Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de octubre de 2020

MICHEL DESMURGET. LA FÁBRICA DE CRETINOS DIGITALES
 
Hola, buenas tardes. Cerramos hoy, con octubre casi terminado y dejado atrás ya el atípico comienzo del curso 2020-2021, la serie dedicada a la educación que en las últimas semanas ha protagonizado las recomendaciones de Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Con el paréntesis dedicado a conmemorar el centenario de Miguel Delibes, en el último mes han visto la luz algunas interesantes obras que nos han ayudado a reflexionar sobre las controversias que en este agitado siglo XXI rodean a la enseñanza y al mundo educativo en general. Así, os he recomendado, pues su lectura es sin duda fructífera, el por ahora último libro de Gregorio Luri, La escuela no es un parque de atracciones; dos breves, enjundiosas e indispensables obras de Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil y Clásicos para la vida; y, la semana pasada, el lúcido estudio de Bruno Patino, La civilización de la memoria de pez. Le toca el turno ahora a un ensayo demoledor, una sólida diatriba, rigurosa y apabullante, contundente y encendida, llena de bien razonados argumentos que alertan de los males que el “consumo” abusivo de pantallas provoca en el desarrollo emocional, cognitivo y de salud de los niños y los adolescentes, y en el que se subrayan las perniciosas consecuencias en muchos ámbitos, en particular en el rendimiento escolar, de la sobreexposición de los jóvenes actuales a la “dulce” y engañosa tiranía de los dispositivos electrónicos. Se trata de La fábrica de cretinos digitales, un título explícito y provocador para el aclamado libro de Michel Desmurget, doctor en neurociencia y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia. Desmurget, cuyo libro no ha parado de multiplicar sus lectores desde su aparición, habiendo obtenido en el país vecino el prestigioso premio Femina, es autor de una amplia obra científica y de divulgación (que abarca estudios sobre las neuronas espejo, la influencia de la televisión en el cerebro y los nocivos efectos de las dietas de adelgazamiento, entre otras publicaciones) colaborando en su ya extensa carrera con reconocidos centros de investigación como el MIT o la Universidad de California. El libro, que apareció en Francia en 2019, ha visto la luz en España a finales de este verano, en el seno de la Editorial Península y en traducción de Lara Cortés Fernández. 

El primer aspecto a destacar de mi sugerencia de esta tarde es el impresionante aparato teórico con el que se presenta La fábrica de los cretinos digitales. A diferencia de otros textos divulgativos similares, en los que las opiniones o las ideas personales del autor afloran sin más fundamento “objetivo” que sus propias creencias y algunas escasas (y dudosas) referencias más o menos científicas, en la obra de Desmurguet se percibe de inmediato la sólida formación académica del autor que se refleja en las más de dos mil notas que incorpora a su libro y que se recogen en casi cien de sus cuatrocientas cincuenta páginas, dedicadas a una exhaustiva bibliografía final. No hay apenas afirmación alguna en el libro que no se sustente en un estudio, investigación, artículo o experimento documentados. Desde fuera, para la mirada forzosamente ignorante del profano, el autor parece haber agotado cuanto análisis previo haya podido publicarse sobre cualquiera de los temas de los que se ocupa. Con toda la prevención, insisto, derivada de la condición de inexperto de quien se acerca a la obra, el lector tiene la impresión, en su transcurso y, sobre todo, a su término, de que no caben discusiones posteriores, de que el asunto principal del libro está ya definitivamente agotado, cerrado el debate, hasta tal punto es completo el escrutinio de Desmurguet en la bibliografía existente y es profunda, minuciosa e indiscutible la solvencia de sus tesis. 

Podría pensarse que la profusión de notas, la abundancia de referencias, la casi constante remisión del texto a las fuentes en las que se basa, convertirían al libro en un sesudo, denso, árido y casi inextricable tratado científico, de ardua lectura y engorrosa “digestión”. Nada más lejos de la realidad. El lector avanza fascinado por las páginas del libro, pues el estilo de su autor es muy claro y sencillo, notable su capacidad pedagógica y muy amena y accesible su prosa. Además, salvo que se esté interesado en profundizar en la materia que se presenta a nuestro examen, la consulta de las notas no es necesaria, por lo que pueden obviarse sin merma alguna de la inteligibilidad del texto y sin limitación de ningún tipo en la cabal comprensión del combativo “mensaje” que encierra. Hay, además, un recurso frecuente a la ironía y el humor, lo cual, junto con un ligero coloquialismo, ocasional, en la expresión y el uso de un tono cercano con el lector, que a veces llega incluso a ser interpelado por el autor, hacen de la lectura de la obra una experiencia muy grata… además de sumamente instructiva. 

La tesis que sostiene Desmurguet puede formularse de un modo muy tajante y categórico, tal y como él mismo la plantea en un libro cuyas primeras frases son ya muy nítidas y elocuentes: El consumo de dispositivos digitales —en todas sus formas: smartphones, tabletas, televisión...— durante el tiempo de ocio es absolutamente brutal entre las nuevas generaciones. La prueba “de cargo” que justifica tal aseveración -y su radical calificación: absolutamente brutal- la proporciona al poco el neurocientífico: A partir de los dos años de edad, los niños de los países occidentales se pasan casi tres horas diarias de media delante de las pantallas. Entre los ocho y los doce años, esa cifra asciende hasta alcanzar prácticamente las cuatro horas y cuarenta y cinco minutos. Entre los trece y los dieciocho años, el consumo roza ya las seis horas y cuarenta y cinco minutos. Si lo expresamos en términos anuales, estaríamos en torno a mil horas en el caso de los niños de educación infantil (es decir, más tiempo del que pasan en el colegio durante todo un curso), a mil setecientas horas en el de los alumnos de cuarto y quinto de primaria (o sea, dos cursos) y a dos mil cuatrocientas horas en el de los estudiantes de secundaria (dos cursos y medio). Si lo expresamos en proporción al tiempo diario en que los menores se encuentran despiertos, estaríamos hablando, respectivamente, de una cuarta parte, de una tercera parte y de un 40 % de su jornada (en todos los casos, el enfático pero necesario subrayado es mío, ASS). 

El estudio de las causas y los efectos de las circunstancias que conducen a esos escalofriantes datos lleva a Desmurguet a una conclusión igualmente dramática: frente al masivo entusiasmo con el que la ciudadanía en general y ciertos expertos en particular -psiquiatras, médicos, pediatras, sociólogos, miembros de diversos grupos de presión, políticos, gestores de lo público, responsables educativos, empresarios, periodistas, profesores- acogen el fenómeno de la digitalización progresiva del estudio, el trabajo y el ocio de nuestros jóvenes, las investigaciones más solventes, en un modo que roza la unanimidad (sorprendentemente, pese a la apariencia generalizada en sentido contrario), advierten de que no solo el desmesurado abuso, sino el uso excesivo que revelan esos datos causa daños muy graves tanto para los niños como para los adolescentes. Todos los pilares del desarrollo, leemos, se ven afectados: lo somático, con consecuencias sobre el cuerpo, la maduración cardiovascular, el desarrollo de obesidad o el insomnio, pues la luz de las pantallas influye en la secreción de la hormona del sueño; lo emocional, con efectos como el aumento de la agresividad o la depresión; lo cognitivo, con consecuencias que afectan al desarrollo intelectual, el empobrecimiento del lenguaje, la capacidad de atención o la concentración; e incluso lo académico, pues esa sobreexposición a las pantallas repercute sobre el rendimiento escolar, incluso cuando se trata de actividades digitales hechas en los centros de enseñanza con fines didácticos. La multitarea, los videojuegos, la propia televisión, en las dosis a las que se ve expuesto casi cualquier joven actual, dañan uno cerebro adolescente que es la “víctima” perfecta de este “bombardeo sensorial” constante. 

El estudio no tiene, afirma su autor, una intencionalidad política. La denuncia de Desmurguet no pretende “reclamar” a gobernantes y autoridades educativas una determinada regulación relativa al uso generalizado de pantallas y dispositivos electrónicos por parte de los niños y adolescentes. De hecho, no se muestra demasiado entusiasta con la intervención del Estado, ni siquiera ante experiencias como la actualmente vigente en Taiwan, en donde una ley regula la imposición de multas a aquellos padres que dejen utilizar aplicaciones digitales a sus hijos menores de dos años y a los que no limiten el tiempo de uso “razonable” -treinta minutos diarios, como máximo- para sus vástagos entre los dos y los dieciocho años. Su propósito, que confiesa de modo indisimulado, consiste en exponer, sin apriorismos, sin dogmas preestablecidos, sin influencias o deudas ideológicas o empresariales que mediaticen su libertad como investigador, las informaciones científicas más contrastadas e indiscutibles sobre la materia. A partir de ahí, deja que sea el lector, como no puede ser de otro modo, el que actúe en consecuencia conforme a sus propios criterios. 

El libro se estructura en dos grandes partes, Homo mediaticus y Homo digitalis, que se desarrollan en tres y cuatro capítulos respectivamente. En el primero de ambos ejes, Desmurguet desmonta contundentemente el discurso hegemónico, en los medios, en las escuelas, en la opinión pública, incluso entre los supuestos expertos, a favor del uso, que esa tendencia dominante considera no solo inocuo sino altamente positivo, de los dispositivos electrónicos. En este frente inicial de su obra, el científico francés desvela tanto la evidencia de que muchos de los análisis de los defensores de lo digital están sesgados por los intereses particulares de quienes los sostienen (vinculados, en muchas ocasiones, a las propias compañías que se lucran con la masiva y generalizada implantación -en las casas, en las aulas, en el ocio- de las pantallas y los artilugios electrónicos), como, sobre todo, la endeblez, la ligereza, la falta de solidez teórica y científica, de periodistas, comunicadores, pedagogos, gobernantes y autoridades que, sin recato, reiteradamente, ofrecen al mundo de manera categórica y taxativa sus supuestamente indiscutibles -pero en el fondo falsos- asertos en pro de la “digitalización” del mundo. La segunda sección del libro se ocupa de repasar (de una manera que al lector profano le parece exhaustiva, pero el autor, más modesto, califica de simplemente profusa) el estado actual de las más solventes investigaciones académicas y científicas sobre los efectos que la “colonización del ocio” de los niños y adolescentes por los medios electrónicos produce en su salud, su comportamiento y su inteligencia. 

La primera de esas dos grandes vertientes del libro se abre con un capítulo, Cuentos y leyendas, cuyo título explícito permite aventurar los argumentos que en él se sostienen. Pese a lo que de modo casi unánime aceptan y defienden las creencias colectivas, no hay nada en la literatura científica que abone la idea de que los jóvenes actuales, supuestos nativos digitales, tengan unas especiales capacidades o unas competencias novedosas inducidas por su familiaridad con la tecnología. Entretenerse con videojuegos, deslizar de modo más o menos compulsivo el dedo sobre la pantalla, usar el buscador de Google, escoger entre cincuenta mil filtros en Instagram uno que decore de un modo más cool, más "guay", una absurda foto poniendo morritos ante el espejo, subir a Tik Tok la enésima versión de la -en expresión mía personal- “frenopatic dance” que encandila a los chavales -sobre todo niñas- de doce y trece años, son prácticas, por desgracia de consumo universal, que no desarrollan en los jóvenes ni su creatividad, ni su pensamiento, ni su razonamiento, ni su curiosidad, ni, obviamente, sus “saberes”. Se escandaliza Desmurguet de que siendo nítidas las evidencias en este sentido, no solo los padres y la sociedad en general acepten impertérritos las inconsistentes falacias imperantes, sino que potenciar la digitalización del sistema sea uno de los elementos que orienta nuestras políticas públicas, sobre todo en el ámbito educativo

En el segundo apartado de este bloque, Palabras de expertos, se recogen, como indica la inequívoca rúbrica, infinidad de declaraciones, pronunciamientos e informaciones que los principales “entendidos” en la materia -sobre todo, como es natural, en el ámbito de las sociedades francesa y norteamericana, pero el fenómeno es claramente extrapolable a nuestro país; incluso, a mi juicio, con mayor intensidad que en otros- vierten en los medios de comunicación. Trabajen para instituciones académicas, en ámbitos oficiales, o se desenvuelvan a título privado, la mayor parte de quienes inundan los platós y copan las portadas de los periódicos tienen una asombrosa capacidad para acumular sandeces, necedades, cambios de parecer, imprecisiones y falsedades. En consecuencia, el autor enuncia estos sesgos de conocimiento, para lo que disecciona con minuciosidad y un alto grado de exigencia las fuentes en las que se basan los autodenominados expertos, discriminando entre las solventes y las inadecuadas, entre las libres y objetivas y las condicionadas por intereses cercanos a los grupos de presión, las consistentes y las disparatadas, las competentes, intelectualmente íntegras e independientes de las insensatas, las engañosas, las abiertamente intoxicadoras o las meramente desinformadas. No ahorra Desmurguet, en uno de los corolarios de este capítulo, sus aceradas críticas a la falta de rigor (en este tema y en tantos otros, desde mi punto de mi vista) de una parte sustancial de la profesión periodística. 

El apartado postrero de esta sección, Estudios poco rigurosos, analiza cómo, habitualmente, se “leen” mal los resultados de las investigaciones científicas acerca de las consecuencias del uso de las pantallas. Como hemos podido comprobar, lamentablemente, en estos meses de pandemia, en los que se sucedían, a un ritmo vertiginoso generador, por sí mismo, de los mayores desconcierto e incertidumbre, a la opinión pública se le hace llegar conclusiones en apariencia avaladas por la ciencia que o son contradictorias entre sí o claramente discutibles o manifiestamente erróneas. De ahí la importancia de la tarea, que La fábrica de cretinos digitales encara con prudencia intelectual, profundidad y un escrupuloso respeto a las “verdades” demostradas, de, separando el grano de la paja, dar cuenta de los resultados sólidos de decenas de investigaciones que contradicen los mitos que se difunden por doquier y que acaban por conformar la opinión pública sobre este asunto. 

Y es que, en efecto, los valores “establecidos” acerca de los efectos que causa la sobreexposición a las pantallas son, en su mayor parte, claramente falsos, idealizaciones inconsistentes que nada tienen que ver con la realidad que revelan los estudios científicos. La segunda parte del libro se centra en mostrar cuál es esa realidad exponiendo, de manera concluyente, los constatables daños que produce en el cerebro de niños y jóvenes su actual dependencia de los dispositivos electrónicos. 

En Usos abusivos (demasiado) habituales, primer apartado de esta sección, se muestra el disparatado uso que hacen los chicos de las actividades digitales lúdicas; se subraya de nuevo que las pantallas merman la inteligencia, frenan el desarrollo del cerebro, arruinan la salud, favorecen la obesidad, alteran el sueño, etc.; se constata la necesidad urgente y la posibilidad real de combatir eficazmente el despropósito imperante en torno al asunto; y, por último, se proporcionan, en ese sentido, dos recomendaciones básicas para preservar la salud de nuestros jóvenes y su desarrollo conforme a parámetros razonables: la total prohibición del uso de pantallas durante el tiempo de ocio antes de los seis años y la restricción a un máximo de una hora (o treinta minutos en una lectura más prudente de lo que recogen las investigaciones) para los mayores de esa edad. El mensaje de Desmurget es todo menos tranquilizador: Hay que ser realmente soñador, cándido, insensato, irresponsable o corrupto para sostener que la orgía de pantallas a la que están expuestas las nuevas generaciones durante su tiempo de ocio no tendrá consecuencias importantes

El capítulo siguiente, El rendimiento escolar: ¡atención, peligro!, explora las repercusiones escolares y académicas de los modernos hábitos de consumo electrónico. Y ello a partir de dos premisas principales que se demuestran en su transcurso. La primera es que cuanto más tiempo dedican en su vida personal los jóvenes a la televisión, los videojuegos, los móviles y, en general, las redes sociales, peor rendimiento obtienen en los estudios, más empeoran sus calificaciones. Las indudables ventajas que proporcionan las herramientas digitales no compensan, al ser utilizadas de modo desmesurado, sus inconvenientes. La segunda certeza -la literatura científica que la avala aparece, señala el autor, como clamorosa- es igualmente relevante, además de sorprendente, pues choca abiertamente con las ideas preconcebidas que se nos “venden” por doquier: cuanto más invierten los países en tecnologías de la información y la comunicación (las célebres TIC) aplicadas a la educación, más baja el rendimiento de los estudiantes. Así, la tesis que se defiende en el libro, de un modo a mi juicio muy convincente, es que frente a la aceptación acrítica de las ventajas de la digitalización, hasta la fecha, solo hay un factor que haya demostrado ejercer una influencia verdaderamente positiva y profunda en el futuro de los estudiantes: el profesor cualificado y con una correcta formación. Este es el único elemento que tienen en común los sistemas escolares de mayor excelencia del planeta. Sostiene Desmurget que el casi unánime afán de los gobiernos por digitalizar el sistema escolar no pretende ofrecer un interesante recurso educativo que complemente otros consolidados métodos pedagógicos usados en las aulas, sino que se trata de una estrategia que busca recortar gastos en educación y prescindir del profesorado cualificado. Aquí los planteamientos del libro se hacen aun más radicales (aunque mi experiencia, modesta pero significativa, de cuarenta años de docencia en diferentes ámbitos, las corrobora punto por punto) para subrayar la pauperización intelectual del cuerpo de profesores y la progresiva sustitución de unos docentes de sólidos conocimientos, vasta formación y vocacional entrega a su profesión -unos viejos dinosaurios predigitales- por una pléyade de profesores de saberes poco consistentes, reconvertidos en chispeantes guías, mediadores, facilitadores, directores o porteadores del saber

Y todo ello “implementado” con una ligereza y una irresponsabilidad más graves aún si se conoce el hecho de que las pantallas no solo limitan las posibilidades académicas de los estudiantes, sino que, además, corroen los tres pilares básicos del desarrollo del niño. En el tercer apartado de esta sección postrera del libro, Desarrollo: la inteligencia es la primera víctima, se estudian los desastrosos efectos que provoca la hiperconectividad en la inteligencia de los jóvenes. Merma de las interacciones humanas; reducción del volumen y la calidad del lenguaje, de la capacidad verbal, de la amplitud del léxico o de las competencias para la escritura; alarmante pérdida de concentración… el panorama que dibuja nuestro neurocientífico es el de un verdadero saqueo intelectual

Pero no son el rendimiento escolar o la inteligencia de los menores las únicas víctimas de los imprudentes y desatinados hábitos de consumo digital de los jóvenes. Hay, además, y así se constata en el último epígrafe (previo al epílogo) del libro, Salud: una agresión silenciosa, sobrecogedoras consecuencias para la salud física de los niños y adolescentes. Los trastornos del sueño, el aumento de los niveles de sedentarismo y la inducción de prácticas de riesgo -sexo, violencia, alcohol, tabaco- a partir de los “ejemplos” de los contenidos a los que acceden desde el “espacio digital”, constituyen un serio peligro, que no debería ser desdeñado si deseamos un crecimiento saludable de nuestros jóvenes. 

La fábrica de cretinos digitales se cierra con unas páginas finales en las que se recogen algunas propuestas de actuación para no resignarse y “resistir” ante el inexorable -solo en apariencia- avance de las “fuerzas tecnológicas”. El libro concluye con Siete normas esenciales que concentran el núcleo de la combativa y, pese a todo, esperanzada propuesta del pensador francés. Antes de los seis años, nada de pantallas; A partir de los seis años, como máximo, entre treinta y sesenta minutos al día (¡en total!); Nunca en el dormitorio; Nada de contenidos inadecuados; Nunca por las mañanas antes de ir al colegio; Nunca por las noches antes de acostarse; y Una cosa cada vez, son los consejos, muy concretos, específicos, aunque no demasiado fáciles de aplicar, que proporciona Desmurguet a padres y educadores, persuadido como está de que menos pantallas significa más vida. E, insiste tozudo, inasequible al desaliento, si todo esto resulta difícil, si sus hijos ponen el grito en el cielo o lo atacan con el hierro candente de la culpabilidad, no olvide lo siguiente: cuando sean mayores le agradecerán que haya dejado espacio en sus vidas para la fertilidad liberadora del deporte, del pensamiento y de la cultura, en lugar de para la esterilidad perniciosa de las pantallas

Quiero recomendaros, antes de terminar esta reseña, y en paralelo al convincente ensayo del neurocientífico francés, un documental, espléndido, aunque controvertido, que incide en bastantes de los asuntos que se tratan en La fábrica de cretinos digitales. Se trata de The social dilemma, traducido aquí por El dilema de las redes sociales. Estrenado en Sundance este 2020, este documental dramatizado (las entrevistas con antiguos directivos de las grandes compañías de Silicon Valley, profesores y expertos académicos se entrelazan con una historia de ficción, de trama muy ligera y esquemática, sobre un adolescente enganchado a las redes y su familia) dirigido por Jeff Orlowsky, alerta de las prácticas que siguen Amazon, Twitter, Google, Facebook y otros gigantes tecnológicos para, utilizando los avances en inteligencia artificial y las modernas enseñanzas de la psicobiología y la neurociencia sobre el funcionamiento del cerebro humano, capturar la atención de sus usuarios y manipular su comportamiento, en un criminal modo de proceder que amenaza con destruir los fundamentos de nuestra sociedad. Polémico, discutible en alguno de sus aspectos, el film es, a mi juicio, de visionado indispensable y resulta un excepcional complemento a la lectura del libro de Desmurguet. 

Extraída, precisamente, de la banda sonora del documental, la canción I put a spell on you (cuya letra, leída en sentido metafórico, encierra un elocuente aviso del oscuro poder de las redes: Te embrujé, porque eres mío. Es mejor que dejes de hacer lo que estás haciendo. Te aviso, ten cuidado, no estoy mintiendo). El tema, un clásico de 1956 que ha conocido decenas de versiones, aparece aquí en la interpretación, magistral, de Nina Simone. 



Notas a media asta por culpa del smartphone 

Recientemente los científicos han empezado a interesarse también por los dispositivos móviles, entre ellos, lógicamente, el omnipresente smartphone. Esta plataforma de distracción masiva reúne todas (o casi todas) las funciones digitales de ocio: permite acceder a todo tipo de contenidos audiovisuales, practicar videojuegos, navegar por Internet, intercambiar fotografías, imágenes y mensajes, conectarse a las redes sociales, etc. Y todo ello, sin ningún tipo de limitación de tiempo o espacio. El smartphone (literalmente, «teléfono inteligente») nos sigue a dondequiera que vayamos, sin tregua ni descanso. Es el grial de los chupacerebros, el último caballo de Troya de nuestra descerebración. Cuanto más «inteligentes» son sus aplicaciones, más sustituyen a nuestra reflexión y más tontos nos hacen. Ya eligen nuestros restaurantes, clasifican la información a la que podemos acceder, seleccionan los anuncios que se nos deben enviar, determinan las rutas que tenemos que tomar, proponen respuestas automáticas a algunas de las preguntas que formulamos verbalmente y a los correos electrónicos que recibimos, domestican a nuestros niños desde su más tierna infancia... Un poco más y acabarán pensando en nuestro lugar. 

El impacto negativo del uso del smartphone se evidencia con claridad en el rendimiento académico: cuanto más aumenta su consumo, más empeoran los resultados. Hay un estudio reciente especialmente interesante en este sentido: en su protocolo experimental preveía no limitarse a preguntar a los participantes (en este caso, estudiantes de gestión empresarial) por sus notas y por el uso que hacían de sus teléfonos, sino que, además, medía de forma objetiva los datos. De este modo, con el consentimiento por escrito de los voluntarios y al amparo de un estricto compromiso de confidencialidad y tratamiento anónimo de los datos, los autores consiguieron que la Administración les facilitase los resultados de los exámenes y que los sujetos del estudio les permitiesen instalar en sus smartphones, por un período de dos semanas, un programa «espía» que registraba de manera objetiva y sin interferencias el tiempo de uso real. De acuerdo con las conclusiones del estudio, los efectos medidos eran de una magnitud «alarmante». En primer lugar, se confirmó que los participantes pasaban mucho más tiempo manipulando sus smartphones (tres horas y cincuenta minutos de media cada día) de lo que ellos mismos creían (dos horas y cincuenta y cinco minutos de media a diario). Además, cuanto más se incrementaba el tiempo de uso, más disminuían sus resultados académicos. 

Para facilitar la apreciación cuantitativa de este fenómeno, los autores aplicaron los datos a una población estandarizada de cien individuos y demostraron así que cada hora diaria que se regala al señor smartphone supone un retroceso de casi cuatro puestos en el escalafón de notas. Seguramente esto no es un problema muy grave para aquel a quien le baste con obtener simplemente un título que no requiera pasar por un concurso eliminatorio. En cambio, es más preocupante en el cruel universo de las especialidades de excelencia, como es el caso de los estudios de medicina. En Francia, los futuros médicos deben pasar un examen al finalizar su primer año de carrera, que, de media, solo aprueba el 18 % de los candidatos. Ante semejante nivel de exigencia, el smartphone se convierte enseguida en un obstáculo insuperable. Imaginemos, por ejemplo, que un estudiante que no posee este dispositivo logra el puesto doscientos cuarenta de un total de dos mil y aprueba así el examen. Pues bien, dos horas diarias de smartphone lo conducirían inmediatamente al puesto cuatrocientos y sería eliminado. Y, por supuesto, las cosas serían aún peores si —como hace un altísimo número de estudiantes— se permitiera manipular su teléfono durante las clases. En ese caso, el «castigo» consistiría, de media, en casi ocho puestos por cada hora de consumo. 

Quiero subrayar, una vez más, que aquí simplemente se está hablando de medias dentro de una población. Por supuesto, siempre se pueden encontrar personas particulares que discuten esta regla con un discurso egotista del tipo «ya, ya, pero mi hijo se pasa el día pegado a su smartphone y, aun así, se ha sacado el título de Medicina». Es verdad que esos casos existen, efectivamente. No deja de ser lógico, dado que casi todos los estudiantes disponen hoy de un teléfono móvil inteligente. Pero estos problemas no se deben abordar en términos absolutos, sino relativos. En otras palabras: cuando la media de consumo roza las cuatro horas diarias, ciento veinte minutos pueden parecer suficientemente «razonables» para no poner en riesgo la consecución del objetivo... pero eso no significa (¡ni mucho menos!) que esos ciento veinte minutos no tengan consecuencias. En el fondo, para explicarlo con total claridad, podríamos reformular las observaciones precedentes del siguiente modo: el rendimiento académico empeora en proporción al tiempo que se regale al déspota señor smartphone; cuanto más pródigo sea con él un estudiante, más bajas serán sus notas. 

 Videoconferencia 
Michel Desmurget. La fábrica de cretinos digitales

miércoles, 21 de octubre de 2020

BRUNO PATINO. LA CIVILIZACIÓN DE LA MEMORIA DE PEZ

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde Radio Universidad de Salamanca os saluda Alberto San Segundo en una nueva emisión de nuestro espacio, en el que semanalmente os ofrezco una recomendación de lectura elegida con criterios de interés y calidad. En el caso de esta tarde mi propuesta es una suerte de complemento y corolario de la de hace quince días. Recordaréis nuestros oyentes más habituales que hace tres semanas, y aprovechando, con un cierto retraso, el comienzo del curso, os presentaba una serie educativa de nuestro espacio. Entonces os hablé de La escuela no es un parque de atracciones, el libro de Gregorio Luri sobre los males de la enseñanza en nuestros días y el futuro de la educación en las próximas décadas. Hace quince días era Nuccio Ordine y su planteamiento en pro de la presencia de los clásicos en las aulas, quien protagonizaba la segunda entrega de la serie. En ambos casos ya apuntaba -como lo hacían también las obras comentadas, sobre todo la de Luri- que uno de los problemas que hoy acucia a la profesión docente es el de la falta de atención, la pérdida de concentración, el aburrimiento y la falta de estímulos de un alumnado cuya “formación” social, por así decirlo, más allá de los muros de la escuela, se conforma a partir del uso continuado de pantallas y dispositivos electrónicos que con su poderosa capacidad de atracción “capturan” la voluntad de los jóvenes -y de los que no lo son tanto- imposibilitando, o dificultando extraordinariamente, su adaptación a otros contextos, otras pautas, otros ritmos, más lentos y sosegados, más rigurosos y reflexivos y, en cualquier caso, menos complacientes con sus instintos y deseos superficiales, como son los que “impone” el día a día en los centros de enseñanza en nuestro país. 

Tras el obligado paréntesis de nuestra emisión del lunes pasado, dedicada a festejar el centenario de Miguel Delibes, hoy retomamos ese hilo conductor, el de la influencia que sobre nuestra capacidad de atención ejerce la sobreexposición a los móviles y las redes sociales, aunque esta vez en un enfoque más amplio y general que el meramente educativo. A este respecto quiero hablaros de un pequeño ensayo -breve y de rápida lectura, aunque su estimulante “poso” exige la lenta degustación, el análisis, el debate y el estudio demorados durante días, semanas incluso- muy sugestivo e interesante. Se trata de La civilización de la memoria de pez, que es como se ha traducido en España el título original francés, La civilisation du poisson rouge (La civilización del pez rojo, en su traslación literal). El libro, escrito por Bruno Patino, y que en ambos idiomas cuenta con idéntico significativo subtítulo, Pequeño tratado sobre el mercado de la atención, se presentó en Francia en 2019 y en nuestro país este mismo año, a comienzos del verano, en traducción de Alicia Martorell Linares, dentro del sello Alianza Editorial. A propósito de la traducción, solvente, me gustaría sin embargo comentar un par de, quizá, leves “fallitos”: el uso del término incompletud, que no admite nuestra Real Academia (aunque sí su contrario, completud, por lo que puede disculparse la introducción del neologismo), y la expresión a pesar de que su existencia estaba hecha de ruido y furor, que obvia la doble referencia implícita a Faulkner y Shakespeare -El ruido y la furia- que probablemente el autor haya deslizado en el texto original (de hecho, en otro pasaje del libro surge la misma mención, esta vez “correctamente” citada; pero puede que no haya tal voluntad del autor, y yo me esté “columpiando” abiertamente; mis disculpas anticipadas, en ese caso). 

Bruno Patino es un periodista francés con una amplia trayectoria internacional en los medios de comunicación, tanto en la prensa escrita y la digital como en la radio y la televisión. Entre otras muchas experiencias profesionales, fue director de France Culture, siendo actualmente director editorial de Arte France, la prestigiosa cadena cultural del país vecino. Es también profesor y decano de la escuela de periodismo Sciences Po y autor de numerosos libros sobre la prensa, internet y, en general, el mundo digital. 

El planteamiento de su obra, sustentado en una sesentena de referencias bibliográficas, entre libros y artículos, que se citan a su término, parte de la constatación de un hecho innegable, que cualquiera puede observar en su entorno más inmediato y, sobre todo, en sí mismo y en su propio comportamiento cotidiano: la conexión permanente -día y noche- y la constante “dedicación” a las pantallas -sobre todo táctiles- de los ciudadanos en nuestras sociedades desarrolladas, los que, como nosotros, no pueden dejar de sentir vibraciones en el fondo de sus bolsillos; los que, en el transporte público, avanzan con el ojo clavado en el teléfono, concentrados en el espacio-tiempo de sus pantallas, han producido como consecuencia la reducción de nuestro tiempo de atención y la merma de nuestra capacidad de concentración a unos escasos nueve segundos. A partir de ese momento, sostiene Patino, nuestro cerebro se desengancha. Necesita un nuevo estímulo, una nueva señal, una nueva alerta, otra recomendación. A partir del segundo número diez. Un segundo más que el pez rojo al que alude el título originario, ese solitario y melancólico pez que todos hemos visto -y tenido en nuestras casas, incluso, de pequeños- en sus esféricas peceras, vagando ensimismado en la interminable rutina de su estrecha cárcel e incapaz de recordar más allá de esos ocho segundos “de vida” -lo han calculado los expertos e investigadores de Google- a que lo condenan su biología y el insoportable tedio de su reducido universo. 

Sentada esta premisa -e insisto, no de manera arbitraria o caprichosa, sino con el aval de estudios científicos solventes-, Patino analiza las importantes consecuencias, los muchos efectos perniciosos -las patologías- que lleva consigo, tanto en un plano individual como colectivo, un hecho de tal trascendencia (de orden casi antropológico, pues puede provocar, quizá lo está haciendo ya, un cambio esencial en la naturaleza humana); también sus principales causas (la tesis del autor es que no estamos ante un “mal” implícito a la tecnología o internet en sí, sino a su manipulación interesada por parte de algunos servicios y plataformas digitales, en particular los GAFAM, Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft); y, por último, las posibles (y deseables, a juicio de Patino, esperanzado y optimista) actuaciones, alternativas y medidas de resistencia para frenar esta inesperada y peligrosa deriva de un “invento” -internet- con unas posibilidades pese a todo formidables. 

Vivimos en un mundo de seres dependientes de las múltiples señales que emiten sin parar nuestros teléfonos móviles, drogadictos hipnotizados por las pantallas, enganchados a las conexiones digitales. Somos -cito de nuevo el libro- como peces, encerrados en la pecera de las pantallas, sometidos al ritmo de notificaciones y mensajes. Nuestra mente da vueltas en redondo, de tuits a vídeos de Youtube, de snaps a correos, de lives a push, de aplicaciones a newsfeeds, de mensajes provocadores escritos por un robot a imágenes filtradas por un algoritmo, de datos manifiestamente falsos a buzz fuera de lugar. Como peces, creemos que vamos a descubrir un universo a cada instante, sin darnos cuenta de la repetición infernal en la que nos encierran las pantallas digitales a las que entregamos nuestro tesoro más preciado: nuestro tiempo

Leyendo a Patino conocemos las escalofriantes cifras que “fotografían” esta nuestra lastimosa adicción. Cada uno de nosotros se abalanza, frenético, sobre su dispositivo electrónico, acaricia, febril, con su índice la pantalla deslizante, y se sumerge inquieto, expectante, excitado y vagamente culpable, en el renovado abismo de los avisos y comunicaciones, de las aplicaciones y los mensajes, cada dos minutos, treinta veces por cada hora que está despierto, una vez cada tres horas de sueño, 542 veces al día, 198.000 veces al año

Pero eso no es todo. En 2016, fecha a la que se remite el estudio, el tiempo medio que se dedica a diario al teléfono es 4 horas 48 minutos en Brasil, 3 horas en China, 2 horas 37 minutos en Estados Unidos y 1 hora 32 minutos en Francia. Según la fundación Kaiser Family, en Estados Unidos los jóvenes consagran cinco horas y media por día a tecnologías relacionadas con el ocio, videojuegos, vídeos en línea y redes sociales y un total de ocho horas diarias al conjunto de sus pantallas conectadas. Un tercio de sus vidas, considerando además que el 22% no tiene ninguna actividad, ni escolar ni profesional, entre los 22 y los 30 años, una cifra que se ha duplicado en quince años

Y aún hay más. Cada minuto, 480.000 tuits alimentan la plataforma del pájaro azul, 2,4 millones de snaps se publican en Snapchat, mientras que 973.000 personas en todo el planeta se conectan a Facebook. De momento, «solo» 174.000 personas consultan Instagram, pero la cifra va aumentando cada mes. La lista de lo que ocupa a los humanos conectados durante 60 segundos da vértigo: 38 millones de mensajes, 18 millones de SMS, 1,1 millones de «swipes» en Tinder (nos referimos al movimiento lateral del índice para pasar de un perfil a otro en este portal de citas), 4,3 millones de vídeos vistos en YouTube, 187 millones de correos electrónicos... 

El escenario, estremecedor, es el de una pandemia (y espero no resultar de mal gusto con la comparación, cuando aún tenemos al coronavirus rondando, destructivo). Y, en efecto, como nos recuerda el pensador francés, un estudio del Journal of Social and Clinical Psychology valora en 30 minutos el tiempo máximo de exposición a las redes sociales y las pantallas de Internet, más allá del cual existe riesgo para la salud mental. La enumeración de esos riesgos, de esas patologías, de esos trastornos de la personalidad y el comportamiento ocupa una parte destacada de La civilización de la memoria de pez. El síndrome de los durmientes centinelas, que renuncian a abandonarse al sueño profundo por si, en ese tiempo, “llega” algún aviso de interés. La nomofobia (no mobile phone phobia), el padecimiento -pánico, ansiedad, temor- que se siente al no poder disponer del móvil durante un tiempo. El phnubbing (contracción de los términos phone, de teléfono, y snubbing, «desprecio»), tan común, que sufren -¿sufren?- quienes son incapaces de dejar de consultar el celular, incluso en mitad de una conversación o cualquier otra actividad (comprendidas las prácticas sexuales). El síndrome de ansiedad, caracterizado por la necesidad permanente de dar cuenta en las redes, y de inmediato, de cualquier suceso, por banal que sea, de nuestras existencias. La esquizofrenia de perfil, que impide a quienes la padecen diferenciar las distintas identidades con las que se presentan en la vida virtual, perdiendo incluso -en los casos más graves- el vínculo con su personalidad “real”. La atazagorafobia, el miedo a la indiferencia ajena, al olvido de los seguidores -o peor aún, a su desaparición-, a la ausencia de respuesta a nuestras intervenciones en las redes, al escaso número de likes, de “amigos”. La atenuación, que consiste en la búsqueda compulsiva, el rastreo enfermizo en internet de datos sobre vidas ajenas. 

Todos estos procesos, que en grados más o menos atenuados padecen quienes usan habitualmente el móvil, “operan” de un modo, ya, totalmente inconsciente, generando reacciones -tolerancia, compulsión, adicción- similares a las que provocan las drogas o el juego. Bruno Patino relata el famoso experimento de Skinner que ofrece una explicación anticipadora -el psicólogo norteamericano murió en 1990, cuando internet tenía solo un año de vida- al fenómeno. Las teorías comportamentales que formuló nacieron de un laboratorio de ciencias del comportamiento en Harvard… ¡en 1931! Encerrado un ratón en un cubo transparente, con un dispositivo que accionado por el roedor le proporciona alimento, el animal acaba por dominar el mecanismo, aprendiendo que si pulsa el botón va a obtener satisfacción inmediata. Hasta ahí nada novedoso en la constatación del rápido aprendizaje del ratón. Lo interesante, de cara a la tesis que sostiene el libro es que, una vez controlado el mecanismo, cuando el ratón “sabe” qué relación causa-efecto existe entre el su movimiento y la “aparición” de comida, se produce un cierto cansancio, un desistimiento por parte del ratón, que “decide” accionar el artilugio solo cuando tiene hambre. Así, el intento de control del animal fracasa, en cierto sentido, pues él mismo acaba por ser el “dueño” del proceso. Ello llevó a Skinner a introducir una variante en el experimento. Pese a que, inicialmente, a los nuevos ratones se les ofrece la misma alternativa -si aprietan el botón obtendrán comida- pronto el sistema empezó a funcionar de manera errática: unas veces, al pulsar, en efecto caía alimento, pero otras no; en ocasiones salía “algo” de comida, en otras, cantidades ingentes. El desconcierto del animal y, sobre todo, la incertidumbre, el desconocimiento de en qué momento iba a obtener su recompensa, mantenía al roedor pegado al mecanismo, apretándolo compulsivamente, desvinculada ya su acción repetitiva de toda necesidad física, de un hambre real. El experimento de Skinner mostró la desviación del comportamiento que producen los sistemas de recompensa aleatoria. En lugar de crear distancias o desánimo, la incertidumbre produce una compulsión que se transforma en adicción. La posibilidad de ganar, por muy pequeña que sea, impide que se puedan alejar del mecanismo. Como la recompensa es irregular, es imposible para el sujeto sometido al experimento elaborar un comportamiento que le sirva para dominar a la máquina. Las reacciones químicas que se producen en su cerebro -en síntesis, una desbordante inyección de dopamina, la molécula del placer, cada vez que aprieta el botón- son las mismas que operan en los humanos y tan poderosas que mantienen indefectiblemente enganchada a la “víctima” a su premio (que es a la vez su castigo). Esos procesos son los que permiten a los casinos y casas de apuestas disponer de todos los recursos psicológicos a su alcance para manipular la voluntad de los jugadores, o, a otra escala y con distintos matices, a los hipermercados “orientar” la compra compulsiva mediante la disposición de los expositores, el tamaño de los carritos, la colocación de los productos, la configuración de las “rutas”, todo ello pensado para “excitar” el deseo de compra. 

Algunas plataformas digitales, señala Patino, aplican mecanismos similares, captando la atención de los usuarios mediante un sistema de recompensas aleatorias cuyo efecto sobre los que se dejan llevar es similar al de las máquinas tragaperras. Y además cuentan con una ventaja adicional frente a los sistemas “clásicos” de explotación de las adicciones, y es que los propios individuos, quienes van a ser manipulados, ofrecen voluntariamente los datos, la información necesaria para personalizar el “ataque” y hacerlo más eficaz. Todos los conocimientos de la psicología comportamental son usados así por las plataformas para, y de nuevo la cita literal es necesaria, la alerta permanente, la explotación de nuestra pasividad, el halago de nuestro narcisismo y el anuncio inmediato de lo que vendrá. No se trata, pues, de una serie de efectos casuales, impensados o sobrevenidos de modo azaroso. Por el contrario, la tesis de La civilización de la memoria de pez es que las grandes empresas de Silicon Valley recurren a ellos de forma deliberada. La dependencia no es un efecto secundario de nuestros hábitos de conexión, es el efecto que persiguen numerosas interfaces y servicios que estructuran nuestro consumo digital. Como nos recuerda la cita inicial de Bill Clinton -¡Es la economía, estúpido!-, nuestro sistema económico, ahora reconvertido en un capitalismo digital, ha encontrado en la audiencia cautiva, y en su corolario, el apetecible filón de los datos que voluntariamente cedemos, su moderno “petróleo” y, lo exprimirá sin límites si no se le opone resistencia. 

Patino se extiende entonces, y no hay ni tiempo ni espacio para desarrollar su brillante exposición -debéis leer el libro-, en infinidad de ideas subyugantes (mis notas de lectura superan el centenar) en relación con su tesis, a algunas de las cuales, las más estimulantes, quiero referirme en un repaso a vuelapluma. He aquí algunas de ellas: La descripción del actual datacapitalismo. Las reflexiones sobre la creciente -e imilitada- hiperproducción que ofrecen las herramientas digitales, su constante crecimiento, y, en consecuencia, su necesidad de “luchar”, afinando las estrategias de captación de la atención, por el siempre reducido tiempo disponible de los consumidores. El círculo vicioso de esa economía de la atención, su paradoja “constitutiva”: Captar el tiempo de los usuarios conectados proponiéndoles ganar tiempo, lo cual, como ya se ha esbozado, solo puede lograrse con el autosometimiento. El consiguiente desarrollo de las tecnologías de la persuasión, activas desde hace más de veinte años -el libro habla de 1998- en los laboratorios de Silicon Valley. El influjo de un curioso personaje, B. J. Fogg, y sus ordenadores carismáticos. Las investigaciones en captología, el arte de captar la atención del usuario, lo quiera o no, a partir de la observación -nada casual y sí muy significativa- de los comportamientos adolescentes. El diseño -el dark design- de interfaces digitales, grafismos y protocolos técnicos de las plataformas, con la intención de generar dependencia en el usuario, mediante la utilización de los conocimientos y los recursos que proporcionan la Psicología y las modernas neurociencias. La producción de efectos para “encadenar” la atención del consumidor (y, a la postre, “consumido”), de los que resulta especialmente interesante la categorización que hace el filósofo Yves Citton y que recoge Patino: 1) los mensajes o alertas que se cuelan de rondón en nuestro paisaje mental son herramientas de creación de atención cautiva; 2) la propuesta de cualquier tipo de recompensa alimenta la atención atractiva; 3) el desarrollo de mensajes entretenidos, chocantes o serios incide sobre la atención voluntaria; 4) la atención aversiva procede del miedo a perderse algo importante (FoMO [Fear Of Missing Out]). El rastreo de los orígenes de internet, que no nació así, con esta actual voluntad depredatoria sino, bien al contrario, como un intento utópico de facilitar la comunicación de la humanidad. Los movimientos libertarios que vieron en la red de redes, anónima e incontrolada, el paraíso de la libertad. Las reacciones actuales de muchos de los inventores y desarrolladores de las modernas tecnologías, que se alejan, arrepentidos, del monstruo que han contribuido a crear (paradigmático el ejemplo de los grandes gurús de Silicon Valley, que envían a sus hijos a colegios en los que se prohíbe el uso de dispositivos electrónicos). El papel de la prensa (con una “cala” en la mítica escena del director del periódico en El hombre que mató a Liberty Valance) y los medios de comunicación tradicionales, aliados primero y enemigos después de sus competidores digitales, al verse superados -y arruinados- por la magnitud de un fenómeno que le arrebata la publicidad de la que viven (Google y Facebook absorben del 75 al 80% de toda la nueva publicidad. En Estados Unidos, por ejemplo, el 44% de los ingresos publicitarios vienen de la economía digital (90.000 millones de dólares de un total de 200.000 millones), y la mitad de estos ingresos queda en manos de Google y de Facebook). El aprovechamiento y la explotación del tiempo -el de ocio, el tiempo muerto, el de los desplazamientos, incluso el sueño- por parte de los gigantes digitales en un estiramiento imposible de nuestras jornadas (En 2018, las 24 horas de un ciudadano estadounidense duran más de 30 horas. El sueño absorbe 7 horas al día; la comida, la limpieza, la vida social, un tiempo similar, 6 h 55, y el trabajo, 5 h 13. A estas 19 h 08 minutos se suman 12 h 04 por día consagradas a las pantallas, los medios de comunicación y el mundo digital. La mitad de una vida. La mitad de una vida es comercializable. La mitad de una vida está comercializada). La hiperexcitación de los sentidos y el bombardeo de estímulos, y la generación de hábitos de ansiedad e impaciencia en los consumidores, incapaces ya de esperar, inquietos ante cualquier demora mínima -en no importa qué ámbito- que “retrase” la satisfacción de su imperioso deseo (el 30% de [los usuarios] no esperan al cuarto segundo de un vídeo de Facebook para pasar a otra cosa, a otras alertas que les llaman la atención, otros vínculos, otros push. La misma impaciencia se da en el ámbito musical. Deezer o Spotify han cambiado la naturaleza de la industria musical: antes se trataba de vender discos, ahora deben conseguir que sus títulos se escuchen al menos durante 11 segundos. Porque es el umbral de la remuneración y los usuarios tienen la misma impaciencia respecto a Spotify que respecto a Facebook cuando se trata de descubrir. Los creadores de música, la que se destina a ser escuchada en estas plataformas, lo saben: los 10 primeros segundos son definitivos para tener una posibilidad de existir. Crear, en este universo, es crear una adicción instantánea). La “desaparición” del deseo, hecho de espera, de anhelo, de inquietud, de incertidumbre, y con él, la muerte de la conversación, del conocimiento profundo, del amor, que exigen tiempo, que “son” tiempo y frustración y renuncia y esperanza e ilusión y expectativa y carencia. La construcción de burbujas, de realidades simplificadas, acordes a nuestros perfiles, elaborados a partir del rastro que dejamos en la red, de modo que las plataformas nos ofrecen una y otra vez lo que “se supone” que nos va a satisfacer, lo que coincide con nuestra propia visión del mundo, en un bucle perverso, un círculo vicioso que nos perpetúa en lo que “somos”, “adoctrinándonos” con nuestras propias opiniones y nuestros sesgos y prejuicios. El caldo de cultivo que este modo de proceder supone para el auge de las teorías de la conspiración. La proliferación de lo fake, que se crea conscientemente mediante robots que inundan el espacio digital de mentiras reiteradas que acaban por conformar la opinión pública, aquejada así de un relativismo generalizado: Humanos falsos, estadísticas falsas, cuentas falsas, sitios web falsos, contenidos falsos unen sus fuerzas para obtener dólares (o euros) verdaderos. Por supuesto, están los bots, esos algoritmos que generan de forma automática conexiones en las redes sociales o crean falsas consultas en sitios web fantasmas para hacer creer a los publicistas que alguien mira sus anuncios o hace clic en ellos. Las estrategias basadas en las emociones, el emotional triggering, disparadores que provocan choques emocionales, conscientes las grandes empresas de que el impacto, las sorpresas, la ira, la rebelión, el escándalo, la risa, las emociones que obnubilan la razón y apelan a las creencias, a las fantasías personales, a las convicciones infundadas, atrapan y, por tanto, “son” dinero. La primacía de lo superficial y lo fútil, de lo irrelevante, lo exagerado, lo extremo, lo ligero y lo banal frente al conocimiento, la sabiduría, el rigor, lo serio o lo profundo. Y tantos otros temas apasionantes. 

Pero ante este panorama apocalíptico, el autor se resiste. No está escrito, afirma, que la economía de la atención sin freno y sin límites deba ser el único modelo de desarrollo de las plataformas. Consciente de la reversibilidad del proceso, y convencido también de que cuestionar y oponerse a esas perversas dinámicas de la atracción no supone anclarse en una trasnochada rebelión antitecnológica que nos retrotraiga a una realidad limitada en la que debiéramos prescindir de las muchas ventajas que internet y sus derivaciones han aportado a nuestras vidas individuales y colectivas, Patino cierra su libro con una propuesta, optimista y positiva -combatir y sanar- que reivindica un uso emancipador y profundamente democrático de los medios digitales. Presenta así, en las páginas finales de su obra, algunas jugosas alternativas y soluciones para salir de la memoria de pez, que aparecen bajo las rúbricas de cuatro combates y cuatro recetas. Se trata, desde el punto de vista de la “batalla”, de combatir las ideas preconcebidas en relación al estado de cosas actualmente vigentes, lo que conlleva, entre otras ideas, la regulación del uso de los mecanismos de captación del tiempo y la atención que utilizan las plataformas, privilegiando las funciones “naturales” de estas y reduciendo sus procedimientos demasiado invasivos; cambiar el marco jurídico de las plataformas, potenciando un modelo -distinto al que, por desgracia, existe hoy día- de irresponsabilidad y obligándolas a responder de lo que albergan o de lo que en ellas sucede; y por último, desarrollar ofertas digitales que se desempeñen con otras lógicas diferentes a las de la economía de la atención. Junto a los cuatro combates, las cuatro “recetas” giran, de un modo u otro, sobre un eje central, la desconexión. En un párrafo muy relevante, con el que no puedo estar más de acuerdo y que operará en mi reseña como el habitual texto de cierre, se concreta esta idea sencilla y, a la vez, en nuestros acelerados días, profundamente revolucionaria: 

No acceso a la música, sino al silencio, no a la conversación, sino a la meditación, no a la información inmediata, sino a la reflexión. Los seminarios de desintoxicación tecnológica se multiplican. Los retiros espirituales en los monasterios han cambiado de naturaleza: antes había que escapar del mundo para encontrar a Dios, ahora hay que escapar de los estímulos electrónicos simplemente para encontrarse con uno mismo. Aislarse de las redes para volver a vivir en el mundo. El reto no está en desaparecer, ni en negar las potencialidades extraordinarias de la sociedad digital. Simplemente tenemos que comprender que la libertad se ejerce desde el control. Y este control no requiere tanto una ascesis como una simple moderación. 

En relación con este postulado elemental, se habla de crear espacios privilegiados -santuarios-, libres de conexión: colegios, reuniones profesionales, ámbitos familiares; de preservar tiempos de pausa, de intimidad, ajenos a la intromisión digital; de realizar tareas de “pedagogía”, de explicación activa sobre el uso correcto de los medios electrónicos y sobre los negativos efectos que la sobreexposición a su tentador influjo puede acarrear; o de, en fin, promover iniciativas de “deceleración” en las conversaciones, en la información, en el consumo, en los hábitos cotidianos, en las prácticas sociales (Patino sugiere, entre otras propuestas, establecer media hora de lectura obligatoria en la escuela). Todo ello con la intención de “reconstruir” entre todos un modelo de sociedad digital -el que intuían originariamente sus creadores, cargado de utopía y humanismo- que aproveche las fecundas oportunidades que propicia la tecnología e impida que las plataformas lo organicen a su depredador antojo. A no ser, concluye el autor, que queramos una vida poblada de humanos de mirada hipnótica que, encadenados a sus pantallas, ya no sean capaces de mirar hacia arriba

Una de las citas iniciales del libro recoge un fragmento de la letra, muy apropiada al objeto tratado, de Hotel California, el clásico de los Eagles: Last thing I remember, I was running for the door I had to find the passage back to the place I was before Relax, said the night man, we are programed to receive You can check out any time you like but you can never leave. Ella ha de ser, pues, inevitablemente, la canción que acompañe hoy esta reseña.

Videoconferencia
La civilización de la memoria de pez

miércoles, 14 de octubre de 2020

MIGUEL DELIBES. LA SOMBRA DEL CIPRÉS ES ALARGADA
JAVIER GOÑI. CINCO HORAS CON MIGUEL DELIBES
JESÚS MARCHAMALO. DELIBES EN BICICLETA
 

(Una vez más, la calidad de las grabaciones -en ambos formatos, audio y vídeo- está muy lejos de ser digna. Las dejo aquí, pese a todo, confiando en que la benevolencia de los escasos oyentes que aún siguen el programa pueda disculpar las muchas deficiencias)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de libros que se emite desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca. El próximo 17 de octubre, dentro de solo tres días, pues, se cumplirán cien años del nacimiento de Miguel Delibes, uno de los grandes escritores españoles del siglo XX. Delibes dejó a su muerte en marzo de 2010, hace ya una década, una vasta obra literaria, sobre todo novelas, pero también ensayos, artículos periodísticos, libros de viajes y de caza, de la que era un encendido aficionado y un apasionado practicante. Miembro de la Real Academia Española de la Lengua, Premio Cervantes y Príncipe de Asturias de las Letras, Premio Nacional de Literatura, Premio Fastenrath, Premio de la Crítica… por citar solo los principales, Doctor honoris causa por diversas universidades, fue, además de muy respetado por la crítica, un escritor muy leído, con una notable repercusión pública, muy popular incluso, con muchos de sus libros convertidos en best-sellers, favorecidos, bastantes de ellos, por la constante traslación al cine de su obra. Títulos como El camino, Los santos inocentes (reeditados hace unos meses con prólogos de Sergio del Molino y Manuel Vilas, respectivamente), El disputado voto del señor Cayo o Las ratas, entre otros, conocieron un sobresaliente éxito en su doble versión, literaria y cinematográfica. También Retrato de familia, una adaptación de su novela Mi idolatrado hijo Sisí, o La guerra de papá, basada en El príncipe destronado, llenaron en su día las salas. Y de todos son conocidas obras como El hereje, su último gran éxito, Premio Nacional de Literatura en 1988, Diario de un cazador, que obtuvo el mismo galardón en 1955, o Cinco horas con Mario, que en montajes y etapas diferentes se ha representado en los teatros de todo el mundo desde 1979, en que se llevó por primera vez a las tablas con la inolvidable interpretación de Lola Herrera. 

Mi particular celebración del centenario no tendrá, sin embargo, a ninguno de los títulos citados como centro, sino a otra de las obras del vallisoletano, quizá de no tan notorio alcance popular. Hoy voy a hablaros de la primera novela de Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada, con la que obtuvo el Premio Nadal en enero de 1948. Quiero aprovechar la ocasión para recomendaros también la lectura de otros dos libros de reciente aparición, provocada, claro está, por el aniversario, que tienen a Delibes como protagonista. Cinco horas con Miguel Delibes es una larga entrevista del crítico y periodista cultural Javier Goñi con el autor castellano. Publicada por primera vez en 1985, la editorial Fórcola la reeditó en enero de este año, con alguna ligera incorporación añadida ahora respecto a la versión original. Además, interesa también el librito, delicioso, de Jesús Marchamalo, Delibes en bicicleta, que ha visto la luz hace unos meses en Nørdica Libros con graciosas ilustraciones de Antonio Santos, muy bellas. 

La razón por la que -descartando la opción más previsible, que me llevaría a haber elegido para mi reseña de hoy algunas de las grandes obras de Miguel Delibes, El hereje, El camino, La hoja roja o Los santos inocentes, magistrales y que yo leí con entusiasmo en su momento- he preferido ocuparme ahora de La sombra del ciprés es alargada es un poco azarosa y tiene su origen en el confinamiento impuesto por el coronavirus. Por circunstancias personales tuve que pasar las semanas de aislamiento en Vigo, en la que había sido la casa de mis padres, ahora, desde la muerte de ambos, prácticamente cerrada. En esos días interminables, sin libros que “llevarme a la boca” (hasta que, por fin, pude encargarlos por internet) repasé ansioso los estantes de la biblioteca familiar, exigua pero para mí entrañable, en la que yo me había sumergido en mi adolescencia. Ahí apareció -en realidad reapareció- una selección de los primeros premios Nadal, que mi padre compró puntualmente a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, como acreditan en sus guardas la fecha y la firma de mi progenitor, por entonces aún entusiasta o voluntarioso lector (aunque tengo la impresión, que ya no podré corroborar, que la destinataria de aquellos libros puntualmente adquiridos era, en realidad, mi madre). El galardonado en 1955, El Jarama, ya no estaba entre los conservados, el interés literario de mi padre ya para entonces decaído o volcado en otras preocupaciones. Sí estaban, en cambio, todos en sus estupendas ediciones de la colección Áncora y Delfín de la barcelonesa editorial Destino, ya un poco ajadas y con las páginas amarillentas, aunque conservando la encuadernación en tela y el amable formato, Nada, de Carmen Laforet, Viento del Norte, de Elena Quiroga, Nosotros, los Rivero, de Dolores Medio, Siempre en capilla, de Luisa Forellad (mujeres todas, ¡y en pleno franquismo!), La muerte le sienta bien a Villalobos, de Francisco José Alcántara, y la ópera prima de Delibes que ahora quiero comentaros, de cuya lectura casi infantil guardo escasos recuerdos. 

La sombra del ciprés es alargada
es, a mi juicio actual de adulto, una muy notable novela, calificación que no dudo en elevar a sobresaliente si consideramos que es el debut literario de un autor que la escribió con solo veintisiete años. Con dos partes bien diferenciadas (Delibes reniega de la resolución que en su momento dio a la segunda, como confiesa en su conversación con Goñi), el libro nos presenta a Pedro, un niño de apenas diez años, huérfano de padre y madre, de los que no guarda recuerdo, que es conducido por su tío, que no puede hacerse cargo de él, a Ávila, en donde quedará a cargo de don Mateo Lesmes, un maestro, con una austera y despojada visión de la vida, que lo acogerá en su casa, con su familia, proporcionándole un hogar y una educación a cambio de una compensación económica que sufragará su pariente, deseoso de librarse del niño. Ambientada en el primer cuarto del siglo pasado (hay, que yo recuerde, dos “dataciones” temporales en el libro, una alusión a un periódico madrileño, el ABC -hace tiempo que sale en Madrid un periódico nuevo-, cuya fundación es de 1903; y la presencia de una guerra -quizá la civil española- en algunos episodios de la segunda parte de la obra, con el muchacho ya en su bien avanzada juventud), la novela nos lleva, siempre de la mano de Pedro, que la narra en primera persona, a conocer, de entrada, el microcosmos abulense del niño -don Mateo, su esposa doña Gregoria, su pequeña hija, Martina, el amigo Alfredo que, a poco de su llegada, arribará también a la sombría (en todos los sentidos) vivienda del maestro en condiciones similares a las de nuestro protagonista-; aunque, sobre todo, nos permitirá introducirnos en la compleja, afligida y temerosa conciencia del chico -precoz para un niño de diez años-, moldeado intelectual y sentimentalmente, a falta de otras influencias, por el recalcitrante pesimismo de su tutor. En la segunda parte, Pedro, que ha abandonado Ávila para completar en Barcelona sus estudios en la Escuela de Náutica, saldrá del estricto caparazón que lo constriñe en la ciudad castellana, comenzará a vivir su vida, viajará por el mundo como capitán de barco, conocerá a una mujer, Jane, en Estados Unidos y… 

Y si dejo en suspenso la continuación de la trayectoria vital del personaje no es solo por evitaros el desentrañamiento de algún hecho sustancial en la trama argumental de la novela, en el fondo no demasiado relevante (pese a que los haya, y de trascendencia) sino, sobre todo, porque, como ocurre tan a menudo, no son los acontecimientos “externos” narrados lo que importa en el libro, sino el transcurrir interior de la personalidad de su protagonista, más aún en una obra marcada por un destacado carácter filosófico, que ahonda en las profundidades del pensamiento, en los vericuetos reflexivos, en los conflictos psicológicos, en la oscura visión del mundo, en la angustia existencial, en las turbulencias intelectuales del malhadado Pedro. 

Dos son los elementos fundamentales del libro sobre los que quiero ahora llamar la atención: lo singular de su estilo, muy depurado ya en un escritor tan joven, y la sugerente propuesta temática, que refleja las tesis del autor. 

 Desde el punto de vista formal, la novela es magnífica aunque ciertamente inusual. Y es que la prosa de Delibes en La sombra del ciprés es alargada es muy literaria, muy culta, estilizada y artificial, muy elaborada y hasta ampulosa, algo anacrónica, lo cual contrasta con los registros coloquiales, el habla popular, la sencillez y el despojamiento, la nitidez y la “limpieza” más presentes en el cuerpo principal de su obra posterior y que constituirán las señas de identidad de su literatura, por las que ha llegado a ser reconocido y valorado. Aquí, en cambio, la voz narradora -y la de todos los personajes, que se mantienen en un registro lingüístico idéntico, extraordinariamente intelectual- es la de un filósofo, la de un profesor universitario, la de alguien que se sitúa -inconscientemente- por encima de su lector, no a su lado, alguien que, en cierto modo, “enseña”, alguien que articula su pensamiento con precisión, adentrándose en los recovecos de las ideas, analizándolas, matizándolas, desmenuzando sus más sutiles pormenores (Nuestra vida en esta época tampoco se caracterizó por la variedad. Alfredo y yo nos movíamos coaccionados por los actos ya vividos. Hallábamos en esta conducta iterativa un encanto superior al hecho de disfrutar lo no frecuente, lo extraordinario, lo excepcional, a no ser que esto, por su carácter relevante y atractivo, nos animase a dejar con gusto la distracción cotidiana). Su adjetivación es ya, pese a su juventud, brillante (Era un vaso de una leche pastosa, sincera, espléndida), su expresión, algo abigarrada, retórica (Encauzado el verano por unas veredas tan uniformes se nos fue como una ilusión, cuando casi no habíamos empezado a saborearlo. Me acordé de mayo y de cómo había pensado entonces que las vacaciones estivales eran una cosa a la que apenas si se les veía el fin. Transcurridas ya, empecé a darme cuenta de que nada hay largo en la vida por muy largo que quiera ser. Había vaciado un año de mi existencia desde el día que mi tío me llevara a casa de don Mateo a bordo de una carretela descubierta. De entonces acá me quedaba la huella de unos cuantos días, muy pocos, que destacaban sobre la uniformidad de los demás con características peculiares. Opiné, para mis adentros, que si la vida normal se componía de otras sesenta unidades como ésta, tenían mucha razón los que afirmaban que la existencia era un soplo, el transcurso fugaz de un instante, una realidad que sólo daba tiempo para meditar que, aun pareciéndonos mentira, ya habíamos vivido la vida que nos correspondía), el léxico erudito, refinado, abundante en vocablos cultos, hoy desusados, probablemente también en 1947: undísono, matrera, bore, mesmedad, desmarrido, lene, acítara, flébil, ínsitas, ostial, desdejado, subitáneo, entre otros muchos (El rigor léxico de Delibes aparece de manera notoria en las conversaciones con Javier Goñi, cuando glosa el uso que él mismo hace de “lúdicra” para señalar: otros dicen lúdica, pero en realidad es lúdrica, es mucho más fea la palabra, pero es así; lo que suscita la inevitable réplica de su interlocutor: Pones cara de académico; y su contrarréplica inapelable: Sí, sí, pero es lúdrica, que conste). Hay usos nominales que aparecen como trasnochados para el lector actual y que al de hace setenta años le provocarían una cierta sensación de distancia, de, insisto, hallarse en presencia de una académica y quizá pedante prosa profesoral: substancia, obscuridad, substraer. Llaman la atención los muy vallisoletanos leísmo y laísmo, constantes en todo el texto (“abracé al animal izándole con cariño”; “sus palabras se habían volcado sobre mi ser, empapándole como si fuese una esponja”; “la advertimos”) y un par de errores ortográficos -en mi edición del 48, aunque corregidos en las actuales- en la insistente acentuación de “fue” y en la uve de “estiva”. El principal problema formal es, no obstante, la ya reseñada uniformidad en la expresión de todos los personajes: los niños de doce años, los adultos con formación, las sirvientas casi analfabetas, los mendigos de la calle, los sencillos marineros embarcados, todos hablan como si fueran catedráticos universitarios. Una evidente limitación objetiva que, sin embargo, no supone un especial hándicap para el lector, al comprender este, muy pronto, que La sombra del ciprés es alargada es una novela de tesis y que, como tantas otras veces sucede en una primera obra, el autor se ve en la “necesidad” de comunicar, por todos los medios, su mundo interior, su personal visión de la existencia, todo lo que, a esas edades, “se lleva dentro” y pugna por brotar. 

Y es que la novela es, en efecto, más allá de su argumento -un leve hilo conductor-, un vehículo para la transmisión de las ideas y opiniones del juvenil Delibes, reflejadas en el a menudo muy sentencioso Pedro. El libro, que podríamos calificar, casi, de “metafísico”, está así repleto de cavilaciones y análisis introspectivos sobre la amistad, el compromiso, la entrega, el deseo, la conformidad y la expectativa, la aceptación y el sufrimiento, la ilusión y la pérdida, la felicidad terrenal y la gloria eterna, la vinculación con el mundo y el “desasimiento” de él, la imposibilidad del amor y la omnipresente realidad de la muerte, cuestiones todas que apelan, claro, al cuestionamiento radical del sentido de la vida por parte del protagonista. Miguel Delibes confiesa reiteradamente -lo hizo en una entrevista de 1966, lo vuelve a subrayar en la conversación con Javier Goñi- que hay una serie de motivos o ambientes que se reiteran en mi producción: muerte, infancia, naturaleza y prójimo; para precisar más adelante: en ellos se centra mi preocupación -muerte, prójimo- o mi vocación -naturaleza, infancia. En el caso de esta su primera novela, son, sobre todo, la muerte, la infancia y la relación con el otro, la dimensión social de nuestra personalidad, los temas que ocupan la mente de Pedro. La presencia de la naturaleza, que en la obra posterior del vallisoletano será una constante, con su combativo mensaje ecologista, es aquí meramente residual o, al menos, lo es en relación con esa vertiente “luchadora” y de abierta y explícita reivindicación de los sencillos valores de una vida natural que se pierde y de la preservación del medio ambiente que aflorará en otras de sus creaciones. 

Pedro es, y a ello contribuye el que desde los diez años reflexione con la gravedad de un académico, un “niño viejo”. Su soledad, su falta de raíces y, ya se ha dicho, la influencia de su mentor, lo hacen obsesionarse con la muerte, no solo en su manifestación física material -la desaparición de la vida biológica, del cuerpo- sino en su expresión simbólica y espiritual: el paso del tiempo y la existencia como pérdida constante, como permanente abandono de lo que nos conforma, el carácter finito de todo lo que nos rodea, las personas, los afectos. Su pensamiento, conformado desde los doce años a partir de las enseñanzas de don Mateo, se resume en una constatación primaria: en tanto que la muerte acecha inexorablemente -más o menos lejana de nuestro acontecer presente-, y con ella el fin de todos nuestros afanes, la consunción de cuanto hemos construido, el olvido, la caducidad, la finitud, la extinción de lo que somos, de nuestros anhelos, de nuestras posesiones, de nuestros logros… lo sensato es, entonces, no crear vínculos con nadie ni con nada, despegarnos de las cosas y de las personas, no “tomar” para así no tener que “dejar”. El desasimiento, la renunciación, el retraimiento, la desconexión del mundo, la ausencia de todo afán, la eliminación del deseo, el aislamiento, la misantropía, la falta de compromiso se constituyen así en el norte que guiará los pasos del protagonista, que aspira a desarrollar su individualidad propia y primitiva sin necesidad de echar mano de recursos extraños a sí. Y para ello Pedro renuncia incluso, y sobre todo, al amor, porque, ¿para qué permitir que brote la atracción que nos lleva hacia otra persona, para qué estimularla, para qué dejarse arrastrar por su tentación, para qué crear una comunidad de sentimientos, para qué la unión con alguien si fatalmente uno de los dos ha de enterrar al otro? Desde muy joven, herido por la experiencia de una muerte cercana -que no quiero desvelar-, construye un cuerpo teórico, y una aplicación práctica, que lo lleva a rehuir las relaciones personales, a evitar profundizar en “el alma” de quienes tiene más cerca y a quienes le unen ciertos afectos, a huir de toda afinidad, a hundirse -y la connotación negativa que entraña el término es voluntaria por mi parte- en una vida autónoma, obscura, huraña. El mundo rebotaba en mí; ni yo pasaba de su costra ni él rebasaba la superficie de mi piel. Delibes conforma así una suerte de metafísica del desasimiento, de cuyos postulados básicos puebla las reflexiones de su personaje. Quedarse en poco; Al tener acompaña el temor a perderlo, que ocasiona tanta intranquilidad como el no poseer nada; No querer nunca a nadie más porque le daba miedo; Vivir es ir perdiendo

Detrás de esta vida despojada, de esta visión pesimista y oscura de la existencia (Profundizaba más sobre las cosas y me martirizaba con posibles penas venideras, frecuentemente sin razón alguna), de este nefasto transcurrir de los días en el abatimiento y la desdicha, está, claro, la muerte, el gran tema de La sombra del ciprés es alargada, presente ya en el título (en el libro hay toda una teoría acerca de la innegable relación existente entre los hombres y los árboles; entre el aspecto externo de los árboles y la conformación del alma de los hombres: la sombra del pino es redonda, acogedora, protectora, benéfica, vital; la del ciprés es afilada, corta como un cuchillo, amenaza, hiere, lleva consigo el anticipo de la muerte: Me percaté de que hay temperamentos que parecen agujas y temperamentos que parecen dedales. Temperamentos incisivos y temperamentos receptores. Imaginé que una sombra determinada cobija a los hombres en la vida lo mismo que en la muerte. Adiviné que la sombra que a mí me cruzaba el corazón era alargada y fina como la de un ciprés). 

La vida de Pedro es una estéril lucha por sobreponerse a la lúcida -y a la vez equivocada- visión que lo aflige: Ahora veía que la muerte lo llenaba todo en el mundo con su vacío desolador. Racional hasta el delirio, solitario y fatalista, indiferente y apático, determinista y amargado, escéptico y temeroso de la vida, incapaz para la felicidad (Yo me era a mí un desdibujado misterio, un confuso remolino en el seno del cual giraba vertiginosamente mi propia conciencia. Me poseía un raro sentimiento de nebulosidad que me vedaba conceptuarme de una manera positiva, convincente y radical), la aparición de Jane, el reconocimiento del irracional y poderoso impulso que lo atrae hacia ella, agitará su conciencia y lo llevará a un punto de inflexión en su vida, cuya resolución prefiero no adelantaros. 

De algunos de estos rasgos presentes en la obra primera de Delibes -y de muchos más-, en particular de la obsesión por la muerte que lo angustiaba en su infancia, se habla en Cinco horas con Miguel Delibes, el libro de Javier Goñi que acaba de reeditar Fórcola. En enero de 1985, en cinco horas más o menos estirables, como de reloj daliniano, una por tarde, de lunes a viernes, el periodista mantuvo con el escritor, en su casa de Valladolid, unas sustanciosas conversaciones que presentó en libro, en otoño de ese mismo año, en una pequeña editorial hoy desaparecida, Anjana Ediciones. Con un nuevo prólogo y un nuevo epílogo de 2020, que se añaden a los ya presentes en el volumen primitivo, el libro, que incluye las reproducciones de algunas páginas mecanografiadas de su original, con las correcciones a mano de Delibes, y se cierra con una completa bibliografía del vallisoletano y un índice onomástico de las personas citadas en la entrevista, se organiza en torno a los ejes temáticos que, con una cierta flexibilidad, centraron cada una de las horas de charla. Así, en el jugoso diálogo, seguiremos al escritor en el repaso de su infancia y sus inicios literarios, con los recuerdos del Valladolid de los años veinte, los juegos en el Campo Grande, el padre cazador y el abuelo francés, su inicial interés por el dibujo y la pintura y sus primeros pinitos como caricaturista, sus lecturas adolescentes y juveniles, sus estudios de Comercio, su incorporación como redactor al El Norte de Castilla, la guerra civil, su matrimonio, los hijos, su oposición a la plaza de catedrático de la Escuela de Comercio, la obtención del Premio Nadal y el impulso definitivo a su carrera literaria. En la segunda hora, Con la escopeta al hombro por los campos de Castilla, comparecen la caza y el estrecho vínculo del escritor con el mundo rural, y el comentario sobre sus novelas más conocidas situadas en ese entorno, Diario de un cazador, Los santos inocentes, Las ratas, El disputado voto del señor Cayo. La tercera sección repasa su carrera como periodista, cuya etapa más significativa coincide con su dirección en El Norte de Castilla; en 1976 rechazaría, a causa de la reciente muerte de su mujer, el ofrecimiento que se le hizo para dirigir El País. Sus opiniones políticas, marcadas por su condición de burgués, liberal, progresista y provinciano, como se definía, afloran en el penúltimo capítulo del libro, en el que habla de los temas que preocupaban en el presente en que tuvo lugar la entrevista: la incorporación a la OTAN, su oposición al franquismo, los problemas con la censura, su relación con el Rey Juan Carlos, también sus viajes y los libros que escribió sobre ellos. Por último, la quinta hora, que Goñi titula, muy significativamente, Un ecologista en un mundo que agoniza, recoge la preocupación, muy vigentes aún hoy día, treinta y cinco años después, por el deterioro del medio ambiente, por la destrucción de la naturaleza, por el acelerado modo de vida del ser humano actual que, de continuo, olvida sus raíces, todo ello entre apuntes y explicaciones sobre la presencia de estos temas en sus libros. 

Algunos de los episodios en los que de un modo u otro está presente la bicicleta, que el escritor desgrana en las cinco horas de amistosa charla con Javier Goñi son recreados también por Jesús Marchamalo en Delibes en bicicleta, un muy breve libro -apenas veinticinco páginas de texto en dieciseisavo, descontadas las preciosas ilustraciones de Antonio Santos- que publicó Nørdica hace unos meses. Y así, en un relato amable, entrañable, cercano, muy tierno y afectuoso, Marchamalo, que es el comisario de la exposición sobre el escritor, en la Biblioteca Nacional, dentro del Año Delibes, una iniciativa de la Fundación Miguel Delibes para este 2020, prevista para el mes de marzo y pospuesta a septiembre a causa de la pandemia, repasa algunas reveladoras anécdotas de la vida del autor de La sombra del ciprés es alargada: El Quijote que el padre lee cada verano; los curiosos procedimientos con los que el progenitor enseña a nadar y montar en bicicleta al niño; las enseñanzas del abuelo francés, sobrino lejano del músico Léo Delibes, sobre todo dos rasgos de la educación francesa que heredará Miguel: el amor por la naturaleza y la exaltación de la vida al aire libre; la permanente huida, también en bicicleta y aún de chico, de los guardias de la porra, por la doble irregularidad en la que incurría en sus pedaladas, al viajar tres hermanos subidos al artefacto y al no haber pagado el padre la tasa municipal sobre vehículos de dos ruedas; el enamoramiento de su mujer y la romántica visita a la familia de ella, en un viaje, también en su predilecto y muy ecológico medio de transporte, desde Molledo, en donde veraneaba él, a Sedano, donde lo hacía ella, más de cien kilómetros de abnegado esfuerzo; el inusitado modo en que se enteró de la concesión del Premio Nadal, pues antes de que se diera a la luz pública la decisión del jurado, él lo supo como periodista en la redacción del Norte de Castilla; la visita a Pío Baroja; el discurso de recepción del Premio Cervantes; para terminar, en una despedida conmovedora, con el recorrido que sus hijos y nietos siguen haciendo año tras año, cada verano, por supuesto en bicicleta, entre Sedano y Molledo, recordando aquel viaje del abuelo, cuando no era más que un joven enamorado, delgado y cantarín. Con la primera pedalada todos gritan al unísono, cuenta Marchamalo, poniendo fin a su nostálgica y cariñosa evocación, ¡Aúpa, Delibes! 

Para completar esta ya muy larga reseña, os dejo, no sin antes recordar que hay una película de 1990, de título idéntico al del libro, dirigida por Luis Alcoriza y Emilio Gutiérrez Caba y Fiorella Faltoyano en los papeles protagonistas, con un cuplé, Frou frou, compuesto en París en 1897, y que os ofrezco ahora en la versión francesa de 1930 interpretada por Berthe Sylva. La pieza, en español (Frú, frú, frú, frú, hermosa cupletista… Estoy, frú, frú… loquito por tu amor) la canta y la toca al piano la pequeña Martina en la novela que hoy os he presentado.


Un día pasamos por los Deanes y nos encaminamos al cementerio. La tarde, soleada y tibia, se dejaba mecer por la brisa acariciadora que a soplos fugaces bajaba de la Sierra. Al dejar atrás la ciudad me empapó un frenético deseo de vivir mil años aferrado a este día, a este minuto, a este instante. Seguramente preveía para mi ser un futuro muy amargo cuando con tan poco me conformaba. Los chopos a ambas orillas del paseo prestaban refugio a millares de gorriones que se perseguían entre las ramas. A derecha e izquierda el campo se coronaba de crestas de granito que a veces, en virtud de una casual aglomeración, adquirían la prestancia de arcaicas ciudades destruidas. Conforme disminuía la distancia que nos separaba del camposanto se incrementaba el intenso golpear de los canteros contra la piedra. (Con parsimonia daban forma geométrica a un pedrusco de granito con la luctuosa idea de que en su día sirviese para poner frontera entre un muerto y los que detrás le supervivían. Pensé que son muchos los vivos que viven a costa de los muertos; que sobre sus desechos carnales hay muchas industrias establecidas, aupadas por la fatalidad del desenlace). Al descender una suave ondulación del terreno, que imperceptiblemente habíamos ascendido, me di cuenta de que la ciudad desaparecía de nuestra vista. Diríase que los vivos nada querían saber de los muertos, ni los muertos de los vivos; deseaban ignorarse mutuamente, habitar cada cual su zona de aislamiento. Aprecié en la actitud de los vivos un punto de feroz egoísmo, un comportamiento desaprensivo y suicida. Convenía, a mi entender, a los vivos tener siempre presentes a los muertos para asimilar y aprovecharse de la experiencia acumulada en sus cuerpos en descomposición. Los muertos siempre sabrían algo más por el simple hecho de haber vivido ya. Sus lecciones podrían tener un contenido de escarmiento para los que quedasen detrás. Vi a lo lejos una arboleda surgiendo junto a una tapia, la cual daba acceso a su interior por una alta verja de hierro. Era el cementerio. Contra mi rostro chocó una vaharada de indecible paz; la paz augusta, ininterrumpida, de los muertos. Imaginé la algarabía que existiría detrás de aquel paredón, de ser vivos en vez de muertos los que allí se albergaban. Ya más próximos leí arriba de la verja la inscripción «Cementerio Católico». 

Había ya debajo de la arboleda de la entrada un penetrante olor a pino a pesar de no ser pinos los árboles de la arboleda. Me pasó por la imaginación la idea de que los cuerpos en corrupción podrían exhalar este olor y sentí náuseas. Luego, dentro ya del cementerio, observé que los pinos estaban allí en fraternal camaradería con los cipreses, cobijando bajo sus sombras las losas grises de las tumbas. Era la primera vez que entraba yo en un camposanto y la simétrica manera de esparcirse las moradas de los muertos me llamó poderosamente la atención. No era que yo hubiese supuesto otra cosa, sino que me impresionó que se observase para con los cadáveres una disciplina tan austera, tan rígida, como si el lugar de su descanso fuese un campamento militar. Sobre mis espaldas empezaba a pesarme el calor de la tarde. El camino había sido largo y la temperatura primaveral se hacía excesiva después del ejercicio. Avanzábamos por el paseo principal y a izquierda y derecha se alineaban los panteones y las tumbas. Gravitaba sobre mi ánimo en aquellos minutos una impresión definida que tan pronto me parecía de una paz con ausencia de todo, como de agobio y fatiga espiritual. Algunas tumbas estaban circundadas por combadas cadenas sujetas a unos prismas de granito en las esquinas. No sé qué me daba pensar que allí debajo, entre los primeros estratos de tierra, existiría un osario impresionante de despojos humanos: fémures, tibias, cráneos pelados, cuerpos en semiputrefacción… Y todos aquellos huesos habían un día formado parte de un cuerpo armonioso, pleno de vigor y movimiento. Y seguramente habrían penetrado también alguna vez en el refugio de los muertos anteriores a ellos impregnados del mismo sentimiento, mezcla de repugnancia y respeto, que ahora me invadía a mí. 
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Miguel Delibes. La sombra del ciprés es alargada