Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de junio de 2011

ANNEMARIE SCHWARZENBACH. TODOS LOS CAMINOS ESTÁN ABIERTOS

Hola, buenos días. Aquí estamos, una semana más, en Todos los libros un libro, la sección de recomendaciones literarias de Radio Universidad y Onda Cero Salamanca en la que, cada miércoles, os invitamos a adentraros en un libro interesante y de calidad. Hoy despedimos la temporada regular del programa hasta el curso próximo, aunque en los próximos meses iré dejando en nuestro blog algunas reseñas adicionales. Y como ya estamos en verano y como la estación estival es propicia para los viajes, he escogido como cierre de las emisiones del curso un libro de temática viajera. Quiero hablaros, pues, hoy, de un pequeño librito, publicado por la estupenda editorial Minúscula, tan pródiga en ofrecernos joyas literarias casi olvidadas, presentadas siempre en ediciones muy cuidadas, con un formato precioso que hace que el solo hecho físico, material, de manejar el libro, ya sea una delicia. Y si además del continente, el contenido es tan sugestivo como el de este Todos los caminos están abiertos, que voy a recomendaros a continuación, entonces el acto de leer se convierte en un placer difícilmente igualable. Todos los caminos están abiertos, ya veis que el sugerente título ya induce al viaje, es obra de la suiza Annemarie Schwarzenbach, y se publicó en 2008, en el seno de la citada editorial Minúscula, con la traducción de María Esperanza Romero. El texto cuenta con un posfacio de Roger Perret, también muy interesante y esclarecedor, sobre las singulares vida y obra de la autora.

Annemarie Schwarzenbach nació en 1908 en Zúrich y murió, muy joven, a los treinta y cuatro años, en un accidente de bicicleta, tras una vida intensa y apasionante, llena de logros y también de excesos. Doctora en historia, periodista, arqueóloga, dedicó gran parte de su existencia (de una agitada existencia marcada por su adicción a las drogas, sus reiteradas curas de desintoxicación y sus intentos de suicidio) a los viajes. Mujer inquieta, viajó por Europa, por África, por Estados Unidos, por Asia, casi siempre en coche, casi siempre acompañada por amigas, casi siempre con un inequívoco propósito documental, periodístico o incluso etnológico, provista de material cinematográfico, filmadoras, máquinas de escribir, cámaras de fotos y todos los aditamentos necesarios para dar cuenta al mundo de sus peripecias, de sus hallazgos, de los exóticos territorios que visitaba.

En Todos los caminos están abiertos se recogen las crónicas, una por capítulo, que la autora envía a diferentes periódicos europeos, en las que relata su viaje de varios meses, en coche, un magnífico Ford Roaster de lujo de dieciocho caballos, preparado para la ocasión, entre Ginebra, de donde parte el 6 de junio de 1939 y la India, pasando por los Balcanes, Turquía, Persia y Afganistán. La vuelta a casa, en barco desde Bombay, en las primeras semanas de 1940, atravesando el Canal de Suez, es narrada también en los dos últimos capítulos. Annemarie viaja con su amiga, la escritora suiza Ella Maillart, con la que acabará teniendo profundas desavenencias al término de la aventura, debidas, en parte, a los desequilibrios psíquicos de la primera.

Porque de aventura se trata, sin ninguna duda. Imaginad a dos mujeres solas, en 1939, con los ecos de la guerra mundial resonando por doquier, con los territorios asiáticos por los que atraviesan convertidos en lugares estratégicos de la contienda (si bien no de una importancia capital, no en el frente de guerra principal), en un pequeño coche (pese a sus lujos, un automóvil de los años treinta del pasado siglo) que debe superar desfiladeros y carreteras infames, pistas intransitables y lodazales, desiertos desolados y trochas de cabras, sin conocer los idiomas locales, aunque, eso sí, provistas de una innegable simpatía y una misteriosa capacidad para congeniar con los aborígenes con los que van topándose, dos mujeres de mundo, cosmopolitas y decididas, curiosas y valientes, intrépidas e independientes, sensibles y poseídas de un envidiable anhelo de libertad y, como os digo, de un ansia insaciable de aventura. Ellas, sin embargo, declararían después del viaje que su propósito no era estar buscando aventuras, sino única y exclusivamente un respiro en países donde aún no regían las leyes de nuestra civilización y donde esperábamos vivir la singular experiencia de que tales leyes no eran trágicas, ineluctables, irrevocables, imprescindibles. La amenaza y la huída del infierno nazi que dejaban tras sus pasos, pueden explicar estas palabras.

El libro interesa, en primer lugar, por su mera condición testimonial, por su retrato fidedigno de los lugares visitados. Poder conocer, como hacemos al enfrascarnos en una lectura arrebatadora, los países, las costumbres, las gentes, las comidas, los paisajes, el panorama cultural y humano y físico de ese mundo exótico de hace setenta años, constituye un placer intelectual de primer orden. Pero además hay sustanciosas reflexiones sobre el viaje, sobre la búsqueda del sentido de la vida, sobre la aspiración de la felicidad, sobre el papel de las mujeres, en general y en las sociedades tan cerradas que visitan, sobre el mundo convulso que dejan atrás, con la barbarie nazi amenazando la civilización conocida; unas pensamientos, unas opiniones, siempre interesantes y que suponen otro de los atractivos del libro.

Pero, a mi juicio, Todos los caminos están abiertos destaca, de una manera primordial, por la extraordinaria capacidad de observación de su autora, por su penetrante mirada sobre el mundo que visita, por el minucioso detalle y la riqueza de las descripciones que nos ofrece: el polvo del desierto, lo agreste de las rutas, lo impenetrable de los caminos, la soledad abrumadora de las estepas asiáticas, el colorido y el abigarramiento de los mercados, con los sacos de arroz y la pimienta, los cigarrillos rusos y los terrones de azúcar, los olores embriagadores, las pilas de tortas de pan y los modestos puestos de los sastres y zapateros, de los cardadores de lana y los vendedores de melones, los camellos apiñados entre gritos de arrieros, frescas risas de niños, rotundas voces de hombres que regatean bajo un sol inclemente, o la exhaustiva y poética descripción del lujo sencillo de las comidas, de los alimentos: podemos ver y deseamos comer estas uvas de color violeta, verde turquí, gris aterciopelado o azules como el lapislázuli, transparentes como el cristal, lechosas y dulces como el pecado original… ya veis… una auténtica delicia.

No deberíais perderos esta maravilla de Annemarie Schwarzenbach, Todos los caminos están abiertos, publicado por la Editorial Minúscula. Sin duda vais a disfrutar de él. Despertará además en vosotros, por si no está suficientemente arraigada en vuestras almas, el ansia del viaje, de conocer otros países, otras gentes, incluso conocer otras caras de uno mismo como inevitablemente ocurre en todo viaje que merezca ese nombre.

Os dejo con un muy evocador pasaje del libro que seguro os va a encantar. Tras él una canción de la inmensa Natalie Merchant, San Andreas fault, que habla también de un viaje, un viaje fallido en busca de los propios sueños. Con ella despedimos nuestra sección por hoy y hasta el curso próximo. Pasad un buen verano. Adiós.

En uno de los hermosos y vastos jardines de la ciudad persa de Ispahán, al final de un estanque alargado que atraviesa como una corriente de agua los arriates de rosales, se halla un pequeño palacio que llaman Cihil Sutun. El nombre significa ‘cuarenta columnas’. Y, en efecto, el elegante edificio encaramado en el aire está formado únicamente por un bosque de esbeltas columnas de madera que, sosteniendo un tejado plano e ingrávido, en vano se elevan, cual tallos tiernos, como si quisieran alcanzar el cielo, mientras que la pared del fondo, admirablemente adornada con delicados arabescos, ornamentos florales y estrellas de colores, apenas sí se distingue tras la suave serenidad de la galería de columnas. Pero si uno se detiene a contarlas, constata que solo hay veinte, y si le extraña el nombre de Cihil Sutun, no tiene más que seguir al jardinero hasta la otra orilla de la corriente de agua para divisar desde la lejanía las veinte columnas y su claro y perfecto reflejo.

Pero el número cuarenta tiene otra explicación. Cuando aún no sabía nada al respecto y solo conocía Afganistán de nombre, un amigo afgano me contó que en su país había cuarenta variedades de uva.
-¿Por qué precisamente cuarenta? –le pregunté.
-Cuarenta –respondió- significa un sinnúmero, una cantidad infinita de algo, significa dulzura, infinito derroche.


miércoles, 22 de junio de 2011

JEAN GIONO. EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy quiero recomendaros un librito, muy breve -tanto que su texto íntegro puede encontrarse en infinidad de espacios comunes, no especializados, en Internet-, pero que está publicado en una edición preciosa muy bellamente ilustrada, por lo que os aconsejo su consulta o su compra, os sugiero que más allá de su lectura que, claro, es lo esencial, sin embargo tengáis en vuestras manos el primoroso ejemplar del que hoy os voy a dar cuenta. Se trata de El hombre que plantaba árboles, un cuento, una especie de parábola, muy breve como os digo, escrito por el autor francés Jean Giono y editado por José J. de Olañeta en Palma de Mallorca en el año 2006. El libro está traducido por Borja Folch, cuenta también con un interesante epílogo de Norma L. Goodrich y con magníficas ilustraciones de Michael McCurdy, unos grabados muy delicados que acompañan la lectura y la recrean y la enriquecen.

El hombre que plantaba árboles cuenta una historia muy simple, muy elemental incluso. Estamos en 1913. El narrador, en una caminata por los montes en la Provenza francesa, llega a un paraje desolado, un erial, una tierra yerma y descolorida, un lugar inhóspito, deshabitado. Allí encuentra a Elzéard Bouffier, un pastor de unos cincuenta años entregado a una tarea aparentemente absurda e imposible. Cada día, durante años, sin otra razón, sin otro impulso que su propia ilusión desinteresada, su convicción solitaria, su anónima y poderosa fe, su deseo, modesto pero irrefrenable, de llevar a cabo con dignidad su humilde tarea, Elzéard planta cien semillas de diversas variedades de árboles, robles, hayas, abedules, en aquel desierto despoblado. Treinta años después, de vuelta por aquellos parajes, el narrador encuentra un vergel, bosques tupidos, flores, agua que corre; encuentra un mundo fecundo y vivo, una comunidad rica y feliz donde antes sólo había desolación y muerte: la admirable tarea, silenciosa y paciente, constante y concienzuda de Elzéard ha dado sus frutos.

Llama la atención la variedad de lecturas que se han hecho de este sencillo relato. Rebuscando en internet para localizar documentación y completar la información necesaria para haceros esta reseña, he encontrado transcripciones literales del cuento en las páginas más diversas y variopintas: asociaciones ecologistas y servicios de jardinería, que privilegian del libro su sensibilidad con la naturaleza, con la conservación del paisaje, con la defensa del medio ambiente; bitácoras de profesores que destacan el valor formativo del cuento, su alabanza de las pequeñas virtudes, de los grandes valores: el trabajo bien hecho, la dignidad de la persona, la austeridad, la compasión, la humildad, la disciplina, la generosidad; espacios más o menos religiosos, católicos, budistas, revistas de yoga, de familias cristianas, grupos esotéricos, asociaciones new age, que hacen de la historia una lectura espiritual, casi mística; páginas de autoayuda, que celebran en el libro el esfuerzo desinteresado, la capacidad de luchar por los propios proyectos, la búsqueda de la felicidad en las pequeñas cosas, en los afanes modestos, en las tareas sencillas del día a día; incluso interpretaciones vinculadas al mundo de la empresa, a la gestión de recursos humanos en las organizaciones, para las cuales el comportamiento de Elzéard es el deseable para un directivo, para un alto ejecutivo, para un líder que dirige personas y proyectos empresariales; incluso, claro está, páginas literarias, que revelan los valores del libro desde el punto de vista estricto de la literatura.

A mí me interesa el libro, al margen de sus muchas enseñanzas personales y de la belleza de la historia, también en mi condición de educador. De hecho, uso el libro en mis clases de secundaria como un poderosísimo argumento para la motivación de mis alumnos. En unos tiempos como los nuestros en los que en tantos campos, con los medios de comunicación como exponente principal y destacado, se prima por encima de todo el éxito fácil, la gratificación inmediata, la fama repentina y siempre efímera, en una época en la que tanta gente busca el reconocimiento externo, el oropel, la vanidad inane de la rutilante y vacua celebridad, en un mundo superficial que exige resultados ahora mismo, sin demora, que busca la satisfacción momentánea, el presente confortable, que no tolera demorar y menos diferir el placer en aras de la obtención de ulteriores fines más altos, en una sociedad que parece denostar el esfuerzo, el sacrificio, los afanes nobles y a largo plazo, la figura del bueno de Elzéard, el pastor ejemplar que sin esperar recompensa alguna, desentendido del aplauso ajeno, se entrega a una tarea cuyos logros finales el no verá y que con desusada modestia se ocupa, sencillamente y sin pretensiones, en hacer ‘lo que hay que hacer’, en un proyecto que lo trasciende y que le sobrevivirá, es un ejemplo excepcional que si logra calar en los corazones jóvenes, puede llegar incluso -disculpadme mi optimismo- a cambiar vidas.

En definitiva, pues, son muchas las posibles lecturas del libro, por lo que sean cuáles sean vuestros intereses, las razones por las cuales os acercáis a los libros, creo que en El hombre que plantaba árboles vais a encontrar motivos para la reflexión, el disfrute y la satisfacción. Comprado, leedlo y gozadlo, estoy seguro que no os va a decepcionar. Tomando como referencia la idea de motivación, cerramos el espacio con Fix you, una optimista canción de Coldplay. Hasta la semana próxima.

Allí donde en 1913 no vi más que ruinas, ahora se levantan granjas bien cuidadas, pulcramente enlucidas, testimonio de una vida cómoda y placentera. Los antiguos arroyos, alimentados por la lluvia y la nieve que acumula el bosque, fluyen de nuevo. Sus aguas se han canalizado. En todas las granjas, en bosquecillos de arces, las albercas rebosan agua clara sobre tapices de hierbabuena. Los pueblos se han ido reconstruyendo poco a poco. Las gentes de las llanuras, donde la tierra es costosa, se han establecido aquí, trayendo consigo juventud, acción y espíritu aventurero. Junto a los caminos encuentras hombres y mujeres campechanos y cordiales, muchachos y jovencitas que saben reír y han recuperado la afición por las meriendas campestres. Contando a los antiguos pobladores, irreconocibles ahora que viven con holgura, más de diez mil personas deben su felicidad a Elzéard Bouffier.

Cuando pienso que un solo hombre, armado únicamente de sus recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir de un yermo esta tierra prometida, me convenzo de que, a pesar de todo, el género humano es admirable. Pero cuando hago el cómputo de la constante grandeza de espíritu y de la tenaz benevolencia que sin duda ha requerido alcanzar este resultado, me embarga un inmenso respeto por este viejo campesino iletrado que ha sabido completar una obra digna de Dios.

miércoles, 15 de junio de 2011

JOHN STEINBECK. LAS UVAS DE LA IRA

Hola buenos días. Hoy en Todos los libros un libro quiero proponeros una recomendación plural, múltiple y -con ese término tan de moda, que tanto se utiliza en distintos ámbitos- transversal. Aunque mi sugerencia de esta tarde gira sobre un único tema principal, por otro lado de mucha actualidad tras las recientes movilizaciones sociales en contra de los excesos del capitalismo y reivindicando una sociedad más justa, quiero hablaros de él, de ese tema, desde hasta cinco perspectivas diversas, complementarias y, en cualquier caso, muy interesantes. Hoy nuestra sección se centra en Las uvas de la ira, aunque, como os digo, los enfoques que de esta obra quiero mostraros van a ser variados, aunque no exhaustivos porque como toda gran clásico el número de aproximaciones que admite y que ha experimentado es incontable.

En la década de los treinta del siglo pasado, la acción combinada del crack de la bolsa en 1929, de la posterior Gran Depresión de la economía norteamericana y de la desoladora sequía que afectó a gran parte de los estados del Medio Oeste de los Estados Unidos (la seca Dust Bowl, la así llamada ‘Taza de polvo’, Oklahoma, Nebraska, Kansas, Texas) provocó que, como consecuencia de todo ello decenas de miles de granjeros, de campesinos, de pequeños agricultores, se vieran obligados a abandonar sus tierras, partiendo con sus familias y sus humildes pertenencias hacia la tierra prometida de California en busca de un trabajo, de un jornal, de sus muy pobres posibilidades de supervivencia; en busca, también y en definitiva, de su propia dignidad como seres humanos.

En 1939, John Steinbeck, que años después llegaría a ser Premio Nobel de Literatura, relató en una novela, Las uvas de la ira, esa experiencia multitudinaria y dolorosa, ese trágico y masivo éxodo, sorprendente en una sociedad ya entonces tan desarrollada, tomando como protagonista a los Joad, una familia de ficción, pero fiel trasunto de cualquiera de las que en la realidad tuvieron que llevar a cabo tan infausta aventura, tan dramático viaje. El personaje principal, Tom, la madre MaJoad, el padre, PaJoad, sus hermanos Ruthie, Winfield y Rosa Sharon, el marido de ésta, Coney, los ancianos abuelos, el predicador Casey, Noah, el tío John… son expulsados de sus tierras por las compañías especuladoras, y abandonan, a la fuerza, su hogar para, en una camioneta renqueante, iniciar su aventura de emigrantes en busca de un futuro mejor. Steinbeck nos muestra la digna peripecia de este puñado de nobles seres humanos poniéndose en todo momento del lado de los débiles, de los desfavorecidos, de los desamparados, de los abandonados de la fortuna, de los que sufren los abusos del poder, de los desvalidos, en una novela intensa y emotiva, profunda y repleta de humanidad que constituye una obra maestra de la literatura de todos los tiempos. Podéis encontrar una edición excelente de ella, con un prólogo esclarecedor del profesor Juan José Coy y traducción de María Coy, publicada en 2001 por la Editorial Cátedra. Asimismo, hay una versión más reciente, en Tusquets, con una nueva traducción, totalmente distinta, radical en su interpretación del lenguaje del libro, de Pilar Vázquez.

Pero Las uvas de la ira es, además, una película, una magnífica película, una obra maestra también de la historia del cine. La dirigió, en 1940 y con ese mismo título, el genial John Ford, con Henry Fonda en el papel de Tom Joad. La película logró ese año dos Oscars de Hollywood, el de mejor director y el de mejor actriz secundaria a la magistral Jane Darwell en el papel de MaJoad. Hoy por lo tanto no sólo os recomiendo que leáis la novela sino, no lo dudéis, no os arrepentiréis, que veáis esta maravilla cinematográfica a vuestro alcance en DVD.

Pero hay más, porque Las uvas de la ira es también, en cierto modo, un disco, un conmovedor, triste y emotivo disco. Bruce Springsteen tituló en 1995 The Ghost of Tom Joad, el fantasma o el espíritu de Tom Joad, un disco que recrea, sesenta años después, pero con personajes de nuestros días, con los marginados, con los excluidos, con los parias de nuestras opulentas sociedades como protagonistas, el mundo de Las uvas de la ira. Rompemos pues la pauta habitual de Todos los libros un libro, para recomendaros también la escucha de las bellísimas canciones de este magnífico CD de Bruce Springsteen que os transportará, con su atmósfera densa y opresiva, pero con una música sencilla y muy hermosa, al mundo de perdedores humildes y fracasados sin suerte, al mundo de rebeldes con causa y de anónimas víctimas de las injusticias que deambulan también por la novela de Steinbeck. Ni que decir tiene que la pieza musical con la que cerraré por hoy la sección es una canción de este disco, la que le da título, The Ghost of Tom Joad, el personaje principal del libro. Os ofrezco además, ahora, su intensa y conmovedora letra.

Hombres caminando a lo largo de las vías del tren
en ruta hacia algún sitio. No hay vuelta atrás.
Helicópteros de tráfico ascendiendo sobre la ladera.
Sopa caliente en una hoguera bajo el puente.
La cola del refugio alargándose hasta doblar la esquina.
Bienvenidos al nuevo orden mundial.
Familias que duermen en sus coches en el sudoeste,
sin hogar, sin trabajo, sin paz, sin descanso.

La carretera está viva esta noche,
pero nadie engaña a nadie sobre su destino.
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata,
buscando al espíritu de Tom Joad.

Saca un libro de oraciones de su saco de dormir.
El predicador enciende una colilla y le pega una calada esperando el
momento en que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.
En una caja de cartón bajo el paso subterráneo
tiene un billete de ida a la tierra prometida.
Tú tienes un agujero en el estómago y una pistola en la mano.
Durmiendo sobre una almohada de roca sólida,
bañándote en el acueducto de la ciudad.

La carretera está viva esta noche.
Su destino lo conoce todo el mundo.
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata,
esperando al espíritu de Tom Joad.

Pues Tom dijo:
Mamá, dondequiera que haya un poli atizando a un tío,
dondequiera que un recién nacido hambriento llore,
donde haya una pelea contra la sangre y el odio en el ambiente,
búscame, mamá, allí estaré.
Dondequiera que haya alguien luchando por un sitio donde estar,
o un trabajo decente o una mano amiga.
Dondequiera que alguien esté luchando por ser libre,
mírales a los ojos, mamá, y me verás.

Bueno, la carretera está viva esta noche.
pero nadie engaña a nadie sobre su destino.
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata,
con el espíritu del viejo Tom Joad
.

Hay, todavía una cuarta manera de aproximarse a nuestra propuesta de hoy, la más reciente. Hace un par de años, la editorial Libros del Asteroide publicó Los vagabundos de la cosecha, una serie de reportajes, escritos por el propio John Steinbeck y aparecidos en el diario San Francisco News en 1936, que se centra, esta vez sin la distancia de la ficción, con la cercanía y la verdad documental del periodismo, en la situación de esos ciento cincuenta mil emigrantes forzosos, esas almas en pena que surcaron, en los años treinta, las carreteras norteamericanas. Estos reportajes constituyeron el entramado base a partir del cual, algunos años después, Steinbeck escribiría su novela. La edición de Libros del Asteroide nos los presenta ilustrados con espléndidas fotografías de Dorothea Lange, en una serie de estampas ya clásicas de la historia de la fotografía.

Y ése es, precisamente y para terminar, el quinto ángulo desde el que quiero mostraros Las uvas de la ira. Walker Evans y Dorothea Lange son dos grandes fotógrafos, cuya obra podéis consultar, casi completa, -en cualquier caso, la más representativa-, en internet. Ambos realizaron reportajes en aquellos años treinta sobre las condiciones de vida y trabajo de esas familias obligadas al vagabundeo en procura de mejores condiciones de vida. No tengo tiempo para comentaros su obra, que, por otro lado, se explica por sí misma. Acercaos a ella a través de internet y quedaréis, sin duda, deslumbrados y conmovidos.

Os dejo, como es habitual, con un texto del libro que recoge de manera muy nítida lo esencial de su espíritu. Un título éste, Las uvas de la ira que se corresponde, en efecto, al menos, con una novela de John Steinbeck, pero también con una película de John Ford, con un disco de Bruce Springsteen, con unos reportajes periodísticos del propio John Steinbeck, y con unas fotografías de Walker Evans y Dorothy Lange. Espero que cualquiera de estas referencias, mejor aún, todas ellas, puedan interesaros.

Un hombre, una familia, obligados a abandonar su tierra; este coche oxidado que cruje por la carretera hacia el oeste. Perdí mis tierras, me las quitó un solo tractor. Estoy solo y perplejo. Y por la noche una familia acampa en una vaguada y otra familia se acerca y aparecen las tiendas. Los dos hombres conferencian en cuclillas y las mujeres y los niños escuchan. Éste es el núcleo, tú que odias el cambio y temes la revolución. Mantén separados a estos dos hombres acuclillados; haz que se odien, se teman, recelen uno del otro. Aquí está el principio vital de lo que más temes. Éste es el cigoto. Porque aquí “he perdido mi tierra” empieza a cambiar; una célula se divide y de esa división crece el objeto de tu odio: “Nosotros hemos perdido nuestra tierra”. El peligro está aquí, porque dos hombres no están tan solos ni tan perplejos como pueda estarlo uno. Y de este primer “nosotros”, surge algo aún más peligroso: “Tengo un poco de comida” más “yo no tengo ninguna”. Si de este problema el resultado es “nosotros tenemos algo de comida”, entonces el proceso está en marcha, el movimiento sigue una dirección. Ahora basta con una pequeña multiplicación para que esta tierra, este tractor, sean nuestros. Los dos hombres acuclillados en la vaguada, la pequeña fogata, la carne de cerdo hirviendo en una sola olla, las mujeres silenciosas, de ojos pétreos, detrás, los niños escuchando con el alma las palabras que sus mentes no entienden. La noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era la manta de mi madre, cógela para el bebé. Esto es lo que hay que bombardear. Este es el principio: del “yo” al “nosotros”.



miércoles, 8 de junio de 2011


UMBERTO ECO. EL CEMENTERIO DE PRAGA

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como cada miércoles sale a vuestro encuentro con la intención de ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda resultaros de vuestro agrado. Nuestro consejo de hoy, como el de hace un par de semanas cuando me referí a la última obra de Mario Vargas Llosa, resulta bastante elemental, obvio y, en cierto sentido, redundante, porque hoy también quiero hablaros de una novela de un autor consagrado, uno de esos no muy numerosos autores que ha superado fronteras y países, límites geográficos e incluso literarios y cuyo nombre, pronunciado en sea cual sea el contexto, resulta automáticamente reconocido y pertenece, como diría un crítico pedante, al mainstream, a ese núcleo central de la cultura globalizada, de modo que traerlo ahora aquí, cuando ya ha protagonizado las páginas de revistas y periódicos, las portadas de noticiarios y suplementos culturales, cuando ha desfilado sin cesar por todas las televisiones, puede resultar superfluo e innecesario. Se trata, quizá ya lo habéis adivinado, de Umberto Eco y su más reciente novela El cementerio de Praga que hace unos meses presentó la editorial Lumen en una unánimemente reconocida como espléndida traducción de Helena Lozano Miralles; una traducción por lo demás compleja, dada la riqueza del léxico que se emplea en el libro, dada la erudición del autor, y dada, sobre todo, la excepcional recreación que en la novela se hace de un universo, el de todo el siglo XIX, y dentro de él, de un mundo, el del ambiente libresco, las conspiraciones políticas y religiosas, el de las sectas masónicas y los movimientos carbonarios, el de las intrigas oficiales en el seno de los poderes, el de las falsificaciones y las imposturas en documentos y personas, el del espionaje y los oscuros complots perpetrados por agentes dobles y hasta triples, un territorio literario, en fin, que requiere y que aun exige un lenguaje muy preciso y ajustado para resultar fidedigno y que la traducción de Helena Lozano logra con creces. Os daré un indicio más, aunque pueda resultaros demasiado personal y a la postre disuasorio: yo he tenido que consultar el diccionario en más de una ocasión para aclarar dudas acerca de términos para mí desconocidos, lo que es prueba -doble prueba- de mi ignorancia, claro, pero además de la amplitud, la profundidad y la excelencia del idioma usado por Eco y por su eficiente traductora.

Pero vayamos con el libro, que con tan extensos prolegómenos no dispongo ya de tiempo para analizarlo más que someramente. El cementerio de Praga va a ser, sin duda, lo es ya, como lo fue hace ahora treinta años la gran obra de Eco, El nombre de la rosa, un best-seller, un éxito de ventas. Pero a mi juicio, creo que la última novela del italiano va a ser sólo eso y no tendrá -quizá me equivoque- la repercusión que sí tuvieron las peripecias y aventuras de Guillermo de Baskerville y de su joven ayudante. Quiero decir con ello que El cementerio de Praga va a ser, resulta indudable, muy vendido, pero creo, permitidme un pronóstico aventurado, que será muy poco leído.

Y no es la falta de interés del argumento, que os resumiré en un instante, lo que suscita mi arriesgada opinión, sino el propio desarrollo de la novela, abigarrado, confuso en ocasiones, también su estructura, compleja, difícil de seguir a veces, con dobles planos, vueltas adelante y atrás en el tiempo no siempre muy nítidas -hasta el punto de que el autor se ve obligado a incluir al final del libro una tabla de correspondencias entre los tiempos de la trama y los de la realidad histórica-, la profusión de datos, de acontecimientos y de personajes históricos, con los que quizá se encuentre familiarizado un ciudadano italiano o hasta un francés razonablemente culto, pero ajenos y, en su abundancia, disuasorios incluso para un lector medio español. Los medios de comunicación se han centrado en los aspectos supuestamente provocadores del libro, el manifiesto y agresivo antisemitismo de su personaje principal sobre todo, pero ello, como reconoce el propio Eco, no tendrá otra incidencia que la mayor difusión del libro, no resulta un obstáculo infranqueable para un lector formado que sabe distinguir con nitidez la ficción y la realidad. Son otros, en cambio, los motivos del rechazo que puede encontrar la novela, los que al menos ha encontrado en mí: el aluvión de informaciones que inunda el libro pero que no llega a penetrar nunca en el alma de lector; el personaje central, que más que antipático, que lo es, nos resulta ajeno y, lo que es peor, casi siempre indiferente, a años luz de nuestras vidas en sus preocupaciones, en sus intereses; una indiferencia que, en suma, se hace extensiva a la historia entera, que transcurre siempre a mucha altura por encima del anonadado lector, una novela demasiado ‘intelectual’, demasiado artificial, demasiado construida, demasiado fría. Y uno reconoce en ella los motivos de interés, la excelencia literaria de su autor: la magnífica recreación de una época, que revela el dominio y la maestría de Umberto Eco en el manejo de lo que podemos suponer una inmensa bibliografía y una cantidad desmesurada de fuentes históricas; el profundo conocimiento de la literatura folletinesca del XIX, Dumas y Sue sobre todo muy presentes en el texto; la parodia implícita de los libros de conspiraciones vaticanas -ese subgénero tan en boga, con El Código da Vinci como exponente principal; el mordaz sentido del humor; incluso la actualidad de su propuesta, con los polémicos papeles de Wikileaks como el referente en nuestros días del flujo de informaciones -fraudulentas o no- que corren por el libro. Pero las peripecias del capitán Simonini, el falsificador que protagoniza la novela, y las vicisitudes de lo que acabarán siendo los espurios protocolos de Sión que el piamontés fabrica y difunde, nunca llegan a ’tocarnos’; yo he acabado la novela -con dificultades, todo he de decirlo- y a su término me he dicho: 'sí, muy bien, muy bonito, muy inteligente, pero ¿qué me importa a mí todo esto?', antes de que el libro vaya difuminándose en mi memoria hasta desaparecer para siempre, sin dejar rastro apreciable en mí.

Y ello, insisto, pese a que su trama, en su mera descripción abreviada, puede resultar atractiva. Nuestro capitán Simonini es, en efecto, un falsificador, nacido en Italia en 1832, y que con el siglo XX casi alboreando cuenta retrospectivamente la historia de su vida, una vida de intrigas e imposturas, de fraudes e insidias, de conspiraciones y mentiras, de dobleces y engaños. Profundamente misógino, aborrece a las mujeres, y por supuesto a todas las razas ‘inferiores’, pero también a los judíos, a los masones, a los jesuitas, a los republicanos. De su radical soledad, de su huraño aislamiento del mundo, sólo lo salva su gula, su desorbitada pasión por la comida, lo que por otro lado permite a Umberto Eco dar nueva prueba de su erudición en decenas de recetas de platos servidos en restaurantes y figones, en tascas y comedores de la época. Simonini se vende al mejor postor, pergeñando documentos falsos y comprometedores para unos y otros, con una absoluta amoralidad y sin escrúpulos de conciencia. Reparad en este fragmento del libro, muy ilustrativo sobre la personalidad del individuo: Quede claro, querido Simone, que yo no fabrico falsificaciones, sino nuevas copias de un documento auténtico que se ha perdido o que, por un trivial accidente, nunca ha llegado a ser producido pero que habría podido o debido serlo. Sería una falsificación si yo redactara un certificado de bautismo en el que resultara, perdóname el ejemplo, que has nacido de una prostituta de esas de Odalengo Piccolo -y se reía por lo bajo, feliz con esa deshonrosa hipótesis-. Jamás osaría cometer un crimen de ese tipo porque soy un hombre de honor. Claro que, si un enemigo tuyo aspirara a tu herencia y tú supieras sin lugar a dudas que el fulano no nació ni de tu padre ni de tu madre sino de una buscona de Odalengo Piccolo y que ha hecho desaparecer su certificado de bautismo para aspirar a tu riqueza; pues bien, si tú me pidieras que fabricara ese certificado desaparecido para confundir a ese malhechor, yo ayudaría, permítaseme la expresión, a la verdad, probaría lo que sabemos que es verdadero, y no tendría remordimientos. Es en verdad, este Simonini, un cínico profundamente desagradable, capaz de urdir, a partir de un recuerdo familiar, una descabellada historia -pero creíble a la vez- de una falaz conspiración judía para adueñarse del mundo, una conspiración que partiendo de una tenebrosa reunión en el cementerio de Praga habría atravesado los siglos influyendo y condicionando la política y la historia, alterando negocios, generando odios, provocando guerras.

Es, pese a todo, este nuevo libro de Umberto Eco, una novela más que estimable, no podía ser de otra manera, dada la inmensa sabiduría y la incuestionable inteligencia del autor, aunque, por una vez, inteligencia y sabiduría suenen en mis labios con un tono algo peyorativo, que pretende daros cuenta de la fría precisión, la gélida construcción, la algo artificiosa perfección de la novela.

La nacionalidad del escritor piamontés dirige hoy mi recomendación musical. Se trata de la magnífica Certamente interpretada por el grupo italiano Madreblu. Hasta la semana que viene.


Ahí están las bromas que gasta la memoria. Quizá esté olvidando hechos de capital importancia, pero me acuerdo de la emoción que experimenté aquella noche cuando, cerca del Pont Royal, me quedé parado, herido por un repentino resplandor. Estaba ante las obras de la nueva sede del Journal Officiel de l’Empire François que por la noche, para acelerar las obras, estaba alumbrado por la corriente eléctrica. En medio de una selva de vigas y andamiajes, una fuente luminosísima concentraba sus rayos sobre un grupo de albañiles. Nada puede verter en palabras el efecto mágico de aquella claridad sideral, que resplandecía en las tinieblas que la rodeaban.

La luz eléctrica... En aquellos años, los necios se sentían encandilados por el futuro. Se había abierto un canal en Egipto que unía el Mediterráneo con el mar Rojo, por lo que ya no hacía falta dar la vuelta a África para ir a Asia (y así saldrían perjudicadas muchas honestas compañías de navegación); se había inaugurado una exposición universal en la que las arquitecturas dejaban intuir que lo hecho por Haussmann para arruinar París era sólo el principio; los americanos estaban acabando un ferrocarril que atravesaría todo su continente de oriente a occidente, y dado que acababan de darles las libertad a los esclavos negros, pues ahí tendrían a toda esa gentuza invadiendo toda la nación, convirtiéndola en una ciénaga de híbridos, peor que los judíos. En la guerra americana entre el Norte y el Sur, habían aparecidos unas naves submarinas, donde los marineros ya no morían ahogados, sino asfixiados bajo el agua; los buenos cigarros de nuestros padres iban a ser sustituidos por unos cartuchos tísicos que se quemaban en un minuto, quitándole todo gozo al fumador; nuestros soldados, desde hacía tiempo, comían carne podrida conservada en cajas de metal. En América, decían haber inventado una especie de cabina cerrada herméticamente que subía a las personas a los pisos altos de un edificio por obra de algún que otro pistón de agua. Y ya se sabía de pistones que se habían roto un sábado por la noche y de gente que quedó atrapada durante dos noches en esa caja, sin aire, por no hablar de agua y comida, de suerte que el lunes los encontraron muertos.

Todos se complacían porque la vida se estaba volviendo más fácil, se estaban estudiando máquinas para hablarse desde lejos, otras para escribir sin la pluma.

¿Seguiría habiendo algún día originales que falsificar?



miércoles, 1 de junio de 2011

FRANÇOIS RENÉ DE CHATEAUBRIAND. AMOR Y VEJEZ

Hola, buenos dias. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como todos los miércoles, os recibimos aquí, en el 89.0 de Radio universidad, para proponeros una recomendación de lectura con la que esperamos acertar, un libro que os interese y os entretenga, os apasione y os divierta. Esta mañana traigo para vosotros un librito, un muy breve texto -su cuerpo principal apenas llega a las veinte páginas-, pero de una intensidad, de una emoción, de una inteligencia, de una profundidad tales que os aseguro que, más allá de la media hora escasa que os llevará su lectura, su poso, su influjo, su penetración, su capacidad de sugerir e inducir a la reflexión, van a provocar que esté con vosotros durante mucho tiempo.

El libro del que quiero hablaros es Amor y vejez. Su autor, un clásico, François René de Chateaubriand, y la editorial que lo dio a la luz hace unos meses fue la ejemplar Acantilado, de cuya política de publicaciones, rigurosa y escogida, ya he hablado aquí en otras ocasiones. El texto, como os digo, muy breve, se presenta traducido por José Ramón Monreal y acompañado de un también breve pero esclarecedor estudio del catedrático Marc Fumaroli, reconocido experto en Chateaubriand y responsable también de la publicación en España, asimismo en Acantilado, de la monumental obra maestra del literato francés, Memorias de ultratumba.

Amor y vejez recoge unas pocas páginas que el autor, ya mayor, ya bien entrado en la sesentena, escribió a una joven para explicarle que aún deseándola con pasión, iba, sin embargo, a rechazar sus propuestas amorosas. Estas pocas hojas estaban pensadas para ser incluidas en sus memorias, las del propio Chateaubriand, pero al final, quizá viéndose demasiado expuesto en ellas, quizá avergonzado por la sinceridad, por la fragilidad que emanaban de sus propias palabras, decidió no incorporarlas. Fueron la disculpable desobediencia y el no tan justificable ánimo de lucro de su secretario, que decidió conservarlas pese a la orden expresa del escritor, que le había ordenado quemarlas, los que las han preservado y, conocidas y divulgadas por primera vez en 1922, los que nos han permitido acceder ahora a ellas, publicadas en castellano.

No voy a detenerme demasiado en el comentario de la obra, hoy prefiero que sea el propio texto, a través de dos fragmentos elegidos, muy significativos, muy evocadores, muy tristes, muy bellos, el que hable y describa el libro en mi lugar. Dejadme deciros, tan sólo, que Amor y vejez es una obra maestra sobre el amor, el erotismo y la pasión, sobre la destrucción y el deterioro y la impotencia que provoca el terrible paso del tiempo, sobre el deseo y la insatisfacción, sobre el ansia de perfección, la ilusión y la aspiración de trascendencia del ser humano, sobre la nostalgia y la memoria y el recuerdo… Chateaubriand, el conquistador, el amante de mil mujeres y amado por cien mil, el seductor, el encantador, se encuentra, ya mayor, con una joven que le apasiona, que le enloquece, a la que ama… pero renuncia a ella de un modo desgarrado y tristísimo, trágico y conmovedor con razones y argumentos, con reflexiones y pálpitos, con intuiciones y lamentos de los que da cuenta en el libro. Escuchemos primero la inteligente descripción del ansia de amor, de la pasión romántica que aqueja al autor desde su juventud y que es la causa de todos sus males, sobre todo en estos sus días crepusculares:

Hay que remontarse muy atrás en el tiempo para dar con el origen de mi suplicio, hay que retornar a esa aurora de mi juventud, cuando me creé un fantasma de mujer que adorar. Me agoté con esa criatura imaginaria, luego vinieron los amores reales con los que no alcancé nunca esa felicidad imaginaria cuya idea estaba en mi alma. He sabido lo que era vivir para una sola idea y con una sola idea, encerrarme en un sentimiento, perder de vista el universo y poner la vida entera en una sonrisa, en una palabra, en una mirada. Pero incluso entonces una inquietud insoportable turbaba mis ensueños. Me decía: “¿Me amará ella mañana como hoy?” Una palabra que no era pronunciada con tanto ardor como la víspera, una mirada distraída, una sonrisa dirigida a otro que no fuera yo me hacia desesperar al instante de mi felicidad. Yo advertía su final y, dado que me acusaba a mí mismo de mi desventura, no he tenido nunca deseo de matar a mi rival o a la mujer cuyo amor veía extinguirse, sino siempre de matarme a mí mismo, y me consideraba culpable por no ser amado.

Relegado al desierto de mi vida, volvía a él con toda la poesía de mi desesperación. Trataba de descubrir por qué Dios me había traído a este mundo, y no conseguía comprenderlo. ¡Qué pequeño sitio ocupaba sobre la faz de la tierra! Aunque toda mi sangre se hubiera derramado en las soledades en las que me adentraba, ¿cuántas briznas de brezo habría manchado de rojo? Y mi alma, ¿qué era? Un dolorcillo desvanecido que se mezclaba con los vientos. ¿Y por qué todos estos mundos en torno a una criatura tan mísera, por qué ver tantas cosas?

Anduve errabundo por el globo, cambiando de lugar sin cambiar de ser, buscando siempre y sin encontrar nada. Vi pasar por delante de mí nuevas hechiceras; unas eran demasiado hermosas para mí, y no me habría atrevido a dirigirles la palabra, otras no me amaban. Y, sin embargo, mis días pasaban, y estaba espantado por su rapidez, y me decía: “¡Vamos, date prisa por ser feliz! Un día más, y ya no podrás ser amado”. El espectáculo de la felicidad de las nuevas generaciones que surgían en torno a mí me inspiraba los arrebatos de la envidia más negra; si hubiese podido aniquilarlas, lo habría hecho con el placer de la venganza y la desesperación.

¡¡Qué deslumbrante y lúcida descripción de la condición humana!! ¿O debiera decir de nuestra -de mi- torturada mente masculina? Tener la cabeza llena de sueños y no recibir una sola mirada de deseo. Esa frase, que ya no sé quién escribió, y que a mí me ha acompañado -como una especie de mantra- desde hace años, constituye una reflexión muy reveladora sobre los devastadores efectos del paso del tiempo en nuestras almas, en el amor, en nuestra pobre vida, y define, de un modo elocuente y a mi juicio bellísimo, el drama de la vejez del que da cuenta el libro de Chateaubriand. Transcurren los años, crecemos, envejecemos, nuestro cuerpo se deteriora, los hombros se arquean, flaquean nuestras piernas, la vista se apaga de modo progresivo, debemos esforzarnos para oír los sonidos que nos circundan, las palabras, las canciones. El organismo se rebela y nos deja ominosas pruebas de su decadencia. Se acercan, difusas pero firmes, las negras nubes de la muerte, la inexorable sombra de la tumba… y, pese a ello, seguimos deseando, la sonrisa de una desconocida entrevista al azar en una calle nos deslumbra, nos arrebata, nos emociona y entusiasma, pero, por desgracia, también nos trastorna y amarga, también duele, porque percibimos en ella, en su inaccesibilidad, en su ligera indiferencia, en su inocencia ajena a nuestro temblor, la derrota más acerba, el inevitable fin de nuestros días. No desearé más, pues, nos decimos, permaneceré ajeno a los encantos del mundo, a la belleza de las mujeres, cegaré mis ansias en su origen, olvidaré los sueños, me aislaré de la vida. Y no puede ser, claro, y vuelven los encantamientos estériles, vuelve el amor ya jamás correspondido, vuelven las quimeras imposibles, vuelve la irrefrenable atracción de los cuerpos hermosos, vuelve la conmoción del alma entera, vuelve la perturbadora imaginación, y, claro está, vuelve el desgarro, vuelve el sufrimiento, vuelve la frustración, vuelve la derrota, vuelve nuestro más definitivo fracaso, ahora sí irremediable.

De todo ello habla de un modo bellísimo Amor y vejez, de Chateaubriand, publicado por Acantilado, del que os dejo ya otro extenso fragmento en el que podréis encontrar la esencia del libro. Como acompañamiento musical al tema tratado, podréis escuchar, tras el texto leído, Old man, otro clásico, de Neil Young, aunque esta vez en la espléndida versión de Lizz Wright.

No, no soportaré nunca que entres en mi mísera casa. Me basta con reproducir tu imagen, como envejecer como un insensato pensando en ti. ¿Qué pasaría si te sentaras sobre la estera que me sirve de yacija, si respiraras el aire que respiro de noche, si te viera en mi hogar, compañera de mi soledad, mientras cantas con esa voz que me enloquece y me lastima?

¿Cómo creer que esta vida salvaje podría bastarte por mucho tiempo? Dos hermosos jóvenes pueden estar encantados con las atenciones que se prodigan mutuamente; pero, ¿qué harías tú con un viejo esclavo? De la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, soportar la soledad conmigo, los furores de mis previsibles celos, mis largos silencios, las melancolías inmotivadas y todos los caprichos del carácter desgraciado que se desagrada a sí mismo y cree desagradar a los demás.

¿Y soportarías los juicios y las burlas de la gente? Si fuese rico, diría que te compro y que tú te vendes, pues nadie sería capaz de aceptar que pudieras amarme. Si fuese pobre, se burlarían de tu amor, y lo convertirían en un objeto ridículo a tus propios ojos, te harían avergonzarte de tu elección. En cuanto a mí, me acusarían como de un delito de haber abusado de tu candidez, de tu juventud, de haberte aceptado o de haber abusado del estado de delirio en el que caes.

Si te abandonases a los caprichos a los que a veces cede la imaginación de una muchacha, día llegaría en que la mirada de un joven te sacaría de tu fatal error, pues los cambios y el asco llegan incluso entre los amantes de la misma edad. Entonces, ¿con qué ojos me verías cuando apareciera ante ti bajo mi verdadera forma? Irías a purificarte entre unos brazos jóvenes después de la vergüenza de haber sido estrechada por los míos, pero ¿qué sería de mí? Tú me prometerías tu veneración, tu amistad, tu respeto, y cada una de estas palabras me rompería el corazón. Condenado a disimular mi doble ridículo, a tragar las lágrimas que harían reír a quienes las vieran en mis ojos, a guardar en mi pecho mis lamentos, a morir de celos, imaginaría tus placeres. Me diría:
En este momento, mientras se muere de placer en los brazos de otro, le repite esas tiernas palabras que me ha dicho a mí, mucho más sinceramente y con ese ardor pasional que no ha podido sentir nunca conmigo. Entonces, todos los tormentos del infierno embargarían mi alma y sólo podría aplacarlos cometiendo un crimen.