insustancialidad radical aflora en numerosas situaciones a lo largo de su existencia, relatadas en el libro: Thomas Heiselberg es, en realidad, un cúmulo de características, de gestos, de ideas y de apreciaciones que ha tomado de acá y de allá. Es un artista para tomar lo que sea de los demás y apropiárselo. Incluso la expresión de una escultura que le guste la adopta como propia. En el cuarto oscuro de su vacía alma revela los negativos robados a otros y los convierte en unas espectaculares fotografías. Su grado de identificación con el robo es tan alto y su capacidad para reelaborarlo tan perfecta, que al poco tiempo cree que ha nacido con él. O en otro fragmento: El pegamento que lo tenía cohesionado como un ser fuerte había empezado a secarse y descomponerse, y los rasgos de su carácter con los que antes se había definido a sí mismo -orgullo, encanto personal, la capacidad para separar lo superfluo de una cosa y quedarse con el meollo, y sobre todo el impulso y la creencia de que sus actos, es decir, la materialización de sus planes, eran los correctos y lo llevarían a los resultados deseados- todos esos rasgos de su carácter se revelaban ahora como dependientes de circunstancias externas y no eran más que un recuerdo del pasado. Y más adelante: Has sido muy hábil para disfrazarte de esto o de lo otro, y hasta para hacerte pasar por un nacionalsocialista. O aún: Aquel hombre era una de las personas más espantosas y extrañas que jamás había conocido, un verdadero misterio (…) compuesto de cientos de pedacitos de papel pegados con cola vieja (…) De lejos la imagen parecía entera, pero de cerca asomaba la desnudez que había tras los pedazos rotos, y puede que ni siquiera fuera desnudez lo que ahí se entreveía, sino los pedazos rotos de otra imagen.

Thomas y Sacha llevan en sí la muerte, la destrucción, son fracasados en el sentido más esencial de la palabra, exhalan el hálito glacial de la muerte (¿Llamas a la colección de mentiras y vilezas que somos “vida”?), contagian su ruina moral, arrasan difundiendo devastación en cuanto tocan (Hay una cosa que por fin has comprendido: hace ya mucho que ninguno de nosotros vive). De nuevo hay fragmentos en el texto que muestran con una “potencia” inequívoca esta desoladora condición de nuestros personajes, revelaciones -que a menudo, los propios protagonistas, viles pero lúcidos, encaran- que revelan la esencia de su ruina existencial: ¿Habría allí algo que su imaginación fuera incapaz de destruir?, se dice a sí mismo Heiselberg en un fragmento del libro. O, en reflexión del propio Thomas: Aquella no era una sensación nueva: ya en su infancia la mente lo empujaba a ver como terminada cualquier cosa que representara periodicidad o el fin de un ciclo. Las vacaciones de verano, los días de fiesta, los cumpleaños. Siempre, hacia el final de la celebración, veía a los que lo rodeaban del color amarillento de la cera, como si se hubieran quedado sin el último aliento vital. Las personas como él, que veían la muerte en todas partes, no podían llegar a entender por qué los demás celebraban el paso del tiempo. Y aun más nítidamente: La facultad más terrible que él tenía y que siempre lo dominaba en el momento más crítico (…) consistía en conducir a la muerte lo que estaba vivo. O por fin: Resultaba que el disfraz destinado a causar la impresión de que Thomas Heiselberg era un hombre expeditivo al que el futuro deparaba todavía grandes acontecimientos se revelaba ahora falso, y hasta lo miraban irónicamente de reojo porque debajo asomaba un ser tan ingenuo como para no haber llegado todavía a comprender que la empresa de su vida había fracasado. E igualmente ocurre con Alexandra: Ya fue más fuerte en ella el deseo de morir que el deseo de sobrevivir. Ambos, en cualquier caso, están persuadidos de que todo vencedor sabe que la derrota acabará por llegar.

¿Es, el análisis moral de Las buenas personas, extrapolable a nuestros días o se queda en un mero retrato de una época; fidedigno y veraz, profundo y valiente… pero limitado, circunscrito a un momento y unas circunstancias muy concretas? ¿Pretende Nir Baram, por el contrario, decirnos que el nazismo y el estalinismo, no fueron fenómenos episódicos fruto del delirio de algunos iluminados con extraordinarias dotes persuasivas, sino que es la condición humana, somos los ciudadanos normales y corrientes, las buenas personas, los que en circunstancias excepcionales hacemos el mal, propagamos la miseria y la destrucción, la iniquidad y el terror, la traición y la desolación, el sufrimiento y el dolor?

Las buenas personas: A sus ojos, todo lo que ella desconocía formaba una sola y gran mentira, porque las buenas personas, que eran las menos, dicen la verdad y jamás la traicionan a una, mientras que todas las demás son unas mentirosas. ¿Mentimos, también, nosotros?

Os dejo para cerrar esta reseña con una canción que habla de la cobardía, The coward of the county, en la voz de Kenny Rogers.
 

miércoles, 18 de junio de 2014

JONATHAN LITTELL. LAS BENÉVOLAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, como de costumbre los miércoles por la tarde en Radio Universidad de Salamanca. Como recordaréis, a lo largo de este mes de junio estamos ofreciendo aquí una serie de lecturas que giran sobre la segunda guerra mundial, a partir de la fecha emblemática del 6 de junio de 1944, hace ahora setenta años, en que se produce el desembarco de Normandía, ese momento decisivo en el desenlace de la contienda. Esta tarde os traigo una obra monumental, magnífica y polémica, arrebatadora y muy discutible, apasionante y genial. Se trata de Las benévolas, una novela de Jonathan Littell con la que obtuvo el Premio Goncourt en 2006 y que vio la luz en España en 2007, en la editorial RBA, traducida por María Teresa Gallego Urrutia.

Las benévolas narra la historia de Maximilian Aue, un alto oficial nazi, perteneciente a las SS que, décadas después de la finalización de la segunda guerra mundial, ya mayor, casi anciano -había nacido en 1913-, director en Francia de una fábrica, casado y con familia, relata amarga y descarnadamente su experiencia durante los años de la contienda, en los que ocupó cargos de responsabilidad en el ejército alemán, y durante los cuales estuvo presente en todos los lugares y los momentos decisivos del brutal conflicto bélico. Así, Max vive en Berlín en distintas fases de la guerra, lo que nos permitirá conocer los entresijos de la despiadada y cruel maquinaria burocrática germana para la eliminación de los enemigos del Reich. Igualmente, nuestro personaje forma parte de los Einsatzgruppen, los comandos de exterminio en Ucrania, protagonistas de algunas de las más inhumanas masacres de la guerra, el asesinato indiscriminado de judíos y colaboradores comunistas en el Cáucaso; lucha en el frente de Stalingrado, y lo escuchamos narrar el hambre y el terror, el sinsentido y el frío, el miedo y la brutalidad de la insensata campaña alemana en tierras rusas; participa de la organización y gestión de la “Solución final”, el transporte, “aprovechamiento” y eliminación de los prisioneros -no sólo judíos- en diversos campos de concentración, sobre todo en Auschwitz. Su experiencia vital, incluida la huida a Francia -provisto de una nueva personalidad- cuando el Tercer Reich está envuelto en sus últimos estertores, sirve al autor para, en definitiva, “fotografiar” las principales etapas de la guerra, los hitos destacados de un acontecimiento esencial en la historia de la humanidad.

Sin embargo no es esta -la descripción casi documental, “externa”, de la barbarie nazi- la razón principal que mueve a Jonathan Littell en su desbordante novela, en sus mil páginas de prosa arrebatadora y adictiva, sino que el autor, mientras hace que su personaje recorra los escenarios principales de la guerra, busca, a mi juicio, encontrar el marco adecuado para introducirnos en el pensamiento, en la intimidad intelectual y emocional, en las reflexiones filosóficas y morales de un hombre -este Maximilian Auer- que, más allá de ser un indudable asesino y criminal, es también un intelectual, culto y formado, inteligente y refinado, educado y sensible, para, a través de sus ideas, de sus argumentos, de sus explicaciones, mostrarnos la sustentación ideológica del nazismo, una visión del mundo -si se puede llamar así; y sí se puede- que se presenta en el libro no como un disparate delirante impulsado por un puñado de influyentes y enfermizos personajes, de políticos acomplejados y enloquecidos, de militares depravados y con problemas psicológicos, sino como una “teoría”, sistematizada y completa, razonada y “objetiva”, sostenida en bases culturales muy fuertes, en la filosofía, en la antropología, en la psicología, en la lingüística, en la música clásica, en, si se me permite la aberración, la ciencia. De todo ello se da cuenta, desde este punto de vista, en la novela, que incluye disquisiciones -sostenidas por el protagonista y por otros diversos personajes- acerca de la raza, la cuestión de los judíos y los factores culturales y sociales que explicarían su “parasitismo” innato, su “maldad” congénita. También se presentan las bases teóricas que justifican -para sus perpetradores- las políticas y las acciones de deportaciones y asesinatos masivos, de eliminación de todos aquellos que no encajaban en el ideal ario: homosexuales, gitanos, dementes, discapacitados y, claro está, los mencionados judíos.

Estos dos planos, el objetivo -la descripción, con precisión propia de un texto de historia, del panorama en el frente y en la retaguardia, en los pueblos asediados y en los cuarteles generales del nazismo, la cotidianidad de la guerra, los rutinarios y pese a ello despiadados hábitos de las campañas de exterminio- y el subjetivo y más “literario” -la peripecia intelectual y vital de Auer, sus luchas internas, su conflictiva biografía (pues en su rememoración, Maximilian no edulcora su realidad ni nos ahorra las facetas más oscuras de su personalidad), constituyen, en mi lectura del libro, dos de sus aspectos esenciales, en una obra imposible de abarcar en una reseña como esta, meramente divulgativa y forzosamente reducida.

Desde la perspectiva que he llamado objetiva, quiero destacar la minuciosidad extrema del autor, la exactitud en fechas y datos, en operaciones y lugares, en batallas y acciones bélicas, su pormenorizado rigor en los detalles (que puede llevar, en ocasiones, a un cierto hartazgo, pues el libro está repleto de referencias a cuerpos militares y policiales, cargos, jerarquías, en una muy fidedigna y sin embargo algo paralizante profusión de siglas que recomiendo obviar en la lectura y que se explican en un largo glosario final), un rigor fruto de cinco años de investigación, incluyendo las tareas de escritura y corrección, como ha confesado el propio Littell en alguna entrevista. Parece evidente, y ello contribuye a la atmósfera de verosimilitud que rezuma la novela, que su autor ha manejado todas las fuentes, ficción y ensayo, historia y cine, documentos oficiales y biografías, que estudian la época y los hechos que narra en su libro.

Desde ese mismo enfoque casi “historicista” interesa también la reflexión acerca de las causas del inusitado “éxito” del proyecto nacionalsindicalista y del encantamiento colectivo que suscitó en la sociedad alemana. Escrito, como declara el autor, para responder a una pregunta: ¿cuál es la naturaleza del crimen de Estado?, Las benévolas incide en la cuestión, tan actual, de la responsabilidad compartida del alemán medio en el auge de la locura nazi, su complacencia y aun su fascinación ante aquel delirio colectivo, su silencio culpable o su colaboración voluntaria en unos acontecimientos que no podían ser ignorados por quienes asistían a las deportaciones, al expolio, al encierro en guetos, a la humillación, la violencia y la muerte de tantos de sus conciudadanos. Os aconsejo, en relación a este mismo asunto, la magnífica serie Hijos del Tercer Reich -de título original Nuestros padres, nuestras madres- que hace unos meses ha ofrecido Canal Plus; cuatro horas largas de excelente televisión, en las que el director Philipp Kadelbach cuenta la vida de cinco amigos a quienes la locura de la guerra lleva por caminos dispares, en medio del dolor y la barbarie, el sufrimiento y la culpa, la cobardía y la traición, en un retrato magnífico, como lo es Las benévolas, de la compleja sociedad alemana de los años treinta y cuarenta.

En el largo fragmento del libro que os transcribo a continuación se refleja de modo ejemplar esta cuestión de la culpa individual y colectiva; en él se habla del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado “Eutanasis” o “T-4”, creado por la “inteligencia” nazi dos años antes que el programa “Solución final”:

En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: “¿Culpable yo?”. La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempeña un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. Otro tanto sucede con el funcionario a cuyo cargo está requisar pisos para los damnificados por los bombardeos, con el impresor que prepara los avisos de deportación, con el proveedor que vende hormigón o alambre de espino a las SS, con el suboficial de intendencia que provee de gasolina a un Teilkommando de la SP y con Dios, allá en los cielos, que permite todo lo dicho. Por supuesto que pueden establecerse grados de responsabilidad penal relativamente exactos que permiten condenar a unos y dejar a todos los demás que se las arreglen con sus conciencias, en el supuesto de que las tengan; es tanto más fácil cuanto que se redactan las leyes después de ocurridos los hechos, como en Nuremberg. Pero incluso ahí se hicieron las cosas un tanto manga por hombro. ¿Por qué ahorcaron a Streicher, ese paleto impotente, y no al macabro Von dem Bach-Zelewski? ¿Por qué ahorcaron a mi superior, Rudolf Brandt, y no al de él, Wolff? ¿Por qué ahorcaron al ministro Frick y no a su subordinado Stuckart, que le hacía todo el trabajo? Un hombre feliz, ese Stuckart, que nunca se manchó las manos más que de tinta, nunca de sangre. Que quede claro, una vez más: no intento decir que yo no sea culpable de tal o cual hecho. Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizá también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen; y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores. Pues si tenéis la arrogancia de creer que lo sois, ahí empieza el peligro.

Por otro lado, y desde la perspectiva subjetiva, la más literaria -pues Maximilian Aue es una invención de su autor, sin correlato real, a diferencia de otros personajes que pueblan el libro-, en Las benévolas tiene un papel destacado el retrato psicológico de su protagonista, y ello en tanto su compleja personalidad, torturada y extrema, excesiva y neurótica, distorsionada y sufriente, ejemplifica, en sus contradicciones, en sus excesos, la locura del sistema y de la concepción de vida nazi, en un paralelismo que a mi juicio parece intencionado por parte de su autor entre, por llamarlo así, lo interno (el alma del dirigente nacionalsocialista) y lo externo (el delirante y genocida proyecto de Hitler). La historia personal de Max es muy problemática, con una difícil relación de amor/odio hacia una madre que, en la infancia del chico y tras la desaparición de su marido, vuelve a contraer matrimonio, lo que perturba notablemente al menor; con una pasión incestuosa vivida con su hermana gemela Una; con rabiosas y salvajes pulsiones homosexuales; con sueños extremos repletos de violentas fantasías sexuales y patológica crueldad; con episodios “reales” de crimen y destrucción. Por la mente de Auer transitan desbocados el sufrimiento y la culpa, la mala conciencia y el dolor, la hipersensensibilidad enfermiza, las dudas y la responsabilidad, la indiferencia y la autojustificación, el atroz peso de la memoria, el espanto y el miedo, el inmenso miedo, el terror a la venganza por las atrocidades cometidas. Una venganza que constituye el sentido último de la obra, que ya aparece desde su título, el mito de las Erinias, las Euménides, las Benévolas en traducción del griego, las furias que persiguen a Orestes siguiendo el rastro de la sangre de su madre, Clitemnestra, asesinada por su hijo. El dictamen final de Atenea, que absuelve a Orestes, convierte a las diosas vengativas en benevolentes símbolos de la misericordia y la piedad. Maximilian, al final de la obra, se queda a solas con el tiempo y la tristeza y la pena del recuerdo, la crueldad de mi existencia y de mi muerte aún por venir. Las Benévolas habían dado con mi rastro, afirma.

Y entre ambos planos, y sobresaliendo como leitmotiv recurrente a lo largo de todo el libro, surge uno de sus logros más notables: la descarnada descripción del horror, el horror genérico y podríamos llamar convencional de la guerra, común a cualquier guerra, y el específico y singular, la inusitada malignidad del proyecto nazi. En este sentido, y como ha resaltado Mario Vargas Llosa, la novela no deja resquicio a la esperanza, pues al mostrar de manera exhaustiva, sin ambages ni paliativos, sin edulcorantes ni benévolos filtros, la crudeza de las escenas de violencia, nos pone cara a cara con el desgraciadamente muy humano fenómeno de la maldad y nos traslada una desasosegante sensación de duda ante las posibilidades que como especie tenemos de escapar a esa dimensión oscura y destructiva, ominosa y animal de nuestra naturaleza.

Os dejo aquí, como ejemplos de la en este sentido eficaz aunque trágica propuesta de Littell, dos muy largos fragmentos de Las benévolas. En el primero asistimos a una matanza de judíos en Ucrania, el bautismo de sangre de Maximiliam Aue, la brutal trivialidad del mal. Obviad su extensión y adentraos en él porque su lectura, sobrecogedora, es muy descriptiva del tono general del libro, además de resultar una excelente, aunque atroz, muestra de la realidad de aquella monstruosa contienda:

Una mañana Janssen me propuso que asistiera a una acción. Era algo que tenía que pasar antes o después, y yo lo sabía y ya había pensado en ello. Que sentía dudas en lo referido a nuestros métodos es algo que puedo decir con total sinceridad; no acababa de entender la lógica que pudieran tener. Había charlado acerca de eso con presos judíos, quienes afirmaban que para ellos, de toda la vida, las cosas malas llegaban del este y las buenas del oeste; en 1918, recibieron a nuestras tropas como liberadoras, salvadoras, y éstas se habían portado de forma muy humana; cuando se fueron, los ucranianos de Petliura volvieron a las matanzas. En cuanto al poder bolchevique, mataba al pueblo de hambre. Ahora nosotros los matábamos. Y era innegable que matábamos a mucha gente. Lo que me parecía una desgracia, por más inevitable y necesario que fuera. Pero con la desgracia hay que encararse; hay que estar siempre listo para mirar cara a cara lo inevitable y lo necesario, y percatarse de las consecuencias que de ellos se derivan; cerrar los ojos no es nunca una respuesta. Acepté el ofrecimiento de Janssen. Estaba al mando de la acción el Untersturmführer Nagel, su ayudante; salí, pues, con él de Tsviahel. Había llovido la víspera, pero la carretera seguía en buenas condiciones; viajábamos despacio entre dos elevadas murallas de vegetación que chorreaban luz y nos tapaban los campos. El pueblo, cuyo nombre no recuerdo ya, estaba a la orilla de un río ancho, pocos kilómetros más allá de la ex frontera soviética; era una población mixta; los campesinos de Galitzia vivían de un lado y los judíos del otro. Cuando llegamos, los acordonamientos ya estaban en su lugar. Nagel me había señalado un bosque detrás de la población: “Lo hacemos ahí”. Parecía nervioso y titubeante; seguramente tampoco él había matado aún nunca a nadie. En la plaza central, nuestros askaris estaban reuniendo a los judíos, hombres maduros y adolescentes; los iban sacando por grupitos de las callejuelas judías; a veces los golpeaban, luego los obligaban a sentarse en el suelo y los vigilaban unos Orpo. Algunos alemanes los acompañaban también; uno de ellos, Gnauk, azotaba a los judíos con una fusta para que anduviesen. Pero, dejando aparte los gritos, todo parecía relativamente tranquilo y ordenado. No había mirones; de vez en cuando aparecía algún niño en una esquina de la plaza, miraba a los judíos sentados en el suelo y se iba corriendo. “Todavía tenemos para una media hora, me parece”, dijo Nagel.-“¿Puedo ir a dar una vuelta?”, pregunté.-“Sí, claro. Pero llévese de todas formas a su ordenanza.” Así era como llamaba a Popp, que no se separaba ya de mí desde Lemberg y me preparaba el acantonamiento y el café, me lustraba las botas y mandaba que me lavasen los uniformes, y eso que yo no le había pedido nada. Me encaminé hacia las modestas casas de labor de la zona, por el lado del río. Popp me seguía a pocos pasos, con el fusil al hombro. Eran alargadas y bajas; las puertas permanecían obstinadamente cerradas, no se veía a nadie en las ventanas. Delante de una portalada de madera pintada de un azul pálido muy ordinario, alrededor de treinta ocas graznaban escandalosamente esperando a que les abrieran. Dejé atrás las últimas casas y bajé hacia el río, pero las orillas se volvían pantanosas y volví a subir algo más arriba; un poco más lejos, divisaba el bosque. El aire retumbaba con el croar agobiante y obsesivo de las ranas en celo. Más allá, entre los campos inundados en donde la luz del sol se reflejaba en las placas de agua, una docena de ocas blancas caminaban en fila, orondas y altaneras; las seguía un ternero medroso. Había tenido oportunidad de ver unos cuantos pueblos en Ucrania: me parecían mucho más pobres y míseros que éste; me temía que Oberlánder viera venirse abajo sus teorías. Volví por donde había venido. Delante de la portalada azul, las ocas seguían esperando, mientras miraban de reojo a una vaca que lloraba, con un hervidero de moscas aglutinadas en los ojos. En la plaza, los askaris estaban subiendo a los judíos a los camiones a voces y a golpes, y eso que aquellos judíos no se resistían. Delante de mí, dos ucranianos llevaban a rastras a un viejo con una pierna de palo; la prótesis se desprendió y a él lo echaron sin miramientos dentro del camión. Nagel se había alejado; alcancé a uno de los askaris y le señalé la pierna de palo: “Métela con él en el camión”. El ucraniano se encogió de hombros, recogió la pierna y la arrojó hacia el viejo. En cada camión se amontonaban unos treinta judíos; debía de haber alrededor de ciento cincuenta en total, pero sólo contábamos con tres camiones; habría que hacer otro viaje. Cuando estuvieron cargados los camiones, Nagel me indicó con una seña que subiera al Opel y se dirigió hacia el bosque, con los camiones tras de sí. En las lindes, ya estaba listo el acordonamiento. Descargaron los camiones y, luego, Nagel ordenó que escogieran a los judíos que tenían que cavar; los otros esperarían allí mismo. Un Hauptscharführer hizo la selección y repartieron las palas; Ángel organizó una escolta y el grupo se internó en el bosque. Los camiones se habían vuelto a marchar. Miré a los judíos; aquellos a quienes tenía más cerca, parecían pálidos, pero tranquilos. Nagel se acercó y me interpeló con vehemencia, señalando a los judíos: “Es necesario, ¿entiende? En todo esto, el sufrimiento humano no debe contar nada de nada”.-“Sí, pero, pese a todo, algo cuenta.” Eso era lo que no conseguía yo captar: la oquedad, la absoluta falta de adecuación entre la facilidad, con la que es posible matar y la tremenda dificultad que debe de haber en morir. Para nosotros, era otro asqueroso día de trabajo; para ellos, el fin de todo. Salían gritos del bosque. “¿Qué sucede?”, preguntó Nagel.-«No lo sé, Herr Untersturmführer -respondió su suboficial-. Voy a ver.” Entró a su vez en el bosque. Algunos judíos iban y venían, arrastrando los pies, con los ojos clavados en el suelo, en un silencio adusto de hombres obtusos que esperan la muerte. Un adolescente, sentado en los talones, tarareaba una canción infantil mientras me miraba con curiosidad; se acercó dos dedos a los labios; le di un cigarrillo y cerillas: me lo agradeció con una sonrisa. El suboficial volvió a aparecer en la linde del bosque y llamó: “Han encontrado una fosa común, Herr Untersmrmführer”.- “¿Cómo que una fosa común?” Nagel se encaminó hacia el bosque y lo seguí. Bajo los árboles, el Hauptscharführer daba de bofetadas a un judío mientras gritaba: “¿Lo sabías, verdad que sí, maricón? ¿Por qué no lo dijiste?”.-“¿Qué sucede?”, preguntó Nagel. El Hauptscharführer dejó de abofetear al judío y contestó: “Mire, Herr Untersturmführer. Nos hemos encontrado con una fosa de los bolcheviques”. Me acerqué a la zanja que habían abierto los judíos; en lo hondo se vislumbraban unos cuerpos enmohecidos, encanijados, casi momificados. “Debieron de fusilarlos en invierno -comenté-. Por eso no se han descompuesto.” Un soldado se enderezó en el fondo de la zanja. “Parece como si los hubieran matado de un tiro en la nuca, Herr Untersturmführer. Debe de ser cosa del NKVD.” Nagel llamó al Dolmetscber: “Pregúntale qué pasó”. El intérprete tradujo y entonces habló el judío. “Dice que los bolcheviques detuvieron a muchos hombres en el pueblo. Pero dice que no sabían que los habían enterrado aquí.” -“¡Estas bazofias no lo sabían! -estalló el Hauptscharführer-. ¡Pero si seguro que los mataron ellos!” -“Cálmese, Hauptscharführer. Mande cerrar esta tumba y que caven en otro sitio. Pero marque el emplazamiento por si hay que volver para una investigación.” Volvimos donde estaba el acordonamiento: regresaban los camiones con los demás judíos. Veinte minutos después, se reunió con nosotros el Hauptscharführer, acalorado: “Hemos encontrado más cuerpos, Herr Untersturmführer. Si es que no puede ser, tienen el bosque lleno”. Nagel convocó un reducido conciliábulo. “No hay muchos claros en este bosque -sugirió un suboficial-. Por eso cavamos en los mismos sitios que ellos.” Mientras lo discutían, me di cuenta de que tenía clavadas en los dedos unas astillitas largas y muy finas, justo debajo las uñas; al tacto, descubrí que bajaban hasta la segunda falange, entre la carne y la piel. Era sorprendente. ¿Cómo se me habían metido allí? Porque no había notado nada. Empecé a sacármelas con cuidado, una a una, intentando no hacerme sangre. Menos mal que resbalaban con bastante facilidad. Nagel parecía haber tomado una decisión: “Hay otra parte del bosque, por allí, que está a un nivel más bajo. Vamos a intentarlo por ese lado”. -“Lo espero aquí.” -“Muy bien, Herr Obersturmführer. Ya enviaré a alguien a buscarlo.” Absorto, doblé los dedos varias veces. Todo parecía en orden. Me alejé del acordonamiento, bajando por una cuesta suave, entre las hierbas silvestres y las flores ya casi secas. Más abajo, comenzaba un campo de trigo que custodiaba un cuervo crucificado bocabajo y con las alas abiertas. Me tendí en la hierba y miré el cielo. Cerré los ojos. Popp vino a buscarme: “Ya están casi listos, Herr Obersturmführer”. El acordonamiento y los judíos se habían desplazado hacia la parte de abajo del bosque. Los condenados hacían tiempo bajo los árboles, en grupitos; algunos tenían la espalda apoyada en los troncos. Más allá, en el bosque, Nagel esperaba con sus ucranianos. Unos cuantos judíos, en lo hondo de una zanja de varios metros de largo, estaban echando aún paletadas de barro por encima del talud. Me incliné, la fosa estaba llena de agua; los judíos cavaban con agua fangosa hasta la rodilla. “Esto no es una fosa, es una piscina”, le comenté a Nagel en un tono bastante seco. Este no se tomó demasiado bien el comentario: “¿Y qué quiere que yo le haga, Herr Obersturmführer? Hemos dado con una vena de agua y el nivel va subiendo según van cavando. Estamos demasiado cerca del río. Pero no voy a pasarme el día mandando hacer agujeros en este bosque”. Se volvió hacia el Hauptscharführer. “Bueno, ya basta. Que salgan de ahí.” Estaba lívido. “¿Están listos sus tiradores?”, preguntó. Comprendí que eran los ucranianos quienes iban a disparar. “Sí, Herr Untersturmführer”, contestó el Hauptscharführer. Se volvió hacia el Dolmetscber y explicó el procedimiento. El Dolmetscher se lo tradujo a los ucranianos. Veinte acudieron a colocarse en fila delante de la fosa, otros cinco cogieron a los judíos que habían cavado y que estaban cubiertos de barro y los hicieron arrodillarse a lo largo del borde, de espaldas a los tiradores. Al dar la orden el Hauptscharführer, los askaris se echaron la carabina al hombro y apuntaron a la nuca de los judíos. Pero no salían las cuentas; tenía que haber dos tiradores por judío, y habían cogido a quince para cavar. El Hauptscharführer volvió a contar, ordenó a los ucranianos que bajasen los fusiles y mandó a cinco judíos que se levantasen; se fueron a esperar a un lado. Varios recitaban algo en voz baja, oraciones seguramente, pero, salvo eso, no decían nada. “Sería mejor poner más askaris -sugirió otro suboficial-. Acabaríamos antes.” Vino luego un breve debate: no había en total más que veinticinco ucranianos; el suboficial proponía añadir cinco Orpo; el Hauptscharführer aseguraba que no se podía quitar gente del acordonamiento. Nagel, exasperado, zanjó: “Sigan así”. El Hauptscharführer ladró una orden y los askaris alzaron los fusiles. Nagel dio un paso al frente. “Preparados...” Hablaba con voz sorda y hacía un esfuerzo para controlarla. “¡Fuego!” La ráfaga crepitó y vi algo así como una salpicadura roja que ocultaba el humo de los fusiles. La mayoría de los muertos salieron volando hacia delante y cayeron con la cara en el agua; dos de ellos se quedaron tendidos, ovillados, al borde de la fosa. “Que me despejen esto y que traigan a los siguientes”, ordenó Nagel. Unos ucranianos cogieron a los dos judíos muertos por los brazos y por los pies y los tiraron dentro de la fosa; aterrizaron con mucho ruido de agua, la sangre les corría a chorros de las cabezas destrozadas y había salpicado las botas y los uniformes verdes de los ucranianos. Se acercaron dos hombres con palas y se pusieron a despejar el borde de la fosa, enviando los terrones ensangrentados y algunos restos blancos de sesos a reunirse con los muertos. Fui a mirar: los cadáveres flotaban en el agua fangosa, unos bocabajo, otros de espaldas, con las narices y las barbas asomando del agua; la sangre que les manaba de la cabeza se extendía por la superficie, como una fina capa de aceite, pero de color rojo vivo; las camisas blancas también estaban rojas y unos hilillos rojos les corrían por la piel y por la barba. Ya traían al segundo grupo, los que habían cavado y otros cinco de la linde del bosque, y los colocaron de rodillas, de cara a la fosa y a los cuerpos flotantes de sus convecinos; uno se volvió, de cara a los tiradores, con la cabeza alta, y los miró en silencio. Pensé en esos ucranianos: ¿cómo habían llegado a esto? La mayoría habían luchado contra los polacos y, luego, contra los soviéticos; debían de haber soñado con un porvenir mejor para sí y para sus hijos; y resultaba que ahora estaban en un bosque, con un uniforme extranjero, y matando a personas que no les habían hecho nada, sin razón alguna que pudieran comprender. ¿Qué podían estar pensando de todo aquello? No obstante, cuando se lo mandaban, disparaban, empujaban los cuerpos a la fosa, y traían más; no protestaban. ¿Qué pensarían de todo aquello más adelante? Habían vuelto a disparar. Ahora se oían quejas que venían de la fosa. “¡Mierda! No están todos muertos”, refunfuñó el Hauptscharführer. -“Pues que los rematen”, gritó Nagel. A una orden del Hauptscharführer, dos askaris se adelantaron y dispararon otra vez a la fosa. Los gritos seguían. Dispararon por tercera vez. Junto a ellos, estaban despejando el borde. Otra vez, desde más lejos, traían a otros diez. Me llamó la atención Popp: le rebosaba de la mano un puñado de tierra del elevado montón que había cerca de la fosa y la miraba y la amasaba con los dedazos, la olfateaba; incluso se metió un poco en la boca. “¿Qué pasa, Popp?” Se me acercó: “Mire esta tierra, Herr Obersturmführer. Es buena tierra. A un hombre podrían pasarle cosas peores que vivir aquí”. Los judíos se estaban arrodillando. “Tira eso, Popp”, le dije. -“Nos han dicho que luego igual podemos venir a instalarnos aquí y levantar casas de labor. Es una buena zona, es todo lo que digo.” -“Cállate, Popp.” Los askaris habían disparado otra salva. Otra vez subían de la fosa gritos estridentes y gemidos. “¡Por favor, señores alemanes! ¡Por favor!” El Hauptscharführer mandó disparar el tiro de gracia: pero los gritos no cesaban, se oía a hombres luchar en el agua. También Nagel gritaba: “¡Sus hombres son un desastre disparando! Ordéneles que bajen al agujero”. -“Pero Herr Untersturmführer...”-“¡Ordéneles que bajen!» El Hauptscharführer mandó traducir la orden. Los ucranianos empezaron a hablar, muy nerviosos. “¿Qué dicen?”, preguntó Nagel. -“No quieren bajar, Herr Untersturmführer -aclaró el Dolmetscher-. Dicen que no merece la pena. Que pueden disparar desde el borde.” Nagel se había puesto encarnado. “¡Que bajen!” El Hauptscharführer agarró a uno del brazo y tiró de él hacia la fosa. El ucraniano se resistió. Ahora todo el mundo gritaba, en ucraniano y en alemán. Algo más allá aguardaba el grupo siguiente. El askari elegido arrojó el fusil al suelo y saltó dentro de la fosa, resbaló, cayó cuan largo era entre los cadáveres y los agonizantes. Su compañero bajó tras él, agarrándose al borde, y lo ayudó a levantarse. El ucraniano maldecía y escupía, cubierto de barro y de sangre. El Hauptscharführer le alargó el fusil. Por la izquierda, se oyeron varios tiros y gritos; los hombres del cordón disparaban en el bosque: uno de los judíos había aprovechado el barullo para salir corriendo. “¿Le han dado?», gritó Nagel. -“No lo sé, Herr Untersturmführer”, respondió desde lejos uno de los policías. -“¡Pues vayan a ver!” Otros dos judíos se escabulleron de repente por el lado opuesto y los Orpo volvieron a disparar: uno se desplomó enseguida, el otro se perdió de vista en lo hondo del bosque. Nagel había sacado la pistola y gesticulaba con ella en la mano, gritando órdenes contradictorias. En la fosa, el askari intentaba apoyar el fusil en la frente de un judío herido, pero éste daba vueltas en el agua y la cabeza se hundía bajo la superficie. El ucraniano acabó por disparar a ojo; el tiro se llevó por delante la mandíbula del judío, pero no lo mató aún; luchaba y agarraba al ucraniano por las piernas. “Nagel”, dije.-“¿Qué?” Tenía el rostro desencajado y la pistola colgando del brazo estirado. “Me voy a esperar al coche.” En el bosque se oían tiros; los Orpo disparaban a los fugitivos; me miré de reojo y fugazmente los dedos para tener la seguridad de que me había quitado bien todas las astillas. Cerca de la fosa, un judío se echó a llorar.

Con casi idéntica brutalidad, en otro momento de la novela se nos cuenta la salida de los aviones que repatriaban a los enfermos y las terribles escenas de violencia que llevaban consigo:

En la pista reinaba un caos aún peor que la semana anterior; cada vez que llegaba un avión, era una rebatiña; algunos heridos se caían y los demás los pisoteaban; los Feldgendarmes tenían que disparar ráfagas al aire para que la horda de desesperados retrocediera. Crucé unas palabras con un piloto de un Heinkel III que se había alejado del aparato para fumar; estaba lívido, miraba la escena con expresión aturullada y murmuraba: “No puede ser, no puede ser... ¿Sabe? -me dijo por fin antes de alejarse-, todas las noches, cuando llego vivo a Salsk, lloro como un niño”. Aquella frase sencilla me dio vértigo; le di la espalda al piloto y a la jauría encarnizada y rompí en sollozos: me corrían las lágrimas por la cara, lloraba por mi infancia, por aquel tiempo en que la nieve era un placer sin fin, en que una ciudad era un espacio maravilloso para vivir y un bosque no era aún un sitio cómodo para matar a la gente. Detrás de mí, los heridos vociferaban como posesos, como perros presos de insania y casi tapaban con los gritos el rugido de los motores. El Heinkel, al menos, despegó sin tropiezos; no le sucedió otro tanto al Junker siguiente. Otra vez caían proyectiles de obús, tuvo que repostar keroseno deprisa y corriendo, o quizá el frío había averiado uno de los motores: pocos segundos después de que las ruedas hubieran dejado el suelo, se caló el motor de la izquierda; el aparato, que no había tomado aún velocidad suficiente, dio un tumbo lateral; el piloto intentó enderezarlo, pero el avión tenía un desequilibrio excesivo y, de repente, el ala basculó y fue a estrellarse a unos cientos de metros, pasada la pista, formando una gigantesca bola de fuego que iluminó la estepa por un momento. Yo me había refugiado en un bunker por el bombardeo, pero lo vi todo desde la entrada y otra vez se me llenaron los ojos de lágrimas, aunque conseguí controlarme. Al fin vinieron a buscarme para el enlace, pero no antes de que un proyectil de obús cayera en una de las tiendas de heridos que estaban cerca de la pista, lanzando miembros y jirones de carne por todo el área de descarga. Como estaba cerca, tuve que echar una mano para apartar los escombros sanguinolentos y buscar a los supervivientes, y, al darme cuenta de que estaba examinando las entrañas de un soldado joven con el vientre destrozado, que andaban desparramadas por la nieve, para hallar en ellas rastros de mi pasado o indicios de mi porvenir, me dije que estaba visto que todo aquello iba tomando la apariencia de una farsa difícilmente soportable.

Con estos largos fragmentos de feroz dureza, termino mi extenso comentario -en consonancia con las propias dimensiones del texto- de este Las benévolas, una gran novela, pese a la abominable brutalidad que aflora en muchas de sus páginas, de Jonathan Littell. En un libro construido en torno a una estructura musical, con la presencia de Bach impregnando la obra, con los títulos de sus siete capítulos alusivos a diversos tipos de danzas barrocas, Tocata, Minueto, Zarabanda, etc., he escogido para cerrar esta reseña una pieza, interpretada al piano por Pavel Kolesnikov, que suena en un pasaje de la novela. Se trata de Gavota, seis variaciones de Rameau, una música clara, jubilosa, cristalina, como el galope de un caballo de raza lanzado por la llanura rusa, en invierno, tan veloz que los cascos sólo rozan la nieve y no dejan ni el menor rastro, como se la describe en el libro.


No obstante, eso del sufrimiento debería serme familiar. Todos los europeos de mi generación pasaron por algo así, pero puedo decir sin falsa modestia que yo estoy más al tanto que la mayoría. Y, además, la gente olvida enseguida. Lo compruebo a diario. Incluso quienes lo presenciaron no usan casi nunca, para referirse a ello, más que pensamientos y frases que son tópicos. No hay más que ver la lamentable prosa de los autores alemanes que hablan de los combates del Este: un sentimentalismo putrefacto, una lengua muerta repugnante. La prosa de Herr Paul Carrell, por ejemplo, un autor que ha tenido éxito en los últimos años. Resulta que conocí a ese Herr Carrell en Hungría, por la época en que se llamaba todavía Paul Cari Schmidt y escribía, bajo la égida de su ministro Von Ribbentrop, sus opiniones auténticas en una prosa llena de vigor que causaba un efecto espléndido: La cuestión judía no es cuestión de humanidad, no es cuestión de religión; es sólo cuestión de higiene política. Ahora, el honorable Herr Carrell-Schmidt ha logrado la considerable hazaña de publicar cuatro tomos insípidos acerca de la guerra en la Unión Soviética sin poner ni una sola vez la palabra judío. Lo sé porque los he leído; me costó, pero soy tozudo. Nuestros autores franceses, los Mabire y otras hierbas, no valen más. Con los comunistas pasa lo mismo, sólo que en la otra punta. ¿Dónde han ido a parar aquellos que cantaban: Niños, afilad los cuchillos en los filos de las aceras? Están callados o están muertos. Charlamos, hacemos dengues, nos enfangamos en una turba desabrida amasada con las palabras gloria, honor, heroísmo; qué cansancio, nadie habla. Es posible que esté siendo injusto, pero me atrevo a esperar que me entendáis. La televisión nos agobia con cifras, cifras impresionantes, con un cero detrás de otro; pero ¿quién de vosotros se detiene a pensar realmente en esas cantidades? ¿Quién de vosotros ha intentado alguna vez ni tan siquiera contar a cuántas personas conoce o ha conocido en la vida y comparar esa cantidad ridícula con las cantidades que oye por la televisión, esos famosos seis millones o veinte millones! Recurramos a las matemáticas. Las matemáticas son muy útiles, dan perspectivas y refrescan la mente. Son, a veces, un ejercicio muy instructivo. Tened un poco de paciencia y prestadme atención. Sólo tomaré en consideración los dos escenarios en que he podido desempeñar un papel, por mínimo que fuera: la guerra contra la Unión Soviética y el programa de exterminación que, de forma oficial, se llamaba en nuestros documentos: “Solución final de la cuestión judía”, Endlósung der Judenfrage, por citar tan hermoso eufemismo. En los frentes del Oeste, de todas formas, las bajas fueron relativamente pequeñas. Las cantidades de las que parto son un poco arbitrarias: no me queda más remedio, nadie se pone de acuerdo. En lo referido al conjunto de las bajas soviéticas, me quedo con la cantidad tradicional, que citó Jruschov en 1956: veinte millones, aunque dejando constancia de que Reitlinger, un famoso autor inglés, sólo computa doce y que Erickson, un autor escocés no menos famoso, por no decir más, llega a una cuenta de veintiséis millones por lo bajo; la cifra soviética oficial está pues, de forma bastante clara, en el término medio, millón más o millón menos. En lo tocante a las bajas alemanas -únicamente en la URSS, se entiende- podemos basarnos en la cantidad, aún más oficial y de germánica exactitud, de 6.172.373 soldados en el Este, entre el 22 de junio de 1941 y el 31 de marzo de 1945, cantidad que se contabiliza en un informe interno del OKH (estado mayor del ejército) hallado después de la guerra, pero que incluye los muertos (más de un millón), los heridos (cuatro millones) y los desaparecidos (es decir, muertos, más prisioneros, más prisioneros muertos, alrededor de 1.288.000). Digamos, pues, para no eternizarnos, dos millones de muertos, pues los heridos no nos interesan aquí, contando de forma muy aproximada los cincuenta mil y pico muertos más que hubo entre el 1 de abril y el 9 de mayo de 1945, sobre todo en Berlín, a lo que hay que sumar además el millón de muertos civiles que se calcula que hubo durante la invasión del este de Alemania y los consiguientes desplazamientos de población; o sea, en total, digamos que tres millones. En cuanto a los judíos, hay donde elegir: la cantidad sancionada, incluso aunque poca gente sepa de dónde sale, es de seis millones (fue Hóttl quien dijo en Núremberg que se lo había dicho Eichmann; pero Wisliceny, por su parte, afirmó que Eichmann les dijo cinco millones a sus colegas; y el propio Eichmann, cuando los judíos pudieron al fin preguntárselo en persona, dijo que entre cinco y seis millones, pero que seguramente cinco). El doctor Korherr, que reunía estadísticas para el Reichsführer-SS Heinrich Himmler, llegó a la cifra de algo menos de dos millones a 31 de diciembre de 1942, pero admitía, cuando pude hablarlo con él en 1943, que sus cantidades de partida no eran demasiado fiables. Y, por fin, el muy respetado profesor Hilberg, especialista en el tema y poco sospechoso de puntos de vista parciales, o al menos pro alemanes, llega, al cabo de una minuciosa demostración de diecinueve páginas, a la cantidad de 5.100.000, lo cual corresponde grosso modo a lo que opinaba el difunto Obersturmbannführer Eichmann. Quedémonos, pues, con la cifra del profesor Hilberg, con lo que, recapitulando, tenemos:
Muertos soviéticos.........................20 millones
Muertos alemanes...........................3 millones
Subtotal (guerra del Este)..............23 millones
Endlösung.....................................5,1 millones
Total............................................26,6 millones. No hay que olvidar que 1,5 millones de judíos se contaron también como muertos soviéticos (“Ciudadanos soviéticos muertos por el invasor fascista”, como indica de forma tan discreta el extraordinario monumento de Kiev).

Ahora, las matemáticas. El conflicto con la URSS duró desde el 22 de junio de 1941 a las tres de la mañana hasta, de forma oficial, el 8 de mayo de 1945 a las 23:01, lo que nos da tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto; es decir, redondeando, 46,5 meses, 202,42 semanas, 1.417 días, 34.004 horas o 2...040.241 minutos (contando el minuto de propina). En cuanto al programa llamado de «Solución final», nos quedaremos con las mismas fechas; anteriormente no había aún nada decidido ni sistematizado y las bajas judías fueron fortuitas. Relacionemos ahora estas dos series de cifras: los alemanes tuvieron 64.516 muertos mensuales, es decir, 14.821 muertos semanales, es decir, 2.117 muertos diarios, es decir, 88 muertos cada hora, es decir, 1,47 muertos cada minuto; se trata de la media para todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos los años, durante tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. A los judíos les salen, incluyendo los judíos soviéticos, alrededor de 109.677 muertos mensuales, es decir, 2,5.195 muertos semanales, es decir, 3.599 muertos diarios, es decir, 150 muertos cada hora, es decir, 2,5 muertos cada minuto en un período idéntico. Por parte soviética, en fin, tenemos unos 430.108 muertos mensuales, 98.804 muertos semanales, 14.114 muertos diarios, 588 muertos cada hora, o bien, 9,8 muertos cada minuto, en un período idéntico. Es decir, en cuanto al total global en mi campo de actividad, unas medias de 572.000 muertos mensuales, 121.410 muertos semanales, 18.772 muertos diarios, 782 muertos cada hora y 13,04 muertos cada minuto, todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos y cada uno de los años del período contemplado; es decir, recordémoslo, tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. Que quienes se hayan burlado de ese minuto de propina, un tanto pedante cierto es, piensen que no deja de ser una media de 13,04 muertos más, y que se imaginen, si pueden, a 13 personas de su entorno muertas en un minuto. Puede también calcularse el intervalo de tiempo entre cada muerto, lo que nos da una media de un muerto alemán cada 40,8 segundos, un muerto judío cada 124 segundos y un muerto bolchevique (contando a los judíos soviéticos) cada 6,12 segundos, y eso para el período ya citado en conjunto. Estáis ahora en condiciones de realizar, basándoos en esas cantidades, ejercicios de imaginación concretos. Coged un reloj, por ejemplo, y empezad a contar: un muerto, dos muertos, tres muertos, etcétera, cada 4,6 segundos (o cada 6,12 segundos, o cada 24 segundos, o cada 40,8 segundos, si tenéis una preferencia determinada), intentando ver, como si los tuvierais ahí delante, en fila, a esos uno, dos, tres muertos. Ya veréis qué ejercicio tan bueno de meditación es. O tomad otra catástrofe más reciente, que os haya afectado mucho, y comparad. Por ejemplo, si sois franceses, pensad en vuestra aventurilla argelina, que tanto traumatizó a vuestros conciudadanos. Perdisteis en ella a 25.000 hombres en siete años, incluidos los accidentes: el equivalente de algo menos de un día y trece horas de muertos en el frente del Este; o de alrededor de siete días de muertos judíos. Por supuesto que no contabilizo los muertos argelinos: como nunca, como quien dice, los mencionáis ni en vuestros libros ni en vuestros programas, no deben de contar gran cosa para vosotros. Y eso que matasteis a diez por cada uno de vuestros muertos, que es un esfuerzo muy honroso incluso comparado con el nuestro. Aquí me quedo; podríamos seguir mucho rato; os animo a que sigáis solos, hasta que se os abra el suelo bajo los pies. Yo no lo necesito: hace ya mucho que tengo el pensamiento de la muerte más cerca de mí que mi vena yugular, como dice esa hermosa frase del Corán. Si en alguna ocasión consiguierais hacerme llorar, mis lágrimas os quemarían el rostro como el vitriolo.

La conclusión de todo esto, si me permitís otra cita, la última, lo prometo, es, como tan bien decía Sófocles: Lo que debes preferir a todo lo demás es no haber nacido. Por lo demás, Schopenhauer escribía más o menos lo mismo: Más valdría que no hubiera nada. Como hay más dolor que placer en la tierra, cualquier satisfacción no es sino transitoria, y crea nuevos deseos y nuevas desesperaciones, y la agonía del animal devorado es mayor que el placer del que lo devora. Sí, ya sé, son dos citas, pero se trata de la misma idea: en verdad que vivimos en el peor de los mundos posibles. Por supuesto, ya se ha acabado la guerra. Y, además, hemos aprendido la lección; no volverá a suceder. Pero ¿estáis completamente seguros de que hayamos aprendido la lección? ¿Estáis seguros de que no volverá a suceder? ¿Estáis ni tan siquiera seguros de que se haya acabado la guerra? En cierto modo, la guerra nunca se acaba, o, si no, no se habrá acabado hasta que entierren sano y salvo al último niño nacido el último día de lucha, e incluso entonces proseguirá en sus hijos, y en los hijos de sus hijos, hasta que por fin la herencia se diluya un tanto, los recuerdos se deshilachen y el dolor mengüe, incluso si en ese momento ya nadie se acuerda de nadie desde hace muchísimo, y todo se considera ya historias pasadas, que no valen ni para meterles miedo a los niños, y menos aún a los hijos de los muertos y a quienes habrían deseado estarlo, estar muertos, quiero decir.
 

miércoles, 11 de junio de 2014

GERT LEDIG. REPRESALIA

Hola, buenas tardes. Aquí estamos de nuevo en Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca nacido con la para mí muy agradable intención de proponeros una nueva recomendación de lectura cada semana. Aunque quizá, en relación con el libro que hoy voy a presentaros, el término ‘agradable’ no sea, ciertamente, el más adecuado. Y es que, quiero anticiparlo desde este principio, la novela de la que quiero hablaros esta tarde es, sin duda, un texto muy duro, terrible, incluso, me atrevería a decir, brutal. No es, en ningún caso, de un libro para paladares delicados o demasiado exquisitos. Se trata, sin embargo, de una excelente novela, de una auténtica obra de arte, a mi juicio, aunque, a la vez, nos muestra una realidad tan horrorosa, descrita de un modo tan crudo y descarnado que sólo podrá interesar a aquellos de vosotros que no tengáis inconveniente en adentraros en los ámbitos más estremecedores de nuestra triste condición humana.
 
El libro, insisto, una obra maestra de lectura obligada para conocer algunos de los entresijos más auténticos y también más salvajes, más despiadados, más atroces de la existencia del ser humano sobre esta tierra, se llama Represalia, su autor es Gert Ledig y se publicó en septiembre de 2006 por la ejemplar Editorial Minúscula de Barcelona, en traducción de Rosa Pilar Blanco.
 
Represalia cuenta, en poco más de doscientas páginas, y con frialdad y precisión notariales -y ese es uno de sus logros, el afán de su autor de dar fe, de mostrarnos la realidad, sin ahorrarnos ningún detalle por macabro o repulsivo que pueda parecer-, los sesenta y nueve minutos en los que se desarrolla un ataque aéreo de la aviación aliada a una ciudad sin identificar de la Alemania ya a punto de ser derrotada en la segunda guerra mundial, en julio de 1944, hace ahora setenta años. 
 
Sin tomar partido, sin aparente implicación emocional o moral, como un fotógrafo que simplemente muestra lo que ve, Ledig, con una prosa sencilla, desnuda, escueta, con frases cortas como fogonazos, con una extraordinaria economía de recursos relata el horror de una guerra, de cualquier guerra, a través de la neutra, de la fría, de la por ello insoportable descripción del universo dantesco en que se convierte una ciudad sobre la que caen en poco más de una hora toneladas de bombas, el espanto que provoca la súbita irrupción del infierno en un día de verano. No me resisto a transcribir aquí un fragmento en el que se muestra el modo terrible, cruel, tétrico, inhumano, en que Ledig nos “invita” a un estremecedor descenso a los infiernos de la barbarie bélica:
 
El jefe del grupo del búnker alto corría como una máquina en medio del vapor borboteante y espeso.
Respiraba con los labios apretados y los ojos cerrados.
Tras chocar de cabeza contra una señal de tráfico, se tambaleó y cayó de la acera con los brazos abiertos. A la calzada. Al asfalto líquido.
Sonó un chirrido. El alquitrán produjo ampollas.
Retorciéndose de dolor, se revolcó convertido en una pella negra dentro de la masa pegajosa del asfalto.
No gritó, ni luchó. Era el calor el que dirigía sus movimientos.
El calor arqueó su cabeza hacia arriba y extendió sus miembros como si se abrazase a la tierra. Ya no parecía una persona, sino un cangrejo.
Murió de un género de muerte desconocida hasta entonces. Asado a la parrilla.
 
Con una técnica literaria muy eficaz, a la manera de un mosaico que recuerda el montaje cinematográfico, Represalia cuenta desde diferentes puntos de vista el terror y el sufrimiento que viven una treintena de personajes, soldados y civiles, americanos, alemanes y rusos, de cualquier edad y condición, casi indiscernibles todos ellos, simples seres humanos, pobres seres humanos vagando fantasmales entre los escombros de los edificios, la lluvia de metralla y fuego, el asfalto calcinado, los cascotes, los despojos, los coches destrozados, las piezas de armamento destruidas, los miembros despedazados, los restos sanguinolentos de cuerpos humanos. Seguimos así durante esa larga hora de locura y terror a un alférez nazi mutilado y enloquecido empecinado en contrarrestar la lluvia de bombas con artillería ligera; observamos a una pareja de ancianos, angustiados por la pérdida de sus dos hijos en acciones de guerra, esperando la muerte mientras juegan a las cartas en el salón de su casa; nos estremecemos ante la desgracia de una joven enterrada tras el derrumbe de un edificio con la sola compañía de un desconocido que, al borde de la muerte de ambos, la viola; compadecemos al padre que intenta, sin éxito, abrirse paso entre tanta destrucción para localizar a su mujer y a su hijo; vemos a un aviador americano que logra escapar en paracaídas de la destrucción de su avión, para caer en manos de sus enemigos nazis que lo torturan hasta la muerte. Y muchos otros personajes… aunque me permitiréis que interrumpa aquí la descripción de tanta desgracia, invitándoos a adentraros en el libro si -más allá de todo interés morboso- queréis, como digo, profundizar en determinados aspectos no por terribles menos representativos de nuestra naturaleza de animales supuestamente racionales. Resulta oportuno recordar -y sirva como excelente resumen de la novela- aquella frase final del personaje que interpretaba Marlon Brando en otra obra maestra -esta del cine- también de temática bélica, Apocalypse Now: El horror, el horror.
 
Os ofrezco, para cerrar esta reseña, el comienzo del libro, un fragmento que ya marca la pauta de lo que vais a encontraros si os decidís a adentraros en sus páginas. No lo dudéis, leed Represalia, la excepcional novela escrita por Gert Ledig y publicada en la Editorial Minúscula; aparte de unas horas de lectura arrebatada y fascinante, aprenderéis, como yo mismo he hecho, sobre alguna de las más negras zonas del alma humana que -por fortuna- no afloran en nuestra confortable vida de ciudadanos del apacible -aunque en estos momentos de crisis para muchos la existencia resulte difícil- Estado del bienestar.
 
Como ilustración sonora al dramático tema del libro reseñado, una militante canción antibélica, un clásico de los sesenta que yo escuchaba en mi juventud. Eve of destruction, interpretado por Barry McGuire, habla de los desastres de la guerra con el fondo histórico de la contestación que en la sociedad norteamericana de la época supuso el conflicto de Vietnam.
 
 
Dejad que los niños se acerquen a mí.
 
Cuando explotó la primera bomba, la onda explosiva arrojó a los niños muertos contra el muro. Se habían asfixiado el día anterior en un sótano. Habían depositado sus cuerpos en el cementerio porque sus padres combatían en el frente y había que buscar primero a las madres. Sólo hallaron una, pero yacía aplastada bajo los escombros. Así era la represalia. La bomba, al explotar, lanzó un zapatito por los aires. Pero eso carecía de importancia. Ya estaba destrozado. Cuando la tierra proyectada hacia arriba volvió a caer con un repiqueteo, las sirenas empezaron a aullar. Daba la impresión de que se había desatado un huracán. Cien mil personas notaron cómo latían sus corazones. La ciudad llevaba tres días ardiendo y desde entonces las sirenas aullaban siempre demasiado tarde. Parecía hecho adrede, porque entre la destrucción provocada por los bombardeos se necesitaba tiempo para vivir.
 
Así comenzó todo.
 
Al otro lado del muro del cementerio dos mujeres soltaron el cochecito y cruzaron corriendo la calle. Pensaban que el muro del cementerio era seguro, pero se equivocaban.
 
De repente, los motores atronaron el aire. Una lluvia de bengalas de magnesio se clavó, siseando, en el asfalto. Al instante siguiente estallaron. Las llamas crepitaban en lo que momentos antes era asfalto. La onda expansiva volcó el cochecito. La barra salió proyectada hacia el cielo y un bebé cayó rodando de una manta. La madre, situada junto al muro, no gritó. No le dio tiempo. Aquello no era un parque infantil.
 
Junto a la madre chillaba una mujer que ardía como una tea. La madre la miró sin saber qué hacer antes de ser ella misma pasto de las llamas, que empezaron por los pies y subieron por las pantorrillas hasta el vientre. Se dio cuenta justo antes de encogerse. Una bomba explotó a lo largo de la tapia del cementerio, y en ese instante ardió también la calle. Y el asfalto, y las piedras, y el aire.
 
Eso sucedió junto al cementerio.
 
En el interior era diferente. Dos días antes las bombas habían desenterrado los cuerpos. El día anterior los habían enterrado. Lo que fuera a suceder ese día aun estaba por ver. Hasta los soldados que se pudrían en sus tumbas lo ignoraban. Y ellos hubieran debido saberlo. Sobre sus cruces se leía: “No habéis caído en vano”.
 
A lo mejor hoy quedaban reducidos a cenizas...

miércoles, 4 de junio de 2014

BEN MACINTYRE. LA HISTORIA SECRETA DEL DÍA D. LA VERDAD SOBRE LOS SUPERESPÍAS QUE ENGAÑARON A HITLER 

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy quiero continuar con la pauta que abrimos hace siete días cuando, si recordáis, os presentaba una interesante novela, Todo lo que soy, escrita por la australiana Anna Funder y editada por Lumen, en la que se recreaba el ambiente de los años previos al inicio de la segunda guerra mundial en una Alemania que asiste al ominoso crecimiento del poder nazi y en una Inglaterra que en esos días vive debatiendo la conveniencia o no de la intervención en la contienda, albergando un universo de exiliados alemanes, resistentes contra la barbarie hitleriana y conspiradores y espías varios; un acontecer histórico que se presentaba imbricado en una trama de ficción con los sólitos ingredientes, tan novelísticos, de amores contrariados, decepciones e ilusiones truncadas, recuerdos nostálgicos, exaltación y traiciones, alegría y miedos, memoria del pasado y constatación amarga del doloroso paso del tiempo.

El libro del que hoy quiero hablaros comparte con aquel, como ya os anticipaba la semana anterior, los principales escenarios, algunos elementos comunes a sus tramas, la atmósfera, el ambiente, el tono, una casi idéntica época histórica y hasta el carácter un tanto diluido de la adscripción genérica, pues si Todo lo que soy era una novela que podía leerse casi como un documento histórico, La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler, mi recomendación de esta semana, siendo obviamente un ensayo, un trabajo de investigación, su redacción fluida, el estilo narrativo en la presentación de la información, el atractivo y la complejidad naturales de los protagonistas, hacen de él una obra que se lee con la delectación y el placer, con el apasionamiento y la fruición de la mejor de las novelas. Su autor es el periodista británico Ben Macintyre, y lo presenta en España la editorial Crítica en traducción al castellano de Ricardo Artola.

El día D es, obviamente, el del famoso y trascendental desembarco en Normandía, el día más largo, el comienzo de la derrota de los aparentemente invencibles ejércitos de Hitler y, por tanto, el inicio del fin de la devastadora segunda guerra mundial. De ese día, el 6 de junio de 1944, se cumplen pasado mañana 70 años, razón por la que he querido traer aquí en esta fecha el libro reseñado.

El 2 de enero de 1941 se creó, adscrito al Gabinete de Guerra del gobierno británico de Winston Churchill, el Comité Veinte o, en números romanos, XX, la Doble Cruz, un “club”, como lo llamaban sus miembros -persuadidos de que se podían extrapolar a la estrategia bélica los fundamentos del juego del cricket-, un grupo de élite formado para coordinar el trabajo de espionaje de los agentes dobles encargados de suministrar información a los alemanes, de manera que el flujo de datos que estos espías remitieran a sus enemigos resultara simultáneamente fiable, para que la credibilidad de los agentes no se resintiera, y profundamente inocuo, para evitar así que Alemania sacara provecho de esta información privilegiada. Bajo la jefatura de John Masterman, profesor de Historia en Oxford, novelista de historias detectivescas y buen deportista, el Comité incluía a los directores de inteligencia de la Marina y de las Fuerzas Aéreas -la RAF-, junto con representantes del MI5 y el MI6, las dos principales organizaciones del espionaje británico, y de las Home Forces y la Home Defence, dos de los más destacados servicios de las Fuerzas Armadas en Gran Bretaña. Desde esa fecha inaugural y durante todo el transcurso de la guerra, el Comité se reunía -siempre los jueves por la tarde- en el número 58 de St. James Street, en Londres, para, en una primera etapa, organizar la captura de espías alemanes, obtener información sobre las intenciones enemigas, engañar a los nazis haciéndoles creer que disfrutaban de una auténtica red de espionaje en territorio británico, difundir la propaganda aliada e intentar influir en el pensamiento enemigo, fundamentalmente mediante la distribución del llamado “pienso para pollos”, verdades inofensivas que entretuvieran el ansia de información del espionaje alemán. En una segunda fase, a partir del verano de 1942, el Comité buscó objetivos más ambiciosos, con la intención de influir en la estrategia global alemana, transmitiendo a Hitler un cúmulo de datos, informes, opiniones, mensajes, ahora ya absolutamente falsos aunque suficientemente “decorados” como para que la Abwehr, la inteligencia militar alemana, los tomase como ciertos, construyendo así un monumental engaño encaminado a la confusión total y la derrota final de los ejércitos germanos y, con ello, a la terminación de la guerra. Como señaló el propio Winston Churchill a propósito del grupo, se trataba de crear una trama hecha de enredos dentro de enredos, complots y contracomplots, tretas y engaños, cruces y traiciones, agentes auténticos, agentes falsos y agentes dobles, oro y acero, la bomba, la daga y el pelotón de fusilamiento, [que] estaban entretejidos en muchos, formando una textura tan intrincada como para ser increíble y sin embargo era verdadera. Así, cuando, en el momento de la verdad, decenas de miles de hombres se enfrentaran cuerpo a cuerpo con el enemigo, arriesgando sus vidas en las dunas, en las trincheras, en cada pueblo conquistado, otra fuerza invisible a muchos kilómetros de distancia, lucharía a su lado, no con armas, balas y bombas, sino con subterfugios y sigilo, para socavar la fortaleza y confianza alemanas, para confundir, sorprender y engañar, y para proteger a los aliados con mentiras, como escribe Macintyre.

El principal instrumento que utilizó el Comité XX para su propósito fue una red formidable de espías, de los que cinco tuvieron un papel preponderante y decisivo en la llamada Operación Fortaleza, el gran engaño que distraería la atención del ejército alemán haciéndole -de modo sofisticado y sutil- concentrar sus fuerzas en el paso de Calais en previsión de un ataque que en realidad se realizaría, como es sabido, en las playas de Normandía. La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler da cuenta, con minuciosidad en los detalles, con precisión en los datos, con una ingente y deslumbrante labor de documentación, con infinidad de informaciones objetivas, contrastables en los archivos de los Servicios secretos británicos, de los pormenores de esta operación a través de las sorprendentes vicisitudes de las vidas de esos cinco espías, cuyas personalidades, trayectorias vitales, pautas de actuación y modos de comportamiento, resultan tan extraordinarios que se dirían inventados por un escritor imaginativo y con tendencia a la fantasía.

En conjunto, los miembros del grupo, una mujer de mundo, bisexual y peruana, un pequeño piloto de caza polaco, una francesa voluble, un serbio seductor y un español profundamente excéntrico con el título de criador de pollos, aparecen descritos, en distintos momentos del libro, como erráticos casi por definición, con frecuencia exasperantes y muy posiblemente desleales. Su jefe, John Masterman, afirmaba que todo agente de la Doble Cruz tiene inclinación a ser vano, temperamental e introspectivo. El autor del libro se refiere también a ellos como gentes que, incapaces de combatir físicamente, lo compensaban dedicando su talento a crear una guerra intelectual. Y es que, en general, no sólo los cinco protagonistas principales sino todos los agentes dobles de la Doble Cruz espiaron por la aventura y el beneficio, por patriotismo, avaricia y convencimiento personal. Formaban un equipo de excéntricos, exasperantes, valerosos y tuvieron un éxito asombroso.

Así, Dusko Popov, Triciclo su nombre en clave, era un serbio, hijo de un rico industrial de Dubrovnik, establecido en el negocio de las importaciones y exportaciones, responsable de su propio bufete de abogados y, seductor compulsivo, capaz de mantener relaciones sentimentales simultáneas con, al menos y durante un tiempo, cuatro mujeres. Captado por el espionaje alemán, sus negocios resultaban la coartada adecuada para viajar a Gran Bretaña, en donde su aversión a los nazis, nacida en su etapa de estudiante en la Universidad de Friburgo, facilitó su cambio de bando y la integración en los equipos de la inteligencia británica. Su colaboración con los ingleses resultó conflictiva, fundamentalmente por un elevadísimo nivel de vida del que se derivaban unos gastos que el Gobierno del Reino Unido se veía obligado a sufragar para, según Popov, poder mantener su tapadera de rico libertino. Mayordomo, sirviente chino, un equipo de jardineros, diseñadores, desmesuradas compras de antigüedades, muebles y cientos de discos de gramófono, bailes y bebidas en los clubes más exclusivos, veraneos en Florida y temporadas de esquí en Sun Valley, he ahí los parámetros en los que se desenvolvía la existencia de este sin embargo muy fiable espía, permanentemente en el punto de mira de las sospechas alemanas y, por ello, siempre en riesgo de muerte.

Elvira de la Fuente Chaudoir era asidua de los principales casinos del mundo, en los que mitigaba su aburrimiento mientras dilapidaba la fortuna que su padre, un diplomático peruano, había hecho con el guano. Casada con un vástago de la dinastía de la ginebra Gilbey, y separada después, vivía muy plácidamente en Cannes desperdiciando en las ruletas las rentas del alcohólico negocio cuando la ocupación de Francia le obligó a trasladar su costoso tren de vida a Londres en donde siguió perdiendo dinero entre el bar del Ritz, las mesas de bridge y distintas fiestas y saraos de la alta sociedad, un entorno en el que se labró una ambigua fama de lesbianismo, pues, como con inequívoca ironía muy british observa uno de sus superiores, busca relaciones con mujeres que pueden no ser cuidadosas con su virginidad. A sus veintinueve años, un encuentro casual con el director adjunto del MI6 la introdujo en el mundo del espionaje. Su pasaporte peruano y, por ello, su facilidad para viajar por la Europa ocupada, su dominio fluido del inglés, francés y español, su inteligencia y su atractivo, su avidez de dinero y, sobre todo, su cercanía a personajes que se movían en lugares de elevado nivel, hacían de ella la espía ideal, capaz de conspirar con idéntica solvencia para cualquiera de ambos bandos. Decantada, sin embargo, por la causa aliada, sus informes eran una mezcla de datos relevantes -obviamente falsos, o verdaderos de un modo parcial e inconsistente- y cotilleos frívolos que incluían chismes varios tomados de políticos, economistas, oficiales militares, mujeres de sociedad, empresarios y periodistas. Una prueba de esta insólita conjunción de planos en los mensajes que enviaba a los alemanes lo da el hecho de que cuando, con aviesa intención, da cuenta a los nazis de la presencia -en realidad inexistente- en los muelles de Liverpool de una ingente cantidad de tanques, armas, grúas y material bélico, dispuesta -supuestamente- para la invasión aliada en las costas de Calais, no pueda dejar de hacer notar que el problema de la gran invasión es el mareo en el mar. Probablemente, la ingenuidad de este tipo de comentarios, por lo demás habituales en la correspondencia de Bronx, su alias “oficial”, contribuyó a su credibilidad y, en consecuencia, al éxito de su labor de espionaje.

Bruto, el tercer personaje, era Roman Czerniawski, un patriota polaco, hijo de un rico financiero de Varsovia, piloto de caza y, quizá, el más profesional de entre sus ciertamente aficionados compañeros. Obsesionado por el futuro de su país y creyente, de un modo que rozaba la megalomanía, en que su propia actuación en la guerra podría cambiar el destino de su patria, Bruto llegó a constituirse en agente ¡¡¡quíntuple!!! Primero, fungió como espía en favor de la resistencia en el París ocupado. Después, desarticulada por los nazis su organización, salvó su vida ofreciéndose como doble agente a los alemanes. Más tarde, beneficiándose de la confianza que logró suscitar en la inteligencia germana, se postuló como agente triple trabajando en Inglaterra para la Doble Cruz. El espionaje alemán, desconocedor de tanto cambio, volvió a proponerle trabajar en Francia como espía cuádruple, cuando en realidad lo era quíntuple pues seguía brindando sus servicios a la causa aliada.

Lily Sergeyev, Tesoro en los informes secretos, era una francesa de origen ruso -su padre había sido un funcionario zarista, y la familia emigró a París tras la revolución del 17- que se ofrece a los gobernantes alemanes durante la ocupación. Vivaz, inteligente y aparentemente fascinada por la eficiencia nazi, se incorpora al proyecto de espionaje de la inteligencia germana primero en Portugal y más adelante en Inglaterra. En Londres y pese a que las primeras observaciones de los responsables de los servicios secretos británicos ven en ella una mujer venal, alguien que se sirve a sí misma en primer lugar y de manera destacada, acaba por ser captada como agente doble por la fiabilidad -no exenta de dudas- de sus antecedentes, sus actividades, su familia y sus relaciones, exhaustivamente analizadas por los investigadores de los servicios de información ingleses. Sin embargo, su carácter nervioso, una cierta inestabilidad emocional, su temperamento a veces infantil y veleidoso, su soledad y un consiguiente sentimiento de autocompasión, su vulnerabilidad, sus problemas de salud y el coste psicológico que estos le ocasionan, junto a un peligroso relativismo moral, que le hace plantearse si merece la pena desvelar a los alemanes las interioridades de su tarea de espía como venganza por el hecho de que los ingleses la obligaran, por estrictas razones de protocolo bélico, a separarse de su perrito Babs, casi provocan el fracaso de la operación entera. De tal calibre era la amenaza de la excéntrica Lily que los británicos consideraron seriamente la posibilidad de fletar un submarino para burlar las exigencias impuestas por las autoridades sanitarias y acercar, de manera ilegal, el perrito a su desconsolada, neurótica y desesperada ama.

El caso de Juan Pujol García, Garbo, el quinto espía, un graduado en Agricultura que se había desempeñado como dueño de un cine, empresario, oficial de caballería, soldado y, por fin, propietario de una granja avícola en las afueras de Barcelona, es, si cabe, más singular y estrambótico que el de sus compañeros de aventura. Decidido desde el comienzo de la segunda guerra mundial a espiar para los británicos, se dirigió en 1941 a la Embajada del Reino Unido en Madrid para proponerse como agente y así luchar contra un Hitler al que consideraba un psicópata. Rechazado en su pretensión, se ofreció a los alemanes en la convicción de que siempre defendería la posición de los aliados. Aceptado por el espionaje germano, volvió a brindar su colaboración a los británicos y de nuevo su petición fue desatendida. Entonces, viviendo en Portugal, sin fuentes fiables de información procedente de Londres y ante la necesidad de proporcionar “pienso para pollos” a sus pagadores de la Abwehr, comenzó un proyecto, delirante pero genial, arriesgadísimo pero finalmente eficaz, de enviar a los nazis detallados y muy prolijos informes plagados de datos e informaciones sobre el Reino Unido, con la peculiaridad de que todos ellos eran absolutamente inventados a partir de libros, noticieros cinematográficos, guías turísticas de Inglaterra (en donde nunca había estado), publicaciones portuguesas de temática militar y otras fuentes igualmente endebles. Esta descabellada -y sin embargo exitosa- manera de proceder facilitó su definitiva incorporación a la Doble Cruz.

Pues bien, con estos cinco algo estrambóticos espías principales y un sinnúmero de profesionales de los servicios de inteligencia (sólo para cada uno de los cinco reseñados se requería un oficial de caso, que lo controlaba y organizaba, un oficial de radio, que lo monitorizaba y a veces enviaba sus mensajes, al menos dos vigilantes, en ocasiones un oficial con coche para recoger su información, y a menudo un ama de llaves para cuidar y alimentar a cada equipo), el gobierno británico urdió una trama extraordinariamente sofisticada, muy sutil, para, como ya se ha dicho, confundir al ejército alemán. Una estrategia que parece basada en la reflexión de Sun Tzu, recogida en su influyente El arte de la guerra, con cuya cita se abre el libro: El enemigo no debe saber dónde pretendo dar batalla. Ya que si no sabe dónde pretendo dar batalla debe prepararse en muchos sitios. Y cuando se prepara en muchos sitios, aquellos a los que tengo que combatir en cada uno de los lugares serán pocos. Y cuando se prepara en todas partes será débil en todas partes.

Para llevar a cabo tal ambicioso proyecto, la Doble Cruz ideó un procedimiento basado en el pensamiento lateral sin fronteras, una disponibilidad, como se dice en el libro, a contemplar los planes que otros descartarían como inaplicables o, francamente, chiflados. Y delirante era un en apariencia absurdo plan consistente en crear una red de engaños y más engaños, una ficción inyectada directamente en el sistema nervioso central del Tercer Reich, al que se le proporcionaba así, a través de los espías, una miríada de deducciones, indirectas, alusiones, datos difusos, pequeños fragmentos de desinformación, conformando el conjunto un mosaico, en apariencia anodino y casual, para que -precisamente por su carácter supuestamente insustancial- el enemigo creyera en él y reconstruyera la “verdad” -una verdad absolutamente falsa- extrayendo las conclusiones que el espionaje británico, en un juego diabólico, había previsto que se dedujeran. El servicio de inteligencia de Londres, en su voluntad de construir una ficción creíble, llegó a dejarse llevar, en más de una ocasión, por los vuelos de la fantasía, de tal manera que la complejidad del tapiz de mentiras tan meticulosamente elaborado imposibilitaba a veces distinguir la ficción de la realidad, incluso para los propios espías implicados, uno de los cuales llega a declarar que conforme pasaba el tiempo, nos resultaba difícil separar lo real de lo imaginario, mientras que otro abunda en la idea señalando: A veces se me olvida a quién tengo que ocultar qué, y qué tengo que ocultar a quién; y un tercero se cuestiona, pensando en la posguerra ¿seré capaz de volver a convertirme en una persona normal?

Con el propósito de corroborar la fiabilidad de la información (insisto, absolutamente falsa) que transmitían los espías, la Doble Cruz no sólo convenció a los nazis de la existencia de un “mundo paralelo”, sino que, lisa y llanamente, lo inventó. Así por ejemplo, se montaron atrezos, decorados y telones de fondo para simular la existencia de un ejército de cincuenta mil hombres en la costa inglesa desde la que no se atacaría. Se “crearon” falsos campamentos, aeródromos fingidos, más de doscientos cincuenta buques de desembarco ficticios, falsos tanques anfibios, hechos de caucho o de tubos de acero huecos y lona (que llegaban a volar si el viento era fuerte), aviones de pacotilla fabricados con madera y una tela que era objeto de los “ataques” de las vacas del lugar, que tendían a comérsela. Se emitieron grandes oleadas de mensajes de radio con la finalidad de crear una ventisca de ruido eléctrico que imitara las maniobras de entrenamiento de grandes ejércitos en una zona en la que, por supuesto, no había ninguno y sobre la que se quería atraer la atención de los alemanes. Se dejaron caer pistas falsas en fiestas y actos públicos para que el chismorreo acabara llegando a Alemania. Se hicieron pedidos notablemente grandes a la casa Michelín de mapas de la región de Calais, para hacer pensar a los informantes germanos que en efecto se preparaba un ataque en esa parte del estrecho. Se encendieron bengalas y fuegos pirotécnicos, y se pusieron a todo volumen grabaciones de armas de fuego pequeñas para simular un ataque con armamento pesado y para mantener así a los alemanes fuera del lugar en el que la verdadera invasión tendría lugar. Se lanzó -en la zona de distracción- un ejército aerotransportado de muñecos paracaidistas. Se adiestró un ejército de palomas mensajeras que pasaban al enemigo información que corroborara el enorme fraude; palomas, y reparad en ello, una muestra más de la genialidad de la sofisticada invención, que en algunos casos llegaron a ser, también, agentes dobles, palomas espías alemanas capturadas por los británicos y devueltas a su origen con información errada. Se llegó a aconsejar a los alemanes -a través de algunos de los espías infiltrados- la posibilidad de un asesinato del general Eisenhower, ofreciendo datos precisos de su presencia en el falso cuartel del inexistente ejército, a fin de aumentar la verosimilitud del engaño. Se buscó un doble del general Montgomery para que se hiciera ver de modo ostensible ante los agentes alemanes en Gibraltar en fechas previas al ataque real, pues la inteligencia germana suponía -con razón- que sin la presencia del destacado militar la invasión no tendría lugar. Se llegó a publicar en la prensa londinense, y se hizo llegar a Alemania, la esquela de un falso espía cuya muerte -en realidad inexistente- corroborará la credibilidad de determinadas informaciones. Y todo ello, tal despliegue de arriesgada inventiva, para conseguir que los alemanes supusieran estar al tanto a cada instante de las intenciones auténticas de su enemigo, aunque el carácter doble del espionaje, la adicional presencia de topos de Stalin y la opacidad general del mecanismo provocaba que lo que en realidad ocurría en ocasiones es que los germanos sospechaban que los soviéticos pensaban que los británicos estaban tratando de hacerles creer algo que era falso, con lo cual el bucle en el que se envolvían verdad y mentira rozaba a veces la ininteligibilidad.

Es por ello, por la extensión y la, en el fondo, extraordinaria fragilidad de la trama construida, por la, por consiguiente, cantidad de imponderables de los que dependía el mantenimiento de una ficción de tal envergadura, que el proyecto entero, la Operación Fortaleza que cambió el curso de la guerra y de la historia y, si me apuráis, de la evolución de la democracia en el mundo, estaba siempre al borde del fracaso. Bastaba un solo error, un paso en falso, que un agente doble fuera en realidad triple, para que los alemanes vislumbraran que toda la información recibida era “defectuosa”; bastaba que la inteligencia alemana desconfiara de los datos transmitidos por uno sólo de los espías, para que automáticamente pasara a interpretar que todos los demás -que estaban difundiendo la misma información, ahora identificada como engañosa- también eran fraudulentos -si una perla es falsa, todo el collar es falso-. De ahí a colegir que la voluntad auténtica de los británicos era dirigir al ejército de Hitler hacia Calais cuando el ataque se produciría en otro lugar -que, dadas las circunstancias, sólo podía ser las playas de Normandía- sólo había un paso, un paso que provocaría que cuando ello ocurriera, cuando las tropas aliadas desembarcaran en la costa normanda, un formidable contingente armado, organizado, preparado y convenientemente sobre aviso las recibiera provocando una masacre atroz de consecuencias inimaginables para el desarrollo de la contienda, que quizá entonces se habría decantado definitivamente hacia el lado de un ogro nacionalsocialista que ocuparía Gran Bretaña y dominaría Europa.

Pero todo salió bien, la maquinaria, pese a la complejidad de los múltiples engranajes que la componían, funcionó y, así, cuando el Día D los aliados llegaron a las playas de Omaha, Utah, Juno, Gold y Sword (como se las denominó en clave), en la costa desguarnecida, se encontraron -sólo en un primer momento, más adelante los combates fueron brutales, pese a la relajación inicial y la sorpresa y la consiguiente falta de preparación de los alemanes- con un grupo de soldados germanos que pasaban en la arena, jugando al fútbol sin mayor preocupación ni sospecha alguna, una tarde de domingo de esparcimiento.

Y el resto es, ahora sí, historia y está en los libros y nos ha llevado a una organización de nuestras sociedades como la que actualmente vivimos. Y todo ello no hubiera sido posible sin la labor, callada, abnegada y concienzuda en unos casos, errática y ambigua en otros, de Bronx, Bruto, Tesoro, Triciclo y Garbo, los cinco espías que en cierto modo cambiaron el panorama del mundo en el siglo XX.

La labor de Ben Mcintyre, más que estimable, ha sido rastrear toda esta información de la que acabo de daros cuenta, que estaba ahí, en archivos y publicaciones, en biografías y ensayos, en documentos secretos ahora desclasificados y en textos que ya habían visto la luz con anterioridad, sistematizarla y construir con ella una historia fascinante -porque lo era ya el sustrato real del que partía- que se devora, creedme, con entusiasmo y emoción. No os perdáis este magnífico La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler, uno de los libros más apasionantes que he leído en mucho tiempo.

Os dejo, como complemento musical a mi reseña, una canción que en nuestra memoria aparece asociada a ese mundo del ejército de Hitler y a distintos episodios de la segunda guerra mundial: Lilí Marleen en la voz de Marlene Dietrich.


Los espías del Día D eran, sin duda alguna, una de las unidades militares más extrañas que se hayan reunido nunca. Incluían a una mujer de mundo, bisexual y peruana, un pequeño piloto de caza polaco, una francesa voluble, un serbio seductor y un español profundamente excéntrico con el título de criador de pollos. Todos juntos, bajo la guía de Robertson proporcionaron todas las pequeñas mentiras que, juntas, crearon la gran mentira. Su éxito dependía de la delicada y dudosa relación entre los espías y sus jefes, tanto alemanes como británicos.

Esta es una historia de guerra, pero también trata de las cualidades matizadas de la psicología, el carácter y la personalidad, de la delgada línea entre fidelidad y traición, verdad y falsedad, y el extraño impulso del espía. Los espías de la Doble Cruz fueron diversos, valerosos, traicioneros, caprichosos, avariciosos y geniales. No eran héroes evidentes, y su organización fue traicionada desde dentro por un espía soviético. Uno de ellos estaba tan obsesionado con su perro que estuvo a punto de hacer fracasar toda la invasión. Todos eran, en alguna medida, fanáticos, ya que esta es la verdadera esencia del espionaje. Dos de ellos eran de dudosa moral. Uno era agente triple y, probablemente, cuádruple. Para otro el juego terminó con la tortura, la cárcel y la muerte.

Todas las armas, incluyendo las secretas, son susceptibles de que les salga el tiro por la culata. Robertson y sus espías sabían claramente que sí su engaño era descubierto, entonces en lugar de desviar la atención de Normandía y encadenar a las fuerzas alemanas en el paso de Calais, conducirían a los alemanes hacia la verdad, con consecuencias catastróficas.

Los espías del Día D no eran guerreros tradicionales. Ninguno llevaba armas, y sin embargo los soldados que sí las llevaban tenían con los espías una enorme e inconsciente deuda cuando asaltaron las playas de Normandía en junio de 1944. Estos agentes secretos lucharon exclusivamente con palabras e invenciones. Sus relatos comienzan antes del estallido de la guerra, pero después coinciden en parte, están interrelacionados y finalmente se entrelazan en el Día D, en la mayor operación de engaño jamás intentada. Sus nombres reales son un trabalenguas, una especie de batiburrillo europeo que podría haber salido de una novela de época: Elvira Concepción Josefina de la Fuente Chaudoir, Roman Czerniawski, Lily Sergeyev, Dusko Popov y Juan Pujol García. Sus nombres en clave son más directos y, en cada caso, elegidos deliberadamente: Bronx, Bruto, Tesoro, Triciclo y Garbo.

Esta es su historia.