Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de septiembre de 2011

JAVIER MARÍAS. LOS ENAMORAMIENTOS

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy vengo con una recomendación espléndida, con un libro excelente de un autor que no había aparecido hasta ahora en nuestra sección pese a que se trata de uno de mis escritores favoritos. Hablo de Javier Marías, cuya última obra, Los enamoramientos, es, como casi siempre en las publicaciones del madrileño, genial. El libro lo presentó hace algunos meses Alfaguara y al igual que la mayor parte de los de Javier Marías ha conocido un extraordinario éxito de ventas.

Lo más singular en Los enamoramientos, el aspecto que destaca, a mi juicio, por encima de todos los demás es el estilo, más allá de la trama argumental, en este caso muy tenue, aunque intensa y envolvente, de la que luego os hablaré, e independientemente también del mayor o menor interés de los pensamientos, de las ideas, de los temas de reflexión que plantea la novela, siempre interesantes y sugestivos, siempre densos y originales, siempre profundos y muy ricos, aunque siempre discutibles, como en cualquier caso ocurre con la obra de Javier Marías, sin importar el género en el que se desenvuelva (sea éste el artículo periodístico, la reseña literaria o la obra de ficción), siendo irrelevante también el motivo sobre el que gire su escritura: la denuncia de la radical insustancialidad de los políticos, los atropellos a los que se ve sometido el ciudadano, el elogio de una obra maestra del cine clásico o sus diatribas furibundas contra todos y contra todo, por ceñirme a algunas de sus manifestaciones habituales como columnista en los periódicos, en un terreno por tanto más realista y apegado a la cotidianidad, o la imposibilidad de saber la verdad de las cosas, el enorme peso que para nosotros tiene lo dicho y escuchado, o el papel del secreto en nuestras vidas, la dificultad del olvido y la persistencia del recuerdo, la relevancia del azar, los afectos, los engaños, los sentimientos, por hablar de algunas de sus preocupaciones más abstractas o filosóficas, más conspicuas también.

Es, por el contrario, la potencia de su prosa torrencial lo que, una vez más, nos impresiona en sus libros. Marías empieza a escribir y abre la compuerta a un impetuoso manantial de palabras que fluyen sin fin, de modo imparable, en un discurso magnético, envolvente, seductor, musical, con un ritmo hecho de repeticiones y pautado por palabras y términos que aparecen una y otra vez, por expresiones recurrentes, que se reiteran con una cadencia que encanta y fascina y embelesa. Había empezado a mezclar tiempos verbales, presente de indicativo, pretérito indefinido e imperfecto, se dice en el libro, y esa mezcla de tiempos verbales, de frases encadenadas e interminables, ese portentoso juego con el lenguaje, llevado a sus últimas consecuencias para conformar una prosa densa y a la vez fluida, intrincada y como mágica, resulta deslumbrante y altamente adictivo. Y así, una tenue idea principal, tantas veces banal, se ve enriquecida por infinidad de enfoques, de precisiones, de digresiones, de matices, y el relato avanza y se desvía y se detiene interminablemente y deriva y se reanuda, y aparece un nuevo motivo y el autor lo desmenuza, lo analiza con minuciosidad casi científica, lo disecciona, y siguen corriendo las palabras, y ahora hay meandros e incisos y divagaciones, y surge un nuevo detalle menor, y en él se demora el escritor, y lo rodea y lo completa y juega con él y lo incorpora a la trama y vuelve a alejarse aparentemente de ella y la novela imperceptiblemente avanza y llevamos cincuenta páginas y ahora cien y doscientas y nada pasa, no hay acción, no parece haber siquiera evolución de los personajes, o si la hay, si lo hacen, si cambian, si crecen, es a través de las palabras, de esta interminable y fecunda e hipnótica y como imantada marea verbal. Habla Javier Marías en un momento del libro del vagaroso universo de las narraciones, con sus puntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos, circundadas y envueltas todas en la penumbra o en la oscuridad, sin que importe lo exhaustivas o diáfanas que pretendan ser, pues nada de eso está a su alcance, la diafanidad o la exhaustividad. Es una novela -dice más adelante- y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta.

Y así ocurre también en Los enamoramientos. María Dolz, la Joven Prudente como se la denomina en el libro, se desempeña profesionalmente en un sello editorial (lo cual es una excusa para que Javier Marías se despache a gusto sobre el medio y sus pobladores). En sus pausas laborales, su desayuno en un café cercano a su trabajo, observa cautivada a una pareja, Miguel Desvern o Deverne y su mujer Luisa, que parecen constituir el matrimonio ideal. Desde su posición de observadora anónima, María, narradora y principal protagonista del libro, manifiesta su encantamiento ante aquellos dos seres casi celestiales, angélicos en su inmaculada perfección. Un buen día, Miguel aparece salvajemente asesinado. María se adentrará entonces en la existencia de Luisa, y sobre todo de Javier, el buen amigo de la pareja, y la historia dará algunas vueltas inesperadas, nos toparemos con situaciones imprevistas y con acontecimientos que con benevolencia podremos llamar peripecias novelescas (aunque para conocerlas haya que esperar doscientas páginas), y a todo ello asistiremos desde la mirada de una perspicaz María, que indaga, penetra y elucubra sobre lo que fue y lo que pudo ser la vida de la atractiva pareja.

En el transcurso de las divagaciones de la protagonista, y mientras vamos descubriendo nuevos detalles de la leve trama, nos encontramos también, -la ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da, dice Marías por boca de uno de sus personajes-, con oportunas indagaciones sobre la pérdida de todos los códigos, lo que impide saber ya nunca a qué atenernos, sobre la verdad y la mentira y sobre el reconocimiento del engaño y lo inverosímil de la realidad, sobre el recuerdo y la imposibilidad de volver al pasado o de demorarse en él y sobre la conveniencia de dejarlo pasar sin retenerlo, y por supuesto sobre el enamoramiento y sus efectos, la revelación, la fragilidad, el contagio, el entusiasmo, el temor, la simpatía, la aversión, la obsesión, el dolor, la impaciencia, el arrebato, la ternura. Y también, como ha señalado la crítica, sobre la voluntad que ponemos en nuestros actos o la carencia absoluta de ella, sobre el azar y las circunstancias, sobre la lealtad y la amistad, sobre la vida y la muerte...

Y aparecen también las referencias literarias, en un rasgo típico de alta cultura característico de la obra de Javier Marías, pero que, pese a la presumible distancia que elementos así introducen entre el texto y el lector convencional y no especialmente formado, el autor logra que las citas y las envolventes reflexiones en torno a ellas, se integren con fluidez en la trama y no sólo no nos parezcan abstrusas ni pedantes, sino que nos resulten indispensables para la comprensión y el disfrute de la novela. Así, en Los enamoramientos se entretejen una enigmática frase del Macbeth de Shakespeare, debería haber muerto de ahora en adelante, la desoladora aventura del Coronel Chabert, un personaje de una novelita de Balzac (que ahora ha reeditado el propio Marías en su colección La lanza del tiempo), un terrible episodio de Los tres mosqueteros protagonizado por Athos y su joven esposa Anne de Breuil, o un medio verso de John Keats, se demoró pálidamente. Y sobre cada una de estas referencias, los personajes hablan y glosan y profundizan e inventan y así, una vez más, el libro sigue avanzando, en un encantador torrente de palabras, porque, insisto, sobrevolándolas todas, está el hechizo de la prosa del escritor, que logra que, aún sin interesarnos lo que pueda contarnos, desentendiéndonos, incluso, de la historia (no es el caso: en Los enamoramientos la historia también nos atrapa), no podamos dejar de leer. Tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión (...) me deleitaban su voz grave y como hacia dentro y su sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios, el conjunto parecía provenir no de un ser humano sino de un instrumento musical que no transmite significados, quizá de un piano tocado con agilidad, se dice en un momento del libro, describiendo sin querer un aspecto principal de la escritura de Javier Marías:

¿Sin querer? Sinceramente, no lo creo, dada la extraordinaria inteligencia del autor, muy consciente de la necesidad de permear su obra con estas constantes metarreflexiones sobre la escritura y la ficción y sobre el valor de lo que se cuenta y escucha, de lo que se escribe y lee, en otro de los elementos interesantes del libro y muy definitorios del singular estilo Marías. Por ejemplo: Todo se convierte en relato y acaba flotando en la misma esfera, y apenas se diferencia entonces lo acontecido de lo inventado. Todo termina por ser narrativo y por tanto sonar igual, ficticio aunque sea verdad. Y aún otro más: Cuanto a uno se le cuenta se le queda incorporado y pasa a formar parte de su conciencia, incluso si no lo cree o le consta que jamás ha sucedido y que solamente es invención, como las novelas y las películas (...) Cuanto ha sido dicho se recupera y resuena, si no en la vigilia sí en la duermevela y los sueños, donde el orden no importa, y siempre permanece agitándose y latiendo.

En fin, se nos acaba el tiempo, no dejéis de leer esta espléndida novela, Los enamoramientos, de Javier Marías. La ha publicado Alfaguara, editorial en la que podréis encontrar el resto de la inmensa obra del madrileño. Como complemento musical de la recomendación de hoy, una canción de amor que forma parte de una película que cuenta un tierno enamoramiento. Se trata de If you want me y la cantan Glen Hansard y Marketa Irglova, intérpretes principales de Once, una muy recomendable película. Hasta la semana próxima.

El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos -aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda serán muchos más-, que aquéllos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad le pasó. Es él quien hubo de despedirse, casi siempre contra su voluntad, es él quien se perdió cuanto estaba por venir (quien ya no vio crecer y cambiar a sus hijos, por ejemplo, en el caso de Deverne), quien tuvo que renunciar a su afán de saber o a su curiosidad, quien dejó proyectos sin cumplir y palabras sin pronunciar para las que siempre creyó que habría tiempo más tarde, quien ya no pudo asistir; es él, si era autor, quien no pudo completar un libro o una película o un cuadro o una composición, o quien no pudo terminar de leer lo primero o de ver lo segundo o de escuchar lo cuarto, si era sólo receptor. Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni una sorbo más, y el paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones que se le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un robo o supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; las plantas que la desaparecida cuidaba y regaba con esmero, quizá nadie querrá hacerse cargo, y la crema que se aplicaba de noche, las huellas de sus dedos suaves se verán aún en el tarro; sí querrá alguien heredar y llevarse el telescopio con el que se entretenía observando las cigüeñas que anidaban sobre una torre a distancia, pero lo utilizará para quién sabe qué, y la ventana por la que miraba cuando hacía un alto en el trabajo se quedará sin contemplador, o lo que es decir sin visión; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final, la que solía significar: ‘Ya he cumplido por hoy’. Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’.



miércoles, 21 de septiembre de 2011

ANN BEATTIE. POSTALES DE INVIERNO

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que regresa cada semana a las ondas con una nueva reseña de un libro de interés que esperamos resulte de vuestro agrado. Mi recomendación de esta mañana de septiembre es una novela, una estupenda y muy significativa novela de la escritora norteamericana Ann Beattie, su primer libro publicado, con el que debutó en 1975 y que hace algunos años vio la luz en España en la editorial Libros del Asteroide. Se trata de Postales de invierno, al parecer una de las novelas más influyentes de su época, una genial descripción, como os comentaré dentro de unos minutos, del desencanto de la juventud post-hippie, aunque el libro no puede reducirse a esa muy lograda dimensión sociológica sino que presenta muchos otros elementos de interés. Postales de invierno ha sido traducida por Marta Alcaraz Burgueño y cuenta con un iluminador prólogo del escritor argentino Rodrigo Fresán.

No tengo demasiado tiempo hoy para analizaros la novela con detenimiento, pues el fragmento del libro que quiero leeros, que creo que traslada bastante fielmente lo esencial del espíritu de la obra, es bastante extenso, por lo que me limitaré a mencionaros, de un modo casi telegráfico, algunos de los principales logros de esta muy interesante Postales de invierno.

De manera principal, destaca, a mi juicio, la fotografía muy reveladora de la vida, de la triste y mediocre y decepcionante y desesperanzada vida de un grupo de personas, jóvenes en su mayoría, a mediados de los años setenta, en un Estados Unidos que vive, entre referencias al impeachment a Nixon, a la presencia de John Lennon y Yoko Ono en América, a Henry Kissinger, la mencionada resaca post-hippie, el amargo despertar del sueño, del a la postre fugaz y por ello frustrante sueño de la década prodigiosa, la década de Kennedy, de la aventura lunar, de la era de acuario y de la paz universal, del haz el amor y no la guerra, de las idílicas familias felices de los cuadros de Norman Rockwell, el equivalente iconográfico de nuestros sesenteros botes de Cola Cao. Los personajes de la novela, el protagonista desde que el se nos narra la historia, un Charles de veintisiete años, enamorado fatalmente de Laura, una mujer casada que lo ha expulsado de su lado, y absolutamente desorientado en la vida, y los secundarios: su amigo Sam, que debería entrar en la facultad de Derecho pero malgasta sus días vendiendo chaquetas de hombre; su hermana Susan que parece acercarse a la normalidad a través de su noviazgo con un médico algo extravagante; la madre de Charles y Susan, Clara, desequilibrada, suicida frustrada, que oscila entre estancias en psiquiátricos y hospitales; Pete, el marido de ésta, al que sólo la adquisición de un Honda Civic parece apuntalar en la realidad; todos ellos, sin excepción, viven una existencia insulsa, sin alicientes, sin proyectos, deambulan deprimidos en algunos casos, compulsivamente obsesionados en otros, abiertamente perdida la razón incluso en los ejemplos más extremos, transitan sin norte por unos días invernales transidos de nieve y frío, frío real, sus casas inhóspitas, sus coches decrépitos, sus neveras vacías, sus comidas caóticas, y, sobre todo, frío existencial, soledad, depresión, tinieblas del corazón, impotencia, tristeza. Nunca hago nada, maldita sea; Vosotros dos siempre estáis deprimidos; ¿Cómo hemos podido acabar así?; ¿Qué será de nosotros cuando nos hagamos viejos?, son algunas de las frases que dicen los protagonistas y que revelan esa impotencia, esa frustración, esa ausencia de horizontes, esa tristeza que Rodrigo Fresán señala en su prólogo como uno de los rasgos definitorios del libro, una tristeza a veces hasta graciosa, pues hay mucho humor también, un humor algo desencantado, en la novela.

Y destacan también los diálogos, magníficos, a mí me ha recordado el libro, salvando sus abismales distancias en todos los sentidos, a El Jarama, con su fidelidad a los modos verbales de una época. Y hay mucha música, en estas Postales de invierno, decenas de referencias a las canciones de los sesenta y los setenta, Bob Dylan, Elton John, los Rolling, los Beatles, Janis Joplin. Y hay ternura, y una peculiar historia de amor, y amistad, y sexo, y alcohol y tantas otras cosas.

Os dejo ya con un extenso fragmento del libro, en el que se pone de manifiesto esas impotencia y frustración vitales de las que os hablo. Charles, el protagonista, incapaz de cambiar su pobre vida, sueña ininterrumpidamente, fantasea con lo que nunca podrá llegar a ser, mientras se deja llevar por la absurda corriente de su vida. En este texto se refleja de un modo palmario y muy evidente el contraste entre la excelencia de sus sueños y la muy prosaica realidad en la que vive.

No dejéis de leer este Postales de invierno escrito por Ann Beattie y publicado por Libros del Asteroide, es un libro excelente. A partir de las muchas referencias musicales del libro me quedo con Janis Joplin como cierre de la emisión. Un clásico, Me and Bobby McGee, que alguno de los personajes escucha en la novela.


Apoya la cabeza contra la ventanilla empañada. Cierra los ojos e imagina escenas que no sucedieron jamás. Laura y él iban a la playa y el sol la quemaba y él le extendía crema en la espalda. Laura le preparaba un menú chino de diez platos y le organizaba una fiesta sorpresa de cumpleaños. Le pedía un consejo y él le daba uno muy bueno y la hacía feliz. Comían Fudgesicles en un parque de París, ¿venderán esos helados en París? Seguro, tienen un Mc Donald’s. Fantasía mejorada: Laura y él se comían un Big Mac en el Mc Donald’s de París y luego subían a la Torre Eiffel. Laura en el Lido o en el Crazy Horse con los ojos como platos. Escalaban una montaña en Suiza y bebían ponche de sidra caliente. Cogidos de la mano, paseaban por una calle en primavera. Ella tropezaba, él le arreglaba el tacón del zapato. A ella se le caía un pañuelo perfumado, él lo recogía, olía a Vol de Nuit. Pasaban las Navidades juntos y la casa olía a pavo. Ella le regalaba una piña. Él le peinaba la raya acariciándole el pelo entre una cepillada y la otra. En un supermercado, ella le besaba la oreja. Iban a patinar sobre hielo, ella llevaba una falda larga, él una bufanda larga, igual que en el grabado de Currier and Ives de su libro de Historia de sexto. En México, bajo la lluvia, ella compraba un cuenco grande y blanco con un gallo pintado, y él se lo llevaba. Tenían una villa y una muchacha de servicio, y allí el agua era tan azul que parecía arder.

En realidad, un sábado se comieron una hamburguesa con queso en un Mc Donald’s y fueron felices comiéndosela allí, a pesar del ruido que hacían los niños y de lo apaleada que parecía toda esa gente. Una vez él se metió en la bañera con ella y ella no le echó. Ella le enseñó a jugar al ajedrez y bebieron un vino francés delicioso y barato. Ella le regaló un suéter y él lo conservó durante mucho tiempo antes de perderlo. Él le regaló un frasco de Vol de Nuit y ella le sonrió. Una vez él se metió en la ducha con ella y ella se burló de él, pero no le echó. Ella imitó la postura de sus hombros cuando él caminaba, él imitó su mirada distraída. Nadie se enfadó. La montaña rusa y la noria. Hicieron galletas juntos. Ella se sacó una foto en el fotomatón y se la regaló. Comieron en un restaurante de marisco muy conocido y bebieron brandy. Se colocaron y escucharon a Schubert. Ella le envió una tarjeta de San Valentín firmada ‘anónimo’; siempre juró y perjuró que ella no la había mandado, aunque la letra era la suya. Él le regaló una silla para su apartamento, se la llevó cargándola bajo la lluvia. Ella se sentó en la silla. Estaba empapada.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

HARRY THOMPSON. HACIA LOS CONFINES DEL MUNDO

Hola, buenos días. Seguimos, en estas entregas aún veraniegas de Todos los libros un libro, con recomendaciones propicias para este tiempo de descanso (afortunados quienes todavía podáis disfrutar de él). La que hoy os ofrezco se acomoda de un doble modo a la estación estival. En primer lugar porque se trata, como comentaré más adelante, de un novelón de 832 páginas que en condiciones normales, rodeados como estamos de obligaciones laborales, exigencias familiares, ritmos de vida acelerados, casi hacen imposible la misión -pues así llegará a antojársenos la tarea- de distraer algunas horas para encarar su lectura, mientras que ahora, a la acogedora sombra de nuestro árbol favorito en el jardín o en el campo, en un fresco banco en un parque, protegidos por la sombrilla al borde del mar, bajo el ventilador en la cama, tras la preceptiva e inevitable siesta, uno difícilmente imagina experiencia más atractiva (creedme, no la hay) que adentrarse con pasión en un libro arrebatador y convivir con sus personajes algunas semanas. Por otro lado, al ser la obra recomendada una novela de viajes, pues eso es en esencia más allá de sus múltiples planos, podemos cultivar también, mientras leemos, esa vertiente aventurera presente en mayor o menor medida en casi todos, pues sin duda el libro despertará en nosotros el ansia, la fiebre incluso, de conocer mundo, de lanzarnos al camino, de dejar atrás, viajando, los estrechos límites de nuestra pobre vida.

El libro del que hoy quiero hablaros y que acabo de presentaros con una predisposición tan favorable es, en efecto, una novela excepcional que me ha deparado unos extraordinarios momentos de placer y diversión, de aventuras apasionantes, de reflexión intelectual, de emociones sin cuento, de penetrante indagación psicológica, de saber y erudición nada vanos, nada pedantes, al contrario, muy sugestivos e interesantes. Se trata de la excepcional Hacia los confines del mundo; su autor, el londinense Harry Thompson, fallecido en 2005 a unos cuarenta y tres jovencísimos años y fue  publicado hace unos años por mi muy querida editorial Salamandra en traducción de Victoria Malet y Caspar Hodgkinson.

Hacia los confines del mundo gira sobre la existencia de un personaje principal, el capitán de la muy afamada y poderosa marina británica, Robert Fitzroy, y cuenta con otro protagonista aparentemente secundario, pero de igual o mayor trascendencia, al menos en relación al poso que ha dejado en las generaciones venideras, el naturalista Charles Darwin. En la novela, extensísima novela, como os digo con más de ochocientas páginas, pero que se lee en un suspiro arrebatado, se narran las expediciones de FitzRoy a la Patagonia, a la Tierra del Fuego, al mando de un barco de resonancias míticas, el Beagle. En una de ellas, cuyo relato ocupa la mayor parte del libro, FitzRoy se hace acompañar por Darwin para, desde diciembre de 1831 y durante cinco años, cartografiar las costas suramericanas, investigar la flora y la fauna de esas tierras australes, tomar posesión, en nombre de la Gran Bretaña, de aquellos territorios desérticos, dar nombre a cientos de parajes ignotos, aventurarse entre primitivas poblaciones aborígenes, siempre misteriosas y, en muchos casos, hostiles, con la intención de colonizarlas e intentar ganarlas para la causa de la religión cristiana. La expedición es fascinante y en ella, FitzRoy, Darwin y los diversos miembros de la tripulación, personajes de un coraje, una entereza, una nobleza y una dignidad humana encomiables, ejercen de conquistadores iluminados, de arriscados aventureros en lucha contra los elementos, los fríos polares, las tempestades marinas, el ominoso silencio de un mundo fuera del mundo; ejercen de colonizadores algo despóticos y llenos de prejuicios en relación a los “salvajes”, a los muchas veces pobres fueguinos, araucanos y patagones; ejercen de predicadores cegados por una fe irracional que pretenden contagiosa, de fieles cronistas de un mundo que se extingue y de otro que nace pujante; y sobre todo, ejercen de minuciosos biólogos, de investigadores entregados a la noble causa del conocimiento y el saber; ejercen de geólogos en busca de fósiles, de minerales desconocidos; ejercen de agudos antropólogos, de científicos ejemplares. El lector tiene siempre la sensación de hallarse ante personalidades arrebatadoras, excepcionales, ante adalides del progreso, ante algunas de esas pocas personas que han logrado el avance de la Humanidad. El libro rezuma fuerza, pasión, contagioso espíritu emprendedor, algo como una fiebre vital, genesíaca, que anima a crear, que empuja a ir más allá, y por ello la experiencia lectora se vive de un modo eufórico, entusiasta e inolvidable.

Pero en la novela hay muchos otros elementos de interés. Está la descripción de la vida en una Inglaterra en la que la Revolución Industrial está cambiando los cimientos de una civilización, hay páginas que evocan el mundo dickensiano, los pobres, el hambre, las débiles víctimas de la tiranía fabril. Está también el relato de las peripecias de los viajes marinos, y la crítica ha citado las concomitancias con los libros marineros de Patrick O’Brian, aunque yo he pensado, en muchos episodios, en el cine del mar, en Capitanes intrépidos o en Lord Jim o en Moby Dick. Está también, y sobre todo, el debate intelectual entre la visión tradicional de FitzRoy, su creencia a pies juntillas en los dictados bíblicos, en particular en una creación divina del mundo conforme a los literales postulados del Génesis y en un diluvio universal del que busca pruebas en sus viajes y, por otro lado, la visión más moderna, revolucionaria, de un clérigo Darwin que, progresivamente, pone en cuestión las irracionales premisas teóricas sobre las que se sustenta el saber de su época y va abriéndose a las interpretaciones que sus hallazgos, sus investigaciones, su inteligencia le van mostrando: la realidad del origen de las especies, la teoría de la evolución.

Y hay, todavía, mucho más, pero ya apenas dispongo de tiempo para apuntar otros temas: la evolución psicológica de dos muy complejas personalidades, desde su juventud (Darwin y FitzRoy inician su viaje cuando el primero tiene 20 años y el segundo 26) hasta su edad adulta; las peculiares relaciones de ambos con las mujeres, inexistentes durante sus muchos años embarcados, fraguándose luego en matrimonios y en hijos y en familias más o menos convencionales; las grandezas y las miserias de la acción de las potencias coloniales en relación con los pueblos colonizados; y tantos otros.

En fin, no hay tiempo para más. Leed este Hacia los confines del mundo de Harry Thompson que publica Salamandra. Recrearos en sus páginas, disfrutad de una fantástica experiencia de lectura. Os dejo ya con un significativo fragmento del libro, que espero que pueda interesaros. Después de él, y como siempre, una breve pista musical. Una maravilla de canción, Orinoco flow, de Enya, que exalta el viaje y la aventura, la navegación hacia todos los confines del mundo. Vivir no es necesario, navegar sí, rezaba la divisa de las naves griegas. Sail away...

Capitán FitzRoy, tengo el mecanismo, ahora tengo el mecanismo. Leí el Ensayo sobre el principio de la población de Malthus, y entonces se me ocurrió, está claro como el agua. ¿Por qué el mundo no está plagado de conejos, o de moscas, siendo como son capaces de reproducirse a una velocidad tan increíble? ¿Por qué el mundo no está abarrotado de gente pobre? La respuesta es: los débiles mueren. La muerte, la enfermedad, el hambre les afecta a ellos más que al resto de la población. Sólo los mejor adaptados sobreviven. Ésa es la razón por la que las razas inferiores, como los fueguinos y los araucanos, serán eliminadas, y por la que las civilizaciones del hombre blanco, más desarrolladas, acabarán por ocupar su territorio. Por ese motivo el cristianismo derrota al paganismo, porque se enfrenta mejor a las exigencias de la vida. La muerte es una entidad creativa. Preserva las adaptaciones más efectivas de animales, plantas y personas, y elimina las menos efectivas. De modo que las adaptaciones favorables se vuelven fijas. Así es como se adapta una especie.

Supongamos que nacen seis cachorros. Dos tienen las patas más largas, por lo que podrán correr más deprisa. Son los únicos de la camada que sobrevivirán. En la siguiente generación, todos los cachorros tendrán las patas largas. Las especies se adaptan produciendo variaciones al azar, un proceso de ir probando y cometiendo errores, que persisten si son ventajosas. Es la misma naturaleza, si lo prefiere, quien las selecciona, distinguiendo entre las ganadoras y las perdedoras.


miércoles, 7 de septiembre de 2011

DANIEL PENNAC. MAL DE ESCUELA

Hola, bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro. Tras nuestro debut el año pasado en Radio Universidad -recordad que el programa lleva emitiéndose desde hace muchas temporadas en Onda Cero Salamanca-, volveremos, a partir de octubre, todos los miércoles a las diez de la mañana y los viernes en redifusión a las cinco de la tarde, a la emisora universitaria salmantina. Mientras tanto, a lo largo de septiembre, dejo aquí, en el blog, las reseñas previstas para este mes que no serán radiadas ya que las emisiones de la radio universitaria no comienzan hasta octubre.

Hoy, la sugerencia de lectura que quiero ofreceros está vinculada al inminente comienzo del curso académico; un comienzo que a lo largo de las próximas semanas irá produciéndose en los diferentes niveles educativos desde la enseñanza infantil hasta la universitaria. Y esa proximidad al inicio de las actividades lectivas es lo que hace especialmente oportuna la recomendación de este Mal de escuela que, escrito por Daniel Pennac y editado por Mondadori en traducción de Manuel Serrat Crespo, ha visto la luz en nuestro país hace algunos años. Casualmente en estas pasadas fechas veraniegas, Mondadori publicaba un nuevo libro del francés con el título de Señores niños.

Daniel Pennac es un escritor muy popular en Francia, en donde tiene infinidad de seguidores que lo adoran y en donde la aparición de sus obras se acompaña siempre de espectaculares cifras de venta. Mal de escuela, que ha vendido setecientos mil ejemplares en su país, una reflexión sobre sus experiencias como docente, unas experiencias que por estar contadas por alguien que conoce la realidad de la que habla, por alguien que es protagonista directo de la vida escolar, y que es, además, extraordinariamente sensible ante los problemas de la enseñanza, resultan muy esclarecedoras e interesantes.

Lo más significativo de Mal de escuela es, de entrada, la perspectiva que adopta su autor para narrarnos sus impresiones sobre el mundo escolar. El libro contiene, claro, un análisis, una serie de reflexiones, una amplia variedad de pensamientos sobre la educación en la Francia, y por extensión en el mundo desarrollado del siglo veintiuno. Ello lo acercaría, en una primera impresión, al territorio del ensayo. Sin embargo, al escoger el punto de vista autobiográfico, al contarnos su propia trayectoria como alumno, primero, y como profesor después, Daniel Pennac sitúa su texto en el ámbito de la narración literaria, de la ficción casi, un libro que se lee como una novela.

El autor, en sus años de escolaridad, en su infancia y en gran parte de su juventud, fue un zoquete, el término que el traductor del libro ha elegido para referirse al intraducible cancre que usa Pennac en el libro. Un alumno desastroso, no un gamberro, no un provocador, no un asocial, ni siquiera un chico poco inteligente, ni vago, ni escasamente atraído por los libros; un chico que no entiende apenas nada de lo que cuentan sus profesores, ajeno a las reglas de la ortografía, de la gramática, de la aritmética, pero que además, y sobre todo, sufre el dolor de no comprender. Los boletines de notas del niño Pennac, de los cuales se ofrece uno como muestra en la contraportada del libro, son muy significativos de la personalidad de este zoquete: Dibuja perfecto, salvo en clase, dice de él su profesor de Artes Plásticas. Alegre como compañero, mediocre como alumno, es el tajante dictamen del profesor de Gramática. Habla mucho, pero ni una palabra en inglés, ironiza el maestro responsable de la enseñanza de ese idioma… y así en todas las demás asignaturas. Pero Daniel Pennac cree en su zoquete, no lo considera un idiota. Los padres pueden, podemos ser idiotas, la televisión, los libros, los grupos, pero los chavales no lo son. Los hay más vivos, más atrevidos, más rápidos, nos dice, pero ningún zoquete es idiota, escribe.

Partiendo de esta declaración de principios, de este acto de voluntad, de confianza y reconocimiento en las potencialidades de este chico, Pennac recorre, con el zoquete que él mismo fue y con muestras de muchos otros con los que se topó en su carrera como profesor, recorre, digo, todos los grandes temas relacionados directa o indirectamente con el mundo de la enseñanza: la nostalgia de la infancia, las dificultades del aprendizaje, los problemas de la educación en el mundo multicultural y globalizado, los barrios de aluvión, la inmigración, la integración de quienes llegan a nuestras sociedades prósperas desde el tercer mundo, el aburrimiento de las clases, los profesores que viven con pasión su difícil tarea, las teorías pedagógicas modernas, la vigencia de las viejas prácticas docentes, el influjo en la escuela pública del mayo del 68 y sus proclamas libertarias, el advenimiento de la sociedad de consumo y la conversión de los niños y los jóvenes en clientes y consumidores, la mercantilización de la escuela y la fecunda inutilidad del saber, el olvido de la cultura del esfuerzo y su sustitución por el disfrute inmediato, la irrupción de las tecnologías del ocio, ipod y playstation, móviles y dvds, en el hábitat cotidiano de los jóvenes, la violencia en la escuela, la depresión y la falta de estímulo de los profesores, el narcisismo de la cultura actual, la juvenilización del mundo, el placer y la aventura y el sacrificio que supone el conocimiento, y tantas otras cuestiones interesantísimas que casi todos nosotros hemos vivido y experimentamos hoy día, como profesionales, como padres, como ciudadanos.

E impregnándolo todo, el amor, el amor por la profesión, el amor por la enseñanza, el amor por los chicos, el amor del que entrega su vida a la preciada labor de salvar a cada uno de estos zoquetes, el amor del que los conforta con cariño, del que los respeta, del que intenta comprenderlos, del que los ayuda, el amor de los profesores responsables y conscientes: una golondrina aturdida es una golondrina que hay que intentar reanimar, en la excelente metáfora que cierra el libro.

Leed este interesantísimo y muy bien escrito Mal de escuela, de Daniel Pennac que publica la editorial Mondadori. Os hará reflexionar y disfrutaréis enormemente. Es, además, más allá de su valor intemporal, extraordinariamente actual, en estas fechas en las que los medios de comunicación nos informan de las enésimas reformas en la normativa educativa, en las que oímos hablar de centros de excelencia, reducción de plazas docentes, restricciones presupuestarias en la educación, reformulación de los sistemas de acceso a la profesión docente, del MIR para profesores, de las cifras del fracaso escolar, de las nuevas vías para cursar la ESO, del relanzamiento de la formación profesional, de la sobrecualificación de muchos jóvenes desempleados y de tantos otros temas que ponen a la educación en la primera plana de los periódicos, tantos otros temas que podréis ver reflejados, en mayor o menor medida en este magnífico libro.

Os dejo con un texto que tiene a la memoria, otra de las cuestiones polémicas en el mundo escolar, como protagonista. Tras él, un tema clásico con temática escolar: Another brick in the wall, de Pink Floyd. We don’t need no education...

¿Pero cómo, señor Pennacchioni, les hace usted aprender textos de memoria? ¡Mi hijo ya no es un niño! Su hijo, querida señora, no dejará nunca de ser un niño de la lengua; y usted misma un bebé muy pequeño; y yo un ridículo mocoso; y todos juntos, pura pescadilla acarreada por el gran río que brota de la fuente oral de las Letras; y a su hijo le gustará saber en qué lengua nada, lo que le sustenta, sacia su sed y le nutre, y convertirse él mismo en portador de esa belleza, y con qué orgullo. Adorará, confíe en él, el sabor de las palabras en su boca, las bengalas que iluminan en su cabeza esos pensamientos, y descubrir la prodigiosa capacidad de su memoria, su infinita flexibilidad, esa caja de resonancia, ese inaudito volumen donde lograr que canten las más hermosas frases, suenen las más claras ideas. Le encantará esa natación sublingüística cuando haya descubierto la insaciable gruta de su memoria, adorará sumergirse en la lengua, pescar los textos en sus profundidades, y a lo largo de toda su vida saberlos allí, constitutivos de su ser, poder recitarlos de improviso, decírselos a sí mismo por el sabor de las palabras. Portador de una tradición escrita que vuelve a ser oral gracias a él, tal vez llegue incluso a decírselas a otro, para compartirlas, por los juegos de la seducción, o para hacerse el pedante, es un riesgo que hay que correr. Al hacerlo, recuperará el vínculo con aquellos tiempos previos a la escritura en los que la supervivencia del pensamiento dependía sólo de nuestra voz. Si me habla usted de regresión yo le responderé reencuentro. El saber es primero carnal. Son nuestros oídos y nuestros ojos los que lo captan, nuestra boca la que lo transmite. Nos llega por los libros, es cierto, pero los libros salen de nosotros mismos. Un pensamiento hace ruido, y el placer de leer es una herencia de la necesidad de decir.