Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de febrero de 2020

ANDRÉS AMORÓS. TÓCALA OTRA VEZ, SAM

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más, desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, se emite nuestro espacio, que os ofrece una recomendación de lectura con la quizá excesivamente ambiciosa doble pretensión de interesaros y entreteneros. Hoy, con nuestro último programa del mes de febrero, cerramos la serie que durante estas semanas pasadas hemos dedicado al séptimo arte, con ocasión de la entrega, en estos primeros días del año, de los más prestigiosos galardones cinematográficos del mundo. Si en las emisiones precedentes nos centramos en tres libros -Nosotros en la noche, Muerte en Venecia y El hombre que nunca existió- que fueron objeto de destacada traslación cinematográfica, esta tarde, en cambio, mi atención pone el foco, desde otra perspectiva diferente, en un libro que habla de cine, de cine y música, más exactamente. 

Me refiero a Tócala otra vez, Sam, la completa guía de Andrés Amorós que, con el inequívoco subtítulo de Las mejores músicas de cine, publicó la Editorial Fórcola en el final de 2019, exactamente el 7 de noviembre, fecha en que se cumplió -así lo resalta el editor en el colofón del libro- el sexagésimo aniversario de la muerte de Victor McLaglen, uno de los más destacados miembros de la habitual troupe de John Ford, presente en numerosas de sus películas y en particular en la magistral El hombre tranquilo (¿quién no recuerda la interminable pelea a puñetazos entre Sean Thornton -personaje que interpreta John Wayne- y Will Danaher -papel que desempeña el propio McLaglen- con la hermana de éste, la bella Mary Kate Danaher -una espléndida Maureen O’Hara- como simbólico, y hoy políticamente incorrecto, “botín de guerra”?). 

Andrés Amorós es, además de un consumado cinéfilo, un hombre polifacético. Doctor en Filología Románica y Catedrático de Literatura Española, es autor, a sus setenta y nueve años recién cumplidos, de más de un centenar de libros y cuenta con una carrera literaria reconocida con infinidad de premios y distinciones, habiendo desempeñado igualmente distintos cargos en organismos e instituciones culturales. Gran amante -y gran experto- del teatro, los toros y la música -entre otras muchas vertientes de su inagotable curiosidad-, ejerce también de crítico literario, con colaboraciones habituales en la prensa (actualmente mantiene una columna semanal en el suplemento cultural del diario ABC), la televisión y la radio, en donde dirige el programa Música y letra, en es.radio, cuyo planteamiento, propósito y enfoque están en la base de libro del que ahora quiero hablaros. 

Si amamos el cine y amamos la música, ¿cómo no vamos a amar la música de cine? No se trata de una simple suma; en todo caso, sería una multiplicación: ambas artes se potencian enormemente. Desde el nacimiento del cine sonoro la música fue un grandísimo aliado de la imagen. De hecho, antes de que naciera el sonoro, ya la utilizaba: en las proyecciones de las películas mudas solía haber un pianista, que improvisaba melodías, para acompañar cada escena. Así, de este modo entusiasta y revelador, abre su libro Andrés Amorós, en una introducción, convenientemente titulada Preludio, en la que adelanta las pautas por las que se guiará su muy completa aunque personal recopilación. Comienza el autor por reflexionar brevemente sobre las diversas formas de aparición de la música en las películas, conforme a la clasificación académica -que la natural sencillez del divulgador rechaza como “pedanterías esdrújulas”- entre músicas diegéticas y extradiegéticas, esto es entre las composiciones que suenan “dentro” de la historia que la película cuenta y los temas que se añaden “desde fuera” para reforzar, subrayar o enfatizar elementos de la cinta. De las primeras cita Amorós en este preámbulo explicativo las piezas que interpretan los personajes (sobre todo en las biografías de músicos, pero no solo), las canciones que entonan (con el destacado exponente de los vaqueros de John Ford y sus baladas junto a la hoguera la víspera de la batalla decisiva), los espectáculos musicales -ópera, conciertos- a los que asisten, los discos que escuchan, las bandas sonoras de las películas que ven, las músicas que eligen en la radio los protagonistas, entre otros ejemplos. Como muestra paradigmática de la segunda opción se menciona el Adagietto de la Quinta Sinfonía, de Mahler, asociado ya de por vida a Muerte en Venecia, como comentaba aquí hace un par de sema

Se apuntan también algunas notas relativas a otros aspectos curiosos de la relación entre las dos artes: cómo en ocasiones una música se divulga y se hace conocida gracias a una película (caso de Así hablaba Zaratustra, de Richard Strauss, hoy un lugar común en la cultura popular gracias a 2001: Una odisea de espacio, de Stanley Kubrick; o del Concierto para clarinete K.622, de Mozart, que cualquier persona medianamente formada vinculará para siempre a Memorias de África, el film de Sydney Pollack); el modo en que un tema musical se convierte en el emblema de una cinta, resumiendo su sentido (Moon river en la interpretación de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes); la “salvación” que de una película mediocre puede hacer una pieza musical espléndida o simplemente memorable (y cita Amorós el ejemplo de Un hombre y una mujer, recordada sobre todo por el tema central de Francis Lai), entre otros. 

Leemos también, en estas páginas introductorias, acerca de los casos -muy excepcionales- de directores que a su vez son compositores, con las figuras de Charles Chaplin o Clint Eastwood como hitos difícilmente superables, o de algunas inmortales parejas de director y compositor, como ocurre con los inolvidables tándems de Fellini y Nino Rota o Segio Leone y Ennio Morricone, a los que se dedican sendos capítulos en el cuerpo principal del libro. 

Hay, igualmente, una breve digresión sobre la música que “encaja” en la película en virtud de su congruencia sentimental, su armonía, su confluencia en la recreación -por vías artísticas distintas pero coincidentes- de determinados estados anímicos, o la que, por el contrario, enlaza con la narración fílmica por un camino opuesto, el de la aparente divergencia, la supuesta inadecuación (por todo ejemplo, La cabalgata de las valquirias, de Wagner, sonando atronadora como fondo al bombardeo de los helicópteros en Apocalypse now; o en nuestro país, el uso del hoy “redivivo”, gracias a Rosalía, Si me das a elegir, en Deprisa, deprisa, de Carlos Saura). 

Comentadas así, someramente, estas cuestiones generales, el autor se detiene en la explicación del planteamiento concreto que guiará su libro. Por de pronto, deja clara desde el inicio su posición de partida, señalando que se limita -pero su dictamen no es del todo cierto, afortunadamente- a proporcionar ejemplos y no profundas teorías, pues no estamos ante un libro erudito ni él mismo se reclama historiador ni músico, sino un apasionado, un simple aficionado (otra afirmación, esta última, rotundamente falsa, pues los saberes de Amorós en los dos ámbitos de su estudio rozan lo enciclopédico). Además, se pone en conexión el presente texto con su anterior libro, La vuelta al mundo en 80 músicas, con el que comparte muchos puntos en común. Confiesa también que, en consonancia con esa su condición de “no especialista”, se dirige a un público alejado de lo académico, a un lector, a un oyente, a un espectador medio, que como él mismo, encuentran en la música y el cine placer y consuelo, esperanza y alegría

A partir de estas premisas, el libro se construye como una estimulante sucesión de datos, anécdotas, resumen de argumentos y transcripción de letras de canciones, en torno a decenas de compositores de música cinematográfica, tanto los grandes clásicos (Bernard Herrmann, Max Steiner, Dimitri Tiomkin, Miklós Rózsa, Franz Wasman, Victor Young, Alfred Newman, Álex North, Jerry Goldsmith, Georges Delerue, Elmer Bernstein, Burt Bacharach, Michel Legrand, Marvin Hamlich, Vangelis, John Williams, Henry Mancini, Maurice Jarre o John Barry), cuyas melodías, aun sin reconocer al autor, son fácilmente identificables por cualquier amante del cine, como los más modernos (Carter Burwell, Hans Zimmer, Alexander Desplat, Michael Nyman, James Horner, Ryuichi Sakamoto, Patrick Doyle, Howard Shore o Zbigniew Preisner). 

Pese a la obvia importancia concedida a los creadores de música para las películas, Andrés Amorós no organiza su libro en función de estos músicos sino que con un afán pedagógico centrado en el lector (pocos amantes del séptimo arte identifican a los compositores y sí en cambio a los directores y a las propias películas) estructura la obra en tres partes muy sugestivas. En la primera, se analizan, en sendos capítulos, las filmografías de diez directores de su predilección, excelentes todos (John Ford, Eisenstein, John Huston, Billy Wilder, Luchino Visconti, Orson Welles, Stanley Donen, Stanley Kubrick, Sergio Leone y Federico Fellini), dedicando una especial atención a la presencia de la música en sus películas. La segunda sección del libro, Veinte películas del Oeste, se centra en otros tantos westerns clásicos y recrea el paisaje sonoro que arropa sus inolvidables tramas. Por último, las cien postreras páginas de la obra -son más de cuatrocientas en total, en una exuberante manifestación de sabiduría y erudición del autor- se ocupan de Veinticinco canciones de amor cinematográficas, entre las que están, como luego veremos, todos los títulos ineludibles que puntean el tratamiento del sentimiento romántico en el cine, presentes en películas muy célebres y, casi todas, también imperecederas. Reconoce Amorós que, pese a lo extenso de su estudio, inevitablemente deben quedar fuera otros géneros con una amplia tradición musical -el cine de aventuras, el fantástico, las comedias, el policiaco-, una constatación que permite aventurar al lector entusiasmado que, quizá, este Tócala otra vez, Sam, pueda tener continuación en el futuro, en una ampliación abierta a esas otras interesantes vertientes. Quiero llamar la atención también, antes de comentar brevemente los tres grandes ejes del libro, sobre la presencia de dos desbordantes índices finales, uno de películas citadas -más de quinientas- y otro onomástico -que supera los mil quinientos nombres-, pruebas ambos de la vasta cultura y el profundo conocimiento que rezuma la modesta -solo en apariencia- obra que tenemos entre manos. El libro incorpora también una treintena de fotogramas emblemáticos de otras tantas películas. 

La primera gran sección del texto consiste, como se ha dicho, en un sugerente recorrido por la “musifilmografía” (valga el neologismo) de diez grandes clásicos de la dirección cinematográfica. Aparece para abrir este apartado, John Ford (John Ford: el cine, titula Amorós de manera entregada e inequívoca), con menciones a algunas de las canciones de sus películas, My Darling Clementine, She Wore a Yellow Ribbon, Greensleeves, entre otras muchas; aunque no aparece, sorprendentemente, Shall we gather at the river, que podemos escuchar en, al menos, siete películas de Ford. El siguiente capítulo se dedica a la “relación” entre Eisenstein y Prokófiev, director y músico, a partir de Alexander Nevsky, estrenada en 1938, y que es uno de los grandes hitos de la primera etapa de la historia del cine. Entre otras “curiosidades” cuenta el libro cómo Prokófiev veía cada noche las imágenes filmadas en la jornada, anotaba la duración de las secuencias… y reaparecía a la mañana siguiente con la música ya escrita. El estudio de la filmografía de John Huston gira, fundamentalmente, en torno a lo que el autor llama sus héroes perdedores. En Moulin Rouge, en El juez de la horca, en El hombre que pudo reinar, y en esa obra maestra absoluta que es Los muertos (títulos en los que se detiene el análisis; pero pienso también en Moby Dick, El halcón maltés, Fat city, La reina de África o La jungla del asfalto), hay un nexo común, a veces muy tenue, asociado a lo que podríamos llamar la “ética del fracaso”. Esta dimensión melancólica, pero también heroica, enérgica, intensa y aventurera a veces, aunque igualmente sensible, delicada e intimista, aflora en la música de sus películas, de la que destaco aquí The Lass Aughrin, una muy tierna balada irlandesa, emotiva y bellísima que acompaña el triste y conmovedor soliloquio final de Gabriel, uno de los protagonistas de Los muertos, testamento cinematográfico y vital de Huston. Del ingenio agridulce de Billy Wilder y de su correlato en la música de sus películas nos deja el libro muchas muestras: Sabrina, La tentación vive arriba, Uno dos, tres, Kiss me, stupid -con una breve incursión en el prolífico universo de Gershwin-, Avanti! y, sobre todo, Con faldas y a lo loco, que a la genialidad cinematográfica añade una más que sugerente banda sonora. La extensión habitual de cada uno de estos capítulos -entre quince y veinte páginas- se desborda, hasta casi triplicarse, en el análisis del tratamiento musical de las películas de Luchino Visconti, una confesada predilección de Andrés Amorós. Visconti no es sólo Mahler, señala el autor, por más que la obra del austriaco permanecerá para siempre unida a una de las obras maestras del italiano, Muerte en Venecia. Pero la barroca, recargada, sensible, estetizante, lujuriosa, decadente, refinada, teatral y operística filmografía del complejo y contradictorio aristócrata y comunista milanés, alberga en su seno infinidad de “presencias” musicales además de la de Mahler, extraídas tanto del universo de la ópera (Donizetti, Verdi) o la música clásica (Chaikovski, Bizet, Brückner, Bach, Wagner), como de la canción popular (Mina, Pino Donaggio, Adriano Celentano), sin olvidar la colaboración con Nino Rota, “pareja” habitual de Fellini, como luego veremos. El breve apunte sobre Orson Welles, titulado, también muy reveladoramente, Entre Albinoni y Erik Satie, se para en dos de sus películas, El proceso y Una historia inmortal, para comentar la sabia utilización de la música de los dos compositores clásicos en cada uno de los dos filmes. De la segunda de ellas ya había hablado aquí hace un par de años, al comentar el cuento de Isak Dinesen en el que se basa. Ambientada en un intemporal Macao precaria y muy sorprendentemente recreado en las calles de Chinchón, las piezas repetitivas, líricas, delicadas y muy evocadoras de Satie, refuerzan la atmósfera onírica, mágica y como de leyenda de la película. La alegría de bailar es el leitmotiv que enlaza los comentarios sobre Stanley Donen: Un día en nueva New York, Cantando bajo la lluvia o Siete novias para siete hermanos, son manifestaciones destacadas de los mejores momentos de la comedia musical hollywoodiense, plagadas de bailes y melodías inolvidables. Pero de Donen son también Desayuno con diamantes, Charada o Dos en la carretera, en las que la elegancia de Audrey Hepburn irradia su magnetismo entre los tiernos temas de Henry Mancini. De gigante califica Amorós a Stanley Kubrick del que, en otro capítulo inusualmente extenso, se revisa la presencia de la música en sus obras más representativas, Senderos de gloria, Espartaco, Lolita, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, la ya mencionada 2001: Una odisea del espacio, La naranja mecánica, El resplandor, La chaqueta metálica o Eyes Wide Shut, todas con una abundante y muy bien elegida selección de temas musicales que el autor disecciona con criterio y la habitual profusión de información interesante; por encima de todas ellas, Barry Lyndon, en donde el maniático perfeccionismo técnico del director alcanza a la elección del fondo sonoro apropiado para recrear el refinamiento estético de los ambientes de la época, en una selección con piezas de Händel, Schubert, Vivaldi, Bach o Mozart. La sección se cierra con dos capítulos finales, también extensos, en los que se recrea la fértil colaboración entre Ennio Morricone y Sergio Leone, a partir, sobre todo, de su trilogía del Oeste (Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo; con gran parte de su metraje rodado en Almería), y de Nino Rota y un Federico Fellini de cuyo nacimiento acaban de cumplirse los cien primeros años, una “sociedad” de leyenda, cuyos orígenes se relatan en dos historias que os dejo en el fragmento que pone fin a esta reseña, y que ha ofrecido manifestaciones tan “inmortales” como La Strada, Las noches de Cabiria, La dolce vita, Julieta de los espíritus, 8 y medio, El Satiricón, Roma, Casanova o Amarcord; de todas ellas hay sustanciosos comentarios en el libro. 

El segundo eje temático de la obra se centra en el western, con el examen de veinte muy bien elegidas películas del Oeste, clásicas en sí mismas y relevantes también por sus casi siempre imborrables bandas sonoras. No hay tiempo ya para entrar en los muchos detalles en los que se detiene el agudo ojo crítico del autor, bastará, pues, para dar cuenta del propósito y el alcance del trabajo de Andrés Amorós, con mencionar sus títulos, muy evocadores no ya para el cinéfilo sino para cualquier modesto aficionado y conocedor del popular género cinematográfico. Y es que clásicos eternos son Murieron con las botas puestas, de Raoul Walsh, con la música de Mx Steiner y el inolvidable himno del Séptimo de Caballería, Garry Owen; la intensa manifestación del amour fou que es Duelo al sol, con su interminable sucesión de directores impuestos por el despotismo del productor, David O. Selznick, y con su dramática escena final en la que la melodía de Dimitri Tiomkin refuerza el carácter enloquecido, frenético, irracional, de la fatal pasión salvaje entre una bellísima Jennifer Jones, pareja de O Selznick, y Gregory Peck; Río Rojo, dirigido por uno de los grandes nombres del género, Howard Hawks, y con Tiomkin también en la composición musical, que registra la presencia de Red River Valley -que está también en Las uvas de la ira y en otros filmes-, cantada aquí por Faye Tucker; Solo ante el peligro, una película espléndida dirigida por Fred Zinnemann, en la que la música de Dimitri Tiomkin, una vez más, brilla sobre todo en la balada Do not forsake me, que acompaña los momentos álgidos del sobrio deambular de Gary Cooper por las calles del pequeño pueblo amenazado por una banda de forajidos; Raíces profundas, un western “canónico”, con George Stevens en la dirección y Victor Young, autor de más de trescientas cincuenta músicas de películas, componiendo la banda sonora; Johnny Guitar, uno de los grandes títulos de Nicholas Ray, romántico conflicto entre mujeres, con la trágica Joan Crawford (su diálogo con Sterling Hayden, Dime que todos estos años me has estado esperando, es una de las cimas de la presencia del amor en la pantalla) y con el tema principal -del mismo título que la película- compuesto también por Victor Young; Veracruz, de Robert Aldrich, notable por muchos motivos, supone el debut en Hollywood de Sara Montiel; La gran prueba, dirigida por William Wyler, recurre de nuevo a la música de Dimitri Tiomkin; Duelo de titanes, espléndida -y enésima- recreación del legendario duelo en el O.K. Corral, a cargo de Preston Sturges, con Frankie Laine cantando el tema principal, obra -cómo no- de Tiomkin; Horizontes de grandeza, el “western pacifista” de William Wyler, de tortuoso rodaje y gran éxito de crítica y público, con la épica partitura de Jerome Moross, que confesó haberse instalado en una cabaña en Nevada para inspirarse en la inmensidad de las praderas sin horizonte; El árbol del ahorcado, dirigida por Delmer Daves a partir del cuento de Dorothy M. Johnson, ya comentado aquí, con la música de Max Steiner y la popular canción -que abre y cierra la cinta- cantada por Marty Robbins; El último tren de Gun Hill, también de Preston Sturges, también de Dimitri Tiomkin; en Río Bravo repite Howard Hawks, con John Wayne, inusual director de El Álamo, en ambos casos con el omnipresente Tiomkin; Los siete magníficos, con la realización de Sturges sobre la base de Los siete samuráis, de Kurosawa, y las composiciones musicales de Elmer Bernstein; la controvertida Grupo salvaje, con el sello de violencia de Sam Peckinpah y la música de Jerry Fielding, entre la que destaca la recreación de un tema popular mexicano, La golondrina, que cuenta con infinidad de versiones; La leyenda de la ciudad sin nombre, de Joshua Logan, de la que todos recordamos su balada central, Wand’rin’ star, en la voz grave de Lee Marvin; La balada de Cable Hogue, de Peckinpah y Jerry Goldsmith, con Los vividores, dirigida por Robert Altman y con las canciones de Leonard Cohen, las únicas de la selección que yo no he visto (aunque de bastantes de las sí vistas guarde un recuerdo brumoso); por fin, Pat Garrett y Billy the Kid, con, de nuevo, el tándem Peckinpah/Fielding, pese a que en el recuerdo permanezca un tema excelso de Bob Dylan, Knockin’ On Heaven’s Door

En el tercer gran apartado del libro, Amorós selecciona Veinticinco canciones de amor presentes en otras tantas películas. Sin glosa alguna por mi parte, os ofrezco ahora el sugerente elenco de temas y cintas cinematográficas, recogidos, como en el caso de las piezas del Oeste, en el orden cronológico de estreno de los filmes: Auld Lang Syne, la melodía anónima escocesa, con más de doscientos años a sus espaldas, en La quimera del oro, de Chaplin; el cuplé La violetera, en otro título chaplinesco, Luces de la ciudad; Cheek to Cheek, de Irving Berlin, cantado por Fred Astaire en Sombrero de copa, de Mark Sandrich; Begin the Beguine, de otro grande, Colpe Porter, que aparece en Melodías de Broadway, de Norman Taurog; As Time Goes By, interpretada por Dooley Wilson en la mítica Casablanca; la española Yo te diré en Los últimos de Filipinas, una película que quizá ahora parezca algo rancia, asociada como estuvo al peor franquismo, pero que yo vi emocionado en mi primera infancia; Amado mío y Put he blame on Mame, interpretadas -la primera en playback, la voz auténtica era de Anita Ellis- por una muy sensual Rita Hayworth en Gilda; La ronde de l’amour en La ronde, de Max Ophüls; el llamado Tema de Terry (Entre candilejas, te adoré…), en Candilejas, otra obra mayor de Chaplin; la infantil y muy repetida Hi-Lili, Hi-Lo, que canta la diminuta Leslie Caron con un grupo de muñecos en la banda sonora de Lili; Love is a Many Splendored Think, de Alfred Newman, otro referente inexcusable de la música de películas, en La colina del adiós; María, conocida composición de Leonard Bernstein para West Side Story; la ya mencionada Moon River en Desayuno con diamantes; la deliciosa Scarborough Fair de Simon & Garfunkel en El graduado; el tema principal, compuesto por Nino Rota, para la versión de Romeo y Julieta dirigida por Franco Zefirelli; otro clásico absoluto Raindrops Keep Falling on My Head, de Burt Bacharach, que cualquiera con una mínima memoria cinematográfica asocia a Dos hombres y un destino; la empalagosa pero eficaz Love Story, compuesta por Francis Lai para el gran éxito del mismo título en 1970; El sueño imposible, que canta Peter O’Toole -aunque conocería muchas versiones posteriores- en El hombre de La Mancha; otro clásico imperecedero, The Way We Were, de Marvin Hamlisch, que canta Barbra Streisand en la película que ella misma interpreta con Robert Redford, Tal como éramos; la banda sonora entera de John Barry para Memorias de África; Brucia la luna, que aparece en El Padrino III; la conocidísima Unchained Melody, de Ghost; la música minimalista y bellísima de Michael Nyman para El piano, de Jane Campion; la conmovedora I See Your Face Before Me, cantada por el genial Johnny Hartmann y que podemos escuchar en una de las más intensas escenas de Los puentes de Madison, de Clint Eastwood (y que os dejo como complemento a esta reseña, precedido del tema de amor de la película, obra de Lennie Niehaus); y el deslumbrante cierre de la antología, Simple Song, que compone David Lang e interpreta la soprano coreana Sumi Ju en La juventud, de Paolo Sorrentino. 

Reivindica en su libro Andrés Amorós el ideal proustiano de la memoria-sensación, la vida entera unida, anclada, vinculada en lo más profundo de nuestro cerebro, en lo más íntimo de nuestra alma, a esas melodías que tantos hemos oído por primera vez en el cine y que ahora, años después, reconocemos y recordamos y tarareamos con emoción sin poder resistir la evocación de los momentos vividos. Esto es este Tócala otra vez, Sam, un espléndido recorrido por nuestra memoria sentimental, cinematográfica y musical. No deberíais perdéroslo. 



Fellini suele ser contradictorio pero nunca es insensible. Para la música de sus películas elige a Nino Rota (los dos habían coincidido ya, como colaboradores, en los créditos de algunas películas). Se han repetido mucho las dos versiones que da Fellini sobre su primer encuentro. Ésta es la primera: 

Yo lo veía frecuentemente en los estudios de la Lux; veía pasar a aquel hombre, ya famoso, amable, sonriente, que podía salir por la ventana como una mariposa, porque vivía en una atmósfera mágica, irreal. No usaba reloj, no sabía nunca el día que era, quizá no recordaba ni el mes. Se deslizaba entre las dificultades como protegido por una envoltura mágica. Daba siempre la sensación de que se encontraba allí por casualidad y, a la vez, de que se podía contar con él, de que podía acompañarte. Fue exactamente eso lo que sucedió: caminamos juntos toda la Vía Po… 

La otra versión añade una anécdota más pintoresca: 

Un día, saliendo de los estudios de la Lux, le vi en la parada de autobús, le pregunté adónde iba y me respondió que esperaba un autobús (que yo sabía que no circulaba por esa calle). Intenté explicarle su error pero él se empeñó en que el autobús sí pasaba por allí… hasta que vimos llegar un autobús, que estaba fuera de su trayecto normal y se detuvo tranquilamente en esa parada. 

Este incidente absurdo, poético, es característico del clima que Nino Rota creaba a su alrededor.

No importa lo que haya de verdad o de fantasía en el relato sino la conclusión: “Me parece haberle conocido siempre”.
 

miércoles, 19 de febrero de 2020

EWEN MONTAGU. EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ; DUFF COOPER. OPERACIÓN DESENGAÑO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale al aire un miércoles más en estos días de febrero en los que, coincidiendo con la profusión de ceremonias de entrega de premios cinematográficos, los Goya españoles, los César franceses, los muy británicos Bafta y los universales Oscar, nuestro espacio se centra en libros relacionados -directa o tangencialmente- con el séptimo arte. Así ocurrió en las semanas precedentes, con dos novelas objeto de traslación a la gran pantalla, la reciente Nosotros en la noche y el clásico La muerte en Venecia, de Kent Haruf y Thomas Mann respectivamente, y así ocurrirá también hoy, con una singular propuesta que, en alguna de sus vertientes -en seguida veremos que se trata de una recomendación plural-, ha tenido también su correlato fílmico.

Estoy hablando de El hombre que nunca existió, escrito por el británico Ewen Montagu y publicado en su país en 1953, que fue la base de la película del mismo nombre, realizada por Ronald Neame en 1956. La exquisita editorial Reino de Redonda, dirigida con selectivo criterio por Javier Marías, presentó la obra en 2019 en un volumen doble que incluye también Operación Desengaño, la novela de Duff Cooper, muy vinculada, como comentaré a continuación, con lo esencial de la historia narrada por Montagu. Ambos textos están precedidos de una sustanciosa introducción debida a John Julius Norwich, hijo de Cooper, que pone al lector en antecedentes de las circunstancias que provocaron la escritura de las dos narraciones. La traducción del libro -prólogo y relatos- es de Antonio Iriarte. Quiero recordar también que en 2010, con el mismo tema y el mismo título de El hombre que nunca existió, se publicó en España otro libro, escrito por Ben Mcintyre, el historiador y periodista de Oxford, un autor del que ya hablamos aquí hace seis años aproximadamente a propósito de su excelente La historia secreta del Día D, un apasionante relato de la imaginativa trama de espionaje urdida por los aliados para engañar a los alemanes y facilitar el desembarco en Normandía y, con él, adelantar el final de la Segunda Guerra Mundial.

La idea central que articula El hombre que nunca existió es, también, la de una extensa y bien organizada maquinación, un sofisticado artificio elaborado por el tantas veces genial espionaje británico para obtener ventaja frente al enemigo en otro episodio significativo de la última contienda mundial. A finales de 1942, las fuerzas aliadas habían logrado dominar la casi totalidad del frente norteafricano, derrotando a italianos y alemanes en Argelia, Marruecos, Libia y Egipto y haciéndose con el control del sur de Mediterráneo (Túnez “caería” a mediados de 1943) para intentar, desde las costas africanas, el ataque al continente en una acción que haría “pinza” con las del frente oriental, a cargo del ejército soviético, y las del occidental, que llegaría algo más tarde, en junio de 1944, con el protagonismo de las tropas norteamericanas, canadienses y británicas (entre otras) desde las playas normandas. En la lógica militar de los aliados, conocida y considerada previsible por las fuerzas del Eje, la operación mediterránea debía pasar necesariamente por la invasión de Sicilia, para iniciar desde la isla, una vez reducidas en sus costas las defensas nazis, la conquista de la Europa meridional. La importancia estratégica de Sicilia era enorme, pues además de servir de apoyo para las posteriores acciones en el continente, dominarla suponía el control del tráfico naval en el Mediterráneo y llevaba consigo, consiguientemente, asegurarse una ventaja decisiva en ese escenario en relación con el desplazamiento de armas, el avituallamiento de las tropas y la intendencia bélica en general. El Servicio de Inteligencia del Reino Unido, de una de cuyas ramas -la dedicada al contraespionaje y las operaciones de desinformación y engaño- formaba parte Ewen Montagu, entonces capitán de corbeta, aceptó la idea de éste de convencer a los alemanes, mediante algún tipo de simulación creíble, de que el previsible ataque masivo y definitivo sobre Sicilia no sería tal sino una mera maniobra de distracción, mientras que, por el contrario, el verdadero plan de los ejércitos aliados era invadir simultáneamente, en una operación combinada, Córcega y el sur de Grecia. Se trataba, pues, de construir una suerte de realidad paralela, necesariamente compleja pero verosímil y muy convincente, que pudiera persuadir al espionaje alemán de la inminencia de la doble acometida ficticia, a fin de que Hitler desviara sus tropas de Sicilia, desplazándolas para reforzar y proteger los enclaves supuestamente en peligro, desguarneciendo por tanto la isla y allanando así el camino a la intervención realmente prevista. La Operación Carne Picada, que así se denominó, con cáustico humor british, la prodigiosa maquinación, consistió en arrojar -a las 4.30 de la madrugada del 30 de abril de 1943 y muy cerca de las costas onubenses- el cadáver de un oficial de la Real Infantería de la Marina británica, supuestamente víctima de un accidente aéreo, portando entre sus pertenencias personales ciertos documentos en los que se detallaban las intenciones -falsas pero creíbles- de los Ejércitos aliados. Lo sibilino y retorcido del plan daba por supuesta la falsa neutralidad de la España franquista y, en consecuencia, la inmediata entrega -en cuanto las mareas depositaran el cuerpo del infortunado combatiente en las playas de Huelva- de la relevante documentación a los altos mandos alemanes. A la postre, la enrevesada intriga se cumplió punto por punto conforme a lo previsto, y una casi indefensa Sicilia (en la que, además, los responsables del Reich creían “saberse” víctimas de una inocua maniobra distractiva sin mayor trascendencia, en un brillante “rizar el rizo” del engaño) cayó en manos de los aliados apenas dos meses después, en julio de 1943, y su derrota sin apenas resistencia cambió el curso de la guerra adelantando la rendición nazi que, sin embargo, no tendría lugar hasta dos años después.

El libro que ahora os presento recoge dos aproximaciones de distinta índole a este legendario episodio. La primera es obra de Duff Cooper, miembro desde muy joven del Foreign Office, combatiente en la Gran Guerra, Secretario de Estado para la Guerra, Primer Lord del Almirantazgo, embajador de su país en Francia desde 1944 a 1947 y, last but not least, primer vizconde de Norwich. A poco de terminar la guerra, en noviembre de 1950, el diplomático y alto mandatario inglés, también escritor, presentó una novela, la única de su obra, de título Operación Desengaño, que recogía en las veinte últimas de sus casi doscientas páginas, lo sustancial de la apasionante historia. El Gobierno del Reino Unido, que había mantenido en secreto los hechos y exigido el silencio a sus protagonistas, no vio con buenos ojos el que se desvelaran aspectos sustanciales de su estrategia de inteligencia, sobre todo cuando se hacía a través de un relato novelado que podía inducir a confusión o transmitir una impresión desacertada del modus operandi del espionaje británico. Ante la imposibilidad de frenar la publicación, instó a Ewen Montagu, cerebro de la operación y obvio conocedor de sus entresijos, para que, ya que no se podía evitar la difusión, escribiera el relato verdadero y, por tanto, fidedigno y no susceptible de mixtificaciones. El hombre que nunca existió es ese relato, que apareció, primero por entregas en el Sunday Express y luego en libro, en 1953, con un extraordinario éxito, que condujo a su posterior versión cinematográfica, ya mencionada, de 1956. La edición española presenta en un solo volumen ambas narraciones, la verídica y la ficticia -en ese orden-, a partir de una publicación similar inglesa de 2003.

El libro de Montagu es, en realidad, un exhaustivo y detallado informe, un texto magnífico y deslumbrante, de condición casi documental, como demuestran la precisión y el rigor de los datos, la minuciosidad con la que se describe el proceso seguido por sus creadores y ejecutores, y la abundante documentación adicional -fotos de implicados y de objetos, reproducciones de cartas, certificados, entradas de teatro o facturas- que completa un relato de lectura absorbente y arrebatadora.

El autor alude en varias ocasiones al carácter artístico, a la belleza del plan urdido, y esta idea, la de construcción de un artefacto primoroso, hecho de decenas de pequeños detalles estudiados y llevados a la práctica al milímetro, resolviendo infinidad de dificultades y problemas que en una trama tan compleja y con tanta presencia del azar pudieran surgir y anticipando, en un prodigioso dominio de la psicología colectiva, las reacciones del enemigo, previendo “flecos” y derivaciones no probables -y encontrando soluciones para acomodarlos al propósito pretendido-, es, sin duda, el aliciente principal de esta historia fascinante, más allá de sus implicaciones y su repercusión en la pequeña historia de la Segunda Guerra Mundial y, en definitiva, en la general Historia de la humanidad. Hay un párrafo, que no me resisto a transcribir, que ilustra de un modo ejemplar acerca de la complejidad, la pulcritud y la sofisticación del juego mental en que, por encima de todo, consistió la operación: Eres un oficial del Servicio de Inteligencia británico: alguien es tu contraparte en el Servicio de Inteligencia alemán de Berlín (como en la última guerra), y por encima de él se halla el Mando de Operaciones alemán. Lo que tú, británico con un bagaje británico, pienses que puede deducirse de un documento [se refiere Montagu a una de las cartas señuelo que el “cadáver” llevaba consigo] no importa. Lo que importa es lo que piense tu contraparte, con su educación y trasfondo alemán; la construcción que él levante sobre el documento. Por consiguiente, si lo que buscas es que él piense tal y tal cosa, tienes que darle algo que se lo haga pensar a él (y no a ti). Pero puede que le entren sospechas y busque confirmación. Tienes que pensar qué indagaciones hará él (no cuáles harías ) y suministrarle respuestas a esas preguntas de forma que lo dejen satisfecho. En otras palabras, tienes que recordar que un alemán no piensa ni reacciona como lo hace un inglés, y tienes que ponerte en su lugar. 


El largo informe del oficial británico consiste en la exposición pormenorizada, narrada con objetiva precisión no exenta de notables muestras de refinado humor inglés, de las decisiones más relevantes y significativas que hubieron de tomar los miembros del equipo de Inteligencia responsable de este rebuscado “ajedrez mental” (Ay, qué telaraña tan enmarañada tejemos la primera vez que intentamos mentir, cita Montagu con pertinencia a Walter Scott). El lector asiste así, con disfrute y entusiasmo crecientes, a la sucesión de situaciones, presentadas en el orden cronológico de su aparición en el día a día del proyecto, que iban surgiendo en el proceso de ideación y ejecución del plan. Así, conocemos sus orígenes (Todo empezó en realidad como una idea disparatada), con las descabelladas propuestas de algunos de los espías (lanzar un radiotransmisor en paracaídas para apoyo de la Resistencia en Francia para que, capturado por los nazis, permitiera la transmisión de engaños sobre la actividad de las tropas, o dejar caer, también en paracaídas un cadáver portando instrucciones falsas) que acabaron confluyendo en la acción elegida. Especialmente apasionantes son los pasajes en los que se narra -una vez decidido que el cadáver debiera llegar por mar a las costas españolas- la elección del cuerpo “idóneo” para provocar la confusión en los alemanes. Debiera tratarse de un muerto “reciente”, de alguien cuyo estado físico hiciera plausible su pertenencia a las fuerzas armadas y que, además, hubiera fallecido por alguna dolencia compatible con el hecho de haber pasado varios días en el agua, extremos todos cuya verosimilitud el espionaje nazi sin duda intentaría comprobar. Montagu mantiene -fiel a su compromiso con sus superiores- el secreto acerca de la identidad auténtica del “elegido” (hay fuentes que se refieren a un vagabundo galés, Glyndwr Michael, muerto por la ingestión de matarratas, hecho que quizá no resistiría una minuciosa autopsia alemana; otras mencionan al subteniente John MacFarlane, desaparecido tras el hundimiento del HMS Dasher), pero no ahorra detalles al referir las conversaciones con un experto patólogo para conocer de él los síntomas, el estado de los órganos y la apariencia física de alguien ahogado en el mar cuyo cadáver se recuperara días después de la muerte, al exponer las condiciones de -una vez seleccionado- su mantenimiento en hielo y al describir -se acompañan diagramas y fotos- el contenedor en que se desplazaría o el medio de transporte -finalmente un submarino- que lo conduciría a su destino, aspectos todos que se examinaron y ejecutaron con un esmerado alarde de escrúpulo profesional.

Sorprenden por su puntillosa meticulosidad y su sobresaliente amor al detalle las páginas en las que se explica la “fabricación” de los documentos que el improbable oficial debía llevar consigo, en particular una carta -de la que se nos ofrece una foto del original y su traducción- de sir Archibald Nye, Jefe del Alto Estado Mayor Imperial, al general sir Harold Alexander, que dirigía las tropas británicas en el norte de África. La misiva, que iba encabezada por la explícita rúbrica de Personal y sumamente secreto, es un prodigio de precisión y cálculo, combinando las revelaciones de carácter oficial -aunque expresadas con leves menciones señaladas al paso, como en voz baja, en sordina- acerca del “inventado” propósito de los aliados de atacar Córcega y Grecia, así como de su intención de “engañar” a los alemanes en un ataque/señuelo en Sicilia, con opiniones personales y alusiones comprometidas -en contra de algunas actuaciones de los americanos, por ejemplo- que se entenderían como una licencia admisible fruto de la camaradería existente entre el redactor y el destinatario de la carta y que contribuirían -como así fue- a aumentar su verosimilitud.

Excitantes son también los capítulos dedicados a la construcción de la personalidad “oficial” del militar -que pasaría a la Historia como el comandante William Martin, y así figura en la lápida de su tumba en el cementerio de Huelva- y también a dotarlo de una convincente trayectoria en la vida “civil”. En el primero de los casos, seguimos el hilo de pensamiento de los ingeniosos perpetradores de la trama y las distintas decisiones adoptadas, siempre en función de provocar la credulidad de los oponentes: la “ubicación” del infortunado Martin en un determinado Cuerpo del Ejército que resultara adecuado a los fines previstos; la elección del uniforme apropiado; la cumplimentación de sus documentos de identidad, que una vez emitidos se arrugaron y desgastaron para simular el paso del tiempo; la difícil tarea de obtener una foto del comandante para acompañar sus cédulas de identificación, toda vez que fotografiar al cadáver no parecía la opción mejor, debiendo encontrarse un “doble” del difunto; la solución al problema de dónde llevaría la documentación el oficial, pues, dejado a merced de las aguas durante algunos días, había muchas posibilidades de que se separaran del cuerpo o se deterioraran, lo que se resolvió con un maletín que se encadenó, de un modo plausible y razonable, a su cinturón; la necesidad de justificar la aparición del cadáver en las aguas de Huelva, eventualidad que se soslayó con la referencia a un accidente aéreo en la zona, reflejo de otro reciente similar; la compatibilidad entre la muerte del comandante y las listas oficiales de bajas británicas, a las que quizá el espionaje alemán pudiera acceder; y, sobre todo, la ineludible exigencia de dotar de consistencia al hecho, ciertamente inusual, de que un oficial de no muy alto rango llevara consigo un documento secreto de tal importancia como lo era la carta del Alto Estado Mayor: para ello se incorporó a su maletín otra carta adicional, de Lord Mountbatten, Jefe de Operaciones Combinadas, al almirante Sir Andrew Cunningham, Comandante en Jefe del Mediterráneo, en la que, a título personal, le solicitaba que escribiera el prólogo de un libro sobre la guerra que estaba a punto de publicarse, para lo cual le hacía envío de las pruebas a través de “nuestro” misterioso comandante, lo que ratificaba la coherencia del asunto. En la carta, Lord Mountbatten -en un giro magistral impuesto por los creadores del artificio: las muy altas autoridades escribían al dictado de Montagu y su imaginativo equipo- solicitaba en broma a su corresponsal que aprovechando el viaje de vuelta del muchacho le enviase unas sardinas, en alusión inequívoca a Cerdeña, contribuyendo de este modo, dada la informalidad del comentario, a apuntalar la fiabilidad del resto de las informaciones.

La invención del ciudadano William Martin, para, precisamente, quitar misterio a su, teniendo en cuenta el escenario bélico, sospechosa “presentación” marítima es también un asombroso portento de perspicacia, ingenio y creatividad. En el decisivo maletín que portaba se incorporaron también, además de los documentos “oficiales” referidos, muchos otros elementos que permitían confirmar una fehaciente vida privada compatible con las inquietudes de un joven de treinta y tantos años de la época. Montagu nos cuenta las gestiones para conseguir una factura del sastre, unas entradas para el teatro, una carta de su banco advirtiendo de un descubierto en su cuenta (justificado por una entendible tendencia al despilfarro de un militar a punto de participar en acciones de guerra), un carné acreditativo de su pertenencia al Club Naval y Militar (a la elaborada agudeza de la Inteligencia británica se le ocurrió que la antedicha carta del banco se enviara al Club del Ejército y de la Armada, para que el conserje de la institución escribiera en el sobre “Desconocido en esta dirección”, añadiendo “Prueben en el Club Naval y Militar”, atando más aún el nudo de la credibilidad de la “pieza general”), un par de cartas de su novia también ficticia (en realidad, la autora es Pam, una funcionaria de los servicios secretos), la segunda de las cuales se interrumpe abruptamente por la repentina llegada del jefe de la chica que escribía desde su trabajo (en un nuevo alarde de persuasiva espontaneidad fingida), otra de su padre, y tantos otros aparentemente inapreciables pormenores que conformaban, sin embargo, un relato muy -paradójicamente- veraz y de innegable convicción.

A partir de ahí, ya se ha dicho, los hechos se desencadenan: el Servicio de Inteligencia alemán “traga” (La imagen que se les presentaba era tan completa y fehaciente que ningún Servicio de Inteligencia podría dejar de estar convencido de que había cosechado un triunfo de los que hacen época), el Alto Mando, de la mano de un Hitler convencido al cien por cien de la fiabilidad de los documentos, toma la decisión de desplazar a sus tropas de Sicilia propiciando su caída.

Engañamos a los españoles que colaboraban con los alemanes, engañamos al Servicio de Inteligencia alemán tanto en España como en Berlín, engañamos al Mando de Operaciones y al Alto Mando alemán, engañamos a Keitel [Comandante del Estado Mayor y coordinador de las Fuerzas Armadas nazis] y, por último, engañamos al propio Hitler y lo tuvimos engañado por completo hasta finales de julio, escribirá Montagu, satisfecho de su éxito.

Sin tiempo apenas para más os dejo dos breves comentarios sobre Operación Desengaño, la novela de Cooper, y sobre la versión cinematográfica de El hombre que sabía demasiado. La novela es espléndida, llena de sentimiento y emoción, ciertamente inolvidable. El diplomático británico construye su relato a partir de la invención de la personalidad del militar arrojado a las costas de Huelva. La mayor parte de su texto se centra en la vida, desde su nacimiento, de quien, a la postre, pasaría a la posteridad en el más absoluto anonimato. Jamás hubo nadie con menos familia que Willie Maryngton, es el insuperable comienzo del libro, adelantando desde el principio el clima de fracaso, soledad y decepción que envolvería su vida. Nacido con el siglo, su madre muerta al darle a luz y su padre, militar, fallecido en la Gran Guerra, Willie será acogido por la viuda y los tres hijos de un compañero de armas de su padre, también caído en combate, con los que convive en una relación estrecha, entrañable y cuasifamiliar. El sueño de Willie, desde pequeño, es ser militar y participar en la guerra. A la carrera militar accederá, aunque sin apenas progresión, y no pasará de un rango discreto. Su deseo de protagonismo bélico resultará igualmente frustrado porque por su corta edad “llega tarde” a las últimas levas de la Primera Guerra Mundial, y por la ya algo avanzada a comienzos de la Segunda tampoco puede intervenir activamente en ella. Siempre solitario y desencantado, triste y sin ilusión, muy desafortunado en el trato con las mujeres -su única novia lo abandonará antes de la boda y su amor por Felicity, la pequeña hija de su familia de acogida, se encontrará con el muchas veces abrupto distanciamiento de la chica-, su oscura existencia se sume en la melancolía, la oscuridad y el desánimo (A veces pensaba que su destino parecía consistir en ser un soldado que nunca iba a la guerra y un amante que nunca dormía con su amada, en tristísima descripción de su desengañada vida), lo que lo acabará llevando a una muerte prematura, en 1943. Será entonces cuando llegará su ocasión, pues, por una concatenación de circunstancias, su cuerpo difunto será el elegido para “protagonizar” la llamada en la novela, de modo muy pertinente, Operación Desengaño -en el título original Operation Heartbreak-, en una suerte de agradecida justicia poética, su sueño de intervenir en la guerra por fin cumplido -y brillantemente- de manera póstuma. Una novela bellísima que completa de manera excelente la apasionante aventura que supone adentrarse en el volumen que presenta Reino de Redonda.

La película también resulta apreciable y más que digna. Dirigida en 1956 por Ronald Neame, de discreta carrera artística, cuenta en su reparto con el gran Clifton Webb y la enigmática Gloria Grahame (en un personaje no vinculado a la historia auténtica). El hilo argumental se sustenta en lo esencial en el relato de Montagu con algunas diferencias sustanciales. Por un lado, se abre una línea narrativa paralela, inexistente en el texto original, a partir de la secretaria Pam y su compañera de piso, Lucy (el papel que desempeña Gloria Grahame); por otro, se da una mayor relevancia a las iniciativas alemanas de verificación de los datos hallados en el cadáver, en otra vía de desarrollo de la acción, también ausente en el libro, que supone la creación de la figura de un espía nazi -un irlandés de muy subrayado odio a los ingleses- que llega a Londres para comprobar la verdadera existencia del comandante Martin siguiendo el rastro de las informaciones que aparecieron junto a su cuerpo: la compra acreditada por la factura del sastre, su pertenencia al Club Naval y hasta la autenticidad de la novia del militar. Este inopinado giro del guion introduce una vuelta de tuerca adicional a la ya de por sí rebuscada trama, dota de un elemento de suspense inesperado a la película y obliga a su creador a buscar una solución algo azarosa y cogida por los pelos a los problemas que dicha novedad ha creado. En cualquier caso, una película muy entretenida, estimable, aunque sin mayores pretensiones.

Os dejo ahora con un muy breve texto de la novela de Duff Cooper, su capítulo final, de tono elegíaco y emotivo. Os dejo también una pieza ajena a los dos libros y a la película, que no cuentan con referencias musicales explícitas. Se trata de We'll Meet Again, que interpretaba Vera Lynn y servía de despedida esperanzada para quien partía a la guerra sin saber si iba a volver y también, muchas veces, como homenaje a los caídos en combate.


Cuando el submarino salió a la superficie aún no había amanecido, pero estaba a punto. La tripulación agradeció la oportunidad de respirar un poco de aire fresco y puro y, puede que incluso más, la de deshacerse de su carga. Se retiraron los envoltorios y el teniente se cuadró y saludó mientras depositaban con la mayor suavidad posible el cuerpo del oficial uniformado sobre la superficie de las aguas. Una ligera brisa soplaba hacia el litoral y la marea subía en la misma dirección. Así es como Willie fue por fin a la guerra, con los galones de comandante en las hombreras y una carta de su amada cerca del corazón. 




miércoles, 12 de febrero de 2020

THOMAS MANN. LA MUERTE EN VENECIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca dedicado a la lectura, que cada miércoles os ofrece una propuesta interesante y sugestiva que os presento con la intención de despertar vuestra curiosidad y avivar vuestro deseo de ocupar vuestro tiempo en el fascinante universo al que casi siempre se abren los libros. 

Recordaréis nuestros seguidores más fieles que en estas semanas de febrero todas nuestras emisiones están centradas, tal y como venimos repitiendo desde hace años, en libros vinculados de un modo u otro al mundo del cine, al coincidir estas fechas con las de la entrega de los principales galardones cinematográficos del mundo -nuestros Goya, los Bafta británicos, los César franceses y, por supuesto, los muy internacionales Oscar-. Tras la sugerencia de hace siete días, con la sensible e intimista Nosotros en la noche, la novela de Kent Haruf, con su correspondiente traslación a la gran pantalla en una cinta protagonizada por Jane Fonda y Robert Redford, hoy la referencia es un clásico indudable de ambas artes, la literatura y el cine. Se trata de La muerte en Venecia, la breve novelita de Thomas Mann, y su inolvidable versión fílmica, casi del mismo título (sin el pronombre inicial), la obra maestra de Luchino Visconti que yo vi, deslumbrado, en 1972. De ambas quiero hablaros esta tarde en una doble sugerencia indispensable. 

El libro del autor alemán es, como digo, una novela corta publicada originalmente en 1912 -aunque hay fuentes que mencionan 1911 o 1914- y que cuenta en España con numerosas ediciones desde hace décadas. Quiero destacar aquí ahora las varias que, en distintos formatos, ha publicado Edhasa, la reciente de Navona en su pulcra y ejemplar colección Los ineludibles, y la que esta tarde he elegido para vosotros, la primorosa de Edelvives, que conserva la traducción impecable -común a las demás ediciones- de Juan José del Solar y que cuenta además con unas magníficas ilustraciones del pintor Ángel Mateo Charris que recogen de un modo insinuante y alusivo, no frontal ni necesitado de superfluos subrayados, la perturbadora atmósfera de belleza y decadencia de la obra original. 

La anécdota -no es más que eso- que constituye el núcleo de La muerte en Venecia es simple y se resume en pocas frases. Gustav von Aschenbach, un afamado y prestigioso escritor alemán, con una vida centrada casi en exclusiva en su profesión, atado a sus rígidas costumbres y a la férrea disciplina de su arte, que ve avanzar poco a poco el inexorable declinar de su existencia, decide alejarse de su estricta rutina y proyecta una escapada a algún cosmopolita balneario en el entrañable sur. Así, parte hacia una isla del Adriático, no lejos de la costa de Istria. Pronto comprueba que el entorno no es el idóneo para la tranquilidad buscada y, movido por una extraña fuerza interior que lo impulsa hacia lo desconocido, decide visitar Venecia e instalarse allí para pasar los meses de verano. La llegada al hotel en que se aloja de una numerosa familia polaca le hace fijarse en el joven hijo del clan, Tadzio, un muchacho bellísimo que provocará su aturdimiento y desconcierto, primero, y su fascinación y enamoramiento después, llevándolo a una inquietante alteración de su natural equilibrio, una turbadora conmoción con ribetes de delirio que lo perturbará, resquebrajando los sólidos principios en que fundamentaba su vida, y obligándolo a replantearse sus concepciones sobre el arte, la belleza, el amor, la moral y, en definitiva, sobre el sentido de nuestro paso por el mundo, en un proceso que acabará por desembocar en un final trágico que no revelaré. 

Mann inicia su novela con el retrato físico y moral de Aschenbach. De estatura inferior a la media, moreno y peinado hacia atrás, su cabellera raleando en la coronilla sobre una cabeza grande en relación a su cuerpo enjuto, casi quebradizo; las mejillas también delgadas, magras, la frente surcada por arrugas, la nariz recta y poderosa sosteniendo unos anteojos dorados, todo en su fisonomía revela una personalidad sufriente reflejo de una vida interior difícil y agitada. 

Y es que desde las primeras páginas se nos muestra la convulsión que remueve el alma del personaje. Estamos ante un artista, culto y solitario, que guía su vida por los principios del rigor, la austeridad y la razón. Ensayista y escritor de relatos y novelas, nacido en una familia de oficiales, jueces y funcionarios públicos, servidores del Estado, Von Aschenbach (en quien los críticos expertos ven los rasgos de Goethe, de Gustav Mahler -significativa la coincidencia en el nombre- y, sobre todo, del propio autor) ha hallado en el autodominio, en la disciplina, en la tenacidad, la razón de ser y la justificación de su existencia y de su obra artística. Orgulloso de continuar el rastro del espíritu burgués de sus padres, se vanagloria de su perseverancia, de su austeridad, de su obstinación, de sus “abstenciones”, de su férrea capacidad -viril y valerosa- para domeñar las pulsiones delicuescentes de la carne, para rechazar la entrega cobarde a las tentaciones, para renunciar a la ligereza, a la pereza, a la lasitud, al capricho, a la flaqueza, a la desgana, a la improvisación y a la holgazanería, a la debilidad, al placer, al vicio y a la pasión, a las costumbres disipadas y serviles (jamás había conocido el ocio ni el despreocupado abandono de la juventud), impropias de un espíritu superior, forjado en la renuncia y la lucha, en la inflexible voluntad, en la sobriedad y la entereza, en el sacrificio y el combate (contra el enemigo exterior, en las guerras en las que había participado como militar, y, sobre todo, contra sus demonios interiores). Su concienzuda dedicación al arte le exige la paz conventual y el abandono del mundo, de sus gozos y pasiones turbulentas. Sirva como resumen de su severa y rigurosa naturaleza la descripción que sobre él encontramos en las primeras páginas del libro: Cuando, al filo de los treinta y cinco años, cayó enfermo en Viena, un fino observador dijo sobre él en una reunión de sociedad: «Vean ustedes, Aschenbach ha vivido siempre así –y cerró el puño izquierdo–, nunca así», y dejó que su mano abierta colgara libremente del brazo del sillón

No obstante, en su madurez bien avanzada, con la decadencia mostrando ya sus primeros efectos, algo en él perturba esa aparente solidez tan estrictamente lograda. Su taciturna soledad se agita cuando alguna “inquietud” mundana llama su atención, su espíritu se debate entre el reconocimiento de los rasgos de aventura, sentimiento, originalidad, belleza y genuina vivencia que se ocultan tras una leve distracción cotidiana, tras una conversación banal o una sonrisa, y, por otro lado, la convicción de que en todo ello se esconde lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito, el exceso, lo fútil, lo innecesario, lo depravado, lo irrelevante, lo alejado de la excelsitud de la obra artística. Encerrado en sus opresivas rutinas, ocupado de modo obsesivo con las tareas que le imponían su yo y el alma europea, atado en exceso por el imperativo de producir, demasiado reacio a la distracción para enamorarse del abigarramiento del mundo exterior, comienza a percibir ligeros atisbos de la asfixia que le atenaza en su constreñido espacio vital, en su claustrofóbico pequeño mundo, y experimenta -siempre de manera mesurada y bajo control- ciertas señales de la insatisfacción que se esconde tras su obcecada, implacable y fría entrega a la construcción de su vida y su arte. El impulso viajero que lo llevará a Venecia es, sobre todo, más que una mera necesidad de relajación estival o una comprensible voluntad de establecer una inocua pausa en su porfiada dedicación, un afán impetuoso de huida, una apetencia de lejanía y cosas nuevas, un deseo de liberación, descarga y olvido. Agotado espiritualmente por la exigencia constante, por su extenuante liza, por la casi inhumana necesidad de autocontrol, se concederá un descanso y abrirá en su vida, sin ser siquiera consciente de ello, una ventana al extravío, un paréntesis de espontaneidad e improvisación, un cambio de aires que le renovara la sangre. Y en Venecia, cuyo paisaje a la vez peligroso y bellísimo, embriagador e indolente, enfermizo y sensual, constituye otro de los personajes del libro, como luego veremos, surge, inopinada y fulgurante, la irresistible presencia de Tadzio, una aparición milagrosa, una epifanía, una estremecedora conmoción que sacudirá el ascético equilibrio de su vida. 

Tadzio, un efebo de cabellos largos y unos catorce años, lo impresiona, en primer lugar, por la perfección de sus formas, por la blancura marfileña de su rostro, por la delicadeza y la gracilidad de sus rasgos, por su espléndida cabellera dorada, por el indudable encanto de sus gestos, por su seductora sonrisa, por una inocencia casi infantil combinada con un leve asomo de adulta autoconsciencia de la propia innegable capacidad de fascinación. De la sobrecogida admiración suscitada por aquella primera visión esplendorosa, Aschenbach pasa a abismarse en el delirio, en la torturante tiranía de la pasión amorosa: la quimérica construcción de imposibles ensoñaciones; la decidida voluntad de aproximarse al objeto de su devoción y los inevitables titubeos y vacilaciones en su presencia: la alegría y el dolor simultáneos en cada nuevo encuentro con el muchacho; el entusiasmo febril y la parálisis culpabilizadora; el expansivo reconocimiento de la verdad de su corazón y el inmediato repliegue al saber irrealizable su indefinible anhelo; la rendida aceptación del tumultuoso agolparse de emociones inéditas y el rechazo a la agitación, al exceso, a la abyección; el sometimiento y la lucha, el gozo y el pudor, la simpatía y la turbación, la entrega y el alejamiento. 

La estadía del circunspecto profesor en una Venecia de atmósfera opresiva, de asfixiante humedad en el bochorno veraniego cambia así radicalmente tras la sacudida que le provoca el joven. Su descubrimiento lo aboca a la enajenación, a la embriaguez y la ceguera, a la ofuscación y la locura del enamoramiento, cuyos letales efectos son más intensos cuando arrebatan a quien carece de familiaridad con sus síntomas. El senescente escritor comienza a forzar los encuentros “fortuitos” con el muchacho; a hacerse notar; a provocar el intercambio de miradas; a reprocharle -para sí, sin que su destinatario llegue siquiera a imaginarlo- la elocuente y magnética sonrisa con la que lo desarbola; a espiarlo con descaro, renunciando ya a cualquier disimulo, cuando juega con su madre y hermanas; a caer víctima de invencibles celos ante las aproximaciones amistosas de otros compañeros del chico que, como él mismo, aunque desde una envidiable cercanía, lo admiran y cortejan; a seguirlo y acosarlo sin tregua, no siempre de modo discreto. El desenfreno y la insoportable vehemencia de su sentimiento no reparan ya en límites, ahuyentan la cautela y la prudencia: lo busca por el dédalo de turbias callejas venecianas; arrastrado como un pelele por la pasión lo persigue furtivamente; lo atisba con los suyos tras un puente, lo mira, se esconde; corre tras él, el corazón le golpea como un martillo, intenta dominarse, se detiene, renuncia; se derrumba, sacudido por temblores y escalofríos, cuando se disipa la expectativa de un nuevo encuentro (Cuando Tadzio desaparecía de la escena, la jornada concluía para él); se le acerca y huye, intenta el contacto, incluso el físico -prohibido-, y de inmediato se arrepiente, espantado; sueña con él en su ausencia, se planta sigiloso ante la puerta de su cuarto y apoya sin rubor su frente en ella; se obsesiona por la posible partida de la familia polaca, pues nada angustiaba más al enamorado que la posibilidad de que Tadzio se marchara, y no sin temor se daba cuenta de que, si esto ocurría, él no sabría ya cómo seguir viviendo. 

Tadzio alterará radicalmente sus hábitos mesurados y lo sumirá en un irresoluble y corrosivo dilema moral. Frente a la estabilidad, la armonía y la dignidad que eran el emblema de la dignidad burguesa que lo define, el temerario amor por el joven lo vuelca hacia el desequilibrio y la degradación. Este juego dual de valores antitéticos permea la obra entera, tanto en su expresión más explícita y literal como en los símbolos velados que apuntan metafóricamente a la torturante disyuntiva que asfixiará al enamorado y sin embargo (y por “ello”) sufriente protagonista. La prudencia, el discernimiento, la virtud, el honorable esfuerzo y la entregada dedicación a la obra artística, la mesura, la decencia, la pureza, las convenciones, la razón, el pensamiento y el intelecto, el respeto a los valores clásicos, el sometimiento a la ley moral, que en todo momento constituyen el norte por el que se guía el ponderado y sensato proceder de Aschenbach y que afloran también entre sus innumerables reflexiones, saltarán por los aires, dinamitados por la mera existencia de un adolescente caprichoso que introducirá en su vida, provocándole un desgarro y un dolor inéditos, la excitación febril, el sometimiento ciego a los arbitrarios designios del deseo, la patética ansia por gustar y el lastimoso afán por rejuvenecer (Gustav visitará al peluquero, se perfumará y maquillará, ennegrecerá con lociones cosméticas sus cabellos encanecidos, en un deplorable intento de soslayar los estragos del tiempo), el adolescente impulso de romper con todo e irse lejos, a la aventura, abandonando la biografía largamente cincelada durante años, el olvido de la moral y la sumisión al arrebato y al placer, al infamante éxtasis, a la embriaguez y la culpa, al humillante oprobio del amor, al ignominioso caos, al deshonor y la muerte. 

Porque la muerte, la metafórica pero también la muy real, surca la novela desde su inicio, en una reveladora escena en un cementerio muniqués: el apellido Aschenbach que significa literalmente “arroyo de cenizas”; el lamentable vejestorio que se carcajea embriagado e indigno entre jóvenes groseros ya en el viaje hacia Venecia; la negra góndola que lo transportará hacia el Lido y que hace pensar al viajero en la noche sombría, en el ataúd y en el último viaje silencioso; la presencia del “mal”, la demoníaca y destructiva pulsión de muerte (Su cabeza y corazón estaban ebrios, y sus pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la dignidad y la razón del ser humano) que lo atenaza y desarbola; y, de manera muy notable, la fiebre, la peste, el cólera hindú, la enfermedad -la epidemia- que inunda las calles y los canales de la ciudad y que se propaga, misteriosa e implacable, de un modo tan secreto y oscuro, tan perverso, como lo es el “pecado” del trágico enamorado, encaminándolo a un infausto destino de derrota y funesta consunción. 

Y es precisamente Venecia, con su calor sofocante y su aire espeso e irrespirable, con la ciénaga de sus aguas infectas, con los fétidos olores de la putrefacción y la podredumbre, con las mefíticas emanaciones de los canales y los corruptos miasmas de la estancada laguna, con las estrechas callejuelas y la acelerada agitación de las gentes, el símbolo máximo de la degradación y la muerte, más notorios aún por manifestarse en un entorno ideal, el de esa otra Venecia de la exuberancia artística, de la belleza y la sensualidad, de los edificios de mármol rosado y los lujuriosos palacios, de los silenciosos y escondidos jardines, de las plazas recoletas, de las infinitas iglesias, del musical lamido del agua al encontrarse con la piedra y la madera, del plácido bogar de los gondoleros entre el suave murmullo de las olas. Venecia ejemplifica así el ya mencionado juego de dualismos que atraviesa la novela, símbolo hermosísimo y atroz de muerte y de podredumbre; y quienquiera que la visite, hasta hoy, tiene que percibir, si es sensible, el hálito de esa irresistible belleza letal, como la define Francisco Ayala en su prólogo al libro en una de las ediciones de Edhasa. La Belleza que surge de la ciénaga, el Paraíso entrevisto entre la niebla hedionda, el Amor que florece en la ruina y la descomposición, la sublime perfección revelada tras la enfermiza decadencia, la vida fecunda rebelándose ante la inexorable muerte, entre otros muchos ejemplos -Eros y Tánatos, lo apolíneo y lo dionisíaco- de ideas enfrentadas que encierra esta La muerte en Venecia repleta de alusiones cultas. 

La condición de artista e intelectual de su protagonista permite al autor poblar el libro de infinidad de referencias mitológicas, filosóficas, estéticas y culturales: la ya mencionada remisión a las biografías de Goethe o Gustav Mahler; el significativo excurso sobre San Sebastián, símbolo -en la lectura que hace Aschenbach- de una virilidad intelectual adolescente que, aun con el cuerpo traspasado por lanzas y espadas, aprieta los dientes y se mantiene firme en su altivo pudor; la evidente presencia del mito de Narciso; el vínculo con el Fedro de Platón y las reflexiones de Sócrates sobre el deseo y la virtud, sobre el enamoramiento y la verdad, sobre la sabiduría y el cuerpo, sobre el espíritu y la divinidad, sobre los ardientes temores que padece el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un símbolo de la Belleza eterna; la multitud de profundas divagaciones filosóficas sobre la muerte, la vejez, la destrucción, sobre el pensamiento y el arte, sobre las cumbres y los abismos de nuestra frágil condición humana. 

La película que dirigió en 1971 Luchino Visconti y que se estrenó en nuestro país un años después, dejando en mí un recuerdo imborrable, el de una de las mejores películas que he visto en mi vida, traslada magistralmente al medio cinematográfico tanto la belleza del libro como su hondura y su desbordante riqueza intelectual, en una obra maestra a la que contribuye una banda sonora excepcional en la que el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, que os dejo como cierre a mi comentario, destaca como intimista motivo recurrente, pleno de delicadeza y sensibilidad, de emoción y lirismo, de inspiración y poesía. Con Dirk Bogarde en el papel de Aschenbach, y unas en mi recuerdo bellísimas Silvana Mangano, como la madre de familia polaca, y Marisa Berenson, en una aparición episódica como esposa de Gustav, tiene en la fulgurante presencia de Björn Andresén, impecable encarnación del Tadzio de la novela, uno de los elementos más memorables de una cinta por muchas razones inolvidable. 


Tadzio entró a bañarse. Aschenbach, que lo había perdido de vista, distinguió su cabeza y el brazo con el que avanzaba remando mar adentro, pues la superficie del mar debía de estar lisa hasta muy lejos. Pero ya parecían inquietarse por él, ya se oían voces femeninas llamándolo desde las casetas, repitiendo aquel nombre que dominaba la playa casi como una consigna y, con sus consonantes blandas y la u final prolongada, tenía algo a la vez dulce y salvaje: «¡Tadziu! ¡Tadziu!». El muchacho volvió a la carrera, echando la cabeza atrás y haciendo espuma al batir con las piernas el agua que se le resistía; y la visión de esa figura viva en la que confluían la gracia y la rigidez de la pubertad, de ese efebo con los rizos empapados y bello como un dios, que emergía de las profundidades del mar y del cielo, luchando por desprenderse del líquido elemento, esa visión suscitó en su observador evocaciones míticas: era como un mensaje poético llegado de tiempos arcaicos, desde el origen de la forma y el nacimiento de los dioses. Y, cerrando los ojos, Aschenbach escuchó aquel cántico que resonaba en su interior y, una vez más, pensó que allí se estaba bien y que deseaba quedarse. 

Más tarde, y para descansar del baño, Tadzio se tumbó en la arena, envuelto en una sábana blanca recogida bajo su hombro derecho y apoyando la cabeza en el brazo desnudo. Y aunque Aschenbach no lo observase por leer una que otra página suelta de su libro, en ningún momento olvidó que tenía al chiquillo al lado, que le bastaba con girar ligeramente la cabeza a la derecha para admirar aquel prodigio. Casi tenía la sensación de estar allí para proteger el descanso del muchacho, enfrascado en sus asuntos propios y vigilando a la vez constantemente a esa noble figura humana tendida a su derecha, no muy lejos de él. 

Y un afecto paternal, la emocionada simpatía que quien posee la belleza inspira al que, sacrificándose en espíritu, la crea, fue invadiendo y agitando su corazón. 

miércoles, 5 de febrero de 2020


KENT HARUF. NOSOTROS EN LA NOCHE

Y entonces llegó el día en que Addie Moore pasó a visitar a Louis Waters. Fue un atardecer de mayo justo antes de que oscureciera. 
Vivían a una manzana de distancia en la calle Cedar, en la parte más antigua de la ciudad, con olmos y almezos y un arce que crecían a lo largo del bordillo y jardines verdes que se extendían desde la acera hasta las casas de dos plantas. Durante el día había hecho calor, pero al anochecer había refrescado. Addie recorrió la acera bajo los árboles y giró ante la casa de Louis. 
Cuando él salió a la puerta, Addie le preguntó: ¿Puedo entrar a hablar de una cosa contigo? 
Se sentaron en el salón. ¿Te traigo algo de beber? ¿Un té? 
No, gracias. Puede que no me quede el tiempo suficiente para beberlo. Addie miró a su alrededor. Bonita casa. 
Diane siempre tenía la casa bonita. Yo lo he intentado. 
Sigue bonita. Hacía años que no entraba. 
Addie miró por las ventanas al jardín lateral donde caía la noche y a la cocina donde una luz brillaba sobre la pila y las encimeras. Todo estaba limpio y ordenado. Louis la observaba. Era una mujer atractiva, a él siempre se lo había parecido. De joven había tenido el pelo moreno, pero ahora era blanco y corto. Todavía conservaba la figura, aunque algo rellenita en la cintura y las caderas. 
Te preguntarás qué hago aquí, dijo ella. 
Bueno, no creo que hayas venido a decirme lo bonita que está la casa. 
No. Quiero proponerte algo. 
¿Sí? 
Sí. Tengo una propuesta. 
Vale. 
No es de matrimonio, dijo ella. 
Tampoco se me había ocurrido. 
Pero es un tema casi matrimonial. Aunque ahora no sé si podré. Estoy echándome atrás. Se rio un poco. Muy del matrimonio, ¿verdad? 
¿El qué? 
Lo de echarse atrás. 
Puede. 
Sí. Bueno, lo digo y punto. 
Te escucho, dijo Louis. 
Me preguntaba si querrías venir alguna vez a casa a dormir conmigo. 
¿Cómo? ¿A qué te refieres? 
Me refiero a que los dos estamos solos. Llevamos solos demasiado tiempo. Años. Me siento sola. Creo que quizá tú también. Me pregunto si vendrías a dormir por la noche conmigo. Y a hablar. 
Él se la quedó mirando, contemplándola, curioso, cauto. 
No dices nada. ¿Te he dejado sin respiración?, preguntó ella. 
Supongo. 
No estoy hablando de sexo. 
Me lo preguntaba. 
No, sexo no. No lo enfoco así. Creo que perdí el apetito sexual hace tiempo. Yo hablo de pasar la noche. De acostarse calentitos, acompañados. Meterse juntos en la cama y que te quedes toda la noche. Las noches son lo peor, ¿no crees? 
Sí. Ya lo creo. 
Al final termino tomando pastillas para dormir y leo hasta muy tarde y luego al día siguiente estoy grogui. No sirvo para nada. 
He pasado por lo mismo. 
Pero creo que si hubiera alguien conmigo en la cama podría dormir. Alguien agradable. Por la cercanía. Charlar de noche, a oscuras. Addie esperó. ¿Qué te parece? 
No sé. ¿Cuándo quieres empezar? 
Cuando quieras. Si es que quieres, añadió. Esta semana. 
Deja que me lo piense. 
De acuerdo. Pero avísame el día que vengas, si vienes. Así estaré preparada. 
De acuerdo. 
Espero tu respuesta. 
¿Y si ronco? 
Pues roncarás o aprenderás a dejar de roncar. 
Él se rio. Sería una novedad. 
Addie se levantó y salió y regresó a casa, y él se quedó observándola desde la puerta, una mujer de setenta años, complexión media y pelo blanco alejándose bajo los árboles iluminada a trozos por la farola de la esquina. La leche, dijo Louis. No te embales. 


Hola, buenas tardes. Con este comienzo inusual os damos la bienvenida a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Y es inusual porque no acostumbro a empezar mis reseñas con un fragmento del libro comentado, que suelo ofreceros a su término, pero en el caso de la novela de esta tarde me ha parecido casi inevitable empezar el programa con el breve y significativo primer capítulo de Nosotros en la noche, la conmovedora obra póstuma del escritor norteamericano Kent Haruf que protagoniza nuestra emisión de hoy. Y ello porque el texto leído resulta muy revelador en relación con lo que el lector va a encontrarse si se decide a adentrarse en el resto de las páginas del libro. Con él abrimos una serie, que se desarrollará a lo largo del mes de febrero, dedicada al cine, en paralelo a las sucesivas entregas de premios cinematográficos cuyas glamurosas celebraciones tienen lugar en estos días: los Goya el pasado 25 de enero, los Bafta el 2 de febrero, y ya a fin de mes los César franceses y los Oscar. Y es que Nosotros en la noche, aparte de una más que estimable novela, es también una película -discreta- basada en el texto de Haruf, dirigida en 2017 por Ritesh Batra y que cuenta con la participación en sus dos papeles principales de Robert Redford y Jane Fonda.

La novela apareció en Estados Unidos en 2015 tras el fallecimiento, como digo, de su autor. Desde febrero de 2014, Kent Haruf, sabedor tras un muy pesimista y funesto diagnóstico médico de que le quedaban pocos meses de vida, se entregó con pasión a la escritura de lo que resultaría siendo una suerte de testamento literario, que pudo acabar, con tiempo incluso para entregar las últimas correcciones, antes de su muerte, acaecida en noviembre de ese mismo año y con solo setenta y uno de vida. En España, el libro se publicó en 2016 en la editorial Penguin Random House en traducción de Cruz Rodríguez Juiz, y desde esa fecha ha multiplicado sus ediciones, en un fenómeno de éxito de ventas que se ha repetido en numerosas lenguas y países en el mundo. Penguin Random House cuenta también en su catálogo con la Trilogía de la Llanura, la obra más destacada de Haruf, compuesta por las novelas La canción de la llanura, Al final de la tarde y Bendición, que yo aún no he podido leer.

El sorprendente y entrañable texto con el que hemos abierto el espacio marca el tono del libro -narración ágil, frases cortas, abundancia de diálogos, sencillez y emoción- y permite adivinar la dirección en que se desenvolverá su trama, si es que podemos hablar de algo parecido a un argumento. Los protagonistas de esa escena inaugural son -identificados ya en la primera frase- Addie Moore y Louis Waters, dos viudos setentones, vecinos y residentes en Holt, un pequeño y anodino pueblo de Colorado -inventado por el autor y escenario de la mayor parte de sus novelas-, emblema de infinidad de poblaciones similares -sobre todo en el Medio Oeste americano- en las que todo el mundo se conoce, prevalecen los rígidos valores tradicionales, el ambiente es cerrado y hasta opresivo y la vida carece de especiales alicientes, en particular para dos personas solitarias que avanzan inexorablemente hacia una vejez carente de perspectivas y hacia una anónima y definitiva consunción. La valiente y desprejuiciada Addie no quiere conformarse con ese triste destino que la condena a unos años de sufrimiento y soledad, y se decide, como habéis podido comprobar en el fragmento leído, a abordar a su sorprendido vecino y plantearle su atrevida e insospechada propuesta. La novela dará cuenta del desarrollo de la relación entre los dos ancianos y de su progresiva evolución, en un relato íntimo y conmovedor, que rezuma delicadeza y sensibilidad, sutileza y ternura.

A partir de ese momento “inaugural” los dos casi desconocidos van aproximándose y, de noche en la cama de Addie, uno al lado del otro, tímidos y algo rígidos en los primeros encuentros, se cuentan sus vidas, intercambian confidencias, hablan de su juventud, de sus respectivos matrimonios, de sus alegrías y sus fracasos, de sus ilusiones y sus desengaños, comparten sus aprensiones y sus miedos, también sus esperanzas y proyectos ante esa vejez que ya los acecha, con la sombría amenaza de la muerte. Y sobre todo van, más allá de la proximidad y el contacto físico, desvelando su intimidad, acercando sus almas (Our souls at night es el título original del libro), creando afectos, sintiendo, emocionándose, queriéndose… Durante unas semanas, a la pareja se unirá Jamie, el nieto de seis años de Addie, hijo de Gene, que tendrá que dejarlo a cargo de su madre tras su separación sentimental de Beverly, que se ha ido de casa harta por la personalidad controladora y conflictiva de su marido.

Louis habla de sus estudios de literatura en la universidad mientras se sacaba el título de maestro, de su vocación por la poesía (Quería ser poeta). Recuerda con añoranza sus lecturas de Dylan Thomas, e. e. cumings, Robert Frost, Walt Whitman, Emily Dickinson, John Donne, los sonetos de Shakespeare. Aún se sabe de memoria La canción de amor de J. Alfred Prufrock, el clásico de T.S Eliot que durante años intentó, de modo infructuoso, que se aprendieran sus alumnos en el instituto, desinteresados, ajenos a la intensidad de los versos: Me limitaba a enseñar poesía unas semanas al año sin escribir. A los chavales en el fondo no les interesaba. Solo a algunos. Pero a la mayoría no. Probablemente recuerdan aquellos años y horas como rollazos del viejo Waters. Soltando tonterías sobre algún tipo de hace cien años que escribió unas frases sobre un joven atleta muerto al que paseaban por la ciudad, algo que no les decía nada, que no podían imaginar que les pasara a ellos.

Y entre los nostálgicos retazos del pasado aparece su matrimonio con Diane, el nacimiento de su hijita Holly, la necesidad de completar sus ingresos -ella no quería trabajar, cuidaba a la niña- pintando casas, todo el tiempo ocupado en exigencias laborales, la relegación progresiva de su pasión por la escritura (escribía un poco por las noches o los fines de semana. Me aceptaron un par de poemas en revistas y semanarios, pero me rechazaban la mayoría, me los devolvían sin ni siquiera una nota. Si alguna vez recibía algo de algún editor, unas palabras o una frase, me lo tomaba como un estímulo que me daba para vivir durante meses. Ahora no me sorprende. Eran unos poemas horribles. Imitaciones. De una complejidad innecesaria), el rechazo de Diane a su dedicación literaria, quizá celosa por el tiempo y el sentimiento que dedicaba a sus poemas. Y en su memoria aflora la aventura con Tamara, de cuyo recuerdo sigue enamorado, su amante circunstancial de hace años, también casada, una vivencia entrañable pero frustrada, cortado de raíz el sueño apenas intuido del cambio de vida, la derrotada vuelta al “hogar” a las pocas semanas, el reencuentro con la gris y definitiva rutina cotidiana (no estuve a la altura para dejar de ser un vulgar profesor de lengua de secundaria en una polvorienta ciudad de provincias), la educación de Holly, el fin de los estudios de la joven y su marcha por trabajo a otra ciudad, la enfermedad de Diane, su doloroso último año, destrozada por la quimio, consumida por la radioterapia, la muerte liberadora, los posteriores años de soledad, la tristeza de los días que pasan sin expectativas… una vida común, como tantas otras.

Y también Addie evoca su existencia, su infancia en Nebraska, sus leves “coqueteos” con la enseñanza, tan solo un año de estudios de magisterio en la Universidad, donde conocerá a Carl, el temprano embarazo con veinte años, el matrimonio cuando a él todavía le falta más de un año para licenciarse, el nacimiento de Connie, la sucesión de empleos temporales (recepcionista, secretaria, contable), la pequeña empresa de seguros de Carl, instalados ya en Holt, la llegada de un nuevo hijo, Gene, la terrible muerte, atropellada, de la pequeña Connie, con solo once años, la familia destrozada, el deterioro del matrimonio, el distanciamiento y el desapego entre cónyuges pese a la compartida presencia y a la delicadeza y el afecto que se muestran en su trato de cara al exterior, los diez años previos a la muerte de Carl sin ningún contacto íntimo (Nunca nos tocábamos. Aprendes a no moverte de tu lado y no tocar al otro ni siquiera por casualidad durante la noche. Os cuidáis cuando enfermáis y de día cada uno cumple con lo que considera su deber), las escapadas a Denver al teatro y a salas de conciertos y para alimentar fantasías imposibles, el trabajo como oficinista en el Ayuntamiento, los estudios universitarios de Gene y su alejamiento tras el infarto de Carl, los posteriores años de soledad, la tristeza de los días que pasan sin expectativas… una vida común, como tantas otras.

Aunque lo que no es común ni convencional y dota de singularidad a la experiencia de los protagonistas es la falta de resignación de la mujer, su atrevimiento, su valentía para romper las pautas de comportamiento previsibles, para desafiar los prejuicios del pueblo, ignorar el qué dirán y luchar por romper su soledad. Pero todavía no entiendo de dónde sacaste la idea de proponérmelo, preguntará Louis; y ella responde: Te lo dije. La soledad. Las ganas de conversar por la noche; y de nuevo Louis: Es valiente. Te arriesgaste.

Lo primero que destaca del apresurado resumen de ambas vidas -comunes, ya se ha dicho, como tantas otras- es la obvia reflexión sobre la desolación, la tristeza que encierra a menudo el matrimonio, cuyo muy habitual proceso de exaltación, falta de interés e indiferencia sucesivas se refleja en las palabras de los dos solitarios personajes: ¿Quién consigue lo que quiere? Se diría que nadie o casi nadie. Siempre se trata de un par de personas que chocan a ciegas, actuando a partir de viejas ideas y sueños y malentendidos. En este sentido, las vidas de Addie y Louis han sido, hasta su encuentro -Ahora no, hoy no, afirmará ella, una vez más decidida y rotunda- un fracaso, una triste soledad en compañía, como lo es a menudo el matrimonio.

En realidad -y estamos ante otro “subtema” del libro- la mayor parte de los personajes son, en la terminología tan habitual en Norteamérica, perdedores. Lo han sido ellos en sus insatisfactorias parejas y lo eran todavía en su larga soledad de años, pero lo son igualmente la mayor parte de los personajes secundarios. Lo es la anciana señora Ruth, vecina de la casa de en medio de las de Louis y Addie, escasamente autónoma con las limitaciones de sus ochenta y dos años, también solitaria en su decaída vejez; lo es Gene, el hijo de Addie, distante y rencoroso, sin superar el pasado, que vive su propia conflictiva ruptura sentimental y que se opone, lleno de prejuicios, a la sobrevenida relación de su madre; lo es, en cierto modo, el nieto Jamie, acogido con ternura por su abuela, encariñado con Louis, pero “arrastrado” de un lado para otro, sin una infancia estable y confortable, si un sitio en el mundo. Y hay sentimiento de pérdida y de frustración y de ilusiones rotas en la vida truncada de la pequeña Connie, en el desapego y la incomprensión de Holly, y, retrospectivamente, en las resignadas e infelices existencias de Diane y Carl (Habíamos compartido media vida, aunque no fuera bueno para ninguno de los dos. Era nuestra historia). Incluso la perrita Bonny, que la pareja regalará a Jamie, recogida de un refugio para animales abandonados, arrastra una presumible falta de afecto, también ella sin nadie en su perruna vida.

Hay, pues, un clima general de tibia melancolía, algo triste pero no abrumadora, en la novela entera, impregnada también de la “esencia” de la muerte (¿Qué pasará con nosotros, qué nos pasará?, piensan asustados los ancianos tras la muerte de Ruth), una atmósfera de desconsuelo muy probablemente debida a la enfermedad terminal del autor durante su escritura. Pero, pese a ello -y como revela la firme decisión de Addie que abre el libro-, hay, sobre todo, energía e ilusión, coraje, entusiasmo y muchas ganas de vivir, pese a la mucha edad, una vida plena, intensa, realizada. ¿A ti no te asusta la muerte?, pregunta la mujer; No como antes, dirá Louis, sus días transformados por la deslumbrante aparición de su vecina. La mutua compañía llena de júbilo exaltado -tenue, tranquila y sosegada exaltación- las dos almas, que se inflaman y alborozan, llenas de euforia, excitación e inesperada felicidad. Addie: Adoro el mundo físico. Adoro esta vida física contigo. Y el aire y el campo. El jardín de atrás, la grava del callejón. El césped. Las noches frías. Acostarme contigo a charlar a oscuras. Louis: Lo único que quiero es una vida sencilla y centrada en el día a día. Y venir a dormir contigo por las noches. De nuevo Addie: ¿Quién nos iba a decir que a estas alturas de la vida todavía tendríamos algo así? Que resulta que no se han acabado los cambios y las emociones. Y que no estamos consumidos en alma y cuerpo. Y ambos: Así que la vida no nos ha ido bien a ninguno de los dos, al menos no nos ha ido como esperábamos, dijo Louis. Pues ahora, en este momento, me siento bien. Mejor de lo que merezco, convino él. Pero te mereces ser feliz, ¿no crees? Creo que el último par de meses han salido así. Por la razón que sea.

Por último, y antes de adentrarme ya en el breve comentario de la película, quiero dejar constancia de una curiosidad a mi juicio significativa. Hay, en el último tercio del libro, un diálogo entre los dos personajes principales que parece contener una alusión autorreferencial al propio libro que estamos leyendo. No me resisto a transcribirlo, dejando a vuestro criterio el decidir si Addie y Louis están aquí, veladamente, hablando de Nosotros en la noche:

¿Has visto que van a hacer [en el teatro] el libro ese sobre el condado de Holt? El del viejo moribundo y el pastor.
Montaron los dos últimos, así que supongo que este también, dijo Louis. 
¿Viste los anteriores? 
Sí. Pero no me imagino a dos viejos ganaderos adoptando a una chica preñada. 
Podría pasar, repuso ella. La gente te sorprende. 
No sé, dijo Louis. Pero es su imaginación. Toma los detalles físicos de Holt, los nombres de las calles y el aspecto de los campos y la ubicación de las cosas, pero no es esta ciudad. Ni nadie que viva aquí. Todo es inventado. ¿Conoces a algunos hermanos viejos así? ¿La historia sucedió aquí? 
Que yo sepa no. O no me he enterado. 
Es todo inventado. 
Podría escribir un libro sobre nosotros. ¿Te gustaría? 
No quiero salir en ningún libro, dijo Louis. 
Pero no somos menos creíbles que los viejos ganaderos. 
Es diferente. 
¿En qué?, preguntó Addie. 
Bueno, somos nosotros. Para mí somos creíbles. 

La película de Ritesh Batra, creada para Netflix y no sé si estrenada en las salas, mantiene en lo sustancial el espíritu de la novela y la mayor parte de sus “escenas”, aunque con dos diferencias que a mi juicio la hacen desmerecer de la calidad del libro. Por un lado, hay un mayor peso -o así me lo ha parecido a mí- de los conflictos familiares de Addie con su hijo Gene en detrimento de la relación íntima entre los ancianos, presente en la película, como es obvio, pero no con la intensidad y la altísima emoción que transmite el texto. Por otro lado, la elección de los actores principales -una espléndida y aún muy guapa Jane Fonda, que se come la pantalla, y un algo insustancial aunque también muy atractivo Robert Redford, que es, además, productor y arriesga su dinero en el proyecto-, impecable desde el punto de vista comercial, “idealiza”, dada su excepcional belleza y su artificial estado de conservación, las figuras de aquellos a quienes encarnan, un hombre y una mujer más normales, más comunes, más deteriorados, menos atractivos, restando parte del encanto de la propuesta de Haruf al quitarle vida y decorarla con un patente artificio cinematográfico. La película, no obstante, se deja ver y llega a conmover en más de uno de sus pasajes.

Pese a que en la novela se citan un par de canciones, las que Louis canturrea para dormir al niño en un momento del libro, he elegido, sin embargo, un tema de la espléndida banda sonora del film, que cuenta con piezas interpretadas por Emmylou Harris, Gillian Welch, The Highwaymen, Elizabeth McQueen o Etta James, que borda esta lánguida y melancólica A sunday kind of love. Hubiera preferido otra canción, el clásico What a difference day makes, que en una secuencia muy significativa de la película suena en la interpretación de Myra Warren, John Gunther, Mark Simon, Annie Booth y Paul Romaine, a los que se una la voz de la propia Jane Fonda en otro momento, pero me ha resultado imposible localizarla en esa misma versión.