Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de enero de 2015

HUMPHREY COBB. SENDEROS DE GLORIA
 
Hola, buenas tardes. La semana pasada, en Todos los libros un libro, os anticipaba dos ediciones de nuestro programa dedicadas a sendas novelas sobre la Primera Guerra Mundial que habían sido objeto de su correspondiente traslación al cine. Hace siete días os hablaba de Adiós a las armas, la novela de Ernest Hemingway, y de las dos películas que con el mismo título habían dirigido Frank Borzage, en 1932, y Charles Vidor en 1957. Hoy le toca el turno a Senderos de gloria, un libro excelente escrito por Humphrey Cobb en 1935 y de la homónima obra maestra cinematográfica que realizó en 1957 Stanley Kubrick.
 
Senderos de gloria, siendo, quizá, más ignorada como novela, y su autor, Humphrey Cobb, menos conocido que el Nobel Ernest Hemingway y su muy popular Adiós a las armas, presenta, a mi juicio, valores literarios más destacados y encierra, sin ninguna duda, propuestas “morales” más lúcidas y honestas. El libro, escrito en 1935, no había visto la luz en España hasta, que yo sepa -y así me lo confirma una apresurada búsqueda en el ISBN-, un tardío 2004, pues cuando la obra alcanzó su mayor repercusión mundial -a partir de la película de Kubrick de 1957 de la que luego os hablaré- la dictadura de Franco no era demasiado proclive a la difusión del “peligroso” texto, llegando a prohibir el filme -como hicieron durante muchos años otros gobiernos, incluso algunos democráticos, entre ellos el francés-, el cual no se estrenó en nuestro país hasta... ¡¡1986!! (que fue cuando yo lo vi por vez primera). Ahora, en este 2014 del centenario de la Gran Guerra, la novela reaparece por partida doble, en las ediciones de Capitán Swing (la que yo he leído y que cuenta con un interesante prólogo de David Simon, creador de la serie de culto The Wire) y Funambulista, en traducciones respectivas de Ricardo García Pérez y Juan José Pulido.
 
Humphrey Cobb vivió la guerra y fue testigo de la mayor parte de los acontecimientos que narra en su novela, al alistarse con sólo diecisiete años en el contingente canadiense desplazado a Europa para luchar contra el enemigo alemán. Los hechos que narra en Senderos de gloria son, así -con los necesarios cambios en nombres, lugares y unidades militares-, absolutamente reales y tuvieron lugar entre el maremágnum de atrocidades ocurridas en aquella carnicería cruel. No vividos directamente por el autor, éste da cuenta en una nota final de sus fuentes, un puñado de libros de investigación sobre los consejos de guerra y las ejecuciones ejemplarizantes entre las tropas francesas del frente occidental, que sirven de inspiración a su historia, aliñada con los recuerdos de su propia experiencia, que afloran también en una última sección del libro que recoge fragmentos significativos de sus diarios de campaña, junto con una espeluznante noticia, aparecida en el New York Times el 2 de julio de 1934 y presentada bajo este indicativo titular: “Los franceses absuelven a 5 fusilados por amotinamiento en 1915; dos de sus viudas reciben una indemnización de 7 céntimos cada una”.
 
A partir de estos referentes, Cobb articula su novela en torno a tres partes nítidamente diferenciadas. En la primera, entramos en contacto con el 181 Regimiento y con algunos de sus integrantes, soldados y oficiales, personajes -Langlois, Didier, Férol, el coronel Dax, el general Assolant- que más adelante desempeñarán un papel destacado en la resolución de la historia. Tras la ilusión y el aliento romántico iniciales, mientras los jóvenes se incorporan a sus destinos, superados el hastío y la inquietud de la espera previa a la entrada en combate, aparecen ya las primeras muestras de escepticismo y resignación -mitigadas por la anestesia alcohólica- cuando el “bautismo de fuego” para la mayor parte de ellos revela la indecencia y el absurdo que rodean las abundantes y muy cruentas escaramuzas en las que se ven envueltos. Con los bombardeos y las bajas -escalofriante la descripción, que os ofrezco como cierre a la reseña, de la muerte del teniente Paolacci, suficiente por sí misma para denostar para siempre el horror de las guerras- afloran la fragilidad anímica, la tristeza y sobre todo el miedo que atenaza a los hombres en las infectas trincheras.
 
En la segunda parte, brevísima pero intensa, asistimos al delirante intento de ataque a la colina del Pimple, una misión imposible pues el montículo, atestado de emplazamientos subterráneos de ametralladoras alemanas, es, por sus características, una fortaleza inexpugnable. La acción, un asesinato planeado, no es más que una maniobra de distracción para desviar la atención de otra ofensiva que se llevará a cabo semanas después. Cuando a las doce de la noche, la puntual hora del ataque, los pobres soldados franceses abandonan sus trincheras lanzándose, heroicos y sin esperanza, indefensos, hacia el fuego enemigo, hacia el “matadero”, son literalmente expelidos de nuevo hacia ellas -mutilados, destrozados, muertos- por la potencia artillera de las baterías alemanas. A los ojos del innoble general Assolant, tal hecho -el hacinamiento de cuerpos en las zanjas- es interpretado como una cobarde resistencia de sus hombres al combate, por lo que ordena, en una primera instancia, el bombardeo de sus propias fuerzas para imponer su avance obligado y, después, ante la negativa de sus subordinados a ejecutar sus órdenes al no atreverse el general a hacerlas constar por escrito, exigir la retirada del Regimiento mientras alimenta el propósito de escarmentar a las cuatro Compañías responsables a su juicio de la insubordinación.
 
En la tercera parte, la más emotiva y sobrecogedora del libro, la más recordada también, presenciamos cómo el despiadado e inhumano Assolant decide -tras un asqueroso e indigno “trapicheo”, una negociación barata entre los implicados en la que se regatea (con criterios pragmáticamente humanitarios en alguno de los intervinientes) el número final de “afectados”- que cuatro soldados, uno por Compañía, sean fusilados para dar ejemplo al Regimiento, razón por la que se cursan las respectivas órdenes a cada uno de los capitanes responsables para que “escojan” entre sus hombres a aquel que será sometido a juicio sumarísimo y necesariamente ejecutado -las cartas están, desde el principio, marcadas- “en representación” de sus compañeros.
 
Obligados los oficiales a elegir, a seleccionar para la muerte a cuatro falsos culpables -pues ni un sólo hombre ha actuado con cobardía-, la cruda descripción de Cobb nos muestra los distintos procedimientos que se siguen por parte de los militares a los que se encomienda tal injusta decisión. Y así, en una de las Compañías se escoge -con criterios “racionales” y casi “científicos”- a un delincuente que ha cometido las mayores bajezas tanto en su vida civil como militar. En otra, el superior aprovecha la “designación” para librarse de un enojoso testigo de su irregular quehacer profesional. Un tercero decide -en aras de una supuesta imparcialidad- someter a los ciento once hombres que en su Compañía han sobrevivido a los combates a un delirante sorteo del que saldrá el inocente condenado. Por fin, en el cuarto caso, el capitán se inhibe y desaparece de la acción, sin que -bien relacionado con el poder político- haya consecuencias de su conducta, y dejando en tres, pues, definitivamente, el número de soldados que serán juzgados.
 
El austero y dramático relato del encierro en el calabozo de los tres pobres hombres, de la patética pantomima del ilegal juicio celebrado sin ninguna garantía jurídica y sin posibilidad real de defensa, de la urgente e irrecurrible condena, del fusilamiento de los soldados a las pocas horas -menos de veinticuatro- de haber protagonizado, valientes y disciplinados, el insensato ataque para conquistar el Pimple, constituye la parte más notable del libro, de una intensidad tal que su recuerdo, el recuerdo de la ignominia, permanecerá para siempre en el lector.
 
Esta condición -implícita, no torpemente expresa- de alegato antibelicista que rezuma el libro es aún más notable en el caso de la excepcional versión cinematográfica de Stanley Kubrick. Con algunos significativos cambios respecto al texto de origen y con un notable virtuosismo técnico (la impecable fotografía en blanco y negro, los abundantes planos secuencia, el atrevimiento en la posición y los movimientos de cámara, los numerosos travellings, la portentosa angulación que proporciona grandiosidad a los espacios en las dependencias militares, la magnífica ambientación, el deslumbrante montaje de la escena final de la que luego os hablaré, el significativo uso del zoom), la película, interpretada por un soberbio Kirk Douglas, denuncia, de un modo si cabe aun más explícito que la novela, la arbitrariedad y la injusticia del comportamiento de algunas autoridades militares durante la Gran Guerra; los insensatos protocolos que en ocasiones se anteponen en el Ejército a la compasión y la equidad, a la humanidad y los sentimientos, a la dignidad y la clemencia; la ignorancia culpable, el cinismo, la ceguera, la obstinación, la negligencia, la mezquindad y la vileza de algunos altos oficiales franceses capaces de llevar a la muerte a seres humanos inocentes sin otra justificación que el empecinamiento en sostener las propias decisiones equivocadas y el vergonzoso encubrimiento de los errores por ellos mismos cometidos. Sin concesiones ni paños calientes Kubrick, que escribe el guión con Jim Thompson -conocido autor de novela negra-, enfatiza los aspectos más radicales de la historia de Cobb, otorgando un mayor protagonismo al papel del coronel Dax, cuya postura -a la postre ineficaz y, por tanto, fallida- de honradez, valentía e integridad, plasmada en sus argumentaciones frente a la jerarquía militar, en sus palabras de defensa de los condenados ante el inicuo y fantasmal Consejo de guerra, da lugar a algunos de las más sobresalientes parlamentos de la historia del cine bélico y, más aun, del cine en general.
 
No quiero cerrar mi reseña sin referirme a una de las aportaciones más novedosas y también más relevantes de la versión cinematográfica con respecto al libro de Cobb y que se produce en el final del film, una secuencia inexistente en la novela y por lo tanto creación exclusiva de Kubrick. La escena se desarrolla en una cantina en la que una masa de enfervorizados soldados franceses que, borrachos y embrutecidos por la irracionalidad de la guerra y la crueldad de los episodios vividos, se desfogan, gritan, insultan y se burlan de una joven alemana que, prisionera en territorio enemigo, es obligada a cantar para entretener a la tropa. La chica, desconcertada y temerosa, entona una enternecedora canción, Der treue Husar (El fiel húsar), en la que se relata la historia de un soldado que marcha a la guerra debiendo separarse de su amada. Fiel a su recuerdo, el soldado ve cómo, tras un año de alejamiento, la muchacha muere dejando su corazón destrozado. La tristeza de la canción, las conmovedoras lágrimas de la joven cantante, la propia desgracia de las vidas de los soldados, trocan el tosco proceder inicial de estos en, primero, respetuoso silencio y luego emocionante solidaridad, de modo que todos, en una escena gloriosa, acaban, con los ojos empañados, compartiendo sus penas, olvidando la insensatez de las guerras y cantando juntos como seres humanos iguales, sin distinción de bandos, la bellísima melodía.
 
Precisamente con ella, con la emotiva Der treue Husar, interpretada por la actriz y artista alemana Christiane Harlan, que durante el rodaje de la película empezó una relación sentimental con Kubrick y se convirtió en su tercera mujer y compañera hasta la muerte del director, cierro nuestro espacio por esta semana.
 
Cuando la luna ascendió más alto en el cielo, la sombra que proyectaba descendió en el costado de la cantera de caliza por el que había caído el teniente Paolacci. La mayor parte del lecho de la cantera todavía seguía en sombra, un lugar de apariencia fúnebre. Si Paolacci hubiera podido volver la cabeza desde donde se encontraba, en lo alto y a lo largo de una entrada a una galería, habría visto el reflejo de la luna en la balsa de agua estancada que cubría el suelo de la fosa. Por mucho que hubiera podido disfrutar de la imagen de la luna, aun reflejada, no volvió la cabeza. No lo hizo por varias razones, ninguna de las cuales adoptaba forma de tal en su mente. En primer lugar, el esfuerzo le resultaba excesivo. En segundo lugar, el mero movimiento de la cabeza ya le había hecho vomitar cada vez que lo intentaba. En tercer lugar, no sabía que hubiera una balsa de agua en la que, mirando hacia abajo, podría ver reflejos; de hecho, pensaba que ya estaba en el mismo fondo de la cantera. En cuarto lugar, sentía la mejilla izquierda atascada en algo que olía a boñiga de caballo.
 
-Veamos, dijo en voz alta y con tono discursivo-, ¿puedes decirme, por favor, cómo es que hay boñiga de caballo en el fondo de esta fosa? ¿Cómo ha podido llegar aquí un caballo? Muy fácil, por donde yo. ¿Pero cómo he llegado yo aquí? ¿Cómo pudo volver a salir el caballo? No pudo, las paredes son demasiado empinadas. Entonces, debe de haber un caballo aquí abajo. Pura lógica.
 
La simplicidad de su razonamiento, la claridad de su mente, lo asombraron.
 
-Es un auténtico placer -prosiguió- descubrir que mi aparato razonador funciona a las mil maravillas. Debo aprovecharlo al máximo y librarme de esta confusión de forma definitiva.
 
Se lanzó a la caza de aspectos confusos, pero no logró encontrar ninguno. Estaban allí, lo sabía, pero esta vez quedaban simplemente fuera de su alcance, exasperadamente fuera de su alcance.
 
-Bien, volvamos a empezar. ¿Dónde estaba? Ah, sí, ya está. Boñiga de caballo, boñiga de caballo... ¿Pero cómo diablos he llegado aquí? Maldita sea. Ahora no funciona en absoluto. Todo revuelto. Espera un instante y volverá a estar claro...
 
Movió la cabeza tratando de sacudirse la turbación, después se ahogaba. La bilis le llenaba la boca y le corría por las comisuras. Intentó escupir, pero no pudo, de manera que se vio obligado a tragarse el resto. La oscuridad se cernió sobre él y volvió a quedar inconsciente.
 
La luna ascendió más en el cielo, la sombra descendió más en el costado de la cantera de caliza. Se desplazó imperceptiblemente a través de la figura del teniente y después volvió a caer enseguida desde el techado hasta el umbral de la entrada de la galería. Una piedra bajó rebotando por el costado de la cantera y cayó en la balsa haciendo “plop”. Se oía un susurro de ratas correteando.
 
Paolacci volvió en sí con el olor de la boñiga de caballo en las narices. -
 
Ah, sí. Un caballo aquí abajo, por aquí, pero no puede salir a menos que yo le ayude. Me ocuparé después, no ahora. Ja, ja, ja, ja, ja...
 
La idea de que hubiera un caballo allí abajo se había vuelto tremenda, repentina e inexplicablemente divertida. Paolacci rugía con su carcajada, una carcajada que solo procedía de la garganta. De forma imperceptible, como el desplazamiento de la sombra, la carcajada de Paolacci se transformó en lágrimas y, de lágrimas, en un sollozo profundo y ventral. Esos sollozos lo agitaron como no había conseguido hacerlo la carcajada. Un dolor atroz tomó forma en su hombro izquierdo y se llevó la mano allí. Volvió manchada y húmeda. El miedo se apoderó de él.
 
-¡Socorro! ¡Socorro! Me han herido. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Camilleros! ¡Sáquenme de aquí! ¡Aquí abajo! ¡Por el amor de Dios! ¡Ayuda! ¡Socorro! Me estoy muriendo. Estoy solo. ¡Aquí abajo! ¡Aquí, en la cantera de caliza! ¡Por Dios! ¡Camilleros! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Socorro!
 
Los gritos resonaban de un lado a otro de las paredes de la cantera formando ecos. Cada vez que se detenía el tiempo suficiente para oír un eco, lo confundía con las voces de sus salvadores y redoblaba los gritos.
 
La luna desapareció de su vista y él se quedó inmóvil un rato. Una rata trepó sin hacer ruido por la jamba de la puerta de la galería y miró a Paolacci un largo rato. Luego, dio la vuelta y bajó de nuevo. Dos obuses explotaron a lo largo del muro opuesto y una lluvia de gravilla cayó sobre el teniente inconsciente...
 
Paolacci empezó a sentir dolor en el hombro. También sentía un bulto entre los omoplatos. Descubrió que quería levantarse y escalar la fosa, pero entonces esperó a que el deseo se volviera más imperioso. Mientras esperaba, la mano derecha empezó a moverse para explorar. Entró en contacto con aquello que le atascaba la mejilla. Empujó, cedió y el olor a boñiga de caballo desapareció. Movió la cabeza con cuidado para mirar esa cosa. Aquello era su propia bota, no había duda. ¿Pero cómo había llegado hasta allí, al lado de su cara? Formuló la orden de estirar la pierna, pero no hubo ninguna respuesta. Su mano se desplazó hacia abajó palpándose el cuerpo. Podía sentir su cuerpo, pero su cuerpo, por debajo del tercer o cuarto botón de la guerrera, no parecía sentir la mano. Pellizcó y el pellizco atenazó el aire. Buscó a tientas el muslo y no pudo encontrarlo. En su lugar, su mano penetró en una enorme cavidad húmeda que parecía contener una hilera de puntas afiladas...
 
Poco a poco, con una paciencia exhausta y una persistencia que se veía frustrada continuamente por oleadas de delirios silenciosos, desentrañó el caos de su vida. Había sido alcanzado por ese obús. Una herida en el hombro izquierdo y otra, mucho peor, en la cadera derecha. Al caer en la cantera, la pierna se le había doblado hacia arriba, en diagonal, por detrás del cuerpo, y ahora estaba tumbado sobre ella, con la mejilla izquierda apoyada en su propio talón.
 
-Debo de haber pisado alguna boñiga -dijo.
 
La voz, que no reconoció como suya, lo sobresaltó por lo alto que sonaba, pero la sorpresa duró solo un momento, pues la muerte venía acompañada de su propia anestesia. La fiebre estaba subiéndole y dando consuelo a su cuerpo y una paz inefable a su mente. El terror de estar solo e indefenso había desaparecido. Cerró los ojos para percibir mejor los deleites de las alucinaciones...
 
Después se le abrieron los ojos y la mandíbula se relajó.
 
Más tarde aún, cuando la sombra proyectada por la luna volvía a ascender por el costado de la cantera de caliza una rata trepó silenciosamente por la jamba de la puerta de la galería y observó a Paolacci un momento. A continuación, descendió melindrosamente, saltó sobre el pecho del teniente y se sentó allí. Miró a izquierda y derecha, dos o tres veces, de manera apresurada, y enseguida bajó la cabeza y empezó a comerse el frenillo del labio inferior de Paolacci.

miércoles, 21 de enero de 2015

 
ERNEST HEMINGWAY. ADIÓS A LAS ARMAS
 
Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, de nuevo en una tarde de miércoles, y de nuevo con sugerencias de lectura -pero en esta ocasión no sólo eso- centradas en la Primera Guerra mundial, a la que el pasado año dedicamos una larga serie de programas con ocasión del centenario de su comienzo en 1914. Esta emisión y la próxima, por variar una vez más el enfoque desde el que contemplamos la contienda y ofreceros una aproximación al acontecimiento algo diferente a las de semanas precedentes, os traigo un par de libros, dos clásicos -uno más que el otro, ciertamente-, que han sido llevados al cine dando lugar a tres películas que también forman parte sin dudar de la historia del género. Se trata de Adiós a las armas, la novela de Ernest Hemingway publicada en 1929 y que fue trasladada a la gran pantalla con el mismo título en dos ocasiones, una en 1932, por el director Frank Borzage, con Gary Cooper, Helen Hayes y Adolphe Menjou como actores principales, y otra en 1957, con dirección de Charles Vidor, con Rock Hudson, Jennifer Jones y Vittorio de Sica en sus papeles protagonistas, y de Senderos de gloria, escrita por Humphrey Cobb en 1935 y base de una homónima obra maestra cinematográfica que, con la interpretación de un soberbio Kirk Douglas, dirigió en 1957 Stanley Kubrick. Siendo quíntuple, por lo tanto, la propuesta global, con dos libros y tres películas altamente (aunque más adelante matizaré el entusiasta adverbio) recomendables, hoy centraré mis comentarios exclusivamente en Adiós a las armas.
 
De Adiós a las armas hay infinidad de ediciones en español, desde la primera aparecida a mediados de los años cincuenta del pasado siglo. Yo he releído estos días la para mí originaria, una añeja edición de Seix Barral de 1985 que recoge en tres volúmenes la narrativa completa de Hemingway. La anticuada, pacata y a veces irritante traducción de Carlos Pujol me hace sugeriros -a ciegas, sin apenas conocerla, sin más que un repaso por encima de su texto- que abordéis la obra a partir de la última versión publicada por Lumen en 2013, traducida por Miguel Temprano García.
 
Los dos aspectos más novedosos del libro de Hemingway en relación con otros libros sobre la Gran Guerra ya reseñados aquí son, por un lado, su “ambientación” en un espacio, el que se corresponde con el frente italiano, que hasta ahora no había aparecido en nuestros distintos acercamientos literarios al conflicto y, desde otro punto de vista, la “ramificación” de la trama de la novela en dos grandes ejes, el propiamente bélico -cuyo tratamiento presenta bastantes similitudes con el que ofrecen otras “crónicas” de la contienda- y el más romántico centrado en la historia de amor entre los dos protagonistas principales.
 
Con respecto a la primera de estas dos vertientes, Adiós a las armas narra la peripecia de Frederic Henry, un aventurero norteamericano -trasunto, en muchos aspectos, del propio Hemingway- que se alista como voluntario en el ejército italiano para desempeñarse como conductor de ambulancias en el noreste de dicho país -con el abrupto, nevado e imposible escenario de los Alpes a pocos kilómetros-, en las cercanías de Gorizia, la ciudad fronteriza con la actual Eslovenia y uno de los núcleos centrales -destaca sobre todos ellos la decisiva batalla del Piave- de los enfrentamientos entre las tropas italianas y las fuerzas del Imperio austro-húngaro. Joven e impulsivo, atrevido y apasionado, bebedor y mujeriego (rasgos que comparte con su creador), Frederick se suma a la guerra por su idealismo romántico -no tanto político como vital, si se puede decir así; son su ansia de experiencias, su voluntad de vivir intensamente, su fogoso temperamento, su condición (pero esto sirve sólo para el autor y no sé si también para su personaje) de “macho-alfa”, los que lo llevan, más allá de su postura moral, a viajar a Europa y arrojarse, despreocupado, al corazón de la batalla-, y participará -a menudo en un segundo plano, acorde con su papel al volante de una ambulancia- en algunos dramáticos episodios bélicos, uno de los cuales acabará con él en un hospital, con graves heridas en sus piernas. Os dejo una muestra de la vivencia guerrera del personaje en el breve texto que cierra esta reseña.
 
Su participación en la contienda es, no obstante, cómoda la mayor parte del tiempo y, como digo, alejada de la primera línea de fuego. Se aloja en los pueblos que quedan en la retaguardia (uno tenía la falsa impresión de que tomaba parte activa en la guerra, manifiesta, sincero, ante alguna ocasión en que el peligro se siente más cercano), visita sus alrededores, se recrea en la belleza de los paisajes, charla con unos y con otros, confraterniza con sus compañeros, siempre ufano, siempre jactancioso y un punto prepotente, siempre haciendo ostentación de su virilidad, entre el abundante alcohol y la asidua frecuentación de prostitutas en un universo -tan insufriblemente “hemingwayano”- de insoportable seguridad masculina plagado de menciones a blenorragias, gonorreas, sífilis, chancros y otros males -aunque a veces pareciera que se exhiben como medallas- derivados del asiduo ejercicio de una siempre fogosa condición de macho.
 
Los ecos de la guerra suenan a menudo muy próximos: la batería artillera en el jardín de una casa, las heridas de los camaradas, el fragor constante de los bombardeos; pero en realidad el Somme queda lejos, el sol enciende los campos y permite el cálido descanso bajo las frescas copas de los árboles -y si es invierno, las bajas temperaturas aplazan los ataques-, hay permisos que invitan a la evasión en Milán o en otras ciudades, en las que se pueden frecuentar restaurantes, pasear por acogedoras avenidas y, claro está, emborracharse y acabar yaciendo con ávidas mujeres en lujosos hoteles. Es cierto que el joven estadounidense manifiesta en ocasiones su rechazo a la guerra y trufa sus comentarios de solemnes declaraciones acerca de lo absurdo del conflicto o se muestra escéptico sobre la utilidad de los avances y repliegues constantes, pero la impresión que deja en el lector su personalidad primaria -al menos así ha ocurrido conmigo- es la de un algo frívolo muchacho deseoso de ponerse constantemente a prueba -ante las ametralladoras, ante las mujeres, ante las botellas- y que vive la guerra como una experiencia pintoresca, como un juego -es un frente estúpido (...) pero muy hermoso, llega a decir-, como un trivial -aunque arriesgado- rito de paso adolescente.
 
Las lesiones provocadas en sus piernas por la metralla tras un bombardeo permiten que, en el hospital, Frederick pueda frecuentar a la enfermera inglesa Catherine Barkley, a la que ya conocía de algún encuentro anterior y que le cuidará en su no tan doliente convalecencia. La joven, cuyo único amor hasta entonces se había frustrado al morir en el frente -antes casi de iniciar su relación- un anterior pretendiente, se enamora del valiente y apuesto americano (y sí, los adjetivos suenan a tópicos de literatura rosa, pero esa es la percepción que me ha asaltado al leer el libro -ahora, en su relectura; porque en su momento la novela me resultó muy apreciable). El anacrónicamente viril Henry -y de nuevo aquí aflora la personalidad del escritor- hace permanente ostentación (nunca he estado enamorado de una mujer) de su desapego, de su frivolidad, de su ligereza en el trato con el sexo opuesto, incluso con la propia Catherine (Yo sabía que no quería a Catherine Barkley y que no tenía ninguna intención de quererla. Aquello era un juego, como el bridge -dice de su relación-, en el que uno dice cosas en vez de jugar cartas. Como en el bridge, había que decir que se jugaba por dinero o por ganar algo. Nadie había hablado de los que se trataba de ganar. Yo no podía quejarme). Y sin embargo, y pese a la resistencia del chico (Dios sabe que yo no quería enamorarme de ella. No quería enamorarme de nadie), el amor aflora y arrasa con principios supuestamente inamovibles y poses fatuas, con su tópico rol de macho trasnochado, de tipo insensible y frío, con sus ridículos tics de obsesivo “depredador” de los encantos femeninos. El relato de este impetuoso amor resulta -quizá debido a la presumible incapacidad de Hemingway para estas sofisticadas emociones, más probablemente a causa de la enojosa traducción- empalagoso y relamido, cursi y ridículo, de una simpleza elemental y torpemente infantiloide por ambas partes. Pero de ello, del desarrollo de la narración a partir de ese idilio, con los simultáneos avances de la guerra y el amor, entre momentos felices y trágicos contratiempos, entre experiencias amargas y resquicios por los que se cuela la alegría, entre la exaltación de vida y la permanente presencia de la muerte que lleva aparejado el transcurrir del conflicto, prefiero no hacer comentarios y dejar para vuestra lectura la apreciación de los logros del libro (que -no parece difícil deducirlo de las palabras que anteceden- no me ha subyugado en esta relectura adulta, tan alejada del disfrute provocado por mi entregada inocencia juvenil) sin desvelaros aquí el desenlace de su trama novelística.
 
Una trama que las películas en ella basadas reformulan a su antojo. En la versión de 1932 de Frank Borzage (un clásico de las primeras décadas del cine, del que os recomiendo las excelentes El séptimo cielo y Deseo), la base literaria se mantiene en lo esencial, con ligeros aunque significativos cambios en la peripecia final de la pareja. Es en el tratamiento estrictamente cinematográfico -algo inocente; no se olvide que hablamos de una película de hace más de ochenta años- donde residen los aspectos más destacados del film. Algún experimento de cámara subjetiva, las numerosas elipsis (eficaces, pero que sustraen al espectador los aspectos más profundos de la personalidad de los personajes, hasta el punto de que hacen dudar -yo he visto la película inmediatamente después de leer la novela- de su cabal comprensión por un espectador que desconozca el libro), los austeros, esquemáticos e infantiles -aunque apreciables- recursos técnicos para dar cuenta de los bombardeos, del paso del tiempo, de la simbología de la guerra, la fotografía expresionista (el notable uso del blanco y negro, las sombras permanentes que envuelven las acciones militares, la angulación de los planos, las a mi juicio evidentes citas a Einsenstein) que enfatiza el discurso antibelicista, hacen de la visión de la cinta una experiencia interesante, más allá del insulso y deslavazado planteamiento amoroso. Una mención expresa merece el delirante doblaje de la copia que yo he manejado -por no hablar, siendo más estrictos, de la insultante tomadura de pelo perpetrada por el estudio que lo llevó a cabo-, un disparate que alcanza su manifestación más inconcebible cuando, en la boda informal que oficia el capellán castrense, éste bisbisea unos latinajos ad hoc, entre los que se repite -absurda e inexplicablemente- la locución latina excusatio non petita, accusatio manifiesta, que nada tiene que ver, que yo sepa (y mi “rigor profesional” me ha llevado a ratificar mi intuición con la opinión de un experto sacerdote), con las ceremonias nupciales.
 
En la recreación -a mi juicio menor- de Charles Vidor el tratamiento es abiertamente hollywoodiense (interpretado el término en su menos valiosa acepción), al centrarse en la historia amorosa entre el teniente y la enfermera, una relación que vuelve a presentarse de un modo relamido y superficial, carente de hondura y rezumando en cambio efluvios de un dulzón romanticismo de opereta. La película se alarga, interminable (sorprende la diferencia de metraje -cincuenta minutos más para esta última- entre las dos versiones de las que hoy os hablo), en una sucesión de inanes estampas de nevadas cumbres alpinas y apacibles lagos suizos muy alejadas de los campos de batalla (que, por otro lado, afloran, en las escenas bélicas, con un enfoque igualmente estereotipado y simplista), con un planteamiento que en nada diferiría si los personajes interpretados por un absolutamente plano Rock Hudson y una inenarrablemente remilgada Jennifer Jones vivieran su melodramático idilio en un perdido pueblo de Utah. La cinta, no obstante, resulta apreciable como mero complemento del libro, pudiendo propiciar desde este punto de vista interesantes reflexiones acerca de las relaciones entre cine y literatura (también en este caso el guionista -el legendario Ben Hetch, en uno de sus trabajos menos logrados- se ha tomado algunas libertades en relación a la obra original). Por desgracia, no puedo ofreceros aquí un estudio más exhaustivo acerca de la presencia de la Primera Guerra mundial en el cine. Os dejo un enlace a un sugerente artículo sobre el tema de ¡¡cómo no!! el magnífico Jacinto Antón.
 
Como cierre musical a mi reseña podéis escuchar un fragmento de la banda sonora de la película de Vidor, compuesta por Mario Nascimbene. Los aires marciales de Alpine march acompañan, en las secuencias más logradas del film, el penoso avanzar de los soldados italianos por las escarpadas laderas de los inexpugnables macizos alpinos, en una empresa sobrehumana que aparece, desde su inicio, condenada al fracaso.
 
 
La lluvia disminuía y avanzábamos. Aún no había llegado el alba y ya estábamos parados nuevamente y al hacerse de día, encontrándonos en lo alto de una cuesta, vi que en la carretera, en lontananza, todo seguía inmovilizado, exceptuando la infantería, que lograba infiltrarse a través del tumulto. De nuevo emprendimos la marcha, pero en vista de las distancias que habíamos recorrido en todo un día, comprendí que si queríamos llegar a Udine, deberíamos abandonar la carretera principal y seguir a campo traviesa.
 
Durante la noche muchos campesinos, procedentes de diferentes puntos del campo, se habían unido a la columna, y en ella se veían ahora carretas cargadas con utensilios hogareños. Por entre los colchones salían espejos. Pollos y patos iban atados a las carretas. En la que nos precedía había una máquina de coser bajo la lluvia. Habían salvado los objetos más preciados. Mujeres amontonadas sobre las carretas, procuraban resguardarse de la lluvia; otras andaban lo más cerca posible de las mismas. Ahora había perros en la columna. Andaban refugiados bajo los coches. La carretera estaba enfangada. Las zanjas de cada lado estaban llenas de agua, y detrás de los árboles que bordeaban la carretera, los campos aparecían demasiado mojados, demasiado empapados, para intentar pasar por allí. Bajé del coche y me abrí camino con la esperanza de encontrar un lugar desde el cual pudiera encontrar una carretera transversal que nos permitiera atajar por los campos. Sabía que había muchos caminos, pero no quería correr el riesgo de internarnos en un camino sin salida. No me acordaba de ellos, pues sólo los había visto desde la carretera, cuando la recorría en coche, a toda velocidad, y todos se parecían. Y no obstante, yo sabía que si queríamos salir del apuro, tenía que encontrar uno. Nadie sabía dónde estaban los austriacos, ni cómo iban las cosas, pero yo estaba seguro de que, de parar la lluvia, si los aeroplanos volaban sobre nosotros y empezaban a ametrallar la columna, estábamos perdidos. Algunos camiones abandonados o algunos caballos muertos serian suficientes para hacer imposible cualquier movimiento sobre la carretera.

miércoles, 14 de enero de 2015

RAMIRO PINILLA. LA HIGUERA
 
Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más -un año más- a Todos los libros un libro. Con mis mejores deseos para este 2015 que ahora da comienzo, os ofrezco desde aquí, desde Radio Universidad de Salamanca, y como todos los miércoles, una recomendación de lectura que esperamos sea de vuestro agrado. Hoy quiero homenajear con algunos meses de retraso a un escritor formidable recientemente fallecido (pero ya sabéis que el frenético ritmo de la actualidad es incompatible tanto con las características de este espacio, casi siempre voluntariamente alejado de las urgentes exigencias del día a día, como con mi propia disponibilidad laboral que me impide glosar aquí, al momento, libros o acontecimientos, personajes o publicaciones que afloran, repentinos e inopinados, en las primeras páginas de los periódicos o en las portadas de los noticiarios).
 
Así ha ocurrido esta vez con Ramiro Pinilla, muerto el pasado octubre a los noventa y un años de edad, en unas fechas en las que me resultó imposible dedicar una emisión a su excepcional figura. La muy larga -y hasta el final lúcida- vida le permitió al escritor vasco desarrollar una carrera literaria también muy extensa y por ello propicia a la acumulación de algunas curiosas vicisitudes. Con sólo treinta y siete años, Pinilla ganó el Premio Nadal y fue Premio de la Crítica con Las ciegas hormigas, para muchos expertos su mejor novela (que yo no he leído). En 1971 fue finalista del Premio Planeta con Seno, también desconocida por mí. Y a partir de ahí su nombre perdió protagonismo en el universo literario español, mientras proseguía silenciosa y discretamente una muy personal trayectoria a lo largo de más de cuatro décadas de anonimato salpicado de una decena de obras en muchos casos autoeditadas y que pasaron más o menos desapercibidas mientras aseguraba su supervivencia desempeñando diversos trabajos a cual más singular y aparentemente alejado del mundo libresco. Por fin, en 2004, la editorial Tusquets publicó la monumental Verdes valles, colinas rojas, más de dos mil páginas de exuberante y excepcional literatura; una obra que había aparecido parcialmente años antes en una edición casera y cuya escritura le ocupó veinte años de su vida. Desde ese momento, y ya con ochenta y un años, su carrera se relanzó, el primer volumen del libro -que se había separado en tres tomos por necesidades comerciales- fue Premio Euskadi de Literatura en castellano, obteniendo por el tercero, una vez más, el Premio de la Crítica y también el Nacional de Narrativa. En los últimos años de vida siguió escribiendo y publicando, seis o siete novelas más (conmovedora y emotiva Aquella edad inolvidable, que también os recomiendo: todo el universo de Ramiro Pinilla en la entrañable historia de un jugador del Athletic de Bilbao que debe abandonar el fútbol por una lesión, a mediados de los años cuarenta), tres de ellas del género negro.
 
Fue precisamente con Verdes valles, colinas rojas como yo conocí al bilbaíno -aunque residió en Getxo casi toda su vida-, quedando deslumbrado por la magnitud y la maravilla de aquella obra maestra. Leída, como digo, hace ya diez años, de un modo compulsivo y apasionado, sin que haya tomado entonces notas de lectura, mi precaria memoria me imposibilita hablaros ahora con un mínimo de profundidad de los muchos motivos de interés de aquel para mí brillante descubrimiento. Os diré tan sólo, pues, que estamos ante un retrato panorámico, de dimensiones colosales, de la historia (real e inventada, mitológica e histórica) del País Vasco, a través de las sagas de los Altube y los Baskardo, dos familias de Getxo que reflejan en las trayectorias vitales de sus numerosos miembros, en las vivencias de las distintas generaciones desde principios del siglo XIX, en sus enfrentamientos, en sus amores y sus matrimonios, en sus odios y sus crímenes, en sus leyendas y sus relatos fundacionales, el acontecer de la sociedad vasca en estos doscientos últimos años (aunque, como digo, hay en el libro episodios anclados en etapas prehistóricas, pertenecientes el dominio de los mitos), surcados por conflictos políticos y sociales, tres guerras carlistas, la contienda civil española y otros enfrentamientos armados, terrorismo incluido. Al margen del poderoso caudal narrativo, poblado de infinidad de historias que se suceden, se cruzan e interrelacionan, abundante en aventuras, en cuentos, en relatos variados, en narraciones con -en muchos casos- un inequívoco aire de literatura oral, Verdes valles, colinas rojas se articula en torno a un juego de dualismos, de elementos contrapuestos que, con las dos familias como ejemplos respectivos de cada una de las dos vertientes, representa de un modo genial la profunda complejidad del pueblo vasco. Los verdes valles son, claro, los caseríos primigenios, la agricultura, la tradición, el orden natural, la Euskadi supuestamente preexistente desde tiempo inmemorial. Ahí, en ese edénico universo rural, reside el “auténtico vasco”, el del RH negativo, el pueblo elegido, la clase dirigente, el nacionalismo cerrado en sí mismo y que rechaza al otro, la aristocracia que se sucede desde siempre en el poder en virtud de un mandato que se asemeja a una especie de “imperativo divino”. Las colinas, en cambio, son rojas por el metal que encierran, son el hierro y las fábricas, la industria y las ciudades, son la clase obrera y el socialismo, son los “maquetos”, los miles de trabajadores de toda España que poblaron la “margen izquierda” del Nervión desde fines del XIX contribuyendo al sobresaliente desarrollo económico de la región, son el izquierdismo revolucionario y las ansias de internacionalización superadoras de la miopía egoísta de quienes no ven más allá de su propio ombligo. Todas esas dicotomías subyacen -con un enfoque absolutamente libre y desmitificador, que relativiza abiertamente y hasta parodia el anacronismo y la cortedad de miras nacionalista- en la monumental novela, cuya lectura, necesariamente absorbente y entregada, apasiona.
 
Y si mis pobres recuerdos de hace una década no dan para más glosas del libro, sí puedo, en cambio, porque conservo algunos apuntes pergeñados tras su lectura, comentaros con más detalle una de las obras posteriores de Ramiro Pinilla, La higuera, sin duda de menor enjundia, más modesta y carente de las dimensiones épicas de esa cima de la literatura española, como la ha calificado su discípulo, admirador y también novelista, Fernando Aramburu, que la recomendó a su editor (en esa época Aramburu también publicaba en Tusquets), que era Verdes valles, colinas rojas. Recupero, pues, esas anotaciones de hace ocho años -La higuera es de 2006-, para mi reseña de hoy.
 
La higuera parte de una historia central, que sirve de base y sobre la que se desarrolla la narración. El personaje principal, Rogelio Cerón, forma parte de una cuadrilla falangista que en los días de nuestra guerra civil lleva cabo en la comarca de Getxo -territorio habitual de la obra de Ramiro Pinilla- ‘paseos’ y fusilamientos de enemigos y rivales. En una de sus salidas, el grupo ejecuta a dos miembros de una misma familia, el padre, maestro, y su hijo. Las mujeres del clan y un niño de diez años, hijo y hermano de las víctimas, contemplan horrorizados e indefensos la despreciable acción. La penetrante e impasible mirada del pequeño acompañará a Rogelio toda su vida, y desencadenará en él una especie de obsesión, alimentada por el remordimiento y la culpa, que le llevará a una experiencia singular e insólita, por desacostumbrada. Rogelio se instalará, trasladará su vida a la pequeña parcela en la que yacen enterrados padre e hijo. Allí, y durante treinta años, reducirá su existencia, como un anacoreta entregado a una especie de sorprendente expiación, a ver crecer, cuidar y proteger una higuera, que aparece de modo repentino sobre las tumbas, plantada por el hijo sobreviviente.
 
La historia se cuenta desde dos perspectivas, la primera, menor en importancia y breve en extensión, que ocupa el capítulo inicial y el final del libro, es contada desde fuera por la voz de una mujer, Mercedes Azkorra, que relata la peripecia de Rogelio Cerón en un momento en que la intención del Ayuntamiento de levantar un instituto de enseñanza media en la zona, en 1966, saca a la luz la existencia, hasta entonces bastante desapercibida o parcialmente oculta, del persistente eremita, convertido a ojos de sus vecinos en una especie de santón medio enloquecido.
 
El segundo gran eje de la novela, su capítulo central, lo ocupa la versión de Rogelio, contada en primera persona; se trata, por contraposición a los capítulos primero y último, de una visión interna, desde dentro, de su propia experiencia. Afloran aquí las preocupaciones del personaje, el miedo, el remordimiento y la culpa, el silencio, la expiación, el pasado, la espera, la paciencia, la memoria, la conciencia, también la entrega a una causa, el destino, la reparación del mal, la venganza, el perdón, la dignidad de la persona. Rogelio cuenta su propia historia, la de sus amigos y camaradas de la guerra, la de su antigua novia, la de quienes se interesan por su excéntrica decisión de existir para la higuera. Cuenta también el paso del tiempo, la evolución de los antiguos falangistas, su adaptación a los nuevos tiempos, su medro personal y político.
 
A la par que realista, estamos ante una novela simbólica. En estos últimos años en los que se vuelve a hablar -e insistentemente- de la memoria histórica, la higuera representa -entre otras muchas cosas, pues no se puede agotar una obra de arte, una obra literaria, en un único mensaje simple y reduccionista- representa, digo, esa memoria, la necesidad de recordar, de tener siempre presente el pasado, para no repetir sus errores, para desterrar la venganza, para reparar la dignidad de las víctimas, de los perdedores de nuestra guerra, de cualquier guerra.
 
Os dejo ya con un fragmento de la novela, con el recuerdo agradecido de su autor, el fallecido Ramiro Pinilla, y con mi recomendación exaltada de que abordéis también la lectura de su obra mayor, la descomunal Verdes valles, colinas rojas, esa epopeya grandiosa, esa mitológica y a la vez realista historia del País Vasco. Os dejo también con un tango, Volver, de Carlos Gardel, una de las preferencias musicales del autor, para complementar mi comentario de esta tarde.
 
 
Fue la decisión municipal de expropiar aquel minúsculo terreno la que volvió a poner de actualidad al hombrecillo de la cabaña. No lo habíamos olvidado, era imposible teniéndolo tan cerca, en la vega de Madura. Aunque no era tan determinante esa proximidad como las curiosas circunstancias que le envolvieron desde el principio, nada menos que desde la guerra, dios, treinta años atrás.
 
Todos recordábamos su, digamos, irrupción entre nosotros en junio del año 37. Surgió sin razón aparente, incluso sin una lógica. ¿Quién si no, se instala en un descampado sin un atractivo especial sólo para sentarse en una piedra o en el santo suelo, sin apenas levantar la cabeza, con la vista clavada en los yerbajos? Más tarde apareció la silla. En días lluviosos o fríos se protegía con paraguas o abrigo y boina roja. Más tarde se hizo con una mísera caseta de tablas y techo de uralita. Se retiraba -no sabemos adónde- siendo ya de noche, para regresar a la mañana siguiente; esto, en los primeros días, pues pronto llegó su instalación definitiva. En tiempo seco, regaba por las noches algo de allí; no supimos qué, a nadie se le ocurrió dar un paseo, en sus horas de ausencia, con un farol, para averiguarlo: aquellos años no estaban para satisfacer curiosidades tontas. Una fijación tan obsesiva por aquel sitio hablaba de una mente trastornada, y nos importaba un bledo que regara un cardo o una margarita. Cuando, meses después, se descubrió el esqueje de higuera, supinos lo que había estado mimando. Para no aburrirse, comentaron algunos, ¿Pero por qué está ahí, aburriéndose?