Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de noviembre de 2017

VIET THANH NGUYEN. EL SIMPATIZANTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que semanalmente os ofrece Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro, presentado en nuestro país hace algunos meses, que viene avalado por la obtención, en 2016, del prestigioso Premio Pulitzer para obras de ficción. Se trata de El simpatizante, primera novela del vietnamita aunque afincado en Estados Unidos Viet Thanh Nguyen, actualmente catedrático en la Universidad del Sur de California, en la que imparte clases sobre “literatura, cultura americana y cuestiones raciales”. El libro, publicado por la editorial Seix Barral, se ofrece en la traducción del inglés de Javier Calvo.

El protagonista y narrador cuenta en primera persona su vida en una confesión cuyo objeto y destinatario, aunque intuidos desde casi su inicio, solo conoceremos en la última parte del libro y que, consecuentemente, no voy a desvelar ahora. Estamos en la segunda mitad de la década de los setenta. El personaje principal, un capitán vietnamita, oficial de infantería en el Ejército de su país, que ha abandonado su tierra para estudiar en Estados Unidos durante seis años, se encuentra al inicio del libro en Saigón en los días previos a la caída de la ciudad y la ignominiosa derrota y consiguiente huida de las fuerzas militares norteamericanas, el 30 de abril de 1975. Se trata de un espía, un topo, un agente doble, un hombre del Vietcong, del norte comunista, infiltrado entre los partidarios del Vietnam del Sur, que defienden -a la postre de manera inútil- la visión capitalista de su nación con el muy tibio y ya claudicante apoyo de las tropas americanas.

Con claras referencias a las novelas de este género -Le Carré, Graham Greene- la intensa peripecia vital de nuestro hombre se nos presenta en tres partes bien diferenciadas. En la primera, excepcional, setenta páginas arrebatadoras y memorables cuya lectura justifica la adquisición del libro, asistimos a la llegada de las tropas comunistas a Saigón, el cerco y los bombardeos de la ciudad, con las dramáticas escenas de la evacuación de unos centenares de privilegiados vietnamitas de entre los miles que se agolpan en las dependencias de la Embajada de Estados Unidos, todos amenazados por el terror y la muerte casi segura que traerá consigo la llegada de los soldados del Vietcong. Entre ellos, entre los aspirantes a la salvación, se encuentran el narrador y sus superiores de la jerarquía militar, que han comprado voluntades y sobornado a las autoridades responsables para lograr su liberación. En la segunda parte, instalado en California, conocemos la vida del anónimo personaje en los ambientes del exilio vietnamita en Norteamérica, unos círculos, que respiran nostalgia y deseos de venganza, entre los que continúa su difusa labor de espionaje mientras participa en el rodaje de una película sobre su país cuyos detalles remiten a la mucha filmografía realmente existente sobre el tema. Por último, en la tercera parte, y de vuelta a Vietnam, a donde regresa en un desatinado intento de recuperar la lucha armada y organizar la resistencia frente al régimen comunista de Ho Chi Minh, conocemos las espantosas condiciones de vida en uno de los campos de prisioneros que el nuevo régimen prosoviético ha instalado por todo el país y en el que las diversas formas de tortura constituyen la pauta que marca el terrorífico transcurrir de los días.

El relato de la huida de Saigón es deslumbrante, de una intensidad y una verosimilitud sobrecogedoras. La presencia de la guerra impregna esas páginas, la acción es trepidante, y la recreación de esos días crepusculares de un régimen, que tanto hemos visto en el cine, con los clubes nocturnos, las extremadamente jóvenes y fáciles prostitutas revoloteando en torno a los soldados americanos -en muchos casos también unos niños-, ellos y ellas “transportados” de aquel infierno por las drogas, el sonido cada vez más cercano de los cañones del Ejército comunista, la sensación de inutilidad y de derrota en los invasores estadounidenses, el “sálvese quien pueda” final, las intrigas y las maquinaciones para conseguir la salvación, la sensación de caos total, de falta de autoridad, de estampida descontrolada en la que ya no sirven valores ni jerarquías, principios o reglas de aceptación habitual en momentos de normalidad, toda esa “ambientación” realista y fidedigna de un trascendental y muy documentado momento histórico es excepcional.

Cierto es que la apreciación y el disfrute de esos capítulos primeros del libro resultan, en mi caso, especialmente vivos, profundos y significativos, porque, siempre previsor, he hecho coincidir la lectura de la novela con un reciente viaje a Vietnam, de tal manera que, tras las visitas diarias a los escenarios de los sucesos narrados, adentrarme en unas páginas que reconstruyen esos mismos hechos, ocurridos en unas calles, unos edificios, unos paisajes, unas gentes (en este último caso no, obviamente, las mismas) que acababa de conocer solo unas horas antes, constituía, cada día, una experiencia doblemente reveladora y de una especial “magnitud”. En particular, el demorado -y espeluznante- recorrido por las salas del Museo de los Vestigios de la Guerra en Ho Chi Minh City -la antigua Saigón- es un acontecimiento, de los más inolvidables de mi viaje, por la impresionante variedad del material expuesto y, sobre todo, por la crudeza y el realismo de las imágenes y los objetos que se muestran. En el museo -cabe una interesante y bastante reveladora visita virtual- están los tanques y los helicópteros de la guerra, los jeeps y los camiones para el transporte, los bombarderos y los cazas, así como una muy completa exhibición del destructivo armamento usado en el conflicto, ametralladoras y fusiles, morteros y lanza cohetes, bombas, obuses y misiles, balas, proyectiles y municiones varias, armas cortas y bazookas, minas antipersonas y recipientes para el napalm, el agente naranja y otros compuestos químicos… Hay también una reproducción -a escala real- de las celdas de internamiento y tortura, tan habitual en el curso de la guerra, de atroz uso por las fuerzas del sur del país. Y hay, sobre todo, una extraordinaria -e inagotable- colección de fotografías, debidas al talento y la valentía de decenas de corresponsales de guerra muertos en los combates, que ilustran, de una manera turbadora e inolvidable -tristemente inolvidable-, acerca de los muchos horrores -la opresiva selva, el lodo y el barro, la devastación, los desplazados, las aldeas quemadas, las matanzas, las ejecuciones, los fusilamientos, las torturas, los efectos de las armas químicas, y tantos otros, todos pavorosos- de ese inicuo episodio de la historia de la humanidad. Este inmenso arsenal -nunca más adecuado el término- de referencias bien documentadas -junto a las literarias y cinematográficas (singularmente el film de Coppola, Apocalypse now, una “presencia” ineludible en el texto) que el autor aporta al término de su libro- está presente, de un modo implícito, en esta primera parte de la novela que no dudo en calificar de magistral.

Los capítulos en los que el protagonista, llegado por fin a los Estados Unidos, se instala en California, en donde sobrevive mientras sigue ejerciendo, de un modo sutil -como no puede ser de otra forma- su labor de espía, se desenvuelven entre, como se ha dicho, la descripción del exilio vietnamita en su país de acogida -un conjunto de militares y civiles “fracasados” que, desposeídos de su rango jerárquico y de su posición social originarios, deambulan por los extrarradios de las deshumanizadas ciudades del oeste alternando trabajos infames y mal pagados, estancias solitarias en apartamentos cochambrosos, inocuas conspiraciones de salón y fantasiosas ideaciones sobre el retorno victorioso a su país; todo ello en un clima general de interminable borrachera- y, por otro lado, como corolario de tanta desdicha, de tanta incapacidad de adaptarse al nuevo y vertiginoso entorno, de progresar en el inalcanzable sueño americano, el permanente recuerdo, preñado de nostalgia y melancolía, de la vida en Saigón, la ciudad de tristeza, aquella ciudad portátil que llevábamos dentro todos los exiliados; una ciudad que -en la distancia- se idealiza (Saigón delicioso, delirante y disfuncional) mientras en la voz del narrador se evocan episodios de su anterior vida en ella: el recuerdo nostálgico de la madre, las galletas Le petit écolier que en su extrema pobreza ella lograba guardar para su hijo, el recuerdo de Ban Me Thout, mi pueblo natal, pueblo en las colinas, pueblo de tierra roja, patria montañosa de los mejores granos de café, tierra de cataratas rugientes, de elefantes exasperados, de los famélicos Gia Rai con sus taparrabos, descalzos y a pecho descubierto, tierra donde habían muerto mis padres, tierra donde mi cordón umbilical estaba enterrado en la diminuta parcela de mi madre, tierra donde el heroico Ejército Popular había iniciado las ofensivas para liberar el sur durante la gran campaña del 75, tierra que era mi hogar. E, incluso, la añoranza de la guerra, que se reviste ahora, una vez dejada atrás, de caracteres épicos: No éramos un pueblo que se lanzaba a la batalla siguiendo la llamada de una corneta o una trompeta. No, nosotros luchábamos al son de canciones de amor, porque éramos los italianos de Asia.

Y es que, en efecto, en esta segunda parte del libro -y en la novela entera-, las canciones, la música, constituyen un elemento esencial de la narración, a través del que se vehicula -sobre todo- este permanente sentimiento de nostalgia, el dolor melancólico y romántico que provoca la pérdida de su ciudad. Decenas de canciones, occidentales y vietnamitas, surcan el libro, entre ellas Bang Bang (My Baby Shot Me Down), que suena en la voz de Nancy Sinatra, un tema que ilustra de un modo emblemático esta dimensión deliciosamente triste, de evocación apesadumbrada, del relato, tal y como podréis comprobar en el muy significativo fragmento que os dejo al cierre de esta reseña, antes del vídeo de la canción.

En la sección postrera de la obra, de lectura angustiosa, asistimos a otra manifestación del horror, el que nace de la exigente y rigurosa interpretación por parte de las nuevas autoridades comunistas de la pureza de la revolución, confinado el narrador, de vuelta a su tierra, en un campo de internamiento del Vietcong, en una experiencia que no quiero describir en detalle por no revelar aspectos esenciales del desenlace del libro.

Sin tiempo apenas ya para más comentarios, permitidme un breve apunte final sobre otro aspecto esencial de El simpatizante, la condición “dual” de su protagonista, un rasgo que no solo lo define sino que inspira uno de los ejes temáticos más importantes de la novela.

“Nuestro” espía es hijo ilegítimo de un sacerdote francés y una humilde campesina vietnamita, y esa condición de bastardo, fruto de una unión cuanto menos “irregular” (aunque su madre lo llama “hijo del amor”) entre personas de diferentes culturas y condiciones, caracterizará su personalidad, teñida por muy diversos y significativos dualismos. En Estados Unidos pasará por “amerasiático” siendo en realidad euroasiático, en cualquier caso un extraño, un mestizo, una anomalía; en él se concitarán los más destacados rasgos del carácter oriental y occidental, como se pone de manifiesto en una ilustrativa tabla que el propio narrador presenta en la página 86; será, igualmente, la viva metáfora del conflicto entre un norte de progreso y un sur supuestamente en vías de desarrollo; su ambivalente condición evocará el eterno diálogo entre el yin y yang; esa naturaleza demediada operará también en el libro como representación de la propia historia del Vietnam (Nuestro mismo país estaba maldito, bastardeado, dividido entre norte y sur; y aunque pudiera decirse que éramos nosotros quienes habíamos elegido la división y la muerte en aquella incívica guerra civil nuestra, esto sólo era cierto a medias. Nosotros no habíamos elegido que los franceses nos denigraran, ni que nos dividieran en una impía trinidad de norte, centro y sur, ni que por fin nos entregaran a los grandes poderes del capitalismo y el comunismo para que éstos nos siguieran partiendo por la mitad y luego nos dieran los papeles de ejércitos enfrentados en una partida de ajedrez de la guerra fría librada por hombres blancos trajeados y falsarios con aire acondicionado); vivirá como agente doble atrapado entre dos mundos, escéptico, pues, ante los “dogmas” de ambos; y sobre todo, se verá envuelto en el más esencial y problemático dilema de su vida, el que enfrenta las cualidades de revolucionario y “simpatizante”, como queda de manifiesto en este fragmento que desvela, además, el sentido último del título del libro: Mirando ahora esta historia nuestra, de mí y de mí mismo, podemos ver que los que nos ha definido y nos ha causado tantos problemas es el hecho de que no solamente somos revolucionarios, sino también simpatizantes, lo cual implica un grado de compasión. Hace falta compasión para hacerse uno revolucionario, ese que siente el sufrimiento ajeno. Pero en cuanto uno se hace revolucionario ya no puede sentir compasión, porque el revolucionario no puede sentir nada hacia la gente a quien le tiene que hacer cosas, ¿verdad? Lo que distingue a un simpatizante de un revolucionario es lo mismo que distingue a la emoción de la acción, al pensamiento del acto, al idealismo de sus consecuencias. La dura “convivencia” con tanta contradicción definirá el modo de ser, de pensar y de sentir del narrador, que siempre se siente fuera de lugar, dividido: igual que mi maldita generación se había visto dividida antes de nacer, también yo estaba dividido de nacimiento, alumbrado en un mundo posparto donde prácticamente nadie me aceptaba como lo que yo era, sino que se limitaban todos a intimidarme para que eligiera entre mis dos lados; un drama íntimo que ya aflora desde las primeras palabras del libro: Soy un espía, un agente infiltrado, un topo, un hombre con dos caras.

En fin, no hay tiempo para más. Leed esta muy apreciable novela, El simpatizante, de Viet Tranh Nguyen, llena de motivos de interés. La ya citada canción de Nancy Sinatra, Bang Bang (My Baby Shot Me Down), que aparece también en el texto que cierra esta reseña, acompaña musicalmente mis comentarios.



Mientras la escuchaba cantar, yo sólo quería inmolarme con ella en una noche que recordar para siempre. Hasta el último hombre de la sala compartía mis emociones mientras contemplábamos cómo ella se limitaba a mecerse suavemente ante el micrófono; no necesitaba más que su voz para conmover al público, o mejor dicho, para paralizarnos. Nadie hablaba y nadie se movía salvo para levantar un cigarrillo o una copa, una concentración absoluta que tampoco rompió su siguiente tema, algo más optimista: Bang Bang (My Baby Shot Me Down). También Nancy Sinatra había cantado aquel tema, pero Nancy no era más que una princesa de platino cuyo único conocimiento de la violencia y las armas le llegaba de segunda mano de los amigos mafiosos de su padre, Frank. Lana, en cambio, había crecido en una ciudad donde los gánsteres habían llegado a ser tan poderosos que el ejército había combatido con ellos en las calles. Saigón era una metrópolis donde los terroristas no sorprendían a nadie y la invasión al por mayor por parte del Viet Cong se vivía como una experiencia comunitaria. ¿Qué sabía Nancy Sinatra cuando cantaba bang bang? Para ella era una letra de pop adolescente. Para nosotros, en cambio, bang bang era la banda sonora de nuestras vidas.

Y lo que era peor, Nancy Sinatra padecía, igual que la mayoría aplastante de los americanos, de monolingüismo. La versión más rica y matizada que hacía Lana de Bang Bang superponía el francés y el vietnamita al inglés. Bang Bang, je ne l’oublierai pas, decía el verso final de la versión francesa, que tenía su eco en la vietnamita de Pham Duy, no olvidaremos nunca. Dentro del panteón de temas pop clásicos de Saigón, aquella versión tricolor era una de las más memorables, con su forma brillante de entretejer amor y violencia en la enigmática historia de dos amantes que, aunque se conocían desde la infancia, o quizá precisamente porque se conocían desde la infancia, terminaban liándose a tiros. Bang Bang era el ruido que hacía la pistola de los recuerdos al dispararnos a la cabeza, porque no podíamos olvidar el amor, no podíamos olvidar la guerra, no podíamos olvidar a los amantes, no podíamos olvidar a los enemigos, no podíamos olvidar nuestra tierra y no podíamos olvidar Saigón. No podíamos olvidar el sabor a caramelo del café con hielo y azúcar grueso; los cuencos de sopa de fideos que os comíamos en cuclillas en la acera; rasgar la guitarra de un amigo mientras nos mecíamos en hamacas bajo los cocoteros; los partidos de fútbol que jugábamos descalzos y sin camisa en los callejones, plazas, parques y prados; las gargantillas de perlas de niebla matinal que rodeaban las montañas; la humedad labial de las ostras desbulladas en una playa de arena gruesa; el susurro de una amante joven y tierna diciendo las palabras más seductoras de nuestro idioma, anh oi; el traqueteo de los granos de arroz al ser trillados; los trabajadores que dormían en sus triciclos en las calles, al abrigo de nada más que los recuerdos de sus familias; los refugiados que dormían en cada acera de cada ciudad; la incandescencia de las pacientes espirales antimosquitos; la dulzura y firmeza de un mango fresco recién cogido del árbol; las chicas que se negaban a hablar con nosotros y a las que justamente por esos nosotros deseábamos más; los hombres que habían muerto o desaparecido; las calles y casas destruidas por los obuses; los torrentes donde solíamos nadar desnudos y riendo; la arboleda secreta donde espiábamos a las ninfas que se bañaban y chapoteaban con inocencia de pájaros; las sombras que proyectaba la luz de las velas en las paredes de las chozas de zarzo; el tintineo atonal de los cencerros de las vacas en los caminos enfangados y las sendas rurales; el ladrido de un perro hambriento en una aldea abandonada; el apetitoso hedor del durián, que te hacía llorar cuando te lo comías; la imagen y las voces de los huérfanos aullando junto a los cadáveres de sus padres; la camisa que se te pegaba al cuerpo por la tardes, el cuerpo igualmente pegajoso de tu amante cuando terminabas de hacer el amor, lo difícil de nuestras situaciones; el chillido frenético de los cerdos que escapaban para salvar el pellejo perseguidos por los aldeanos; las colinas inflamadas por la puesta del sol; la cabeza coronada del amanecer emergiendo de las sábanas del mar; la mano caliente de nuestra madre cogiendo la nuestra; y aunque la lista podría continuar infinitamente, la idea era muy simple: la cosa más importante que nunca podríamos olvidar era el hecho mismo de que nunca podríamos olvidar.


Viet Thanh Nguyen. El simpatizante

miércoles, 22 de noviembre de 2017

ANTONIO ITURBE. A CIELO ABIERTO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os brindamos una recomendación de lectura confiando en que nuestra elección, realizada siempre con criterios de interés y calidad, pueda acertar y hacer despertar en vosotros la inclinación hacia un determinado libro.

En el caso de hoy son tres -y no, como de costumbre, una sola- las propuestas que voy a plantearos conjuntamente, una “oferta” múltiple que viene en cierto modo impuesta por la concesión, hace unos meses, del premio Biblioteca Breve correspondiente a 2017 a la última novela de un escritor, Antonio Iturbe, hasta ese momento desconocido para mí, aunque cuente ya con una significativa obra publicada con anterioridad. Un prestigioso jurado -y a mi juicio muy fiable; aunque de la validez de su dictamen en esta ocasión concreta os hablaré en unos minutos- formado por Fernando Aramburu, Pere Gimferrer, Lola Larumbe, Manuel Longares y Elena Ramírez, otorgó el importante galardón a A cielo abierto, una más que estimable novela en la que centraré mi recomendación de esta tarde y que apareció a primeros de año en la editorial Seix Barral, el sello que patrocina el premio. Mi lectura arrebatada del voluminoso libro -más de seiscientas páginas-, me llevó a adentrarme, días después, en la que pasa por ser la obra más conocida de Iturbe, La bibliotecaria de Auschwitz, publicada en 2012 por la editorial Planeta, también torrencial y de lectura igualmente apasionante y que asimismo os comentaré de modo breve. Además, y en tanto el título galardonado gira sobre la vida personal y la trayectoria literaria de Antoine de Saint-Exupéry (Destaca la cuidada recreación de la figura de Saint-Exupéry y el tratamiento de la épica de los primeros años de la aviación civil francesa en una novela de arriesgadas aventuras con un fiel trasfondo histórico, señala el jurado en su acta), he decidido incluir en mis consejos de esta tarde la obra maestra del escritor francés, El Principito, ahora que están a punto de cumplirse los setenta y cinco años de su aparición en 1943.

Quiero hacer, antes de adentrarme de lleno en mis comentarios a los tres libros, una breve consideración a propósito de la adjudicación del Premio Biblioteca Breve al primero de ellos, A cielo abierto. En su primera etapa, que transcurrió entre 1958 y 1972, el galardón tenía una componente “rompedora”, atrevida, descubriendo autores primerizos o muy jóvenes, apostando por obras no demasiado convencionales, premiando textos que suponían una ruptura o al menos una renovación de los lenguajes narrativos más consolidados y por tanto más previsibles. Nombres como Luis Goytisolo, Caballero Bonald, García Hortelano, Benet, Marsé, Guelbenzu, entre los españoles, y Vargas Llosa, Cabrera Infante, Manuel Puig o Carlos Fuentes entre los hispanoamericanos, integran la nómina de los sobresalientes ganadores y finalistas de aquellas primeras ediciones (y hay que imaginarse a estos autores con cincuenta y sesenta años menos de los que ahora tienen para poder darnos cuenta de lo arriesgado del envite editorial). Tras una larga pausa, en la que dejó de convocarse, “el” Biblioteca Breve reaparece en 1999 con otra lógica, bastante más comercial -aunque no exenta de calidad-, desde la que se premia a escritores como Elvira Lindo, Juan Manuel de Prada, Juan Bonilla, Clara Usón, Fernando Aramburu, Luisa Castro, Elena Poniatowska o Fernando Marías, entre otros; todos ellos nombres importantes, aunque de no tanta entidad como aquellos, entre nuestros literatos contemporáneos.

La presencia de Antonio Iturbe en este largo elenco no desentona desde los parámetros del segundo enfoque reseñado, aunque sí chirría si nos atenemos a unas cualidades literarias supuestamente excepcionales o a un valor narrativo presuntamente anticipador o germinal, o tan solo destacado o significativo. A cielo abierto es una estupenda novela, magnífica en la “conversión” de un vastísimo y bien trabajado material documental en ficción narrativa; sobresaliente en el dibujo de la compleja personalidad de Saint-Exupéry y de la de sus colegas de vuelos; espléndida en la escrupulosa y verosímil recreación de una época; formidable en la reivindicación de la aventura y la pasión vitales; cautivadora en su contagiosa defensa de los retos arriesgados, de los desafíos y los viajes, del juvenil ímpetu y el valeroso espíritu que nos lanza al descubrimiento; muy atractiva en su tratamiento épico del heroísmo, encarnado en un trío de hombres fuera de lo común como son sus protagonistas; inspiradora cuando describe los valores -tan nobles, tan puros, tan incontaminados por los intereses comerciales y el dinero- de esos personajes casi legendarios; valiosa y penetrante en su indagación de las almas y las personalidades de esos tres caracteres principales… pero no deja de ser, y espero que se entienda mi objeción -muy menor, eso sí; el balance final es sin duda positivo-, una novela “periodística”, una transcripción -ciertamente brillante- de elementos “preexistentes”, sin invención propiamente dicha, sin la creación de un universo literario con autonomía y entidad, sin una sobresaliente o siquiera valiosa aportación a la historia de la literatura, como un premio con esta trayectoria pudiera suponer. Más cercana, por tanto, en este sentido, y a pesar de los muchos elementos genuinamente novelescos, a un muy interesante -y extenso- reportaje, a una minuciosa crónica, muy vibrante y sugestiva, que, quizá, con ligeros cambios que la despojasen de los elementos de legítima invención novelística, podríamos encontrarnos y leer -por entregas- en cualquier revista dominical de calidad de algún destacado periódico.

En otro orden de cosas, y admitiendo la “dimisión” de Seix Barral de esa voluntad de búsqueda de valores nuevos que impregnaba el planteamiento inicial del premio, sorprende también que el jurado -y los correctores de la editorial- hayan dejado pasar algún fallo menor; entre ellos, algunos de concordancias y, sobre todo, la mención que el autor hace, por boca de Saint-Exupéry, de Baudelaire y su “barco ebrio” (atribución que correspondería, obviamente, a Rimbaud)… Errores disculpables, sí, pero… ¡¡es la obra ganadora del Biblioteca Breve!!

A cielo abierto sigue la vida de tres amantes de la aviación, tres pioneros de las primeras líneas del correo comercial aéreo francés, tres pilotos que acabarán por confluir en sus distintas trayectorias vitales hasta desarrollar una fuerte amistad en la sociedad Latécoère, un clásico histórico de las compañías aeronáuticas y uno de los grupos empresariales más poderosos del sector en la actualidad, constructores, entre otros, de los aviones Airbus o Boeing. El más conocido de los tres, el ya mencionado Antoine de Saint-Exupéry, centrará el hilo principal de la novela. A él se le unirán, en capítulos que se alternan y que tendrán como protagonistas a cualquiera de los integrantes del trío, Jean Mermoz, atrevido y sanguíneo, entusiasta y excesivo, corajudo y mujeriego, un aventurero prototípico, y el discreto Henri Guillaume, de vida ordenada y convencional, aunque poseído también por la pasión del vuelo. Los tres, niños traviesos que juegan en la ciudad de los hombres, viven la aviación como una aventura, como un placer, como un juego, una experiencia que los hace volver a caminar por el sendero de la infancia, en una imagen -la del universo infantil- recurrente en el libro y muy conectada con el espíritu que inspiraría -y que rezuma su texto y las acuarelas que lo acompañan, debidas al propio autor- la obra mayor de Saint-Exupéry, El Principito.

La novela, estructurada en ochenta y nueve capítulos y un epílogo, se desenvuelve entre 1921 -cuando encontramos a un joven Mermoz en sus durísimos días de instrucción como voluntario en el acuartelamiento de aviación de Istres, en el sur de Francia- y mediados de 1945, en que una melancólica mirada retrospectiva cierra la obra, apenas un año después de la muerte, el 31 de julio de 1944, del propio Saint-Exupéry, desaparecido en el Mediterráneo en una misión de reconocimiento para la que había partido desde una base en Córcega. Entre ambas fechas transcurre la trama del libro, que conjuga dos planos sólidamente imbricados en el texto: por un lado, el relato de las intensas peripecias áreas de los personajes, del desarrollo de su enardecida vocación, la fiel aproximación a los acontecimientos de unas existencias marcadas por la aviación; y, por otro, la honda profundización en sus complejas personalidades y en sus vidas “civiles” -la vida en tierra-, con su sucesión de amores y amistades, matrimonios y amantes, negocios y bancarrotas, proyectos y trabajos, pero también sueños y frustraciones, esperanzas y desilusiones, emociones y fracasos.

En el primero de los frentes, A cielo abierto ofrece una destacada panorámica de esas décadas, que se inician tras la primera guerra mundial y se extienden hasta el final de la segunda, en las que Europa y el mundo entero vivieron momentos convulsos que cambiaron de raíz el retrato de nuestras sociedades. Centrado sobre todo en el desarrollo de la aviación civil, con la apertura de nuevas líneas, la superación de récords de vuelo, las entonces frecuentes hazañas aeronáuticas, los atrevidos desafíos de navegación aérea, entre una multitud de apasionantes lances -vuelos nocturnos, condiciones ambientales inclementes, aterrizajes forzosos, terribles accidentes, aviones desaparecidos, escenas bélicas-, el libro sigue a sus protagonistas por la mitad del orbe, Francia y Marruecos, España y Senegal, Inglaterra y Alemania, Argentina y Brasil, las vastas extensiones del desierto del Sahara y los imposibles picos andinos, el interminable océano Atlántico o la igualmente peligrosa inmensidad mediterránea, y nos los muestra no solo en sus muy precarias cabinas de vuelo haciendo frente a nieves y lluvias y tormentas, encarando en sus frágiles aparatos los ataques de los poderosos cazas enemigos, o en lastimosos aeródromos en los que consumen estériles horas de impaciente espera, sino también en los salones de la más refinada sociedad en París o de Nueva York, en los que se codean con los elegantes círculos literarios de la época, con políticos famosos, con aristócratas fascinantes, con mujeres de encanto irresistible, o en los bajos fondos de la Boca rioplatense, trasegando alcohol entre chulos, prostitutas y marineros sin fortuna.

Todo este eje “histórico” del libro se articula a partir de dos fuentes principales: la innumerable información contrastada y documentada que existe sobre estos hechos “objetivos” (hasta el punto de que la mera consulta de la entrada “Antoine de Saint-Exupéry” en la Wikipedia permite seguir fielmente -aunque de manera obviamente resumida- el hilo conductor de la novela) y la mucha información autobiográfica que permea las páginas de la obra del escritor francés, de cuyos libros El aviador, Correo del Sur, Vuelo nocturno, Tierra de hombres o Piloto de guerra se ha nutrido Iturbe para recrear escenas enteras de su novela.

La segunda vertiente de A cielo abierto, la más íntima y personal, bebiendo también de los escritos del propio Saint-Exupéry (hay muchas reflexiones extraídas de El Principito, y se explican escenas y hasta personajes del cuento inspirados al parecer en anécdotas vividas por el aviador), es, sin embargo, la que se presta a una mayor tarea estrictamente novelística de su autor, que recrea libremente los pensamientos y las sensaciones, las inquietudes y las emociones -su atrevimiento, su valentía, hasta su locura-, las contradicciones y los padecimientos, incluso los comentarios y las conversaciones de sus personajes (por ejemplo en frases como esta: Después de tantos avatares, por debajo de las cicatrices, del pelo que se empieza a caer y las ilusiones descoloridas, se reconocen en la fragilidad traviesa de los niños que siguen siendo), en un conjunto que, si bien ficticio, resulta coherente, creíble y verosímil, contribuyendo a dotar de “vida” lo que, sin esta componente, resultaría ser -ya se ha dicho- un frío reportaje periodístico.

Tras el relato de tantos avatares, en A cielo abierto se defiende una muy humana visión del mundo, una concepción moral de la existencia, unos valores -presentes en la obra entera de Saint-Exupéry, singularmente El Principito- que postulan la importancia del amor, la amistad, la entrega, la pasión, los sueños, la esperanza, la generosidad. Vivieron cada año como si fueran diez. Vencieron sus miedos. Llegaron a lugares asombrosos donde nadie había llegado, superaron retos que parecían imposibles, se sacrificaron para que la gente recibiera su correo en lugares remotos… No sé si valió la pena, pero de algo estoy seguro, ellos hicieron que sus vidas fueran extraordinarias, dice al final de la novela Daurat, el que fue jefe de los aviadores, en un resumen bien significativo del alcance moral de la propuesta del escritor francés y de su premiado “embajador” Antonio Iturbe.

Valores que aparecen también en La bibliotecaria de Auschwitz, de nuevo una recreación periodística de historias reales, precisa y abundantemente documentadas en una muy detallada bibliografía (de la que se da cuenta al término del libro). En este caso, es la dramática -pero a la vez aleccionadora- experiencia de Dita Kraus, la niña judía que entre los nueve y los dieciséis años fue objeto de sucesivas deportaciones desde su Praga natal a distintos campos de concentración y de exterminio, singularmente el de Auschwitz, en el que heroica y milagrosamente ejerció de bibliotecaria, custodiando y alentando la lectura -prohibida por los nazis- de los ocho únicos libros que algunos valerosos prisioneros lograron conservar. El relato, como casi todos los inspirados en los trágicos recuerdos de las víctimas, es sobrecogedor, emociona y conmueve, constituyendo además una bienintencionada defensa de la dignidad y el coraje, de la libertad y la esperanza, de la valentía y la lucha, de la solidaridad y la entrega, también de la lectura y los libros, hasta el punto de haber sido galardonado en su momento con el Premio Troa a los “Libros con valores”. Sin embargo, y al igual que en A cielo abierto, poco hay de literariamente estimable en la construcción que Iturbe “suma” al amplio y bien hilado bagaje documental en el que se inspira. Más allá de esta ya de por sí evocadora y formidable historia original, la narración -que aun así se lee con fruición; su autor es un periodista avezado y un escritor sobresaliente- resulta algo plana, fría y estereotipada, sus personajes -pese a ser el trasunto fiel de individuos reales que sufrieron desgarradas experiencias vitales- no son del todo convincentes, y se muestran más como emblemas de cartón piedra, como meros vehículos de las ideas que el autor quiere defender que como individuos plenos, con hondura (y ello a pesar del muy evidente propósito de Iturbe de dotarlos de aristas y ambigüedades, escapando del maniqueísmo trivial del nazi malvado -que los hay, obviamente, en la novela- o el judío sufriente y heroico -que también comparece, como era de esperar), con pulso vital y calidez humana. El lector siempre tiene la sensación -así ha sido, al menos en mi caso- de no estar escuchando la creíble voz de una persona sino la hasta cierto punto rutinaria y monótona narración de un ente artificioso.

Debiendo poner fin ya a esta muy larga reseña, me despido con mi encarecida invitación a leer -para la mayor parte de vosotros se tratará de releer- El Principito. No hay tiempo ya para glosar la valía de esta obra maestra, por lo que me limitaré a apuntar que siendo muchas las ediciones del libro en nuestro país, he elegido recomendaros una especial, bellísima, presentada en un cuidado estuche y con encuadernación en tela, que vio la luz en 2001, con ocasión del cincuentenario de su primera edición española, en la editorial Salamandra, que ha mantenido la traducción canónica de Bonifacio del Carril. El evocador y genial universo del joven príncipe se recoge aquí envuelto en la acogedora y deslumbrante belleza de una edición única.

Como acompañamiento musical a mis comentarios os dejo con J’attendrai, un tema de Tino Rossi, el cantante francés cuyas baladas románticas escuchan los protagonistas en un pasaje del libro.


Vuelan durante horas saltándose cualquier protocolo. Cuando ve una bandada de gaviotas flotando indolentes, cerca de la playa interminable más allá del cabo Bojador, desciende y las espanta como un chiquillo travieso. Los pájaros se elevan de repente y la danza de la vida se despliega sobre el cielo como si fuera el primer día de la creación.


Dejan atrás dunas y pequeñas cordilleras. De vez en cuando el jefe señala con el dedo y se vuelve lentamente para decir palabras que se lleva el viento. Tal vez señale un lugar al que viajó alguna vez con alguna caravana tras muchas jornadas de camino. Después, repliega la mano y deja de señalar. Nunca se había adentrado tan lejos. Se queda en silencio. El desierto que creía conocer resulta ser mucho más grande que su larga vida y que cualquier vida. Cuando el jefe Abdul Okri y él mismo hayan muerto, cuando todos hayamos muerto, el desierto seguirá ahí, viendo salir el sol por el este y poniéndose por el oeste.


Alcanzan un pequeño rebaño de nubes al llegar al golfo de Cintra. Toma altura para retozar un poco con ellas. Ve al jefe ponerse tenso de nuevo al ver que el avión se dirige a toda velocidad a chocar contra los cúmulos. Se ríe. ¿De qué creerá el jefe Abdul que están hechas las nubes? ¡Su conocimiento de las nubes es el mismo que el de un recién nacido! El Breguet alcanza los cúmulos blancos y entra en ellos como una cucharilla en un plato de chantillí. El mundo se pierde de vista, un leve temblor sacude el aparato y los hilachos de nueve corretean a su lado. Ve cómo el jefe alarga la mano para tratar de tocarlos y mueve la cabeza con asombro. Durante todas las noches del resto de su vida, sentado ante el narguile, podrá contar que un día toco las nubes.

Sobrepasan Agadir y el desierto se va suavizando con una telilla de matorrales y vegetación. Se encaminan hacia Saint-Louis de Senegal y el paisaje va mudando el color. Abandona la piel áspera del desierto y se viste con otra más fresca. El jefe Abdul señala los primeros árboles. Aquí hay uno. Allá otros dos. Más allá un racimo. Son ceibas, palmeras, acacias, enormes baobabs. Y empiezan a faltarle mano. Hasta que deja de gesticular y se queda quieto con la cabeza fija, magnetizado por el paisaje. Los ríos se ensanchan, la tierra se ha teñido de verde, el color con el que sueñan los musulmanes. Y entonces, el jefe se vuelve hacia el piloto. El viejo saharaui endurecido por el desierto, el jefe tribal intransigente, el guerrero feroz… derrama lágrimas tras las gafas de aviador. Él lo mira desconcertado y su pasajero señala insistentemente hacia abajo.



No atina a ver nada extraordinario. Solamente hay un bosque minúsculo. Nada especial. 

Un bosque… 

El jefe Abdul Okri nunca pudo imaginar que existieran tantos árboles en el mundo. Tal vez se acordara en ese momento de los polvorientos arbustos que crecen junto a su jaima y sintiera pena por ellos, perdidos en medio de la arena, tan lejos de su casa. Siente una ternura hacia ese hombre y los suyos, gentes en tierra áspera, desperdigados por el desierto como matojos resecos y, aun así, tal vez por eso, orgullosos.



Oye sollozar. Nunca creyó que vería llorar a un sheij tan altivo como él.

Tonio suspira, contagiado por la emoción. El ser humano, egoísta, odios, mezquino, capaz de las mayores atrocidades, puede también ser una criatura capaz de emocionarse al contemplar la paz milenaria de los árboles. Se inclina hacia delante y posa su mano en el hombro del saharaui.

Cada persona es un milagro…



 
Antonio Iturbe. A cielo abierto

miércoles, 15 de noviembre de 2017

GRAHAM SWIFT. EL DOMINGO DE LAS MADRES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo un libro excepcional de un autor que me entusiasma, pese a lo cual aún no había aparecido en el programa.

A finales de los ochenta, la editorial Anagrama comenzó a publicar en nuestro país los primeros libros de una portentosa generación de escritores británicos, el british dream team de Jorge Herralde, como empezó a ser conocida esta magnífica apuesta del editor catalán. Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro y Graham Swift “debutaron” en España en la colección Panorama de Narrativas del sello barcelonés, y desde entonces han ido presentando sus nuevas obras en el mismo sello hasta completar en él prácticamente la totalidad de su producción. De los cuatro primeros autores, Amis, Barnes, McEwan e Ishiguro, habéis tenido aquí una reseña sobre alguna de sus obras. No ha sido así en el caso de Graham Swift (y no por absurdas razones “jerárquicas” -todos son escritores excelentes y Swift, en particular, uno de los más destacados de entre ellos, sino por circunstancias meramente azarosas: unos libros aparecen aquí en un momento determinado y otros se postergan sin especial justificación), una carencia que quiero subsanar ahora recomendándoos con pasión El Domingo de las Madres, su, por ahora, última novela. Aprovecho también para sugeriros la lectura del resto de sus libros, singularmente El país del agua -que fue llevada al cine hace veinticinco años, con Jeremy Irons como protagonista y de la que tengo un recuerdo vago de algunas de sus escenas, casi todas las que contaban con la radiante presencia de Lena Heady en pantalla-; Últimos tragos, una novela magistral, emotiva, conmovedora, sobre la vida, la muerte, los sueños; o La luz del día, una falsa novela policiaca que respira la inteligencia y emoción marca de la casa en un escritor genial. El Domingo de las Madres cuenta con la traducción de Jesús Zulaika, que se reparte con Daniel Najmías la traslación al español de las novelas de Swift.

Estamos en Berkshire, Inglaterra, un 30 de marzo de 1924, cuarto domingo de Cuaresma y día en que se celebra en el Reino Unido el Domingo de las Madres, el equivalente británico de nuestro Día de la madre. Jane Fairchild, criada de los Niven, se enfrenta a una jornada inusual. Huérfana, no puede, como el resto del servicio, disfrutar del día libre que, cumpliendo la tradición -tan british-, los señores conceden a la servidumbre para la visita a sus familiares. El matrimonio Niven abandonará su mansión de Beechwood para festejar el día comiendo en Henley, una localidad cercana, con sus vecinos, los Sheringham y los Hobday, que celebran además el próximo enlace de Paul y Emma, sus respectivos hijos. Ante Jane se presenta, pues, un día “vacío” que, en sus planes, piensa ocupar en pasear en bicicleta por la zona, sentarse en el algún banco al sol o leer un libro en el jardín. Una llamada telefónica, sin embargo, lo cambiará todo, sus perspectivas para ese día y su vida entera. Paul, el vástago de los Sheringham con quien Jane mantiene una relación clandestina de años, le propone un encuentro en Upleigh House, la opulenta vivienda familiar, aprovechando la doble circunstancia de la ausencia de sus padres y del servicio y el hecho de que dispone de unas horas libres hasta el almuerzo con su prometida, previo a su inminente boda. No quiero contar más de la trama de una novela que, salvo por un acontecimiento extraordinario que no voy a desvelar, no presenta mayores alicientes. El libro entero, por lo demás muy breve, apenas ciento sesenta páginas, es el relato de unas pocas horas de ese día, aunque entremezclados con la narración principal aparecen, en constantes vueltas atrás y adelante, los años de infancia de la protagonista y los de su muy longeva ancianidad, cuando, con cerca de cien años y convertida en escritora, rememora aquella jornada decisiva vivida cuando solo tenía veintidós.

Y es que, como tantas otras veces en la alta literatura -y El Domingo de las Madres es, a mi juicio, una obra maestra (aun aceptando lo relativo de estas calificaciones)- el argumento resulta casi anecdótico, siendo el estilo, la belleza de la escritura o el genio del autor para abrir la historia a infinidad de evocaciones, sugerencias, ideas, reflexiones y elementos con valor simbólico que desbordan y enriquecen la relativa banalidad del aparente hilo conductor del texto, lo que confiere a la novela su dimensión magistral.

El estilo de Swift es deslumbrante. La sutileza en las descripciones; la exquisita ambientación; la elegancia en el retrato de los personajes; una formidable capacidad de penetración que se logra de un modo leve, mediante alusiones, con ligereza y a la vez densidad; el ritmo, lento y demorado pero atrayente y seductor; la voz en tercera persona que, sin embargo, suena íntima, honda, auténtica; la estructura como de rompecabezas, con -como se ha dicho- avances y retrocesos que se engarzan en la continuidad del relato sin forzarlo; los incisos, las significativas elipsis, las rupturas inesperadas y los giros sorprendentes presentados con naturalidad y sencillez… Todos ellos son recursos que dotan a la novela de una belleza, una emoción, una intensidad, un erotismo, una sensibilidad, una vibración, un lirismo, una pasión, una delicadeza, una melancolía, una ternura, un entusiasmo, un encanto, una complejidad y un magnetismo hipnóticos, inolvidables, magistrales.

La deliciosa recreación de las pocas horas de encuentro sexual entre Paul y Jane y el posterior deambular de ésta, desnuda y en soledad, ensimismada y pensativa, por las lujosas dependencias de una vacía e inmensa Upleigh House, la hace Swift incorporando sutilmente otras “subtramas”, una amplia gama de hilos temáticos que apuntan en distintas direcciones a partir de los recuerdos, las evocaciones y los pensamientos de la chica, dotando así a El Domingo de las Madres, de una riqueza, una profundidad, una ambición literaria y una hondura reflexiva, que van mucho más allá de la mera historia relatada, por más que esa “escena” central sobre la que gravita el libro tenga una fuerza y un poder de seducción innegables.

Por un lado, el autor nos lleva al pasado de la doncella, al confuso origen de su biografía. Nacida en 1901, pero sin que se sepa la fecha exacta, pues Jane es abandonada en un orfanato, siendo, por lo tanto, expósita (condición a la que alude su apellido, fairchild, uno de los habituales en inglés -googdchild, goodboy son otros- para estos niños sin padres), a los catorce años es enviada a servir en distintas casas, y dos después recala en Beechwood con los Niven. Son muchas, en este sentido, las reflexiones sobre la orfandad y la ausencia de la figura materna que aparecen en las disquisiciones de la chica.

Una orfandad que sugiere otra de las claves del libro, una suerte de recreación -muy sui géneris- del cuento de Cenicienta. No es sólo que la frase que antecede a la novela y aparece en su entradilla -¡Vas a ir al baile!- remita al personaje de Perrault, ni que el libro empiece con un significativo Érase una vez, como podréis comprobar en el fragmento que os dejo al término de esta reseña; el vínculo con Cenicienta es aún más claro y explícito en el propio texto de la obra. A partir de la relativa homofonía inglesa entre huérfana y orquídea (orphan/orchid), Swift hace decir a su protagonista: Y si eras huérfana tal vez podías convertirte en orquídea, como Cenicienta se convirtió en una princesa. Y la Jane nonagenaria revelará si, tras la relación con su amante/príncipe, esa conversión tuvo o no lugar.

Porque, en otro de los ejes temáticos del libro, la cuestión de las clases sociales, de las diferencias de origen es también esencial en el relato. Jane es una criada; una criada, además, en la rígida y jerarquizada estratificación social británica -tan presente en series como la clásica Arriba y abajo o la que lleva camino de serlo Downtown Abbey, con las que El Domingo de las Madres guarda muchos paralelismos. Y Paul, su amante, es un “señor” -¿En la cama se funden las diferencias?, se preguntará ella tras el coito-, alguien absolutamente ajeno, por su origen, por su dinero, por su posición, por sus relaciones, por sus expectativas vitales, a su modesta y anónima existencia. Mis años de criada, mis años de servicio, repetirá, obsesiva, la Jane anciana, cuando recupera sus recuerdos, en los que esta conflictiva dicotomía sierva/señor ocupa un lugar preponderante.

También tiene una significativa presencia en la narración la Gran Guerra, esa devastadora primera contienda mundial que, recién terminada cuando se inicia la “acción”, ha dejado el irremplazable hueco de cuatro chicos desaparecidos en los hogares de los Sheringham -Dick y Freddy- y los Niven -Philip y James-, cuatro jóvenes vidas segadas de raíz por el brutal enfrentamiento, una ausencia que, apenas perceptible y sin subrayados, asoma como telón de fondo de los hechos.

Igualmente remarcable resulta el intenso y dulce, el velado pero palpable erotismo de la escena central, con especial mención al recorrido de Jane desnuda por la casa de los Sheringham. El libro entero, pero en particular estas páginas, que ocupan casi la mitad de la novela, rezuma delectación, placer y sensualidad, sensaciones que se trasladan a la lectura de un modo muy etéreo y elegante, contagiando al lector.

Pero la vivencia de Jane en esa jornada particular es, por encima de todo, la excusa -bellísima y muy lograda en sí misma- para que Swift indague en la personalidad de la criada y nos permita conocer cómo ese acontecimiento del domingo 30 de marzo de 1924 cambiará su vida convirtiéndola en la escritora que acabará por ser hasta su ancianidad, tras una larga existencia en la que, según declara ella misma, pudo presenciar dos guerras mundiales y el “paso” de cuatro reyes y una reina.

Esa tarde nace en Jane el deseo y la voluntad de ser escritora. Porque lo vivido en esas horas no es solo lo que realmente ocurrió sino lo que pudo haber sucedido (sobre todo a partir del ese suceso inopinado -que debo mantener oculto por el bien de vuestro disfrute lector- que llevará la narración por derroteros imprevistos. Y es que la protagonista -que juega en tres planos simultáneos: el presente como criada de Beechwood, su infancia y su lúcida senectud- se interroga de continuo sobre el desarrollo de las situaciones que vive, sobre su posible evolución (que luego tendrá lugar o no ocurrirá o lo hará de otra manera a la que se producirá realmente, en un discurso sinuoso y envolvente, muy del “estilo Javier Marías”). Jane escribirá así su propia historia, incorporando en ella el paso del tiempo, lo que pudo llegar a ser: Todas las escenas. Todas las reales y todas las de los libros. Y todas las que, en cierto modo se hallaban en medio, porque se ceñían a lo que uno lograba imaginar y visualizar de la gente normal (…) O sólo lo que uno alcanzaba a suponer que podría haber sido verdad si las cosas un día, hace mucho tiempo, no hubieran tomado un rumbo diferente.

Y esa imbricación de lo real y lo inventado, de lo “verdaderamente” acontecido y lo imaginado, lo proyectado, lo fabulado, lleva, en consecuencia, al, a mi juicio, núcleo central del libro, la reflexión metaliteraria, la difícil separación entre hechos y ficción, entre realidad y literatura: Esa era la gran verdad de la vida: que el hecho y la ficción estaban siempre fundiéndose, intercambiándose. ¿Qué ocurrió realmente aquel día? ¿Qué es novela, relato, invención y qué transcripción de los hechos, historia real? En este sentido afirmará: En relación con esas palabras –cuento, historia, incluso narración– había una suerte de controversia, siempre presente en segundo plano, sobre la cuestión de la verdad, y podía resultar difícil precisar cuánto de verdad había en cada una de ellas. Estaba también la palabra «ficción» –un día llegaría a ser para ella el ingrediente prioritario–, que parecía desdeñar la verdad casi por completo. ¡Algo totalmente ficticio! Sin embargo, algo clara y totalmente ficticio también podía contener –y ahí residía el quid de la cuestión y su misterio– cierta verdad. Jugando de nuevo con las palabras, Jane se pregunta: ¿Y si a los huérfanos se les llamara “orquídeas”? ¿Y si al cielo se le llamara “tierra”? ¿Y si a los árboles se les llamara “narcisos”? ¿Habría alguna diferencia respecto de la naturaleza real de las cosas? ¿O de su misterio?

Adentrarse en ese misterio, intentar desentrañarlo (Nunca sabría [ni siquiera a los setenta u ochenta años] hasta qué punto la gente -la gente no escritora- se interesaba por otras vidas. Era un misterio), será el desencadenante de su vocación literaria: Se convertiría en escritora, y puesto que era escritora, o puesto que era eso lo que la había convertido en escritora, se vería constantemente asediada por la volubilidad de las palabras. Una palabra no era una cosa, no. Una cosa no era una palabra. Pero, de algún modo, ambas -cosas- se habían vuelto inseparables. ¿Era todo una gran invención? Las palabras eran como una piel invisible, una piel que envolvía el mundo y le confería realidad. Pero no podías decir que el mundo no estuviera ahí, no fuera real si quitabas las palabras. En el mejor de los casos parecía que las cosas bendecían las palabras que las nombraban, diferenciándolas, y que las palabras lo bendecían todo.

En su prolífica carrera, escribirá En los ojos de la mente, que recoge esas preocupaciones: era el título de su libro más conocido. ¿Y podía deslindar lo que había visto con ellos de lo que había vivido de verdad? Por supuesto que podía: no era una fantasiosa. Y por supuesto que no podía. En eso consistía ser escritora, ¿no? En abarcar la materia de la vida. El quid de la vida estribaba en abarcarla.

En este recorrido por sus preocupaciones literarias aparece la figura de Joseph Conrad (muerto, precisamente, en 1924; como finaliza en ese año -en este caso mera casualidad, obviamente no algo premeditado por el autor- Downtown Abbey). Sus libros, que Jane lee en la biblioteca de Beechwood y en la librería en la que más adelante empezará a trabajar (La gente leía libros, ¿no?, para huir de sí misma, para escapar de los problemas de la vida), contienen claves que se vinculan con la existencia de la chica. Los secretos (No era extraño en ella tener secretos, dice; el principal el oculto romance con el joven Sheringham) conectan con El agente secreto, del escritor polaco (Mucho después pensaría y a veces diría que todos los escritores eran agentes secretos. Pero lo cierto era que quizá -aunque eso no lo diría nunca- que todos somos agentes secretos, que es eso lo que somos en realidad). Juventud, otra novela de Conrad, la lleva a pensar en la vida de tantos jóvenes cercenada por la guerra: juventud era lo que el siglo había perdido. El exotismo de Conrad, escribiendo de Oriente mientras la gran matanza llena de sangre el orbe entero, suscitan su queja, de nuevo con la guerra presente: ¿es que no sabía en qué se había convertido el mundo? Por último, su propósito vital, superar su pasado de sirvienta sin expectativas y convertirse en escritora, “encontrar su propia lengua”, nos conduce de nuevo, en otra de las fecundas derivaciones abiertas por el talento de Swift, a Conrad, que se acogió a su nueva lengua, el inglés en el que escribió su obra fundamental, dejando atrás su polaco materno.

Jane será así, por fin, escritora, intentando dar cuenta del mundo, intentando explicar lo inexplicable: ¿Qué era exactamente, entonces, lo de contar la verdad? ¡Los lectores quieren siempre que hasta la explicación se explique! Y cualquier escritor que se precie los engatusará, los azuzará, se los llevará al huerto. ¿No era lo bastante obvio? Se trataba de ser fiel a la verdadera materia de la vida, se trataba de intentar capturar, aunque jamás se logre, la percepción misma de estar vivo. Se trataba de encontrar una lengua. Y se trataba de ser fiel al hecho -una cosa se seguía de la otra- de que en la vida hay muchas cosas -muchas más de las que pensamos, ay- que no pueden explicarse.

En fin, no dejéis de leer esta maravilla, esta preciosa joya literaria, El Domingo de las Madres, la última novela de Graham Swift. Pocos años antes de ese 1924 en que transcurre el libro, Antonin Dvorak compone esta Songs My Mother Taught Me -tan cercana al espíritu de la obra, con su triste recuerdo, con su melancólica belleza- que ahora escuchamos en la estremecedora versión de Victoria de los Ángeles


Érase una vez…, antes de que mataran a los chicos y cuando había más caballos que coches, antes de que desaparecieran los sirvientes varones y en Upleigh y en Beechwood tuvieran que arreglárselas con una cocinera y una sirvienta, los Sheringham eran propietarios no sólo de los cuatro caballos de su cuadra, sino también de un ejemplar que podía considerarse un «señor caballo», un caballo de carreras, un purasangre. Se llamaba Fandango, y su caballeriza estaba cerca de Newbury. Nunca había ganado nada de nada. Pero era el pequeño lujo de la familia, su esperanza de fama y gloria en las carreras del sur de Inglaterra. El trato era que Mamá y Papá –conocidos también, en el extraño lenguaje de él, como «los ineptos»– eran dueños de la cabeza y el cuerpo, y Dick y Freddy y él de una pata cada uno.

–¿Y la cuarta pata?

–Ah, la cuarta pata... Ésa ha sido siempre la pregunta.

Durante la mayor parte del tiempo no fue más que un nombre, un nombre que no podía verse, aunque un nombre muy caro dividido en cuatro y perfectamente adiestrado. Se había vendido en 1915, cuando él tenía quince años. «Antes de que tú aparecieras, Jay.» Pero una vez, hace mucho tiempo, una mañana de junio temprano, emprendieron todos una expedición extraña y disparatada sólo para verle, para ver cómo montaban al galope a Fandango, su caballo, por las colinas. Para contemplar desde la valla cómo se acercaba, atronador, con otros caballos y pasaba ante ellos como un rayo. Estaban él y Mamá y Papá y Dick y Freddy. Y –quién sabe– alguna parte interesada y fantasmal, propietaria real de la cuarta pata.

Él tenía la mano en la pierna de ella.

Fue la única vez que ella le había visto con los ojos casi empañados. Y tuvo la visión clara y nítida (la seguiría teniendo a los noventa años) de que podría haber ido con él, de que aún podría –como en una especie de milagro– ir con él, sólo con él, y estar allí ante la valla, viendo cómo pasaba Fandango a galope tendido, levantando barro y rocío de la hierba. Nunca había vivido nada así, pero podía imaginárselo, imaginarlo con claridad. El sol aún naciente, un disco rojo sobre las colinas grises, el aire aún vivificante y frío, mientras él compartía con ella, tal vez, una petaca de tapón plateado, y, con no demasiado sigilo, le agarraba el culo.

Pero ahora ella miraba cómo se movía, desnudo salvo el sello de plata en el dedo, cruzando la habitación bañada de sol. En la vida, más tarde, nunca utilizaría gustosamente –si es que llegó a utilizarla alguna vez– la palabra «garañón» para referirse a un hombre. Pero él era talmente uno. Tenía veintitrés años y ella veintidós. Y podría habérsele considerado un purasangre, aunque ella aún no conocía esa palabra, al igual que aún no conocía la palabra «garañón». Su vocabulario no era muy extenso todavía. «Purasangre» tenía que ver con la «progenie» y el «nacimiento», lo que contaba en los de su clase. Poco importaba con qué finalidad concreta.

Era marzo de 1924. No era junio, pero sí un día que parecía junio. Y debía de ser poco después de mediodía. Se abrió de golpe una ventana, y él, sin ropa, cruzó la habitación llena de sol tan despreocupadamente como cualquier animal desnudo. Era su habitación, ¿no? Podía hacer en ella lo que le viniera en gana. Podía hacerlo, estaba claro. Y ella no había estado en ella nunca, y nunca volvería a estar.

Y también estaba desnuda.

30 de marzo de 1924. Érase una vez... Las sombras de la celosía de la ventana se deslizaban sobre su cuerpo como follaje. Una vez hubo recogido del tocador la pitillera y el mechero y un pequeño cenicero de plata, se volvió, y entonces, bajo la mata de vello oscuro y enteramente bañado por el sol, dejó a la vista su verga, y sus huevos, meros apéndices fláccidos y aún pegajosos. Ella podía mirarlos si quería, a él no le importaba.

Pero también él podía mirarla a ella. Estaba estirada, desnuda, si se exceptuaba su par –su único par de pendientes baratos. No se había tapado con la sábana. Y hasta había enlazado las manos detrás de la cabeza (así podía verle mejor). Pero él podía mirarla a voluntad. Regálate los ojos. Era una expresión que le había venido a la mente. Se le habían empezado a ocurrir expresiones. Regálate los ojos.

Fuera, se estiraba también todo Berkshire, orlada de brillante verdor, pletórica de trinos, bendecida en marzo con un día de junio.

Él seguía siendo un adicto a los caballos. Es decir, seguía malgastando el dinero en ellos. Era su forma de economizar: tirar el dinero. Durante casi ocho años había tenido dinero para tres, en teoría. Él lo llamaba «pasta». Pero demostraría que era capaz de arreglárselas sin él. ¿Y qué es lo que habían hecho ellos dos con el dinero de siete años –como él le recordaba a veces–?: absolutamente nada. Salvo secretismos y riesgos y astucias y la aptitud mutua de ser buenos en ello.

Pero nunca habían hecho nada parecido. Ella nunca había estado en aquella cama –una cama individual, pero espaciosa–. Ni en aquella habitación, ni en aquella casa. Si no costaba nada, era el más maravilloso de los regalos.

Aunque si no costaba nada –ella siempre podría habérselo recordado–, ¿qué pasaba con las veces en que él le había dado seis peniques? ¿O incluso tres peniques? ¿Cuando era sólo el comienzo, antes de que lo suyo llegara a ser algo... –no sabía si era la palabra correcta– serio? Pero jamás se atrevería a recordárselo. Y menos aún ahora. Ni se atrevería tampoco a utilizar la palabra «serio». 

Se sentó en la cama, a su lado. Le pasó la mano por el vientre, como sacudiéndole un polvo invisible. Luego dejó encima de él el mechero y el cenicero, y siguió con la pitillera en la mano. Sacó dos cigarrillos y puso uno entre los labios fruncidos y salientes de ella, que no se había quitado las manos de la nuca. Él le encendió el cigarrillo y luego se encendió el suyo. Después de juntar pitillera y mechero y de dejarlos en la mesilla de noche, se tendió junto a ella cuan largo era, mientras el cenicero seguía a medio camino entre el ombligo y lo que hoy él, sin tapujos, llamaría alegremente el «coño». Verga, huevos, coño. He aquí tres vocablos sencillos, básicos.

Era un 30 de marzo. Domingo. Lo que venía llamándose el Domingo de las Madres.



Graham Swift. El Domingo de las Madres

miércoles, 8 de noviembre de 2017

DAPHNE DU MAURIER. MI PRIMA RACHEL

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novela excelente de una escritora muy conocida y popular en su tiempo, no solo por el éxito que cosecharon sus libros sino también porque muchos de ellos fueron objeto de traslación cinematográfica, con títulos inolvidables que forman parte de la historia del cine. Es el caso de Rebeca, la adaptación que hizo Hitchcock de su novela homónima, o, sin dejar al director británico, Los pájaros, basado en uno de sus cuentos; también La posada de Jamaica, otro de los libros de Daphne du Maurier, pues de ella os hablo, fue objeto de una interesante versión para la gran pantalla del orondo director inglés. Asimismo, Mi prima Rachel, mi propuesta de esta tarde, ha sido recreada en el cine, con una versión -un clásico- de 1952, dirigida por Henry Korster e interpretada por una siempre atractiva  Olivia de Havilland y un joven Richard Burton; y aún otra, actualísima, estrenada en septiembre de 2017, con Roger Michell en la dirección y Rachel Weisz y Sam Caiflin en los papeles principales. El libro, escrito en 1951 y que ya había visto la luz en España hace décadas en ediciones hoy inencontrables, vuelve al primer plano de actualidad a partir de su reciente publicación en Alba Editorial, en su estupenda colección Rara Avis, traducido por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.

La mención a estas trasposiciones cinematográficas de las obras de Daphne du Maurier, sobre todo Rebeca, es especialmente pertinente por cuanto Mi prima Rachel participa de la atmósfera, inquietante y algo misteriosa, de las películas citadas (he de confesar que no he leído las correspondientes novelas de la autora): el clima de intriga psicológica; los escenarios que la propician, tanto “interiores” (inmensos caserones, dependencias oscuras tenuemente iluminadas por candelabros, sólidos muebles de maderas nobles, decoración abigarrada, paredes pobladas por acechantes retratos de antepasados desconocidos, almuerzos y cenas servidos en vajillas recargadas en enormes mesas atendidas por una troupe de mayordomos y sirvientes a cual más prototípico) como exteriores (un entorno natural de formidable intensidad: grato y acogedor, alegre y plácido en primavera y verano, en jardines coloridos de vistosa vegetación y abundantes flores; sometido a fenómenos meteorológicos extremos, temporales y lluvia, con los caminos embarrados, el mar encrespado y rugiente en los acantilados y el húmedo viento en las ventanas, durante el desapacible invierno); la figura poderosa de una protagonista femenina ambigua, enigmática y que encierra alguna indefinida amenaza, mujeres, como la Rachel del título, como tantas otras en la vida real (y espero que la versión más “estricta” del feminismo políticamente correcto no objete esta apreciación), con una capacidad de atracción irresistible, con un magnetismo simultáneamente placentero y funesto; la construcción del relato en torno a la muy presente “ausencia” -valga el oxímoron- de un personaje, alguien que, sin formar parte de la trama de un modo expreso, sobrevuela la historia con su influjo que podríamos calificar “de ultratumba”.

Todos estos rasgos están presentes en Mi prima Rachel, una magnífica novela de la que no puedo dar cuenta sin desvelar algunos aspectos de su hilo argumental. Philip Ashley es un joven que ha perdido, con solo dieciocho meses, a sus padres. Sin otra familia que pueda acogerle, su primo Ambrose, un peculiar miembro de la aristocracia rural británica, un empedernido solterón -término muy adecuado para calificarlo, pese a contar con solo veinte años más que el protagonista principal- que vive tranquilamente, cultivando su misantropía -en particular su misoginia-, en su extensa hacienda de Cornualles, se hace cargo del niño. Philip crecerá así en un entorno placentero, recibiendo de Ambrose -salvo un breve período de estudios superiores en Oxford- las enseñanzas fundamentales de la vida, siguiendo a su primo en las rutinarias tareas de terrateniente -la administración de sus posesiones, el cobro de rentas, el cuidado de sus arrendatarios y trabajadores, la atención a sus vecinos- y en sus varoniles divertimentos -la caza en invierno, la pesca en verano en los mares cercanos, la iglesia los domingos, las cabalgadas en los caballos de la cuadra familiar, los paseos por el campo, el cuidado de sus huertos y jardines, la lectura ante el fuego con los perros dormitando a sus pies-, y restringiendo sus relaciones -cómodamente instalado en su cerrado aunque agradable entorno- al trato amable pero distante con el servicio doméstico: el mayordomo Seecombe, el cochero Wellington, el jardinero Tamlyn, el criado John; todos hombres por decisión expresa de Ambrose, que con las mujeres se cohibía y desconfiaba de ellas; y a las visitas esporádicas y formales del vicario Pascoe, su cotilla mujer y sus antipáticas hijas, y del bondadoso Nick Kendall, padrino del muchacho, y su hija Louise, de edad similar a la de Philip y con la que éste crecerá en una amistad y camaradería fraternales. Pascoe y Kendall instarán a Ambrose a casarse y formar una familia en vez de dedicarse a los rododendros, pero el excéntrico y nada ortodoxo propietario parece conforme con su destino -más aun, parece entusiasmado con él- y encamina todos sus esfuerzos a la educación de su pupilo, a quien quiere como heredero de su fortuna y posesiones y al que ve como continuador del linaje y fundador -él sí- de una familia. Philip llegará a sus veinte años en este singular y muy estrecho universo, y “conformado”, pues, a la extraña visión del mundo de su tutor, un acercamiento a la realidad del que el absoluto desconocimiento de las mujeres y hasta la prevención, la antipatía y el temor hacia ellas (Algunas mujeres, muy posiblemente buenas, causan desastres aunque no se les pueda imputar culpa alguna. De alguna manera, todo lo que tocan se convierte en tragedia, se dice en el libro) constituyen unos de sus rasgos más determinantes.

Daphne de Maurier nos da noticia de esas dos primeras décadas de la vida de Philip en las primeras páginas de su novela, tras un breve pero formidable capítulo inicial en el que anticipará los derroteros por los que transcurrirá el relato, dando a conocer al lector, desde ese momento inicial, el devenir de los acontecimientos y el trágico destino del protagonista. Pero lo hace -de manera magistral- indirectamente, con leves alusiones, de un modo velado, una pincelada, un mero atisbo, un apunte inacabado, un comentario incompleto y sin desarrollar, hasta el punto de que debemos volver a ese capítulo -así os lo recomiendo para su completa comprensión- al término de la lectura de la obra.

Este escenario, este inalterado -y aparentemente inalterable- estado de cosas, este microcosmos ordenado y cabal, esta existencia metódica y previsible, acomodada y ausente de tensiones, cambiará cuando Ambrose se vea obligado por recomendación médica a pasar largas temporadas en los cálidos ambientes mediterráneos -las playas egipcias, la costa española-, en los que el clima seco y soleado le permitirá combatir los achaques derivados de la constante exposición a la humedad de Cornualles. Tras dos primeros años en los que retornará de sus viajes alegre y feliz, cargado de “exóticas” -en relación a su umbría tierra de origen- especies vegetales para sus jardines, la tercera estancia, esta vez en Italia, traerá consigo los males ya anticipados -un mero esbozo- en el capítulo introductorio. Y es que poco tiempo después de la marcha de su primo, Philip recibirá una carta desde Florencia -el intercambio epistolar tiene una especial relevancia en el libro- en la que Ambrose -que ya había comunicado por vía postal a su cachorro el encuentro con su prima Rachel en tierras italianas y su progresiva fascinación por los encantos y las virtudes de la ahora condesa Sangalletti (él, para quien hasta entonces las mujeres eran un obstáculo que impedía poner los pies encima de la mesa y escupir en la alfombra), una viuda, joven pero mayor que el propio Ambrose, emparentada de modo lejano con los Ashley- comunica a su protegido su reciente boda con la para entonces ya adorada Rachel. Este acontecimiento, que revoluciona radicalmente el sistema de valores y los fundamentos mismos de la existencia de Philip -¡¡¡y la genialidad de la autora nos lo da a conocer cuando apenas llevamos treinta páginas, en un comienzo de la novela de una brillante intensidad!!!-, irá seguido, en una sucesión desasosegante que se prolongará durante meses, de la llegada de nuevas misivas, a cual más inquietante, en las que, con una prosa cada vez más deslavazada y una escritura que se deteriora progresivamente, Ambrose notifica a su primo el repentino empeoramiento de estado de salud y los extraños síntomas de su desconocida enfermedad, funestas noticias que aparecerán entre lamentos, insinuaciones, sospechas y una postrera y escalofriante petición de auxilio: Por el amor de Dios, ven enseguida. Por fin ha podido conmigo, Rachel, mi tormento. Si te retrasas, tal vez sea tarde.

A partir de aquí -insisto, con el libro apenas comenzado y con cerca de cuatrocientas cincuenta páginas por delante- se desenvuelve el núcleo central de la novela. Philip viajará a Italia para, al llegar, saber, a través de un misterioso personaje, Rainaldi, amigo de Rachel, de la muerte de su mentor y la simultánea desaparición de su reciente esposa. Al poco tiempo, y de vuelta a Inglaterra, recibirá la visita de Rachel, y los iniciales despecho y animadversión hacia ella, el odio y el rencor que la mujer le suscita, se trocarán, por mor del innegable atractivo de ella -quizá de sus maquinaciones y sus “mañas”-, en turbación, acercamiento, consideración, encantamiento y, finalmente, pasión amorosa. La novela desarrollará con maestría la ambigüedad de esa desequilibrada relación entre una mujer adulta en posesión de todas sus armas de seducción -la delicadeza, la dulzura, el afecto, la sonrisa- y el atolondramiento de un joven inexperto (veinticuatro adolescentes años tiene Philip cuando ”encuentra” a Rachel), por completo desconocedor -como lo era su tutor- de la naturaleza femenina y, por tanto, de la vida “real” (Pero yo no era así, ni Ambrose tampoco. Éramos soñadores, poco prácticos, reservados, teníamos grandes teorías que nunca pusimos a prueba y, como todos los soñadores, estábamos dormidos en un mundo despierto. No nos complacían nuestros congéneres y ansiábamos afecto, pero la timidez sometía el impulso a un estado de latencia, hasta que el corazón reaccionó. Cuando sucedió se abrieron las puertas del Cielo y ambos nos creímos en posesión de toda la riqueza del universo para regalarla. Si hubiéramos sido de otra forma habríamos sobrevivido los dos), que se ve zarandeado por el vendaval de emociones contradictorias que lo asaltan y desconciertan, debatiéndose -inicialmente- entre el respeto a su primo fallecido y la atracción por Rachel y -en una etapa posterior- entre el amor por su encantadora prima y el recelo ante los más que probables indicios que apuntan a un posible asesinato de Ambrose y a la apropiación por parte de la viuda del patrimonio de éste y el del propio Philip.

Pero, como quizá habréis apreciado, en estos últimos párrafos he repetido términos como “quizá”, “probable”, “posible”. Porque, una vez más, el talento de Daphne du Maurier permite que leamos la historia -que en todo momento se nos narra desde la perspectiva subjetiva de Philip- anegados en un mar de dudas, decantándonos, a medida que avanza la lectura, ora por la versión de los hechos que confía en la inocencia y la bondad, la sinceridad y los nobles sentimientos de Rachel, ora por la que estima la hipótesis de la culpabilidad de la viuda, a la que contribuye la extemporánea aparición de nuevas desgarradoras cartas de Ambrose, que a través de ellas regresa, en cierto modo, del más allá, un muerto muy “vivo”. ¿Qué ha ocurrido en realidad? ¿Quién es Rachel? ¿La fría y calculadora advenediza que utiliza sus artes para encandilar a sus “víctimas” y despojarlas de sus bienes o la deliciosa y arrebatadora mujer, toda ternura y afecto, convertida en un ser maligno por la recalcitrante misoginia y la enfermiza paranoia de Philip, por su desvarío infantil? La sobresaliente dosificación de las “pistas”, la inteligente gradación de los distintos episodios de la acción, la brillantez formal de la narración, la profundidad en la construcción de los personajes, en su retrato psicológico, el admirable dibujo del entorno y los escenarios de la historia, la eficaz creación de un oscuro clima de peligro, de amenaza, de misterio, logran mantener en vilo a lector y permiten que la ambivalencia, la complejidad, la ausencia de evidencias nítidas, la apertura a interpretaciones distintas y hasta opuestas lo acompañen hasta que cierra las páginas del libro sin haber resuelto del todo sus enigmas. En el breve fragmento que os dejo al término de esta reseña se puede apreciar de manera muy reveladora cómo la confusión de Philip, su inseguridad, los oscilantes vaivenes en los que se desenvuelve su alma en el curso de una conversación con la sinuosa Rachel se trasladan al lector, incapaz de hacerse del todo con una idea “cerrada” y definitiva de la verdadera naturaleza de la relación entre ambos personajes.

En definitiva, en Mi prima Rachel están todos los elementos por los que los tocados por el “veneno” de los libros nos acercamos a la lectura con pasión: su capacidad para entretener unas horas de nuestras vidas y escapar así durante un tiempo de la muerte, la fecunda posibilidad de ahondar en conocimiento de nuestra alma y la de nuestros semejantes, la necesidad que tenemos los humanos de escuchar -o leer- historias, transportándonos con ellas a otros tiempos, otros ámbitos, y, sobre todo, el placer, el placer sin coartadas, el inmenso disfrute que proporciona adentrarse de lleno en vidas ajenas y desconocidas y en ampliar y expandir las dimensiones de nuestras a menudo anodinas existencias multiplicando nuestras experiencias a través de las -siempre más intensas- de los personajes de la literatura. El verdadero e incomparable placer de la lectura.

Un libro, pues, altamente recomendable, que os aconsejo con entusiasmo. Os dejo, como acompañamiento musical a mi reseña, con There is a green hill, un himno religioso de 1848 compuesto por Cecil Frances Alexander y que Rachel y Philip cantan en la iglesia, en las últimas páginas de la novela. Aquí suena en la interpretación de Steele Crosswhite and Cheri Magill.


Ese rostro impenetrable, esos ojos entrecerrados, escrutadores. No me extrañaba que Ambrose no se fiará de él. Sin embargo, Ambrose era su marido, ¿cómo podía estar tan poco seguro de sí mismo? Sin duda un hombre sabe si una mujer lo ama. Aunque posiblemente uno no se da cuenta siempre.

-Y, cuando Ambrose cayó enfermo -dije-, ¿dejaste de invitar a Rainaldi a la villa?

-No me atrevía -dijo-. Jamás entenderás en lo que se convirtió Ambrose ni quiero contártelo. Por favor, Philip, no me hagas más preguntas.

-¿Qué sospechaba Ambrose de ti?

-Todo. Que le era infiel y cosas peores.

-¿Qué puede ser peor que la infidelidad?

De repente me apartó, se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió.

-Nada -dijo-, nada de nada. Y ahora vete y déjame sola.

Me levanté lentamente y fui a la puerta; me quedé a su lado.

-Lo siento -le dije, no quería que te enfadaras.

-No estoy enfadada -respondió.

-Nunca volveré a preguntarte nada. Estas han sido las últimas preguntas. Te lo prometo solemnemente.

-Gracias -dijo.

Tenía la cara en tensión y estaba pálida. Hablaba con frialdad. -

Tenía motivos para hacértelas -le dije-. Lo sabrás dentro de tres semanas.

-No te he preguntado el motivo, Philip -dijo-; solo te pido que te vayas.

No me dio un beso, ni la mano siquiera.

Yo le hice una inclinación de cabeza y me fui. Sin embargo, un momento antes me había permitido arrodillarme a su lado y abrazarla. ¿Por qué había cambiado de repente? Si Ambrose conocía poco a las mujeres, yo menos. Esa ternura inesperada, que pillaba a un hombre por sorpresa y lo elevaba a las mayores alturas, y de pronto, sin ningún motivo, por un cambio de humor, lo devolvía a donde estaba antes… ¿qué asociación de ideas confusa e indirecta se producía en su cabeza y les nublaba el pensamiento? ¿Qué impulsos se apoderaban de su ser y las llevaban a la furia y a retirarse, o al contrario, a una generosidad repentina? Sin duda los hombres éramos distintos, con nuestra falta de comprensión y nuestra lentitud para orientarnos, mientras que ellas, erráticas e inestables, seguían su camino dejándose llevar por los caprichos de la fantasía.




Daphne du Maurier. Mi prima Rachel



miércoles, 1 de noviembre de 2017

BEN PASTOR. LUMEN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como todos miércoles os trae, desde la emisora universitaria salmantina, una nueva sugerencia de lectura confiando en que pueda despertar vuestro interés. Hoy os propongo hasta cinco libros unidos por un mismo hilo conductor: todos forman parte de una serie de novela negra escrita por la italo-norteamericana Ben Pastor -su nombre original es Maria Verbena Volpi, y nació en Roma aunque escribe en inglés- con un personaje principal formidable, Martin Bora, el oficial del ejército alemán que en distintos escenarios de la segunda guerra mundial se dedica a investigar asesinatos y crímenes diversos en medio de las convulsas turbulencias de la época. Ben Pastor ha publicado nueve libros con Bora de protagonista, de los que sólo cinco han visto la luz en nuestro país, aunque con un ritmo y un calendario de publicaciones bastante disparatado. Así, Lumen, el primero escrito por la exitosa novelista, no apareció en Alianza Editorial hasta 2013 en traducción de Pilar de Vicente Servio, responsable también de la versión española de Cielo de plomo y El camino a Ítaca, editados igualmente por Alianza en 2014 y 2015, aunque estamos ante el noveno y el décimo título de la serie debida a la prolífica autora. Pero antes ya se habían presentado la segunda y la tercera entrega de la colección, aunque en otra editorial, Salamandra: Luna mentirosa, en 2007, traducido por Laura Martín y Verónica Canales, y antes, en 2006, pese a haber sido escrito con posterioridad, Kaputt mundi, que nos ofreció la misma editorial en traducción de Ana Herrera Ferrer. Como podéis apreciar una política de publicaciones ciertamente caótica, un desorden que no invita -ese ha sido mi caso, al menos- a adentrarse con ganas en los libros del interesante oficial nazi.

Sin embargo, y pese a las apariencias, tal desatino en la aventura editorial de la serie de Pastor -que, como digo, no propiciaría a priori el seguimiento de las peripecias del militar e investigador alemán con un mínimo de coherencia y continuidad- no afecta a su lectura, pues el orden temporal en el que se han escrito los diferentes libros no se ajusta a la propia cronología de la vida del personaje, que se presenta, por el contrario, con continuas vueltas adelante y atrás en el tiempo. Así, la acción de Lumen se desarrolla en Cracovia entre octubre de 1939 y enero de 1940; en Luna mentirosa nos trasladamos a Verona y a los últimos meses de 1943; en Kaputt Mundi la narración se inicia en Roma en enero de 1944 y se prolonga hasta la “reconquista” de la ciudad por las tropas americanas, meses después; Cielo de plomo nos lleva a Ucrania, de nuevo en 1943; y, por último, El camino a Ítaca se desenvuelve en la isla griega en 1941. En su trayectoria profesional vemos a Bora ejercer de capitán, mayor, ayudante de campo de un general, teniente coronel y quién sabe qué otros rangos en las novelas no editadas en España. Las aparentes “lagunas” en la historia del oficial se soslayan en cada libro con constantes alusiones a episodios sucedidos en otras novelas que en ese momento no sólo no habían sido aún publicadas en nuestro país, sino que ni siquiera habían sido escritas por su autora. Ello ocurre, significativamente, con experiencias importantes en la existencia del personaje vividas, al parecer, en España o en Rusia, que en los tres primeros libros aparecen referidas con naturalidad, como si el lector conociera unos hechos que, insisto, supuestamente ocurrieron en unos años no novelados -al menos no todavía- por su autora. En consecuencia, pues, no cabe un consejo razonable en relación al orden en que deberíais leer los libros de la serie. Lo más lógico, pienso, sería tratar cada título como una obra autónoma e independiente y no dar importancia a la coherencia temporal, completando los vacíos con intuición y unas mínimas dosis de sensatez.

Desprovistos de estos rígidos corsés cronológicos, los cinco libros que conocemos de la serie de Martin Bora resultan magníficos y muy interesantes por, al menos, dos razones distintas, correspondientes a los dos planos en que se desenvuelven las obras. Por un lado, la mera intriga derivada del transcurso de las investigaciones criminales, que sin ser apasionante sí interesa por los numerosos frentes que afloran en cada caso, con la implicación de las fuerzas de ocupación alemanas, de los distintos departamentos de la burocracia militar nazi, de los núcleos de las resistencias locales, de la población y las autoridades civiles. Aunque, sobre todo, son la hondura y la penetración psicológicas en el retrato del protagonista principal, la poderosa personalidad del complejo personaje de Martin Bora las que constituyen, a mi juicio, los principales atractivos de las cinco novelas.

En lo que tiene que ver con la primera dimensión a resaltar de la creación literaria de Ben Pastor, su notable adscripción al género negro, al largo elenco de novelas de investigación criminal, hay que señalar que en todos los libros que os presento se plantea, como hilo conductor de los diversos relatos, una trama detectivesca -a veces dos simultáneamente- que el peculiar militar nazi debe resolver mientras la guerra se desenvuelve, furibunda y opresiva, devastadora y sangrienta, cruel e inhumana, muy cerca -a pocos metros, en algún caso- del escenario de los hechos. Sea -en Lumen- el asesinato en Cracovia de una monja a la que se le atribuyen numerosos milagros y que tanto puede haber sido provocado como “padecido” por la resistencia antinazi; sea -en el caso de Luna mentirosa- la muerte de un reconocido fascista en Verona, atribuida presuntamente a su bella y joven mujer; sea -en la historia narrada en Kaputt mundi- el supuesto suicidio de una secretaria de la embajada del Reich en Roma, complicado con el asesinato de un cardenal, cuyo cadáver aparece en la cama con el de una guapa mujer; sean -en Cielo de plomo- las muy sospechosas muertes de dos oficiales soviéticos; sea -por fin- en El camino a Ítaca, la muerte de un diplomático suizo en Creta, a donde el militar viajará para atender un extraño encargo que recibe de sus superiores; en todos estos casos Bora deberá -perspicaz e inteligente, reservado y hermético, concienzudo y responsable- averiguar la verdad última que se esconde tras la oscuridad de estos sucesos, desvelar los intereses ocultos tras ellos e identificar y poner a disposición de la justicia a los verdaderos autores de los crímenes. Y todo ello en un contexto de inestabilidad y confusión, en el que proliferan las intrigas, las maquinaciones, los dobles juegos que involucran -como ya se ha dicho- a los distintos cuerpos militares nazis -que muchas veces compiten entre sí-, a la jerarquía católica, a los grupos políticos que revolotean en unas sociedades desestructuradas por el torbellino de la guerra, a las autoridades de los pueblos ocupados -que titubean entre la obligada colaboración con el invasor y el orgullo y la autoafirmación patrióticos-, a las policías locales (en dos de los libros, Bora contacta, en el curso de sus investigaciones, con el inspector Guidi, un secundario de “construcción” formidable, un tipo sensible y tímido, enamoradizo y romántico -capaz de vulnerar la ley por una mujer, piensa de sí mismo-, que vive amedrentado con una madre castradora e inclemente; un hombre honesto e íntegro en el maremágnum de turbios intereses políticos de la época), y, por supuesto, a los civiles de Polonia, Italia, Ucrania o Grecia -según cual sea el escenario de las respectivas novelas- casi siempre rebeldes y poco colaboradores con la soldadesca y la oficialidad germana. Y es en ese complejo entramado de corrupción y venalidad, de envilecimiento y traición, de egoísmo y depravación, de mezquindad y primarias pasiones a flor de piel asociadas a la probabilidad -a la inminencia- de la muerte que la cercanía del frente impone, donde sobresale la figura del encargado de las investigaciones, nuestro Martin Bora, que resulta un tipo honrado, respetuoso, benévolo y -dentro de lo que cabe, dada la posición que representa en la jerarquía militar nazi- relativamente confiable.

Y con ello entramos en el segundo aspecto remarcable de la serie negra de Ben Pastor: la soberbia creación de un extraordinario personaje literario, el excepcional retrato de un individuo profundo e intenso, dotado de una muy honda y rica personalidad, inteligente y atractiva, con múltiples dimensiones psicológicas y morales, así como muy variadas facetas intelectuales, emotivas y anímicas.

Martin-Heinz Bora, una ideación novelística inspirada en Von Stauffenberg, el hombre que trató de matar a Hitler en la operación Valkiria el 20 de julio de 1944, es, en la serie de Ben Pastor, un joven -veintiséis años recién cumplidos en la primera novela- y brillante militar profesional. Aunque nacido en Edimburgo -inglés por parte de madre, de abuela escocesa-, sus orígenes familiares se sitúan en Leipzig, en un hogar aristocrático, hijo del barón Friedrich von Bora, su difunto padre, un director de orquesta reconocido, e hijastro de un general alemán, el cerdo prusiano de Von Sickingen (aunque de esta “segunda” paternidad, de las vicisitudes amorosas de la vida de su madre, de la previsiblemente enrevesada historia familiar, nada se nos dice en las cinco novelas publicadas, más allá de una mera alusión superficial).

Bora es, dentro de la rigidez militar nazi, un hombre mucho menos elemental y previsible que el resto de sus colegas, con una personalidad menos plana, más poliédrica, más plural, más abierta, más fecunda que la del consabido oficial germano fanatizado y amoral al que nos han acostumbrado el peor cine bélico y algunas insufribles, triviales y maniqueas caricaturas literarias. Apuesto y atractivo, genuinamente católico, muy culto, doctor en filosofía con una tesis titulada El averroísmo latino y la Inquisición, en el curso de sus investigaciones lo vemos frecuentar las obras de García Lorca o Thomas Mann, leer a los clásicos griegos, citar la Ética de Aristóteles o las Meditaciones de Marco Aurelio o mostrar su profundo conocimiento de la música religiosa, de las obras de Schubert o Mozart, autor este último al que interpreta al piano (aunque solo en las primeras novelas, por razones que más adelante desvelaré).

Casado con Benedikta, a la que, por sus obligaciones como militar -la ocupación de Polonia, la guerra en España, un invierno en Stalingrado, diversas campañas en Italia- apenas ve, pasando mucho tiempo -años, a veces- separados, vive consumido por la fidelidad hacia su mujer a la que le obligan sus principios y su amor por ella, y la angustia que le provocan la forzosa separación, la gélida frialdad de “Dikta” en los pocos momentos en que cabe un encuentro entre ellos, y -de manera insoportable- los frustrados intentos por asegurar su descendencia en esas inusuales ocasiones. A la tortura de su espíritu contribuyen también sus propios dramas personales (pierde una mano en el norte de Italia -nunca más el piano-, muere su hermano menor, abatido en su avión en Rusia) y, sobre todo, los íntimos conflictos entre su deber y su lealtad como soldado y las exigencias éticas que sus convicciones, sus creencias y su sensibilidad le imponen. Bora es, como se dice de él en una de las novelas, un hombre marcado exteriormente por sus cicatrices, aunque por dentro no lo estaba menos.

Su personalidad resulta ciertamente compleja y hasta contradictoria, y por ello mismo altamente sugestiva. Hombre rígido, disciplinado (soy un soldado, afirma, justificando su rigor), de inquebrantable autodominio, muy estricto (estaba constreñido por su autocontrol como una herida por un vendaje, presta a sangrar si se retiraban las vendas), exageradamente ansioso en su insatisfecha búsqueda la perfección, vive en consecuencia consumido por la culpa. Nuestro oficial es también joven, impulsivo y demasiado directo, honrado y romántico, sensible y no tan seguro de sí como aparenta, tal y como se dice de él en uno de los libros. Martin Bora es un idealista, obligado sin embargo a cumplir con su deber aunque muchas veces le repugne. Estos rasgos tan disímiles en su carácter son percibidos por quienes le rodean: No suda, no se emborracha y es fiel a su esposa, de la que está separado. Sería aburridísimo si no fuera porque es un hijo de puta en el campo de batalla, y eso que va misa cada domingo, dice, reflejando en pocos trazos algunos de los aspectos esenciales de su alma torturada, uno de sus colegas, uno de los altos cargos de las SS con los que vive una inveterada enemistad. O también: parece arrogante pero es convicción, apasionada e intolerante, algo más misionero que militar, más espiritual que la simple firmeza de carácter. Él mismo es consciente de su íntima tragedia, de su temperamento autodestructivo, de su espíritu profundamente desdichado.

Y además, para “complicar” el retrato de tan atormentado personaje, Ben Pastor nos muestra los conflictos que le suscita su posición ética, los dilemas morales que le asaltan en cada una de las novelas y que contaminan su inteligencia y su sensibilidad de miedo y culpa, de aflicción y dudas, de congoja y dolor. Hay numerosos momentos y situaciones en los que el comportamiento del alto oficial hace dudar de su ortodoxia política, tanto en cuestiones meramente formales -jamás utiliza los términos Duce o Führer, negándose a aceptar la absurda e inmoral jerarquía que conllevan; no confraterniza con sus camaradas más obtusos e intolerantes, despreciando incluso a los exaltados y primarios jerarcas nazis; no duda en intentar soslayar o incluso en enfrentarse a las arbitrarias órdenes de sus compañeros de milicia- como, sobre todo, en importantes decisiones de fondo, sustanciales. En cinco de sus últimos siete años como militar había faltado a su juramento como soldado, piensa, algo angustiado, de sí mismo. Y es que Bora, de manera discreta y casi inapreciable, maniobra para denunciar los excesos cometidos por su ejército, paralizar actuaciones “demasiado” inhumanas (y en este matiz, en esta ponderación, en este “demasiado”, reside parte de la atracción que genera la dual y algo esquizofrénica personalidad del militar), o, incluso, impedir el cumplimiento de algunos de los más crueles mandatos de sus superiores. Así, en el curso de los acontecimientos de los que se da cuenta en los diversos libros, lo vemos repudiar los excesos de sus colegas en una oscura acción en la que los SS ahorcan a unos campesinos ucranianos, o rebelarse ante el impune e innecesario fusilamiento -¿cabría hablar de alguno “necesario”?- de inocentes granjeros polacos, o entregar a sus superiores escritos en los que se ponen de manifiesto las vejaciones que cometen los miembros de la Gestapo o de las SS, o proporcionar a las autoridades vaticanas listas de judíos que van a ser represaliados para que la curia romana pueda salvarlos, o, como podréis apreciar en el fragmento que os ofrezco como cierre de esta reseña, salvar a numerosos judíos enviados al exterminio con un subterfugio “técnico” -una supuesta avería del camión en que se les traslada-, facilitando su huída e impidiendo su posterior captura.

Tal comportamiento provoca, como resulta evidente, la animadversión y el odio mutuo de los responsables y oficiales de las organizaciones militares y policiales nazis, que no dudan en amenazarlo (La Gestapo puede abrirle un expediente en veinticuatro horas) pese a saberlo relativamente protegido por su genealogía aristocrática, tal y como también puede constatarse en el significativo texto final.

Bora es testigo -aunque, muchas veces, también disciplinada causa directa- del horror que la asesina política nacionalsindicalista causa por doquier: Ah, lo que había visto, lo que había visto y llevado consigo durante todos esos años: las largas fosas abiertas en el este, con las víctimas preparadas para caer en ellas; las iglesias y los pueblos incendiados, de los que surgía, como de un festín incestuoso y corrompido, el hedor de la carne humana quemada… Moscas azules que asediaban los cadáveres; cadáveres y más cadáveres que mancillaban la primavera e infectaban el aire estival y en invierno se quedaban rígidos por su propia sangre congelada como en un crujiente manto de eternidad. Cómo había atravesado siguiendo las huellas de las SS, sin culpa alguna y sin embargo atormentado por los remordimientos, las regiones Judenfrei, donde durante semanas la sangre se había podrido en los cadáveres hinchados. Al darles la vuelta el nauseabundo olor a sangre putrefacta se elevaba del líquido espeso y negro que rezumaba de la boca y la nariz, y que la primera vez hizo que se tambaleara, a punto de perder el conocimiento. Y es ese conocimiento de las matanzas, de las salvajes masacres, de la aniquilación programada, de la “industrializada” barbarie, junto a la descarnada conciencia de su propia e inevitable, aunque mitigada, complicidad en su perpetración y el rechazo visceral, intelectual y moral que tales acciones le provocan, el que aviva sus dudas y acrecienta su sensación de culpa, de pecado: El bien y el mal, el honor y el deshonor... no son más que palabras, palabras vagas para mí hasta que consiga volver a ponerlos en orden. Nadie puede hacerlo por mí y me da miedo, me da miedo tener que elegir. Tener que decantarme por uno de los términos opuestos cuando son tan vagos y tener que seguir adelante sin saber si he hecho bien, si mi elección fue sabia, cuando ya ni siquiera distingo los perfiles de la sabiduría. Se ha vaciado ante mis propios ojos el gran recipiente de sabiduría al que aspiraba; me engañaba a mí mismo repitiéndome que iba a conseguirlo o que ya había logrado llenar una pequeña parte. Está vacío. Está vacío. (...) Al mundo se le ha caído la máscara (...) y detrás no hay rostro alguno. Siento enfermo el corazón.

En fin, no hay tiempo para detenerse en más detalles de la afligida existencia de Martin Bora, ni en sus muy tempestuosas honradez e integridad, ni en las interesantes investigaciones que encara en una serie de novelas que, pese a la delirante política editorial que hasta ahora ha guiado su publicación, esperamos ver traducidas de modo completo y coherente en los próximos meses.

Mientras tanto, y como complemento musical de mi reseña, una pieza de Zarah Leander, la gran estrella femenina de la Alemania nazi a la que se cita en alguno de los títulos de Ben Pastor. Davon Geht Die Welt Nicht Unter, suena también en Malditos bastardos, la película de Tarantino.



Lasser ya no estaba en su despacho de la segunda planta del cuartel general de las SS, pero su lugar lo ocupaba el anónimo Standartenführer de la cicatriz en el labio.

El hombre lo llamó cuando pasó por delante.

—Aquí tengo su informe, mayor —le anunció sin cerrar la puerta. Bora se dispuso a responder, pero el otro lo interrumpió con rudeza—. No malgaste saliva. Ya sabemos que es usted muy elocuente y que nunca seremos capaces de superarlo en ese terreno, pero ahora no estamos en clase de Filosofía.

Bora se volvió temerario.

—Si ésa es su valoración, espero que no le importe si me voy, tengo mucho que hacer y los cumplidos sobre mi elocuencia no son más que una pérdida de tiempo para ambos. Con respecto al incidente, debería quejarse a las autoridades italianas. Según el artículo siete, ellos eran en última instancia los encargados del transporte y, por tanto, los responsables.

El oficial SS no apartó la mirada de la carpeta que llevaba en la mano. —Usted es Martin-Heinz Bora, recientemente destinado al Sur, y con anterioridad al Este, Tercer Cuerpo del Ejército, ¿verdad?

—Así es.

—Y su zona asignada ¿no se encontraba dentro del radio de operaciones del Einsatzgruppe B en el cuarenta y uno?

—Espero que así fuera. Si no recuerdo mal, el Einsatzgruppe B se extendía desde el norte de Tula hasta el sur de Kursk. Resultaba difícil no caer dentro de su radio.

—¿Le recuerda algo el nombre de Rudnja?

Bora recuperó la suficiente prudencia para no hacer ningún comentario.

—Es el nombre de una localidad —respondió.

—Cercana a Smolensko, ¿no?

—Sí, en efecto. Supongo que no lo pregunta para poner a prueba mi dominio de la geografía soviética.

—Ni mucho menos. Llevo encima una copia del Informe del Estado de Operaciones en la Unión Soviética, número ciento cuarenta y ocho, de fecha diecinueve de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno. Hace referencia a la ejecución de cincuenta y dos judíos.

—Entonces no debe de referirse a Rudnja. Allí murieron diez veces más. Esos otros cincuenta y dos fueron capturados en Gomel y ejecutados por hacerse pasar por rusos.

—No fue gracias a usted, mayor.

Era asombroso que alguien sudara en esa habitación gélida.

—No entraba en mis funciones la de ayudar al Einsantzgruppe. Parecían arreglárselas bien solos —se defendió Bora.

—¿No es verdad que le pidieron explicaciones por haberse negado a prestar apoyo militar a las operaciones de las unidades especiales de Rudnja y Gomel?

—No; yo estaba en plena batalla cuando llegaron ambas peticiones; cuando alcancé el campo base, ya habían llevado a cabo las operaciones.

—Pero usted no combatió en Shumjachi.

—No. En Shumjachi me negué, acogiéndome al párrafo cuarenta y siete uno b del Código Penal Militar. Lo hice por motivos relacionados con la moral de mis hombres: la mitad tenían hijos, y una afección cutánea no parecía justificar el fusilamiento del pabellón de pediatría.

—Usted no está cualificado para juzgar las condiciones de salud de nadie.

—Pero sí para juzgar la moral de la tropa.

Era evidente que aquella carpeta contenía mucho más que el informe del incidente del 1 de diciembre. Desde su posición, Bora no podía distinguir los otros documentos, pero aparentaban informes mecanografiados del Departamento Militar de Crímenes de Guerra, como los que él mismo había redactado y firmado.

Al apretar los labios, la cicatriz del SS se tensaba.

—En su informe puede decir lo que quiera, Bora, pero le diré lo que pienso yo: creo que no ha hecho nada para evitar la huida de los judíos ni para garantizar su captura. Por culpa de la precariedad de los medios italianos, no puedo demostrar que usted manipulara el camión, pero sé que alguien había aflojado una tuerca de la rótula del extremo de la barra de dirección. Eligió la peor ruta y dispuso que el traslado se realizase en plena noche. Además, creo que se alió con el clero local al punto de simular el arresto de un sacerdote para que los guiara hasta lugares cuyo acceso nos estuviera vedado. Eso encaja con los informes que hemos recibido del Este acerca de usted, donde su cerebro militar de repente dejaba de funcionar cuando se trataba de judíos. En el puesto de mando de Lago, el campo estaba lleno de madrigueras donde se escondían, y ahora, en cambio, no hay ni una. Alguien los puso sobre aviso ante sus narices, mayor. Me parecen demasiadas coincidencias. Si no tuviera los amigos que sé que tiene, consideraría que está de parte de los judíos.

Al igual que cuando se encontró en la mesa de la sala de urgencias, Bora pensó que era inútil angustiarse.

—No me gusta lo que insinúa —respondió en tono airado.

—Me importa un carajo que le guste o no, aristócrata bocazas. Si no fuera por sus buenas relaciones, haría tiempo que le habríamos dado una lección. Quiero que sepa que voy a ocuparme personalmente de que sus amigos dejen de protegerlo. Ya veremos cuánto le dura entonces la racha de suerte.

PD.- Las emisiones de Todos los libros un libro se acomodan al calendario lectivo de la Universidad de Salamanca. En consecuencia, ni en festivos ni en vacaciones ni fuera de los períodos escolares se radian los programas. En días como hoy, pues, me limitaré a dejar aquí mi reseña escrita. La incorporación al blog de los podcast de las distintas emisiones se reanudará la semana próxima.