Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de noviembre de 2014

EDLEF KÖPPEN. PARTE DE GUERRA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro que un miércoles más os trae una propuesta de lectura con la intención de que pueda resultaros interesante y atractiva. Esta semana volvemos, por quinta edición consecutiva, a la Primera Guerra mundial que, con ocasión de su centenario, estamos recordando aquí a través de recomendaciones variadas, desde distintos “frentes” -y nunca un término fue mejor empleado- y con acercamientos diversos a la irracional contienda.
 
Nuestra aproximación de hoy -habiendo hablado ya de libros que contemplan el fenómeno bélico desde las perspectivas francesa y norteamericana y siempre en los campos de batalla de la línea occidental, con enfoques que nacen del ensayo, el género diarístico o las novelas- se centra en un texto -que puede ser calificado también como novelístico, aunque con matices que luego explicaré- cuyo origen parte del “otro lado” de las trincheras recorridas hasta ahora, pues se trata de un libro escrito por un autor alemán, combatiente en la funesta guerra tanto en el ya mencionado frente como en el oriental, en el que chocaron las fuerzas germanas con el gigante ruso. Edlef Köppen escribió en 1930 un relato novelado de su experiencia en el brutal enfrentamiento, cuyo título es un significativo Parte de guerra y que ha visto la luz en nuestro país hace un par de años por iniciativa de Sajalín editores, que nos lo ofrece en eficiente versión española (aunque en la página 331 se desliza, no obstante, un incorrecto “de motu propio”) de Rosa Pilar Blanco. Su protagonista, Adolf Reisiger, es, sin duda, un alter ego del autor, y su trayectoria en la guerra, desde el 16 de agosto de 1914, fecha del reconocimiento médico que lo declara apto para su incorporación a filas, hasta el 13 de septiembre de 1918, en que de nuevo un parte médico lo rechaza para el servicio a sólo dos meses de la firma del armisticio final y tras cuatro largos años de sufriente experiencia, coincide paso por paso con la vivida por el propio escritor que a causa de las secuelas psicológicas de su participación en la insensata e inhumana devastación fallecería prematuramente, en 1939.
 
No quiero a estas alturas, tras semanas de reiterados comentarios sobre la barbarie que la Gran Guerra supuso, repetirme en mis apreciaciones, por lo que mis palabras de hoy se centrarán, exclusivamente, en daros cuenta de los tres aspectos principales que, a mi juicio, resultan novedosos en el tratamiento que Köppen hace de la consabida ferocidad de aquel cruel delirio. Por un lado, Reisiger es un soldado de artillería -aunque pronto será ascendido y acabará su periplo militar como oficial-, y ello nos permite fijarnos como lectores en la mayor incidencia de los aspectos más estrictamente “técnicos” de la guerra, en particular el muy relevante contraste -que se experimentará por primera vez en la historia- entre los modos de las guerras “clásicas”, basadas en las en cierto modo rudimentarias luchas cuerpo a cuerpo entre miembros de la infantería convencional y más “artesanales” en el armamento utilizado, y la sofisticación de una maquinaria bélica más novedosa y compleja y, consiguientemente, más destructiva y letal. En segundo lugar, más allá del relato “objetivo” de los sangrientos hechos, destaca la descripción de esa muy personal y traumática vivencia de los cuatro años en el frente, de la peripecia vital de un joven de veintiún años cuyo crecimiento individual como ser humano, cuyo paso a la edad adulta se desenvuelven en un escenario que como único horizonte diario ofrece la posibilidad -la alta probabilidad- de una muerte terrible, y en consecuencia, la evolución de la personalidad, del pensamiento -y de los sentimientos- del protagonista desde sus iniciales despreocupación, entusiasmo, idealismo e ilusión por entrar en combate -Köppen, como su personaje, se había alistado como voluntario desde el primer estallido del conflicto- hasta su progresivo escepticismo y su ulterior rechazo a la criminal estupidez de la guerra. Por último resulta remarcable la peculiar estructura del libro, que se configura como un mosaico en el que el relato de los hechos se complementa con numerosos otros “materiales”: documentos, anuncios, partes oficiales, noticias, textos varios, que permiten ofrecer un contrapunto a la acción narrada y enriquecer así, haciéndola más completa y global, la visión de lo que supuso la guerra para la sociedad alemana y, por extensión, universal. En lo que se refiere al primer aspecto reseñado, sobresale -aunque sea de un modo implícito, no subrayado expresamente por el autor- una a mi juicio llamativa presencia de los efectos más destructivos del nuevo armamento y la moderna “tecnología” bélica, capaces de provocar no sólo muertes horribles sino también mutilaciones, descuartizamientos o evisceraciones aterradores, de los que el autor, sin llegar a ser demasiado explícito ni regodearse en la crudeza, no nos ahorra sin embargo detalles para componer una esclarecedora panorámica de esa devastación generalizada. Aquellos jóvenes que, llenos de pasión y algo insensata felicidad, se incorporaban a los ejércitos convencidos de estar llevando a cabo un sueño romántico, que asociaban el hecho de la guerra a viriles, heroicas y decimonónicas cargas de caballería ligera, a veloces e imparables ofensivas de una infantería que, a bayoneta calada, convertirían la batalla en un fugacísimo paseo militar, se toparon de pronto con un horizonte dantesco en el que su precaria y anticuada impedimenta, los pesadísimos morrales, los ropajes ridículos, los cascos-florero, los tupidos y asfixiantes capotes, y, sobre todo, su inútil idealismo se daban de bruces con un escenario poblado de tanques, aviones, nidos de ametralladoras, millones de balas, obuses, los insidiosos y criminales shrapnel con su letal carga de munición asesina, múltiples tipos de bombas, granadas, torpedos, minas, morteros, piezas de metralla estallando por doquier, gases venenosos... todas las destructivas invenciones fruto del progreso de la técnica aplicadas por primera vez en esa guerra para convertirla en una carnicería inenarrable, y que comparecen en el libro, que se convierte así en la cruda descripción de un escenario atronador, fragoroso, ensordecedor, retumbante, rugiente, lleno de estrépito, horrísono, opresivo a causa del trepidante despliegue de artillería. Os recomiendo, en relación a estos aspectos más “objetivos” de la guerra y que han dado lugar, por ello, a estudios históricos e investigaciones académicas más rigurosas, la formidable serie de cinco capítulos, Apocalipsis, la Primera Guerra Mundial, que con los títulos respectivos de Furia, Miedo, Infierno, Ira y Liberación, ha emitido a lo largo del mes de septiembre el National Geographic Channel.
 
Por otro lado, la narración -casi siempre en tercera persona- de los cuatro terribles años de guerra vividos por el protagonista se hace siguiendo, como he señalado, el progreso y la transformación del conflicto en sí, pero sobre todo los de la percepción de Reisiger de los hechos que experimenta. Si en los primeros momentos de su incorporación a filas el muchacho se muestra rebosante de alegría por su participación, llegando a escribir, despreocupado y contento, en su diario: soy muy feliz. Simpáticos camaradas (…) Es como si fuésemos una gran familia, también aquí, en el frente. (…) Transcurre la tarde. ¿Qué harán hoy en Alemania? Dormiré un rato más, días después su fervor guerrero se ha trocado en una cierta decepción que le lleva a criticar la inacción de las maniobras preparatorias (Las noches eran tan calurosas que costaba conciliar el sueño. Yacían despiertos, a menudo hasta el amanecer, revolviéndose en el lecho, agobiados por el bochorno. Los pensamientos, caracoles pegajosos, se arrastraban: qué-demonios-hacemos-aburriéndonos-aquí-esto-de-aquí-no-es-una-guerra), a denostar el absurdo del servicio en la retaguardia, obligado a realizar labores de limpieza de las calles de un pueblo conquistado, a desesperarse por la falta de actividad (El tedio era su ocupación principal desde hacía cuatro meses. ¡La maldita guerra de posiciones!); y, en definitiva, a deplorar la ausencia de enfrentamientos cara a cara (Desde hacía semanas no se oía ni un solo disparo del enemigo y, lo que era mucho peor, desde hacía semanas no podías disparar. Estaban situados frente a frente a lo largo de tres kilómetros como si fueran amigos y en virtud de un acuerdo amistoso ambas partes hubieran caído en un letargo invernal. ¡Absurdo!). Muy pronto ya, metido de lleno en el fragor de la batalla, sus sensaciones van a experimentar un cambio lento, pero paulatinamente significativo, ante la contemplación de los muchos horrores que se verá obligado a vivir. Son numerosísimas las descripciones de los cambiantes estados de ánimo del inexperto soldado tras su revelador bautismo de fuego: A Reisiger le tiemblan las rodillas y se estremece. Nota una sensación de ahogo en la garganta. ¡Así que eso es la guerra! Ahí hay un hombre ruidoso y fuerte, animoso y provocador. Luce el sol, el cielo está azul. De repente el hombre cae al suelo. Y brota la sangre. Y ese hombre regresará a casa y nunca más en la vida volverá a tener mano izquierda. ¡Es una putada! O también: ¿Ni una sola baja? Bah. Es una jodida casualidad. El peligro es una jodida casualidad. La salvación es una jodida casualidad. Y así, de un modo gradual, y a causa de los muchos ejemplos de sangrienta barbarie en los que se ve envuelto, comienza a dudar de su crédula y acrítica aceptación de la necesidad de la guerra (Pasó junto a los muertos y a continuación caminó muy despacio. Pensó, esta noche, en Alemania, el parte militar dirá que se ha rechazado un ataque enemigo con grandes bajas para el enemigo y escasas nuestras. Seguro, once hombres no tienen la menor importancia. Nuestro ejército se compone de millones. Es muy comprensible que se hable de bajas reducidas. Pero él había mirado al primero de esos once hombres. Era un soldado mayor con barba, en la mano derecha un anillo de matrimonio. Reisiger no lo comprendía), a tomar conciencia, más adelante, de la atrocidad inherente a toda conflagración (Nadie se hace ilusiones. No tiene sentido, ningún sentido, imaginarse las horas venideras o la mañana siguiente. De cada mil hombres que marchan por la calle, la mitad deben saber que la mañana siguiente estarán destrozados y hechos pedazos. Pero nadie piensa en eso. La orden ¡Compañía… ar! exime a todos de responsabilidad), a cuestionar después la insensatez que se ven obligados a soportar millones de hombres (Qué extraño desvarío, piensa. Qué extraño… En una calle la artillería golpea a personas y edificios… y en la siguiente hay vida y trajín como en los tiempos más pacíficos. Dos zonas que distan cinco minutos entre sí, la muerte y la vida. Y uno no sabe nada de la otra, o no quiere saber nada. ¡Qué locura, Dios mío! ¡Qué locura de guerra!) y, por fin, a criticar y enfrentarse abiertamente a una situación sórdida, inútil y carente de sentido, como queda de manifiesto en el fragmento siguiente y en el emocionante y conmovedor texto que os dejo al final de esta reseña: Cada vez dudo más de que el deber de una persona sea morir. Cada vez comprendo menos que el sentido de la vida sea la muerte, pues las personas cometemos el pecado más monstruoso contra la vida al morir de un modo tan absurdo.
 
Pero en donde la obra de Köppen resulta verdaderamente novedosa -al menos desde mi experiencia lectora- es en ese recurso estructural al que he hecho referencia en la introducción: la presentación, punteando la crónica de las peripecias de Reisiger, de una amplia muestra de documentos que, con un tono neutro, impersonal y hasta aséptico -aunque en realidad no es así y la sola elección de unos u otros materiales, su ubicación en el texto, ya resultan “intencionados”-, ofrecen la vivencia de la guerra en paralelo a lo que sucede en el campo de batalla, desde fuera de las trincheras, en la vida civil, en los despachos de los dirigentes políticos, en los gabinetes de las altas jerarquías militares. Partes oficiales, cartas, fragmentos de libros, noticias de prensa, artículos periodísticos, anuncios (fajas, viajes turísticos, jabones y hasta adornos confeccionados con restos de proyectiles), publicidad de espectáculos circenses, poemas, notas del Departamento de censura, cartas de restaurantes, extractos de discursos (del Káiser, del Papa, de autoridades varias), intervenciones parlamentarias, informes secretos, mensajes radiotelegráficos, letras de canciones, encuestas, panfletos, entradas de enciclopedias, carteles, tarifas de establecimientos públicos, listados de alimentos distribuidos a la población, comunicados, actas de juicios, sentencias de los tribunales, necrológicas... son innumerables las “interrupciones” del relato con estos elementos que, pareciendo a priori ajenos a los episodios narrados, se imbrican, sin embargo, en la trama novelística, bien sea reforzando su dramatismo al poner de manifiesto la inconsciencia, la ceguera o la hipocresía de quienes contemplaban la guerra desde la relativa comodidad de la vida a miles de kilómetros de la línea de batalla (tras un capítulo en que se han descrito las penalidades que sufren los soldados en las trincheras, aparece un anuncio de un producto que permite lavarse sin jabón ni agua; una carta al director de un diario, escrita por una baronesa protestando contra la conducta indigna de algunas mujeres alemanas que confraternizan con el enemigo, sigue a la descripción de la entrega carnal -a cambio de comida, algún artículo de primera necesidad, o muchas veces, tan sólo, algo de cariño- de las lugareñas de los pueblos invadidos a sus jóvenes ocupantes) o, más a menudo, operando -como consecuencia de la inteligente selección y la irónica disposición de esos materiales por el autor- como paradójico contrapunto a la acción descrita (es el caso de la ampulosa verborrea de los escritos oficiales, repleta de términos como firmeza, heroísmo, honor, victoria, éxito de las operaciones, avances, ausencia de bajas, repliegue del enemigo, que contrasta con la realidad -absolutamente opuesta- de millones de combatientes muertos u horriblemente mutilados por una guerra que el Ejército alemán pierde estrepitosamente).
 
En fin, por todos estos motivos os recomiendo la lectura de este Parte de guerra, el espléndido libro de Erlef Köppen que presenta Sajalín editores. Stolzenfels junto al Rin, una pieza que el protagonista interpreta al piano en un momento de la novela, acompaña musicalmente esta reseña.
 
 
 
Reisiger está en una celda de aislamiento. Es una timba sombría, fría, iluminada por una lámpara azulada, la puerta cerrada con llave, la ventana enrejada de cristal de centímetros de grosor.
 
Bueno, ahora estoy enterrado. Se acabó. Tendría que escribir a mi madre contándole por qué estoy aquí. Pero nadie me lo permite. Porque estoy loco. Estoy loco por orden suprema del comandante supremo. Y así ha de ser. Un oficial que se larga, que se niega a participar, está loco. Chalado, encarcelado, pirado, relevado... mi estancia aquí es de risa. Y eso que no le dije que ya no participaba más. Mi general, me limité a decir, pégueme un tiro, por favor, tome, sírvase, pero no daré ni un paso más hacia delante. No participaré más en el mayor de todos los crímenes... ¿Dónde ha estado usted tanto tiempo? ¿Por qué no detiene a los tanques, eh? Caballero, modérese, repuso él. Y yo grité tanto que el oficial de botas de charol palideció; no pienso moderarme, repliqué. Llevo demasiado tiempo moderándome, y si no me hubiera moderado antes, todos los que han caído vivirían. Gritaré tan alto como me dejen que todos nosotros somos cómplices de este absurdo crimen, y no tolero que se ría alguien, y además, créame, los tanques no tardarán en llegar aquí, al pueblo. Y me agarraron -y por qué no me defendí- y me metieron en el coche, atado a la camilla, y me empujaron debajo del banco sobre el que se desangraba un hombre sin piernas, de modo que se me mojó la cara. Y ayer en el trayecto por la ciudad, en un vehículo con reja, reí y canté y declaré con fervor a todos los médicos: señores, se lo juro, no estoy loco. Tampoco finjo estarlo. Les juro por mi vida que sé lo que hago, y les digo: todo se reduce a confesar que ya no participaré más en la guerra. Lo repito: Ya no participaré más en la guerra. Sé que dejo en la estacada a mis camaradas, y quizá sea una cobardía. Pero sí: soy cobarde. Quiero serlo. No paro de recomendárselo: fusiladme. Imponedme vuestras ridículas leyes marciales y fusiladme. Pero me niego a participar. No quiero ser cómplice más tiempo. Está en juego algo más que la victoria, en la que vosotros creéis tan poco como yo. Esta en juego la muerte cada segundo de seres humanos, a tiros, a golpes, sometidos a mutilaciones... ¿Y por qué? Por una insensatez, porque ya no podemos vencer. Nos hemos batido ahí fuera durante años como ningún ejército del mundo, con toda la fe del mundo, aunque lo negáramos. Ahora se acabó. Ya no participo más. Ya no participo más. Pero usted se ríe y me compadece. Quíteme la mano de la frente, le grité al médico, no quiero que me consuelen. No soy digno de compasión, no estoy enfermo, no estoy loco, no quiero que me perdonen, le digo que sé lo que hago. La guerra es el mayor crimen que conozco. Soy culpable de ella. Durante años he sido culpable de ella. Por orden mía han muerto seres humanos. Ahora se acabó. Hacédmelo pagar. Matadme, porque voluntaria, deliberadamente os dejo en la estacada...
 
Pero cuando me echo a llorar, usted sonríe más compasivo aún, dice: pobre alférez loco. Y yo no he estado más lúcido en toda mi vida: es un delito participar ni siquiera un segundo más en el asesinato.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

JOHN DOS PASSOS. INICIACIÓN DE UN HOMBRE: 1917
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. La ya esperada aproximación de este miércoles a la Primera Guerra mundial, la sangrienta contienda que con ocasión de su centenario lleva aflorando en las últimas semanas en nuestro espacio, la haremos hoy con un libro de un autor norteamericano, en un intento por mi parte de mostraros el dramático conflicto desde el mayor y más diverso número posible de perspectivas. Así, han comparecido aquí hasta ahora, diarios, ensayos divulgativos o novelas (a falta aún de algún otro género literario que aparecerá en programas posteriores). Y, desde el punto de vista de la nacionalidad de sus autores, os he ofrecido en ediciones precedentes el enfoque de autores franceses y alemanes para, como digo, traeros hoy a un escritor estadounidense que representa así, en cierto modo, la “mirada” de otro de los países contendientes. En los próximos miércoles os propondré nuevos acercamientos a esa Gran Guerra desde ángulos diferentes, tanto estilísticos como geográficos.

Mi recomendación de esta tarde es un breve librito -de poco más de cien páginas- escrito por John Dos Passos, el extraordinario autor de algunos grandes clásicos de la literatura norteamericana, Manhattan Transfer o la "trilogía USA", cuya lectura aprovecho para aconsejaros también. El libro del que ahora quiero hablaros, Iniciación de un hombre: 1917, publicado este mismo año por la editorial Gallo Nero, dista mucho de la calidad de esas obras maestras, circunstancia que, por otro lado, no puede sorprender ya que estamos ante el primer texto de Dos Passos, escrito cuando su autor apenas había cumplido los veinticuatro años; aunque no fue hasta 1968, casi medio siglo después, cuando vio la luz tras una enrevesada peripecia editorial de la que se da cuenta en una ilustrativa nota final. Pese a ello el libro no carece, como os comentaré a continuación, de cualidades suficientes como para que su lectura pueda interesaros. El título, que aparece también en castellano, casi simultáneamente, en otra editorial, Errata Naturae, se presenta en una traducción, algo chirriante en ocasiones (como en la ininteligible construcción Martin sintió ablandarse hacia ella, o la poco probable frase en español ¡Qué maravilloso es París en la mañana temprana!, entre otros ejemplos), de Camila Batlles. Por otro lado, la edición esta muy lejos de resultar impecable, con bastantes erratas y fallos tipográficos, así como con un discutible criterio tanto a la hora de encarar las abundantes palabras en francés que pueblan el texto y que no se traducen, como con respecto al tratamiento dado a determinadas abreviaturas técnicas vinculadas al mundo militar y cuyo significado también se hurta al lector, privándole en ambos casos de la completa comprensión del objeto del relato, al que sólo se accederá a partir de una interpretación intuitiva.

Iniciación de un hombre: 1917 narra la aventura -pues así la vivirá, al menos inicialmente, su protagonista, con la despreocupación, la inconsciencia y la ingenuidad de quien encara una empresa arriesgada pero atractiva, peligrosa aunque placentera, brutal e inhumana pero “entretenida”- de Martin Howe, un trasunto del propio autor (la novela es abiertamente autobiográfica) que, con veinte años, a principios de agosto de 1917, y tras alistarse como voluntario, viaja a Europa para desempeñarse como conductor de ambulancias en el frente franco-alemán, el temible flanco occidental de la devastadora guerra. Un año después, exactamente el 12 de agosto de 1918, en alta mar, a bordo del Espagne, el viejo vapor de línea que lo lleva desde Burdeos de regreso a Nueva York, y con las experiencias vividas en esos intensos doce meses (un año de lo más instructivo, escribe en el prólogo a la edición de 1968) aún muy nítidas en su memoria, comienza a tomar los apuntes que acabarán constituyendo su libro primerizo. La novela es, pues, una exposición de recuerdos, una mera colección de estampas de las vivencias, los lugares, las gentes, los momentos experimentados durante de la guerra, contados con sencillez, sin apenas aparente “elaboración” literaria ni tampoco demasiado énfasis dramático, -salvo en algunos pasajes singulares, como luego veremos-, y entrelazados con abundantes reflexiones de tono pacifista y abiertamente antibélico del autor, que en esas fechas comulgaba con ideas socialistas y anarquistas; las mismas que le llevaron, años después, a participar -también como voluntario- en la Guerra civil española.

Así, en esa sucesión de “fotografías”, nos encontramos de entrada con un puñado de jóvenes que dejan Nueva York en el trasatlántico que los conducirá a Francia. Resaltando entre el pasaje por el color caqui de sus uniformes, cantando canciones que ridiculizan al Káiser y los alemanes, bebiendo champán, jugando a los dados y apostando, riendo y charlando en voces exaltadas por la emoción, el tono general de sus conversaciones es de ligereza, de atrevimiento, de inocencia ante la novedosa experiencia. Los chicos -diecinueve, veinte escasos años- representan ese espíritu americano libre, desprejuiciado, decidido, primordial, que tan bien describe la actitud estadounidense hacia la vida, el espíritu pionero, para el que no hay obstáculos, no hay fronteras, nada limita su voluntad ni su empuje. En las charlas nocturnas en el barco alguien se hace eco de los rumores sobre la crueldad de las batallas, lo sanguinario de los gases venenosos, la brutalidad de la guerra que aguarda, pero, en la distancia, todo ello suena irreal, a ficción, y no apaga el entusiasmo casi infantil de los expedicionarios. John Dos Passos corrobora esa actitud casi lúdica en el prólogo mencionado, cuando -cincuenta años después- abiertamente confiesa: debo reconocer que gocé enormemente con el viaje y la aventura después de cuatro insípidos años universitarios. Su álter ego, Martin Howe, manifiesta desde el comienzo, ya en el barco, sus objeciones al absurdo de la guerra, en las que se dejan ver trazos de la izquierdista ideología del autor. Pero yo dudo, dice, ante el odio unánime a los boches, ante la noble uniformidad combatiente de sus interlocutores.

Tras la llegada a Europa, se suceden -lenta y desapasionadamente- los días de nuestro protagonista: Howe pasa -antes de su llegada a los campos de batalla como integrante del Servicio Voluntario de Ambulancias de Norton-Harjes, detrás de Verdún- unos distendidos días en París, recorriendo con amigos cómodos cafés y magníficos restaurantes, siendo objeto de la atención de las atrevidas mujeres franceses, tan distintas de las norteamericanas (lo que no impide que, de repente, irrumpa, en la figura de un inválido, su rostro desfigurado convertido en una cavidad monstruosa, el salvaje recordatorio de una guerra que estalla sólo unas decenas de kilómetros más allá); lo vemos, ya en la segunda línea del frente, en su trabajo de camillero; respiramos con él el hedor a suciedad, sudor y miseria de las tropas que avanzan, el olor a sangre, cloruro, vendajes y carne inmunda y miserable de los precarios espacios habilitados para la asistencia médica; compartimos el silencio y el miedo, la tensión y la angustia de los refugios en la espera agónica de un nuevo ataque con gases, de un nuevo bombardeo, de una nueva carga de obuses; conocemos las cobardes maniobras para obtener la Cruz de Hierro de algún oficial sin merecimientos y con desmesuradas pretensiones; comprendemos el reparo moral que le impide -pese a la necesidad: hay tantos pobres diablos que necesitan botas...- arrebatarle las suyas nuevas, casi sin estrenar, a un cadáver al que los camilleros conducen al cementerio; lo acompañamos, junto a su amigo Tom Randolph, en los escasos paréntesis en que se aleja del frente: los permisos, alguna escapada parisina en donde de nuevo se multiplican las mujeres, el alcohol, las borracheras; disfrutamos de los no tan infrecuentes momentos de relajación entre el fragor de las batallas, ocasiones en las que echado sobre la hierba observa el cielo azul, las delicadas nubes, el verde de los bosques, o tendido sobre el tejado de una abadía abandonada abre su camisa para recibir los cálidos rayos del sol sobre el pecho, o charla perezosamente o duerme en el campo bajo la lánguida luz de primavera o despierta de un profundo sueño en un improvisado refugio en una alquería, mientras le asaltan, apacibles, los sonidos procedentes del corral, gallinas, cerdos, vacas y palomas que también se desperezan; participamos de sus apasionadas conversaciones filosóficas en los refugios, pobladas de alegatos en contra de la guerra, de sutiles argumentos que matizan las diferencias entre los distintos planteamientos -comunistas, socialistas, liberales o anarquizantes- de sus compañeros de aventura, y en las que las discrepancias se resuelven en abrazos fraternos y cánticos solidarios.

Y está también -resulta inevitable- la descripción del horror. Pero, como ya hemos visto a propósito de 14, el libro de Echenoz del que os hablaba la semana pasada, y a diferencia de otras novelas que centran el núcleo de su acción en los episodios bélicos, aquí ese relato de los desastres de la guerra, siendo ostensible e inequívoco, manifestando sin ambages el sufrimiento y la destrucción, los estragos y las mutilaciones, el dolor y las muertes que ocasionaron los muy cruentos combates, aparece de un modo menor, como en sordina, una estampa más -sin especiales subrayados- de entre las muchas mostradas a lo largo del libro y que dan cuenta de los días de la guerra. Pese a ello -insisto- ningún testigo de la barbarie puede sustraerse a lo terrible de los padecimientos que ocasiona, y así las muestras de la brutalidad inherente a todo enfrentamiento militar afloran por doquier en el texto. Entre los ojos castaño claro, donde debiera estar la nariz, había una pieza negra triangular que terminaba en cierto artilugio mecánico con pequeñas y relucientes varillas negras de metal, el cual ocupaba el lugar de la mandíbula, así describe el narrador el pavoroso rostro de un mutilado. Igualmente, con naturalidad y sin énfasis dramáticos, en una frase neutra en un párrafo casi anodino, la voz del protagonista nos habla, con neutralidad de cirujano, de la espantosa herida de un moribundo: En el centro del cuerpo, donde antes había estado la curva de la tripa y los genitales, donde los muslos habían estado unidos al tronco por medio de fuertes músculos, había una concavidad, un profundo charco de sangre que brillaba tenue a los fríos rayos de luz grisácea del oeste. Y en otro momento del libro se nos informa, con idéntica espantada “asepsia” -valga el oxímoron-, de cómo un individuo, un francés, coloca una granada bajo la almohada de un pobre diablo alemán que había sido apresado, el cual, antes de saltar en mil pedazos, es aún capaz de pronunciar un escueto “gracias”, creyendo que un amable benefactor le acomoda la cabeza para confortarlo en su desgracia, mientras su asesino -¿puede hablarse de asesinato en las guerras?- se echa a reír inclemente. Del mismo modo, más adelante se nos proporciona una austera y rotunda constatación: fue la primera vez que tuvo ocasión de comprobar que la carne desgarrada tiene el mismo tono oscuro que la de los embutidos. La condición de sanitario del narrador puede explicar una cierta “naturalidad” en la descripción de las tragedias: Entró tambaleándose un hombre que se sostenía con una mano el brazo del otro lado, rígido y envuelto en una manga cubierta de barro de la que caían gotas de sangre y lodo. Los cuerpos destrozados son sólo un elemento más del paisaje cuya presencia se menciona entre la referencia a los árboles calcinados y los camiones volcados, a los furgones desventrados y los restos de metralla: cuerpos arracimados envueltos en largas chaquetas azules, medio sepultados en el fango de las cunetas. Incluso las acciones guerreras más despiadadas e inhumanas, surgen en el relato de un modo nada forzado, como si su condición de sucesos inevitables les confiriera un estatuto de normalidad: Los pasábamos a bayoneta y yo estaba corriendo -cuenta un soldado- cuando un hombre alzó los brazos frente a mí diciendo: Mon ami, mon ami [amigo, amigo; el paréntesis es mío]. Yo seguí corriendo porque no podía detenerme y oí el rechinar de mi bayoneta al traspasarle. Tropecé con algo y me caí. (...) Al levantarme vi al hombre tendido de costado con la boca abierta, echando sangre por ella, y mi bayoneta seguía clavada en su cuerpo. Supongo que sabrán que, para sacarla, uno ha de apoyar el pie contra el individuo y tirar violentamente. Hasta los animales, en fin, protagonizan también escenas dantescas: Martin recuerda una mula que vio tendida al borde del camino con las patas agitándose y, humeante en la fresca atmósfera matutina, su vientre desgarrado de color púrpura, rojo y amarillo.

Obviamente, y pese a la casi rutinaria familiaridad que el narrador muestra con las facetas más crueles de la guerra -todas lo son-, la descarnada presentación de tantos y tan terribles horrores obedece a la voluntad de John Dos Passos de denunciar la brutal violencia de las guerras. En este sentido, el libro está plagado de reflexiones sobre el absurdo y la injusticia de aquella feroz empresa de destrucción de vidas (un maldito arreglo para suicidarse mutuamente, como se afirma en más de una ocasión en la novela). ¡Qué absurdo es todo esto! ¿Por qué no podemos acercarnos y hablar con ellos? Nadie lucha por nada... ¡Oh, Dios, qué espantosamente estúpido es!, exclama Martin ante el cruce de estallidos de ametralladoras entre franceses y alemanes. Son constantes los episodios en los que algunos de los contendientes constatan el sinsentido de las rutinarias -y sin embargo sangrientas- operaciones militares, experimentan la interesada estupidez de los mandos, critican la servil obediencia de los soldados o se rebelan ante el cruel determinismo que los condena a una muerte segura: La guerra terminará cuando todo el mundo se haya ahogado en el fango; Lo peor de esta guerra es el hastío; ¿Ha visto alguna vez un rebaño de reses conducido al matadero en una espléndida mañana de mayo?; La gente no ha nacido para este tipo de cosas (...) No logras acostumbrarte; Me avergüenzo de ser hombre; Para esto habían estado luchando todos los siglos de civilización. Para esto habían consumido las generaciones sus vidas en minas, fábricas, fraguas, campos y talleres, afanándose, tensando más y más sus mentes y músculos, puliendo el espejo de su inteligencia. ¡Todo para esto!; Se imaginó el bosque como una mesa de juego donde, lance tras lance, eran arrojados los dados fortuitos de la muerte; ¡Qué absurdo que pudiera morirse en cualquier instante!; Nadie de nosotros cree que la guerra sea justa ni útil ni nada, sino un método terrible para el mutuo suicidio; Debemos alzarnos (...) para demostrar, al menos, que no vamos a consentirlo; que somos esclavos, pero no esclavos voluntarios.

Desde su posición de afortunado espectador de la barbarie no sometido directamente al fuego enemigo, Martin Howe observa a los combatientes y se pregunta de continuo por qué no se resisten a su cruel destino: Y todos esos hombres que había más allá de la colina y el bosque, ¿en qué estarían pensando? Pero, ¿cómo podían siquiera pensar? Las mentiras que los embriagaban se lo impedirían eternamente. Jamás habían tenido oportunidad de pensar hasta verse precipitados en las garras de todo aquello, donde sólo tenían cabida la risa, la miseria y el olor a sangre. En sus pensamientos anhela un mundo razonable, una existencia justa, “normal”: ¡Dios mío!, si por lo menos existiese algún lugar donde uno pudiera huir de toda esta estupidez, de la hipocresía de los gobiernos, de esta terrible reiteración de odio, de este odio asfixiante. Y convencido de que tanto sacrificio carece de sentido, y amparado por la fortaleza de sus convicciones fantasea con un levantamiento general en contra de la necedad del mundo: Algún día, entre el violento estallido de las bombas y el clamor de los fragmentos de metralla, individuos en todos los rincones del mundo, luciendo diversos uniformes, en las trincheras, arracimados en camiones, tendidos sobre camillas, en hospitales, apiñados tras los cañones, implicados en el aparato telefónico, generales sentados a cenar, coroneles sorbiendo licores y mayores revelando fotografías, se levantarían de un salto y estallarían en carcajadas ante la solemne estupidez, la ridícula y malvada ostentación de lo que estaban haciendo. La risa abriría los cielos (...). Embriagados por la risa ante la súbita visión de la necedad del mundo, oficiales y soldados, presos trabajando en las carreteras y desertores conducidos hacia las trincheras, arrojarían sus fusiles, espadas y pesados fardos, y se pondrían en marcha, en carros de artillería o camiones, vehículos del estado mayor o trenes privados, hacia sus capitales, donde reirían hasta sacar de sus sillas a los diputados, senadores y miembros del Congreso, hasta sacar de sus suntuosas oficinas a los káiseres y dictadores.

Y así, el libro da cuenta -haciendo honor a su título- del proceso de iniciación de un hombre. El joven ingenuo que se embarca en Nueva York rumbo a una guerra que contempla -pese a sus reticencias intelectuales- con un cierto desenfado y hasta con ligereza (no quería perderme el espectáculo, dice en el prólogo, para explicar su alistamiento), acaba madurando, tomando conciencia de la brutalidad inherente a toda guerra y abogando por una visión antimilitarista de la sociedad. El largo capítulo noveno -antepenúltimo del libro- acogerá los razonamientos que justifican su postura ideológica fruto del desencanto tras un año de infernal experiencia.

En fin, una vez más -y pese a la reiteración de mis propuestas de estas últimas semanas- os aconsejo la lectura de este nuevo libro sobre la Primera Guerra mundial. Iniciación de un hombre: 1917, escrito por John Dos Passos, no es ciertamente, una obra mayor de la literatura, pero se lee con interés y resulta, al menos, ilustrativo acerca de la salvaje barbarie que entraña toda guerra. Os dejo con un blues, I've Been Working on the Railroad, un clásico del folklore estadounidense, cuya primera aparición registrada es de ¡¡1894!! En la novela suena en la voz de Tom Randolph, el más cercano compañero del protagonista. La versión que os ofrezco es la de Johnny Cash.


De noche, en un refugio subterráneo. Cinco individuos jugando a las cartas en torno a la llama de una lámpara que sopla de un lado a otro, impulsada por la ventolera que de cuando en cuando penetra por la entrada del refugio y revolotea a su alrededor como un ser viviente intentando descubrir una salida. Cada vez que la llama oscila, las sombras de cinco cabezas se agitan sobre el techo de palastro. Los cañones retumban constantemente en la lejanía como un redoble de tambores para una danza.

Martin Howe, tendido sobre la paja de una de las literas, observa sus rostros en las sombras ondulantes. Le agradaría tener la paciencia precisa para unirse al juego. No, tal vez sea preferible que se limite a contemplarlo; resultaría absurdo que le matasen en medio de uno de esos gestos majestuosos que hace uno al lanzar una carta para tomar una baza. Súbitamente se pone a pensar en todas las vidas que, en estos últimos tres años, tuvieron que verse truncadas en uno de esos magníficos gestos. Es demasiado ridículo. Le parece estar observando sus pobres y laceradas almas, asidas a los naipes mugrientos y estropeados, trepando hasta un escuálido Valhalla, y allí, en estancias hediendo a tabaco y sudor, como las de esos cafetuchos tras las líneas de combate, sentarse en grupos de cinco y mezclar, repartir y tomar bazas, empleando siempre el mismo gesto para arrojar los naipes sobre el tapete, deteniéndose de cuando en cuando para rascarse sus carnes comidas por los piojos.

¡Cuántos hombres deben estar a estas horas, a lo largo de todo el Gólgota que se extiende desde Belfort hasta el mar, procurando engañar su hastío y miseria con ese gesto majestuoso con que lanzan una carta para tomar la baza, mientras en sus oídos, como el batir de tambores, resuena la danza de la muerte de los cañonazos!

Martin está tendido de espaldas contemplando el techo curvado de palastro del refugio, sobre el que las siluetas de cinco cabezas se agitan en formas fantasmales. ¿Es porque están jugando una partida contra la muerte, por lo que se ponen tan contentos cada vez que toman una baza?


miércoles, 12 de noviembre de 2014

JEAN ECHENOZ. 14
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que fiel a su cita de cada miércoles os ofrece una nueva propuesta de lectura. Hoy, continuando con nuestra serie dedicada a la Primera Guerra Mundial, os traigo una novela excelente de un autor al que llevo leyendo desde hace más de veinte años -pese a lo cual no ha aparecido aquí hasta ahora-, Jean Echenoz. Tanto las primeras novelas que conocí de él en los ochenta, Lago, El meridiano de Greenwich, La aventura malaya, Cherokee, más tarde Rubias peligrosas, hasta las últimas, sus peculiares y elípticas y en cierto modo -sólo en cierto modo- ficticias biografías del músico Maurice Ravel (Ravel), el atleta Emil Zátopek (Correr) o el ingeniero e inventor Nikola Tesla (Relámpagos) son muy interesantes, muestran a un escritor con un estilo singular -en el mejor de los sentidos- capaz de encarar el “antiguo” género novelístico desde perspectivas siempre novedosas. Su último libro publicado en España es 14 -título que parece indicar inequívocamente el contenido de la obra-, una breve novelita, que no llega a las cien páginas, en la que el francés nos narra -con una inusual y prodigiosa economía de medios- los cuatro años de devastadora guerra. 14 vio la luz hace unos meses en la editorial Anagrama, la misma que ha publicado el resto de la producción de Echenoz, en traducción de Javier Albiñana.
 
Corre el primer día de agosto de 1914. Anthime, un joven de veintitrés años, sale a dar una vuelta en bicicleta por los alrededores de Nantes, su ciudad. Avanza sin esfuerzo disfrutando del paisaje durante diez kilómetros de llano, suda y se fatiga cuando encara las estribaciones de una pequeña loma y, por fin arriba, se recrea en la vista desde la colina que permite vislumbrar algunos pueblos desperdigados, infinidad de campos, una sutil red vial que los trocea, e incluso, invisible pero presente por el poderoso olor que alcanza hasta el montículo, muy al fondo, el mar. Su plácida contemplación se ve de repente perturbada al percibir en la distancia el brillo intermitente -un parpadeo binario- que produce el reflejo de la luz de sol en los campanarios de las iglesias de los pueblitos lejanos, un resplandor alternativo -las idas y venidas de las campanas- que, unido al fragor que produce el persistente repiqueteo que nace en lo alto de las modestas torres, es interpretado por el joven como un toque, el de rebato, que, habida cuenta de la situación que atravesaba el mundo, anunciaba sin lugar a dudas la movilización. Como todo el mundo pero sin acabar de creérselo, Anthime se la esperaba un poco, pero no se imaginaba que pudiese caer en un sábado.
 
Así, con esta sencillez, con esta ausencia de énfasis, con esta naturalidad, adentra Echenoz a su personaje -y con él a todos sus lectores- en lo que acabará siendo una tragedia de dimensiones apocalípticas. En un momento sólo hay la perezosa intensidad de agosto, el sol ardiente, la pureza del aire campestre, la hierba y los pastos, los carros de bueyes y caballos que transportan las cosechas, el horizonte interminable, el penetrante aroma del salitre, la apacible tranquilidad del estío y, de repente, la vida ha cambiado, el destino se ha torcido, ya nada -ni las existencias individuales ni el devenir del mundo- volverá a ser igual, en adelante ya sólo angustia, incertidumbre, inseguridad, desasosiego y, poco después, oscuridad, miedo, sufrimiento, dolor, humedad, parásitos, enfermedad, metralla, obuses, mutilación, muerte.
 
No quiero -un aviso que aflora aquí como tantas otras veces en Todos los libros un libro- desvelaros ningún pormenor esencial en la trama de 14. Baste decir que con el mismo estilo despojado, sintético, diáfano, elegante, “natural”, el autor nos va haciendo pasar, paulatinamente, de modo gradual, sin estridencias -tal y como debió ser, al menos al principio, el acontecer de la realidad de la guerra para aquellos jóvenes-, por las distintas etapas en que se fue desarrollando la contienda: la movilización, el transporte, la instrucción, las maniobras previas, la progresiva cercanía al frente, y por fin las trincheras, la lucha cara a cara, las bombas y los gases, el enemigo inclemente, la meteorología inhumana, la nieve y el lodo, los bombardeos y las balas, la destrucción y el terror, en tantos casos la muerte (un dieciséis por ciento de los soldados franceses murieron a lo largo del conflicto).
 
Anthime, con cuatro de sus amigos, el displicente Charles, el endeble y tímido Paidoleau, cuya constitución física no permite adivinar su ruda profesión de carnicero, el matarife Bossis, quejándose del exiguo uniforme que a duras penas contiene su voluminoso cuerpo, y el guarnicionero Arcenel, que encara su reclutamiento desde las dolorosas brumas de las hemorroides y la resaca, son destinados a la 11.ª escuadra de la 10.ª compañía, perteneciente en orden creciente al 93.º regimiento de infantería, 42.ª brigada, 21.ª división de infantería y 11.º cuerpo del 5.º ejército. Tranquilos y jubilosos, persuadidos de que se ven inmersos en una aventura que durará poco, asunto de quince días, se embarcan en un tren que los deja en las Ardenas -en donde la guerra ya se huele- en poco más de cuarenta y ocho horas.
 
En paralelo -y ese juego de contrastes se mantendrá a lo largo de toda la novela-, Echenoz da cuenta de la soledad de los pueblos abandonados, desprovistos de hombres tras la leva forzosa. En Nantes, en la imponente mansión de la familia, queda Blanche, hija única de los dueños de la gran fábrica de calzado Borne-Séze, que ha mantenido con Charles y Anthime algún tipo de relación amorosa (el estilo, sutil y genial, del escritor francés, deliberadamente elíptico en ocasiones, velado y hasta minimalista a veces, se limita a sugerir sentimientos, emociones o estados de ánimo con una frase, con la descripción de una mirada, con el apunte de un gesto: hasta bien avanzada la novela no conoceremos expresamente -y aún entonces no del todo- la realidad de esas relaciones). Blanche pasea por las calles solitarias de una ciudad de cervecerías desiertas, sus camareros desaparecidos, en las que los talludos propietarios deben barrer personalmente las terrazas de sus negocios. Una ciudad poblada sólo por niños y ancianos, por inútiles para el servicio, miopes, sordos, neuróticos o con los pies planos; una ciudad fantasmal, pese a todo despreocupada: el conflicto será muy breve, piensan todos.
 
Y así, día a día, casi imperceptiblemente, superando las enojosas -pero sólo eso- fases de la instrucción y los ejercicios preparatorios, vemos a los amigos soportar, en inacabables caminatas, el peso -hasta treinta y cinco kilos en seco- de sus mochilas repletas de accesorios, atravesar pueblos destruidos mientras se acercan al frente (soberbia la enumeración, en sólo cuatro líneas que reflejan el absurdo de la guerra, de los objetos heteróclitos encontrados en las calles desoladas: cartuchos sin disparar abandonados por una compañía de paso, ropa diseminada, cazuelas sin mango, frascos vacíos, una partida de nacimiento, un perro enfermo, un diez de trébol, una laya rajada), contemplar espantados las ejecuciones de supuestos espías tras procedimientos sumarios y sin garantías para los acusados, seguir avanzando a través de campos y caminos percibiendo ya, de modo ostensible, los ecos de la fusilería, hasta que por fin, tras una ondulación de terreno, darse de bruces con la primera línea de fuego, teniendo, a partir de ahí, que enfrentarse a los hechos: comprendieron realmente que tenían que entrar en combate, montar una operación por primera vez, aunque hasta el primer proyectil que impactó cerca de él, Anthime no se lo creyó de verdad. La descripción del fragor de la batalla, las escenas propiamente bélicas -que constituyen una parte sustancial, así lo hemos visto en semanas precedentes, de la literatura del género- no ocupan aquí más de veinte de las noventa y ocho páginas del libro, pero son de una intensidad que refleja fehacientemente -como podréis comprobar en el fragmento con que se cierra esta reseña- el dramatismo de los hechos. Escribe Echenoz en el párrafo final de dicho texto, reflejando de paso su leve y sutilísimo aunque perceptible sentido del humor: Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa. Y pese a ello, hay detalles en la narración que resultan novedosos, no tanto por los hechos de los que se da cuenta -efectivamente reiterados en tantas otras obras- como por la maestría del autor para encontrar en su enfoque el matiz significativo y diferenciador. Resultan magistrales, en este sentido, el relato del caos en las cargas, los soldados lanzándose a campo abierto sin protección alguna, diezmados con facilidad por el fuego enemigo; el modo en que se refleja el desorden y la ausencia de pautas en las escaramuzas, de manera que las imprudentes balas disparadas por sus propias fuerzas desde las trincheras acaban, por la espalda, con decenas de soldados que corren hacia las posiciones alemanas; la escueta pero reveladora descripción, en una sola frase contundente (en su momento no entendió nada), del desconcierto y la perplejidad con que los soldados viven desde dentro las acciones bélicas, obligados -sin aparente criterio más allá de la obediencia ciega a unas órdenes cuyo sentido último desconocen- a traspasar obstáculos, ganar terreno, perforar cuerpos a golpe de bayoneta, avanzar por encima de cadáveres putrefactos y sanguinolentos restos humanos, escapar -en manos del azar- del fuego y la metralla, batirse en retirada, nuevamente lanzarse a la carga, hundirse en una zanja húmeda, intentar respirar entre asesinas nubes de gases tóxicos, descansar aliviados al llegar al final de otro día con vida. E igualmente son magníficas la enumeración exhaustiva de la presencia animal en la batalla: bóvidos desamparados, ovejas que vagabundean por las carreteras desventradas, cerdos a la deriva, patos, gallinas, pollos y gallos en vías de marginalización, conejos sin domicilio fijo, que acabarán complementando la exigua dieta de los combatientes, otros animales domésticos como pájaros y palomas, pavos desnortados, perros y gatos que han perdido a sus amos, también especies más salvajes, jabalíes, corzos, truchas, tencas, carpas, cuervos, comadrejas o topos, incluso zorros, la amplia legión de insectos que asuelan las trincheras: chinches, pulgas, moscas, garrapatas y mosquitos, y, claro está, las insaciables ratas que corretean impunemente por doquier, alimentándose de vivos y muertos; la sucinta, y sin embargo inapelable en su descarnada brutalidad, narración del fusilamiento de los desertores, capturados por gendarmes que desde la retaguardia garantizan que no decaiga el ardor guerrero con peligrosas tentaciones de huída, y puestos en manos de un tribunal que tras una somera exposición de los hechos, una ojeada puramente formal al código y una mirada que intercambian los oficiales entre sí, supone la condena a muerte del infeliz fugado. No hay vuelta de hoja, escribe Echenoz haciendo gala de nuevo de su estilizada capacidad de penetración y “fotografiando” la guerra en una frase, está uno atrapado: el enemigo delante, las ratas y los piojos encima y detrás los gendarmes.
 
Y luego, quinientos días después, la vuelta a casa (no desvelaré -insisto- quién o quiénes logran retornar de entre el grupo de amigos. Me parece ejemplar, en este sentido, el resumen del libro que puede leerse en la contracubierta de su edición francesa: Cinco hombres se van a la guerra, una mujer espera el regreso de dos de ellos. Falta saber si volverán. Cuándo. Y en qué estado). Y ahí, de nuevo en la vida civil -aunque la guerra no ha terminado aún para muchos combatientes- la dura adaptación individual a una vida distinta, que ya nunca podrá ser la misma -la huella indeleble del horror en el alma de los excombatientes-, la larga posguerra colectiva, el estraperlo, el contrabando, los fraudes millonarios. Y todo ello, de nuevo, recreado de un modo escueto, concentrado, con una extraordinaria sencillez y pese a ello altas dosis de sensibilidad, emoción, ternura y melancolía, por la excepcional prosa del autor.
 
Leed este 14, el último libro por ahora de Jean Echenoz, un soberbio acercamiento a la Primera guerra mundial, seguro que no os defraudará. La chanson de craonne, de autor desconocido y muy popular en la guerra cierra esta reseña.
 
 
Aquel día, el enemigo inició un brutal bombardeo a primera hora de la mañana: comenzó lanzando exclusivamente proyectiles de grueso calibre, 170 y 245 perfectamente ajustados que socavaban las líneas en profundidad, creando desprendimientos para sepultar a hombres sanos y heridos, asfixiados de inmediato bajo las avalanchas de tierra. A punto estuvo Anthime de quedar enterrado en un agujero que se desmoronaba tras caer una bomba, escapando a cientos de balas que se estrellaban a menos de un metro de él, a decenas de proyectiles que caían en un radio de cincuenta metros. Brincando al buen tuntún ante la granizada, vio durante un instante su final cuando un proyectil de contacto cayó todavía más cerca, en una brecha en la trinchera repleta de sacos de tierra, uno de los cuales, despanzurrado y despedido por el impacto, lo dejó medio conmocionado a la par que por fortuna lo protegía de la metralla. Ese preciso momento eligió la infantería contraria, aprovechando el desorden, el pavor general y el total desbarajuste de los atrincheramientos, para atacar en masa, aterrorizando de sopetón al conjunto de la tropa en la que reinaba el pánico: todo el mundo salió huyendo hacia la retaguardia gritando que llegaban los boches.
 
Arrastrándose boca abajo hacia el primer refugio que encontraron, Anthime y Bossis lograron ocultarse bajo una zapa a unos metros bajo tierra, y fue entonces cuando a las balas y a los proyectiles se sumaron los gases, toda suerte de gases cegadores, vesicantes, asfixiantes, estornutatorios o lacrimógenos que difundía con gran liberalidad el enemigo con ayuda de bombonas o de proyectiles especiales, en capas sucesivas y en dirección del viento. No bien percibió el primer efluvio a cloro, Anthime se colocó la venda protectora y convenció mediante gestos a Bossis de que abandonaran la zapa para salir al aire libre: aunque quedaran expuestos a los proyectiles, al menos podían sustraerse a aquellos vapores densísimos y más insidiosamente asesinos, que se acumulaban y, una vez pasada la nube, permanecían largo rato en las zanjas, en las trincheras y en los ramales.
 
Como si no bastase todo aquello, acababan de salir de su escondite cuando un caza Nieuport se estrelló y se hizo trizas al explotar en la trinchera, junto a su refugio, provocando un largo cataclismo de polvo y de humo, a través del cual vieron arder a dos aviadores muertos en el impacto que habían quedado consumidos en sus asientos y transformados en chisporroteantes esqueletos sujetos por sus correajes. Entretanto caía la tarde, que tampoco se veía caer en medio de aquella confusión, y en el momento de su declive pareció restablecerse por un momento una relativa calma. Pero al parecer el enemigo deseaba concluir con un postrer estallido, un final de fuegos artificiales, pues se reinició un gigantesco cañoneo: Anthime y Bossis quedaron cubiertos de tierra al explotar un nuevo proyectil caído en la zapa que acababan de abandonar, y cuya bóveda se vino abajo ante sus ojos.
 
Al anochecer, fue aflojando el fuego, casi habría podido hablarse de calma de no haberse visto obligados -pues la ofensiva había desbaratado el avituallamiento- a ir en busca de víveres a Perthes en medio de la oscuridad recorriendo cinco kilómetros de trincheras. A la vuelta, Anthime apenas tuvo tiempo, antes de acostarse, de buscar y leer una carta de Blanche en la que ésta daba noticias de Juliette -segundo diente-, no sin enterarse a través de un furriel de que el 120.º había tomado dos trincheras a la derecha. A la izquierda, hacia el cerro de Souain, los de enfrente habían tomado otras dos que, al parecer, les fueron inmediatamente arrebatadas, total que aquello era un no parar.
 
Y a la mañana siguiente tampoco hubo descanso, todo fue un continuo y polifónico tronar, bajo el intenso frío ya anunciado. Retumbar de los cañones en bajo continuo, lluvia de proyectiles barométricos y de contacto de todos los calibres, balas que silban, restallan, suspiran o gimen según la trayectoria, ametralladoras, granadas y lanzallamas, la amenaza viene de todas partes: de arriba de los aviones y de los disparos de los obuses, de enfrente de la artillería enemiga, y aun de abajo cuando, creyendo disfrutar de un momento de calma en el fondo de la trinchera donde intenta uno dormir, oye al enemigo cavar sordamente debajo de aquella misma trinchera, debajo de uno mismo, abriendo túneles donde colocará minas con el fin de destruirla y a él con ella.
 
Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases, apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en la zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre. Pues no: huele a cerrado, el olor se extiende sobre las personas y en su interior, tras las alambradas de púas de las que cuelgan cadáveres putrefactos y desarticulados que a veces sirven a los zapadores para fijar los cables telefónicos, que no es empresa fácil, los zapadores sudan de cansancio y de miedo, se quitan el capote para trabajar con más comodidad y lo cuelgan de un brazo que, al salir del suelo, vuelto, les sirve de percha.
 
Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa.


miércoles, 5 de noviembre de 2014

FLORIAN ILLIES. 1913. UN AÑO HACE CIEN AÑOS
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que esta semana continúa con las recomendaciones de lecturas relacionadas con la Primera Guerra mundial a partir del centenario del inicio del conflicto que, como es bien conocido, se celebra este año, y en estas fechas cercanas al 11 de noviembre en que se firmó el armisticio que en 1918 puso fin al terrible enfrentamiento. El libro que hoy os traigo no habla propiamente de la guerra mundial, aunque sí de la época en la que surgió. Con el título de 1913. Un año hace cien años, Florian Illies, un periodista, historiador y animador cultural alemán, presentó en 2012 -y la editorial Salamandra la publicó en España un año después en traducción del alemán de María José Díez y Paula Aguiriano- una interesantísima obra, a caballo del documento y la ficción, del ensayo de investigación y la creación literaria, centrada en el acontecer del mundo en ese año que, como veréis, fue muy destacado y significativo para el desarrollo de la humanidad y, obviamente, antesala -no sólo cronológica- de la brutal contienda.
 
Florian Illies parte de la presunción -claramente acertada- de que ese 1913 fue un año clave en el que emergieron poderosas todas las fuerzas -de la cultura, del arte, del pensamiento, de la literatura, de la música, de la arquitectura- que habían ido germinando con inusitado impulso en la primera década del siglo. Fuerzas caracterizadas no sólo por su potencialidad creadora, sino también por su voluntad destructiva, revolucionaria, por su afán de cuestionar, y hasta de demoler, los valores, las ideas, los principios en los que se sustentaba la sociedad de aquel tiempo. Y por ello, a partir de esa premisa, decide mostrar en su libro lo que el mundo -nuestro mundo occidental, obviamente- vivió a lo largo de ese año, poniendo ante el lector, sin juzgarlos, de un modo más o menos neutro (aun admitiendo que no cabe tal neutralidad, que la sola selección de unos determinados ejemplos de entre los muchos posibles, que la mera atribución de relevancia a unos sucesos o situaciones en detrimento de otros ya significa tomar partido, ya tiñe de subjetivismo el enfoque) centenares de “acontecimientos” ocurridos en esos doce meses en cierto modo trascendentales para la historia de la humanidad. Lo singular de la propuesta de Illies reside en el hecho de que su proyecto no se lleva a cabo rastreando y dando cuenta de la realidad que afloraba en la prensa del momento -cuya mayor cercanía al acontecer diario permitiría quizá ofrecer una fotografía más fidedigna de esa etapa, de ese ciclo anual escogido-, ni tampoco a partir de la consulta de manuales de investigación historiográfica, ensayos de expertos en los fenómenos sociales, económicos o culturales de aquel tiempo, o análisis de historiadores -de los cuales resultarían muy valiosos para sus fines la “exactitud”, la profundidad y el rigor científicos-, sino que, por el contrario, la “cala” que el autor hace en el espíritu de ese año (y el término un tanto etéreo ya permite vislumbrar que el propósito de la obra va más allá de la mera recreación de una etapa histórica en sus datos, en sus rasgos “exteriores” y se desenvuelve en un espacio más ambicioso, el que tiene que ver con el “alma” de una época) se lleva a cabo en el libro -sin prescindir del todo del enfoque periodístico ni del historiográfico, presentes aunque no de manera principal en el texto- a partir de infinidad de anécdotas, referencias, apuntes, fragmentos, relatos y citas, entresacados de diarios, memorias, biografías, recopilaciones de pensamientos, textos autobiográficos, volúmenes de correspondencia, libros sobre arte, obras de referencia, publicaciones literarias, y tantos otros documentos variopintos relativos a decenas de personajes destacados de la cultura de aquel año: escritores, músicos, pintores, filósofos, políticos, bailarines, científicos y también -espero que sepáis perdonar esta última mención, tan políticamente incorrecta- numerosas mujeres, singulares -las menos, dada la situación objetiva de la mujer en la sociedad en aquellos días- por sus propios logros en los campos citados, o relevantes -en la mayor parte de los casos- por su influencia decisiva sobre las existencias de los hombres con los que compartieron amistad, intimidad o hasta vida en común. En total, el autor ha manejado cerca de cien menciones bibliográficas que se recogen en una sección final de la obra.
 
La reelaboración posterior que hace Illies de tan ingente cantidad de referencias, de la variada información recogida de fuentes tan diversas, se muestra como una especie de puzle, un amplio mosaico que acaba constituyendo una -podríamos decir- historia cultural de ese intenso año, aunque en realidad el “dibujo” final nos sirve como penetrante radiografía de toda un época, anticipando incluso el devenir de varias décadas posteriores. El libro se estructura en doce capítulos, en correspondencia con los meses del año, cada uno de los cuales se abre con una imagen inicial -un cuadro, una escultura, una fotografía- que opera a modo de resumen de alguno de los acontecimientos de los que se dará cuenta en el contenido posterior del apartado. Los capítulos se conforman como un agregado de entre veinte y treinta textos breves -es raro que excedan las dos páginas; en ocasiones sólo se “extienden” a lo largo de un par de líneas- en los que aparecen las sucintas historias -cada una con un protagonista diferente, y, en general, no mezcladas entre sí- que el autor ha querido seleccionar como significativas de la atmósfera cultural del año.
 
Resulta imposible enumerar el variado elenco de personajes que pueblan las páginas del libro. Baste señalar a modo de ejemplo que -en un universo centrado mayoritariamente, por razones obvias, en nombres alemanes- del mundo del arte conocemos los conflictos vividos en el seno de los movimientos del arte expresionista El Jinete Azul o El Puente por August Macke, Franz Marc, Oskar Kokoschka y Ernst Ludwig Kirchner, entre otros. O las singularidades de las vidas de Gustav Klimt o Egon Schiele. O el poderoso influjo de Picasso y su rivalidad con Matisse (impagable el relato de su conjunta excursión a caballo). O las innovaciones de Juan Gris, Marcel Duchamp o Georges Braque o Giorgio de Chirico. En el ámbito literario comparecen Joyce y Musil y un Kafka viviendo torturado su amor postal por Felice Bauer (los tres escritores, al parecer -y siempre a partir de las inusuales fuentes del autor-, llegan a tomar un café el mismo día -aunque por separado- en Trieste). También Proust, que publica el primer tomo de En busca del tiempo perdido, y Stefan Zweig y Arthur Schnitzler y Georg Trakl y Thomas Mann y Bertold Brecht y Rainer María Rilke y D.H. Lawrence. Y en la filosofía, Wittgenstein, Spengler y Adorno y Rudolf Steiner y el controvertido pensador y literato Ernest Jünger (cuyo espíritu militar lo lleva a alistarse, muy joven en ese 1913, en la Legión extranjera francesa) y Carl Schmitt. Y en la ciencia, Sigmund Freud (una personalidad decisiva en la conformación de los “valores” del siglo, como luego veremos, a juicio del autor) y Carl Jung (con las turbulentas escisiones en el grupo psicoanalista), Albert Schweitzer y su benéfica aventura africana, Albert Einstein que empieza a difundir sus hallazgos, y el arquitecto Adolf Loos y su despojada racionalidad. Arnold Schönberg, Frank Wedekind, Maurice Ravel, Gustav Mahler, Igor Stravinsky, que estrena con escándalo su Consagración de la primavera en coreografía del revolucionario Nijinsky, pero también Louis Armstrong, son algunos de los músicos que “suenan” en el libro. Y los grandes personajes de la política, entre ellos un anodino Hitler de veinticuatro años que vive en una especie de semirreclusión en un albergue vienés leyendo y dibujando mientras vende cuadros para sobrevivir, despechado por su rechazo por la Academia de Bellas Artes. Y Stalin, cuyos paseos por Viena quizá le llevaron a cruzarse -y a saludarse, en la aventurada hipótesis de Illies- con quien acabará siendo su enemigo. Y Trotski, y un jovencísimo Josip Broz, Tito, que llegará a ser el dictador de la Yugoeslavia creada décadas más tarde, tras la Segunda guerra mundial. Y por supuesto, Francisco Fernando, el archiduque de Austria y heredero perpetuo -y frustrado- del Imperio austro-húngaro, cuyo asesinato apenas un año después desencadenará la primera gran guerra a la que el libro se refiere de continuo, si bien, como os comentaré más adelante, de un modo muchas veces velado e indirecto.
 
Y están también las mujeres, las muy notables mujeres que florecían en el ambiente cultural de aquellos días: Alma Mahler, Lou Andreas-Salomé, Gertrude Stein, Coco Chanel, Virginia Woolf o las excepcionales Else Lasker-Schüle y Sidonie Nádherný von Borutin, siempre objeto de la admiración de hombres inteligentes y brillantes, siempre enamoradas, siempre influyentes (y espero de nuevo que no penséis que atribuyo -no es así en la mayor parte de estos casos, aunque la época lo propiciara- un papel demasiado “pasivo” a estas, por otro lado, inteligentes y brillantes -también ellas- mujeres).
 
Pero no son sólo los grandes nombres de la cultura, ni los acontecimientos literarios, ni los movimientos artísticos, los que constituyen el objeto de la atención de Florian Illies; en el libro, aparece también la “vida cotidiana”, entresacada de periódicos o revistas: la ropa de moda (¿Qué debe ponerse la mujer en Nochevieja?), la botadura de un importante trasatlántico, la explosión de un dirigible, la irrupción del cine como fenómeno de masas (en 1913, en Berlín había más de doscientas salas), la primera película de Chaplin, la desaparición de la Mona Lisa, robada por un italiano altruista que la devolverá meses después, la mayor temperatura nunca alcanzada hasta la fecha (los 56.7 grados del Valle de la muerte californiano), el nacimiento de Burt Lancaster (también el de Albert Camus), y tantas otras informaciones no tan anecdóticas, que contribuyen a recrear el ambiente de aquel año.
 
El hilo que une todas estas historias, más allá de su propio interés y de la curiosidad que suscitan en sí mismas es, a mi juicio, doble. Por un lado, el autor quiere poner de manifiesto la concentración de inteligencia, talento y creatividad que coincidió en el tiempo -ese magnífico 1913- y en el espacio -las ciudades decisivas en ese comienzo de siglo, sobre todo París, Viena, Berlín, Munich o Nueva York, pero también Trieste, Basilea, Venecia o Moscú-, la inusual y deslumbrante constelación de refulgentes estrellas -en muchos casos verdaderos planetas- que brillaban en el reluciente cielo de la sociedad de la época, la formidable vorágine de creación e innovación, la furiosa ola de modernidad que inundó el mundo en aquel comienzo de siglo irrepetible. En este sentido, el libro de Illies privilegia la idea de cambio radical, de revolución, de ruptura con los postulados que en el arte, la literatura, la música, la ciencia, la arquitectura o la psicología se habían venido sosteniendo hasta ese momento inaugural. Latente -y subrayada enfáticamente a lo largo de la obra, en la que la figura del padre aparece... ¡¡¡hasta en el nombre de un buque de pasajeros!!!- subyace la noción de parricidio -y aquí la figura de Freud sobresale por su anticipadora visión: la tragedia de Edipo y el imperioso mandato de “matar al padre”-, esto es, la necesaria e inevitable destrucción de la autoridad ancestral, tradicional, “totémica”, como forzoso paso para la liberación, para la madurez, para el crecimiento autónomo y fecundo. Hacer tabla rasa del pasado, pues, como postulado emblemático de la época.
 
Pero por otro lado, las anécdotas reseñadas, los fragmentos escogidos de obras literarias, los textos entresacados de los apuntes personales o los diarios de todas estas “celebridades” sirven al autor para -con la amenazante presencia en el horizonte de la devastadora guerra, sólo conocida hoy para nosotros, ignorantes de sus atisbos los que pronto serían sus contemporáneos- avisarnos de cómo de un día para otro, casi sin indicios visibles de la inminencia de la destrucción, toda esta eclosión de vida, de imaginación, de inteligencia, de sensibilidad, todos los logros y los avances y el bienestar y el progreso que ahora -y entonces- nos parecen ilimitados, irrefrenables, ineluctables, todo ello puede venirse abajo con un mero soplo de los dioses o de la fuerza de la Historia o de la estupidez humana o de la estulticia de los gobernantes.
 
Casi sin indicios visibles de la inminencia de la destrucción, he escrito. Y sin embargo, Florian Illies recoge en su libro numerosos avisos de la devastación que se avecina. Y la guerra amenaza con estallar a cada paso, escribe el filósofo Steiner en una carta a su madre. O el llamativo y quizá esclarecedor incremento de efectivos -de 117.267 a 661.478- que el Parlamento alemán aprueba el 20 de junio en su tercera versión del proyecto de Ley de Defensa presentado por el gobierno. O el sueño de Jung -insisto una vez más en que todo lo que se cuenta en el libro, incluso los sueños íntimos, está convenientemente documentado, una prueba más de la brillantez y el exhaustivo trabajo de su autor- en el que Europa entera sucumbe bajo una gran inundación que deja cadáveres y devastación, asesinatos y homicidios por doquier. O el pesimismo de Spengler, autor de La decadencia de occidente, que en la Navidad de ese año recoge en su diario: Hoy me pesa vivir en este siglo. La cultura, la belleza y el color que existían están siendo desmantelados.
 
En fin, no puedo detenerme más en las decenas de aspectos destacables de un libro muy interesante y ameno (no he hablado del sentido del humor del autor, que permea toda la obra). Os recomiendo vivamente este 1913. Un año hace cien años escrito por Florian Illies y publicado por la editorial Salamandra, del que ahora os dejo un largo texto sobre Thomas Mann, un muy buen ejemplo del enfoque, del estilo, del “tono” del libro.
 
La consagración de la primavera, quizá la obra maestra de Igor Stravinsky, de cuyo estreno -como he dicho- se da cuenta en el libro ilustra musicalmente -en la coreografía de Maurice Béjart- este comentario.
 
 
Thomas Mann se despierta a las ocho. No porque esté desvelado o haya puesto el despertador, sino porque siempre se despierta a las ocho. Cuando en una ocasión lo hace a las siete y media, permanece confuso treinta minutos en la cama, preguntándose cómo puede haberle ocurrido. No debería volver a pasar. Su cuerpo lo obedecía. Seguimos sin saber gran cosa de la habitación que comparte el matrimonio formado por Thomas Mann y Katia Pringsheim. Pero llama la atención que, después de que su marido concluyera La muerte en Venecia en 1912, Katia pase casi un año y medio ininterrumpidamente en distintos balnearios de Suiza para curarse su afección pulmonar. Lo que le impedía respirar era la velada homosexualidad de su esposo. Por supuesto, sabía más que cualquier otra persona que su Gustav von Aschenbach era un autorretrato, y que en 1911, cuando pasaron unas vacaciones juntos en Venecia, fue en el Grand Hotel des Bains donde no pudo apartar la vista del guapo y joven Tadzio, al que el libro describe como “bellísimo, el rostro pálido y graciosamente reservado”. A Katia le sorprendió la forma en que su marido miraba boquiabierto al muchacho, aunque después leyó la novela sobre el artista entrado en años que seguía con desenfreno a su joven amor cuando estaba en la playa y cuando comía, esa figura en que confluían “la gracia y la rigidez de la pubertad”. Pero Thomas Mann tiene a Gustav von Aschenbach para que viva por él la vida según le plazca y encuentre la muerte. En ese año de estancias permanentes en sanatorios, Katia y Thomas se ven obligados a renunciar con dolor a la “severa dicha conyugal”. Sin embargo, permanecen juntos, guardan las apariencias y se construyen una casa.
 
Durante todo su matrimonio, Katia y Thomas Mann se reúnen a las ocho y media en punto para desayunar. Ya sea en la Mauerkircherstrasse o en la mansión de Bad Tölz o más tarde en la Poschingerstrasse. Cuando dan las nueve, el gran escritor se pone a trabajar. Sus cuatro hijos siempre recordaron cómo su padre cerraba invariablemente la puerta a las nueve en punto. Era una forma de cerrar la puerta sumamente categórica, definitiva. Indicaba que el mundo debía quedar al otro lado.
 
Después cogía el manuscrito y empezaba. Como una máquina. “La hoja nuestra de cada día dánosla hoy”, le dijo en una ocasión a su amigo Bertram. “Necesito papel blanco, completamente liso, tinta fluida y una pluma nueva, que se deslice con facilidad. Para que no sea un galimatías, coloco debajo una falsilla. Puedo trabajar en cualquier sitio, pero con un techo sobre mi cabeza. El aire libre es bueno para soñar y concebir ideas sin compromiso: el trabajo preciso exige el amparo de un techo.” Exactamente tres horas después, a las doce en punto, deja la estilográfica. Y se afeita con parsimonia. Lo ha comprobado: si se afeita por la mañana, a la hora de cenar ya asoma la primera sombra. Desde que lo hace a las doce, en la cena sus mejillas siguen lisas. Tras rasurarse y echarse un poco de loción para después del afeitado, da su paseo. Luego almuerza con los niños, y a continuación se permite fumarse un cigarro puro recostado en el sofá, lee algo, habla algo. A veces incluso juega con sus hijos. Erika tiene siete años, Klaus seis, Golo cuatro y Monika tres. Pero acto seguido todos ellos le son confiados deprisa y corriendo a la niñera, ya que Thomas Mann quiere acostarse. Siempre duerme de cuatro a cinco. Ni que decir tiene que no necesita despertador. A las cinco toma el té, y después se dedica a lo que él llamaba “tareas secundarias”, se le puede telefonear e incluso visitar (“venga usted sobre las cinco y media”, le escribe a Bertram); por decirlo así: está. A las siete cenan. De manera que la literatura universal sólo es una cuestión de planificación metódica. Esa primavera habló a sus hijos por primera vez del nuevo libro que quería escribir. Se titulará La montaña mágica, y será divertido. Poco después, Erika se inventa un nombre para su padre: Zauberer, Mago. Y se le quedará de por vida. Las cartas que escribe a sus hijos las firma sólo con este nombre, y de vez en cuando, de forma muy íntima, apenas con la “Z”.
 
De modo que al parecer lo tenía todo bajo control con su varita mágica, que era su estilográfica. De la A de Aschebasch a la Z de Zauberer.