Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de abril de 2021

MARGALIT FOX. ARTHUR CONAN DOYLE, INVESTIGADOR PRIVADO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Con mi propuesta de esta tarde abro un ciclo, que abarcará tres ediciones del espacio, en el que os hablaré de sendos libros enlazados por un rasgo unificador. Se trata de tres obras de género “difuso”, que siendo indudablemente ensayos divulgativos contienen también, en distinta medida en cada caso, ligeras trazas de ficción, elementos que las aproximan al reportaje periodístico o, incluso, muestras palpables de narración autobiográfica. 

El libro del que esta tarde quiero hablaros participa, sin duda, de esta condición híbrida que caracterizará la serie, pues hay en él periodismo e investigación histórica, pero también crónica negra y hasta aspectos vinculados a la novela criminal. Se trata de Arthur Conan Doyle, investigador privado, escrito por la norteamericana Margalit Fox y publicado a finales del pasado 2020 por la editorial Tusquets en traducción de Francisco García Lorenzana. Margalit Fox, nacida en Nueva York en 1961, es periodista y escritora. Es también colaboradora habitual de The New York Times, habiendo obtenido a lo largo de su carrera diversos reconocimientos profesionales. 

A principios del siglo XX vivía en Glasgow una anciana que no caía bien a casi nadie. Su nombre era Marion Gilchrist y el 21 de diciembre de 1908, que iba a ser el último día de su vida, Miss Gilchrist —una mujer estirada, imponente y devota que gozaba de una salud de hierro y de unos ancestros impecables— estaba a pocas semanas de cumplir ochenta y tres años. Así comienza el capítulo primero de un libro que, tras las citas iniciales, una sección de agradecimientos, una nota de la autora, una introducción y un prólogo, unos preliminares oportunos, necesarios e interesantes, pondrá en conocimiento del lector la historia real de un sensacional asesinato británico, una cruzada por la justicia y el escritor policiaco más famoso del mundo, como reza el subtítulo de la obra. 

Miss Gilchrist, de posición acomodada, más bien arisca, algo gruñona y poco sociable, aparecerá brutalmente asesinada en su domicilio de la ciudad escocesa. Las condiciones en las que se produce su muerte son confusas: la aparente ausencia de un móvil; la puerta abierta de su casa; una sirvienta que vuelve de unos recados y se cruza en las escaleras con un hombre que abandona el lugar del crimen con desconcertante naturalidad; una testigo que vislumbra fugazmente en la calle a un sujeto que parece escabullirse; un broche de diamantes, propiedad de la anciana, presuntamente robado y reaparecido a las pocas horas en una casa de empeño; el individuo que empeñó la joya que coge un tren nocturno hacia Liverpool para embarcarse desde allí en dirección a Nueva York, en lo que puede interpretarse como un intento de huida… 

La policía identificará muy pronto a Oscar Slater, un inmigrante alemán de origen judío y más que dudosa reputación, como la persona que llevó la alhaja al prestamista y que, pocos días después de la muerte, ha zarpado ya hacia los Estados Unidos. Detenido cuando su barco, el Lusitania, llega a los muelles neoyorquinos, y reconocido por las testigos, Slater será extraditado a Inglaterra, juzgado y condenado, primero a la pena de muerte y después, conmutada ésta, a cadena perpetua con trabajos forzados. La relativa rapidez en la resolución del caso (la sentencia se dictó a principios de mayo de 1909), parecía querer ocultar la debilidad y la inconsistencia de las pruebas contra el judío. Arthur Conan Doyle, que en esas fechas ya era un escritor de éxito, aparecía vinculado, para la sociedad de su tiempo, a la eficacia detectivesca de su personaje más reconocido, el singular e inclasificable Sherlock Holmes, y se había implicado con anterioridad, movido por su integridad moral y su convicciones y principios acerca de la justicia, en otros notorios casos criminales, acaba, tras una serie de rocambolescas peripecias, por asumir la defensa pública del, a su juicio, imposible asesino. 

El episodio sobre el que se construye la historia es, en sí, apasionante, y fue considerado en la época como un caso de asesinato sin parangón en la historia criminal. La muerte fue muy violenta, con la anciana golpeada de modo cruel. Miss Gilchrist era una mujer singular, refinada, rica y bastante excéntrica. El sospechoso, un recién llegado a Glasgow de currículum difuso -se presentaba como dentista y tratante en piedras preciosas-, se desenvolvía en ambientes marginales, dedicándose al juego y, según las pesquisas policiales, al proxenetismo. Su joven amante francesa era, supuestamente, cantante de music hall, pero muy probablemente ejercía como prostituta. Todos ellos ingredientes suficientemente llamativos para hacer estremecer a la pacata sensibilidad de aquel tiempo y para que las fuerzas del orden se movilizaran con prontitud para resolver de modo convincente y tranquilizador la perturbadora anomalía que supuso el crimen. Esa imperiosa necesidad de reestablecer la armonía social puesta en cuestión por el asesinato está en el origen de lo apresurado e inescrupuloso del proceso judicial. En este contexto de urgencia policial, los a veces infortunados azares de la vida pusieron a Oscar Slater en la enojosa -y a la postre trágica- posición de culpable aceptable. La policía -escribe Margalit Fox- estaba ansiosa por presentar a un sospechoso y en Slater —jugador, extranjero, judío y posiblemente proxeneta— habían encontrado a uno ideal. La acusación, el juicio y la condena se construyeron así, artificial y concienzudamente, sobre la base de pruebas circunstanciales en gran medida inventadas. No existía un solo vínculo entre la mujer asesinada y su presunto verdugo. Slater, efectivamente, había empeñado un broche de diamantes (operación que había llevado a cabo muchas veces con anterioridad), pero en los documentos del prestamista figuraba una fecha anterior en un mes al momento del crimen. Además, la sirvienta de la anciana declaró que ambas joyas, la de su señora y la empeñada por el acusado, eran ostensiblemente diferentes. Las descripciones que los testigos hicieron sobre el hombre que huía de la escena del crimen eran imprecisas, contradictorias y en ningún caso coincidían con los rasgos y la fisionomía de Slater. Las pruebas de identificación en comisaría se realizaron en condiciones “dirigidas”, muy sesgadas, que inducían y presuponían el resultado (Utilizar a un grupo de policías y ferroviarios de Glasgow para acompañar a un judío alemán de inconfundible aspecto extranjero en una rueda de identificación era [...] como intentar ocultar un bulldog entre perritos falderos, escribiría un periodista en aquellos días). El intento del sospechoso de escapar a la acción de la justicia se reveló igualmente falso, pues llevaba realizando los preparativos de su viaje desde tiempo atrás, sin ocultación ni secretismo algunos que pudieran hacer pensar que intentaba borrar cualquier pista de su rastro. El caso contra Slater estaba, en fin, lleno de puntos débiles, construido de principio a fin sobre arenas movedizas

Arthur Conan Doyle, investigador privado desarrolla, con una apabullante profusión de fuentes documentales (los apéndices finales del libro acogen una bibliografía de más de cien títulos, veintiséis páginas de notas y un extenso índice onomástico), con una técnica literaria muy eficaz, que entremezcla planos e historias, y con una tensión narrativa propia de la mejor novela policial, cuatro relatos entrecruzados: la historia del crimen y la de su chapucera y mediatizada investigación; la de la vida del pobre Slater, antes y después del asesinato, durante el juicio y en el transcurso de su larga, arbitraria e inmerecida condena (de la que acabará por cumplir casi veinte años); la del propio Conan Doyle, con su contradictoria personalidad y su sensibilidad dual; e, indirectamente aunque de un modo ostensible, la de su icónica criatura, el simpar Holmes y su deslumbrante inteligencia, sus muy racionales métodos y sus portentosas aventuras. Imbricados en el discurrir de estos cuatro ejes principales, aparecen otros hilos igualmente interesantes: perspicaces reflexiones sobre la época victoriana; agudos análisis sobre los valores imperantes en aquella sociedad que se abre a la ciencia y la racionalidad, aunque lastrada, aun a pesar de ello, por los prejuicios, las discriminaciones a causa de la clase social, la raza, el antisemitismo; penetrantes observaciones relativas a los métodos policiales, los cambios en la metodología científica, la dureza de la vida penitenciaria… Y todo ello acompañado de un jugoso complemento documental que incluye, en imágenes de calidad, planos, mapas, fotos, reproducciones de pruebas esgrimidas en el juicio, cartas manuscritas, notas… 

Los pormenores de la biografía de Oscar Slater, de las incidencias de su proceso judicial, de su condena y de su larga y asfixiante estancia en su forzada reclusión, afloran de continuo en el libro, intercalados entre los otros planos del relato. Y así, conocemos sus orígenes humildes en Silesia, que entonces pertenecía al Imperio alemán, en donde había nacido en 1872, su familia, su infancia en un pueblo minero, su escasa educación, su llegada a Glasgow con poco más de veinte años, su turbio y marginal hábitat hecho de apuestas callejeras, prostitutas y prostitución, de receptación, de trata con bienes “dudosos”, apuestas de caballos y cartas, y juego de billar por dinero, su matrimonio y separación posterior con una mujer escocesa, sus antecedentes penales por delitos menores, su encuentro con Antoine, de diecinueve años, que era su pareja en el momento de los hechos, su condición de judío (Fox nos ofrece algunas remarcables páginas sobre la ostensible presencia del antisemitismo en Inglaterra, retrotrayéndose a sus raíces medievales), la desgraciada conjunción de casualidades que lo llevarán ante la Justicia, los pormenores del muy poco imparcial juicio, su llegada en 1909 a la espeluznante prisión de Peterhead (hay también párrafos muy sustanciosos sobre la penología y las políticas carcelarias en esos días), su terroríficos dieciocho años y medio allí consumidos como prisionero 1992, la precariedad y la dureza de sus condiciones de vida, la tristísima relación epistolar con su madre y sus hermanas, el sofisticado “expediente” urdido para dar a conocer a Conan Doyle la injusticia de su situación (en enero de 1925, otro condenado, al salir de la cárcel tras el cumplimiento de su pena, consiguió esconder en un diente falso una nota de Slater, envuelta en un papel satinado que había robado del taller de encuadernación de la prisión, y cuya fotografía se incluye en el volumen), los conflictos y los problemas de comportamiento en la penitenciaría, su progresiva y peligrosa cercanía a los límites del desequilibrio mental, las esperanzas y las decepciones tras la reapertura de su proceso judicial, las retractaciones de los testigos, la revisión de su condena, la tibieza policial y el poco interés en aceptar el error por parte de las autoridades, su liberación final y las conflictivas relaciones posteriores -la amarga pelea- con el escritor, cuyos detalles y desenlace no quiero revelar aquí. 

Más allá de la apasionante historia, el primer gran foco de interés del libro lo constituye el penetrante análisis de la sociedad victoriana, de sus rasgos definitorios y de cómo los cambios sociales y los nuevos valores imperantes en la realidad de la época resultaban el caldo de cultivo idóneo para propiciar la detención, el juicio y la condena de Slater. La burguesía de los últimos años del reinado de Victoria de Inglaterra guiaba su comportamiento por un puñado de “emblemas” que concentraban la esencia de la “civilización”: las buenas maneras a la mesa, un piano en la sala de estar, una biblioteca bien dotada, entradas para conciertos y visitas a museos, un programa para ayudar a otros a que se ayudasen a sí mismos, y la suscripción pública a una acción de beneficencia favorita. En definitiva, los simplistas epítomes del orden, la templanza, la sobriedad, la mesura, lo conveniente, la moderación que caracterizaban el pasar por la vida de las clases acomodadas británicas en las últimas décadas del siglo XIX. Enfrente, la creciente industrialización, el auge del progreso, el desarrollo desmesurado de las ciudades -húmedas, sucias, oscuras por el carbón- propician la llegada masiva de una turba de desarraigados, obreros, campesinos, extranjeros, pobres, que suponían una velada “amenaza” a esa asentada clase media burguesa. La “invasión” de esas gentes se vivía como una forma de contagio, una peste, un inquietante desafío a las buenas costumbres. Slater -judío, inmigrante, de hábitos, al menos, poco convencionales, con su inglés dudoso y su fuerte acento- encarna todos los miedos y ansiedades burgueses frente a la plaga de “indeseables” que cuestiona y pone en peligro su modo de vida. Y ello queda de manifiesto en el alegato, rebosante de los prejuicios de su época, lugar y clase, con el que Alexander Ure, el Lord Advocate, el fiscal principal de la Corona en el juicio contra Oscar Slater, pide la más rigurosa condena para el, a su juicio, inequívoco criminal, un hombre cuya vida ha descendido hasta lo más profundo de la degradación humana porque, según el juicio universal de la humanidad, el hombre que vive de las ganancias de la prostitución ha descendido a las profundidades más bajas, y todo sentido moral ha quedado destruido en él y ha dejado de existir. Eliminada esta dificultad, afirmo sin dudar que el hombre en el banquillo es capaz de haber cometido este vil ultraje

Frente al apriorístico dictamen, irracional y infundado, que condena sin asomo de dudas a un sospechoso que solo lo es por encajar en las etiquetas clasificatorias, nocivas, perniciosas, que la sociedad le ha atribuido previamente; frente al criterio pseudocientífico que, siguiendo las teorías de Lombroso, anticipa el carácter criminal de un individuo sobre la base de ciertos rasgos atávicos asociados al hombre primitivo, que se identifica con el calificado de indeseable en virtud de prejuicios raciales, étnicos y de clase, ese “Otro conveniente” que le pone cara [al] temor difuso que sobrecoge a la mentalidad biempensante; frente a este estado de cosas, discriminatorio e injusto, la figura de Conan Doyle, con su doble condición de médico y creador de Sherlock Holmes, emerge como símbolo de los nuevos tiempos, con sus postulados liberales, progresistas, racionales, científicos. En la era de la revolucionaria teoría de la evolución de Darwin, de los avances significativos en física, química, biología y geología, de una comprensión creciente de la estructura y la función de las células vivas y de la teoría de los gérmenes para explicar las enfermedades, la criminalística, como la medicina (excepcional el análisis comparativo que hace la autora entre los diagnósticos médicos y las investigaciones detectivescas), se confabulan para desterrar los miedos victorianos (las enfermedades propagadas por la “chusma”, los delitos que propician las sórdidas formas de vida de los advenedizos, extranjeros, delincuentes, hacinados en los suburbios de las ciudades). 

Y es que en esos tiempos del ferrocarril y los barcos de vapor, del fonógrafo, el teléfono y la fotografía, de los primeros automóviles, de los avances médicos contra las infecciones, de la ciencia y la técnica, también los protocolos policiales se benefician de los avances de la nueva metodología forense: la balística, las huellas dactilares, la serología y la toxicología. Y Conan Doyle, sobre todo a través de su alter ego literario, pero también en su dimensión pública, aportará esa moderna visión “reconstructiva” que permite que los investigadores [arqueólogos, historiadores, médicos, biólogos, pero también detectives y policías] restablezcan los acontecimientos del pasado a partir de sus huellas en el presente. En suma, la utilización del razonamiento científico para combatir la sinrazón obstinada de la policía y los fiscales

Margalit Fox resume en un párrafo esclarecedor la esencia del “caso Slater” y la intensa implicación del escritor en él: Si Oscar Slater era la encarnación de los temores de finales de la época victoriana, Arthur Conan Doyle representaba la mayoría de las cualidades principales de la época: valor, sed de aventuras, amor por la competición masculina en el ring de boxeo y en el campo de críquet, una pasión por el conocimiento científico y un profundo sentido del juego limpio. Es por ello por lo que, movido por su acendrado sentido del honor, aborreciendo la injusticia, de Doyle brotaba un flujo incesante de cartas a los periódicos sobre los temas que le interesaban, recogía, coleccionaba y estudiaba libros y recortes de prensa sobre crímenes, se apasionaba e intentaba resolver -con éxito, en más de una ocasión- casos reales (el más conocido de ellos, el de Georges Edalji, ya dio pie a una novela de Julian Barnes que yo presenté aquí hace unos años). Su adhesión (casi) incondicional a la causa perdida de Slater no era más que un corolario previsible de su trayectoria intelectual, literaria y cívica. 

Conan Doyle, que en otros casos anteriores había descendido hasta el “fango” (literalmente) en su defensa de sus “protegidos”, asumió con respecto a Slater una postura más “cómoda”, aunque manteniendo un alto grado de compromiso (era muy probable que este infeliz tuviera tan poco que ver con el asesinato por el que había sido condenado como yo mismo). Felizmente casado y acomodado a una vida placentera, no demasiado dispuesto, por tanto, a salir de casa; algo reacio ya a la acción y dispuesto a entregarse a la faceta más reflexiva de su carácter; alejado, en sus sentimientos personales, de la figura y el estilo de vida del acusado, decide mantener a distancia a un Slater del que lo separa un abismo moral, ideológico y vital, pese a lo cual, en un gesto que le honra, se implicará hasta el final en su defensa (Algunos seguimos conservando el prejuicio anticuado a favor de un hombre que ha sido condenado por un crimen que no ha cometido, y no en función de la moralidad de su vida privada). Trabajando casi exclusivamente con los documentos del proceso (la transcripción del juicio, diversas entrevistas con los principales protagonistas del caso, multitud de artículos de prensa sobre el crimen y sus consecuencias, las notas de la audiencia de extradición en Nueva York), sin hablar con su defendido (el registro de correspondencia de la cárcel, en el que aparecen referidas todas las cartas enviadas y recibidas por Slater durante más de dieciocho años y medio, no recoge ni un solo contacto entre ellos, y no consta tampoco ninguna visita; de hecho solo se vieron una vez, y fue tras la liberación del penado), y guiado exclusivamente por el meticuloso ejercicio de la implacable lógica que caracterizaba a su más destacada criatura literaria (Unos cuantos de los problemas que se han cruzado en mi camino han sido muy parecidos a algunos que inventé para la exhibición del razonamiento del señor Holmes, reconocerá), se propondrá no descubrir quién lo hizo, sino demostrar quién no lo hizo, en una deslumbrante muestra de razonamiento de sillón, como en tantas ocasiones nos había acostumbrado el singular inquilino del 221B de Baker Street. 

Su método, que aflora en su estudio de 1912, The Case of Oscar Slater, en el que reúne sus investigaciones sobre el suceso, se centra en la observación de los hechos y en el interrogatorio de los objetos conectados con el crimen para, a partir de ellos, “razonando hacia atrás”, construir una narración lógica de lo que pudo y no pudo ocurrir. El “razonamiento abductivo” o la “profecía retrospectiva”, en brillantes categorizaciones de Charles Peirce y Thomas Huxley, respectivamente, citados ambos por la autora, ya habían sido utilizados por Sherlock Holmes en algunas de sus aventuras -Estrella de Plata, El carbunclo azul, entre otras- y constituyen, en esencia, la base del “diagnóstico” científico. Al modo en que un médico deduce, a partir de los síntomas del enfermo, la trayectoria del proceso de la enfermedad y “adivina” su causa; de la misma manera en que con la exigua pista de un solo hueso, un naturalista o un biólogo evolutivo reconstruyen el esqueleto entero de un animal desaparecido hace siglos; al igual que un arqueólogo logra “revivir” civilizaciones enteras basándose en algunos restos de cerámica encontrados en unas ruinas semiocultas; y con la misma certeza con que el ínclito Holmes sostiene, como hace en Estudio en escarlata, esa obra maestra, que a partir de una gota de agua, un lógico podría establecer la posible existencia de un océano Atlántico o de unas cataratas del Niágara, aunque no hubiese tenido jamás la más mínima noticia de lo uno ni de lo otro, Conan Doyle logrará desmantelar, con una observación minuciosa y una portentosa inteligencia, la frágil cadena de conjeturas que condenaban a Slater. Una brillante muestra de ese modo de razonar, aplicado por Doyle en otro caso real, aflora en el texto que os dejo como cierre a esta reseña.

Margalit Fox da cuenta de ese proceso abductivo -que “trufa” de interesantes pormenores sobre las teorías científicas al respecto, sobre las relaciones entre semiótica e investigación criminal, sobre los procedimientos policiales tradicionales y el impacto que en ellos supuso la moderna técnica holmesiana- que acabará por liberar, bien que de un modo desgraciadamente tardío, al inocente injustamente condenado. Una Margalit Fox que no duda al manifestar -en un epílogo del libro de título explícito: Qué fue de ellos- su “agnosticismo” sobre la autoría del crimen, una vez exculpado Slater: Cualquier «solución» presentada once décadas después de los hechos, afirma, solo puede ser producto de la pura especulación. Sí nos da cuenta, en cambio, del destino de Oscar, muerto de una embolia pulmonar en su casa el 31 de enero de 1948, a los setenta y seis años, después de sobrevivir a casi todos los protagonistas del caso contra él. En un muy significativo cierre circular de su obra, las últimas palabras del libro son para las dos hermanas de Slater, asesinadas en sendos campos de concentración, clasificadas por la raza, identificadas, apresadas, transportadas, exterminadas, una afirmación que apunta a las causas de la radical injusticia sufrida por su hermano y que dibuja, en cierto modo, el propósito final de su ensayo. 

Os dejo, como complemento musical a mi reseña, con Hurricane, el clásico de Dylan que nos habla de un también trágico error judicial inducido, como en el caso del libro que nos ocupa, por los prejuicios, en esta ocasión raciales. 


Había desaparecido un caballero. Había solicitado un reintegro bancario de 40 libras que se sabía que llevaba encima. Se temía que hubiera sido asesinado por el dinero. Lo último que se sabía era que se alojaba en un gran hotel en Londres, después de llegar ese mismo día desde el campo. Por la noche fue a una actuación de music hall, salió de allí hacia las diez, regresó a su hotel, se quitó la ropa que llevaba puesta, que se encontró en la habitación al día siguiente, y simplemente desapareció. Nadie lo vio abandonar el hotel, pero un hombre que ocupaba una habitación vecina declaró que había oído cómo se movía durante la noche. Había pasado una semana cuando me consultaron, pero la policía no había descubierto nada. ¿Dónde estaba el hombre? 

Estos eran todos los hechos que me comunicaron sus familiares en el campo. Intentando ver el asunto a través de los ojos del señor Holmes, respondí por correo que evidentemente se encontraba en Glasgow o en Edimburgo. Más tarde se demostró que, en efecto, había ido a Edimburgo, aunque en la semana que había transcurrido se había trasladado a otra parte de Escocia. Debería dejar aquí el asunto porque, como ha mostrado con frecuencia el doctor Watson, una solución explicada es un misterio estropeado. En este punto el lector puede dejar de lado el libro y demostrar lo sencillo que es al analizar el problema por sí mismo. Tiene todos los datos que me proporcionaron. No obstante, para aquellos que no tienen paciencia para estos enigmas, intentaré señalar los eslabones que forman la cadena. La única ventaja que tengo es que estoy familiarizado con la rutina de los hoteles de Londres, aunque imagino que varía muy poco de las de los hoteles de cualquier otro sitio. 

Lo primero era analizar los hechos y separar lo que era cierto de lo que eran conjeturas. Todo era cierto excepto la afirmación de la persona que había oído al hombre desaparecido durante la noche. ¿Cómo podía diferenciar dicho sonido de cualquier otro sonido en un gran hotel? Este punto se podía descartar, si se contradecía con la conclusión general. 

La primera deducción clara era que el hombre había querido desaparecer. ¿Por qué otra razón iba a retirar todo su dinero? Había salido del hotel durante la noche. Pero hay un portero de noche en todos los hoteles y es imposible salir sin que se entere en cuanto se cierra la puerta. La puerta se cierra tras el regreso de los asistentes al teatro, digamos que a las doce de la noche. Por eso, el hombre abandonó el hotel antes de las doce. Llegó del music hall a las diez, se cambió de ropa y se fue con su maleta. Nadie lo vio. Se infiere que lo hizo en el momento en que el vestíbulo estaba lleno de los clientes que regresaban, es decir, entre las once y las once y media. Después de esa hora, aunque la puerta siga abierta, hay pocas personas que entran y salen, por lo que no cabe duda de que lo habrían visto pasar con su maleta. 

Después de avanzar pisando terreno firme, ahora nos preguntamos por qué un hombre que desea ocultarse saldría a esa hora. Si pretendía esconderse en Londres, para empezar, no tendría que haber ido nunca al hotel. Entonces quedaba claro que pensaba coger un tren que lo llevaría lejos. Pero un hombre que se baja del tren en cualquier estación provincial durante la noche lo más probable es que llame la atención y podía estar seguro de que cuando saltase la alarma y se difundiese su descripción, algún guarda o portero lo recordaría. Por eso, su destino tenía que ser una ciudad grande que fuera el final del trayecto donde bajaran todos los pasajeros y donde se podría perder entre la multitud. Al consultar el horario y comprobar que los grandes expresos escoceses con destino a Edimburgo y Glasgow parten hacia medianoche, se habrá alcanzado la meta. En cuanto al traje, el hecho de que lo abandonase demostraba que pretendía adoptar una forma de vida en la que no entraban las actividades sociales. Esta deducción también resultó ser correcta. 

Cito este caso para demostrar que las líneas generales del razonamiento defendido por Holmes tienen una aplicación práctica en la vida.
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Margalit Fox. Arthur Conan Doyle, investigador privado

miércoles, 21 de abril de 2021

ELLA BERTHOUD Y SUSAN ELDERKIN. MANUAL DE REMEDIOS LITERARIOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que esta semana centra su propuesta en varias sugerencias directamente relacionadas con la rúbrica de nuestro programa. Y es que pasado mañana, 23 de abril, se celebra, un año más de un modo algo desnaturalizado a causa de la pandemia, el Día del libro. Y aunque la imposibilidad, en muchos casos, de festejar en las calles la efeméride resta parte del impacto que siempre conlleva esta fecha tan singular, desde aquí queremos sumarnos, siquiera virtualmente, a esta gozosa reivindicación de la lectura que siempre supone el aniversario -cuatrocientos cinco años en este 2021- de la muerte de William Shakespeare y Miguel de Cervantes. 

Y nuestra contribución al acontecimiento se hace a través de una emisión en la que voy a ofreceros hasta cinco títulos directa o indirectamente relacionados con la lectura, libros sobre libros, pues, en una tradición relativamente recurrente al llegar a estas fechas en nuestro espacio. Se trata de cinco obras de diferente valor y alcance, escritas con propósitos y desde planteamientos muy variados, y perteneciendo, cada una de ellas, a géneros también diversos, en una suerte de “menú” libresco muy apetitoso. Os hablaré, así, a modo de frugal aperitivo, de un ligero divertimento sin demasiadas pretensiones escrito por Roald Dahl, El librero. A continuación, fungiendo de gustosos entremeses, una sucinta aunque apasionante aproximación a un asunto muy relacionado con la lectura, Breve historia del marcapáginas, del italiano Massimo Gatta, bibliotecario y experto en extraños temas en materia bibliófila. Tras él, un primer plato bien sabroso y consistente, un ensayo misceláneo, simultáneamente palpitante e iluminador, del profesor y experto en cuestiones relacionadas con la edición, Antonio Basanta, presentado bajo una rúbrica inequívoca, Leer contra la nada. Luego, a modo de pièce de résistance, un libro, Manual de remedios literarios, inclasificable y voluminoso, estimulante y de altísimo interés, debido a la colaboración de Ella Berthoud y Susan Elderkin. Y por fin, como suculento postre, un entusiasta “panfleto”, un emotivo alegato a favor de los libros, Manifiesto por la lectura, a cargo de la magistral -y muy querida en el programa- Irene Vallejo. 

El librero es un cuentecito -en la edición española ocupa apenas cincuenta páginas en un volumen de pequeño formato (15 por 21 centímetros)- escrito y publicado por Roald Dahl en 1986. En nuestro país vio la luz en 2016, en el seno de la Editorial Nørdica, en traducción de Xesús Fraga y con ilustraciones de Federico Delicado, que se mueven entre la representación detallista y minuciosa (en la estampa, por ejemplo, en que se nos muestra el exterior de la librería) y la caricatura, en ocasiones rozando lo grotesco, cuando las imágenes reflejan a la pareja, extravagante y excesiva, de un notorio mal gusto, protagonista del relato. 

Hace tiempo, si uno se dirigía a Charing Cross Road desde Trafalgar Square, en cuestión de minutos se encontraba con una librería situada a mano derecha y sobre cuyo escaparate un cartel anunciaba: «WILLIAM BUGGAGE. LIBROS RAROS». Así empieza la, por otro lado, poco libresca historia del dueño de la librería, el señor William Buggage que da nombre al establecimiento, y su estrafalaria dependienta/colaboradora, la caballuna señorita Tottle, una dupla patética y vulgar (Buggage es achaparrado, panzudo, calvo y fofo, y ella se nos describe de un modo igualmente lamentable: su rostro era alargado y equino, y sus dientes, que también eran de buen tamaño, poseían una tonalidad sulfurosa. Igual que su tez. Lo mejor que se podía decir de ella era que tenía un busto generoso, aunque tampoco careciese de defectos. Era de esa clase en la que un solo bulto se extiende de un extremo al otro del pecho, por lo que a simple vista daba la impresión de que del cuerpo no le crecían dos senos individuales, sino que más bien se asemejaba a una larga barra de pan). Los dos, pese a las apariencias, permanecen casi por completo ajenos al negocio librero en el que dejan pasar sus días mientras se entregan, concienzudos y ufanos, a un próspero y delictivo comercio, cuyos detalles no puedo revelar sin arruinar el misterio de una trama argumental que acabará por resolverse con ciertos aires policiacos. Baste con decir que sus reservados y lucrativos asuntos giran sobre una especie de chantaje epistolar a viudas, con los libros como centro. Las pedestres personalidades de las que adolecen se nos muestran en sus muy primarias ordinariez y chabacanería (incluso cuando los rodea el lujo que les permiten sus florecientes y turbias actividades; incluso, igualmente, en los episodios eróticos, en los que aflora también la vulgaridad de sus caracteres), en una “ambientación” que permite al autor, sin despreciar el tono humorístico de fondo, marca de la casa, apuntar una sutil denuncia -más bien una constatación- de las muy marcadas -y tan british- diferencias y prejuicios de clase. En fin, una obrita menor, simpática y entretenida, que garantiza una escasa hora de apacible y risueña lectura. 

Un planteamiento radicalmente opuesto es el que guía la Breve historia del marcapáginas, que, en traducción de Amelia Pérez del Villar y con un ilustrado prólogo -Los testigos silentes de la lectura- de David Felipe Arranz, presentó en 2020 la Editorial Fórcola. Su autor, Massimo Gatta, es bibliotecario de la italiana Universidad de Molise. Experto en historia de la edición, del papel, de las bibliotecas y de la bibliofilia, es un profundo conocedor e investigador de los aspectos paratextuales del libro, de los que los marcapáginas representan uno de sus ejemplos más destacados. 

El libro, que aparece en el reducido formato -18 por 12 centímetros- habitual en la editorial, ofrece, en sus apretadas cien páginas (apenas cuarenta si descontamos el estudio preliminar y las casi treinta de notas y referencias bibliográficas finales), un somero repaso, desde la Antigüedad clásica hasta nuestros electrónicos días de e-books y lectura telemática, de este singular objeto de uso cotidiano constante y sobre el que, por común, tan poco fijamos nuestra atención, y que, más allá de su condición meramente utilitaria, deviene, en el profundo análisis de Gatta, en un elemento fundamental, de innegable valor filosófico. 

Marcar la página para poder recuperar cómodamente el paso y reanudar en ese punto nuestra lectura silente, es consustancial al acto de leer y se remonta a los albores de la civilización humana, afirma el autor, a poco de empezar su ensayo. Admitiendo la existencia de pocos datos históricos que permitan una cronología bien trabada de la existencia de los marcapáginas, en el libro afloran de continuo ejemplos -espigados de aquí y allá- de esa tan frecuente práctica: un separador pegado a un códice copto, del siglo VI d.C., que se encontró en 1924 entre las ruinas de un monasterio egipcio; otro indio, de marfil y con motivos geométricos, del siglo XVI; un primer testimonio del uso del marcapáginas de 1577 (se habla, en otras fuentes, de 1584), en unos libros que Cristopher Barker encuadernó para la reina Isabel I y que llevaban una cinta de seda cosida a la cabezada de los volúmenes, entre otras referencias. 

Pero es, sobre todo, en el terreno del arte en donde, con anterioridad a esa fecha mencionada, aparecen los marcapáginas en retratos -que en el libro se nos ofrecen en una treintena de ilustraciones en color- de “figuras con libro”, muy habituales en la pintura desde el siglo XV, sobre todo en el Renacimiento italiano. Y así, por el texto desfilan -con su correspondiente representación pictórica, Giorgione, Parmigianino, van Eyck, Piero della Francesca, Antonello da Messina, Alberto Durero, Arcimboldo o Bronzino… y llegando incluso a la contemporaneidad, con la presencia de Giorgio de Chirico o Federico Seneca, ya en el siglo XX, responsable este último de una publicidad de chocolates a partir de un pasaje y un personaje -el cura don Abbondio- de Los novios, de Alessandro Manzoni, en una muestra -y hay varias- de la aparición de nuestro singular objeto en la literatura. 

Del intangible valor del marcapáginas da cuenta la anécdota que relata Jacques Bonnet, en su libro Bibliotecas llenas de fantasmas, y que transcribe Gatta: Recuerdo esa historia que leí en algún sitio sobre un condenado a muerte durante el Terror revolucionario que leía un libro en la carreta que lo llevaba a la horca y que marcó la página en la que se había quedado antes de subir al patíbulo

Más allá del escueto recorrido histórico, el libro refiere la innumerable variedad de marcapáginas, como los vegetales, con la especial mención a Gabriele d’Annunzio, que dejaba secar flores entre las páginas para señalar los “puntos de lectura”, aunque se citan igualmente las prímulas, las violetas, las rosas, los tréboles cuadrifoliados, distintos tipos de hojas, pajas; pero también otros de plata, vitela o cuero, tiras de pergamino, marfil (el referido de la India en el siglo XVI), cordones trenzados, nudos de plata y borlas de seda, cartulinas de madera, de celuloide, cartón, agujas, telas, láminas de estaño -oropeles- correas, sofisticados discos giratorios (a finales del siglo XIII), pero también ¡pieles de serpiente!, moscas (Dice la leyenda que un monje medieval, el irlandés Coloman de Elo, fallecido en el año 610, ordenó a una mosca importuna que se posara en la última línea que estaba leyendo, a lo que el insecto obedeció yendo a descansar en el manuscrito, de modo que el religioso pudo ausentarse un rato y regresó a la lectura justo donde había dejado al animalito), o ….comida. A este respecto, sorprende la figura del erudito bibliotecario Antonio Magliabecchi que vivió casi toda su vida en el siglo XVII y que fijaba el lugar en el que abandonaba la lectura de un libro con ¡rodajas de salami! Aunque, en el terreno de las rarezas, hay, incluso, una fuente romana, en la Via degli Staderari, hecha de libros esculpidos, de los que salen unos marcapáginas que albergan los caños que vierten a la pileta. 

Y están también los más actuales (e indudablemente más higiénicos): los publicitarios, los de las editoriales, los creados para coleccionistas, para regalo, como publicidad, los recordatorios, los que se emiten para el reconocimiento de méritos, los que portan inscripciones, aforismos, anuncios, dibujos y motivos artísticos, los temáticos, de los que se recoge una profusa muestra de iniciativas novedosas, casi todas italianas, en un sesgo persistente de la obra, inevitable dada la nacionalidad de su autor. Y hay una breve referencia final a los marcadores de lectura en los e-books, en un capítulo en el que se incluyen las reflexiones acerca del anunciado -hace tan solo una década- fin del libro, presumiblemente desaparecido por el avance imparable de la Red y, sobre la constatación, gozosa, de que, sin embargo, no ha sido así ni por asomo, antes al contrario, la lectura en papel permanece más viva que nunca: La Red nunca podrá editar un libro bello, tejer un jersey suave o pintar un cuadro al óleo, cita Gatta a Kenneth Goldsmith en un optimista y bienintencionado, aunque quizá desgraciadamente irreal dictamen. 

No faltan tampoco las alusiones a los objetos cotidianos que operan como señaladores en los libros, y ya en el texto preliminar, David Felipe Arranz cita un repertorio insólito que recoge un experto, J.H. Kruizinga, en una obra de 1965 sobre el asunto: cheques, galletas, fotos, plumas, calendarios, tarjetas postales, billetes de transporte y papel moneda, entradas para diversos espectáculos, una loncha de jamón, una rebanada de tocino, el cordón de un zapato, una cajetilla de cigarros vacía, unas últimas voluntades, un sobre con una paga, un carné de conducir, etc. El propio prologuista incorpora al elenco, a partir de su experiencia personal, un billete de mil pesetas o dos facturas de un restaurante salmantino, además de recordarnos que hay quien sigue doblando la esquina de la página, a falta de mejor indicador. Cada uno de estos inesperados señaladores puede aparecer, años después de su uso, como un testigo de nuestra memoria, un trozo de biografía anclado en el tiempo, un pasado que se despierta y aviva a partir de ese objeto olvidado. 

En una época de “desmaterialización” lenta e inexorable, el marcapáginas permanece como una privilegiada muestra de la pervivencia de la belleza, del actualísimo valor del libro en papel, un objeto que alcanzó la perfección absoluta hace ya muchos siglos. Y de esa perfección que el libro supone, y de su correlato, de la poderosa “eficacia” de la lectura, de las enseñanzas, la distracción, las emociones, la sabiduría y la belleza que conlleva, habla también mi tercera propuesta de esta tarde, Leer contra la nada, un volumen de formato aún más reducido que los dos que le preceden en esta reseña -10 por 10.5 centímetros- y también muy acogedor, ideal para llevar en el bolsillo, en el que la larga experiencia profesional de su autor, Antonio Basanta, en relación al fomento y desarrollo de la lectura, fragua en un texto magnífico, repleto de interesantes reflexiones sobre el universo lector. La obra, publicada en Siruela en 2017, alcanza ya unas prometedoras tres ediciones, cifra relevante para un libro de estas características. 

Doctor en Literatura Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, con una amplia carrera vinculada al libro, en sus muy diversas tareas como docente, editor, gestor de proyectos culturales, conferenciante, articulista o coautor de textos escolares, Basanta, que durante más de veinticinco años ha sido director general de “nuestra” Fundación Germán Sánchez Ruipérez, de la que actualmente es vicepresidente, examina en su obra, siguiendo un tenue pero perceptible recorrido histórico, las innumerables facetas de la experiencia de lectora, de la que se declara “enamorado”: Nada encuentro en mi vida más decisivo que leer. Ni experiencia más grata que pueda compartir con cuantos lo deseen

Indaga Basanta al comenzar su texto en el origen de su pasión lectora, cuando, sin haber cumplido siete años y atormentado por su dislexia, obtuvo de un benevolente profesor de preparatorio, el hermano Apolinar, una “meritoria” medalla de “penúltimo en lectura”. Paradójicamente, ese sería el primer hito de una trayectoria profesional en la que, superada su limitación, se desempeñaría, como hemos visto, en casi todas las posibles funciones relacionadas con los libros. 

Leer contra la nada surge de la constatación, por parte de su autor, de los trascendentales efectos que provoca la irrupción de la electrónica en nuestras vidas y en particular en la práctica y los hábitos lectores. Radicalmente consciente de la insustituible función de la lectura y de su importancia esencial en la existencia humana y alejado, de modo simultáneo, de las tesis apocalípticas que ven en la extensión de las redes comunicativas y de los nuevos soportes en los que se traslada la información una temible amenaza y un riesgo cierto de desaparición de los libros, un optimista Basanta repasa, a través de un rápido y algo disperso examen de la historia de los libros, su extraordinario valor en el pasado y en nuestro presente, y anticipa, con un ilusionante voluntarismo, su convicción, su esperanzado deseo, de que, con las convenientes adaptaciones de fórmulas y códigos, de medios y formatos, la lectura siga siendo -y aquí cita a Gabriel Celaya- “un arma cargada de futuro”. 

Para ello, y desde una confesada postura de humildad de su autor, que voluntariamente reduce su “presencia” en el libro para dar la voz a infinidad (son cien las referencias que se recogen en la bibliografía final) de novelistas, poetas, pensadores, filósofos, ensayistas que han escrito sobre los libros y la lectura, Leer contra la nada recoge pensamientos, anécdotas, reflexiones, historias o poemas ajenos que permean unos capítulos muy sugestivos dedicados a La pasión de leer, El ADN de la lectura, El cerebro lector, Regreso al futuro o La sociedad lectora, entre otros. Al término de cada capítulo, una sección titulada Lecturas de lectura, completa, con textos adicionales de los escritores citados el plural, heterogéneo y apasionante acercamiento al fenómeno lector. El interés de muchos de esos textos, propios y ajenos, me ha llevado a seleccionar medio centenar de ellos, aproximadamente, para integrar la vertiente literaria de hasta tres programas de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, que se emitirán en tres lunes sucesivos a partir del próximo 17 de mayo, en unas fechas que, en condiciones normales, debieran acoger en nuestra ciudad a la Feria del libro, previsiblemente ausente -¿quién puede saberlo a estas alturas?- de las calles salmantinas por segundo curso consecutivo, a causa de la insidiosa pandemia. 

El núcleo central de mi reseña de esta tarde gira en torno a un libro, esta vez, a diferencia de mis otras propuestas de hoy, voluminoso y extenso. Manual de remedios literarios, escrito por Ella Berthoud y Susan Elderkin, se presentó en 2017 en el sello Siruela dentro de su colección El ojo del tiempo con el significativo subtítulo de Cómo curarnos con libros. La edición y traducción son de Clara Ministral, y la portada, magnífica, se ilustra con un muy reconocible diseño de William Morris. Hay que hacer notar que las alusiones a los “remedios” o la “curación” que encabezan el libro no son casuales o meramente anecdóticas, porque las más de cuatrocientas páginas del inabarcable texto -y no por su amplitud material sino por lo copioso de sus muchas derivaciones, como luego veremos- constituyen un auténtico vademécum libresco, en el que el lector, quizá aquejado de algún mal de espíritu, de alguna dolencia del ánimo, de cierto sentimiento melancólico, de determinada aflicción del alma (también de enfermedades o padecimientos físicos: las autoras no quieren diferenciar entre lo corporal y lo espiritual) puede espigar en busca de consuelo, amparo, alivio, auxilio, socorro, ayuda, refugio y otros milagrosos e intangibles bálsamos terapéuticos que los libros nos ofrecen para paliar nuestros pesares. 

Ella Berthoud y Susan Elderkin estudiaron Literatura en la Universidad de Cambridge. En sus aulas se conocieron y allí surgió una amistad que desembocó años después, en 2008, en un proyecto común, un servicio de recetas literarias en la londinense The School of Life, creada por Alain de Botton y otros intelectuales, psicólogos, filósofos y escritores, para ayudar a la gente a llevar vidas más plenas, tranquilas y felices. En el marco de ese proyecto se inscribe el libro del que ahora os hablo, cuya edición original es de 2013. En el epílogo de la obra las autoras recrean el nacimiento de esa amistad, a los dieciocho años, a partir de la mutua fascinación por los libros. En el episodio que en él se narra, que aparece rodeado por un aura de magia y encantamiento, las chicas -la lectora y la otra lectora- se encuentran en la habitación de una de ellas en la residencia de estudiantes cantabrigense y “juegan” con Si una noche de invierno un viajero, el clásico de Italo Calvino y, en particular, con uno de sus más conocidos y emblemáticos fragmentos: Tu casa, al ser el lugar donde lees, puede decirnos cuál es el lugar que los libros tienen en tu vida, si son una defensa que tú interpones para mantener alejado al mundo de fuera, un sueño en el que te hundes como en una droga, o bien si son puentes que lanzas hacia el exterior, hacia el mundo que te interesa tanto que quieres multiplicar y dilatar sus dimensiones a través de los libros. A partir de ese texto, nace el vínculo entre ellas y se origina también -podemos intuirlo- la idea de Manual de remedios literarios

Sus miradas se encontraron sobre el castigado volumen. 
(…) “Leemos solos incluso cuando estamos en presencia de otros”», dijo la otra lectora. 
 «Pero “¿Qué más natural que entre Lector y lectora se establezca mediante el libro una solidaridad, una complicidad, un lazo?”», respondió la lectora. 
La otra lectora asintió. Estaba a punto de soltar el libro, pero entonces pareció como si se le ocurriera algo. «¿Qué son los libros, “una defensa que interpones para mantener alejado el mundo de fuera”, “un sueño en el que te hundes como en una droga” o “puentes que lanzas [...] hacia el mundo que te interesa tanto que quieres multiplicar y dilatar sus dimensiones a través de los libros”?». 
La lectora ya sabía su respuesta a esta pregunta. «Las tres cosas», contestó, «pero sobre todo la droga». 
 La otra lectora asintió con la cabeza. Ella también lo entendía. Volvió a poner Si una noche de invierno un viajero en la estantería, esta vez en el medio. 
A partir de ese día consumirían esas drogas juntas. 

Manual de remedios literarios presenta, en cierto modo, la historia de esa adicción. A lo largo de sus más de cuatrocientas páginas se nos ofrece un extenso elenco de padecimientos, que supera, también, los cuatro centenares, y que afectan tanto al dolor físico como al emocional y que cualquier lector, en mayor o menor medida, ha experimentado o le tocará sufrir en su existencia. Se incluyen también situaciones pesarosas, habituales en nuestras vidas, en las que el ánimo decae, las penas nos asaltan, el malestar nos aflige, la angustia nos tortura o el abatimiento nos asuela. El abandono y la anorexia, el bochorno y la falta de ambición, el desencanto y la falta de confianza, las fobias y la estéril búsqueda de la felicidad, el malhumor, la insatisfacción y las ganas de llorar, el perfeccionismo y el resentimiento, la obsesión por el orden, la soledad, los sueños rotos, un despido, el estreñimiento, la pérdida de un ser querido, el exceso de trabajo, las ansias de viajar o la falta de sueño, tienen su epígrafe en el libro, entre otros muchos, algunos más “abstractos” como el odiar a tu mujer, la necesidad de echarse una buena llorera, ser un romántico empedernido, no poder levantarse de la cama, el miedo al compromiso, la falta de sentido del humor, no saber aprovechar el momento o el deseo de que se te trague la tierra. 

Para cada uno de estos males se propone un remedio conforme a los principios de la biblioterapia, imaginativa rama de la medicina que las propias Berthoud y Elderkin definen al comienzo de su obra: Biblioterapia (del gr. biblíon, libro, y therapeía, asistencia) f. prescripción de novelas para las dolencias de la vida. En consecuencia, lo singular de estas muy sugerentes recetas que el libro contiene reside en el hecho de que nuestros medicamentos no son cosas que vayas a encontrar en la farmacia, sino en las librerías, las bibliotecas o descargándotelas con tu lector de libros electrónicos. Y añaden: Nuestra botica contiene bálsamos beckettianos, torniquetes tolstoianos, los calmantes de Calvino y las purgas de Proust y Perec. Para crearla, hemos recorrido dos mil años de literatura en busca de las mentes más brillantes y las lecturas más reconstituyentes, desde Apuleyo y El asno de oro, del siglo II, hasta los tónicos contemporáneos de Jonathan Franzen y Haruki Murakami

Y en efecto, son cerca de doscientas las obras, todas novelas (el título original es The Novel Cure. An A-Z of Literary Remedies), debidas a, aproximadamente, ciento setenta autores -que se incorporan a una muy sugestiva bibliografía final-, las que se recomiendan como cura para cada uno de los males estudiados. Así, a modo de ejemplos someros, Emma, de Jane Austen, sirve para reparar los daños que causa ser la niña de los ojos de papá; la alergia al polen se combate con Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne; para el miedo a la muerte lo aconsejable es la lectura de Cien años de soledad, de García Márquez o Ruido de fondo, de Don DeLillo; nada mejor que Ragtime, de Doctorow, para la falta de entusiasmo en la vida; si nos deprime una baja autoestima, será Rebeca, de Daphne du Maurier la indicación adecuada; si nos arrebata la lujuria, La joven de la perla, de Tracy Chevalier; La conjura de los necios, de Kennedy Toole, si somos propensos a la flatulencia; el Nobel Steinbeck y su De ratones y de hombres, para la pérdida de la esperanza; el clásico de Nabokov, Lolita, nos auxiliará si nos quedamos sin palabras… y así, ya digo, centenares de estimulantes alivios literarios, que producen sus benéficos efectos bien sea por el interés que despierta el argumento de la novela, bien sea por el ritmo de la prosa, o por una idea o una actitud sugerida por un personaje o por el mero de hecho de que, mientras leemos, nos alejamos de esa triste o tediosa o insulsa o desesperante o inclemente o dolorosa cotidianeidad que provoca nuestro padecer. 

Presentada esta extensa y minuciosa farmacopea bajo el formato de un diccionario alfabético, intercaladas entre las entradas dedicadas a cada uno de los “calmantes” prescritos para cada causa de sufrimiento, Berthoud y Elderkin incluyen consejos sobre algunos problemas relacionados con la lectura, como no tener tiempo para leer o qué leer cuando no puedes dormir o cómo hacer frente a la soledad o el sentimiento de culpa provocados por la lectura, o cómo afrontar el miedo a terminar un libro. Igualmente, se ofrecen listados como los decálogos de mejores novelas para adolescentes, para iniciarse en la ciencia ficción, para curar las ansias de viajar, para leer en el hospital, en un tren, en el baño o en la cama, para iniciar a tu pareja en la lectura, para levantar el ánimo, para evadirse, para cuando se está acatarrado, para hacerte llorar, para parecer un gran lector, para leer en cada década de la vida, para acompañar algunos momentos o algunas etapas de transición importantes, como tener un hijo o encontrarte en tu lecho de muerte (con la genial recomendación de P. J. O’Rourke: Lee siempre algo con lo que vayas a quedar bien si te mueres a la mitad). Dos mil años de literatura concentrados en un libro magnífico, de consulta y lectura indispensable, un texto repleto de humor, cercanía, erudición y profundo amor a los libros. 

Y dejo para el muy conciso postre con el que cerrar este largo aunque digestivo menú, el Manifiesto por la lectura que redactó el año pasado Irene Vallejo por encargo de la Federación de Gremios de Editores de España, que la eligió para que fuera la voz que acompañara a la petición de un Pacto de Estado por la lectura. Hace unos meses, el texto se recogió en un libro publicado por la editorial Siruela, de nuevo -en una pauta reiterada en mis propuestas de esta tarde- en un formato mínimo (apenas dieciseisavo: 10 por 15 centímetros). Los derechos de su venta (7.95 euros su coste) se destinarán, a propuesta de la autora, al apoyo de proyectos e instituciones de fomento de la lectura

Un Pacto por el Libro y la Lectura, afirma en el prólogo Miguel Barrero Maján, presidente de la Federación de Gremios de Editores de España, en dictamen que comparto al cien por cien, debe estar motivado por la aspiración de conseguir que los ciudadanos encuentren tanto sentido a leer como para que la lectura sea una experiencia frecuente en sus vidas. Ese propósito guía las palabras de Irene Vallejo, escritas con un planteamiento, un enfoque, unos recursos estilísticos y unas pautas en todo semejantes -más allá de las limitaciones que impone la necesaria brevedad de este Manifiesto- a las que afloraran en su prodigioso El infinito en un junco

El libro -que se presenta con el subtítulo de Caligrafías del cuidado- se abre con dos muy significativas y bellísimas citas en torno a la lectura debidas a Marguerite Yourcenar (recogida también por Antonio Basanta en la obra de él reseñada y que os dejo como colofón a este ya muy largo comentario) y Gustavo Martín Garzo, en una muestra reveladora del resto del texto, recorrido de continuo por oportunas y reveladoras referencias literarias. A partir de ellas, el discurso de Irene Vallejo en pro de los libros se articula en nueve muy breves capítulos: Frágiles, Alas y cimientos, Arquitecturas del cuidado, Fantasmas de voces, Ideas extravagantes, Estremecimientos de agua, Peligros casi imperceptibles, Herramientas de reconstrucción y Salvemos el milagro. En ellos se tratan cuestiones sustanciales, vinculadas a los libros y la lectura, de nuestras existencias: el poder irresistible de la imaginación para combatir nuestra fragilidad como especie; la facultad que los libros proporcionan de ampliar nuestra siempre limitada visión del mundo, de enriquecer nuestra mirada abriéndonos a otras experiencias, a pensar con otras ideas y sentir otras pasiones, potenciando la comprensión de lo ajeno y, por tanto fortaleciendo el fundamento de la sociedad democrática; el valor terapéutico de la lectura, su eficacia en la preservación de la salud -no solo la mental-, su contribución a la estimulación del cerebro y al desarrollo neuronal, su eficacia frente a la degeneración cognitiva; la portentosa posibilidad que abren los libros de dialogar con personas que murieron hace siglos, de escucharlas, de sentirlas cercanas, íntimas, “nuestras”; la facilidad que los libros nos ofrecen de acceder al conocimiento, a las ideas, al pensamiento, a los hallazgos, a los mejores logros de los individuos y las sociedades pretéritas; la trascendencia del libro como valiosísimo engranaje de la cadena de comunicación entre seres humanos, al que apunta la conocida metáfora de la piedra en el estanque utilizada por García Lorca en la famosa conferencia, tantas veces citada, en la inauguración de la biblioteca de su pueblo, Fuente Vaqueros; la necesidad de proteger, de “cuidar”, a quienes crean, forjan y expanden nuestros sueños: escribiendo, traduciendo, corrigiendo, ilustrando, diseñando, editando, a las agencias, los talleres, las imprentas, las distribuidoras, las librerías, las bibliotecas y archivos, las escuelas, los lectores; la utilidad de los libros para recuperar el placer de la concentración, la intimidad y la calma, para salvaguardar el tiempo, el sigilo, la atención y el sosiego en estos tiempos acelerados y frenéticos en los que nada dura, todo es efímero, veloz, distraído y nervioso, estentóreo e incierto; entre otros muchos apasionantes focos de interés de una obrita mínima pero enjundiosa, corta pero repleta de estimulantes focos de interés. 

Y todo ello en un texto en el que el lirismo y la sabiduría, la ternura y la erudición, la inteligencia y la sensibilidad proverbiales de Irene Vallejo brillan a gran altura al servicio de ese inequívoco “mensaje” que está en la base de su alegato: Somos seres entretejidos de relatos, bordados con hilos de voces, de historia, de filosofía y de ciencia, de leyes y leyendas. Por eso, la lectura seguirá cuidándonos si cuidamos de ella. No puede desaparecer lo que nos salva. Los libros nos recuerdan, serenos y siempre dispuestos a desplegarse ante nuestros ojos, que la salud de las palabras enraíza en las editoriales, en las librerías, en los círculos de lecturas compartidas, en las bibliotecas, en las escuelas. Es allí donde imaginamos el futuro que nos une

No hay tiempo para más. Os dejo ahora con una canción Walk on by, un clásico de Burt Bacharach, en la soberbia interpretación de Dionne Warwick. El tema es recomendado en Manual de remedios literarios, para acompañar la lectura de Alta fidelidad, de Nick Hornby, recurso eficaz, al decir de sus autoras, Berthoud y Elderkin, para recuperarse de una ruptura sentimental. 


Quisiera consignar un milagro trivial, del que uno no se da cuenta hasta después que ha pasado: el descubrimiento de la lectura. El día en que los veintiséis signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados, y se convierten en una puerta de entrada que da a otros siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de los que veremos en toda nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer. Marguerite Yourcenar. ¿Qué? La eternidad

Videoconferencia
Ella Berthoud y Susan Elderkin. Manual de remedios literarios

miércoles, 14 de abril de 2021

PAT BARKER. REGENERACIÓN 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Hoy, nuestro espacio os trae una trilogía escrita por la británica Pat Barker, formidable desde el punto de vista literario y que opera, además, como una suerte de coletilla de algunos anteriores ciclos de programa, el femenino -pues la autora es, evidentemente, una mujer- y el cinéfilo, porque el primero de los tres títulos que la integran pasó al cine hace más de veinte años en una coproducción anglo-canadiense. 

Pero vayamos ya con los datos y las referencias que os sitúen en la obra de la que quiero hablaros. Bajo el título conjunto de Regeneración, Barker publicó en su país, en 1991, 1993 y 1995, respectivamente, las tres novelas, Regeneración, El ojo en la puerta y El camino fantasma, que el pasado 2019 vieron la luz en España en el seno de la editorial Galaxia Gutemberg. Las dos primeras obras aparecieron en la traducción conjunta de Carlos Milla e Isabel Ferrer, y la tercera -en un nada recomendable e inexplicable cambio de jinete en mitad de la carrera- en versión de Irene Oliva Luque. En 1997, Gillies MacKinnon, un para mí casi desconocido realizador escocés dirigió, bajo el mismo título que la serie entera, Regeneración, una película basada en el primer libro, con Jonathan Pryce en el papel principal y sin ningún aliciente especialmente digno de reseñar. 

 Pat Barker es una escritora inglesa, cercana ya a los ochenta años, con una amplia trayectoria literaria a sus espaldas. Licenciada en Historia en la influyente London School of Economics, fue profesora universitaria de esa misma disciplina en la primera mitad de su vida. Con decena y media de libros de temática diversa -los primeros centrados en las mujeres trabajadoras en el norte de Inglaterra, como señala la editorial en la nota biográfica que acompaña al libro-, su reconocimiento como novelista le llega con las tres obras que ahora os presento, muy valoradas por el público y muy celebradas también por la crítica, habiendo logrado incluso el muy prestigioso premio Booker por El camino fantasma

Regeneración tiene a la Primera Guerra mundial como centro y motivo principal, un tema que a la escritora le atañe directamente, con un abuelo y un padrastro, los dos hombres que marcaron mi infancia, según declaró en una entrevista, heridos en los campos franceses. Quienes seguís Todos los libros un libro con asiduidad -si es que esta frase tiene sentido- conocéis mi interés por las dos grandes contiendas del infausto -desde ese punto de vista- siglo XX. En particular, y en relación con la Gran Guerra, aquí han aparecido mis reseñas de numerosos libros, especialmente en las temporadas correspondientes a 2014 y 2018, cuando se cumplieron los cien años de su comienzo y su finalización, respectivamente. 

Es por ello por lo que a más de uno de nuestros seguidores pueda, quizá, resultarles tediosa o reiterativa esta nueva incursión en un tema tan “trillado”. Y sin embargo, de ser así, deberíais vencer ese primer impulso disuasorio y decidiros a leer estas tres espléndidas novelas, sobre todo por dos razones fundamentales: se trata, en efecto, de literatura de altísima calidad y, además, ofrecen un planteamiento muy singular, diferente al más consabido, sobre la devastadora (aunque los datos son muy fluctuantes según la fuente, en la mayor parte de las referencias se habla de casi veinte millones de muertos y de otros tantos heridos) “guerra del 14”. El elemento esencial que explica esa peculiaridad reside en el hecho de que Barker no nos muestra la barbarie de la guerra de un modo directo, ni se recrea abiertamente en la descripción del horror de las trincheras, como es normal en la mayor parte de las obras sobre el tema, sino que su acercamiento a la trágica realidad histórica de la que habla se hace de un modo tangencial, desde la retaguardia -aunque sin rehuir la exposición de la brutalidad bélica-, a partir de la figura de un psiquiatra, el doctor William Rivers, una personalidad realmente existente en la época (en otro de los rasgos relevantes de la serie, la presencia de protagonistas de verificable trayectoria histórica, que aparecen entreverados en la trama con los personajes de ficción) que, primero en el Hospital de Guerra de Craiglockhart, cerca de Edimburgo, en Escocia, un centro especializado en enfermedades mentales y en traumas de guerra, y luego en Londres, en un antiguo hospital infantil -probablemente, a partir de los datos que aparecen en el texto, el Westminster Children’s Hospital- reconvertido como sanatorio para atender a víctimas de la guerra, se ocupa de atender a jóvenes soldados a los que las terribles vivencias en los campos de batalla han alterado su equilibrio psíquico y destruido emocional y psicológicamente, hasta el punto de llevar a muchos de ellos a estados cercanos a la locura. 

Regeneración
, el primer libro de la serie, se abre -marcando el “tono” del ciclo entero- con la “Declaración de un soldado”, la carta que, en julio de 1917, Siegfried Sassoon, escritor y poeta, combatiente en la guerra, en la que se había alistado por patriotismo, envió a su comandante en jefe y en la que denunciaba el absurdo de la contienda, criticando sus excesos y, sobre todo, acusando a las autoridades de perpetuar de manera insensata un enfrentamiento que, a esas alturas -tres años después de su inicio-, había perdido del todo su sentido originario (Creo firmemente que esta guerra, que era una guerra de defensa y liberación cuando entré en ella, ha degenerado ahora en una guerra de agresión y conquista). El manifiesto sería difundido en la prensa y leído incluso en el Parlamento británico. Todo ello, en condiciones normales, le habría valido a Sassoon un consejo de guerra, pero quizá sus influencias -en particular la de Robert Graves, que luego sería también un afamado escritor y que comparece igualmente en la novela- le evitaron el trance, aunque no el ser enviado al Hospital de Guerra de Craiglockhart con un diagnóstico de neurastenia. Una vez en el sanatorio, Sassoon entrará en contacto con el mencionado William Rivers, psiquiatra militar y miembro de la Real Sociedad de Medicina, un destacado neurólogo y antropólogo social, que se encarga, en una labor muy difícil que compromete igualmente su propio equilibrio psíquico, de curar los profundos traumas de sus infortunados pacientes e intentar “rehabilitarlos” para que las autoridades militares, en consecuencia, los devuelvan al frente. Entre los enfermos que tratará Rivers está también otro poeta, Wilfred Owen, del que -junto a Sassoon y tantos otros- ya os había hablado hace siete años, al presentar aquí Tengo una cita con la muerte, el muy recomendable libro publicado en 2011 en nuestro país por la editorial Linteo con el subtítulo de Antología de poetas muertos en la Gran Guerra. La edición, a cargo de Borja Aguiló y Ben Clark, responsables de la selección y la traducción de los versos y del interesante prólogo al libro, recogía, resumida, otra antología, Up the Line to Death. The War Poets 1914-1918, publicada en 1964 en Reino Unido bajo la responsabilidad de Brian Gardner. 

La novela, pues de ficción se trata, más allá de la importante presencia de figuras históricas, se desenvuelve en su mayor parte dentro de las dependencias del hospital y gravita, aparte de otros ejes que más adelante comentaré, en torno al doble protagonismo de Rivers y de uno de sus pacientes, el teniente Billy Prior, un personaje, este sí, de entidad puramente literaria, un joven de compleja personalidad que ha sido repatriado de las trincheras francesas a causa de una aguda neurosis de guerra que le ha privado del habla. 

En El ojo en la puerta, Prior, que ya puede hablar pero al que las secuelas psicológicas de la experiencia bélica lo incapacitan temporalmente para el combate, es destinado en el Servicio de Inteligencia del Ministerio de Municionamiento. Sus preocupantes vacíos de memoria lo pondrán de nuevo en relación con el psiquiatra Rivers, el cual seguirá atendiéndole -fuera ya del hospital- mientras Prior se desenvuelve en una complicada trama de relaciones, afectos e intereses laborales que lo llevarán, espía al fin, aunque poco convencido de la justificación de su misión, a investigar en diversas organizaciones pacifistas, objetores de conciencia -la Hermandad Contra el Servicio Militar Obligatorio-, sufragistas, antibelicistas, e incluso partidos políticos -socialistas, anarquistas, el Partido Laborista Independiente-, para reprimir los movimientos de rechazo a la guerra que, en esos días, proliferaban por doquier, tarea en la que salen a la luz, además de sus padecimientos psicológicos, sus propias contradicciones ideológicas y personales. 

Independientemente del doble eje Rivers/Prior, en la novela comparecen además personajes y tramas vinculados con acontecimientos históricos, como Bettie Roper, inspirada en Alice Wheeldon, que fue “realmente” acusada y condenada bajo el cargo de conspiración para asesinar a Lloyd George, el primer ministro británico de la época, y también Robert Ross, amigo y albacea literario de Oscar Wilde, y los mencionados Sassoon y Owen, homosexuales más o menos reconocidos e integrantes todos, al decir de sus detractores (entre los que destacaba Lord Alfred Douglas, antaño amante de Wilde y ahora furibundo homófobo), del “culto del clítoris”, un grupo que supuestamente abarcaría a 47.000 homosexuales británicos, acusados de traicionar los intereses de su país y ayudar en la guerra a las fuerzas alemanas, en una derivación del argumento de la novela también apasionante. 

La trilogía se cierra con El camino fantasma, en la que el juego dual Rivers/Prior sigue articulando el desarrollo argumental. En los últimos meses de la guerra, en verano de 1918, Prior consigue al fin volver al frente, de cuyos horrores nos da cuenta, junto a la descripción de sus propios demonios interiores, en un diario de campaña. Mientras tanto el desarrollo del personaje de Rivers se bifurca entre, por un lado, la atención a sus atormentados pacientes en Londres, y, por otro, sus recuerdos de infancia (con la también verificada históricamente relación con Lewis Carroll) y la remembranza de sus experiencias como antropólogo en Melanesia, una aparente digresión en la trama que, sin embargo, y como luego veremos, acaba por evidenciar las profundas relaciones que mantiene con el tema principal de la trilogía: la fantasmal insensatez de las guerras y el siempre funesto horizonte de la vida humana, la extinción y la muerte. 

El núcleo central de la trilogía está, a mi juicio, en la noción de conflicto, tanto en un plano general -la discusión sobre el sentido de la guerra- como, sobre todo -en un corolario natural del anterior-, en el ámbito de la intimidad, con los dilemas morales personales de Sassoon, de Prior y de Rivers. Regeneración plantea, como por otro lado resulta obvio en cualquier libro sobre el tema, la reflexión, en un plano filosófico, sobre la necesidad o la inutilidad de la guerra: ¿puede haber razones que justifiquen la guerra?, ¿existen las guerras justas?, ¿la “obligación” de contrarrestar la amenaza de un mal mayor -Hitler, si hablamos de la Segunda Guerra mundial- puede “exigir” la intervención militar?, ¿es ingenuo, por ello, cualquier pacifismo? O en un nivel más metafísico: ¿está abocado el ser humano a los enfrentamientos armados?, ¿forma parte de nuestra naturaleza la violencia colectiva?, ¿incurriremos una y otra vez, generación tras generación, en nuevas guerras? Pero ese debate se plantea también en la obra de Barker desde el punto de vista histórico o político: ¿sirvió para algo la absurda carnicería de la Gran Guerra?, ¿fue un gran delirio organizativo y un mayúsculo error político por parte de sus inductores iniciar una guerra que se preveía “relámpago” y que acabó por perpetuarse durante cuatro años, segando de raíz las vidas de millones de jóvenes, agostando una generación entera (de británicos, en el caso del libro)?, ¿pueden explicarse racionalmente la contumacia y el obtuso militarismo de los dirigentes de las naciones contendientes, su insensato y culpable sostenimiento, pasados los primeros momentos, de una lucha estéril, que mantuvo durante años, atrincheradas frente a frente en los lodazales de Francia y los Países Bajos, a las tropas de ambos bandos, diezmándose en sucesivos ataques y repliegues, avances y retiradas, escaramuzas y refriegas y maniobras y operaciones sangrientas y absolutamente inútiles en términos estratégicos y militares? Todas esas implicaciones del terrible acontecimiento están presentes desde el principio -desde que la autora opta por transcribir la carta de Sassoon- en una novela que aparte de “razones” para el análisis intelectual no ahorra al lector el vívido relato de los horrores de los campos de batalla (Y por un segundo estuvo otra vez allí: Armagedón, el Gólgota, no había palabras, un lugar donde la desolación era tan absoluta que ninguna imaginación podría haberla concebido), bien que ello se haga, ya se ha dicho, a partir de las referencias de los heridos, psicológicamente dañados, que aspiran a la curación en los distintos hospitales que se suceden en la obra. Este peculiar enfoque de la trilogía es magistral: dar a conocer esa guerra atroz en una dimensión complementaria a la habitual -que enfatiza los horrores físicos, las amputaciones, las mutilaciones y las muertes-, a través de la exposición de los efectos psicológicos, los daños mentales y los torturantes recuerdos de los enfermos. En las páginas de los tres libros aparecen el miedo, la erosión emocional, las tensiones, la indiferencia, las crisis nerviosas, las neurosis, los delirios, la descomposición de la identidad, el estrés postraumático, la doble personalidad, los desvaríos paranoicos, la ansiedad, los vacíos de la memoria, las pesadillas y el insomnio, los vómitos, las migrañas, la visión doble, las náuseas, los trastornos de la micción, los temblores, los silencios eternos, la tartamudez, la aparición de “fantasmas” de compañeros muertos, los “monstruos” (Debe procurar no llenar los vacíos de la memoria con… con monstruos. Creo que todos tendemos a hacerlo. En cuanto tenemos una laguna, proyectamos nuestros peores miedos en ella. Viene a ser como la directriz de los cartógrafos medievales, ¿no? «En lo ignoto, poned monstruos»), los lloros, los lamentos, los espeluznantes gritos en mitad de la noche, el miedo -de nuevo, una y otra vez- de todos aquellos pobres seres sufrientes. El elenco de enfermos que trata Rivers es muy amplio y muy significativo en sus padecimientos: Landsowne y su claustrofobia, exacerbada por la haberse visto obligado a habitar los refugios subterráneos; Fothersgill, a quien el miedo lo ha convertido en un individuo anacrónico que habla sin cesar imitando el inglés medieval; Fletcher, afectado por un delirio paranoico según el cual sus superiores lo privaban de comida de manera intencionada; Broadbent, que inventa el fallecimiento de su madre y que solicita permiso para asistir al funeral, escapando así a las trincheras pero no al consejo de guerra cuando se descubre que la mujer seguía viva; un joven innominado, desmoronado al encontrar el cuerpo mutilado de su amigo; otro, también anónimo, que recuerda en un estado de permanente terror la explosión en la que había quedado sepultado vivo; David Burns, que había hundido la cabeza en el vientre de un soldado alemán muerto, y era incapaz de convivir con el siniestro recuerdo; Ian Moffet, víctima de parálisis histérica, incapaz de mover sus piernas, sin embargo “objetivamente” incólumes; Geoffrey Wansbeck, que sufría alucinaciones en las que se despertaba de repente y se encontraba de pie junto a su cama a un alemán, envuelto en el hedor de la descomposición, al que, cansado e irritado por la tensión, había matado en el frente -bueno, asesinado, suponía que tendría que ser la palabra- sin motivo alguno cuando se hacía cargo de él como prisionero; Harrington, que había visto volar en pedazos a un amigo íntimo al que ahora, en su delirio, “recuperaba” al ver la cabeza cortada, el torso y las extremidades de un cuerpo desmembrado que se precipitaban hacia él desde la oscuridad, o una cara que se cernía sobre él, con los labios, la nariz y los párpados carcomidos como por la lepra; Marsden, la fotografía de su joven esposa sobre su taquilla, “espiando” la reacción del doctor a su pregunta sobre la posibilidad, tras sus heridas, de poder mantener relaciones sexuales en el futuro; y tantos otros. 

Pero Regeneración, sin embargo, no agota ni mucho menos su propuesta en esa aproximación general y crítica, tanto en un plano intelectual y reflexivo como material y emotivo, al fenómeno bélico. Por el contrario, la aportación más interesante de la obra de Barker a la “literatura de la guerra” está en la aguda descripción de las interioridades psicológicas de los personajes -singularmente los tres mencionados-, en sus vacilaciones y sus dudas, en sus miedos, en sus contradicciones, en su ofuscación, en sus ambigüedades, en sus fantasmas. Es, pues, esta otra manifestación del conflicto -su dimensión íntima, psicológica, moral- la que nuclea la serie entera. Sassoon, en su condición de poeta y pacifista, odia la guerra y el papel que tiene que desempeñar en su transcurso (en último extremo estaba allí para matar, y para adiestrar a otros a matar), y se opone a ella por convicción, con razones y argumentos casi irrebatibles. Pero, a la vez, siente que, dadas las circunstancias, su obligación cívica es estar allí, dirigiendo a sus hombres, defendiendo a su país. Al ser hospitalizado se debate entre el natural deseo, que coincide con su militante antibelicismo, de que un dictamen médico le imposibilite la vuelta a los campos de batalla, y, a la vez, la exigencia moral de reincorporarse y dar la cara, de negarse a la huida, de afrontar el horror como el resto de sus coetáneos. Sobrevivo allí siendo dos personas, a veces incluso consigo ser las dos en una misma noche. Ya sabe, puedo estar sentado con Stiffy y Jowett… Jowett es guapísimo… y ponerme a hablar de que quiero salir a combatir, y ellos se enardecen y aporrean la mesa y dicen sí, basta ya de instrucción, es hora de pasar a la acción de verdad. Y luego los dejo allí y me voy a mi habitación y pienso en lo jóvenes que son. Diecinueve, Rivers. Diecinueve. Y no tienen ni remota idea de nada. Dios mío, espero que sobrevivan, en una confesión sobrecogedora. 

Sobrevivir o volver es también el conflicto que angustia a Prior. La vergüenza, la culpa, la sensación de fracaso, el sentimiento de indecencia que supone privilegiar la preservación de su propia vida frente a su “deber”, lo impelen a querer reincorporarse cuanto antes al frente, aun a sabiendas de que ese retorno lo abocará a una probable muerte. ¿La sensatez, la honestidad pacifista encubre, en realidad, la cobardía y el miedo? Volver implica matar, oponerse a la guerra supone condenar a otros a morir por falta de apoyo (los boicots que los pacifistas promovían llevaban a obstaculizar el suministro de munición del que dependían otras vidas). Todos los que sobreviven se sienten culpables, leemos, en una de las claves del libro. 

Por otro lado, el personaje del psiquiatra representa -pese a su alejamiento de las líneas de combate- el paradigma del dilema que la guerra plantea. Rivers era consciente del conflicto –como un trasfondo permanente en su trabajo– entre su convicción de que la guerra debía librarse hasta su conclusión última, por el bien de las generaciones venideras, y su horror ante la perspectiva de que siguieran produciéndose situaciones como las que habían causado la crisis nerviosa de [su paciente]. Conservador por naturaleza, defensor de las reglas, del orden, de lo establecido, Rivers sin embargo duda, aunque debe sobreponerse a sus vacilaciones y actuar con firmeza y sin titubeos. Su inteligencia, su razón le hacen cuestionar sus apriorismos, pues una sociedad que devora a sus jóvenes no merece una lealtad espontánea o incondicional. Sabe, en un párrafo muy significativo del fondo último del primer libro, que su función era, básicamente, lograr la regeneración nerviosa de los soldados para volver a enviarlos al frente. A pesar de sus dudas sobre la guerra y de todo lo que iba descubriendo en su trabajo como psicólogo, tenía ese imperativo moral de lograr la recuperación de los soldados para que fueran declarados aptos para el combate. Sabe, en formulación aún más drástica, que su trabajo es [reacondicionar] a hombres jóvenes para la función de guerrero, función que éstos –aunque inconscientemente– rechazaban. En los últimos tiempos se había preguntado alguna que otra vez qué sentido tenía devolver la salud mental a aquellos hombres en el contexto de su trabajo. En general la curación significa que el paciente abandona un comportamiento claramente autodestructivo. Pero en aquellas circunstancias el restablecimiento implicaba el retorno a actividades que no sólo eran autodestructivas, sino a todas luces suicidas. Y por todo ello sabe también que está atrapado, que, a otra escala, vive los mismos conflictos psicológicos -con síntomas parecidos: insomnio, pesadillas, ansiedad, angustia- que sus jóvenes enfermos. 

Este “juego” del dilema, de la disyuntiva, de lo dual, de lo binario, está muy presente en las novelas y, como ya se ha dicho, en cierto modo define las intenciones de su autora: guerra y pacifismo, cobardía y honor, curación y destrucción, recuerdo y olvido (¿qué técnica cura “mejor” las heridas “espirituales” del trauma, el fomento de su reviviscencia, el enfrentamiento cara a cara con el recuerdo del horror, o su “borrado”, la tajante extirpación de la experiencia dolorosa?), razón y emoción (lo racional, lo ordenado, lo cerebral, lo objetivo, frente a lo emocional, lo sensual, lo caótico, lo primitivo), calidez empática y frío distanciamiento (Su empatía, el profundo sentido de humanidad que compartía con sus pacientes, quedó de nuevo en suspensión. Una suspensión necesaria, sin la cual la práctica de la investigación médica, y de hecho la propia medicina, sería imposible, pero aun así la misma clase de suspensión experimentada por el soldado a la hora de matar. El fin era distinto, pero el mecanismo psicológico utilizado para alcanzarlo era en esencia idéntico), la “civilización” del médico de Cambridge y el primitivismo del antropólogo en Melanesia, presentes en la vida de Rivers (No se había reducido a llevar dos vidas distintas, dividido entre los profesores de Cambridge por un lado y los misioneros y los cazadores de cabezas de Melanesia por otro, sino que en su caso había sido una persona distinta en cada lugar), son algunas de las nociones enfrentadas que se contrastan en el texto. La mención al Dr. Jekyll y Mr. Hyde, presente en distintos momentos de la serie, subraya esta idea de duplicidad, recurrente y muy esclarecedora de uno de los principales planteamientos de los tres libros. 

Ya no hay tiempo para más. Baste decir que, junto a esta vertiente psicológica y moral de Regeneración, hay otra “faceta”, que podríamos llamar sociológica, muy presente en las novelas. Esta dimensión exterior nos permite “conocer” algunos destacados aspectos de la época, ajenos a la guerra (aunque condicionados, cómo no, por ella). El “telón de fondo” ante el que se desarrollan las vivencias de Prior y Rivers es, así, muy rico y abre la lectura hacia direcciones altamente sugestivas: las vicisitudes organizativas y las contradicciones políticas del pacifismo, sus estrategias y su propaganda (Lo que se requería desesperadamente eran los músculos de hombres jóvenes, y eso lo proporcionaban los auxiliares pacifistas, reclutados conforme a las disposiciones del Ministerio del Interior. Pero a la vez éstos despertaban la hostilidad del personal obligado a trabajar a su lado. Se había llegado ya a tal punto que estaba en duda si el hospital podía continuar recurriendo a ellos. La irracionalidad de deshacerse de mano de obra muy necesaria exasperaba a Rivers, y se había opuesto a ello en la última reunión de la comisión administrativa del hospital); las reivindicaciones de reformas legales en contra de la prohibición del aborto, a favor del sufragio femenino; el controvertido funcionamiento del espionaje “interno” en tiempos de guerra, a través de las acciones del Ministerio de Municionamiento en el que trabaja Prior (¿Sabe qué implica ese trabajo? […] Ésta es una guerra sucia, Rivers. Puedo decir con toda sinceridad que preferiría estar en Francia); la incidencia de la gripe española, tan citada en estos meses de pandemia; las particularidades del círculo de los jóvenes poetas; la crítica al clasismo de la sociedad británica, reflejado también de modo revelador en el ejército, con sus oficiales de clase alta y los soldados “del pueblo” (Birtwhistle se llama, iba por ahí diciendo: «Está claro que no se puede uno fiar de ellos. Sus valores son completamente distintos a los nuestros. Son una especie diferente, la verdad, éstos de C.O.». Sonrisita burlona. Rivers puso cara de no entenderlo. —Clase obrera. O monóxido de carbono. Los hombres a los que les están reventando los huevos a tiros para que él pueda seguir siendo el lirio del estercolero. Por Dios, me ponen enfermo), aunque a la postre todos acabarían por ser, sin distinción, carne de cañón; los radicales cambios sociales que la guerra aceleró, con innovaciones en las costumbres, en los valores, en los hábitos cotidianos; la creación, en consecuencia, de un nuevo incipiente mundo, fraguado en la atroz contienda y que se consolidaría en las décadas posteriores: la relajación de la autoridad, el cuestionamiento de las instituciones, la rebeldía ante las guerras, el desmoronamiento del imperio británico, la laxitud religiosa y la impugnación de un Dios que permite tal horror, la permisividad sexual (en la “historia” de Prior el sexo y su práctica tienen una muy especial relevancia), la relativa “normalización” de la homosexualidad, el nuevo papel de las mujeres, incorporadas masivamente a la vida activa en las fábricas de la retaguardia a falta de hombres (Y se fueron, riéndose encantadas, dos mujeres casadas que se iban a beber juntas. Inaudito. Para colmo, en la taberna de su padre. Con razón el viejo cabrón pensaba que había llegado el fin del mundo). Y se nos ofrecen también interesantes -y profundas- referencias a la psiquiatría, sus teorías y sus métodos, a través de las reflexiones de Rivers. Y un atractivo excurso antropológico, que nos pone en contacto con ciertos rituales primitivos en las tribus de Melanesia, y tantos otros alicientes que propician una lectura apasionante. 

De entre la media docena de piezas musicales que suenan en el libro, en su mayor parte cánticos populares en las trincheras, he escogido para cerrar esta reseña Bombed Last Night (Bombardeados anoche/y bombardeados la noche de antes/y bombardeados seremos esta noche/aunque nunca más nos bombardeen/Cuando nos bombardean, ay qué miedo tenemos…). He entresacado la versión que ahora os ofrezco, en la interpretación de The Scottish Pals Singers, del disco Far, far from Ypres 


–Llegó usted al hospital de campaña el… –Echó un vistazo al expediente–. El día 29. Quedan, pues, seis días de los que no hay constancia. 

–Sí, y me temo que en eso no puedo ayudarlo. 

–¿Recuerda el ataque? 

–Sí. Fue exactamente igual que cualquier otro ataque. 

Rivers esperó. Prior adoptó una actitud aparentemente tan hostil que por un momento Rivers temió que se negara a continuar. Sin embargo de pronto se llevó el cigarrillo a los labios y dijo: 

–Bueno, de acuerdo. Un mensajero te trae de vuelta el reloj, previamente sincronizado en el cuartel general. –Un largo silencio–. Esperas, intentas calmar a todos los que a todas luces están cagándose de miedo o a punto de vomitar. Esperas que a ti no te pase ninguna de esas dos cosas. Luego inicias la cuenta atrás: diez, nueve, ocho… y así hasta el final. Tocas el silbato. Subes por la escalera de mano. Te encoges para pasar por un hueco en la alambrada, te quedas tendido, esperas a que salgan todos los demás… los que quedan, ya ha habido numerosas bajas… y entonces te pones de pie. E inicias el avance. No a paso ligero; a un paso normal de paseo. –Prior empezó a sonreír–. En línea recta. A campo abierto. A plena luz del día. Hacia una línea de ametralladoras. –Movió la cabeza en un gesto de negación–. Ah, y por supuesto hay fuego de artillería sin cesar. 

–¿Qué sintió? 

Prior golpeteó el cigarrillo para hacer caer la ceniza. 

–Usted siempre quiere saber qué sentí. 

–Pues sí. Me describe ese ataque como si fuera un… un suceso un poco absurdo de… 

–Un poco, no. Yo no he dicho «un poco». 

–De acuerdo, un suceso en extremo absurdo… de la vida de otra persona. 

–Quizá fue eso lo que sentí. 

–¿Lo fue? –Dio tiempo a Prior para contestar–. Creo que es capaz de distanciarse mucho de los hechos, pero ningún ser humano podría distanciarse hasta ese punto. 

–De acuerdo. Sentí que era… –Prior empezó a sonreír otra vez–. Excitante. 

Rivers se llevó una mano a la boca. 

–¿Lo ve? –dijo Prior, señalando la mano–. Me pregunta qué sentí, y cuando se lo digo, no me cree. 

Rivers bajó la mano. 

–Yo no he dicho que no le crea. Estaba esperando a que continuara. 

–¿Sabe esos hombres que acechan entre los arbustos para abalanzarse sobre mujeres desprevenidas y… en fin… exhiben sus atributos? Pues eso fue más o menos lo que sentí. O más o menos lo que imagino que uno siente en tal situación. No querría que fuera usted a pensar que he tenido alguna experiencia personal de ese tipo. 

–¿Y sólo sintió eso? 

–Aparte de terror, sí. –Parecía hacerle gracia–. ¿Volvemos a lo del «distanciamiento impropio de un ser humano»? 

–Como usted quiera. 

Prior se echó a reír. 

–Creo que a los dos nos conviene más, ¿no? 

Rivers lo dejó proseguir. Ésa había sido la actitud de Prior durante las tres semanas que llevaban intentando rescatar sus recuerdos de Francia. Parecía decir: «De acuerdo. Puede obligarme a sacar a la luz los horrores, puede obligarme a recordar las muertes, pero nunca me obligará a sentir». Rivers trataba de vencer ese distanciamiento, llegar a las emociones, pero sabía que él, en esa misma situación, habría actuado igual que Prior. 

–Uno mantiene en todo momento una especie de canturreo: «No tan deprisa. ¡Siempre hacia la izquierda!». Concebido para evitar los amontonamientos. Si da resultado o no, depende del terreno. Por donde avanzábamos nosotros, el suelo estaba plagado de hoyos abiertos por los obuses y las filas se rompieron de inmediato. Volví la vista atrás… –Se interrumpió y cogió otro cigarrillo–. Volví la vista atrás, y había incontables heridos tirados por el suelo. Tendidos unos encima de otros, retorciéndose. Como peces en un estanque casi seco. No sentí el menor miedo, sino sólo una… una asombrosa y repentina exultación. Entonces oí venir un obús. Y al cabo de un momento flotaba en el aire, caía con un aleteo… –Trazó un arco descendente con los dedos–. Sé que no pudo ser así, pero es como lo recuerdo. Cuando recobré el conocimiento, estaba dentro de un cráter con cinco o seis hombres. No podía moverme. Al principio pensé que estaba paralizado, pero al final conseguí mover los pies. Les dije que sacaran el coñac de mi bolsillo y nos lo pasamos de mano en mano. Al cabo de un rato apareció un hombre al otro lado del cráter, en el borde, y en lugar de bajar a rastras, se puso en jarras, así, y se dejó caer resbalando con el trasero. De pronto todos nos echamos a reír. 

–¿Ha dicho «recobré el conocimiento»? ¿Sabe cuánto tiempo pasó inconsciente? 

–Ni idea. 

–Pero ¿sí podía hablar? 

–Sí, les dije que sacaran el coñac. 

–¿Y luego? 

–Luego esperamos a que oscureciera y volvimos como flechas a nuestras líneas. Nos vieron justo cuando llegamos a la alambrada. Dos heridos. 

–¿No se habló de mandarlo al hospital de campaña cuando regresó? 

–No, yo estaba organizando a otros allí –dijo. Con amargura añadió–: No se habló de mandar a nadie a ningún sitio. Normalmente, cuando hay numerosas bajas, uno vuelve, pero no fue nuestro caso. A nosotros nos dejaron allí. 

–¿Y no recuerda nada más? 

–No. Y lo he intentado.    
 
Videoconferencia
Pat Barker. Regeneración