Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 31 de enero de 2018

FRANCISCO GARCÍA GÓMEZ Y GONZALO M. PAVÉS (COORD.). CIUDADES DE CINE; RAFAEL DALMAU Y ALBERT GALERA. CIUDADES DEL CINE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro que como todos los miércoles sale al aire en la frecuencia de Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una propuesta de lectura que pueda resultar de vuestro agrado. Hoy, con la cercana presencia en el inminente horizonte temporal de las dos más importantes celebraciones del “planeta” cinematográfico en nuestro entorno, los españoles Premios Goya, que se concederán a primeros de febrero, y los universales Oscar, cuya ceremonia de entrega tendrá lugar el próximo 4 de marzo, nuestro programa abre una serie, que se prolongará en el amplio espacio entre ambos galardones, que tiene a los libros relativos al cine como protagonistas. En cada uno de ellos nos acercaremos a una vertiente diferente -y casi siempre muy original- de esa deslumbrante experiencia, ya de por sí pluridimensional, que es el cine.

En el caso de esta tarde os traigo un par de libros -de títulos casi idénticos- que analizan la presencia en las películas de las ciudades, tanto en su consideración general y más abstracta -el núcleo urbano en tanto escenario principal de los filmes- como en su aspecto más concreto y singular, centrado en la aparición -en muchas ocasiones recurrente- de las principales capitales del mundo en infinidad de películas; en el destacado papel que desempeñan en ellas sus calles, sus edificios emblemáticos, sus reconocibles espacios, sus casi legendarios territorios; y, también, en el importante papel que ha desempeñado el cine en la “construcción” de la imagen “mítica” de algunas ciudades -piénsese en París o Nueva York como ejemplos paradigmáticos-, de imposible identificación iconográfica sin la constante recreación que de ellas se ha hecho en los más de cien años de historia del séptimo arte.

El primero de los libros comentado es Ciudades de cine, un voluminoso tratado -más de quinientas páginas de letra apretada organizadas en doble columna-, obra de una treintena de expertos coordinados por Francisco García Gómez y Gonzalo M. Pavés, presentado por Editorial Cátedra el pasado 2014 en su siempre interesante colección Signo e Imagen. Tras un muy clarificador prólogo que firman los coordinadores, en el libro, Pedro Poyato y Fernando Luque, Pilar Pedraza, Helio San Miguel, Fernando Sanz Ferreruela, Clementina Calero Ruiz, Domingo Sola Antequera, Rafael Malpartida Tirado, Juan López Gandía, José Carlos Suárez, Angélica García-Manso, Agustín Gómez Gómez, Gonzalo M. Pavés, José Luis Sánchez Noriega, Amparo Martínez Herranz, Nekane Parejo, Ramón Moreno Cantero, Ángel Luis Hueso Montón, Luis Miranda, Ana Melendo, Valeria Camporesi, Francisco Ponce, Alicia Hernández Vicente, Kepa Sojo, Carmen Rodríguez Fuentes, Alberto Elena, Antonio Santos, Francisco García Gómez, Carlos A. Cuéllar Alejandro y Carmen Guiralt Gomar, estudian veintinueve ciudades de veinte países en los cinco continentes, a partir del “rastro” que han dejado en incontables películas. Así, podemos leer textos sobre -en el mismo orden alfabético en el que se presentan en el libro- Barcelona, Berlín, Bombay, Buenos Aires, El Cairo, Estambul, Hong Kong, La Habana, Las Vegas, Lisboa, Londres, Los Ángeles, Madrid, México D.F., Moscú, Nueva York, París, Pekín, Río de Janeiro, Roma, San Francisco, Sevilla, Shanghai, Sidney, Tánger, Tokio, Venecia, Viena y Washington D.C.; unos textos en los que, con abundancia de ejemplos, podemos “pasearnos” por la geografía física y sobre todo la simbólica de tan destacadas metrópolis. Los distintos “ensayos” estudian, como digo, los hitos fílmicos más sobresalientes que han contribuido a configurar la imagen de estas importantes poblaciones en el imaginario colectivo.

El enfoque del libro es interdisciplinar, en correspondencia con la formación de sus diversos autores, recogiendo aportaciones muy variadas procedentes de la historia del arte, la arquitectura, el urbanismo, la estética, la sociología o la historia propiamente dicha. Con un sesgo forzosamente teñido de “occidentalismo”, la obra indaga de modo exhaustivo en las cinematografías europeas y americanas, principalmente, aunque hay también muestras de otros ámbitos, el oriental o, de manera más residual, el africano, con alguna significativa y apreciable aportación al universo del cine.

Tras los capítulos dedicados a las diferentes capitales, el volumen se completa con secciones finales centradas las ciudades de la antigüedad, los poblados fantasma en el western o las urbes imaginarias. Por último, el libro se cierra con una muy completa bibliografía que incluye más de quinientas referencias.

Porque la ciudad, con sus logros y sus fracasos, con sus grandezas y sus miserias, dice más de nosotros, de nuestra historia, de nuestro presente y nuestro futuro, de nuestras virtudes y nuestros vicios, de nuestras bondades y nuestras maldades, que cualquier otra creación artificial. La razón estriba en que la ciudad, aun en sus inhumanidades, es lo más humano que el hombre jamás ha creado, afirman los coordinadores en el párrafo final de su preámbulo, mostrando así expresamente el propósito último del libro, la razón de ser que lo explica y que justifica los profundos y muy sugestivos análisis recogidos en la obra.

Ciudades de cine parte del hecho incuestionable de que, a estas alturas del siglo, nadie llega inocente a una gran ciudad. Casi todos nosotros, incluso al pisar por primera vez sus calles, reconocemos en ellas algo familiar. Somos, con respecto a París o Nueva York, Londres o Estambul, Roma, Lisboa o Río de Janeiro, viejos conocidos, aunque nunca hayamos frecuentado sus espacios, porque “ya” conocemos las ciudades a partir de lo que hemos visto de ellas en el cine. En este sentido, y como resaltan los autores, hay, al menos, tres ciudades: la real que crece y se desarrolla gracias al esfuerzo de sus habitantes, la representada por los cineastas en sus obras y, por último, la percibida por el público como fusión de las anteriores, en la que ambas se complementan. En paralelo a esta triple realidad, la obra nace con otros tres objetivos: Analizar y reflexionar sobre los modos con los que se construye la identidad (principalmente urbanística y arquitectónica) de las ciudades, establecer la manera en la que el cine ha representado algunas de las ciudades del planeta, y descubrir distintas formas de pensarlas, y entender cómo el espectador lee la ciudad a través del cine, reinterpreta la imagen y construye su propio modelo urbano.

Con esa triple pretensión, y recordando el hecho obvio de que el cine nació urbano (las primitivas escenas filmadas por los Lumière como prueba) y también el que en las películas coinciden fondo y forma, las acciones relatadas y el contexto, siendo éste muy a menudo la ciudad, en las documentadas investigaciones que el libro presenta se nos ofrecen las muy distintas manifestaciones de las ciudades en las películas, con una desbordante tipología de urbes analizadas: las ciudades protagonistas y las ciudades telón de fondo; las ciudades poseedoras de un “emblema”, como París o Las Vegas, Venecia o San Francisco, Barcelona o Pisa, fácilmente identificables por sus monumentos representativos; las ciudades que carecen de “hito” arquitectónico, pero que también distinguimos con facilidad, Madrid o Buenos Aires, Tokio o Viena, La Habana o San Petersburgo; las ciudades “desapercibidas”, como el Milán de las películas de Antonioni, apenas perceptible en sus escenarios alejados del icono bien conocido; las ciudades “transformadas” que el cine “transfigura” convirtiéndolas en espacios antitéticos a los de su realidad tangible; las muchas ciudades sin nombre, que aprovechan su anonimato para reforzar la intensidad de las tramas cinematográficas que en ellas transcurren; las ciudades travestidas o camufladas, urbes que acogen rodajes de películas que se desarrollan en otras diferentes, ciudades, pues, que en cierto sentido, actúan, interpretan un papel, como la Praga que “es” Berlín en La niña de tus ojos; las ciudades imaginarias, fruto “frankensteiniano” del montaje, entes autónomos que surgen de la mezcla de varias preexistentes, el caso de “nuestra” Calle Mayor, resultado de la “fusión” de Palencia, Logroño y Cuenca.

También hay un lugar en el libro para los habitantes de las ciudades, convertidas éstas -sobre todo en las películas corales- en organismos vivos, capaces de adoptar formas diversas, mientras la cámara sigue a los personajes por sus distintos recorridos. E igualmente comparecen los géneros cinematográficos, fuertemente anclados a distintas formas de concebir la realidad urbana: el policiaco, la ciencia ficción, las películas de acción, el musical, la comedia, el cine apocalíptico, el bélico; cada uno de ellos con sus particulares señas de identidad que se traducen en la diversa iconografía y la variada representación de las localidades que albergan sus argumentos. Y del mismo modo, se habla de las cinematografías vinculadas a una ciudad: el cine centroeuropeo de Viena, Praga o Berlín; el ruso de la revolución, con el protagonismo de los monumentos y las calles de Moscú o San Petersburgo; el italiano realista, con Milán o Roma o Nápoles presentes en la mirada de los directores; la nueva ola francesa, con su estilizada creación de una mitificada París. Y están también, para terminar, los directores vinculados a una ciudad, con el Nueva York de Woody Allen como emblema, aunque a cualquiera le vienen a la cabeza, asimismo, el Madrid de Almodóvar o el Oporto de Manoel de Oliveira.

El repaso a los espacios y la iconografía de estas ciudades es muy minucioso y detallado, siendo cada capital objeto de análisis desde casi todos los ángulos imaginables. Así, conocemos -siempre a partir de sus correlatos cinematográficos y por citar sólo algunos ejemplos- la Barcelona histórica y la fantástica, la “negra” y la marginal, la turística y la moderna y multicultural; recorremos, de la mano de la escritora Pilar Pedraza, el Berlín de las primeras décadas del siglo pasado y el de las guerras mundiales, también el de las ruinas de la posguerra y el del muro, el del nuevo cine alemán a partir de los años setenta y el “posmoderno”; y en el apartado de París también comparecen los momentos iniciales, a caballo de dos siglos, y los actuales, las recreaciones más “fantasiosas” de la ciudad y también el París más realista que permea numerosas películas desde los años veinte hasta el más reciente presente; y está el Tokio de los grandes cineastas clásicos nipones y el que se muestra en cintas contemporáneas como Lost in translation; completísimo es también el capítulo sobre Nueva York, en el que se dibujan, en apasionantes secciones, las muchas perspectivas de esa poliédrica megalópolis: las calles, los rincones míticos, la presencia étnica, los escenarios de la lucha de clases, el hampa y la corrupción, el skyline y el alma de la ciudad -New York state of mind-, también las distopías que la tienen como marco; o la Lisboa melancólica -a cidade que nunca existiu- con el fado y los tranvías, la Lisboa política, la del cine social, la del espionaje, la literaria y pessoana, la metacinematográfica; igualmente hay un breve capitulo para el México violento y extremo, para el buñuelesco, para el rural y el capitalino y cosmopolita; por último -detengo aquí la enumeración, por lo demás interminable- el experto José Luis Sánchez Noriega nos lleva por el Madrid histórico, el de la guerra y la resistencia, el del costumbrismo y el del desarrollo, el de la transición y el de la comedia madrileña, el de la marginalidad, las bandas, la delincuencia, y el de los conflictos sentimentales de la nueva burguesía.

Pero, por encima de todo, más allá de la sociología o la historia, Ciudades de cine es un inconmensurable compendio de películas, cientos, miles de títulos que emergen entre sus páginas, proponiéndonos un doble viaje, el cinematográfico, que nos llevaría a descubrir, o en muchos casos volver a ver, las distintas cintas, y el real, que nos invita a frecuentar de nuevo -o en ocasiones por primera vez- algunas de estas ciudades revestidas ya, a causa de su recreación en tantos films, de una dimensión mítica. Como es claro, resulta imposible ofrecer aquí siquiera una mínima aproximación a ese copioso catálogo de películas, en el que cualquiera con un somero interés por el cine podrá encontrar a sus favoritas. Es una lástima, en este sentido, que lamentablemente el libro carezca de un índice que recogiera las películas mencionadas y que facilitara así la consulta específica de alguna de ellas de entre la multitud de títulos seleccionados.

Una propuesta similar, aunque bastante más limitada, es la que proponen Rafael Dalmau y Albert Galera en sus Ciudades del cine, un librito con pretensiones más modestas que presentó en 2007 la catalana Raima Edicions. Se trata, en realidad, de una suerte de guía cinematográfica de viajes en la que, con la excusa de la “visita” a una ciudad -en total se incluye una quincena aproximada de ellas, las más previsibles-, se comentan algunas películas que la han reflejado en pantalla. De cada film se recoge una completa ficha técnica así como un sucinto comentario que aporta informaciones muy variadas, aspectos destacados de la cinta, resúmenes de su trama argumental, curiosidades del rodaje, apuntes sobre la trayectoria del director o los actores, y, claro está, menciones a los lugares que aparecen representados en su metraje, que se aportan en una sección autónoma con las principales localizaciones en cada caso, de las que se dan también datos turísticos que faciliten su visita por un viajero interesado.

Fuera de tiempo ya, os dejo con un fragmento de Ciudades de cine, un extracto del capítulo introductorio, y con un tema musical bien cinematográfico, la impresionante creación de Gato Barbieri para la banda sonora de El último tango en París, el gran clásico de Bernardo Bertolucci.


Nunca se llega inocente a una gran ciudad. Al pisarla por primera vez, resulta muy difícil evitar tener una extraña y difusa sensación de familiaridad, como si ya se hubiese estado ahí en el pasado. La literatura y las artes visuales han favorecido la elaboración de una representación mental, más o menos precisa, de estos espacios de convivencia. Indudablemente, el cine es uno de los principales responsables de este sentimiento de déjà vu. En su condición de medio de masas por excelencia de nuestro tiempo, ha contribuido más que ningún otro arte a prefigurar las imágenes que de ciertas ciudades se tienen, y a modelar un imaginario urbano colectivo. Con su poderosa capacidad de sugestión y su fuerte impresión de realidad, el cine posibilita al espectador disfrutar del don de la ubicuidad, desplazarse virtualmente por infinitud de lugares. Por esta razón no es extraño que, cuando llegamos a una nueva ciudad, exclamemos: «¡yo ya había estado aquí!».

En las últimas décadas la ciudad se ha convertido en un preciado objeto de estudio. Desde diferentes perspectivas, la historiografía humanística ha tratado de desentrañar las claves y los misterios de estos espacios que se han erigido en los componentes vertebradores de las sociedades contemporáneas. El mundo rural, antaño eje de la vida del hombre, orbita ahora en torno a estos grandes núcleos de población. Mientras el campo agoniza, vampirizado, la ciudad vibrante y con gula vive, ama, muere, consume, deglute y evacua sus miserias. El proceso de urbanización ha sido tan espectacular en el último siglo que ha impuesto sus condiciones y su dinámica. Es hoy la ciudad el lugar donde acontece la cotidianidad y la vida colectiva: habitamos en ella y de una u otra manera somos la unidad más básica de su estructura, esa vibrante célula que interactúa con ella mientras la moldea cada día. El espacio urbano funciona como un tejido en el que, en ocasiones, realidad y ficción se funden.

El cine ha acompañado a las ciudades en el avance imparable que han experimentado. Ha sido testigo, pero también cómplice, de su desarrollo. Con su naturaleza fragmentaria, con su ubicuidad espacio-temporal, ha ayudado a la construcción del imaginario de ciudad, generando modos singulares de vivirla, pensarla, soñarla e incluso sufrirla. Ha dado testimonio fiel del desarrollo de las localizaciones que contemplaba, impresionando los periodos de convulsión y de transformación urbanas a lo largo del siglo XX. Tan grande ha sido su influencia sobre los espectadores que, a través de sus imágenes, el público se ha familiarizado con espacios urbanos en los que no ha estado físicamente. Barrios, calles, avenidas, esquinas y monumentos de ciudades distantes se han convertido, gracias al poder difusor del cine, en rincones fácilmente identificables por todos, en «viejos conocidos». No hace falta haber estado allí para reconocer la delicada línea que describen los rascacielos iluminados de Nueva York sobre un cielo nocturno; cualquiera puede, cerrando los ojos, imaginar una plaza de San Marcos adormilada junto al Gran Canal de Venecia mientras cientos de palomas aletean alrededor de su campanile; y prácticamente todos hemos estado gracias al cine en unos bulevares de París que enmarcan la Torre Eiffel, con ese típico y tópico fondo sonoro dominado por un romántico acordeón (también existen los estereotipos musicales urbanos).

Por supuesto, hay una enorme distancia entre la ciudad real y la proyectada por el cine. Al fin y al cabo, a través de un filme solo podemos alcanzar una visión fragmentada de los espacios urbanos donde se desarrollan sus historias. Visión parcial que es, además, producto de la mirada subjetiva de los cineastas, que reinterpretan y deciden no solo lo que muestran, sino también cómo y en qué orden hacerlo. De esta forma, la ciudad filmada se constituye en un elemento más de una ficción que se puede asumir como verdadera en el caso de no conocerla. Existen, por lo tanto, no una, sino al menos tres versiones distintas de la misma ciudad: la real que crece y se desarrolla gracias al esfuerzo de sus habitantes, la representada por los cineastas en sus obras y, por último, la percibida por el público como fusión de las anteriores, en la que ambas se complementan. 

 

P.D.- Por razones técnicas, esta semana no ha podido emitirse el programa en Radio Universidad de Salamanca. Se transcribe aquí meramente, pues, la reseña del libro.

miércoles, 24 de enero de 2018

DAVID FOENKINOS. CHARLOTTE

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, vuestra cita semanal con las recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo a un escritor lo suficientemente conocido como para que esa intención de presentároslo resulte petulante y hasta ridícula. Y es que David Foenkinos, el joven novelista francés, de solo cuarenta y tres años, tiene ya una extensa obra publicada y cuenta en su haber con numerosos premios en su país y también internacionales, por lo que su nombre sin duda os suena y probablemente hayáis leído ya alguno de sus libros. Yo quiero centrarme hoy en Charlotte, una novela emotiva, conmovedora, asombrosa, una maravilla, una joya que vio la luz en la editorial Alfaguara en 2015; pero no quiero dejar pasar la ocasión de invitaros también a que leáis otros dos de sus libros, también magníficos, La delicadeza, con el que se dio a conocer mundialmente y que cuenta con una solo discreta traslación cinematográfica dirigida conjuntamente por el propio Foenkinos y por su hermano Stéphane, y La biblioteca de los libros rechazados, publicados por Seix Barral y Alfaguara, respectivamente, en 2011 y 2017.

El indiscutible éxito de los libros de Foenkinos hizo -como tantas veces ocurre en mí, en quien quedan aún absurdos resabios de un intelectualismo barato para el que el éxito es a menudo sospechoso de poca calidad- que me resistiera una y otra vez a su lectura. Recuerdo mi rechazo a comprar La delicadeza, llegando a tenerla en mis manos varias veces y en distintas librerías y sintiendo su irracional pero apetitosa llamada. Hace unos meses, sin embargo, un artículo en una revista en el que de modo algo tardío -la novela llevaba publicada dos años- se reseñaba esta Charlotte de la que hoy quiero hablaros me llevó a leerla, entusiasmarme y, dado mi temperamento algo sanguíneo e impaciente, hacerme de inmediato con las otras dos novelas del francés a las que acabo de referirme, para acabar leyéndolas en pocos días con idénticos apasionamiento y fruición, con idéntico disfrute y con idénticas ganas de recomendarlas que la primera.

Charlotte, que aparece en España traducida por María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, es una biografía novelada que gira sobre Charlotte Salomon, una joven pintora judía que murió en Auschwitz con solo veintiséis años después de una vida atormentada e intensa que el escritor francés nos presenta con sutileza y sensibilidad, con originalidad y talento, con ternura y magia y verdad. El personaje -su fuerza, su inspiración, su creatividad, su genialidad, su “gracia”, su naturaleza afligida, su desconsuelo, su caos, su trágica existencia- obsesionó a su autor, según confesión propia, durante cerca de una década, el tiempo que, desde que vio una exposición de la obra artística de la joven, tardó en encontrar la forma adecuada -muy singular, como luego veremos- para narrar los cortos y sin embargo vibrantes años de la chica; y esa fascinación y ese encantamiento afloran en el libro y se contagian al lector que termina la lectura subyugado y seducido, cautivado y estremecido, golpeado en el alma -gozosamente golpeado- por tanta tristeza, por tanta emoción, por tanta belleza.

Es difícil comentaros la novela, siquiera de modo sucinto, sin daros cuenta de lo sustancial de la historia real de su protagonista; un desvelamiento que, en este caso y a diferencia de situaciones similares en otras reseñas, no me preocupa tanto por cuanto la biografía de Charlotte Salomon es bien conocida y se multiplican los estudios sobre su vida y su obra. De hecho, os aconsejo leer el libro en “conexión” constante con internet, en donde, claro está, podréis encontrar fotografías de la chica y de su familia, algunas de las cuales se mencionan en la novela, reproducciones de infinidad de sus cuadros y numerosos otros datos de interés para completar la narración por la que avanza Foenkinos. También os propongo la lectura de ¿Vida? ¿O teatro?, su autobiografía dibujada, que mezcla más de mil gouaches con narración y música, un libro espléndido que podéis encontrar -por desgracia sólo en inglés, francés, alemán y neerlandés- en una edición magnífica de Taschen.

Charlotte Salomon nace en Berlín el 16 de abril de 1917, en una familia judía acomodada, su padre un cirujano de prestigio y su madre enfermera. La rama materna está sometida a un destino -a unos genes: el carácter de un hombre es su destino, escribió Heráclito- funesto. La hermana de su madre, que se llama como ella, Charlotte, se suicidará con solo dieciocho años, antes del nacimiento de su sobrina, en un episodio que se recoge en el primer capítulo del libro que os dejo como cierre de esta reseña. Su propia madre, Franciska Grunwald, lo hará cuando la niña tiene nueve años. Después será su propia abuela la que acabe con su vida, y antes también habían puesto fin a su existencia la madre de su abuela, y el hermano de ésta, y su tío, y su hermana, y el marido de la hermana, y un sobrino… Ingiriendo veronal, con sobredosis de somníferos, arrojándose desde un puente, lanzándose al vacío por una ventana, los numerosos antecedentes que se remontan a varias generaciones de Grunwald parecen condenar a la chica al cumplimiento de esta inexorable condena familiar. Sin embargo, Charlotte no conocerá hasta muy tarde, con veintitrés años, lo sucedido con sus parientes. Hasta entonces su vida es relativamente tranquila, desenvolviéndose entre el cuidado de diversas institutrices, la atención de sus abuelos, la ausencia del padre -siempre enfrascado en sus proyectos científicos e investigaciones médicas- y la relación con Paula Lindberg, su madrastra, una notable cantante de ópera con la que el viudo Albert Salomon ha vuelto a contraer matrimonio al poco tiempo del suicidio de su esposa.

A través de Paula y de su profesor de canto Alfred Wolfsohn, del que la joven se enamorará, Charlotte conoce el mundo del arte y descubre en su interior la pasión y el talento para el dibujo y la pintura. Sus estudios artísticos oficiales quedarán truncados por la llegada de Hitler al poder y la progresiva segregación de los judíos de la vida civil. A partir de la trágica Noche de los cristales rotos, sin haber cumplido aún veinte años, Charlotte huirá a la Costa Azul francesa con sus abuelos, conocerá los terribles secretos familiares, seguirá dando curso a su ya febril vocación creadora como barrera de protección frente a las innatas tendencias al desequilibrio (Y tal es, en efecto, el privilegio de los artistas: vivir en la confusión) y, tras haber completado su obra magna, la ya mencionada biografía dibujada, de título ¿Vida? ¿O teatro?, sufrirá, como el resto de sus allegados, el triste sino de tantos otros miembros de su pueblo. Conducida a Auschwitz, será gaseada nada más llegar, con veintiséis años y embarazada de cinco meses de Alexander Nagler, un refugiado austríaco al que había conocido en Francia.

Pero el dramatismo que en sí encierra esta historia, por desgracia consabida, tantas veces contada por muy distintos protagonistas o testigos del horror, no es la principal fuente de emoción de un libro, como he dicho, conmovedor hasta las lágrimas. Es la opción literaria elegida por Foenkinos para narrarla, para recordar el terrible paso por el mundo de la chica (La auténtica medida de la vida es el recuerdo, se dice en el libro), lo que la convierte en una maravilla, en una obra excepcional e inolvidable. El relato se presenta organizado en frases muy cortas, casi como si se tratara de versos libres, aunque, pese al lirismo que impregna la novela, estamos de manera indudable ante un texto en prosa. En un momento del libro, el autor explica el porqué de esta opción de técnica literaria (que es más que eso: una exigencia visceral, una necesidad):

Me he pasado años tomando notas.
He recorrido su obra sin cesar.
He citado o recordado a Charlotte en varias de mis novelas.
He intentado escribir este libro muchísimas veces.
Pero ¿cómo?
¿Debía incluirme en él?
¿Debía novelar su historia?
¿Qué forma debía adoptar mi obsesión?
Empezaba, probaba, luego renunciaba.
No conseguía escribir dos frases seguidas.
Me quedaba varado en todos los puntos.
Imposible progresar.
Era una sensación física, una opresión.
Sentía la necesidad de poner punto y aparte para respirar.

Entonces caí en la cuenta de que había que escribirlo así.

Presentada la obra de esta manera, cada nueva frase se “degusta” de modo autónomo, encierra emoción en sí misma, dándole al libro una intensidad, una hondura, una fuerza tales que el lector avanza exaltado, apasionado, estremecido, temblando, vibrando no solo con la amarga vivencia de Charlotte -los hechos “objetivos”- sino con la vehemente y poética recreación que Foenkinos, en su enardecida subjetividad, hace de su vida. Porque Charlotte es una novela, con una extraordinaria y bien documentada base real -todos los hechos y datos que se cuentan sucedieron verdaderamente-, pero ficción al cabo por la intervención magistral del escritor.

Y además de esta peculiaridad estilística, otro rasgo interesante del libro lo proporciona una forma adicional de “intromisión” del autor, el cual, mientras narra la biografía de la chica, da cuenta de su propia intervención, del “seguimiento” de su “figura” a lo largo de los años, del rastreo casi detectivesco de los aspectos menos conocidos de su vida, de las visitas a los lugares en que se desarrolló su existencia (Foenkinos visitó todos menos Auschwitz, como él mismo declara), de las entrevistas personales con quienes la conocieron o -más a menudo dado el mucho tiempo transcurrido- con sus descendientes, de su obsesión por el personaje que lo lleva a hacerlo aparecer en algunas de sus otras novelas. Y en todo este proceso de indagación aparece siempre, como último término, la muerte (La muerte, estribillo incesante de mi búsqueda), en los repetidos suicidios familiares y en el monstruoso exterminio nazi.

La biblioteca de los libros rechazados, sin llegar, a mi juicio, a las altas cotas de calidad de Charlotte, es también una novela excelente, llena de sentimiento e inteligencia, y en la que afloran de nuevo las facetas más sensibles y tiernas de la escritura del parisino. A partir de un libro del escritor norteamericano Richard Brautigan, cuyo protagonista trabaja en una biblioteca que acepta los libros que han rechazado las editoriales, se creó en Estados Unidos, en 1990, la Brautigan Library, que da acogida a todos los libros huérfanos de editorial que ven la luz en el país. En octubre de 1992, y ya en la ficción novelesca de Foenkinos, un bibliotecario francés, Jean-Pierre Gourvec, decide llevar adelante un experimento similar en la institución en la que trabaja en su pueblo, Crozon, en la costa bretona. Por una serie de circunstancias algo disparatadas, un manuscrito abandonado entre los anaqueles de la biblioteca de la localidad llega a manos de una editora que, deslumbrada por la calidad del texto, decide publicarlo. La aparición de la inesperadamente magistral novela, Las últimas horas de una historia de amor, desencadena una sucesión de peripecias que envuelven a la propia editora, a su pareja, un escritor fracasado, a un crítico cuyo desempeño profesional ha conocido mejores tiempos, a una solitaria anciana, viuda del presunto anónimo autor, a la hija de ambos, al exmarido de ésta, a la nueva bibliotecaria, y hasta a una joven dependienta del comercio propiedad de la mencionada hija y a un estudiante que recala en la biblioteca, en una trama en la que la resolución del misterio acerca de la autoría del sorprendente libro, una indagación casi detectivesca capaz de llevar en volandas al lector de la primera a la última página de la novela, no es, sin embargo, su elemento más atractivo. Como se puede leer en un momento de la obra La vida tiene una dimensión interior, con historias que no se materializan en la realidad, pero que no por ello dejamos de vivir. Y dar a conocer esas historias secretas imaginadas, soñadas, es la función esencial de la literatura, un dominio en el que Foenkinos se desenvuelve con enorme brillantez. Y así, entre interesantes motivos para la reflexión sobre el mundo literario, las interioridades de la edición, la importancia de la autoría, el papel de la crítica o las personalidades de los autores, y punteado por infinidad de referencias a escritores, libros y personajes en general muy conocidos -la “discreta” fotógrafa Vivian Maier como emblema de todos ellos- cuyas obras también fueron inicialmente despreciadas, La biblioteca de los libros rechazados (que traducen también María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego) se adentra con sensibilidad y cariño, con ternura y comprensión, en las vidas de un puñado de personajes memorables pese a su normalidad.

Con el tiempo totalmente superado, os aconsejo también la lectura de La delicadeza, el primer gran éxito del escritor francés. Publicada por Seix Barral y traducida por Isabel González-Gallarza, se trata de una novela enternecedora, deliciosa, elegante y sutil, bellísima. Habiendo sobrepasado con creces los límites de nuestra habitual duración, no procede ya un comentario más detallado sobre el libro; baste pues con señalar que Foenkinos relata, con “insoportables” ternura y sensibilidad, el proceso -tan universal- del enamoramiento (al menos cinco personajes se ven envueltos en él, aunque es la irresistiblemente atractiva -en todos los sentidos- Nathalie quien protagoniza la historia principal). Y si califico de tal modo -tan aparentemente disuasorio- el planteamiento del libro es porque su autor nos muestra, en toda su intensidad, con todo su encantamiento, con toda su magia, su dulzura, su fuerza y su poesía, ese milagroso fenómeno que en ocasiones nos arrastra a los seres humanos, transportándonos a regiones sentimentales, emocionales (también sexuales) en las que intensidad de lo vivido es de tal magnitud que no estamos preparados para aguantarla y cuyo nostálgico recuerdo, cuando el arrebato termine, perturbará nuestra vida y nos acompañará, tiñendo de melancolía nuestros días, hasta la tumba.

Nathalie es una mujer moderna, brillante, divertida, culta, dinámica, precisa, generosa y rotunda, además de inteligente, sensible, risueña, soñadora y muy guapa, una personalidad de un magnetismo y un atractivo arrolladores, una chica de esas que van “dejando cadáveres” a su paso (os juro que existen, yo mismo “he muerto” varias veces bajo el influjo fatal de una presencia así, tan brillante, que todo lo ilumina y, a la vez, todo lo nubla). Y lo demás es superfluo, pues qué importan las peripecias -dramáticas o felices, desgraciadas o jocosas (hay mucho humor en Foenkinos)- que vive la joven, si el lector sólo puede enamorarse de ella y avanzar en la lectura sintiéndose simultáneamente fascinado y tembloroso, maravillado y conmovido por esa prodigiosa exhibición de gracia y belleza, de inocencia y pureza, de sencillez y bondad y a la vez, padeciendo -casi desde el inicio de la novela- frustración, melancolía y una tristeza indecible, al saber -con la nítida rotundidad con la que esas cosas se saben- que mujeres como éstas ya sólo existen en el pasado y que el resto de nuestra vida nos acompañará su ineluctable ausencia. Si, para ahondar más en la herida, os decidís a ver la película (que no es gran cosa) y os encontráis -en el papel de la inenarrable Nathalie- con la dulcísima Audrey Tautou, no os quedará otra que hundiros en un mar de lágrimas mientras parafraseáis las palabras de Borges que tanto me gustan y tanto he repetido ya en estas páginas: Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía la bella Nathalie.

En fin, tres libros excepcionales, estos de los que hoy, en esta larga reseña, os he hablado: Charlotte, La biblioteca de los libros rechazados y La delicadeza. Haced caso a mi perentorio consejo: ¡¡no dejéis de leerlos!! Y aprovechando la vinculación con Auschwitz de la primera de las obras, vuelvo a recomendaros también la visita a la exposición que sobre el campo de exterminio se presenta en Madrid, en el Centro de Exposiciones Arte Canal, hasta el próximo 17 de junio.

Entre las muchas referencias musicales incluidas en las tres novelas, me quedo, para despedir el espacio, con la Seguidilla de la Carmen de Bizet, interpretada Paula Lindberg, la madrastra -recuérdese, cantante de ópera- de Charlotte Salomon.


Charlotte aprendió a leer su nombre en una tumba.
Así que no es la primera Charlotte.
Antes existió su tía, la hermana de su madre.
Las dos hermanas están muy unidas, hasta una tarde de noviembre de 1913.
Franziska y Charlotte cantan juntas, bailan y ríen también.
Y es algo que nunca resulta extravagante.
Hay pudor en esa forma de practicar la dicha.
Quizá tiene que ver con la personalidad de su padre.
Un intelectual rígido, aficionado al arte y a las antigüedades.
Opina que nada hay que importe más que una mota de polvo romano.
La madre es más dulce.
Pero de una dulzura rayana en la tristeza.
Su vida ha sido una secuencia de dramas.
Resultará de gran utilidad enumerarlos más adelante.
De momento, quedémonos con Charlotte.
La primera Charlotte.
Es guapa, con una melena larga y negra como las promesas.
Con la premiosidad comienza todo.
Poco a poco, lo va haciendo todo más despacio: comer, andar, leer.
Algo en ella se va refrenando.
Seguramente se le ha infiltrado la melancolía en el cuerpo.
Una melancolía devastadora, de la que no se regresa.
La dicha se convierte en una isla en el pasado, inaccesible.
Nadie nota que surge esa premiosidad en Charlotte.
Qué insidioso es todo.
Comparan a ambas hermanas.
Una sonríe más que otra, sencillamente.
Como mucho, de tanto en tanto, comentan que se ensimisma largos ratos.
Pero la noche se va adueñando de ella.
Esa noche que hay que esperar, para que pueda ser la última.
Es una noche muy fría de noviembre.
Cuando todos duermen, Charlotte se levanta.
Coge unos cuantos efectos personales, como para un viaje.
La ciudad parece en pausa, cuajada en un invierno precoz.
La muchacha acaba de cumplir dieciocho años.
Se encamina deprisa a su destino.
Un puente.
Un puente que adora.
El lugar secreto de su negrura.
Hace mucho que sabe que será su último puente.
En la noche negra, sin testigos, salta.
Sin la mínima vacilación.
Cae al agua helada y convierte su muerte en un suplicio.
Encuentran su cuerpo al alba, varado en una orilla.
Tiene partes totalmente azules.
Despiertan a sus padres y a su hermana con esta noticia.
El padre se queda cuajado en el silencio.
La hermana llora.
La madre lanza alaridos de dolor.
Al día siguiente, los diarios recuerdan a la joven.
Que se mató sin la mínima explicación.
A lo mejor así es el colmo del escándalo.
La violencia sumada a la violencia.
¿Por qué?
Su hermana considera ese suicidio como una afrenta a su unión.
Casi siempre se siente responsable.
No vio nada, no entendió la premiosidad.
Ahora sigue adelante con el corazón culpable.



David Foenkinos. Charlotte

miércoles, 17 de enero de 2018

VICTOR KLEMPERER. LTI. LA LENGUA DEL TERCER REICH

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que hoy sale a vuestro encuentro con una interesantísima propuesta de lectura que surge con una doble excusa vinculada a acontecimientos de nuestra realidad más cercana. Y es que LTI. La lengua del Tercer Reich, el magnífico ensayo de Victor Klemperer que publicó la Editorial Minúscula en 2001 con traducción de Adam Kovacsics, tiene mucho que ver, por un lado, con una formidable exposición, de visita inexcusable, que desde el 1 de diciembre y hasta el próximo 17 de junio puede verse en Madrid, en el Centro de Arte Canal, bajo la rúbrica Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos; y, por otro, aunque en este caso la conexión no es tan inmediata, la obra puede relacionarse con el funesto próces separatista catalán que desde hace años -fenómeno intensificado en los últimos meses, con la reciente celebración de elecciones autonómicas aún en la memoria- lleva sembrando su insidiosa semilla en la vida catalana en particular y en la del resto de España en general. Desde este último punto de vista, mi reseña de hoy surge como una suerte de continuación de la de hace siete días, en la que presenté el furibundo Contra el separatismo, el estupendo, corrosivo, inteligente y necesario panfleto de Fernando Savater.

El libro, el que hoy comento, lleva ya ocho ediciones en nuestro país y ello pese a no que no se trata de una novela y a que se presenta con un subtítulo que para muchos puede resultar disuasorio: Apuntes de un filólogo. No obstante, estamos ante un texto que, además de su complejidad y su interés objetivos, de su pertinencia académica, de la validez me atrevería a decir que científica de sus postulados, se lee de un modo ameno, convirtiendo el lento y demorado avance por sus páginas en una experiencia apasionante. Victor Klemperer, nacido en Alemania a finales del siglo XIX, judío, pensador y, ya se ha dicho, filólogo, catedrático de literatura francesa en Dresde, padeció los horrores del nazismo -aunque no los más crueles- en su propia carne. Casado con una mujer aria, no abandonó su país cuando las huestes de Hitler comenzaron su atroz misión a principios de los años treinta del pasado siglo. Expulsado de su cátedra, su matrimonio lo preservó de los efectos más terribles de la persecución nazi. LTI fue publicado después del fin de la guerra, en 1947, nutriéndose del abundante material y los detallados apuntes tomados desde 1933, cuando de manera clandestina sobrevivía malamente trabajando en una fábrica y alejado de cualquier actividad académica oficial.

En su estudio, Klemperer mezcla dos planos, que aparecen sólidamente imbricados en el relato. Por un lado estamos ante un análisis, con una sólida base filológica y lingüística, del depurado sistema por el que el nazismo manipuló el lenguaje para, a través de la apropiación del idioma, dominar también las mentes y las almas de sus súbditos, conduciéndoles -en una especie de locura criminal consentida- a perpetrar o al menos colaborar en las atrocidades ideadas por su infernal delirio. Entre sus pertinentes y bien fundamentadas reflexiones, vamos conociendo las humillaciones e indignidades, las iniquidades y el sufrimiento, la persecución y las injusticias, los registros domiciliarios, las detenciones, los golpes, las crueldades y las torturas, los malos tratos, las agresiones y hasta las muertes que el propio autor, sus familiares y amigos, y, en general, el pueblo judío, sufrieron como consecuencia de la irracional política nacionalsocialista, tolerada y hasta amparada por el mediatizado fervor de los ciudadanos alemanes, cuyo pensamiento y emociones sucumbieron a la sutil propaganda del Reich. Es esta segunda vertiente de la obra, originariamente escrita bajo la forma de notas personales en los diarios del autor -los “apuntes” del subtítulo-, la que vincula el libro con la exposición madrileña, en la que -de manera descarnada y directa, pero también alusiva aunque altamente evocadora- el espectador puede conocer -y estremecerse ante ella- la monstruosa barbarie nazi, cuya manifestación paradigmática la constituye el campo de concentración y exterminio de Auschwitz que con tanta fidelidad se reconstruye parcialmente en las instalaciones del Centro de Arte Canal. Pero de Auschwitz y de la imprescindible exposición os hablaré con más detalle en mi comentario de la semana próxima.

Vayamos ahora con la LTI y con la burda pero a la vez eficaz falsificación del lenguaje que Hitler -y todos los totalitarismos que en el mundo han sido, supremacismo independentista catalán incluido- tan reiteradamente han utilizado para conseguir sus fines criminales (también en el caso de Cataluña, en la primera acepción de crimen como delito grave).

Las siglas LTI se corresponden con Lingua Tertii Imperii, la lengua del Tercer Reich. Con este acrónimo irónico Victor Klemperer designa el particular modo de emplear el lenguaje por las autoridades del nazismo, un retorcimiento del idioma en que, en su experiencia cotidiana y desde su privilegiada condición de experto filólogo, se concentra -como metáfora- la esencia de esa época infausta de la historia de Alemania en particular y de toda la humanidad en su conjunto. A menudo -escribe en el primer capítulo del libro- se cita la frase de Talleyrand según la cual el lenguaje sirve para ocultar los pensamientos del diplomático (o de la persona astuta y de dudosas intenciones). Sin embargo, la verdad es precisamente lo contrario. El lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada, ante otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscientemente. El régimen hitleriano construye así, en cierto modo, un idioma propio, un alemán maliciosamente retorcido, ambiguo, neutro en apariencia, en el que palabras, expresiones y estructuras sintácticas conocidas pierden su valor consabido, convencional, y se envuelven en nuevos significados falaces y engañosos, a través de los cuales se inocula en la ciudadanía la ideología dominante, que impregna de manera sutil pero decisiva, imperceptible aunque irrefrenable, el modo de pensar y sentir de millones de individuos. Ninguno era nazi, pero todos estaban intoxicados, señala, al constatar esa inocente aceptación por las gentes del común -¡¡¡incluso por los propios judíos que estaban siendo exterminados!!!- de las fórmulas -y con ellas de las nefastas ideas, de la aciaga visión del mundo- usadas por sus despiadados dirigentes.

Así, en el libro se recogen infinidad de estos términos adulterados, desprovistos de su sentido originario, utilizados para “edificar” desde el lenguaje una realidad ficticia -valga el oxímoron- que sostiene y alienta los intereses de sus impulsores. Vocablos como “valiente”, “combativo”, “heroico”, “entregado” o “constante”, caracterizan al individuo ario de moral impecable. El “judaísmo internacional”, las personas “ajenas a la raza”, practican la “propaganda difamatoria”, cometen “atrocidades”, propias de “extranjeros”. El “pueblo” -como es obvio, el “elegido”, el previamente segregado de sus “impurezas”- comparece por doquier: fiesta del pueblo, camarada del pueblo, comunidad del pueblo, cercano al pueblo, ajeno al pueblo, surgido del pueblo… Las palabras que se omiten forman parte también de esta labor de “fabricación” de una realidad alternativa: en los partes de guerra no aparecen nunca huida, derrota, retirada; sí, en cambio, reveses o irrupciones.

Pero no son sólo los nombres comunes los que se falsean; la siniestra operación por la que se disfraza la verdad alcanza a los nombres propios: los judíos porque desaparecen de los títulos de las obras literarias, de los anuncios, de los cursos académicos; los de raigambre germánica porque se refuerza su “alemanidad” -Dieter, Uwe, Ingrid- con guiones que la “duplican”: Dietmar-Gerhard, Bernd-Walter. Incluso los signos ortográficos son objeto de interesada deformación, como ocurre con el uso irónico del entrecomillado, con el que se pone en duda la verdad de la cita transcrita o el valor de la acción narrada o del personaje mencionado: el “mariscal” Tito, el “científico” Einstein, la “estrategia” rusa… También las cifras: en un ilustrativo capítulo, bajo la rúbrica de “Superlativos”, se presentan abundantes casos de la exagerada utilización de los números por la LTI, cifras que siempre se utilizan con malevolencia deliberada, buscando el engaño y la intoxicación, exacerbando el superlativismo: cientos de miles de prisioneros, decenas de miles de carros de combate, destrucción inimaginable en las filas enemigas, cantidades innumerables de muertos.

En el libro, más allá de los ejemplos concretos de estas obscenas e intencionadas prácticas de tergiversación, destacan también algunos acercamientos teóricos, más generales y abstractos, a las claves del proceder del Reich con el habla. Y así, se analizan la pobreza y la vacuidad de la lengua oficial, la manipulación sentimental con el fin de influir y sugestionar a las masas, la preterición de la razón, la ocultación de la verdad y la desacomplejada y consciente exhibición de notorias mentiras, la limitada uniformidad de la lengua, la adopción de fórmulas que refuerzan la pertenencia al grupo -y en consecuencia el señalamiento y la exclusión de quienes no las utilizan-, la terquedad irracional y la ausencia de dudas de los nazis, la creación de un “enemigo”, el “otro”, a quien culpar de todos los males, y tantos otros mecanismos de la psicología colectiva capaces de mantener durante largos años una delirante y sanguinaria concepción del mundo.

De la desgraciada vigencia e indeseada contemporaneidad de estos siniestros procedimientos de creación y difusión de falacias da cuenta la estrategia seguida -ideada, predeterminada, concertada y aplicada durante décadas por sus perpetradores, con el viscoso Jordi Pujol (y su inefable esposa) a la cabeza- por el independentismo catalán en la insoportable -en todos los sentidos- deriva del separatista, sectario, xenófobo, excluyente, egoísta, insolidario, supremacista, doctrinario y antidemocrático procés (como antes lo hizo -en la desgraciada etapa del furor etarra- su equivalente vasco, con el cruel añadido de la violencia física, el asesinato y el terror). ¿Qué son sino patrañas, inventos, falsedades, mendaces dobles sentidos, cuentos, embustes, “posverdades” (esa ridícula y eufemística denominación actual), meras locuciones vacías que apuntan a un engañoso significado ajeno a la realidad… qué son sino mentiras evidentes disfrazadas de supuestas obviedades, nociones como “derecho a decidir”, “diálogo”, “lengua propia”, “presos políticos”, “España nos roba”, “hecho diferencial”, el “conflicto”, “Cataluña frente a España”, “exigencia democrática”, “régimen franquista” (para referirse a la España actual), “desconexión”, “votar es democracia”, “mandato de las urnas”, “países catalanes”, “represión del Estado”, “violencia policial”, “fuerzas de ocupación”, “llenar las calles de muertos”, “gobierno en el exilio”… e incluso otros conceptos más rotundos, más “sagrados” como “el pueblo catalán” (el poble catalá)”, “la democracia” o ese insoportable “nosotros” (els carrers seran sempre nostres) con el que los golpistas de toda época y condición (en tantos casos fascistas irredentos: recuérdese el la calle es mía de Fraga en los estertores de la dictadura) reclaman su consideración de élite privilegiada frente a un resto del mundo supuestamente ignorante, inculto, embrutecido, subdesarrollado y, en definitiva, inferior? Alex Grijelmo lo ha puesto nítidamente de manifiesto en un reciente artículo en El País, del que se deriva como corolario evidente que la propaganda, ganar la batalla del “relato” -ese vocablo de abusiva presencia en los medios de comunicación actuales-, ha sido siempre la primera finalidad del poder.

Y ante la imposibilidad de glosar debidamente todas estas falsificaciones, subrayo aquí ahora sólo una de ellas, muy significativa porque entronca además de un modo patente con el universo descrito por Kemplerer y revela lo que Josep Borrell ha denominado la “división etnolingüística” que encierra la ideología independentista. La inmensa mayoría de los apellidos más comunes entre los catalanes lo son también entre el resto de españoles: López, Pérez, García, Sánchez, Rodríguez, Martínez. Para encontrar uno “genuinamente” catalán hay que ir, en Barcelona, al número trigésimo cuarto de la lista; en las otras tres provincias, apenas aparecen tres o cuatro entre los veinticinco primeros. Y sin embargo -la deformación de la realidad del nacionalismo llega a esos extremos- los candidatos electorales de los partidos independentistas, los consellers, los diputados -con la excepción de Rufián, ese vivo ejemplo del síndrome de Estocolmo-, los altos cargos del Govern, los funcionarios de libre designación en la Generalitat, demuestran todos en sus “impolutos” patronímicos su pureza de sangre genealógica (el chiste sobre los ocho apellidos catalanes o vascos resulta no serlo). Es más, al igual que en la taimada práctica nazi analizada en La lengua del Tercer Reich, cualquier “catalán” que se precie -y que aspire a hacer carrera en su profesión dentro del “nacionalismo obligatorio” de aquella comunidad autónoma- ha de unir sus dos primeros apellidos con esa “i” -aparente símbolo de la impecable catalanidad, aunque hábito tomado del castellano en el siglo XVI- que aflora por doquier en quienes copan las primeras planas y las portadas de periódicos y telediarios: Carles Puigdemont i Casamajó, Artur Mas i Gavarró, Oriol Junquera i Vies, Carme Forcadell i Lluís… y así tutti quanti, en una demostración palpable de que en las filas del independentismo prosperan el esnobismo, la cursilería, la estupidez, el afán de distinción y el complejo de inferioridad más rancios, que nos llevarían a la carcajada si el hecho no fuera la punta del iceberg de una burda y muy dañina manipulación, urdida además con el control absoluto de los medios de comunicación, el adoctrinamiento escolar, la deformación de la historia, la corrupción política, las subvenciones a los afines, la condena a la marginalidad de los “disidentes”, la ocupación total del espacio público, la propaganda institucional, la rotulación de comercios y, en definitiva, la instauración de un poderoso “régimen” de tentáculos omnipresentes, que oprime o anula o hace la vida imposible -eso sí, de manera muy “simpática” y “pacífica” y “democrática”, de nuevo la tramposa utilización de las palabras- a quien discrepa.

Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico, leemos en La lengua del Tercer Reich. Y así es: inocular ese veneno, conformar, mediante el uso torticero del lenguaje, la visión de la mayoría hasta lograr acomodarla a la interpretación -a menudo interesada, falaz, sesgada- que sostienen sus dirigentes es el ancestral fenómeno -parece que, por desgracia, indisociable de la naturaleza humana- que describe en su formidable libro Victor Klemperer, cuyo mensaje, escrito hace setenta años, no parece haber calado en unas sociedades europeas, tan desarrolladas, tan autosatisfechas, tan modernas, que, sin embargo, parecen condenadas a repetirlo una y otra vez, como prueba esta triste Cataluña, ejemplo vivo de las más altas cotas de bienestar que el hombre ha sido capaz de alcanzar en sus muchos siglos de historia y hundida en la indignidad, la miseria y el atraso morales a los que la han condenado sus mezquinos políticos. Sic transit gloria mundi.

Una de las destacadas “víctimas” -una más- de los engaños independentistas, Joan Manuel Serrat, señalado, proscrito, objeto de persecución en su propia tierra, cierra hoy nuestro espacio con uno de sus himnos más “clásicos”, Para la libertad, en el que recrea los versos de Miguel Hernández.



¿Cuál era el medio de propaganda más potente del hitlerismo? ¿Eran los discursos individuales de Hitler y de Goebbels, sus declaraciones sobre este o aquel tema, su agitación contra el judaísmo, contra el bolchevismo?

Por supuesto que no, pues muchas cosas no resultaban inteligibles para las masas o las aburrían por su eterna repetición. Cuántas veces en las fondas, cuando aún podía franquear su umbral sin la estrella, cuántas veces durante las alarmas aéreas en la fábrica, donde los arios disponían de un cuarto y los judíos de otro, y la radio se encontraba en el cuarto de los arios (como la comida y la calefacción)…, cuántas veces oí allí los naipes golpear las mesas y las conversaciones en voz alta sobre las raciones de carne y de tabaco y sobre el cine proseguir mientras el Führer o uno de sus paladines pronunciaban sus monótonos discursos, y eso que los diarios decían al día siguiente que todo el pueblo los escuchaba. 

No, el efecto más potente no lo conseguían ni los discursos, ni los artículos, ni las octavillas, ni los carteles, ni las banderas; no lo conseguía nada que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento conscientes.

El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponían repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente. El dístico de Schiller sobre la “lengua culta que crea y piensa por ti” se suele interpretar de manera puramente estética y, por así decirlo, inofensiva. Un verso logrado en una “lengua culta” no demuestra el talento poético de quien ha dado con él; no resulta muy difícil darse aires de poeta y pensador en una lengua altamente cultivada.

Pero el lenguaje no sólo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico. Si alguien dice una y otra vez “fanático” en vez de “heroico” y “virtuoso”, creerá finalmente que, en efecto, un fanático es un héroe virtuoso y que sin fanatismo no se puede ser héroe. Las palabras “fanático” y “fanatismo” no fueron inventadas por el Tercer Reich; éste sólo modificó su valor y las utilizaba más en un solo día que otras épocas en varios años. Son escasísimas las palabras acuñadas por el Tercer Reich que fueron creadas por él; quizá, incluso probablemente, ninguna. En muchos aspectos, el lenguaje nazi remite al extranjero, pero gran parte del resto proviene del alemán prehitleriano. No obstante, altera el valor y la frecuencia de las palabras, convierte en bien general lo que antes pertenecía a algún individuo o a un grupo minúsculo, y a todo esto impregna palabras, grupos de palabras y formas sintácticas con su veneno, pone el lenguaje al servicio de su terrorífico sistema y hace del lenguaje su medio de propaganda más potente, más público y secreto a la vez.



Victor Klemperer. LTI. La lengua del Tercer Reich

miércoles, 10 de enero de 2018

FERNANDO SAVATER. CONTRA EL SEPARATISMO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más, un año más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que os saluda en este comienzo de 2018 deseándoos un feliz año y confiando en que gran parte de esa felicidad proceda de la lectura de muchos y muy interesantes libros.

En lo que depende de mí esa pretensión no va a verse frustrada, pues fiel a mi propósito desde el inicio del espacio -desde octubre de 2001 en Onda Cero Salamanca; desde el mismo mes de 2010 en esta emisora universitaria- voy a seguir ofreciéndoos propuestas de lectura que resulten sugerentes y atractivas. Sin duda lo es esta de hoy, la primera del año, un año en el que espero -sin demasiada convicción, todo sea dicho- que la estupidizante y peligrosa pesadilla independentista en Cataluña deje de ejercer su insidioso influjo sobre la política y, en general, sobre la vida de la sociedad española, cuyas preocupaciones, cuyos intereses, cuyos focos de atención permanecen desde hace años aletargados, suspendidos, bloqueados, encerrados en un aburrido y estéril bucle cuyo movimiento circular y sin salida llevan dictando durante décadas los constructores de esa delirante, disparatada y aberrante utopía que es la independencia catalana. Mi acentuado pesimismo en relación a este asunto no me hace presumir, lamentablemente, que la evolución de la situación tras las supuestamente clarificadoras elecciones de hace unas semanas vaya a mejorar a corto ni a medio plazo, pero, como digo, habrá que esforzarse por mantener una escéptica esperanza...

Precisamente por ello, el libro que he elegido, que explica este algo improcedente exabrupto con el que doy comienzo a mi comentario de hoy, gira en torno a esta recurrente imposición separatista. Y es que así, de un modo inequívoco, Contra los separatismos, se titula la última publicación de Fernando Savater, un alegato furibundo contra la injusta, narcisista, xenófoba, supremacista, antidemocrática, racista, reaccionaria, manipuladora, falaz, desleal y mentirosa ideología separatista y contra las desgraciadas consecuencias de su aplicación práctica en la comunidad autónoma catalana en estas cuatro décadas de -con todas sus carencias- impecable democracia española tras la muerte de Franco.

Antes de entrar a fondo en la presentación de la estructura del libro y de las tesis en él defendidas, quiero hacer una breve mención -un mero recordatorio, más exactamente- a la figura de su autor. Fernando Savater, a quien yo llevo leyendo sin desmayo y con entusiasmo desde su primer y ya revelador libro -¡¡en 1970!!-, es, a mi juicio, uno de los pensadores más profundos, libres, críticos, inteligentes, lúcidos, penetrantes, ejemplares, provocadores, apasionados, estimulantes y… divertidos, de los últimos cincuenta años. Su radical independencia, su agudeza y profundidad, su amplia erudición complementada con un genuino talento divulgativo, su formidable capacidad intelectual y una visión siempre “adelantada” de las cosas, que le han permitido anticipar ideas, líneas de fuerza, pautas de pensamiento que acabarían por ser de “uso común” lustros más tarde, lo han convertido en un referente indispensable -desde mi punto de vista, sin duda el más influyente- de la cultura española de la democracia. Hace ahora algo más de un año ya hice en Todos los libros un libro una extensa glosa de su inabarcable figura, cuando os presenté el libro quizá más entrañable para mí, el inexcusable La infancia recuperada, y ya entonces os hablé de un aspecto de su vida muy apreciable y notorio en sus últimas manifestaciones públicas, también en las bibliográficas. En marzo de 2015 murió su mujer, Sara Torres, sumiendo a su compañero de treinta y cinco años de vida en una tristeza, una aflicción, una desolación y un cierto desánimo muy perceptibles en su vida y en su obra. Incluso en este reciente libro, nada “íntimo” y en apariencia “neutro” emocionalmente, aparece ese dolor, tanto en la dedicatoria (la chica lista de Hospitalet: libre, cosmopolita y española, es, claro, ella), como en el muy emotivo prólogo y en más de uno de sus capítulos, en particular el postrero, la transcripción de su discurso en la conmemoración, a la que el filósofo fue invitado hace escasos meses, de las primeras Cortes democráticas de España, las de Cádiz de 1810, y de su principal fruto, la ejemplar Constitución de 1812. Os remito a esa reseña, que podéis leer en este mismo blog, para completar la información sobre el autor.

El librito -poco más de noventa bien “aireadas” páginas”- se organiza en tres ejes nítidamente diferenciados. Tras un breve y belicoso preámbulo de tono admonitorio -Quedan advertidos-, nos encontramos con el núcleo central de la obra, en el que, también en escasas veinte páginas, se desarrolla el alegato antiseparatista al que alude su título. Por último, en la larga mitad final del libro, bajo la rúbrica de Estocadas -muy nítida e igualmente combativa-, se recoge una decena de artículos -siempre con la misma idea vertebradora: el independentismo y sus inconsistencias- que Savater había publicado con antelación en el periódico mexicano La Crónica de Hoy y en el español El País entre junio y octubre de 2017, más un texto que vio la luz en el diario italiano La Repubblica en agosto de 2016.

El autor no se anda con ambages ni disimula su posición de partida, desde la primera línea deja clara su voluntad beligerante: No se llamen a engaño: esto es un panfleto. Y en su introducción, Savater explica la necesidad de enfrentar al separatismo sin medias tintas y sin condescender a argumentaciones ligeras y políticamente correctas. La cuestión del separatismo no es un tema para escribir una tesis o mostrar que estamos al tanto de la última bibliografía, sino una flecha envenenada que ha hecho diana en el centro mismo de nuestra convivencia nacional, escribe. Y en consecuencia, no cabe oponérsele sólo con tratados, estudios académicos o eruditas refutaciones de sus propuestas (acciones todas que también ha acometido el filósofo en tantas ocasiones). De modo que ante la perturbadora amenaza reivindica -y ejerce- su papel de desahogado provocador presentando -y las “definiciones” son suyas- un libelo difamatorio, un opúsculo de carácter agresivo, las dos acepciones de panfleto en las que se encuentra más cómodo. Cuando algo goza de una fama conseguida por medios inmundos, es lícito difamarlo, justifica.

Y así, desde esa corajuda y desprejuiciada posición, presenta sus tesis que, en esencia, se reducen a la defensa de quienes quieren vivir iguales y libres frente a quienes abogan por proyectos políticos y sociales disgregadores y que provocan el enfrentamiento civil. Savater no reniega al cien por cien del nacionalismo, sino de su versión más intransigente, el separatismo. En su sustanciosa introducción distingue entre ambos “ismos” para admitir las manifestaciones más light del fenómeno nacionalista que no conllevan, necesariamente, la ruptura, la desunión, el desgarro. Así, acepta que un legítimo y pacífico amor por la propia tierra y sus habitantes, por los paisajes y las costumbres, por las peculiaridades y la cultura que nos son más cercanos, más “nuestros”, el “natural” apego por aquello que nos resulta más familiar, constituye incluso un rasgo de estimable sensatez y razonable humanidad (aunque incluso este nacionalismo “civilizado” incurre en lo que Ferlosio -citado por el autor- denomina “moral del pedo”: ese hálito que no nos molesta salvo cuando es ajeno). Nada que objetar, pues, a esa dimensión romántica y algo trasnochada, aunque legítima, de exaltación sentimental de lo propio en la que, en último término, reposa toda argumentación nacionalista.

La arrebatada diatriba “savateriana” se dirige, en cambio, contra quienes hacen del aborrecimiento, el odio, la exclusión, la discordia y la segregación, el núcleo central de su discurso político. En el caso de Cataluña, se trata del aborrecimiento de lo español, el odio a los no nacionalistas, la exclusión de quienes no comparten la “sagrada” visión del “pueblo” catalán, la discordia entre los catalanes a partir de no se sabe qué supuestas diferencias ancestrales -genéticas, históricas, psicológicas, culturales-, y, en definitiva, la segregación entre “nosotros”, los elegidos, los ungidos por una suerte de gracia atemporal y preexistente, y el “otro”, el enemigo, el distinto, el ajeno, el charnego, el botifler, el español… ¡¡¡el franquista!!!

En Contra el separatismo podemos leer una sucinta historia de esa pulsión identitaria, al parecer irrefrenable -tan humana, tan animal-, que nos lleva a preferir lo nuestro, arropándonos en la confortabilidad y la seguridad que proporciona el grupo, la tribu, la etnia, en círculos cada vez menos cercanos, en oposición a la amenaza exterior, de la cual el extranjero siempre ha sido su representación más conspicua. El autor repasa los hitos de ese proceso, que avanza en paralelo a la evolución de la sociedad, de superación progresiva de los límites de la propia colectividad y de apertura hacia formas de organización social más inclusivas, más abiertas, más integradoras y por ello más, consiguientemente, democráticas. La civilización, la democracia, representan así la preterición de las muchas diferencias que nos constituyen -el legado biológico, el origen étnico, la raza, el sexo, la lengua, el nombre, la religión, las creencias, las peculiaridades culturales, las tradiciones, los mitos fundacionales- y la construcción de espacios sociales en los que no es ninguno de esos rasgos sino la condición de ciudadano lo relevante de cara al ejercicio de los derechos cívicos. Es la aceptación de una ley común a todos, que subraye lo que nos une, lo que permite el libre "cultivo” de esas identidades particulares que en ningún caso pueden resquebrajar el consenso general ni permitir que nadie sea discriminado por los elementos que definen su peculiar diversidad.

El separatismo es, así, a juicio de Savater, literalmente diabólico, pues dia-bolum, en su origen etimológico, es el que desune y rompe los lazos establecidos, y eso es lo que ocurre en Cataluña, cuando el independentismo antepone las leyendas ancestrales, el arraigo local, las peculiaridades regionales, la lengua específica, las versiones autónomas de la historia -en su mayor parte inventadas- a la ciudadanía democrática, que no distingue entre orígenes, raigambres, credos o cosmovisiones, idiomas o apellidos. El corolario natural de ese “corte” entre el catalán comme il faut y quien no encaja en ese fantasioso estereotipo es la discriminación y hasta la expulsión de quien no comparte las notas de esa imaginaria “pureza de sangre”.

Como es natural, una tarea de tal amplitud -la construcción de una identidad nacional excluyente- no se lleva a cabo de la noche a la mañana y de un modo sencillo. Savater pone el acento también en el largo proceso -varias décadas- que desde el mesianismo de Jordi Pujol -solo ahora desenmascarado- nos ha conducido a la actual situación. La taimada estrategia nacionalista; las sucesivas concesiones -y por lo tanto la necesaria connivencia- de los gobiernos populares y socialistas que vendieron su apoyo al pujolismo por mezquinos platos de lentejas presupuestarios; la inexplicable tolerancia -y hasta comprensión- de la izquierda de un fenómeno en esencia reaccionario y contrario, por lo tanto, a los postulados progresistas; el control de los medios de comunicación, convertidos en eficaces máquinas de propaganda; el descarado adoctrinamiento escolar; la política de subvenciones y sinecuras diversas para quien abraza, defiende y proclama la causa nacionalista; la asfixiante -y corrupta- red clientelar en los contratos públicos, los cargos de libre designación, las oportunidades de medro político y social; todas esas manifestaciones -supuestamente sutiles pero, a la luz del presente, descaradas- tienen su espacio en la reflexión del autor.

Además de por todos estos motivos ya esbozados, Savater se opone al separatismo por siete razones finales con las que cierra su opúsculo. Es antidemocrático, puesto que los poseedores de derechos son los ciudadanos, no los territorios, por lo que “Cataluña” no es dueña de una parte del territorio español sobre la que reivindicar su soberanía. Es retrógrado, al plantear un regreso al caciquismo hispánico que creíamos arrumbado en los siglos más aciagos del pasado, planteando una ciudadanía basada en la identidad étnica, la lengua única, las “raíces” de dudosa verosimilitud histórica. Es antisocial, pues defiende los privilegios regionales y las prerrogativas locales frente a la solidaridad, la redistribución y la igualdad entre territorios. Es dañino para la economía, como corrobora la generalizada huida de empresas desde el funesto comienzo del procés. Es desestabilizador, pues propicia la inseguridad jurídica e institucional y fomenta el cuestionamiento y la desobediencia a las bases democráticas del Estado de Derecho: leyes, tribunales, fuerzas de orden público. Crea amargura y frustración, pues su potencia disgregadora deshace y traumatiza, enfrenta y desune, crea odio y resentimiento entre conciudadanos, familias, amigos, rompiendo lazos sociales fuertemente consolidados desde hace siglos. Por último, constituye un peligroso precedente que, de ser consentido, alentaría las pretensiones de bretones y corsos, de bávaros y vascos, de padanos, valones y tantos otros (véase el caricaturesco y provocador ejemplo de esa desternillante -si el fenómeno no fuera dramático-Tabarnia tan incómoda -un espejo cruel- al nacionalismo), convirtiendo Europa en una ingobernable amalgama de noventa y ocho estados, como afirmó recientemente Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión Europea.

Siguiendo la estela de su argumentación principal, los artículos seleccionados en la sección postrera del libro reflejan diversos aspectos del problema separatista que han requerido la atención del filósofo en sus colaboraciones periodísticas de los últimos años. La errónea impresión que tienen los corresponsales extranjeros sobre lo que ocurre en Cataluña, los paralelismos -al margen de la violencia, “formalmente” inexistente en el caso catalán- entre el procés y la dramática y asesina imposición etarra en las pasadas décadas del País Vasco, las nefastas consecuencias del problema lingüístico que el independentismo niega, el adoctrinamiento educativo, la manipulación informativa, la cobardía de los intelectuales, el absurdo mantra del diálogo, la interesada apropiación del concepto de democracia por quienes atentan de continuo contra ella, las mentiras sobre la supuesta violencia policial y el cuestionamiento implícito que desde el separatismo se hace del uso legítimo de la fuerza (en un texto que os dejo como cierre a esta reseña), las diversas sandeces proferidas por los “golpistas” y el recordatorio de la actualísima vigencia del espíritu de la Constitución de 1812, son algunos de los temas que afloran en esos artículos, de extraordinario interés, que amplían y completan la visión del asunto de fondo estudiado en el corrosivo panfleto previo.

En fin, no dejéis de leer este estimulante y aleccionador Contra el separatismo, de Fernando Savater. Os aseguro la apertura a muchas y muy sugestivas ideas sobre uno de los fenómenos más relevantes -negativamente relevantes- de estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir. Os dejo ahora con un interesante fragmento del libro y con una significativa canción como acompañamiento musical. Cadillac solitario, uno de los grandes himnos de Loquillo, la antítesis de la cortedad de miras separatista, viva representación del carácter cosmopolita de la Cataluña plural, mestiza, abierta e integradora que el independentismo oculta e incluso persigue.


Publicado en La Crónica de Hoy, el 18 de octubre de 2017
(El episodio de la supuesta violencia desproporcionada de policía nacional y Guardia Civil —ante los Mossos contemplativos— en la jornada del 1-O ha sido uno de los casos de manipulación más cruda y desvergonzada de la opinión pública que hemos visto en muchos años. Da idea de hasta dónde pretende llegarse para utilizar el victimismo espurio como instrumento para victimizar a los no nacionalistas y al resto del orden democrático de España).

Horror Story

Si les gusta a ustedes la comedia española del Siglo de Oro, deben ir en Madrid al teatro de Bellas Artes, donde se representa una pieza de Cervantes titulada El Rufián dichoso. Pero si prefieren el esperpento más desabrido, procuren asistir a las Cortes, donde actúa en sesiones de mañana y tarde el dichoso Rufián, que ayer mostraba dos fotografías de rostros ensangrentados, mientras acusaba al Gobierno de haber enviado a Barcelona a “salvajes” de la policía y la Guardia Civil. En la misma jornada, otro diputado catalán sumamente excitado, con muestras preocupantes de alteración psíquica, acusaba a las intervenciones policiales el día del dizque referéndum del 1-O de haber causado 893 heridos. Como la afirmación fue acogida por rumores de incredulidad y alguna risa, repitió a voces la cifra añadiendo luego “¡heridos!” en un berrido de gallo degollado capaz de resucitar a los caídos en la batalla de Maratón. “¡Toda Europa lo sabe ya!” decía, agitando una portada de The Economist, en la que “Spain” perdía su inicial, que resbalaba desmayadamente hacia un toro banderilleado en la parte inferior de la página, dejando sólo “pain” en la parte superior. Impresionante, claro, lástima que fuese de 2012 y se refiriera al plan europeo de austeridad y no a los antidisturbios...

Fotos de otros años y otras situaciones, incluso de otros países, o descaradamente trucadas... Declaraciones de “víctimas” como aquella señora de Esquerra a la que los represores le habían roto uno tras otro todos los dedos de la mano, mientras le manoseaban las tetas. Llevaba un aparatoso vendaje en la extremidad herida... ¡ah, no, en la mano contraria! Vaya con las prisas. Y a los dedos no les pasaba nada, gracias a Dios, salvo uno que tenía una leve contusión. Espero que lo del magreo de tetas resultase al menos verdad, para que no se le fuera de vacío el día... Más de ochocientos heridos pero sin hospitalizados ni partes clínicos alarmantes. Vamos, todo pura trola. Pero en Europa los medios aceptaron con hipocresía el escándalo, como si nunca hubiesen visto utilizar las porras y bastantes métodos coactivos más contundentes en manifestaciones contra el G8, en Francia, en Alemania, en todas partes... De los USA llegó una reconvención sobre los males de la violencia policial. ¡De Estados Unidos, donde la policía mata a un negro por saltarse el semáforo todos los meses! Ah, pero es que en Barcelona se trataba de gente pacífica que sólo quería votar. Aceptemos que la mayoría eran no violentos, aunque no pacíficos: porque la gente pacífica no se moviliza para realizar un simulacro democrático expresamente prohibido, que desafía a leyes fundamentales del país y agrede los derechos de sus conciudadanos. La gente pacífica no desobedece a los jueces ni a la policía y obstaculiza masivamente el orden democrático sólo porque no le gusta, poniendo eso sí a niños y ancianos como escudos para ver si ocurría algo gordo. ¡Y luego atribuirán a Donald Trump la patente miserable de la posverdad!



Fernando Savater. Contra el separatismo