Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de noviembre de 2015

 
DENIS JOHNSON. SUEÑOS DE TRENES
 
Hola, buenas tardes. Una semana más os “asalta” desde Radio Universidad de Salamanca Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias que cada miércoles os presenta una sugerencia de lectura que pretendemos siempre variada, interesante y, por encima de todo y aun siendo conscientes de lo relativo de estas calificaciones, de calidad. Con mi propuesta de esta tarde inauguramos, con la leve excusa del otoño ya avanzado, con sus días tan breves, con su vida declinante, una larga serie, que nos llevará hasta el próximo enero, de reseñas centradas en libros de extensión también reducida -sin superar, en la mayor parte de los casos, las ciento cincuenta páginas-, muy propicios pues para estas jornadas de luz languideciente. Pareciera, a propósito de este extraño -y en el fondo infundado e irracional y artificioso y un tanto absurdo- vínculo que acabo de inventarme entre el “tamaño” de una obra y la estación del año, que la primavera o el verano, con sus días interminables, invitaran a la lectura de libros voluminosos en los que se cuentan epopeyas que se extienden durante siglos, sagas que transitan entre generaciones, historias desbordantes por las que pululan centenares de personajes, complejos entramados narrativos poblados de conflictos psicológicos y repletos de amor y celos, odios y venganzas, amistad y heroísmo y secretos y misterio y aventuras y peripecias y crímenes que se desarrollan en cientos de páginas, como si la presencia del sol en el cielo durante tan largas horas nos “obligara” a “escapar” mediante la lectura del contacto con las altas -y por ello insoportables- dosis de “realidad” que acarrea el dominio absoluto y constante de su diurna e implacable claridad. El final del otoño y el inacabable invierno, mientras tanto, aconsejan el adentrarse, fugaz pero intensamente, en estas miniaturas literarias, por darles un nombre poético, en donde todo, el paso del tiempo y las vicisitudes de las existencias de los personajes pero también sus impulsos y sus reflexiones, la sensibilidad, las emociones, la inteligencia, la vida misma, se nos ofrece de un modo concentrado y pulido, ajustado y preciso, como un diamante de dureza extrema que condensa en su reducida dimensión una energía acumulada durante milenios.
 
Estas notas de brevedad y, por así decirlo, “orfebrería”, aparecen sin duda en Sueños de trenes, la novela, en realidad una nouvelle -su autor, el norteamericano Denis Johnson, hace acompañar su título de la expresión: A novella-, con la que quiero abrir esta serie de sucintas y preciosas maravillas literarias. El libro, en traducción de Javier Calvo, fue publicado en enero de este mismo año por el sello editorial Random House Mondadori.
 
Denis Johnson pasa por ser uno de los grandes escritores norteamericanos de las últimas décadas, elogiado por la crítica en cada una de sus obras, reconocido como maestro por bastantes de sus colegas, venerado como autor de culto en los círculos literarios, premiado reiteradamente con importantes galardones de su país y, en definitiva, “ubicado” por todos los “expertos” en lo más alto del escalafón del particular Olimpo de la literatura de Estados Unidos... Y, pese a todos estos antecedentes -o quizá, en parte, por ellos- confieso que siempre me he resistido a leerlo, aunque los principales de sus libros ya han sido traducidos y publicados en España, entre otros Árbol de humo, Hijo de Jesús, El nombre del mundo o Que nadie se mueva. Y no lo he hecho, no he querido leerlo -con una cierta obstinación que, por fin, ha cedido ante este interesante Sueños de trenes del que hoy, brevemente, voy a hablaros y cuyo benéfico influjo quizá pueda llevarme a adentrarme en alguno de sus otros títulos- porque el modo en que ha sido presentado -sobre todo en las reseñas de los suplementos literarios que habitualmente sigo- me muestra un personaje y una literatura que no encajan demasiado (y eso que mis “tragaderas” en este terreno son enormes, casi ilimitadas) en mis particulares, aunque -como digo- generosas preferencias lectoras. Al repasar, en la preparación de este comentario, algunas críticas publicadas años atrás en diferentes ámbitos periodísticos y culturales me he topado con determinadas “descripciones” de su obra que siendo supuestamente elogiosas operaron en su momento en mí con una potencia disuasoria casi insuperable, provocando un apriorístico y furibundo rechazo y dando razón del porqué de mis prevenciones y reticencias. Gótico californiano, distopía post-apocalíptica, farsa-noir, vodevil de espías, thriller metafísico, Vietnam alucinatorio, road-novel delictiva, yonqui-novela-en-cuentos, fantasmagoría de campus, historia serpenteante con efectos alucinógenos, nihilismo mágico, forman parte de la panoplia de comentarios que se han vertido sobre los libros de Johnson y que, al menos desde mi punto de vista, no invitan precisamente a su lectura, antes bien -y así ha sido mi caso- obligan a rehuirlos para siempre. Si además se nos habla -en una crítica a propósito de Urgencias, uno de los relatos recogidos en Hijo de Jesús, al parecer una de su obras mayores- de uno de los mejores relatos jamás escritos en la lengua inglesa, para añadirse a continuación que es una alucinada road movie que empieza con un hombre que llega a la sala de emergencias de un hospital con un cuchillo en el ojo y acaba con un autoestopista que huye del servicio militar, cerrando el círculo con una última línea demoledora. Dentro de ese círculo, una secuencia de pequeños accidentes atraviesa el universo. Y es un universo fragmentado, pero no en el sentido filosófico, sino porque sus dos protagonistas, dos sanitarios del hospital, han robado un puñado de fármacos y están drogados hasta las trancas, entonces no queda más remedio que concluir que habiendo tantas maravillas como las que permanecen sin abrir en bibliotecas y librerías (incluyendo las estanterías de mi propia casa), no resulta demasiado costoso evitar para siempre tales discutibles “joyas” johnsonianas y ocupar el tiempo en disfrutar de cualquier otra obra maestra presumiblemente menos bizarra y tarantiniana. Aunque también es cierto, dicho sea entre paréntesis, que los referentes con los que se relaciona a nuestro “visionario” autor -Cormac McCarthy, Raymond Carver, Flannery O’Connor, Nathaniel Hawthorne o Herman Melville- son casi todos estimables y muy apreciados por mí (aunque otros, como Bukowski, Richard Thompson o William Burroughs, escritores también citados al hablar de Johnson y que he leído -y mucho, en el caso del primero de ellos-, no me interesan especialmente).
 
Y sin embargo, pese a tan pocos propicios antecedentes, Sueños de trenes es una novelita (publicada inicialmente, en 2002, en las páginas de una revista, y más tarde en alguna antología, para aparecer como libro autónomo en 2011) muy interesante que, más allá de su sencilla trama, de la que ahora os hablaré, permite atisbar genuinos valores -literarios y humanos- en la sencilla historia, insisto, que nos narra. Y ello aunque en su transcurso nos encontremos con una significativa muestra de elementos más o menos “delirantes” que parecen ser marca de la casa de su autor: un jornalero chino que escapa de un apresurado e insensato intento de linchamiento -estamos en la Norteamérica de 1917- escabulléndose de quienes pretenden ultimarlo entre las vigas de un puente ferroviario en una escena -con la que cerraré esta reseña- digna del más reconocible slapstick, hombres que aúllan solitarios en los bosques, perros que disparan a sus dueños, un singular indio kootenai que acabará despedazado por un tren, difuntos que se aparecen, fantasmagóricos, a los vivos, una chica-lobo, el Hombre Más Gordo del Mundo o un joven y extraño artista rural llamado Elvis Presley, entre otros llamativos ejemplos de la singular imaginación de su autor.
 
Sueños de trenes cuenta la historia de Robert Grainier, nacido en 1886 y fallecido en 1968, cortador de árboles en los aserraderos de los bosques vírgenes del Oeste americano y esporádico trabajador en las líneas ferroviarias que abren camino al progreso -los trenes a los que se alude en el título, omnipresentes en el libro, tienen un importante valor simbólico en él, como emblemas del desarrollo y la modernización- en aquellas zonas remotas casi inexploradas y habitadas aún -estamos en los primeros años del pasado siglo- por pueblos indios inexorablemente condenados a la extinción. Un hombre común, pobre y modesto, uno de tantos pobladores de la América profunda y rural, llena de silenciosos granjeros, arriscados cazadores, recios vaqueros, valientes colonos y solitarios leñadores, que ve cómo transcurre su existencia sin que nada excepcional reluzca en su oscura y muy áspera vida. Con orígenes familiares imprecisos o más bien desconocidos, nacido quizá en Utah o tal vez en Canadá, con seis o siete años apareció en Idaho -ni que decir tiene que en un tren, uno de los muchos que puntearán su trayectoria vital- con el nombre de su localidad de destino escrito en el dorso de un recibo de banco sujeto con un imperdible a su pechera. Abandona la escuela muy joven, encadena un trabajo tras otro y, reservado, austero, muy serio y sin especiales ambiciones, permanece relativamente ajeno al mundo hasta que, pasados los treinta años, conoce a Gladys, de la que se enamorará y con la que acabará por casarse, siendo padre de la pequeña Kate al poco tiempo. Un incendio en su casa cuando él está ausente, como siempre ocupado en alguna construcción relacionada con el ferrocarril, acaba años después con la vida de sus dos mujeres, un hecho terrible que aniquilará su mundo y cambiará su existencia de modo radical. En una soledad por momentos casi de anacoreta, vivirá desde entonces su frugal existencia en la cabaña que construye en el lugar en que murieron su esposa y su hija, intentando inútilmente recuperar allí la fugaz felicidad de aquellos días, hasta su muerte -el final de una época, en la metáfora más expresiva del libro- con más de ochenta años, cuando ya consumido por la artritis y el reumatismo parecía haber renunciado a su propósito de una vida colmada de sentido.
 
Y esta vida ordinaria se nos narra con conmovedores momentos de belleza y emoción, aunque, como digo, en todo momento esta sencilla linealidad de una existencia más o menos anodina se ve interrumpida por la aparición de lo misterioso, lo sobrenatural, lo mágico... aunque también lo estrambótico, lo desmesurado o lo absurdamente humorístico, en infinidad de sorprendentes episodios que no quiero desvelar.
 
Emotiva evocación a pequeña escala de la epopeya de los pioneros norteamericanos, sugerente interpretación en tamaño reducido del gran relato fundacional de los Estados Unidos, vigorosa apología de la libertad y la naturaleza salvaje, iluminadora metáfora, como se ha dicho, del fin de una época (Y aquella época desapareció para siempre, son las últimas palabras del libro), Sueños de trenes es una novela estimable cuya lectura os recomiendo.
 
Os dejo, para complementar este comentario, con una canción “ferroviaria” de las varias que sobre el tema escribió Johnny Cash. I've Got A Thing About Trains es una estupenda ilustración musical al universo recogido en el libro.
 
 
En el verano de 1917 Robert Grainier participó en el intento de matar a un jornalero chino al que habían pillado robando, o al menos lo acusaban de haber robado, en los almacenes de la compañía ferroviaria Spokane International, en el corredor septentrional de Idaho.
 
Tres empleados del ferrocarril sujetaron bien fuerte al ladrón y lo arrastraron por el largo terraplén que llevaba al puente que se estaba construyendo dieciséis metros por encima del río Moyea. El chino emitía voluminosas ráfagas de una rápida cantinela. Se bamboleaba y se retorcía como una comadreja metida en un saco, golpeando hacia atrás con el puño que le quedaba libre al hombre que lo iba arrastrando por el cuello. Cuando el grupo pasó frente a él, Grainier, viéndolos en apuros, fue a prestarles su ayuda y se encontró a sí mismo agarrando al culpable por un pie descalzo. El hombre que caminaba por delante de él, el señor Sears de la dirección de la Spokane International, llevaba agarrado casi inútilmente al prisionero por el sobaco y era el único de todos, además del ininteligible chino, que iba hablando mientras todos se las veían y se las deseaban.
 
—¡Muchachos, no tengo ni puñetera idea de cómo vamos a hacer esto!
 
¿Acaso lo tenemos que llevar hasta allí?, tuvo ganas de preguntar Grainier, pero le pareció mejor guardarse el aliento para el forcejeo. A Sears se le escapó la risa, con la cara pálida de fatiga y horror. Todos se desplomaron en el polvo, se levantaron y volvieron a caer, con el chino hablando en jerigonza y aterrándolos a los cuatro hasta el punto de que ya daba igual lo que hubieran tenido en mente inicialmente, ahora sí que era hombre muerto. Ya no les quedaba más opción que tirarlo desde el puente de caballete.
 
Alcanzaron al resto, una cuadrilla de una docena de hombres que estaban descansando al sol, apoyados en sus herramientas, secándose el sudor y contemplando el espectáculo. Grainier aferraba convulsamente el pie calloso del chino, asombrándose de sí mismo, cuando el hombre que llevaba el otro pie lo soltó, se sentó jadeando en el suelo de tierra y recibió una patada en el ojo antes de que Grainier pudiera sujetar la pierna que ahora pataleaba libre.
 
—Ha sido una broma. Una broma —dijo el hombre sentado en la tierra, y al aliado que tenía allí le dijo—: Venga ya, Jel Toomis, dejémoslo correr.
 
—No lo puedo soltar —dijo aquel tal señor Toomis—. ¡Soy el que lo tiene agarrado del cuello!
 
Y se rió mientras una ráfaga de confusión le cruzaba el rostro.
 
—¡Yo lo tengo bien cogido! —dijo Grainier, agarrando con más fuerza en sus brazos los dos pies del pequeño demonio—. ¡Lo tengo yo, al cabrón, y yo me encargo!
 
El grupo de verdugos llegó a la mitad del último tramo de puente completado, veinte metros por encima de los rápidos, y se puso al límite de sus fuerzas para tirar al chino al vacío. Pero él pudo con ellos, se dedicó a aferrarse a sus brazos y piernas y a lloriquear en su jerigonza hasta que de pronto se soltó y se agarró con un brazo a la viga que tenía debajo. Se quitó de encima con facilidad a sus captores, que de todas maneras ya se estaban intentando deshacer de él, y saltó al otro costado, suspendido sobre el abismo y descolgándose con una mano detrás de la otra por la silueta esquelética del tramo siguiente, pasando por encima del río. El compañero del señor Toomis corrió hasta allí, haciendo equilibrios sobre una viga y pisoteándole los dedos al tipo. El chino se fue descolgando de una viga a la siguiente, como si fuera un artista de circo, descendiendo por la estructura de barras entrecruzadas. Un par de trabajadores de la cuadrilla vitorearon su fuga, mientras que otros, aunque no tenían ni idea de por qué lo estaban persiguiendo, gritaron que había que detener al villano. El señor Sears se sacó de la funda que llevaba al cinto un viejo y enorme revólver de pólvora negra de cuatro balas y disparó las cuatro, sin resultado. Para entonces el chino ya se había esfumado.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

CHICO BUARQUE. LECHE DERRAMADA. EL HERMANO ALEMÁN 
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy os traigo, como de costumbre, una novela, el género más habitual en nuestras recomendaciones literarias. He de confesaros que, siendo también lector de ensayo y poesía, soy un adicto a las historias, me entusiasma -aún diría más: necesito- transportarme a otros mundos, conocer otros paisajes, otros territorios, otros países, otras vidas, adentrarme en las existencias de otras personas; y ese prodigioso viaje a las interioridades de otros seres humanos, ese conocimiento siempre algo mágico de las peripecias de nuestros congéneres es especialmente atractivo, no sólo eso, es subyugante, es mágico, es iluminador, es fascinante, es, por otro lado, muy fácil y cómodo cuando se hace a través de las páginas de una buena novela. Basta un sillón acogedor, silencio, buena luz, unas cuantas horas libres... y la vida entera aparece a nuestro alcance con sólo internarse en las primeras frases de un estupendo libro. Y creedme que el que hoy os traigo, la novela que hoy quiero aconsejaros, lo es, es un libro excelente, de amena y entretenida lectura, y que, además, nos permite acceder a todos esos placeres que acabo de enumeraros, porque por sus páginas discurren personajes espléndidos, historias conmovedoras, pasiones intensas y, de propina, la historia entera de un país de fábula, el Brasil de los dos últimos siglos.
 
Vayamos pues con la referencia. Leche derramada es el título de la octava novela publicada (aunque creo que en España sólo han visto la luz tres, ésta, la anterior, Budapest, que, por cierto, a mí no me atrajo demasiado, y la última, una también formidable El hermano alemán, de la que os dejaré alguna breve pincelada al término de esta reseña), del genial Chico Buarque de Holanda, una de las grandes figuras de la música popular brasileña y, por extensión, de la escena artística mundial, dado el enorme impacto de su obra en todo el orbe, su excepcional calidad y su indiscutible prestigio como músico y compositor. Seguro que muchos de vosotros recordáis canciones legendarias como La banda, Olhos nos olhos, Mulheres de Atenas y tantas otras. El libro lo presenta, en traducción de Rita da Costa, la editorial Salamandra.
 
Eulálio Montenegro d’Assumpçao es un anciano centenario, nacido en 1907, que desde la austera habitación de un hospital algo cochambroso y sumido en la más absoluta ruina económica, pero también física y hasta psíquica, rememora su vida, su larga vida, y la de su familia, una estirpe aristocrática que dominó el país durante más de doscientos años. Su tatarabuelo había llegado de Europa, a comienzos del siglo XIX, con Pedro IV de Portugal, el rey que proclamó la independencia de Brasil y se convirtió, con el nombre de Pedro I, en el primer emperador del inmenso territorio brasileño. Los orígenes de la familia del anciano son aún más remotos pues, en otro momento del libro, el protagonista recapitula y constata la existencia, allá por mil cuatrocientos y pico, de un tal doctor Eulálio Ximenez d’Assumpçao, alquimista y médico particular de don Manuel I de Portugal.
 
El libro entero es un extenso monólogo de Eulálio en el que va desgranando los recuerdos de su larga y compleja existencia. Un monólogo que no parece tener un destinatario muy preciso, pues en ocasiones son distintas enfermeras del hospital, o diversos compañeros de habitación, o incluso su hija octogenaria los que supuestamente reciben el desbordante fluir de su memoria. Confundido de continuo por los efectos de la morfina y los calmantes, alterada su percepción de la realidad por los estragos del tiempo y los padecimientos sufridos, el curso de la remembranza del personaje se convierte en una mezcla indiscernible de experiencias vitales realmente vividas hace ochenta años con percepciones distorsionadas del momento presente, en un solapamiento delirante de la evocada presencia de parientes y amigos con la aparición deformada y fantasmal de las personas decisivas de su vida, en una sucesión continua de digresiones, inventos de la imaginación, ensoñaciones, breves fogonazos de lucidez, intuiciones, desvaríos.
 
Éste, precisamente, es uno de los aciertos de la novela, esta capacidad para transmitir la degradación de la memoria en la vejez, los dolorosos meandros por los que transcurre el pensamiento de los ancianos, la fragmentación de la conciencia en las etapas postreras de la vida. La memoria es verdaderamente un pandemonio, pero en su interior está todo. Por poco que hurgue, su dueño podrá encontrar cualquier cosa, dice el protagonista en un momento del libro. Y ese pandemoniun se compone a parte iguales de recuerdos desvaídos y alucinaciones, de ensoñaciones y de borrosos atisbos de momentos del pasado. Qué raro, se asombra Eulálio, esto de tener recuerdos de cosas que todavía no han pasado. Y también: A los viejos nos da por repetir anécdotas antiguas, pero nunca con la misma precisión, porque cada recuerdo es ya un remedo del recuerdo anterior. Y así, vemos pasar la vida entera del personaje, la real y la inventada, la vivida y la soñada, la auténtica y la meramente deseada. Si con la edad nos da por repetir ciertas historias no es por demencia senil, aclara, con lucidez extraordinaria, sino porque algunas historias no paran de ocurrir en nosotros hasta el final de la vida. Y también: Si con la edad nos da por repetir episodios antiguos, palabra por palabra, no es por cansancio del alma, es por esmero. Es para sí mismo que el anciano repite siempre la misma historia, como si así sacara copias de la misma por si se extraviara.
 
Y el centro, el eje vertebrador de esa memoria dañada por la irresistible devastación del tiempo, es Matilde, la joven de diecisiete años con la que Eulálio se casó, enamorado y enardecido, ochenta años atrás y que desde su desaparición, poco tiempo después del matrimonio, en circunstancias que los recuerdos del anciano confunden y distorsionan (no es culpa mía si los hechos vienen a la memoria fuera del orden en que se produjeron, dice), esa Matilde, sentido último de su vida, se convierte en su obsesión y en una de las causas de su decadencia. Y esa misma Matilde espléndida en la lozanía de la juventud, aparece entre jirones de recuerdos, en breves fulguraciones instantáneas, en evocaciones a veces muy nítidas, casi siempre apagadas y mortecinas. Un día comprendí, señala desolado, que empezaba a olvidar la propia fisonomía de Matilde, y fue como si volviera a abandonarme. Era una agonía, cuanto más tiraba de la memoria, más se desdibujaba su imagen. No me quedaban de ella más que colores, algún que otro destello, un recuerdo fluido; mi pensamiento de Matilde tenía formas vagas, era pensar en un país y no en una ciudad. Una lírica, enamorada, poderosa e intensa rememoración de esa Matilde fascinante aflora también en el fragmento que os dejo como cierre de esta reseña.
 
El recuerdo y la invención, aunque tratados aquí desde otra perspectiva, están presentes también en El hermano alemán, la muy exitosa última novela de Chico Buarque que presentó en España hace unos meses el sello editorial Penguin Random House en traducción un tanto “cuestionable” de Mercedes Vaquero (¿o no merece cuestionamiento que la voz narrativa, que surge en algunos capítulos del libro de las profundidades del Brasil de los años sesenta del pasado siglo, hable de “movida”, “guiris”, “pasarse de frenada”, “un curro”? Aunque quizá, tales recursos léxicos, un tanto “desajustados” y fuera de lugar -de tiempo, más exactamente-, ya estén en la obra original).
 
La ficción, pues de ficción novelesca se trata, tiene, no obstante una importante y decisiva base real. Chico Buarque conoció -un tanto tardíamente, a sus veintidós años- el rumor sobre la existencia de un hermano, nacido, al parecer, de una fugaz relación de su padre con una joven alemana en el convulso Berlín de 1930, en el que Sergio de Hollander, el progenitor del escritor y cantante, se desempeñaba como corresponsal de un diario brasileño. Envuelta en la bruma de las conjeturas y en ese silencio impreciso al que los hábitos familiares condenan a ciertas informaciones “delicadas”, la sorprendente noticia permaneció “inexplorada” durante años, y la muerte del padre, tiempo después, cerró cualquier posibilidad de indagación y explicaciones.
 
Pasados los años, en 2012, Buarque retoma su interés por el asunto y lo plasma en su novela, en la que, como he dicho, entremezcla libremente elementos inventados y reales -siendo estos mucho más abundantes que los primeros-, y cuya trama se desencadena a partir del descubrimiento por parte del protagonista -un Ciccio de Hollander en todo trasunto del propio autor- de una carta enviada el 21 de diciembre de 1931 desde Berlín, en la que una tal Anne Ernst da cuenta a su padre de la existencia de un hijo habido tras su estancia berlinesa poco más de un año atrás. A partir de ese hecho Chico Buarque narra su persistente investigación y obsesiva búsqueda -con el telón de fondo de la situación política y social del Brasil de los sesenta y en un relato aliñado con elementos detectivescos, mucho humor y desbordante imaginación (Ciccio fabula constantemente con posibles e inventadas alternativas a la historia)- de ese hermano alemán que, supuestamente, debe vivir en algún lugar de Alemania. Muy interesante en su versión literaria y fascinante en la vivencia real -de la que Buarque da cuenta en las numerosas entrevistas que ha prodigado tras la publicación del libro- la narración avanza en una lectura muy sugestiva y arrebatadora que también os recomiendo.
 
Siendo lo obvio recurrir a una canción del propio Chico Buarque para ilustrar este comentario, renuncio a la idea primera y os dejo en cambio con Marlene Dietrich y una muy conocida pieza de El ángel azul, el clásico de Josef von Sternberg que tan destacado papel desempeña en El hermano alemán.
 
 
No me hagas caso, no todo lo que digo es verdadero, ya sabes que a veces se me va la cabeza. De buen grado volveré a hablarte exclusivamente de los buenos momentos que viví con Matilde, y por favor corrígeme si me equivoco en esto o lo otro. A los viejos nos da por repetir anécdotas antiguas, pero nunca con la misma precisión, porque cada recuerdo es ya un remedo del recuerdo anterior. Un día comprendí que empezaba a olvidar la propia fisonomía de Matilde, y fue como si volviera abandonarme. Era una agonía, cuanto más tiraba de la memoria, más se desdibujaba su imagen. No me quedaban de ella más que colores, algún que otro destello, un recuerdo fluido, mi pensamiento en Matilde tenía formas vagas, era pensar en un páis y no en una ciudad. Era pensar en el tono de su piel, intentar aplicarlo a otras mujeres, pero con el tiempo también he ido olvidando mis deseos, me he cansado de las revistas ilustradas, he perdido la noción del cuerpo femenino. Ya no recibía a tu madre en sueños, ya no rodaba mientras dormía para despertarme en el lado derecho de la cama, donde el colchón permaneció cóncavo tras su partida. Y cuando nos mudamos a las afueras, pude compartir contigo mi cama de matrimonio sin arriesgarme a llamar a Matilde, Matilde, Matilde, o pronunciar palabras inconvenientes e media noche. Incluso viviendo en una casa de una sola estancia, en un barrio de gente corriente, en la calle más ruidosa de una ciudad dormitorio, incluso viviendo en las condiciones de un intocable, en ningún momento perdí la compostura. Usaba pijamas sedosos con el monograma de mi padre y no olvidaba el batín de terciopelo para salir al porche que daba al patio, donde me aseaba en un lavabo con paredes de mortero y suelo de cemento. Mis baños eran trabajosos, pues a modo de ducha había un tubo caprichoso, que tan pronto dejaba caer el agua con cuentagotas como la soltaba a chorro sobre la letrina. Y en tales circunstancias tuve precisamente una tardía y quizá última visión de Matilde, a modo de la fugaz mejoría que precede a la muerte. Debajo de un hilillo de agua, me transportaba a nuestro balo del chalet, soñaba con su copiosa ducha. Delante de una pared sin enyesar, soñaba con azulejos decorados con caballitos de mar, con los snaitarios ingleses de nuestro antiguo baño, cuando sin esfuerzo alguno recordé a Matilde de la cabeza a los pies. Se me apareció con su cuerpo de diecisiete años bajo el chorro de agua caliente, alisándose el pelo hacia atrás y cerrando los ojos con fuerza para que no le entrara jabón. La recordé envuelta en vapor, abriendo los ojos negros para mí, recordé su sonrisa dibujada en los labios, su modo de encogerse de hombros y llamarme con el dedo índice, y llegué a creer que me llamaba hacia el otro mundo.
 
___________________________
 
 
Siento el ruido de una llave en la cerradura y veo cómo gira el pomo. Paralizado frente a la puerta por donde entrará mi hermano alemán, repaso en la memoria las ideas más fantasiosas que concebí sobre él desde que supe de su existencia. Recuerdo cuántas veces soñé con él, cada sueño con una cara diferente, rostros que se transfiguraban en el acuario del sueño, seres que se desvanecían con la luz de la mañana, durante los años en los que ansié este encuentro. Y ahora ya no quiero que la puerta se abra; si por mí fuera, ese pomo podría girar a perpetuidad en falso. Prefiero continuar viendo a mi hermano en sueños, con su cara aún por definir. Pienso que verlo así, a quemarropa, con excesiva nitidez, será como ver en la pantalla del cine al personaje de una novela que imagino palabra a palabra, mientras la leo. Será como el haz de un foco sobre el protagonista de una obra que leía a la luz de una vela, porque sus facciones se perfeccionaban al tiempo que se volvían más imprecisas. Si pudiese, imploraría a mi hermano que me esperase allá fuera, para ser de nuevo el bulto nocturno que vislumbré de paso. Pero la puerta rechina, el pomo deshace su giro, y a quien tengo delante de mí no puede ser mi hermano alemán.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

ANGEL WAGENSTEIN. EL PENTATEUCO DE ISAAC

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una propuesta de lectura entresacada de la infinidad de publicaciones que inundan el mercado editorial de nuestro país. Hoy quiero hablaros de una novela que se presentó por primera vez en 2008 y que ha alcanzado una decena de ediciones, pese a lo cual yo, asiduo frecuentador de librerías y suplementos culturales (¡¡horror!!), desconocía totalmente su existencia así como la de su autor. En el presente año, la editorial Asteroide, en la que vio la luz originariamente, y coincidiendo con la celebración del décimo aniversario del sello, ha vuelto a sacarla al mercado en una reedición algo distinta, con tapas duras y en un volumen muy cuidado y de mayor calidad formal que la ya habitualmente amable presentación de los libros de su estupendo y muy escogido catálogo. Os hablo de El Pentateuco de Isaac, una excelente novela de Angel Wagenstein, nacido en una familia sefardí de Bulgaria y autor de otros dos libros, con los que el que ahora os comento forma una trilogía, Lejos de Toledo y Adiós, Sanghai, que también pueden encontrarse en la misma editorial. Guionista y realizador de cine, Wagenstein escribió este El Pentateuco de Isaac muy tardíamente, con casi setenta años, obteniendo un general reconocimiento y un merecido éxito de ventas.
 
La novela, traducida del búlgaro por Liliana Tabákova, aparece con un significativo subtítulo, que nos anticipa de manera bastante elocuente la historia con la que nos encontraremos al adentrarnos en sus páginas: Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias. Y es que, en efecto, este Isaac Jacob Blumenfeld que protagoniza la obra es un sastre judío originario de Kolódets, cerca de Drohobych, en expresión que una y otra vez se reitera en el texto cada vez que aparece el topónimo, un pueblito realmente existente en la región de Galitzia que en 1900, fecha de nacimiento del personaje, pertenece al Imperio Austrohúngaro para luego, fruto de las vicisitudes que afectaron al centro de Europa durante el, desde el punto de vista del belicismo nacionalista, infausto siglo XX, pasar a manos de Polonia tras la primera guerra mundial, pertenecer a Alemania en el curso de la segunda, caer bajo el dominio de la Unión Soviética después de la finalización de la contienda, para acabar -¿acabar?- formando parte de la actual Ucrania. Todos esos cambios afectan a un Isaac al que las convulsiones políticas le obligan a mudar de patria una y otra vez para terminar siendo austríaco de nuevo, en un proceso lleno de violencia y dolor, de sufrimiento y tragedia, del que se nos da cuenta en el libro.
 
El Pentateuco de Isaac se articula en cinco largos capítulos que coinciden, metafóricamente, con los cinco libros del texto sagrado judío: el Genésis, el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio. El primero de ellos -hablo, obviamente, de la novela- recoge la infancia y primera juventud del protagonista en el shtetl de Kolódets, perteneciente al distrito austrohúngaro de Lemberg, y se desarrolla hasta la incorporación a filas del muchacho con ocasión de la primera guerra mundial. En el segundo, tras un fugaz y pacífico paso por las trincheras (en realidad por la más cómoda retaguardia) y asentado el chico en su lugar de origen, que ahora ya es un voivodato polaco, Lwów, asistimos al noviazgo y matrimonio de Isaac con Sara, la bella hermana del joven rabino Samuel Bendavid, con el que el joven crea una fraternal amistad que se mantendrá a lo largo de toda su vida y que aflorará en los diversos avatares narrados en la novela. La placidez de la vida lugareña acaba con un nuevo llamamiento militar de nuestro protagonista, que se ve desplazado hacia los escenarios de la segunda guerra mundial movilizado por el ejército soviético, que ha ocupado su pueblo, ahora Kolodetz, en la provincia nuevamente bautizada como Drogobych. Antes de su efectiva participación en la guerra, que como en el caso anterior tampoco llegará a producirse, Isaac, que ha dejado a su mujer y sus tres hijos en su hogar, es capturado por los alemanes y con el nombre de Hendryk Brzegalski trasladado a Leópolis, que es cómo ahora se llama la capital regional. De todo ello se nos da cuenta en el tercer capítulo. En el cuarto, Itzik -apelativo cariñoso de Isaac- es recluido en una base secreta nazi, en los bosques de Brandeburgo, una detención más soportable que la que deberá aguantar en el campo de concentración de Flossburg, en donde las fiebres tifoideas lo dejan al borde de la muerte. Tras un paso por el gulag siberiano, condenado a un doloroso ostracismo, al que la irracional dictadura soviética lo ha enviado por un supuesto espionaje y una no menos ficticia -e imposible en un judío que pierde a toda su familia en el inhumano genocidio- colaboración criminal con los nazis, en el último capítulo, por fin, nos lo encontramos de nuevo en Viena, en el declive de su vida, cuando Isaac Blumenfeld, antaño un modesto sastre judío, es ahora un próspero comerciante que vive sin embargo rodeado de amargura y melancolía, perdidos su pueblo, su esposa y sus hijos en los absurdos y sangrientos vaivenes que conmocionaron al mundo en ese siglo XX delirante.
 
El relato -del que el autor dice haber sido un mero transcriptor, pues confiesa haberlo escuchado de manera íntegra y casi literal del propio Isaac en una larga conversación iniciada en Sofía y finalizada en ese ocaso del personaje en Viena, en un recurso literario muy habitual en tantas obras- nos es narrado con numerosos meandros, rodeos, elipsis, saltos en el tiempo y digresiones que enriquecen el texto, repleto así de historias laterales, anécdotas secundarias y reflexiones añadidas que aparecen de manera tangencial a la trama principal. Mi relato perderá sus cabriolas, viñetas y pizzicatos característicos para extenderse como los caminos polvorientos y uniformes de nuestros Precárpatos: un poco para arriba y un poco para abajo, otra vez para arriba y de nuevo para abajo; y así, hasta el horizonte, sin precipicios ni cumbres vertiginosas, expone el autor en un momento del libro. O también, he pasado por Odesa para llegar a Berdichev, repite, con el dicho judío (una especie de “irse por los cerros de Úbeda” de nuestro castellano), en más de una ocasión, para añadir una explicación del torrencial caudal de su discurso: Vale, pero dime, hermano, ¿acaso se puede cambiar lo que nos ha sido dado por el Señor, lo que llevamos en la sangre? ¿Acaso puedes obligar a un tigre a que paste hierba o a un pez a que anide en el álamo de enfrente? ¡Jamás le impedirás a un judío que se desvíe del recto camino de su relato: siempre irá a cortar una flor amarilla o simplemente a echar un vistazo a su alrededor, aspirará el aire fresco y compartirá contigo su entusiasmo por este ancho mundo de Dios, o te contará una anécdota o un chiste! El judío se desvía para mirar un rato un rebaño de vacas y aconsejarle algo al pastor, aunque en su vida haya ordeñado una sola vaca. Le gusta, se muere por dar consejos, esto lo lleva en la sangre. Existe al respecto una explicación dada por los antiguos talmudistas del sanedrín de Babilonia de por qué Yahvé creó al hombre y a la mujer sólo al final, apenas en el séptimo día. La explicación de los sabios salta a la vista: ya que Adán y Eva eran judíos, si hubieran sido creados desde el principio, habrían vuelto loco al Creador con sus consejos. Dicen incluso, aunque no sé si será verdad, que durante las hostilidades en el Sinaí, en las trincheras habían puesto rótulos que rezaban: «DURANTE EL ATAQUE QUEDA TERMINANTEMENTE PROHIBIDO A LOS SOLDADOS DAR CONSEJOS A LOS OFICIALES».
 
Esta presencia constante del mundo judío -que resulta notoria en el texto anterior- es una característica esencial del libro. La “ambientación” judía aparece en los innumerables detalles de la vida cotidiana, las costumbres, los rituales, las conversaciones, las ceremonias, descrito todo ello de una manera formidable, fidedigna pero llena de fantasía e imaginación, en una especie de realismo mágico “a la judía”, que emparienta esta vertiente del libro con el universo del pintor Chagall, al que se cita expresa y significativamente en los últimos párrafos de la novela (sus enamorados que vuelan por sobre la iglesia ortodoxa, las mujeres ucranianas, la yegua preñada, el poblado entero, hacia un futuro mejor para todos, en una imagen de extraordinario valor metafórico). Pese a su extensión, no me resisto a ofreceros esta desternillante descripción de las reuniones familiares de un sabbat festivo en la que queda de manifiesto esa espléndida recreación que se hace en la novela de la existencia de una típica familia hebrea: En las tardes del sabbat que, como ya te he aclarado, eran los viernes, después de la cena y todo lo que correspondía al ritual de rigor, comíamos pipas: de calabaza y no de girasol. En las pipas de girasol estaban especializadas las ucranianas: las pelaban con una rapidez supersónica, realizando todas las operaciones técnicas únicamente con la lengua, y eran capaces de darte con la cáscara, al escupirla, en medio de la frente a dos verstas de distancia. Nosotros, los judíos, comemos pipas de calabaza cuando nos sentamos a la mesa del sabbat: las comemos lentamente y con dignidad, concentrados en nuestras conversaciones sobre las cosas de la vida. Me es difícil calcular la cantidad de información que se intercambiaba en una sola tarde del sabbat en torno a las mesas festivas de todo Kolodetz, mientras se pelaban las pipas. Los pocos instantes de silencio se llenaban del chasquido ensimismado de las cáscaras entre los dientes, como si se escuchara el quedo crepitar de la leña en una chimenea. A las pipas de calabaza algunos las llaman «periódico de los judíos», pero a mi modo de ver se trata de un vil empobrecimiento, porque tal cantidad de noticias, chismes e informaciones de toda clase —empezando por los sucesos políticos en la Rusia de los soviets hasta llegar al cometa que según los videntes se acercaba a la tierra a tal velocidad que la catástrofe era inminente—, no se podía encontrar en ningún periódico del planeta. Si a todo esto añadimos las anécdotas que servían para levantar la moral de los judíos y que, por regla general, iban ornamentadas con fantásticos e inverosímiles detalles, fruto de la rica imaginación de los habitantes de Kolodetz —por ejemplo, sobre el banquero Rothschild, lord Disraeli o León Blum, de quien se suponía que era judío—; o al revés, para frenar un poco el orgullo desmedido —de aquel antisemita, comparable al rey Nabucodonosor y a todos nuestros enemigos juntos, que estaba a punto de llegar al poder en Alemania (a pesar de ser un simple sargento austriaco o algo así), Adolfo Schicklgruber— comprenderás que para nada estoy exagerando al comparar el intercambio de ideas y opiniones en la tarde del sabbat, mientras se pelaban pipas de calabaza, con la biblioteca de Alejandría, con todos sus códices, rollos de pergamino y tablillas de escritura cuneiforme. Una tragedia no menos trascendente que la pérdida de la biblioteca de Alejandría sobrevino un viernes, la tarde del sabbat, cuando cierto pan polaco, llegado de la ciudad de Tarnuv, dio un puntapié a la cesta de Golda Silber porque se le cruzó en el camino, y las pipas se dispersaron en el fango. Ante las miradas de consternación de los habitantes de Kolodetz, cerca de Drogobich, desaparecieron centenares de códices, miles de rollos de pergamino y toneladas de papel árabe hecho a mano, llenos de noticias, chismes y sabiduría; montañas de tablillas de escritura cuneiforme que contenían anécdotas y chistes; kilómetros de cinta telegráfica con noticias de la Rusia soviética, informaciones sobre el cometa que se precipitaba a toda mecha contra la Tierra, sobre el barón Rothschild o sobre aquel matón y filisteo, Adolfo Schicklgruber. Todo ello se encerraba en las a primera vista insignificantes pipas de calabaza, llamadas «periódico de los judíos», que se esparcieron por el fango ante la desesperación de Golda.
 
Pero la peculiar idiosincrasia del pueblo judío se revela, sobre todo, más allá de esta ambientación “externa”, en el constante recurso, que impregna el libro entero, a su proverbial humor, cáustico y autocrítico, ingenioso y mordaz, capaz de cuestionar -de un modo que roza el masoquismo- su propio lugar en el mundo, riéndose de sus desgracias e ironizando sobre ellas en medio de las mayores adversidades. Son decenas los chistes -muchas veces protagonizados por un mismo personaje, un ficticio Mendel que creo que “opera” como paradigma del judío medio- que encontramos en El Pentateuco de Isaac (de hecho Wagenstein agradece, en su introducción al libro, a todos los que han rescatado, redactado, sistematizado y editado anécdotas y chistes judíos, gracias a los cuales, en los momentos más trágicos de su existencia, su tribu convirtió la risa en una coraza protectora, en una fuente de ánimo y de confianza), convirtiendo su lectura en una experiencia gozosa y divertidísima, desopilante a veces, pese a lo terrible de los hechos narrados.
 
El humor contribuye así, con su paradójico distanciamiento crítico, a subrayar de modo más intenso el mensaje del libro, un alegato -no dramático, no severo, no árido, sino emotivo y hasta feliz, pese al tono melancólico y triste de tantas de sus páginas- en contra de los fanatismos y a favor de la convivencia pacífica entre culturas y razas y religiones y pueblos diversos. La novela resulta, así, a través de esta “vía amable”, una furibunda diatriba contra las supuestas “verdades eternas” que “justifican” guerras y exterminios y muertes y destrucción, y que se ven condenadas al olvido en una generación (me tengo por un pecador que por pura casualidad ha sobrevivido al desastre de Sodoma y Gomorra, me recuerda más bien a un anillo de Saturno. Porque, ¿qué será este anillo sino los restos de mundos antiguos, de asteroides y planetas, hechos añicos como antiguos objetos de barro?; ¿o mitos nacionales, clarividencias y verdades «eternas», que han resultado menos duraderos y más venenosos que una lata de sardinas podridas?; reichs que se suponía permanecerían mil años y no llegaron ni a doce; imperios desmenuzados, convertidos en raquíticos estados y enanos crueles y maniáticos que se autoproclamaron emperadores, padres de las patrias, dictadores, grandes caudillos y profetas, que se cagarían de miedo si pudieran leer después de su muerte qué es lo que dicen sobre ellos los manuales de Historia de primaria. Todos estos cascajos del pasado giran no sólo en torno a Saturno sino también alrededor de mi cabeza para hacerme comprender que desde los tiempos del opresor de los judíos Nabucodonosor hasta la fecha nada ha cambiado, o como decía aquel malnacido genial que firmaba con el seudónimo de Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad [...] lo que fue eso será; lo que se hizo, eso se hará [...]. He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos...»), un severo discurso contra la nefasta irracionalidad de las guerras (Tampoco busques lógica en los acontecimientos históricos que determinaron mi destino, pues no la tienen, pero quizá tengan algún sentido secreto. Sin embargo, ¿acaso le es dado al ser humano conocer el secreto de las mareas, de las protuberancias solares, del temprano florecer de la nevadilla, del amor o de los mugidos de las vacas? No me hagas, hermano, empezar la explicación de los acontecimientos políticos por aquel archiconocido disparo en Sarajevo, del que estoy hasta la coronilla, cuando un alumno de secundaria con el curioso apellido de Principio mató a nuestro inolvidable, querido, adorado archiduque Francisco Fernando, porque la primera guerra mundial ya había madurado como un absceso en el vientre de Europa, sin principios, es decir, sin el estúpido disparo del Principio este. Si algún diplomático alemán, pongamos por caso, hubiera resbalado con la cáscara de un plátano tirado en Estocolmo por el representante de la empresa francesa Michelin, hubiera sido lo mismo. No busques, por favor, lógica en mi querida patria austrohúngara, cuyo ejército invencible, dirigido sabiamente por el general Konrad von Hotzendorf se metió de cabeza en el conflicto justo cuando hasta el más tonto entre los tontos se daba cuenta de que ya habíamos perdido la guerra. ¿Acaso puede haber lógica alguna en que todos los fieles ciudadanos austrohúngaros desearan con fervor que el Imperio de los Habsburgo se disgregara en varios Estados diminutos, en uniones étnicas dudosas y en federaciones tectónicas y alzaran las banderas nacionales, limpiándose los mocos y las lágrimas al son de la cancioncilla «¡Eh, eslavos!» mientras que ahora gimotean viendo los platos rotos y recuerdan el Imperio Austrohúngaro como «los buenos tiempos de antaño»? Dime, hermano, si hay lógica en todo esto. Fíjate en la broma macabra de cuando Serbia y Grecia, cual un par de hermanitas, se cogieron de la mano al lado de la Triple Entente, mientras que Turquía, el eterno agente británico, sabe Dios por qué se alineó contra Inglaterra. Bulgaria se hermanó con sus opresores seculares, los turcos, y se arrojó a la guerra contra sus libertadores, los rusos, quienes por su parte..., etcétera), una amarga invectiva contra la insensata división del mundo entre “nosotros”, el pueblo elegido, los poseedores de la verdad, y “ellos”, el otro, el enemigo, el mal, la viva ejemplificación de todos los errores (la situación en los frentes... —Está bien para nosotros. —¿Para nosotros? —preguntó mi tío Jaimle. —¡He dicho para nosotros, no para vosotros! Sabíamos perfectamente que pan Woitek era polaco y que las nociones de «nosotros», «vosotros» y «ellos» en el Imperio Austrohúngaro eran terreno resbaladizo y era mejor no adentrarse en él, mucho menos si se era judío, por eso mi padre y mi tío se miraron, movieron la cabeza y asintieron a la vez. —Sí, claro que sí, es evidente. Bueno, yo me quedé con la impresión de que nada era evidente), una lúcida soflama contra la tantas veces arbitraria -y sangrienta- convención de las fronteras y su causa última, la manipulación de la historia (Ya no existe Austrohungría, a ver si entendéis lo que quiere decir esto. Este otoño los maestros de escuela no podrán contar con fluidez la historia de nuestro gran imperio, sino que van a tartamudear cada vez que tengan que enseñar a los alumnos por dónde exactamente pasan las fronteras entre Hungría y Checoslovaquia, o explicarles la razón secreta o si, de hecho, ha habido razón alguna para que Eslovenia, Bosnia y Herzegovina, Croacia y Montenegro hayan pasado del puñetero imperio de los Habsburgo al de los Karageorgevich. Los maestros rusos de geografía tendrán que perder la costumbre de hablar de Polonia como de «nuestros territorios occidentales». En los países del Báltico van a bajar las banderas de Rusia, porque hasta los propios rusos están embrollados en largas discusiones sobre si su bandera ha de ser roja o tricolor. Los viejos profesores se estrujarán la sesera cuando les pregunten a qué estado pertenecen el Tirol meridional, Dobrudzha, Siebenbürgen o Galitzia, o en qué país viven los moldavos y los finlandeses. La historia, cual hábil croupier, ha barajado los naipes y los ha repartido una vez más. Todo empieza de nuevo, se reinicia el juego, las apuestas se han hecho y está por ver quién tiene escondido el as en la manga, a quién le tocará un póquer de damas y a quién un triste siete. Es una ley natural: los fuertes se comen a los débiles, pero su apetito suele ser demasiado grande para su capacidad digestiva, por eso les dan diarreas y ardores que se curan con revoluciones. Estas uútimas crean el caos y del caos nacen mundos nuevos; ojalá el mundo de mañana nos salga menos cagado que el de ahora. Así, hasta el próximo reparto de los naipes, o sea, hasta la próxima guerra), una clarividente develación, en fin, del ciego y fanático espejismo en el que vienen envueltas tantas grandes causas (Yo veía con gran cariño a estas dos personas ya maduras, que habían dedicado sus mejores años y lo mejor de sí mismos a los demás, que desperdiciaron su juventud buscando con abnegación mesiánica las grandes verdades por los caminos laberínticos de los cielos y de la tierra, cuando estas verdades eran, en la mayoría de los casos, espejismos efímeros en el desierto o falsas monedas de oro que precisaban un solo invierno húmedo para oxidarse).
 
Y frente a todo ello, como propuesta optimista y esperanzada, Wagenstein propugna la defensa y exaltación de la mezcla, de la armónica convivencia entre quienes son distintos, la solidaridad entre pueblos, razas y religiones, reflejada en la coexistencia pacífica y fecunda entre multiplicidad de lenguas que hablan los pobladores de la región (Se pusieron a conversar en aquella lengua rara, acuñada en mi querido Imperio Austrohúngaro, de la que la gente se servía para sus contactos multiétnicos: una especie de esperanto federal. Su base, o mejor dicho, su esqueleto, era alemán, en el que descaradamente se introducían un montón de préstamos de origen eslavo, húngaro, judío y aun de turco o bosnio y se cometían bárbaros desmanes con los géneros y los casos, con los modos y los participios. Cada grupo étnico, sin embargo, hablaba en su propio idioma, pero en él, claro, aparecían de visita altos representantes de lenguas de todas partes. Incluso los propios austríacos hablaban entre sí en algo que con ligereza decían que era alemán, pero si el pobre Goethe pudiera escucharlos, se ahorcaría en la primera farola de gas que tuviera a mano. Mucho más tarde, cuando la vida me obligó a estrechar los contactos con la población local del país alpino, me era mucho más fácil pagar un impuesto por ejercer el oficio de odontólogo, que explicarle al respectivo inspector fiscal que yo no era ningún dentista. Era como cuando le preguntaron a Abrámovich si había tenido dificultades con el francés mientras estuvo en París. Él contestó: «Personalmente, ¡ninguna! ¡Pero si vieras lo difícil que les fue a los franceses que hablaron conmigo!». Mientras el húngaro trajinaba por el cuarto en busca de las botellas, los vasos, etcétera, mi tío me dio unas palmaditas en el hombro: —¿Qué me dices, joven? —Que me estoy meando... —confesé con desesperación. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que llegamos al mundo de mármol del Astoria. Lo dije en puro yídis, si la noción de pureza puede ser válida para esta amalgama de alemán, eslavo y hebreo y arameo), o en la sensata tolerancia entre credos (El 12 de mayo de ese mismo año nos encontrábamos formados, vestidos todavía de civil, con las maletitas a los pies, en el patio de tierra del cuartel. Ya no éramos los de antes —muchachos conocidos y desconocidos de los pueblos y aldeas de nuestra Galitzia querida: polacos, ucranianos, judíos y sabe Dios qué más—, éramos la nueva leva que Su Majestad reunía bajo su bandera. Al fondo y un poco aparte, también con las maletas a los pies, estaban los sacerdotes movilizados. Conociendo el revoltijo religioso del imperio, me creerás si te digo que allí el único que faltaba era un lama tibetano).
 
El sentido final de la obra -si es que cabe hablar en estos términos- es el de la noble aspiración de la paz (todos fuimos creados por Dios, bendito sea Su nombre, para que nos quisiéramos y no para que lucháramos los unos contra los otros. Éste era el verdadero final de mi guerra y el principio de la gran paz que firmé en mi corazón con todos los seres humanos, ojalá les alcance la bendición de Él, llenándolos de sabiduría y bondad), un ecuménico propósito de bondad universal que nos permita, pese a que a la postre seamos meras hormigas insignificantes, sobreponernos felizmente a los juegos omnipotentes e irreversibles del destino.
 
Novela altamente recomendable, pues, esta El Pentateuco de Isaac de Angel Wagenstein, que publica Libros del Asteroide, que quiero recrear también, para terminar estos comentarios, con música judía, que podría haber sido escuchada por nuestros personajes en su Kolódets natal. Daniel Ahaviel interpreta el conocido tema principal de El violinista en el tejado, la popular película de 1971 dirigida por Norman Jewison.
 
 
A modo de introducción
 
Aparte del título de esta, digamos, «obra» (porque no es más que una transcripción fiel y concienzuda de recuerdos y consideraciones ajenas), yo no he aportado nada, porque toda intervención de mi parte en la narración sería como un litro de vinagre que se vertiera en un tonel de buen vino y todo adorno, una pizca de levadura y sal que profanaran el pan sagrado de la Pascua. Lo que sigue, mi querido lector desconocido, incluso los más inverosímiles vericuetos y cabriolas del destino de Isaac Blumenfeld, me fue contado por él mismo: inició su relato en el Club Ruso —un famoso restaurante en la ciudad de Sofía— y lo terminó más tarde en Viena, en su casa de la Margarethenstraße, 15.
 
El señor Blumenfeld importaba máquinas de coser para una empresa búlgara y toda clase de enseres para la fabricación de prendas de vestir. Me buscó él mismo, porque dijo haber visto en la televisión de algún país occidental una película sobre el destino de los judíos basada en un guión mío. Agradezco al Azar este encuentro, que me ha enriquecido con una amistad más: ¿a qué riquezas puede aspirar uno, si no es a la amistad, el amor y la sabiduría?
 
También le estoy profundamente agradecido al propio Isaac Jacob Blumenfeld —a quien el interés que mostré por su vida jamás dejó de extrañarle— por proporcionarme los escasos restos de cartas, diarios, documentos y fotografías que sobrevivieron y que testimonian la bajeza y mezquindad de una época; pero también porque en este planeta nunca ha escaseado la buena gente de mirada inteligente y triste. Así, por ejemplo, se ve a Sara Blumenfeld, en la pequeña y vieja foto, en la que, junto con sus hijos, emprende el viaje a un balneario para acabar en las cámaras de gas de Auschwitz. Tal es la mirada del buen rabino Samuel Bendavid, que asoma desde una foto probablemente despegada de algún documento. Y así habrá sido la de muchos más vecinos del pueblito de Kolódets, cerca de Drohobych: judíos, polacos y ucranianos, que se esfumaron por las chimeneas de los crematorios y ahora sacan a pastar los rebaños de nubes blancas en las inmensas praderas azules del Señor. Tengo en mi poder un documento en inglés, expedido por el Octavo Cuerpo del Noveno Ejército de EE.UU., en que se certifica que Isaac Jacob Blumenfeld ha sido dado de baja del campo de concentración de Flossenbürg (Alto Palatinado, Alemania) y se le permite ir a Viena con los escuadrones norteamericanos. Y también un papelillo, algo así como el recibo de la facturación de un equipaje, escrito con tinta violácea y con el sello de la Fiscalía de Yakutsk, que certifica que el ciudadano Fulano de Tal ha sido puesto en libertad el día 7 de octubre de 1953 del campo de concentración de Nizhni Kolimsk, en el noreste de Siberia, y ha de considerarse completamente rehabilitado y eximido de sus cargos por falta de pruebas. En mis manos tengo también cinco documentos, según los cuales Isaac Jacob Blumenfeld ha sido sucesivamente ciudadano del Imperio Austrohúngaro, de Rzeczpospolita (o sea de la República de Polonia), ciudadano soviético, persona de origen judío residente en los territorios orientales del Reich, privada de ciudadanía y de derechos civiles y, finalmente, ciudadano de la República Federal de Austria.
 
Miro con cariño el retrato de este hombre rollizo, de cara llena de pecas, con una corona de pelos rojizos alrededor de la calva, quien me hizo prometer que no publicaría ni una sola línea de esta biografía hasta su muerte. Y he aquí el telegrama desde Viena. Enmarcado en negro; lo leo con los ojos anegados en lágrimas y juro que no voy a callar ni añadir nada al nuevo Tanach o, dicho en vuestras palabras, al Pentateuco de Isaac Jacob Blumenfeld.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

MIGUEL DE CERVANTES. EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Nuestra propuesta de esta semana no necesita demasiado énfasis ni entusiasmo por mi parte, puesto que se trata de un clásico -el clásico por excelencia- tan leído, tan ensalzado, tan estudiado, tan indiscutible, tan unánimemente valorado que cualquier comentario que yo pueda hacer ahora resulta, sin duda, superfluo.
 
Y es que El Quijote, pues como quizá habréis intuido de él se trata, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la fundacional novela de Miguel de Cervantes, no necesita ni presentación, ni recordatorio, ni glosa, ni sugerencia ni consejo alguno que puedan aportar un ápice de valor a la ingente cantidad de escritos y textos y reflexiones e ideas ya vertidos a lo largo de sus más de cuatrocientos años de vida sobre el gran título de referencia de la literatura española y aun de la universal. Sin embargo, y aprovechando el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del libro, cuya dedicatoria al Conde de Lemos aparece fechada el último día de octubre de 1615, he querido traer hoy aquí la incuestionable obra maestra a partir de una llamémosla versión -y dudo ya de inicio sobre la pertinencia del uso del término- que ha visto la luz hace muy pocos meses, en una iniciativa a mi juicio muy interesante y elogiable aunque a la vez extraordinariamente controvertida, muy polémica, discutida de un modo acalorado, y que ha producido, en consecuencia, ríos de tinta en los círculos periodísticos, culturales y literarios, que no siempre son del todo endogámicos o cerrados, también en blogs y redes sociales. Y tanto debate y tantas opiniones sobre el asunto hacen, quizá, superflua esta reseña -¿cuáles no lo son?-, pues ya conoceréis la mayor parte de los términos de la discusión.
 
Andrés Trapiello, que a lo largo de su ya dilatada carrera como escritor -y no creo que él acepte el deportivo y fatigoso término para describir su experiencia literaria- ya había dado muestras de un enorme interés, un profundo conocimiento y una apasionada dedicación a la obra cervantina, con numerosas publicaciones de inspiración quijotesca, ya sea directa -con, entre otras, dos novelas “continuación” del Quijote: Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza y otras suertes-, ya indirecta -por ejemplo, Las armas y las letras, uno de sus ensayos más sugestivos, es un título nacido del Quijote-, ya “mediopensionistas”, con infinidad de referencias a la obra de Cervantes “infiltradas” en su poesía, ensayos, novelas y diarios, Andrés Trapiello, decía, nos ofreció el pasado junio en una edición espléndida de la editorial Destino su “traducción” de Don Quijote de la Mancha a nuestra lengua de hoy (puesto al castellano actual íntegra y fielmente, en la expresión del autor… ¿autor?). De ella, de su arriesgada y sugestiva propuesta (y no de la maravilla de la obra en sí, ya, como digo, suficientemente analizada e interpretada y comentada; doctores tiene la Iglesia literaria -y en particular la cervantina y aún la quijotesca- mucho más competentes que este lector aficionado), de su audaz propósito y su original planteamiento, de sus benéficas intenciones y sus considerables logros, de sus muchas aportaciones positivas y sus escasos aspectos discutibles, quiero hablaros esta tarde.
 
¿Cuántos, de entre vosotros, habéis leído “de verdad” el Quijote? Es sabido que en cualquier ámbito medianamente ilustrado suena a blasfemia confesar que no se conoce esa obligada referencia de la literatura universal, es sabido también -precisamente por ello- que son -¿somos?- innumerables los españoles que afirmamos haberlo leído sin, en realidad, habernos adentrado en sus páginas más allá de una mirada epidérmica. Es por eso que quiero contaros, para facilitar vuestra respuesta sincera -y silenciosa-, mi propia aventura personal -quizá “aventura” sea un término excesivo- con el gran clásico. Yo “leí” por primera vez el Quijote en el colegio, en aquella entrañable -y revisada hoy ilegible- edición de Austral. Ilegible por el tipo de letra, por la mala calidad del papel y, sobre todo, por el ininteligible -para un adolescente- castellano en que estaba escrita. Sobra decir que me salté numerosas páginas, que prescindí de todos aquellos pasajes que no lograba entender -una infinidad-, que me quedé con los aspectos más superficiales -y reconocibles- de la historia y que, en definitiva, ni comprendí ni disfruté casi nada del libro (y con estas premisas ¿puede afirmarse, realmente, que lo haya leído?). Creo, además -pero esta es, probablemente, una reflexión elaborada a posteriori y, en consecuencia, quizá falsa-, que esa nefasta experiencia inicial creó en mí una no diré antipatía, pero sí una especie de temor reverencial, de respeto solemne, hacia el Quijote, hasta el punto de que no volví a “enfrentarme” a él hasta varias décadas después.
 
Ello ocurrió cuando con ocasión de su cuarto centenario, en 2005, Francisco Rico publicó la que entonces parecía edición definitiva del libro, patrocinada por la Real Academia de la Lengua, un inabarcable volumen, repleto de erudición, que además del texto íntegro de la novela recogía numerosas notas, diversos apéndices, un completo glosario e interesantes artículos de académicos sobre la lengua de Cervantes y el Quijote y también otras aproximaciones a la novela, sus personajes y el autor, de Vargas Llosa, Francisco Ayala, Martín de Riquer y el propio Francisco Rico. La apabullante edición cumplió en mí -sin duda- su pretendida finalidad didáctica, pero no logró despertar el placer de su lectura, interrumpida esta constantemente por la consulta de las ingentes notas, las aclaraciones terminológicas, las muy frecuentes visitas al diccionario. No estoy del todo seguro, pues, de que tampoco en esta ocasión pueda decirse que “leí” el Quijote, pues como había ocurrido más de treinta años atrás fueron muchos los fragmentos preteridos, muy abundantes los saltos, continuas las omisiones, considerables las lagunas, frecuentes las exclusiones y, lo más importante, intensa la sensación de no haber “penetrado” en el libro, mucho menos disfrutado de él. (Por cierto, esta edición a la que me refiero ha sido la base de la que ahora, en este 2015 del centenario de la segunda parte, aparece como “definitivamente definitiva”, también a cargo del ubicuo profesor Rico: dos voluminosos tomos, de 1.345 y 1.967 páginas, respectivamente, que incluyen por un lado el texto íntegro profusamente anotado, y por otro grabados, mapas, anexos y estudios de decenas de especialistas que incorporan los nuevos hallazgos de la investigación sobre el clásico, revisan el texto a partir de sus incontables ediciones, corrigen las erratas y confusiones que se han mantenido a lo largo de los siglos y, en cierto sentido, esclarecen y “fijan” el contenido de la obra maestra).
 
Y entonces, ¡¡por fin!!, aparece la versión de Trapiello. Andrés Trapiello, cervantinista confeso, que ha “compartido” gran parte de su existencia con el Quijote, entrega -bien que simultaneándolos con otras, muchas, notables actividades: diarios, novelas, ensayos, poemas- catorce años de su vida a verter el libro al castellano actual. Un castellano que mantiene los rasgos estilísticos, los juegos literarios, las referencias, el humor y todas las claves de la obra originaria, así como la voz genuina de los personajes, pero haciéndolos comprensibles, accesibles, al lector de nuestros días. No se olvide que, como indica en la obra Sansón Carrasco, la historia que el Quijote narra es tan clara que no hay nada en ella que resulte difícil: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran, y esa claridad no era perceptible hasta ahora más que para el académico y el experto, el estudioso, el investigador y el erudito. El trabajo del “traductor”, minucioso y lleno de rigor, le ha llevado a manejar decenas de posibilidades en cada caso antes de dar con el término preciso que conciliara la fidelidad al espíritu primigenio del libro con la adecuación a la lengua de hoy (de esa espléndida “conciliación” da cuenta, por cierto -y de manera admirable-, la magnífica portada del libro, obra de un Guillermo Trapiello probablemente hijo del autor, reconocible tras esa G. tan reiterada en sus diarios). A modo de único ejemplo -no hay tiempo para más- destaca la opción escogida para sustituir, en el conocido comienzo del libro: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, esta última expresión “lanza en astillero” (colgada en una percha para lanzas, en el sentido que le da el diccionario académico) desconocida para cualquier lector medio, entre los que me encuentro. Las alternativas manejadas fueron: en astillero, en su astillero, en su astilero, en un perchero, en una percha, en un trastero, en el trastero, polvorienta, ya embotada, arrinconada, en un rincón, ya herrumbrosa, ya oxidada, en el desván, en un desván, en el armero, ya en olvido, vieja y sucia, de otro siglo, ya a trasmano, ya en desuso, en la reserva, en su retiro, retirada, licenciada, hasta llegar, tras consultas, conversaciones, estudios e indagaciones varias a ese ya olvidada que le pareció la opción finalmente más ajustada.
 
Como puede deducirse, el proyecto -aparte de arduo y casi interminable- es arriesgado y discutible, lo es en sí -¿había necesidad de “traducir” el Quijote?- y lo es en sus resultados -¿son oportunas todas las propuestas ofrecidas por el “intérprete”?-, pero ni yo soy un experto ni son estos el lugar ni el tiempo adecuados para hacerlo. Además, como al término de esta reseña os dejo el esclarecedor prólogo escrito por el propio autor -junto a las palabras preliminares de Mario Vargas Llosa- en el que presenta “algunas razones” que justifican su a mi juicio meritoria y elogiable y sobresaliente y, sobre todo, necesaria labor, no tiene tampoco sentido el que me detenga yo ahora en ellas.
 
Os diré tan sólo -y vuelvo de nuevo a mi experiencia personal- que, por fin, he leído de cabo a rabo y en un arrebato entusiasmado el Quijote, el Quijote de Trapiello, sí, pero sobre todo -así lo creo- el Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra que resuena aquí con toda su frescura, con todo su ingenio, con toda su profundidad, con todos sus registros, con toda su “música”, con toda su sabiduría -libresca y vital-, con toda su humanidad, con todos los rasgos que han hecho de él una magna creación del espíritu humano. La experiencia, creedme, ha resultado inolvidable: no se puede imaginar la ilusión con la que he gozado -y no exagero en el verbo- de una inconmensurable obra maestra, con la que me he lamentado -un lamento en el fondo alegre- por no haber podido hacerlo antes, y con la que me lanzado a releer el texto “auténtico”, el originario Quijote escrito en el fecundo castellano del siglo XVI. Mi enhorabuena ferviente, pues -una vez más-, a Andrés Trapiello por su valiente y necesaria propuesta y, sobre todo, por sus deslumbrantes logros.
 
Pero como dice también el bachiller Sansón Carrasco al comienzo de la segunda parte del Quijote, es grandísimo el riesgo al que se expone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerlo tal que satisfaga y contente a todos los que lo lean, y así ha ocurrido en este caso, con un apasionado debate -furibundo en ocasiones, os invito a entrar en el blog de otro poeta, José Luis García Martín, para comprobarlo- entre entusiastas y detractores de la iniciativa de Andrés Trapiello. Fernando Aramburu, Félix de Azúa, por un lado, y el citado José Luis García Martín o Alberto Manguel por otro han sido algunos de los nombres que han terciado en la polémica, muy instructiva aunque inexplicablemente agria en algunos casos (mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son hacer bien a todos y mal a ninguno, dice don Alonso Quijano, y uno ve a Trapiello guiándose por idénticos propósitos, que excluirían el tono ofensivo de algunas intervenciones en la controversia).
 
En fin, no hay tiempo para más. Os recomiendo vivamente este Quijote de Andrés Trapiello que pone a nuestro alcance toda la belleza y la genialidad de la obra originaria. Os dejo con una breve pieza musical, de las muchas que -como en tantos otros campos del arte- ha generado la obra cervantina. Se trata de  tres de las célebres canciones de Maurice Ravel, en la obra Don Quichotte á Dulcinèe, interpretadas en este caso por el afamado barítono alemán Dietrich Fischer-Diskau.
El Quijote, hoy. Mario Vargas Llosa. Madrid, febrero de 2015
 
En los años sesenta, cuando yo viví en París, André Malraux, ministro de Asuntos Culturales del general De Gaulle, provocó una ruidosa polémica con su decisión de limpiar las fachadas de todos los grandes edificios clásicos que albergaba Francia. Hubo violentas protestas de eruditos y académicos según los cuales era una verdadera herejía privar a los grandes monumentos históricos de la reverente pátina con que los habían recubierto los siglos. Sin embargo, tiempo después, cuando los tiznados y las manchas de polvo y mugre que los envolvían fueron desapareciendo y las maravillas arquitectónicas de Notre Dame, el Louvre, la Tour Saint-Jacques, los puentes sobre el Sena, aparecieron con su cara limpia y todos pudieron admirar en su esplendor primigenio la delicadeza de sus detalles, los logros y bellezas de esas joyas intemporales, prevaleció una suerte de unanimidad respecto a la sabia decisión del autor de Las voces del silencio de actualizar el pasado cultural y volverlo presente.
 
No me sorprendería que hubiera una polémica semejante en el mundo de la lengua española con la audaz empresa de Andrés Trapiello de la cual es resultado este libro. La suya ha sido una obra de tesón y de amor inspirada en su conocida devoción por el gran clásico de nuestra lengua. A lo largo de catorce años, a medida que leía y releía El Quijote, ha ido también, de manera cuidadosa y reverente, buscando equivalentes contemporáneos de palabras y expresiones a las que, por haberse distanciado de nosotros en el tiempo y el uso, el lector contemporáneo común y corriente no tenía ya acceso. En la versión de Trapiello la obra de Cervantes se ha rejuvenecido y actualizado, como el Louvre o Notre Dame, sin dejar de ser ella misma, poniéndose al alcance de muchos lectores a los que el esfuerzo de consultar las eruditas notas a pie de página o los vocabularios antiguos disuadía de leer la novela de Cervantes de principio a fin. Ahora podrán hacerlo, disfrutar de ella y, acaso, sentirse incitados a enfrentarse, con mejores armas intelectuales, al texto original.
 
______________________________
 
Algunas razones. Andrés Trapiello Madrid, 20 de febrero de 2015
A la memoria de la Institución Libre de Enseñanza y de las Misiones Pedagógicas
 
Durante los catorce años que he tardado en pasar el Quijote de su castellano original al nuestro, me he acordado a menudo de la Institución Libre de Enseñanza y de las Misiones Pedagógicas. Los días que resultaba una tarea demasiado quijotesca, me decía por alentarme algo: «Ánimo, esto es lo que habría querido don Francisco Giner, en esto trabajaron las Misiones Pedagógicas; alguien ha de devolver a tantos lectores lo que es suyo, la savia y espíritu no sólo de la literatura, sino de nuestra propia vida». Y recordaba a una gran parte de esos lectores, españoles e hispanohablantes, que, a diferencia de los de cualquier otra lengua a la que esté traducido, no han podido leer el Quijote, obligados a hacerlo en un castellano del siglo XVII que ni hablamos ni a menudo entendemos cuando lo leemos. «Cuántos de esos lectores -me decía también- habrán empezado su lectura una y mil veces, y para cuántos el mismo Quijote ha sido uno de esos molinos de viento cuyas aspas, quiero decir, cuyos hipérbatos, tiempos verbales y léxico arcaicos los descabalgan en cuanto se le acercan, rematándolos luego con alevosía las cuchilladas de mil notas a veces enfadosas y poco claras».
 
Lo dice muy bien Vargas Llosa en las palabras que abren esta edición, y antes Juan Ramón Jiménez, el amigo de Giner: «Cervantes es nuestro Homero, y al mismo tiempo, nuestro mar de lenguas, olas y ondas que hablan, como sirenas, en español, y para siempre, como habla el mar, para él mismo, siempre del mar, que también cambia de lengua, como cambia la lengua de los libros por transformación natural y la lengua de las bocas; y que un día, cuando acaso se haya transformado el español en otra lengua y tenga que traducirse como hoy el latín o el arábigo español, habrá que traducirla como un poeta pudiera traducir el mar, la lengua misteriosa del mar que parece tan clara y tan corriente».
 
Como a Pierre Menard, el personaje de Borges, me habría gustado que después de haberlo aderezado de nuevas, el Quijote siguiera aquí tal y como Cervantes lo escribió, sin haber cambiado ni una coma. Pero no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, habría dicho Sancho Panza. No se puede pasar el Quijote de ayer al de ahora sin dejar algunas cosas por el camino; unas no se echarán de menos, pero cómo no recordar aquel fabuloso «¡No milagro, milagro, sino industria, industria!».
 
El sino del Quijote es haber sido, desde su origen, un libro traducido. Cervantes cedió a un proscrito, a un autor arábigo, Cide Hamete, la gloria de escribirlo, y le pidió a otro que encontró en el alcaná de Toledo que lo tradujera «a nuestro vulgar castellano». Vulgar no por zafio, sino por hablarlo la gente, el vulgo, en una época en la que el vulgo tampoco era vulgar, o al menos como lo es ahora. Y a eso vamos, a que ha habido que traerlo de aquel «castellano vulgar» al de ahora, acaso no tan expresivo como el de Cervantes, pero con el que hemos de vérnoslas para decir lo nuestro como él dijo lo suyo.
 
¿Hablamos aún la lengua de Cervantes? Sí y no. Por suerte estamos mucho más cerca de ella que un griego actual del de la Ilíada, o que lo están del latín, del que proceden, las lenguas romances. Pero en estos cuatro siglos el idioma español, siempre vivo, se ha movido, y ese ha sido precisamente uno de los escollos de mi trabajo, enfrentarme al deslizamiento de significado de no pocas palabras, tiempos verbales y giros. Ejemplo de esas palabras es discreto, en época de Cervantes juicioso, inteligente, agudo, prudente, sagaz, y también discreto. El lector de entonces sabía interpretarla, acentuarla, diríamos, conforme al contexto, de una manera o de otra, y lo mismo ocurre con muchas más que usamos en sentido muy distinto (liberal o puntual, por ejemplo). Algunas incluso ni siquiera existían en tiempos de Cervantes y una errata en el Quijote, libro sobre el que se estableció la norma de nuestra lengua, les dio carta de naturaleza; fue el caso de lercha, que pese a la oportuna restitución de Francisco Rico como percha, aquí sigue apareciendo como lercha, usada desde entonces, porque después de cuatro siglos esta palabra se ha ganado el indulto, siquiera como fantasma del majestuoso castillo que es el Quijote.
 
Los tiempos verbales, principalmente los subjuntivos, hoy desusados en buena medida, no son tampoco trabas menores que tiene que sortear un lector actual, al igual que el empleo de las preposiciones o el de un hipérbaton que tanto tiene de laberinto para nosotros. En cuanto al infinito número de refranes, giros y locuciones populares, en buena parte olvidados, siguen y seguirán siendo fuente de eternas controversias.
 
Yo sé que es muy difícil poner el Quijote en castellano actual al gusto de todos sus lectores, porque cada uno de nosotros trae un Quijote y un castellano propios en la cabeza. Si me hubiera sido posible, habría tenido en cuenta la opinión de todos, porque pensar que sólo yo iba a tener las soluciones más atinadas sería de tontos. Por eso mismo no es una tarea que pueda acabarse nunca.
 
Cuántas vueltas habré dado a muchos pasajes de este libro, cuántas lo habré reescrito. Durante unos meses tal o cual frase me parecía bien de una forma, pero tras consulta con dos o tres amigos, acababa cambiándola y, pasado el tiempo, la volvía a cambiar. Sólo sus doce primeras palabras, esas que se saben de memoria incluso los que no han leído el Quijote («En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme»), siguen tal cual, y si he vencido la tentación de traducir, como debiera, lugar por pueblo o aldea, o no quiero por no llego a, ha sido sólo por comprender que en ese comienzo memorable, como en el Partenón, está excusado cualquier arreglo.
 
El Quijote es, como tantos clásicos, más un libro estudiado que leído, pero si queremos que vuelva a ser una historia leída como lo fue en su tiempo («porque es tan clara que no hay nada en ella que resulte difícil: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran», dice el bachiller Sansón Carrasco), ha de tenerse muy en cuenta a quienes la han estudiado y editado concienzudamente. Sin ellos no es probable que nadie hubiera podido entenderlo cabalmente.
 
Yo he tenido presentes unas cuantas ediciones, como es natural; citaré sólo tres: Hartzenbusch (una especie de Sherlock Holmes dotado de un finísimo instinto), Rodríguez Marín (monumental siempre) y Rico (que tanto ha hecho para fijar el texto original). Aunque a veces no haya podido seguirla todo al pie de la letra que me habría gustado, ha sido la de este último la que me ha servido de pauta.
 
Los estudiosos del Quijote se han debatido siempre entre estos dos extremos: lo que está escrito (conforme a lo que se publicó en las principes y ediciones significativas) y lo que pudo haber querido decir Cervantes.
 
Esto último no es fácil de dilucidar en nadie; en Cervantes, menos que en ningún otro.
 
El Quijote es una novela tan hablada como escrita, y aunque a menudo lo primero que se marchita sea el habla, no invalida aquel «quien escribe como se habla irá más lejos y será más hablado en lo porvenir que quien escribe como se escribe», que decía Juan Ramón y que le viene a Cervantes como anillo al dedo. De modo que traducir el Quijote es devolverlo al habla nuestra, en la medida de lo posible, tratando de que vuelva a ser un libro tan hablado como escrito.
 
En la imprenta en la que entra don Quijote en Barcelona, le es presentado alguien que acaba de traducir un libro del italiano, y don Quijote cruza con él unas palabras, para acabar diciéndole: «Traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, están llenas de hilos que las oscurecen y no se ven con la claridad y color del derecho; y traducir de lenguas fáciles ni requiere ingenio ni buen estilo, como no lo requiere el que copia ni el que calca un papel de otro papel. Y no por esto estoy diciendo que no sea loable este ejercicio de traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre que le trajesen menos provecho».
 
En esto último lleva razón, siempre hay cosas peores. Lo otro, el propio don Quijote se encarga de matizarlo dos o tres líneas después.
 
Ni que decir tiene que yo he dado a la lengua de Cervantes, a tenor de la dificultad de entenderla muchas veces, el tratamiento de una de las lenguas reinas. Quien pueda leer el Quijote en la suya original, a costa incluso de un pequeño esfuerzo, debe hacerlo. Le esperan sutilísimos matices, palabras y giros arcaicos con su sabor genuino y complejos usos verbales y modulaciones y fraseos que no podrá apreciar quien haya de leerlo en otro idioma. Por suerte, nuestro castellano es el más próximo al de Cervantes, y eso nos permite quedarnos muy cerca de él, sin tener que ir a las Chimbambas, adonde ha visto uno que han tenido que irse todas las traducciones para hacerlo inteligible, a costa, claro, de la fidelidad y de su embrujo. Pero si queremos seguir hablando la lengua de Cervantes, es necesario hacer que Cervantes hable nuestra lengua.
 
Aunque esta no es la traducción de un filólogo, he procurado respetar el original, si no como un filólogo, al menos como un poeta. Quién sabe si alguno de mis vislumbres puedan servirle a alguien. Nada me gustaría tanto. El Quijote es una gran partitura en la que cada lector interpreta, y eso ha hecho uno, con el mayor respeto, desde luego: poner en ella mis propias cadencias. El ideal sería haber encontrado para cada línea soluciones como aquellas que Tomás Segovia y Carlos Pujol, excelentes poetas, excelentes traductores, encontraron al célebre «to be, or not to be, that is the question» de Shakespeare y al «Victor Hugo, hélas!», respuesta de Gide a la pregunta de quién era el mejor poeta francés. Segovia tradujo: «Ser o no ser, de eso se trata», y Pujol: «Victor Hugo, ¡qué le vamos a hacer!». Hasta llegar a esas traducciones de suma excelencia, cuántos tanteos, cuántas aproximaciones insuficientes.
 
¿Los criterios de esta traducción? Ni son pocos, ni es sencillo exponerlos, ni probablemente interesen mucho. El principal ha sido siempre el de detenerse a tiempo. Habrá quienes se pregunten: ¿por qué ha traducido tal palabra o giro, y no tales otros; por qué aquí, y no allí? Por expresarlo al gusto de Cervantes, buen conocedor de naipes: en una traducción se corre siempre el riesgo de las siete y media, o te pasas o no llegas.
 
Los lectores en los que he pensado mientras traducía este libro se parecen mucho a esos que vemos en el metro, abismados en la lectura, como don Quijote en las suyas, de lo que puede ser el último best seller, un libro de aventuras o un tomo de En busca del tiempo perdido. Todos ellos tienen derecho a leer el Quijote de la misma manera fluida y sin tropiezos. ¿Cómo proceder entonces? He procurado hacerlo con tiento y de una manera orgánica, atendiendo al instinto cuando no había nada más fiable a mano. De ahí que no sea en absoluto infrecuente que una misma palabra (nos hemos referido a discreto, pero hay muchos más casos: ciencia, razones, voluntad, cojín, sabio, huésped, admirar, humor, mohíno, correrse, excusar...) haya sido traducida de manera distinta según el pasaje, mientras otras han quedado sin traducir por intraducibles (busilis), o por significativas (esos fechos y fazañas que siguen en boca de don Quijote por contribuir con ello a conservar los rasgos trasnochados del personaje), o por específicas (ferreruelo, saboyana), como específicas son cabrestante o jarcia en una novela de Salgari, Stevenson o Conrad. Para refranes, interjecciones y dichos ha hecho uno lo que todos los traductores del Quijote, buscar equivalencias vivas («pedir cotufas en el golfo», cuyo sentido pocos conocen ya, ha pasado a refranes en uso, «pedir peras al olmo» y «naranjas de la China») o tantear una reconstrucción aproximada («castígame mi madre y yo trómpogelas», tan hermético, ha quedado en «ríñeme mi madre, por un oído me entra y por otro me sale»).
 
Algunas veces, también, se han corregido errores del autor o de los impresores, no la famosa pifia del rucio, sino minucias que Cervantes habría corregido de haber tenido sosiego, ganas y tiempo. Si dice él, en un desliz tan patente como insignificante, que «la primavera sigue al verano», ¿por qué no poner «a la primavera sigue el verano», saltándose el exceso de celo?; y si se dice que ha sido don Quijote quien ha dicho lo que dijo Sancho, ¿por qué no hacer que cada cual diga lo que dijo?
 
En cambio he dejado algunos «entró dentro», «salió fuera», «se apartó a una parte» o «los sucesos que allí me han sucedido», y unos pocos de esos «descuidos» que, a juicio de los entendidos, le afean tantísimo el estilo a Cervantes. ¿Por qué conservarlos? Por recordar a todos aquellos que ponen tanta ilusión en descubrírselos y afeárselos a los escritores de ahora que de menos nos hizo Dios.
 
Decía al principio de este prólogo que me había acordado muchas veces de los viejos institucionistas y de los jóvenes de las Misiones Pedagógicas que llevaban, en un camión, por los pueblos de la España republicana, las copias del Museo del Prado. No eran las pinturas originales, pero sirvieron para que muchas gentes conocieran por primera vez lo mejor de nuestra cultura y lo más noble del espíritu humano. Quiero creer que miles de lectores podrán venir por fin a encontrarse en este libro con el talante libérrimo y valiente de don Quijote, la socarronería y buen juicio de Sancho, la compasión con la que Cervantes miraba a todo el mundo y la discreción con la que todos ellos tratan de mejorarse y mejorarnos.
 
Es posible también que algunos pocos que presumen de leer el Quijote «en su prístino estado» encuentren que aquí se rebaja el original, y traten ellos de rebajar este sin resignarse a compartir con todo el mundo una finca, quiero decir un libro, que acaso creían de su exclusiva propiedad. «Felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original», dice don Quijote en aquella imprenta barcelonesa de ciertas traducciones de Cristóbal de Figueroa y Juan de Jáuregui. Algo me dice, sin embargo, que a los descontentadizos también les habría disgustado la traducción de este libro hecha por el mismísimo Cervantes, y se la hubieran leído con una lupa en una mano y la cimitarra de cortar pelos en tres en la otra.
 
Toca ya a su término este prólogo, pero no quiero dejarlo sin decirte esto. En el episodio de las aceñas o molinos de río, en el que una vez más don Quijote acaba no sólo molido sino pasado por agua, el de la Triste Figura dice para sus adentros: «¡Basta! Convencer aquí a esta canalla de que por ruegos hagan algo virtuoso será predicar en el desierto. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro hizo que me atravesara. ¡Dios lo remedie!, que todo este mundo son intrigas y apariencias, contrarias unas de otras». A continuación Cervantes le hace decir a don Quijote: «Yo no puedo más». Es evidente que lo que don Quijote quería decir, y a Cervantes se le pasó por alto, era esto otro, bien diferente: «Yo más no puedo».
 
Sólo por esa restitución doy por bien empleados estos catorce años de trabajo, que cierro también con un «yo más no puedo», contento y deseando se le den a uno alabanzas no por lo que tradujo, sino por lo que he dejado de traducir.