Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de diciembre de 2020

IRENE VALLEJO. EL INFINITO EN UN JUNCO

El pasado 22 de abril, víspera del Día del libro, presenté aquí mi reseña de El infinito en un junco, el excepcional ensayo de Irene Vallejo publicado por la editorial Siruela. La imposibilidad de radiar el programa a causa del confinamiento impuesto por la pandemia me obligó entonces a dejar en estas páginas el mero comentario escrito sobre el libro. 

Hoy quiero recuperar esa reseña ofreciéndoosla, esta vez sí, en una emisión radiada y grabada por videoconferencia. La excusa para ello -no demasiado necesaria, pues la calidad del libro ya justifica de sobra la conveniencia de su "reaparición"- es doble. Por un lado, desde un punto de vista subjetivo, se trata, quizá, del libro más interesante y sugestivo de cuantos he presentado -y son muchos- en este 2020 que ahora finaliza. En estas últimas semanas del año en que los suplementos literarios, los críticos, los expertos, y hasta los telediarios, nos ofrecen las lecturas más recomendables entre las aparecidas en los doce meses pasados, yo quiero aportar también mi propia elección, escogiendo este El infinito en un junco de lectura indispensable.

Por otro lado, y en un plano más objetivo, ajeno a mi persona, la reciente concesión del Premio Nacional de Ensayo a una obra que acumula, a estas alturas, tras poco más de un año de vida, más de veinte ediciones, y que desde su aparición ha encabezado, semana tras semana, la lista de libros más vendidos, fenómeno insólito para un ensayo repleto de erudición y de gran calidad, aporta un motivo de oportunidad a mi reincidencia en la presentación de El infinito en un junco y de su autora, Irene Vallejo, en Todos los libros un libro.

Quiero recordaros también que las cuatro últimas emisiones de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, se han centrado de manera monográfica en El infinito en un junco, con una selección de varias decenas de sus textos envueltos en otras tantas canciones llenas de belleza y sensibilidad.

Con esta fervorosa y entusiasta recomendación de lectura me despido hasta el próximo 13 de enero, en que volveré para ofreceros nuevas propuestas lectoras. Os deseo unas agradables vacaciones y una muy ilusionada entrada de año. ¡Feliz Navidad a todos!

Videoconferencia
Irene Vallejo. El infinito en un junco

miércoles, 16 de diciembre de 2020


FABIANO MASSIMI. EL ÁNGEL DE MÚNICH
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el breve paréntesis semanal dedicado a las recomendaciones de lectura que Radio Universidad de Salamanca lleva ofreciendo desde hace más de diez años en su muy diversa y siempre apetecible programación. Hoy abrimos el espacio en este último mes del año con una propuesta centrada en la literatura policial, un libro muy interesante, de gran calidad y de lectura fuertemente adictiva que continúa, en cierto modo, la línea abierta hace siete días con mi propuesta de la obra completa de Arthur Conan Doyle protagonizada por su personaje más emblemático, Sherlock Holmes. 

La cercanía de la pausa vacacional, con las muchas horas de ocio que conlleva, es una ocasión idónea para proponeros la lectura de unos libros que, quizá por la propia naturaleza del género al que pertenecen, resultan -debo añadir, de nuevo, “quizá”- de más fácil digestión y por tanto más propicios para una lectura desenfadada y -tercer dubitativo “quizá”- ligera como la que acometemos en las temporadas de descanso, con sus argumentos llenos de peripecias y vicisitudes, con sus misterios, sus secretos y sus enigmas, con su suspense y sus expectativas, con los retos intelectuales que plantean, con, en definitiva, el poderoso magnetismo que ejercen sobre el lector. 

Todos esos rasgos -y muchos otros que a continuación trataré de explicar- están presentes en la novela, un auténtico best-seller de calidad, que esta tarde quiero comentar, El ángel de Múnich, un muy reciente éxito editorial del italiano Fabiano Massimi, con traducciones a infinidad de lenguas y millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, presentado en nuestro país a finales del verano la Editorial Alfaguara en traducción de Xavier González Rovira (que incluye algún giro “acatalanado”, como por ejemplo ya le iba bien así, en el que sobra el “ya”). 

Fabiano Massimi es un joven -cuarenta y tres años- escritor de Módena, graduado en Filosofía, traductor, bibliotecario y editor, autor de una primera novela, también policiaca, El club Montecristo, que no tuvo demasiada repercusión y que ahora, con el estruendoso éxito de su segunda publicación, parece que va a ser reeditada e igualmente traducida, quizá, a nuestro idioma. En una interesantísima videoconferencia que he podido ver recientemente, un muy fresco y desenvuelto debate entre el escritor y dos libreros milaneses (más exactamente, una librera, Mariana Marenghi, de Covo della Ladra, y un sapientísimo bloguero, Manuel Figliolini, responsable de La bottega del giallo), Massimi contaba cómo había surgido en él la idea de su aclamada novela. Al parecer, leyendo un libro de Robert Ellis, otro destacado autor de best-sellers internacionales, se topó con una referencia lateral, apenas un apunte al paso, a la extraña muerte de Geli Raubal, que era sobrina de Hitler y que había mantenido con él una extraña relación que superaba los límites del vínculo familiar. El hallazgo de esa sorprendente revelación -el 19 de septiembre de 1931 Geli apareció muerta en un apartamento que compartía con su tío, a causa de un disparo salido de una pistola también propiedad del líder nazi- lo puso en contacto con un personaje y unos hechos históricos que no solo le eran desconocidos sino que, pese a la magnitud del episodio y a la relevancia de los implicados en él -además del propio Hitler, otros pesos pesados del movimiento nazi como Goebbels, Himmler o Göring-, permanecían ocultos incluso para los expertos e investigadores. De hecho, en cuanto su olfato novelístico -afinado gracias a su colaboración profesional con la editorial Einaudi- detectó que estaba ante el indudable germen de un apasionante relato literario, se lanzó de lleno a la búsqueda de información sobre el asunto para toparse con que, más allá de diversas alusiones menores en diferentes libros de historia, el suceso y sus posibles repercusiones no habían sido objeto de estudio o desarrollo ni en ensayos, ni en novelas, ni tampoco en el cine. El enorme atractivo de la historia original, que ahora comentaré, lo llevó a encarar la urgente redacción de El ángel de Múnich (urgente por cuanto, confiesa, la envergadura de la trama real y el silencio de casi noventa años sobre los hechos le hacían temer que algún otro autor se le adelantara) con la explícita voluntad -a la postre lograda- de escribir un superventas de calidad a lo Ken Follett, el propio Robert Ellis o esa cima indiscutible del género que fue, hace ya cuatro décadas, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, tres autores a los que Massimi se ha referido explícitamente al hablar de su novela. 

La primera página del libro nos mete ya de lleno en el núcleo central de la historia al mostrarnos la escena del “crimen”, aparentemente un suicidio. El cuerpo de Geli, envuelto en un charco de sangre, yace en el suelo de una habitación cerrada con llave. La muchacha, agonizante, se desliza lentamente hacia la muerte, estática, sin voz, casi sin aliento, los ojos clavados en el techo de estuco, mientras a su lado, sobre la alfombra, una pistola apunta inerte a una ventana también cerrada. Massimi nos contará, en las más de quinientas páginas del libro (que se leen en un suspiro acelerado y fugaz), la investigación real, que se llevó a cabo la semana siguiente a la muerte de la chica, a cargo de dos inspectores de policía, también con su correspondiente paralelo histórico, Siegfried Sauer y su comisario adjunto y su mejor y casi único amigo, Helmut Foster, Mutti, en un thriller histórico apasionante en el que se alternan los golpes de efecto, los giros insólitos y las vueltas de tuerca inesperadas, la apertura, el inmediato cierre y la posterior reanudación de la investigación, los consabidos obstáculos en las pesquisas, la sucesión de asesinatos y sospechosos suicidios, la inesperada muerte de testigos, la desaparición del cadáver, los chantajes y la ocultación de pruebas, los sorprendentes hallazgos, los anónimos y las llaves secretas, todo ello en un marco geográfico, principalmente una ciudad de Múnich minuciosa y magníficamente detallada, e histórico, el de comienzos de los años treinta, con Hitler a solo año y medio de ser elegido canciller, con los movimientos, ya notorios, del nazismo por imponer sus delirantes postulados y sus seguidores llevando a cabo sus primeras acciones violentas, y con las luchas de poder en el seno del partido nacionalsocialista en las que se ven involucrados personajes entonces todavía casi irrelevantes pero que, con los años, serán piezas fundamentales en la genocida actuación del Tercer Reich: es el caso de los citados Goebbels, Himmler o Göering, pero también Heydrich, Hess, Von Schirach y otros… un doble marco, un telón de fondo, cuya fidedigna recreación es otro de los grandes logros del libro. 

Lo cierto es que los hechos reales son ya, de por sí, fascinantes y de una extraordinaria carga novelística. Cifra Massimi, con cierto humor, en un 91.6 por ciento el peso en su obra de lo “real”, de lo constatable, conocido, histórico y bien documentado. Más allá de la cifra exacta, probablemente una caricatura, es, sin embargo, verdad que la mayor parte de lo narrado no es ficción: los hechos principales, los vaivenes de la investigación, los “movimientos” de los personajes y lo que dicen los personajes históricos es, insisto, “real”, está sacado de testimonios oficiales, cartas, biografías, fotos, documentos existentes (algunos de los cuales se recogen en el libro). A modo de ejemplo bien significativo, todas y cada una de las palabras de Hitler -y las de los demás gerifaltes nazis- se corresponden literalmente con declaraciones y manifestaciones efectivamente pronunciadas o escritas por él (por ellos). Ello ha supuesto al autor, como resulta obvio, meses de inmersión en archivos y bibliotecas, así como la consulta de una ingente bibliografía, de la que nos ofrece, al término de la novela, más de sesenta referencias, una decena de ellas -que subraya en negrita- de lectura indispensable para conocer con precisión la sólida base histórica sobre la que se fundamenta su invención. 

Porque invención hay: estamos indudablemente ante una obra de ficción. Massimi “crea” el carácter, la personalidad, el estilo de vida, los antecedentes personales y familiares -el background, en sus propias palabras; los italianos tan amantes del inglés- y por supuesto los pensamientos y las expresiones de los dos policías encargados del caso. Sauer y Foster son los comisarios a los que se adjudicó, realmente, la investigación, pero más allá de sus nombres no hay ningún otro dato de sus vidas que pueda constatarse de modo objetivo en expedientes, informes, registros o legajos, de tal manera que el escritor dio rienda suelta a su imaginación para construir los dos “tipos”, en una doble caracterización, algo tópica -el abuso de los estereotipos del género es, a mi parecer, uno de los puntos débiles del libro-, que entronca con otros esquemas “dualistas” de la literatura -Alonso Quijano y Sancho Panza, como referencia principal- y de la novela negra en particular, con tantos ejemplos en el mundo entero, destacando por sobre todos ellos la pareja Sherlock Holmes y el doctor Watson, de los que, como ya he señalado, me ocupé aquí la semana pasada. 

Sauer, con un pasado conflictivo -que sobre todo repercute en su intimidad y tortura su espíritu- en las juventudes nazis, responde físicamente al ideal ario, nórdico, alto, rubio, ojos muy claros, rostro cuadrado, sin rastro de vello, y Mutti, pelo negro, oscuro de piel, bajito con su escaso metro sesenta, son una singular pareja que no difiere solo en estampa externa sino, fundamentalmente, en su modo de encarar la existencia: el primero, sobre el que recae el núcleo gravitacional de la novela, es un tipo solitario, sin familia, independiente, austero en su limitada vida, su trabajo en la policía, las desoladas noches en su modesta buhardilla. En septiembre de 1931 tiene cuarenta y dos años y arrastra un pasado difícil: en su juventud fue, ya se ha dicho, nazi, luchó en la primera guerra mundial y a su término dejó de ser, obviamente, un teniente del ejército para convertirse, como tantos otros en la Alemania de entreguerras, en un veterano desempleado. Un hombre solo, escéptico, desesperanzado, algo triste, espiritual y filosófico, sumido en sus dudas existenciales y perdido en la vorágine que se avecina, sin saber ya de qué lado estar ni qué causa defender. La investigación le permitirá, sin embargo, recobrar su lugar en el mundo, orientarse “moralmente”, mantener su integridad y no desistir ante las muchas barreras que encontrará en sus averiguaciones; será, a la postre, el único que, precisamente por su libertad y su ausencia de vínculos, puede permitirse ser un héroe. Forster, en cambio, es pragmático, familiar, volcado hacia su joven mujer y sus tres hijos; encarna la estabilidad, el realismo, la mesura, el humor, lo terrenal ejemplificado en su pasión por la comida y la bebida. Aunque, sin querer anticipar ninguna información relevante de una trama que a cada capítulo gira ciento ochenta grados, nada en El ángel de Múnich es lo que parece. 

Más allá de la creación del personaje principal y de su adlátere, en la novela hay, al menos, otros tres planos de extraordinario interés: lo atractivo de su hilo argumental, con sus ya mencionadas y bien medidas oscilaciones, la figura de Geli (que, como se ha dicho, muere en la primera página y a la que, por tanto, solo conoceremos indirectamente a partir de las evocaciones y el recuerdo de sus allegados) y su relación con Hitler, y por último, como también se ha apuntado, la descripción del entorno y de la época, esa turbulenta y ya languideciente República de Weimar tantas veces representada en el arte, la literatura, el cine y hasta, últimamente, la televisión (os recomiendo la muy apreciable serie alemana Babylon Berlin, de 2017, veintiocho capítulos en tres temporadas que os trasladarán convincentemente a esos escenarios). 

La peripecia argumental es subyugante, porque lo que se investiga -una vez que la hipótesis del suicidio queda en cuestión- es si algún alto cargo del partido nazi o el propio Hitler tienen que ver con una muerte que, en consecuencia, constituiría un asesinato… con extraordinarias consecuencias políticas y también, analizada retrospectivamente desde nuestros días, históricas. ¡Esta historia puede cambiar la Historia!, leemos, de modo pertinente, en la novela, en la que también se apunta: si se demostrara [la tesis del crimen premeditado], el buen tío Alf quedaría fuera de la política para siempre. La aparente contradicción entre el hecho de que la orden que exige de modo perentorio el esclarecimiento de lo sucedido surja de las autoridades civiles, “influidas” por la presión de los nacionalsocialistas, y el que, por otro lado, las sospechas apunten a que sean precisamente las luchas de poder en el partido y el juego de fuerzas en su seno entre los admiradores y los detractores de Hitler, las que estén detrás del suceso, convierte la indagación policial en una carrera de obstáculos, repleta de idas y venidas, de pistas falsas, de confirmaciones y desmentidos, de vicisitudes y alternativas, de conjeturas y posibilidades, de presuntas explicaciones cuya certidumbre se desvanece al poco de ser formuladas, de revelaciones desconcertantes casi a cada página, lo que lleva al lector a un estado de tensión intelectual que contribuye al benéfico efecto adictivo de la lectura; una lectura sobre la que queremos volver, apresurados, cuando la “vida real” nos obliga a distraernos de ella y que, a la vez, nos pide una permanente dilación, deseosos de no llegar nunca a su fin, postergando ad infinitum el excitante avance entre sus páginas). Geli -leemos en el libro- era en verdad como la esfinge del Belvedere, un animal fantástico que no tenía único rostro, sino innumerables, y que en vez de revelar su misterio multiplicaba, ofreciendo cada observador un mudo simulacro con formas siempre diferentes. Y así, la búsqueda de la verdad sobre su muerte se convierte en una aventura palpitante. 

Esa Geli, cuyo retrato va construyéndose, como un puzzle, a partir de los testimonios de quienes la conocieron, es -en su ausencia- un personaje muy interesante. Muy joven, atractiva, con un enorme encanto que desarbola a los hombres que la conocen, vive casi “secuestrada” -o al menos eso parece, en unos hechos en los que todo puede ser una cosa y su contraria- en el apartamento de su famoso tío. Sin destripar los entresijos fundamentales de la novela, sí quiero adelantar que Hitler mantiene una relación ambigua con su sobrina, mezcla de rendida admiración y obsesión neurótica, y los términos en los que se desenvuelve su trato, muy distintos de los que se esperan de un vínculo familiar, aportan una nueva luz sobre la figura del dictador, cuya vida sentimental y su “intimidad” con las mujeres yo desconocía casi en su integridad (si es bien sabida, y esa dimensión de la personalidad del siniestro Führer ya ha sido estudiada, su poderosa capacidad de seducción frente al género femenino, pero los detalles que nos muestra El ángel de Múnich resultan sorprendentes y muy reveladores). 

La recreación del “entorno” es también muy estimable. Mientras avanzamos en la trepidante acción “vivimos” Múnich, de la que se nos ofrece un plano tras la portada interior, con sus calles, sus edificios emblemáticos, sus monumentos, su mercado, sus cafés y restaurantes, el Oktoberfest… Pero es, sobre todo, el contexto social el que se describe de un modo muy verosímil: los efectos, aún patentes, de la Gran Guerra, el descontento y la rabia acumulada de las gentes tras la derrota, la inflación galopante, el desastre económico, la confusión y el hambre, el estado de cosas en que germinará el nazismo -el huevo de la serpiente-, la persecución -todavía no demasiado ostensible- de los judíos, el odio y la irracionalidad, toda esa abigarrada y oscura atmósfera de los cuadros de George Grosz. La pulcritud y el rigor en los detalles se aprecian también en el modo en que afloran los elementos “menores”, relativos a la escenografía que constituye el telón de fondo implícito -y en apariencia inapreciable- de la acción: los objetos, los muebles, las vestimentas, la ornamentación. Os dejo una breve pero significativa muestra de ello en el texto que cierra esta reseña, en el que se describe el despacho de Goebbels con una precisión que es fruto, muy probablemente, de un exhaustivo análisis de las fotografías existentes sobre el habitáculo. 

Quiero apuntar también, ya en las líneas finales de mi comentario, una ligera mención a los frecuentes guiños que Massimi introduce en su narración. Resulta curiosa la alusión -indirecta pero inequívoca- a Donald Trump, cuando Mutti afirma que los nazis solo quieren hacer grande Alemania de nuevo. Hay una referencia al inefable detective Colombo -muy bien apreciado por el perspicaz bloguero Manuel Figliolini- y su réplica favorita, por curiosidad. En un plano algo más complejo, el autor introduce un homenaje a su editor, el legendario Giulio Einaudi, cuyo sello editorial, con casi cien años de historia y con el que colabora actualmente Massimi, opera bajo un lema, Spiritus durissima coquit (El espíritu digiere las cosas más difíciles), que es el mismo que preside en la novela la redacción del periódico dirigido por Fritz Gerlich, un valiente opositor a Hitler que moriría en Dachau, asesinado en la siniestra “noche de los cuchillos largos”, el 30 de junio de 1934. Por último, en esta incompleta muestra de juegos literarios al que se abre conscientemente El ángel de Múnich, es explícita la referencia a Sherlock Holmes, un gran tópico detectivesco que me permite hablar, siquiera brevemente, a lo que, desde mi punto de vista, constituye el elemento más endeble del libro. 

Y es que, más allá de la voluntaria incorporación de elementos bien reconocibles del género negro, la novela adolece, de nuevo a mi juicio de lector profano, de una excesiva deuda con los tópicos más consabidos del giallo. Hay, ya se ha dicho, una simplista recurrencia a los rasgos más previsibles en la configuración de la personalidad de los policías, hay una Viena que recuerda demasiado a la de El tercer hombre, hay una escena final en la torre de la iglesia de San Pedro -cuyo contenido y protagonistas no voy a desvelar- que hemos visto en las pantallas en numerosas ocasiones y que parece pensada para la más que probable traslación cinematográfica de la obra… (Una obra, dicho sea entre paréntesis, que va a tener continuación. He aquí su último párrafo: el excomisario Siegfried Sauer comprendió que su destino estaba decidido, a esas alturas, pero no realizado. Un día regresaría). 

Por otro lado, y pese a que todos los acontecimientos narrados se corresponden con sucesos realmente ocurridos, el modo en que en la novela se introducen los constantes giros de guion es un poco forzado, hasta el punto de hacer dudosa la verosimilitud de la historia. Hay, podríamos decir, demasiadas “trampas”: la investigación avanza y alcanza sus logros sobre la base, muchas veces, de percepciones inexplicadas sin fundamento racional, de intuiciones algo etéreas de los detectives, sospechas basadas en imperceptibles cambios en el entorno que un nebuloso sexto sentido de los protagonistas acaba por detectar, coincidencias improbables. Aunque es sabido que, como sostiene el conocido aserto de Coleridge, cuando entramos en una obra de ficción los lectores procedemos, momentáneamente, a una voluntaria suspensión de la incredulidad, el peso de estos recursos imprecisos y difusos en la novela de Massimi hace imposible, en más de una ocasión, mantener la credibilidad. 

En fin, interesante novela, pese a todo, que os recomiendo vivamente, y cuya reseña despido ahora con un complemento musical. Se mencionan en el libro distintas piezas de música clásica: La viuda alegre, la opereta de Franz Lehár, que sabemos que cantaba Geli; el Claro de luna de Beethoven o el Capricho nº 1 de Paganini, que suenan en momentos importantes de la narración. He elegido, no obstante, la difícil Sonata nº 2 de Rajmáninov, de, al parecer, complicada ejecución, que toca -sin mucho éxito- Sauer en diferentes situaciones, algunas muy relevantes, de la historia. Aquí aparece en la interpretación de Vladimir Horowitz.   


Tan recargado estaba el despacho de Göring con muebles objetos y obras de arte, como desnudo, esencial, se hallaba el de Joseph Goebbels: las paredes blancas sin el menor rastro de decoración, el techo carente de los estucos que colmaban el resto de la Braunes Haus, el suelo en madera clara en absoluto interrumpido por la presencia de alfombras. Solo, en el centro exacto de la estancia, cortado en dos por la luz ardiente de la tarde, campaba un gran escritorio de cristal carente de esquinas y completamente despejado, salvo por una carpeta negra y un portaplumas de metal del que sobresalían cinco lápices bien afilados. Detrás del escritorio, una butaca con el respaldo alto, pero de aspecto no demasiado confortable; enfrente, dos frías sillas de metal en las que sería imposible mantenerse durante más de un cuarto de hora.

  
Videoconferencia
Fabiano Massimi. El ángel de Munich

miércoles, 9 de diciembre de 2020

ARTHUR CONAN DOYLE. TODO SHERLOCK HOLMES
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde los estudios de Radio Universidad os saluda Alberto San Segundo que como todos los miércoles os ofrece una siempre interesante sugerencia de lectura. Esta tarde, al igual que ocurrió hace un mes con Benito Pérez Galdós, al que no quería dejar de recordar aquí en estas semanas finales del año de su centenario, voy a reparar, con unos meses de demora, otro retraso, también justificado, una celebración que hubiera debido tener lugar a principios de verano y que a causa de la irrupción del coronavirus quedó forzosamente truncada. 

El 7 de julio pasado se cumplieron los noventa años de la muerte de Arthur Conan Doyle, sir Arthur Conan Doyle, el escritor británico padre de Sherlock Holmes. Y aunque los cuatro meses transcurridos desde entonces pueden diluir un poco el homenaje, he decidido no cerrar el año sin llevarlo a cabo. Para ello os traigo un libro magnífico, una obra monumental que recoge los nueve libros que forman lo que los seguidores e investigadores de la obra “holmesiana” denominan Sacred Writers, los Escritos Sagrados, el completo corpus de los cuentos y novelas escritos por Doyle, en lo que constituye el íntegro Canon holmesiano. El inmenso y casi inabarcable volumen, de exactamente mil seiscientas sesenta y una páginas, se presentó en un ya lejano 2003, en la Bibliotheca AVREA de la ejemplar editorial Cátedra. 

La edición, espléndida, incluye así, en una gozosa y tentadora propuesta, sesenta aventuras de Sherlock Holmes, todas las escritas por Conan Doyle, reunidas en los libros Estudio en escarlata, la novela de 1887; El signo de los cuatro, también novela, de tres años después; la colección de relatos Las aventuras de Sherlock Holmes, de 1892; Las memorias de Sherlock Holmes, asimismo una colección de relatos, que vio la luz en 1894; otra bien conocida y genial novela, El sabueso de los Baskerville, de 1902; una nueva compilación de cuentos, El regreso de Sherlock Holmes, aparecida en 1905; una novela más, El valle del terror, la cuarta y última con el detective consultor más famoso de la historia como protagonista, publicada una década más tarde; y los dos postreros repertorios de relatos, El último saludo de Sherlock Holmes, de 1917, y El archivo de Sherlock Holmes, de 1927. Las traducciones, algunas con muchos años a sus espaldas, son de Julio Gómez de la Serna, hermano de Ramón (Estudio en escarlata), Ramiro Sánchez (El sabueso de los Baskerville), María Engracia Pujals (Las memorias de Sherlock Holmes) y Juan Manuel Ibeas, responsable de la traslación a nuestro idioma del resto de los títulos. 

El libro -al que solo puede ponérsele una objeción, menor, la de su desmesurado aunque inevitable peso, que a veces incomoda la lectura, por lo demás suculenta- cuenta con una instructiva introducción, abundantes notas, sustanciosos apéndices e indispensables índices de Jesús Urceloy, que ocupan ciento cincuenta enjundiosas páginas. El conocimiento que tiene Urceloy del universo de Holmes es portentoso, con decenas de ejemplos significativos de su exhaustiva indagación y su, en consecuencia, insuperable conocimiento de los relatos y de sus protagonistas. Sirva un único ejemplo: en El hombre del labio retorcido se “permite” rectificar los recuerdos de Watson, que cree que su esposa en esa época era Mary Morstan, su segunda mujer, cuando en realidad, como bien “detecta” el sabio y minucioso editor, se trata de Constance Adams, la primera. 

Partiendo de ese ilimitado conocimiento de la obra de Conan Doyle, Urceloy, profesor, poeta y editor, ofrece al lector en su breve estudio preliminar una serie de “datos ejemplares” sobre la peripecia editorial de los libros del detective, con detalles sobre las distintas ediciones en las que vieron la luz, a ambos lados del Atlántico, sus andanzas. Hay, además, como es obvio, una presentación “formal” del libro, en la que se adelanta su estructura y se expone el singular criterio organizativo que lo guía, pues los relatos aparecen no conforme dictaría el orden convencional, siguiendo la fecha de su publicación, sino ateniéndose a una pauta cronológica vinculada a la edad que en su transcurso tiene el personaje, una esquema que nos permite conocer a Sherlock Holmes en su primera aventura real como estudiante en Oxford y en otros casos resueltos en juventud, seguir después sus pasos cuando ya es un investigador consolidado en Londres, mantenernos a su lado en su plena madurez hasta la jubilación y asistir -siempre entusiasmados y siempre perplejos, en una doble emoción que acompañará al lector de continuo sea cual sea el cuento que tenga entre sus manos- a los lances en los que se involucra cuando ya es un ocioso adulto dedicado a la cría de abejas en Sussex. En expresivo resumen de Urceloy: Cuarenta y un años en total: 7 como «amateur», 23 como profesional y 11 como emérito

En esta sección introductoria se incluyen la reflexión sobre la identidad del narrador de los cuentos -Watson en cincuenta y seis casos, el propio Holmes en dos y otros dos que admiten discusión-, también los libros en los que se ha basado la edición, entre los que se recoge una sucinta mención a las “otras” aventuras -recreaciones, pastiches, homenajes, parodias, continuaciones- centradas en la muy original creación de Conan Doyle, y unos también cortos listados de las ediciones en español -y una en inglés- de los relatos de Holmes, así como de otros libros sobre el autor y su obra (entre ellos, uno de Javier Marías, al que Urceloy aprovecha para lanzar una “andanada” no especialmente benévola). 

Del mismo modo, y aún en el prólogo, se nos ofrecen las biografías -como es natural, resumidas, aunque abundantes en detalles y muy esclarecedoras- del escritor y de sus personajes: el propio Sherlock Holmes; el inevitable y fundamental Watson; Mycroft Holmes, uno de los dos hermanos de Sherlock, “autor”, al parecer, de una de sus aventuras, la última; James Moriarty, el “Napoleón del mal”, enemigo “natural” del detective, que se menciona y describe en El valle del terror, una novela memorable, y aflora, de un modo u otro, en varios relatos más, con la culminación de su muerte -y la de Holmes; esta no definitiva- en El problema final; la señora Hudson, vieja ama de llaves del investigador; y otros personajes más o menos relevantes en las tramas, entre los que merece una especial atención la muy inteligente y bellísima Irene Adler, quizá el gran amor del muy misógino personaje. Hay, por fin, atinados comentarios sobre la personalidad de nuestro inefable héroe, y se adelantan también algunos rasgos generales -a los que después me referiré- de las técnicas narrativas, los temas y los “motivos” recurrentes en los muchos episodios que recoge el libro. 

Tras el “cuerpo” principal del volumen, las mil quinientas páginas de apretada letra que recogen los sesenta relatos de Holmes, el aparato crítico, deslumbrante -aunque en palabras del editor la intención que lo mueve no es la del erudito sino la del apasionado lector que se dirige a un semejante en las mismas circunstancias-, se completa con la relación exhaustiva de las aventuras protagonizadas por el detective, no solo las sesenta “reales” sino también otras muchas -más de cien- referidas incidentalmente, casi siempre por Watson, en el curso de los distintos episodios efectivamente referidos; hay además una sección de comentarios a los textos narrados, en los que se analizan pormenorizadamente, con profusión de datos, anécdotas e interesantes informaciones complementarias, cada uno de los sesenta cuentos, aclarando puntos oscuros, subrayando determinados pasajes, puntualizando ciertos aspectos y enriqueciendo por tanto su lectura, que se abre así a nuevos hilos. En consecuencia, resulta altamente recomendable -y ese es mi consejo- consultar estas anotaciones tras la lectura de cada relato. 

Hay todavía otros apartados finales que incluyen curiosidades varias -entre otras, si Holmes llega o no a decir alguna vez el manido “elemental, querido Watson”, o las referidas a la presencia del personaje en el cine y las series televisivas (aunque recuérdese que el libro es de 2003, antes, claro está, de las numerosas recreaciones de la última década)-, estadísticas sorprendentes (como la que, computando la cronología de los casos, permite a Urceloy deducir que Holmes, si hubiera trabajado al ritmo de una jornada laboral normal, habría resuelto los sesenta “misterios” en menos de un año, trescientos cuarenta y siete días, exactamente), tres poemas relativos al universo holmesiano, los dos únicos prólogos -uno de Watson, otro de Conan Doyle- a los volúmenes originales de la serie, y, para terminar, un desbordante elenco, ordenado alfabéticamente y comentado con apreciable humor, de todos los personajes -incluyendo muchos perros, algún caballo y hasta una mangosta- aparecidos en los relatos. 

¿Qué tenía Sherlock Holmes tan atractivo? ¿A qué se debe una fama tan desmedida (o justa), entonces y ahora? ¿Qué hace este personaje, qué aporta, qué le define? ¿Qué le es tan particular? Y es que el rotundo encantamiento que suscitan los libros de Sherlock Holmes entre distintas generaciones en el mundo entero se debe, casi por entero, a la seducción que provoca su figura. Y así, intentar responder a estas pertinentes preguntas, planteadas por el editor al comienzo de su comentario inaugural, constituye uno de los alicientes de la lectura demorada de las aventuras del singularísimo detective. Urceloy apunta algunas respuestas, que se complementan con lo que podemos encontrar en los relatos. Se trata, por un lado, de una ficción literaria de la que su creador ha conseguido mostrarnos su profunda humanidad: su peculiar aspecto, sus vicios y virtudes, sus éxitos y fracasos, su manera de comportarse con sus antagonistas. Los claroscuros que en todos comparecen se muestran también en su contradictoria personalidad. Es suficiente y egocéntrico, admirable por su intuición y su privilegiada capacidad de observación, pero a la vez exasperante y aborrecible por su petulancia y su engreimiento, su egolatría (en Los hacendados de Reigate no le bastará con resolver el caso sino que afirmará, con insufrible fatuidad, que a su esclarecimiento ha llegado no por uno, sino por ¡¡veintitrés caminos!!, todos igualmente válidos, aunque de ninguno de ellos dará cuenta a su interlocutor). El lector puede identificarse con sus debilidades, con su abandono y su pereza temporales, con su hastío vital, con su aburrimiento existencial y con su consiguiente entrega a la pasiva placidez de la droga (es bien conocida, pues forma parte del consabido “arquetipo holmesiano”, su afición a la cocaína) y simultáneamente, sentirse desbordado por la brillante efervescencia de un cerebro casi sobrehumano. Sentimos rechazo ante su misoginia, ante su desprecio del mundo, ante su insensibilidad, ante su fría e insoportable racionalidad, ante su incapacidad de amar, ante su incomprensión del sentimiento, pero, a continuación, nos conmueve una suerte de fragilidad que lo envuelve, el delicado temblor que lo acomete ante la belleza femenina, su constante opción vital por el débil. Nos aleja de él su portentosa inteligencia, pero nos lo acercan sus errores, su temor a equivocarse, a no llegar a resolver un caso, a no poder ayudar a una víctima indefensa. Es también honesto e íntegro, un caballero a quien repele la mentira y el engaño; es capaz de abandonar un caso si nota que su cliente no le dice toda la verdad, aunque se trate del mismo Primer Ministro británico, como en La aventura de la segunda mancha

Se trata, en definitiva, de un individuo ciertamente peculiar. Watson, que lo admira, que lo idolatra, que se asombra de continuo por la agudeza de sus deducciones, por la perfección de su razonamiento y por la inusitada solvencia de su brillante método deductivo, del que luego me ocuparé (No existía para mí mayor placer que seguir a Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le planteaban), es también capaz de ver en él sus carencias. Porque Holmes es un misántropo (—¿No me ha oído nunca hablar de Víctor Trevor? —preguntó—. Fue el único amigo que hice durante mis dos años en la Universidad. Nunca fui un tipo muy sociable, Watson; siempre preferí encerrarme en mi habitación e ingeniarme mis propios métodos de pensar, de modo que nunca frecuenté demasiado a los jóvenes de mi curso), muy poco sociable (odiaba cualquier forma de vida social con toda la fuerza de su alma bohemia), e inconcebiblemente desordenado, dada la férrea razón por la que se rige en la averiguación de los casos en que se involucra, como se puede apreciar en esta larga observación de su amigo: 

Una anomalía en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes que siempre me sorprendió era que, a pesar de que en su razonamiento se mostraba el más preciso y metódico de los mortales y vestía con cierto remilgo, en cuanto a sus hábitos personales era uno de los hombres más desordenados del mundo, capaz de volver loco a cualquiera que compartiera con él su casa. [Es] una persona que guarda los puros en el cubo del carbón, el tabaco en las babuchas persas y clava la correspondencia sin contestar con un cuchillo en la repisa de madera de la chimenea. […] Pero mi mayor cruz la constituían sus papeles. Le horrorizaba destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con casos pasados y, sin embargo, raro era que encontrara la suficiente energía como para ponerse a ordenarlos más de una vez cada dos años, pues, como ya he mencionado anteriormente en estas desordenadas crónicas, a los ataques de tremenda energía durante los que realizaba las asombrosas hazañas a las que va vinculado su nombre, seguían periodos de letargo durante los cuales se entretenía con sus libros y su violín, casi inmóvil salvo para ir del sofá a la mesa. Así, mes tras mes, sus papeles se iban amontonando, hasta que cada esquina de la habitación estaba abarrotada de haces de manuscritos, que en modo alguno se podían quemar y que nadie salvo su dueño podía guardar). 

El fiel Watson conoce bien las limitaciones de su compañero. Le sorprende su casi inhumana racionalidad (Holmes es un poco excesivamente científico. Casi toca en la insensibilidad) y lo desconcierta su casi total ausencia de emociones (Jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador, excelentes para levantar el velo que cubre los motivos y los actos de la gente. Pero para un razonador experto, admitir tales intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a introducir un factor de distracción capaz de sembrar de dudas todos los resultados de su mente. Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión o la rotura de una de sus potentes lupas). Le causan perplejidad sus bruscos cambios de humor, que oscilan, ya se ha dicho, entre la desatada hiperactividad y la desidia (Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tiempo en tiempo se apoderaba de él una reacción, y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. Durante tales momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizá yo habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente), entre la reclusión en los legendarios aposentos del 221-B de Baker Street, con la enervante lasitud inducida por la droga, y la frenética acción en la vida mundana, alternando una semana de cocaína con otra de ambición, entre la modorra de la droga y la fiera energía de su intensa personalidad. Por otro lado, sus estrambóticas costumbres domésticas -la música a deshoras, los malolientes experimentos científicos, sus ocasionales prácticas de revólver dentro de casa, las constantes visitas de hordas de individuos extraños y muy a menudo indeseables-, toleradas por la paciente casera, la señora Hudson, no dejan de asombrarle. 

Le resultan extrañas sus carencias intelectuales (Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos), sus enormes lagunas culturales (En cierta ocasión en que yo hice una cita de Thomas Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario el que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno), su inconstancia (Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes que asombrarían a sus profesores), su condición de “urbanita” recalcitrante y su desdén hacia la naturaleza (El saber apreciar la naturaleza no se encontraba entre sus innumerables facultades). Con un fino humor que es uno de los rasgos más destacados de la serie holmesiana, Watson presenta este desprejuiciado “currículum” de los algo desconcertantes saberes de su amigo, en lo que constituye un completo retrato de su atípica personalidad: 

Literatura… Cero. 
Filosofía… Cero. 
Astronomía… Cero. 
Política… Ligeros. 
Botánica… Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico. 
Geología… Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un golpe de vista la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado. 
Química… Exactos, pero no sistemáticos. 
Anatomía… Profundos. 
Literatura sensacionalista Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo. 
Toca el violín. 
Experto boxeador y esgrimidor de palo y espada. 
Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra. 

No obstante, más allá de todas estas “rarezas” que lo definen, atractivas porque configuran un personaje único e irrepetible, el elemento más significativo del Sherlock Holmes, el que lo ha hecho pasar a la historia convertido en arquetipo, es el extraordinario método con el que resuelve los casos, el talento, el ingenio, la sutileza, la habilidad para captar los matices, la perspicacia, la capacidad de inferir, la celeridad de sus razonamientos, el fulgor de una mente superior. Un modus operandi asombroso y admirable, aunque apabullante y capaz de despertar la irritación del lector, que si no interpreta la muy aguda lógica de Holmes con humor puede acabar enojado con la algo altanera exhibición de meticulosa lógica y con la seguridad rayana en la impertinencia del notablemente vanidoso personaje. Permitid que os ofrezca un largo fragmento en el que se muestra, de manera notoria, esta condición, simultáneamente atrayente y exasperante, de la descomunal sagacidad, la desmedida lucidez de juicio y el inmenso talento deductivo de la ya legendaria creación de Conan Doyle. La voz que narra es, como de costumbre, la de Watson: 

No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar palabra, pero con una mirada cariñosa, me indicó una butaca, me arrojó su caja de cigarros, y señaló una botella de licor y un sifón que había en la esquina. Luego se plantó delante del fuego y me miró de aquella manera suya tan ensimismada. 
—El matrimonio le sienta bien —comentó—. Yo diría, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi. 
—Siete —respondí. 
—La verdad, yo diría que algo más. Solo un poquito más, me parece a mí, Watson. Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me dijo que se proponía volver a su profesión. 
—Entonces, ¿cómo lo sabe? 
—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco sufrió usted un remojón y que tiene una sirvienta de lo más torpe y descuidada? 
—Mi querido Holmes —dije—, esto es demasiado. No me cabe duda de que si hubiera vivido usted hace unos siglos le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por el campo y volví a casa hecho una sopa; pero, dado que me he cambiado de ropa, no logro imaginarme cómo ha podido adivinarlo. Y respecto a Mary Jane, es incorregible y mi mujer la ha despedido; pero tampoco me explico cómo lo ha averiguado. 
Se rió para sus adentros y se frotó las largas y nerviosas manos. 
—Es lo más sencillo del mundo —dijo—. Mis ojos me dicen que en la parte interior de su zapato izquierdo, donde da la luz de la chimenea, la suela está rayada con seis marcas casi paralelas. Evidentemente, las ha producido alguien que ha raspado sin ningún cuidado los bordes de la suela para desprender el barro adherido. Así que ya ve: de ahí mi doble deducción de que ha salido usted con mal tiempo y de que posee un ejemplar particularmente maligno y rompebotas de fregona londinense. En cuanto a su actividad profesional, si un caballero penetra en mi habitación apestando a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el dedo índice derecho, y con un bulto en el costado de su sombrero de copa, que indica dónde lleva escondido el estetoscopio, tendría que ser completamente idiota para no identificarlo como un miembro activo de la profesión médica. 

En los relatos que narran las aventuras de su amigo, Watson no puede dejar de recoger no solo las manifestaciones de esta prodigiosa inteligencia de Holmes, sino que son muchos también los incisos en los que ofrece al lector las claves, la fundamentación teórica, de sus rápidos y muy sagaces procesos mentales. Así, el detective postula la importancia de razonar hacia atrás, obrando al contrario del común de los mortales, capaces -más o menos- de deducir consecuencias de unos hechos, pero no, como hace nuestro ínclito personaje -en un modo de proceder “marca de la casa”- de extraer de un resultado sus antecedentes. Igualmente, defiende el investigador la necesidad de concentración, por lo que, cuando está resolviendo un caso, no admite distracciones que le alejen de su objetivo. De la misma manera, otro de los secretos de su éxito en el esclarecimiento de los hechos reside en la fría objetividad de su cerebro, alejado de apriorismos e ideas preconcebidas (Yo, sin embargo, tengo a gala no ir con prejuicios nunca y seguir con docilidad el camino que me marcan los hechos, declara). En la rigurosa atención a los detalles y la aguda capacidad de observación (El mundo está lleno de cosas evidentes que nadie observa ni por casualidad, afirmará, petulante, en El sabueso de los Baskerville) reside también gran parte de su estupefaciente habilidad para desentrañar la clave oculta de un misterio: Usted ve, pero no observa, recrimina a su compañero, para añadir: yo no solo he visto, sino que he observado. Así, a Holmes jamás se le escapa un detalle, por nimio que sea, y en él, muchas veces, encuentra la solución al enigma planteado (Por supuesto, se trata tan solo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales). 

En el segundo capítulo de la primera parte de Estudio en escarlata, titulado La ciencia de la deducción, se incluye un resumen paradigmático del método deductivo del Holmes. Estudio en escarlata, uno de los relatos más populares del personaje, no es la primera aventura que protagoniza Sherlock Holmes, ni constituye tampoco el debut profesional del detective. Sí es, en cambio, la que inaugura la colaboración de Sherlock y el doctor Watson y también la primera que Arthur Conan Doyle dio a la prensa, por lo que Urceloy la elige para abrir la serie de relatos. En el mencionado capítulo Watson lee en una revista un artículo que pondera las virtudes del razonamiento lógico hasta un extremo de tan aparente desmesura que el bueno del doctor no puede sino exclamar: ¡Qué indecible charlatanería!, y también: En mi vida he leído tanta tontería. Obviamente, confrontada su opinión con Holmes, este confesará ser el autor del escrito. Os dejo ahora el fragmento incluido en el texto periodístico, un compendio, como he señalado, del arte “adivinatoria” del detective: 

Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de lanzarse a ciertos aspectos morales y mentales de esta materia que representan las mayores dificultades, debe el investigador empezar por dominar problemas más elementales. Empiece, siempre que es presentado a otro ser mortal, por aprender a leer de una sola ojeada cuál es el oficio o profesión a que pertenece. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que aguza las facultades de observación y que enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo que hay que buscar. La profesión de una persona puede revelársenos con claridad ya por las uñas de los dedos de sus manos, ya por la manga de su chaqueta, ya por su calzado, ya por las rodilleras de sus pantalones, ya por las callosidades de sus dedos índice y pulgar, ya por su expresión o por los puños de su camisa. Resulta inconcebible que todas esas cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente. 

Por otro lado, y con este último apunte cierro ya mi reseña, la formidable capacidad intelectual de Sherlock Holmes corre pareja a otro talento menos cerebral y más físico: es un genio del disfraz. En bastantes aventuras sorprenderá con distintas magníficas caracterizaciones a Watson, perplejo ante la proteica habilidad de su colega. Como único y excepcional ejemplo menciono aquí La aventura del detective moribundo, en donde el talento actoral de Holmes brilla con un fulgor inenarrable. 

No hay tiempo ya, pues, para más; no puedo apenas mencionar la memorable figura de Watson, entregado narrador y contrapunto estupefacto de las aventuras de Holmes; la del entusiasta inspector Lestrade, que fracasa estrepitosamente, una y otra vez, en sus apresuradas -y a la postre erróneas, como desvelará nuestro detective- resoluciones de los casos; la del doctor James Moriarty el enemigo implacable de Sherlock Holmes, que lo acompañará en el momento de su muerte, aunque Holmes, como sabe cualquier buen aficionado, “resucitará”; la de la muy bella y aún más inteligente Irene Adler, “la mujer”; y tantos otros personajes inolvidables. 

No puedo tampoco daros cuenta brevemente de algunas de las muchas extraordinarias historias que se incluyen en esta inagotable maravilla que es Todo Sherlock Holmes, el libro que hoy os he presentado. Espero que os decidáis a leerlo, os aseguro horas, días, semanas, de inigualables placeres. Os dejo ya, como correlato musical al legendario personaje, con uno de los temas que interpreta el propio Holmes. En La piedra de Mazarino, el detective le dice a uno de sus clientes: Mire, conde Sylvius: soy un hombre muy ocupado y no puedo perder el tiempo. Voy a entrar en ese dormitorio. Durante mi ausencia, les ruego que se consideren como en su propia casa. Puede usted explicarle a su amigo cómo están las cosas sin que les cohíba mi presencia. Yo estaré tocando la barcarola de Hoffmann con el violín. Dentro de cinco minutos volveré para escuchar su respuesta definitiva. Es precisamente esa pieza, Barcarolle, conocida también como Belle nuit o Nuit d'amour, extraída de la última ópera de Jacques Offenbach, Los cuentos de Hoffmann, la que servirá como despedida al programa. Aquí sonará en la interpretación de Brendan Joyce, al violín, y Jennifer Wakeling, al piano. 


Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas; tan prácticas, que de ellas dependen el pan y el queso que como. 

—¿Cómo así? —pregunté involuntariamente. 

—Pues porque tengo una profesión propia mía. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective consultor, y usted verá si entiende lo que significa. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal. Existe entre los hechos delictivos un vivo parecido de familia, y si usted se sabe al dedillo y en detalle un millar de casos, pocas veces deja usted de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, y en un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que lo trajo aquí. 

—¿Y los demás visitantes? 

—A la mayoría de ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo. Yo escucho lo que ellos me cuentan, ellos escuchan los comentarios que yo les hago y, acto seguido, les cobro mis honorarios. 

—De modo que, según eso —le dije—, usted es capaz, sin salir de su habitación, de hacer luz en líos que otros son incapaces de explicarse, a pesar de que han visto los detalles todos por sí mismos. 

—Así es. Poseo una especie de intuición en ese sentido. De cuando en cuando se presenta un caso de alguna mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo que moverme para ver las cosas con mis propios ojos. La verdad es que poseo una cantidad de conocimientos especiales que aplico al problema en cuestión, lo que facilita de un modo asombroso las cosas. Las reglas para la deducción, que expongo en ese artículo que despertó sus burlas, me resultan de un valor inapreciable en mi labor práctica. La facultad de observar constituye en mí una segunda naturaleza. Usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido usted de Afganistán. 

—Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna. 

—¡De ninguna manera! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rápido en mi cerebro, que llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: «He aquí a un caballero que responde al tipo del hombre de Medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada… ¿En qué país tropical ha podido un médico del Ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán». Toda esa trabazón de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado.

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Arthur Conan Doyle. Todo Sherlock Holmes

miércoles, 2 de diciembre de 2020

EDU GALÁN. EL SÍNDROME WOODY ALLEN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hace siete días os hablaba aquí de A propósito de nada, la interesante, polémica y muy vendida autobiografía de Woody Allen. Entonces apuntaba que el libro, en el que el genial cineasta neoyorquino repasaba su vida siguiendo -salvo en unos capítulos iniciales centrados en su infancia y primera juventud- el hilo conductor de sus películas, se detenía, a mi juicio en exceso, en la fase más controvertida y problemática de su existencia, la que se abrió cuando, a partir de un presunto abuso sexual sobre su hija adoptiva Dylan, perpetrado supuestamente el 4 de agosto de 1992, Mia Farrow, madre de la niña y entonces en trámites de separación de Allen, que había empezado una relación Soon-Yi, otra hija adoptiva de Mia, comenzó un largo proceso cuyas repercusiones llegan hasta la actualidad, casi treinta años después. Más allá de la indudable y triste afectación en la existencia de los implicados, en su vida sentimental y personal, las consecuencias de los lamentables hechos se despliegan en múltiples dimensiones -judicial, económica, profesional, social, cultural y hasta ideológica o política- que por lo “morboso” del asunto y la indiscutible popularidad de los protagonistas han trascendido la dolorosa anécdota y han llegado a los medios de comunicación, dando lugar a un encendido debate no solo en la opinión pública sino incluso entre expertos y profesionales diversos: psicólogos, profesores, sociólogos y, claro está, actores y directores de cine, escritores y críticos. 

En este contexto se inscribe el libro del que hoy quiero hablaros, El síndrome Woody Allen, un interesante texto misceláneo, a caballo del reportaje periodístico y el análisis ensayístico, escrito por el psicólogo y crítico cultural Edu Galán y publicado en septiembre de este año por la editorial Debate con el muy esclarecedor subtítulo de Por qué Woody Allen ha pasado de ser inocente a culpable en diez años

Cuenta Galán en su prólogo las circunstancias que desencadenaron la escritura del libro. En diciembre de 2008 él mismo y el profesor Juan Pastor propusieron a la Facultad de Psicología de la Universidad de Oviedo un curso de una semana de duración acerca de la relación de Woody Allen con la psicología, muy notoria más allá de la ostensible neurosis del habitual protagonista principal de sus distintas películas o de la presencia recurrente del psicoanálisis en su extensa filmografía. Con participación de psicólogos, críticos de cine y filósofos que, tras la proyección de alguna de sus películas, daban una charla sobre ella, el curso registró una asistencia multitudinaria de público, que desbordó las aulas previstas para el evento. No hubo entonces, constata desde el presente el autor, ni una sola protesta, ni queja o incidente alguno en relación con la disputa judicial entre Allen y Farrow, ni mención a las acusaciones de pederastia que casi dos décadas antes se habían vertido sobre el director, ni, mucho menos, comentarios de ningún tipo sobre la relación, ciertamente inusual, entre Woody y Soon-Yi. El curso se desarrolló, sin interrupciones, en un plano meramente académico, y los en él registrados manifestaron un genuino interés “intelectual” por las cuestiones tratadas. El éxito de la experiencia llevo a sus promotores a repetir la convocatoria un año más tarde, en diciembre de 2009. 

La introducción del libro salta entonces a febrero de 2014. Apenas cinco años después, la estatua de Woody Allen en las calles de Oviedo aparece con una bolsa de basura cubriendo su cabeza y, en la espalda, una pegatina: Fuera pederastas de nuestra ciudad. A partir de esa fecha se suceden las manifestaciones, protestas y actos en contra del director, que culminan en una manifestación, en noviembre de 2017, de la Plataforma Feminista de Asturias en la que, a su término, se cuelga en la estatua mencionada un cartel con la leyenda: Tu esposa te acusó de haber abusado de tu hija. Nadie la creyó. Mentirosa, interesada, vengativa, le gritaron. Nadie las creyó y nadie las ayudó

En ese breve arco temporal, y en el aparentemente inexplicable cambio radical de criterio de la opinión pública entre un momento y otro, se centra El síndrome Woody Allen, un intento, argumentado y racional, lúcido, documentado y muy sensato, de comprender qué ocurrió entre una y otra fecha, cuáles son las causas de que el criterio de los intelectuales, la toma de postura de las élites culturales, el sentir de los artistas, las tendencias ideológicas dominantes y hasta la percepción de gran parte de los ciudadanos (simbolizado todo ello en la valoración unánime del curso de 2008 y la repulsa furibunda de las manifestaciones recientes) haya experimentado un giro radical sobre un asunto que, en su núcleo esencial, en los hechos reales que lo desencadenan, no ha registrado ninguna novedad de relieve a lo largo de esa década. 

La posición del descreído autor (que afirma de su estudio: por qué creo que no sirve para nada) es inequívoca desde el comienzo. El síndrome Woody Allen pretende ser, señala Galán todavía en el preámbulo, una reivindicación de la duda y el pensamiento crítico en un mundo donde se valora la emocionalidad, la certeza absoluta —a ser posible, dicha con gran convicción—, la polarización maniquea y eso de «todas las opiniones son respetables» o, en su versión más ligera, «todas las opiniones valen lo mismo». Y casi a su término, de un modo aún más combativo, declara: Frente a los prejuicios y la gravedad moral percibida del delito («¡pederastia!»), uno de los objetivos de este libro es darle valor a la presunción de inocencia y señalar los rumores y la desinformación, amplificados por el clickbait y las redes sociales, como principales peligros para la democracia occidental y base de fenómenos como el auge de los populismos o la pervivencia de las pseudociencias

Como se intuye, y como se corrobora de modo fehaciente tras la lectura del libro, Woody Allen es, en cierto modo, tan solo una excusa, bien que poderosa, para presentar un conjunto de reflexiones, surgidas desde disciplinas teóricas muy distintas -psicología, sociología, teorías de la comunicación, ciencias sociales- pero sin ninguna pretensión académica (Este no es un libro académico. Se me parece más a un texto-collage para conseguir que se entiendan los síntomas que inciden en el problema que se plantea en el subtítulo), sobre una serie de fenómenos de crucial importancia en la vida de nuestras sociedades: la hipercorrección política; el artificioso lenguaje inclusivo; la “emocionalización” de la realidad y la continua y delirante apelación a los sentimientos; la “cultura de la cancelación”; la afanosa búsqueda de culpables de cualquier acto “dudoso” por trivial o remoto en el tiempo que aparezca; la victimización de la sociedad y la proliferación en ella de “ofendiditos”; el recurso ciego a las reduccionistas calificaciones apriorísticas (heteropatriarcal, micromachista, fascista, etc.); su corolario natural en el terreno de los hechos (boicots, escraches, derribo de estatuas); las persecuciones y cazas de brujas; los linchamientos simbólicos y el uso de los argumentos ad hominen; el declive de la presunción de inocencia; la “conspiranoia” generalizada; los claroscuros de la libertad de expresión; la infantilización social y en particular la de la universidad, proteccionista y cobarde; el auge de los populismos; el refugio ideológico en las visiones identitarias, endogámicas y cortas de miras; la inexplicable confluencia de la izquierda y la derecha en ideas y comportamientos antidemocráticos que obedecen a tomas de postura y parámetros de comportamiento regidos por pautas similares; la sustitución de las justas -y arriesgadas- reivindicaciones “reales” por las cómodas luchas simbólicas; el decisivo y deplorable papel de las redes sociales en la conformación de una opinión pública ignorante y acrítica, que se mueve por lemas vacuos; la consecuente proliferación de fake news; la simplista y maniquea lectura de una realidad que se “explica” de modo categórico en posturas extremas, nítidas, de apariencia irrefutable, sin matices, sin análisis, sin pensamiento digno de ese nombre, pues; el destructivo e interesado cuestionamiento actual de los valores que han inspirado nuestras democracias: la prevalencia del Estado de derecho, el imperio de la ley, el respeto al poder judicial, la diferencia sustancial entre hechos y valoraciones, entre información y opinión, la obligatoriedad de la prueba para confirmar las meras aseveraciones personales si se pretende extraer de ellas un criterio objetivo y general, la razón como ultima ratio para dilucidar la validez de un argumento, una propuesta o una idea, la construcción de consensos sobre bases racionales. 

Huye Galán, en su apasionante estudio, de cualquier intento de construir un ensayo estructurado, de plantear tesis incontrovertibles, de proponer certezas o recetas. Por ello, además de recoger -en lo que tiene que ver directamente con el enfrentamiento Allen/Farrow- los argumentos de ambas partes, espiga, en la vertiente más personal de su libro, numerosos enfoques de expertos en ámbitos diversos, recurre a una exposición algo deslavazada y poco convencional que, impregnada de humor (de vez en cuando incluiré algo de humor con tal de disimular mis dudas y carencias y, al mismo tiempo, ahondar en el carácter anárquico de este libro. A mí me divierte más así, espero que a vosotros también), incluye historias intercaladas, reflexiones en “voz alta” sobre la propia redacción del libro, interpelaciones al lector, al que tutea en una suerte de diálogo cercano, conminaciones para que interrumpa la lectura y se airee, lea, se relaje o vaya al cine, emails de amigos, publicidad, mensajes de Facebook, transcripciones de notas tomadas en servilletas de bares, “interludios musicales”, consejos, propuestas de lecturas adicionales, recomendaciones de películas, diagramas, para, en definitiva, plantear un esquema algo inusual para el desarrollo de sus planteamientos. A la construcción de esta fórmula ciertamente poco común contribuyen también los materiales y recursos diversos con los que el autor complementa sus razonamientos, que incluyen una amplia bibliografía que se recoge al término del libro, un dramatis personae inicial que permite conocer quién es quién en los debatidos sucesos del 4 de agosto de 1992 y en sus posteriores repercusiones judiciales y mediáticas, un árbol genealógico que nos ayuda a orientarnos en el enrevesado entramado familiar de los Allen-Farrow, con tantos matrimonios, parejas e hijos, biológicos y adoptados, y un cronograma diseñado por Álvaro Valiño que sirve de guía en el desarrollo temporal del proceso. 

Más allá de toda esta parafernalia adicional, el libro se articula en torno a siete grandes capítulos, cada uno de los cuales se presenta en dos secciones, la A y la B, que mantienen -por separado- un hilo conductor marcado por una pauta común. La sección A de cada capítulo, que el autor denomina relatos periodísticos, incluye las diversas versiones sobre el enconado enfrentamiento Allen-Farrow. Siguiendo un orden más o menos cronológico y encabezados por la rúbrica 4 de agosto de 1992, en estos apartados del libro aparecen la acusación inicial de Mia Farrow a Woody Allen por los supuestos abusos sexuales a la hija adoptiva de ambos, Dylan; la infinidad de “encuentros” judiciales de la pareja; las reclamaciones, también ante los tribunales, por la custodia de su hijo natural, Satchel/Ronan, y los adoptivos, Dylan y Moses; las investigaciones de la policía y de la agencia de bienestar infantil de Nueva York sobre los abusos, que se cerraron con la exculpación del director en 1993; y las opuestas interpretaciones de los hijos, tanto los biológicos como los adoptivos, acerca de los hechos. Con una apabullante exhibición de fuentes documentales, más de cien referencias que integran en su totalidad la referida bibliografía final, el relato que se ofrece en estos epígrafes de cada capítulo se construye sobre una indiscutible y objetiva base real: infinidad de informes, atestados, sentencias, documentos, artículos de prensa, reportajes, declaraciones, archivos judiciales, extractos de sesiones en los juzgados, publicaciones varias de los afectados, intervenciones en programas de televisión, comunicados, tuits, testimonios de psicólogos, cuidadoras, psiquiatras, para apuntalar la premisa sobre la que Galán construirá su libro: toda esta información que se encuentra al alcance de cualquiera en las hemerotecas, debería permitir a quienquiera que se disponga a emitir su opinión sobre el asunto informarse sin problemas de lo que ocurrió en esa familia o de las relaciones entre sus miembros, para, después -y solo después-, sacar sus propias conclusiones. En este sentido, no me resisto a transcribir un fragmento del libro alusivo al informe final sobre el caso, emitido tras las entrevistas a los implicados y las evaluaciones de expertos, psicólogos y trabajadores sociales: 

Un extracto del informe final, fechado el 17 de marzo de 1993 y publicado por el tabloide Radar Online en 2014, concluye que, «según su opinión experta», Dylan no sufrió abuso por parte de Woody Allen. Creen que las afirmaciones de la pequeña en el vídeo grabado por su madre «no se refieren a eventos que le hayan ocurrido el 4 de agosto de 1992». Asimismo, admiten que no son capaces de concluir si los abusos relatados por ella fueron inventados «por una niña emocionalmente vulnerable que estaba atrapada en una familia con problemas y que respondía a las ansiedades en ella» o «si la niña fue influenciada o entrenada por su madre», pero que, de nuevo, en su opinión profesional, «la combinación de las dos hipótesis es lo que mejor explica las acusaciones de Dylan de abusos sexuales». El 18 de marzo Allen y sus abogados revelan a los medios algunas de las conclusiones del informe, pero acuerdan que no se haga pública su transcripción completa para salvaguardar la privacidad de la niña. Los letrados de Mia Farrow se ponen a trabajar para desmontarlo en el juicio. El dictamen de los expertos supone un mazazo para la actriz y su defensa. 

La sección B de cada capítulo se presenta bajo el título común de análisis. Es en estos epígrafes en los que Edu Galán acomete su confesado intento de explicar cuáles son los factores sociales, psicológicos o comunicativos que han contribuido a cambiar radicalmente la imagen de Woody Allen: de genio del cine, admirado internacional e incondicionalmente, a siniestro perpetrador de delitos gravísimos como el abuso sexual, la pederastia o la violación. Y todo ello en menos de una década y sin que, como se ha dicho, haya ninguna novedad en los hechos desde octubre de 1993, en que se cierra el caso y se retiran los cargos contra el cineasta. 

En relación con el “juego” entre los dos ejes del libro, advierte su autor, en un jocoso Interludio de utilidad para el lector, que ya el fabuloso erudito Samuel Johnson mantuvo que ningún hombre en sus cabales ha leído un libro entero desde el principio al final. Es por ello que, prudente, sugiere que los lectores que quieran saber más sobre el caso Allen-Farrow solo se tendrán que leer la parte A del libro, y [a] aquellos ya conocedores de la historia que estén interesados en mi análisis les bastará con la parte B, para cerrar, de nuevo irónico: Vaya mi agradecimiento a cuantos se atrevan con el volumen completo

El completo análisis que constituye la mejor aportación de libro -el de los apartados B de cada capítulo- incluye, como he anticipado, numerosos y muy sugestivos focos de interés. Por mencionar solo alguno de los más relevantes (el ensayo es desbordante en aportaciones y enfoques), destaca, en primer lugar, el de la centralidad de los sentimientos y el inusitado despliegue público de las emociones en nuestra sociedad. Los hechos, las evidencias, la objetividad han perdido todo valor en el debate público. Lo importante es el yo, el singular modo en que uno vive la realidad. Es irrelevante el coche que se anuncia, lo esencial son las sensaciones que “inspira” (¿te gusta conducir?); no se valora el conocimiento, la capacidad o el talento de un profesor, lo decisivo es su empatía; ¡al diablo la valía de un profesional!, solo interesa su imagen, lo que comunica, cómo se “vende”; se enfatiza la reacción airada del hincha que pide la dimisión de un entrenador cuestionado, pero no se indaga en las causas del posible descrédito; no importa el suceso del que se da cuenta, sino la reacción emotiva de quienes lo viven; el resultado que se extrae de los votos depositados en las urnas no es válido si mi percepción lo impugna; la ley se incumple si en mi interpretación aparece como injusta; se ignoran o se desprecian en sí mismas las declaraciones, las posturas políticas, las manifestaciones culturales, incluso los chistes, lo que “realmente” dicen o quieren decir, la única vara de medir su pertinencia es el modo en que yo -un yo agigantado y monstruoso- las recibo, las proceso: yo incómodo, yo intranquilo, yo aburrido, yo irritado, yo escandalizado, yo ofendido; el mundo reducido a un inmenso juego de like/dislike. Y, como consecuencia de ello, se rechaza todo lo que me incomoda, me intranquiliza, me aburre, me irrita, me escandaliza, me ofende. No sorprende, por tanto, subraya Galán, que el tipo de televisión que más se consume en España y en el resto del mundo sea la que se dedica a explotar el sentimentalismo en las diversas versiones de telerrealidad: las emociones de una participante en un reality, las emociones de un anfitrión ante los invitados que han ido a cenar a su casa, las emociones de una pareja cuando sufre su primera cita, las emociones de una madre a la que han asesinado a su niño o las emociones de un padre al que, amablemente, una cadena de televisión ha ayudado a encontrar a su hijo perdido hace años

Siguiendo esa línea delirante e infantil de hiperprotección del yo, se ha instaurado un estado de cosas general en las interacciones sociales que prohíbe “molestar” a cualquiera que se “sienta” (subjetiva e irracionalmente) herido. Amplificadas por las redes sociales, las quejas de los “ofendidos” exigen, imponen el silenciamiento, la “cancelación” de todo aquello que pueda herir la sensibilidad de decenas de grupos cada vez más atomizados: las mujeres, los descendientes de indígenas americanos, los negros, los enanos, los trans, los amantes de los animales, los defensores del medio ambiente, los gordos, los calvos, en una relación interminable que se acrecienta cada día en cuanto alguien -por ejemplo, una artesana textil mexicana o una persona con el síndrome de Asperger o un cantante flamenco- considere una agresión injustificable el que un diseñador de moda italiano use en sus creaciones referencias iconográficas ancestrales del país azteca, o en una obra de teatro el actor que representa un papel de afectado por el síndrome no sea realmente una víctima de la enfermedad, o, en fin, que la catalana Rosalía introduzca en sus éxitos internacionales aires andaluces. 

De esta desquiciada desmesura de la sensibilidad surge como corolario inevitable una sucesión de fenómenos hoy generalizados y de una preocupante implantación social: la ridícula exigencia de una vacua corrección política (¿decir gordos, calvos, enanos, prostitutas, ciegos, negros, minusválidos, viejos?... ¡anatema! He aquí la nueva jerga socialmente exigible, beligerante contra esa nueva plaga del siglo XXI, las microagresiones, el micromachismo, el microrracismo, la microhomofobia, la microgordofobia: invidente, magrebí, subsahariano, trabajadora del sexo, discapacitado, sénior, curvy, etc.); el absurdo del lenguaje inclusivo (los redactores de las convocatorias de oposiciones “temerosos” de usar el término “opositores”, por, supuestamente, excluir a las mujeres, y renuentes a la duplicación constante de las frases, escribiendo “opositores y opositoras” en un texto que, como se puede imaginar, dada la naturaleza de la norma, contiene el vocablo cientos de veces, optan reiteradamente por el inconcebible “personas opositoras”, que provocaría hilaridad si el lector fuera capaz de sustraerse a la ira que provoca tanta estulticia); la consiguiente búsqueda y señalamiento de culpables, presentes y pasados, de cualquier nimia afrenta o agravio existentes solo en la enfermiza susceptibilidad de quien protesta (Un militante vegano llegó a quejarse en internet porque algunos grupos musicales antisistema usan el calificativo “perros” para referirse a la policía. La acusación formulada por el muy “sensible” descerebrado se basaba en que los cantantes incurrían en “especismo”, esto es la discriminación de una especie -en este caso la canina- por miembros de otra, aquí el macho heteropatriarcal antropocéntrico. En fin…); la proliferación -en todos los medios-, de escraches, caza de brujas, argumentos ad hominen, linchamientos -a veces no solo morales-; el clima de una ubicua conspiranoia; el miedo, la censura y su peor derivada, la autocensura; la reducción de los límites de la libertad de expresión; la edulcoración de los aspectos más “conflictivos” de la realidad -¿toque de queda?, de ninguna manera: “restricción de la movilidad nocturna”- para “contentar”, de manera simbólica, superficial, vacía, a la cada vez más manipulada opinión pública; el cuestionamiento -y la desaparición de facto, en muchos ámbitos- de la presunción de inocencia; la inconcebible aceptación y, aún más, la defensa apasionada de aberraciones jurídicas, democráticas, morales e intelectuales tan aviesas y peligrosas como el “Yo sí te creo”. 

El mundo se ha convertido en el escenario del enfrentamiento entre visiones maniqueas, duales, cerradas y rígidas, ya pensadas (siendo benévolos al usar el verbo), apriorísticas, preestablecidas, propiciando un desmesurado crecimiento de populismos simplistas basados en el fanatismo y en la radicalización de posturas en el fondo meramente simbólicas, superficiales que sustituyen, como analiza Galán, la justa defensa de una causa razonable, por la aceptación acrítica e insulsa de una “Causa” de la que solo interesa su valor como signo de distinción, como atributo identitario, como emblema de pertenencia al “lado correcto de la vida”. No hay, ya, pues, matices, pensamiento crítico, análisis riguroso, argumentación sólida, fundamentación racional, todo son lemas inanes, fórmulas estereotipadas que nada significan, mantras estériles sin sentido. 

El capítulo dedicado a la implantación y el florecimiento de este fenómeno en la Universidad es demoledor, y con su comentario cierro ya esta larga reseña, que debe dejar fuera, por desgracia, muchos otros subtemas apasionantes de la sugestiva propuesta de Edu Galán. Y es que esta -por resumir- descabellada infantilización de la vida pública (no hagamos “daño” al ciudadano/niño) es especialmente perceptible en los colegios y universidades. Del espacio abierto para el debate y la discusión, para la reflexión y la conversación inteligente en que consistía la vida universitaria en los años en que el autor planteó y llevó a cabo su curso sobre el cineasta, se ha pasado a una nueva forma autoritaria de entender la universidad (sobre todo en Estados Unidos, pero extendiéndose peligrosamente a España), en la que proliferan las cancelaciones de charlas y conferencias, la supresión “preventiva” de cursos, la reescritura de los hechos históricos y su sustitución por relatos políticamente correctos, la retirada de manifestaciones culturales (¡¡incluso novelas, ficciones!!) que puedan molestar a algún colectivo especialmente “sensible” (las mujeres, los miembros de una determinada religión, una minoría cultural, la comunidad LGTBI, las víctimas del terrorismo, los veganos o, en definitiva, todo aquel que no comparte el punto de vista que pretende defenderse). Recoge Galán una, a mi juicio, muy descriptiva -y muy cierta- reflexión de Caitlin Flanagan, escritora y crítica norteamericana, según la cual la infantilización del universitario, y el estatus hacia el que está evolucionando en el mundo de la educación superior (menos estudiante que consumidor) [lo convierte en] alguien cuyos caprichos y afectos (políticos, sexuales, pseudointelectuales) deben ser constantemente apoyados y defendidos. Para entender este cambio, ayuda pensar en la universidad no como una institución que busca objetivos educativos, sino como el resort con todo incluido en el que se ha convertido en los últimos años. La creación de “espacios seguros” en los campus (lugares -con juegos y mascotas y un clima de “paz”- a los que los estudiantes pueden acudir para no ser perturbados, ni ofendidos ni “traumatizados), los trigger warnings o “avisos de trauma” (indicaciones que los profesores deben hacer a sus alumnos antes del comienzo del curso, acerca de los contenidos potencialmente “perturbadores” de la materia que van a cursar o de los libros que deben leer o de los materiales que tienen que manejar), son dos de las manifestaciones más delirantes de esa tendencia que constato día tras día en mi experiencia como profesor en secundaria y en la universidad, salvadas las singularidades que diferencian ambas sociedades. Como también sostiene Galán, del alumno, ya no se mide lo que aprende, se mide su nivel de satisfacción; ya no se le ayuda, se le hiperprotege; ya no se le escucha ni se le rebate, se le da la razón

En consecuencia, y como ya he indicado, el ámbito académico que, por definición, debiera permitir y potenciar el estudio, el análisis, la crítica, la razón, el debate, la validación “científica” de las propuestas teóricas, el respeto a la sabiduría del experto y a la autoridad intelectual y humana del profesor se ha convertido en una extensión de la deplorable jungla de las redes sociales, en las que la pauta la marcan la opinión sin formar, el análisis superficial, la falta de método, el relativismo («todos somos expertos»), la centralidad del yo y los sentimientos individuales, el debate a distancia y una velocidad ansiosa para emitir un juicio

El síndrome Woody Allen se construye sobre una pregunta de respuesta en apariencia trivial: ¿podría volver a organizar el curso que hicimos, hace ya una década, sobre Woody Allen sin que se produjesen protestas ni boicots, sin que la Universidad de Oviedo reaccionase retirándolo o, más fácil, cancelándolo preventivamente? Edu Galán nos deja su impresión al final del libro: Hoy no me apetece hacer otro curso sobre Woody Allen en la universidad. Para resarcirme he escrito este libro que —ya lo podréis adivinar porque estoy acabando— no tiene nada que ver con Woody Allen. O sí

Por desgracia, la conclusión que el lector extrae al término de la lectura es igualmente demoledora y decepcionante. Merece la pena leerlo con detenimiento para conocer qué está pasando en nuestras sociedades en relación con todos estos asuntos fundamentales para nuestra vida en común, para la profundización, el desarrollo, e incluso, la pervivencia de las democracias liberales. No os lo perdáis. 

En el curso de su análisis, el autor menciona algunos temas musicales. Dos de ellos son especialmente interesantes por su relación con el tema principal del libro. La historia que hay detrás de las dos canciones es algo enrevesada, aunque muy esclarecedora en relación con el núcleo del conflicto Allen/Farrow. La letrista y cantante Dory Previn fue esposa de André Previn, el pianista y compositor de jazz desde 1958 a 1969. En 1968, el músico inició una relación con Mia Farrow, en secreto, durante el rodaje en Londres de Sentencia para un dandy, dirigida por Anthony Mann (en lo que sería la última película del exmarido de Sara Montiel) y protagonizada por Laurence Harvey y la joven actriz de solo veintitrés años. Un año después, Dory, al saber que Mia estaba embarazada de su marido, se divorciaría de él. Previn estaría casado casi diez años con Mia, y, de hecho, ambos son los padres adoptivos de Soon-Yi. 

Dory, muy afectada por los hechos, ingresó en un hospital psiquiátrico afectada por serios problemas mentales que la acompañarían toda su vida. En 1970 publicó el disco On my way to where, con una portada del Nathaniel Oliveira con un rostro de mujer que parece mezclar el de Mia y la propia Dory. Algunos de los temas del álbum aluden claramente a las circunstancias de su separación, y sus letras pueden ser leídas, ahora, cincuenta años después de su publicación, como descriptivos del enfrentamiento entre Woody y Mia. El primero de ellos, Beware of young girls -Cuidado con las chicas jóvenes- resume los sentimientos de la compositora, herida por el engaño, y le son aplicables, en una suerte de extraña justicia poética, a Mia Farrow, con Soon-Yi ocupando su papel de entonces: 

Cuidado con las chicas jóvenes 
Que vienen a la puerta 
Melancólicas y pálidas de veinticuatro 
Traen margaritas con manos delicadas [...] 
Demasiado a menudo quieren llorar en una boda y bailar en una tumba 
Ella era mi amiga, mi amiga 
Mi amiga, la invité a mi casa 
Lo era y pensé que sabía 
Que mi amor era verdadero y nada común 
Miraba mi anillo de boda [...] 
Mi amiga, nos mandaba pequeños regalos de plata 
“Qué extraña y feliz pareja” 
Nos decía inevitablemente mientras miraba 
Nuestra cama sin hacer [...] 
Tenía un plan oscuro y diferente 
Miraba a mi dulce hombre 
Éramos amigas 
Y se lo llevó de mi vida 
Lo hizo, tan joven y vana 
Me trajo el dolor 
Pero soy lo suficientemente lista para decir 
Que le dejará, el día que menos se lo espere 
Cuidado con las chicas jóvenes. 

En ese mismo disco estaba también With my daddy in the attic -Con mi padre en el ático-. Tras el juicio a Woody Allen que siguió a la denuncia de Mia Farrow, Dory declaró -quizá movida por un tardío resentimiento- que estaba segura de que la acusación de abuso de la pequeña Dylan en el ático se basaba en una inconsciente asociación de la, en su opinión, muy taimada Mia. Es esta pieza la que os ofrezco ahora para cerrar esta ya muy larga reseña.

Por más que en su autobiografía se empeñe en repetir que no sabe quién es su público, durante mi época de estudiante de Psicología supongo que Woody Allen se compró una casa, un helicóptero o remodeló su baño para colocar el desagüe en un lado gracias a nosotros, los estudiantes de Psicología. En los noventa el cine de Allen en España no era mayoritario y, al igual que en otros lugares de Europa y Estados Unidos, su público generalmente se componía de humanos —de diferentes edades— con formación universitaria. Como conté al principio, los cursos que organizamos en la Universidad de Oviedo tenían mucho éxito y no era difícil —extraño en un estudiante— encontrarse con gente joven que venía con la lección bien aprendida: cuando llegaba, ya habían visto las películas más famosas de Allen y conocían perfectamente sus temáticas, el personaje que representaba y su filosofía. ¿Cómo no nos íbamos a relamer los psicólogos con sus historias? Psicoanálisis, ambientes urbanos, citas cultas, amor intelectualizado, sexo con conversación posterior, «alta» comedia, dramas bergmanianos, Chéjov en Manhattan... Una luz azul para los mosquitos que estudiábamos Psicometría II. 

Avancemos veinte años. ¿Por qué esos valores liberales —al estilo protestante estadounidense— que veíamos en las películas de Allen parece que se han alejado cada vez más de la universidad? ¿Por qué los valores de independencia y racionalidad promulgados por ella se han convertido, hoy día, en hiperprotección y medicalización? ¿Tiene sentido enlazar la crianza burbuja de los llamados «padres helicóptero» —que sobreprotegen a sus niños y los convierten en dependientes— y extender la etiqueta a la universidad, hoy «universidad helicóptero»? Este proceso se inició, y continúa dándose con mucha fuerza, en Norteamérica, pero los síntomas de que algo similar se está gestando en nuestro país aparecen cada vez más en las noticias, motivados por un profundo cambio en la sociedad y en la conceptualización y financiación de la universidad.

 Videoconferencia
Edu Galán. El síndrome Woody Allen