Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de octubre de 2013

JHUMPA LAHIRI. TIERRA DESACOSTUMBRADA

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Desde que esta sección de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca comenzó a emitirse, hace ya varios años -más de diez, si incluimos la primera etapa en Onda Cero- ya advertí -aunque más que de una advertencia se trataba fundamentalmente de una declaración de intenciones- de la imposibilidad (algo que a poco que se reflexione resulta obvio) de seguir en este espacio el irrefrenable ímpetu, el ritmo imposible del mercado editorial español. Pues aunque yo pueda llegar a leer una media de dos o tres libros por semana (del orden de cien a ciento veinticinco cada temporada, de los que elaboro unas cincuenta reseñas anuales), si descontamos las cuatro semanas de obligado parón agosteño, son cuarenta y ocho las propuestas de lectura que os ofrezco cada año, mientras que en ese mismo plazo el sector ofrece al mundo setenta mil nuevos títulos. Disculpadme esta prolija y tediosa contabilidad, pero quiero reflejar con ella, aún más, quiero justificar con tantos áridos datos, por un lado, el hecho de que, como es evidente, no he podido leer infinidad de libros a priori interesantes y que muchos de vosotros quizá podáis echar en falta en el programa, esperando inútilmente mi reseña (en el improbable supuesto de que alguien pueda llegar a ansiar leerme o escucharme); y por otro, que algunos de mis comentarios se refieren forzosamente a obras publicadas -y leídas por mí- tres, cuatro y hasta muchos más años atrás, en un tiempo pasado en el que, bastantes de ellas, aparecían en la portada de los suplementos culturales, inundaban los escaparates de las librerías y eran recomendadas en todos los foros vinculados a la lectura, por lo que quizá ahora, años después, ya resulten sobradamente conocidas para quienes seguís Todos los libros un libro.

Y este último es precisamente el caso de Tierra desacostumbrada, el magnífico volumen de relatos (sólo en apariencia; en el fondo, y como luego intentaré demostraros, se trata de una auténtica novela) de la escritora nacida en Londres pero de origen indio -más exactamente, bengalí- aunque residente en Estados Unidos, Jhumpa Lahiri. El libro lo publicó la Editorial Salamandra en un ya lejano 2010 -“lejano” dada la vorágine editorial que acabo de comentar- en traducción de Eduardo Iriarte. Su aparición fue muy destacada entonces en los medios de comunicación, en las críticas de los expertos -periodistas, académicos, escritores- habituales de las secciones culturales de la prensa, y sobre todo en las estanterías de novedades de los principales dispensadores del para mí vivificante “alimento libresco”.

Tierra desacostumbrada es, en efecto, de entrada, una colección de cuentos. Dividido en dos partes, el libro reúne en la primera de ellas -que carece de título- cinco relatos con escenarios, temática, argumentos y personajes totalmente independientes y diferenciados, sin conexión aparente alguna. En la segunda parte, bajo la rúbrica de Hema y Kaushik, nos encontramos con otros tres cuentos, también autónomos, pero en los que la Hema y el Kaushik del título, sus familias, los principales detalles de sus existencias, afloran una y otra vez proporcionando continuidad a las historias y configurando una suerte de verdadera -y espléndida- novela corta de poco más de cien páginas. Pero es que, a mi juicio, hay un nexo, hay una conjunción, hay un sutil hilo conductor que enlaza unos relatos y otros, hasta el punto de que podamos hablar de una obra unitaria, de un todo cerrado y completo en sí mismo, no sólo en estos tres últimos cuentos en los que los protagonistas comparten los mismos nombres e idénticas experiencias de vida, sino también en el resto -los cinco primeros-, pese a que en ellos los personajes tengan nombres, edades, sexos, profesiones, amistades, parejas, circunstancias familiares y personales, aconteceres vitales bien distintos. En todos los casos, Jhumpa Lahiri nos cuenta la misma historia, un retrato coral, armado al modo de una figura poliédrica de la que cada narración breve constituiría una faceta, un mero fragmento del cuerpo final, de la vida de los bengalíes emigrados a Estados Unidos, una novela pues -una unidad coherente, con una estructura global y plenamente clausurada en sí misma (y ello pese a que algunos de los cuentos hayan sido publicados por separado en revistas literarias)-, con un presumible acento autobiográfico, además, en la que, casi a cada página, emergen las vivencias norteamericanas de esta peculiar comunidad a la que la autora pertenece, sus problemas de adaptación, las dificultades de integración, la confrontación -en ocasiones el enfrentamiento- con los nuevos valores, el conflicto de hábitos, costumbres y rituales, el difícil encaje de los distintos ritmos de vida, el contraste entre la tradición de la India de origen y la modernidad desatada del país de acogida, el desarraigo y la soledad, la nostalgia del pasado de los adultos recién llegados -en muchos casos aún anclados a sus raíces bengalíes, y siempre con añoranza de ellas- y la vida emancipada y sin ataduras de las segundas generaciones. La naturaleza humana no dará fruto, al igual que la patata, si se planta una y otra vez, durante demasiadas generaciones, en la misma tierra agotada. Mis hijos han tenido otros lugares de nacimiento y, hasta donde alcance mi control sobre su fortuna, echarán raíces en tierra desacostumbrada, reza, en este sentido, la significativa cita de Nathaniel Hawthorne con la que se abre el libro.

En unas declaraciones realizadas por la autora hace algunos años, en la gira promocional de su libro, Jhumpa Lahiri reconocía que identidad, familia y amor eran los tres grandes temas de su obra. La identidad, porque, como acabo de señalar, en las historias de la mayor parte de los personajes -casi todos indios con un alto nivel de formación, científicos, profesores universitarios- se manifiestan las dificultades que supone el profundo cambio cultural que lleva consigo el trasvase de una India todavía en gran parte ancestral, ritualizada, consuetudinaria, rural, embebida en sus tradiciones, “antigua” -pese a su evolución y el altísimo grado de desarrollo intelectual de sus élites, a las que sin duda pertenecen los protagonistas de los relatos-, y el informal desapego de una sociedad, como es la norteamericana, sin demasiados anclajes en el pasado, que se inventa día a día, exenta, independiente. Por los cuentos de Tierra desacostumbrada desfilan numerosos representantes de este microcosmos bengalí en los Estados Unidos -sobre todo los pertenecientes a la primera generación de emigrantes- que todavía mantienen sus vestimentas coloridas, la desbordante desmesura de sus comidas, el contacto casi exclusivo con la comunidad india, la aceptación de los valores tradicionales, el respeto a la autoridad natural de los padres, la fortaleza de los lazos familiares, los matrimonios concertados, las costumbres que han conformado y aglutinado sus sociedades originarias durante siglos; y ello pese a que se trata de gentes cosmopolitas que, en la mayor parte de los cuentos, han viajado, han vivido en la India y en Londres, en Nueva York y Berlín, en Australia o Suiza. Pero, poco a poco, con el paso del tiempo y el nacimiento de sus hijos ya plenamente “americanos”, esa sensación de pertenencia va diluyéndose, empieza a resquebrajarse, casi siempre de un modo tenue y pausado, aunque en ocasiones con sobresaltos, con rupturas, con desgarramiento. Las viviendas en aisladas e intercambiables áreas residenciales, la obligada dependencia del automóvil, las ropas informales y deportivas, las copas de Johnny Walker tras la cena, los donuts, las pizzas y los McDonald’s, la aparición progresiva en las familias de novios y parejas y cónyuges americanos constituyen sutiles manifestaciones de esta progresiva impregnación de lo occidental en la vida de esta “sociedad” india en Estados Unidos, una sociedad que así, poco a poco, va “desnaturalizándose”. Sus padres siempre habían sido ciegos a todo aquello que atormentaba a sus hijos: que les tomaran el pelo en el colegio por el color de la piel o las cosas tan raras que a veces les ponía su madre en la fiambrera del almuerzo, sándwiches de patata al curry que tenían de verde el pan Wonderbread. ¿Qué razones podrían tener para ser desdichados?, habrían pensado sus padres. “Depresión” era una palabra extranjera, algo americano. En su opinión sus hijos eran inmunes a las penalidades e injusticias que ellos habían dejado atrás en la India, como si las vacunas que les había puesto el pediatra cuando eran pequeños les hubiesen garantizado una existencia ajena al sufrimiento. Pero más allá de este valor “documental”, podríamos decir -absolutamente irrelevante desde el punto de vista literario-, de fidedigna fotografía que describe con precisión un grupo humano, el libro de Lahiri interesa -en este plano de la identidad- porque es capaz de trascender la experiencia singular de los miembros de esa comunidad india para hacernos reflexionar sobre algunas de las interesantes dimensiones que lleva consigo la humana preocupación por la pertenencia y la identidad, sobre todo en este siglo XXI globalizado en el que la movilidad y consecuentemente el desarraigo -o una nueva forma, aún desconocida o todavía incipiente, de echar raíces- serán dos de sus rasgos más significativos. Y todo ello narrado en un tono leve pero intenso, con una extraordinaria capacidad de sugerencia, repleto de alusiones indirectas, como contadas al paso, sin especiales énfasis -como puede apreciarse en el breve fragmento anterior-, con una formidable habilidad para mostrar los entresijos del alma humana a través de silencios significativos, de lo no dicho, de lo sólo insinuado.

Y este conflicto entre lo viejo y lo nuevo -otra formulación para referirse al asunto identitario-, cobra especial carta de naturaleza en el libro a partir del retrato de las innumerables familias que lo surcan. Los ocho relatos están repletos de relaciones familiares, padres e hijos, matrimonios, hermanos, amantes, amigos. En Tierra desacostumbrada, el primer cuento del libro, Ruma, que vive en Seattle con su marido estadounidense, Adam, y su hijo Akash, recibe la visita de su padre que, jubilado y solitario tras la muerte de su esposa, viaja por el mundo haciendo turismo. En Cielo e infierno, la narradora, hija de indios en Cambridge, Massachusetts, da cuenta de la fascinación que desde su infancia provocó en ella misma y sobre todo en su madre la presencia de Pranab Kaku, un joven algo excéntrico, bengalí de Calcuta, de asidua presencia en la familia. En Sólo bondad, las divergentes trayectorias juveniles de dos hermanos, Shuda y Rahul, y sus distintas formas de relacionarse con sus padres y desarrollar las expectativas de vida que estos han depositado en ellos, centran el relato. Y, por supuesto, las tres historias de Hema y Kaushik giran sobre dos jóvenes, cuyas familias se conocen en la infancia de ambos -siendo esenciales para ellos-, que volverán a encontrarse en distintos momentos de sus vidas. Y en todos estos casos -e igualmente en el resto de los cuentos- la magnífica literatura de la autora nos permite adentrarnos en los espacios más íntimos de sus protagonistas para que así podamos conocer los pensamientos, los modos de sentir, las perplejidades, los desgarramientos, las afinidades, los enfrentamientos, los conflictos que viven esos personajes en sus relaciones familiares: un viudo que intenta olvidar a su esposa muerta creando nuevos lazos con su hija expatriada y su casi desconocido nieto; una mujer casada -su vida no era feliz, pero tampoco infeliz- secretamente enamorada del joven amigo del matrimonio; una pareja que recupera parte del calor conyugal perdido en la fiesta de aniversario de la graduación del marido; un muchacho que añora a su joven madre prematuramente fallecida. Pero, de nuevo, lo esencial no son los aspectos externos, los “argumentos” -de los que se puede dar cuenta aquí en pocas palabras- de las vidas familiares de estos seres humanos, sino el modo íntimo, que atañe a las emociones, en el que viven esos vínculos de parentesco: el sentimiento de pérdida y desarraigo de jóvenes que se niegan a cumplir las expectativas de sus progenitores y que se construyen un futuro ajeno al universo familiar; el desconcierto de padres que asisten al resquebrajamiento -patente en la vida de sus hijos- de su sistema de valores tradicional (con el tiempo encontró empleo de encargado de una lavandería en Wayland tres días a la semana. Sus padres compraron un coche barato de segunda mano para que su hijo fuera al centro. Sudha era consciente de que aquel trabajo avergonzaba a sus padres. No les había importado que fregara los platos en el pasado, pero ahora vivían con miedo a que un día algún conocido viera a su hijo pesando sacos de ropa sucia en una balanza. Otros bengalíes cotilleaban sobre él y rezaban para que sus hijos no echaran a perder sus vidas de la misma manera. Así que se convirtió en lo que todos los padres temían: un descrédito, un fracaso, alguien que no contribuía al inmenso círculo de logros que estaban obteniendo por todo el país muchachos bengalíes, como cirujanos, abogados y científicos, o autores de artículos de primera página en el New York Times); las torturantes dudas de chicas -como es el caso de la treintañera Sang, en No es asunto de nadie- que se debaten entre el ansia de independencia y el desarrollo de un proyecto de vida propio en lo personal, lo profesional y lo sentimental, y la exigencia de sometimiento a los dictados de la familia, con la institución de los matrimonios concertados, paradigmática de ese conflicto, presente de modo elegante e indirecto en el relato.

Y es que éste, el del amor, es el tercer gran eje del libro. Fascinación infantil por el adulto atractivo, enamoramientos platónicos de juventud, amores imposibles, encuentros esporádicos, parejas que flotan en un mar de aburrimiento, esposos entregados a la felicidad de sus cónyuges, esposas sumisamente acomodadas a sus matrimonios pactados, hombres y mujeres que se quieren, jóvenes “adaptadas” -y por ello alejadas, una vez más, de las pautas tradicionales de sus familias- a la promiscuidad -sin connotaciones peyorativas- signo de la época, ancianos que añoran a sus esposas muertas, segundos emparejamientos, matrimonios interraciales, añoranzas, decepciones, romanticismo, expectativas, felicidad, tristeza... y también soledad (¿Acaso desde el nacimiento de Monika buena parte de su energía y de la de Megan no estaba dedicada a hacer cosas juntos sino a concebir el modo de que cada uno dispusiera de un poco de tiempo para sí, ella llevándose a las niñas para que él pudiera ir a correr al parque en sus días libres, o viceversa, de manera que ella pudiera ir a hojear libros en una librería o hacerse la manicura? ¿Y no era terrible lo mucho que ansiaba él esos momentos, tanto que a veces un trayecto en metro a solas era lo mejor del día? ¿No era terrible que después de todo el trabajo que invertía uno en buscar a una persona con quien pasar la vida, tras tener familia con esa persona, a pesar incluso de echar de menos a esa persona, como Amit echaba de menos a Megan una noche tras otra, esa soledad era lo que más ansiaba uno, lo único que, aunque en dosis fugaces y reducidas, le permitía mantener la cordura?), el universo entero del amor, en todas sus facetas, aparece en este Tierra desacostumbrada, el espléndido e inolvidable libro de Jhumpa Lahiri que ha editado Salamandra y que hoy os recomiendo. Os dejo, como cierre de esta reseña, con Billie Holliday, cuya música escucha con reiteración la protagonista de uno de los cuentos. The man I love es la magnífica pieza elegida.


Nuestras madres se conocieron cuando la mía estaba embarazada. Aún no lo sabía; de pronto se sintió mareada y se sentó en un banco en un parquecillo. Tu madre estaba encaramada a un columpio, meciéndose suavemente mientras tu planeabas por encima de ella, cuando reparó en una joven bengalí con sari que llevaba bermellón en el pelo. “¿Se encuentra usted bien?”, le preguntó tu madre con una fórmula de cortesía. Te dijo que te bajaras del columpio y luego ella y tú acompañasteis a mi madre a casa. Fue durante aquel paseo cuando tu madre sugirió que tal vez la mía estuviese embarazada. Se hicieron amigas de inmediato y empezaron a pasar el día juntas mientras nuestros padres estaban trabajando. Hablaban de la existencia que habían dejado atrás, en Calcuta: la hermosa casa de tu madre en Jodhpur Park, con hibiscos y rosales que florecían en la azotea, y el modesto piso de mi madre en Makiktala, encima de un mugriento restaurante punjabí, donde vivían siete personas en tres habitaciones pequeñas. En Calcuta probablemente hubiesen tenido pocas ocasiones de coincidir. Tu madre iba a un colegio de monjas y era hija de uno de los abogados más importantes de la ciudad, un anglófilo que fumaba en pipa y era miembro del Saturday Club. El padre de mi madre trabajaba en Correos, y ella no comió en una mesa ni se sentó en un inodoro hasta que vino a América. Esas diferencias carecían de importancia en Cambridge, donde las dos estaban solas por igual. Aquí iban a hacer la compra juntas y se quejaban de sus maridos y cocinaban en nuestra cocina o la vuestra, dividiendo los platos para nuestras respectivas familias una vez que habían terminado. Hacían punto juntas y se intercambiaban las labores cuando una de las dos se aburría. Al nacer yo, tus padres fueron los únicos amigos que fueron a la maternidad. Me dieron de comer en tu antigua trona, me paseaban por las calles en tu viejo cochecito.


miércoles, 23 de octubre de 2013

ANTONIO MUÑOZ MOLINA. LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad. Pasado mañana, 25 de octubre, Antonio Muñoz Molina recibirá en Oviedo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras correspondiente a este 2013. Siendo un autor que me entusiasma, y del que he leído casi toda su obra, puede resultar sorprendente que hasta ahora no hubiera aparecido en nuestra sección. Sí ha tenido, en cambio, una presencia muy destacada en mi otro programa en la radio universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, en el que ha protagonizado al menos cinco emisiones, dos centradas en El viento de la luna, la novela -teñida con tintes autobiográficos, en una trayectoria literaria repleta de ellos- en la que Muñoz Molina recupera sus días de infancia, narra su paso a la adolescencia y homenajea, de paso, a su padre y al tipo de vida modesto y austero de sus primeros años en su Úbeda natal, la Mágina inventada de su territorio literario; una más a partir de Ventanas de Manhattan, el estremecedor -pero caben muchos más adjetivos- paseo por el Nueva York posterior a los atentados del 11 de septiembre; y, más recientemente, los programas de los dos últimos lunes se han ocupado de Sefarad, la excepcional crónica del extrañamiento, el desarraigo y el exilio que, en mi opinión, constituye la obra mayor del escritor y académico jienense. Todos ellos podéis recuperarlos en el blog del programa, cuya dirección ya conocéis: buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.
 
Pero, más allá de las obras aparecidas en esta peripecia radiofónica en Radio Universidad de la que acabo de daros cuenta, podría recomendaros con igual pasión casi cualquier otro libro de nuestro escritor invitado. Recuerdo el primero que leí, deslumbrado, en 1987, Beatus Ille. También El invierno en Lisboa o Beltenebros, con sus correspondientes -y a mi juicio fallidas- traslaciones al cine. Igualmente Ardor guerrero, Plenilunio, u otra gran novela, El jinete polaco, con la que ganó el Planeta. Interesan también -aunque en mi caso en menor medida- sus ensayos, o la recopilación de sus artículos, los tomos de sus diarios: los primeros, El Robinsón urbano y Diario del Nautilus, excelentes, los devoré en los ochenta en ediciones, creo recordar -mi natural pereza no me invita a levantarme hasta la biblioteca a consultarlo-, de Pamiela, la espléndida editorial navarra.
 
Hoy, con ocasión de su merecidísimo premio y como homenaje y celebración de la literatura de Antonio Muñoz Molina -y no sólo de ella: también de su posición moral en el mundo-, quiero hablaros de otra de las cimas de su narrativa, la excepcional La noche de los tiempos, casi mil páginas de prosa adictiva publicada por Seix Barral en 2009.
 
La trama argumental de La noche de los tiempos -si es que de algo así puede hablarse en una novela introspectiva, llena de reflexiones, de digresiones, un largo y complejo y muy elaborado flujo de conciencia (pese a que esté redactado casi siempre en tercera persona; aunque de ello hablaremos más adelante)- se desarrolla en Madrid en los primeros días de la guerra civil española -un escenario este, el de nuestra trágica contienda, muy presente en la obra de Muñoz Molina-, aunque en realidad su “acción” comienza en Pennsylvania en octubre de 1936. Ignacio Abel es un arquitecto español al que vemos en esos días llegando a Estados Unidos, un país en el que ha sido contratado como profesor asistente por el Wellesley College y donde también se le reclama para el diseño y la construcción de la Biblioteca del Burton College. Abel huye de España, del horror y la sinrazón, del dramatismo y el desconcierto, del miedo y la crueldad que ya se adivinan en esos primeros meses de la guerra. Dividido entre sus ideas socialistas y la consiguiente adhesión a la República, por un lado, y, por otro, su crítica posición ante la cortedad de miras, los excesos, la sordidez, la barbarie y los crímenes de los que es testigo en su teórico propio “bando”; oscilando entre la irresistible pasión por Judith Biely, su joven amante, una estudiante norteamericana a la que el estallido del conflicto sorprende en España, y el sentido del deber para con su mujer Adela -a la que no ama- y sus dos hijos, los tres finalmente abandonados en la casa de la sierra, alejada aparentemente de la primera línea de fuego; debatiéndose entre sus humildes orígenes de hijo de una portera y su éxito profesional como arquitecto de renombre y elevada posición social; torturado por sus dudas existenciales, por su egoísmo individualista, por su conformismo burgués, por su dolorosa traición conyugal, por su amor clandestino y prohibido y contrariado y quizá imposible, Abel deja atrás España y, tras un largo y azaroso viaje, que lo lleva a Valencia, París, Saint-Nazaire y Nueva York, llega, por fin, a su destino en la plácida universidad norteamericana.
 
Pero, obviamente, la novela no se agota -ni mucho menos- en este levísimo hilo conductor descrito. La noche de los tiempos es, de entrada, en una primera aproximación, una hondísima cala en la personalidad de un hombre complejo cuyos ideales, cuyo rigor intelectual, cuyo profundo desgarro vital, cuyas incertidumbres y perplejidades, cuyos miedos, cuyo sentido de culpa, cuya cobardía, cuya intensa vivencia del amor, cuyo desconcertado enfrentamiento con la realidad convulsa que lo rodea, cuyas contradicciones podrían ser las de cualquiera de nosotros, ciudadanos normales, ni héroes ni villanos, aunque capaces, quizá, en situaciones extremas, de las más nobles acciones y las peores vilezas. El libro es, además, por supuesto, una historia de amor, un amor apasionado, transgresor, irrefrenable, un amor fou que todo lo desbarata, destructor de barreras y convenciones, del que se nos da cuenta con los rasgos de intensidad y dulzura, de emoción e impulso erótico, de ternura y sexualidad que estas extremas aventuras sentimentales siempre conllevan. Un amor, el de Ignacio Abel por Judith Biely, que, aunque luminoso en sus manifestaciones más felices, responde a fuerzas tan atávicas y oscuras, tan poderosas e incógnitas como las que mueven la brutal contienda, mortífera y destructiva, que le sirve de fondo. Eros y Tánatos, al fin, las terribles pulsiones que nos arrastran en nuestro paso por el mundo, se presentan así, en paralelo, en una confrontación casi imperceptible aparentemente pero, a mi juicio, muy notable y decisiva en el libro entero.
 
Cuatro son los aspectos, aparte de los ya citados, que me gustaría resaltar para trasladaros lo que en mi lectura me ha parecido esencial de La noche de los tiempos: la formidable ambientación del Madrid -de la España- de la época; la elaborada, compleja, muy bien urdida estructura de la obra; el inteligente, atrevido y poco complaciente análisis de los sucesos que se vivieron en nuestra guerra civil; y la lúcida propuesta moral que el libro nos traslada, un aspecto -el compromiso último de Muñoz Molina con la verdad, sus profundas convicciones democráticas (profundas en sentido literal: capaces de llegar a la raíz), su opción permanente por las causas de los débiles, de los desfavorecidos, de los que siempre pierden- esencial en la obra del autor jienense y que ha sido resaltado por el jurado del Premio Príncipe de Asturias.
 
Resulta deslumbrante el talento del autor para “situarnos” en el Madrid de aquellos infaustos días del 36. La novela está trufada de noticias extraídas de la prensa del momento, de canciones de la época, de datos objetivos, verdaderos, de minuciosas descripciones de calles, de lugares, de edificios y monumentos, de cafés, de espectáculos, de festejos, de la trivial normalidad del día a día que se desarrolla de modo simultáneo a la locura de la guerra, en una elección, desde mi punto de vista, claramente “ideológica” o moral del autor (hombres comunes que corren al frente a matar enemigos, a matar a sus iguales, tras pasear con las novias, tras beber unas cervezas, tras haber entrado a contemplar el espectáculo circense de la mujer barbuda en la verbena veraniega, en una manifestación ejemplar de la reiterada tesis, tan “de moda” en estos días, tras el estreno de Hanna Arendt, la película de Margarethe Von Trotta, de la banalidad del mal). Y, con el mismo efecto de dotar de verosimilitud a lo escrito, en el relato cobran un papel muy principal y significativo algunos nombres de la España real, personajes históricos, pues, de aquellos días: Juan Negrín, que llegó a ser Presidente de la República, o José Moreno Villa, importante miembro de la generación del 27 no tan conocido como sus compañeros de grupo, o Alberti, Bergamín, Azaña, Azorín, Pedro Salinas y tantos otros. Igualmente, en procura de esa fidedigna ambientación, Muñoz Molina elige -es una opción voluntaria, tal y como ha resaltado en alguna entrevista- trasladarnos con la mayor fidelidad posible al mundo en el que se desenvuelve su narración: taxis, farolas, ropas y vestidos, postales, fotografías, maletas, la detallada enumeración del contenido de los bolsillos de Ignacio Abel: fichas telefónicas, billetes de tren, monedas varias, sellos y entradas de cine, cajas de cerillas, servilletas y posavasos, todo ello permea de continuo el relato y contribuye de modo tenue pero muy eficaz, como en sordina, como acaba empapándonos una lluvia fina casi inapreciable, a hacernos vivir la vida de sus protagonistas, a desproveer al relato de grandes pretensiones abstractas y a circunscribirlo al ámbito en verdad importante, el de la realidad cotidiana de unos seres que, sin quererlo, se ven envueltos en la simultánea vorágine del Amor y de la Historia (así, con mayúsculas, en ambos casos). Ello exige, resulta indudable, el manejo de mucha documentación, de una ingente información previa, la realización de infinidad de lecturas. Todo ello se nota en el libro de Muñoz Molina pero, como digo -y ese es otro de sus logros-, la maestría del autor nos lo resalta sin énfasis, sin molestos subrayados, de un modo discreto y sutil, inteligente y eficaz.
 
Ambos adjetivos, inteligente y eficaz, pueden ser aplicados también a la trabajada estructura de la novela. Por un lado, contribuye a ello el que, pese a que la mayor parte del libro está contada en tercera persona omnisciente, en muchos momentos se “inmiscuye” la muy subjetiva voz del autor, que habla en primera persona y que introduce en el relato la percepción de los hechos narrados desde la perspectiva -un tanto afantasmada- de nuestros días. “Lo veo primero de lejos”, escribe Muñoz Molina ya en la tercera línea del texto, para referirse a la figura de Ignacio Abel en el andén de la estación de la que saldrá el tren que lo llevará a su destino universitario americano. Este juego de enfoques diversos amplía el eco de lo relatado, le da profundidad, hondura. Pero no son solamente esas dos voces las que suenan en La noche de los tiempos. Algún crítico -o quizá el propio autor en alguna entrevista, ahora no recuerdo- ha hablado del “yo discontinuo” para referirse a la multiplicidad de voces distintas, nacidas de diferentes personajes: hablan Judith y Adela y Negrín y Moreno Villa y el profesor Rossman y tantos otros... y sus respectivos relatos complementan la visión del narrador, la multiplican, la diversifican, la enriquecen. Y hay además, resaltando esa construcción compleja y muy atractiva, constantes idas y venidas en el tiempo (pues aunque la novela empieza, como he señalado, en octubre de 1936, se mueve desde unos meses anteriores al infausto 18 de julio del comienzo de la guerra hasta un año después, aunque hay también indagaciones en la infancia de los personajes) y el espacio (la narración comienza en Pennsylvania pero se desarrolla sobre todo en Madrid, con calas en Nueva York, París...). Por otro lado, interesa también el juego, tan actual, entre objetividad e imaginación, entre realismo y ficción, entre la ya mencionada recuperación de la época sobre la base de los muchos datos objetivos y personajes reales que el autor presenta, junto con los detalles ficticios fruto de la invención minuciosa, de la visión personal de Muñoz Molina.
 
El análisis de la guerra y de España que el escritor nos ofrece en su novela no es tampoco usual ni nada complaciente y sí valiente y atrevido. La noche de los tiempos no es, como tantas obras centradas en nuestra guerra -como tantas otras obras, en general-, una novela con tonos blancos y negros, con una toma de postura fácil y maniquea; muy al contrario, Muñoz Molina indaga con penetración y ausencia de prejuicios en las causas que desencadenaron el salvaje enfrentamiento fratricida, describe con ecuanimidad el sectarismo, la ceguera, la torpeza y las atrocidades de ambos bandos y, desde una postura claramente ilustrada, cívica, progresista, de izquierdas, no duda -sin necesidad de procurarse coartadas ideológicas- en arremeter -en ocasiones muy duramente- contra las mezquindades, la crueldad, la estupidez, el egoísmo y la estulticia de políticos y sindicalistas, de militares y periodistas, de tantos “iluminados” que con su cerril obcecación en mediocres posturas ideológicas obtusas y fanatizadas llevaron al país a una guerra atroz y absurda. En este sentido, Azorín, Pedro Salinas, Bergamín, Ortega y Gasset y, sobre todo, Rafael Alberti, aparecen descritos bajo un enfoque claramente negativo que resalta en muchos casos su frivolidad, su cobardía, su ambigüedad, su falta de coherencia, su distancia -desde la torre de marfil de su “compromiso” como intelectuales- de los auténticos y sangrantes padecimientos de sus contemporáneos. Más benévola sino claramente laudatoria es la valoración con la que se refleja a Negrín y Moreno Villa, lo cual ha merecido controvertidos comentarios de alguna parte de la crítica. El propio personaje de Ignacio Abel, lleno de dudas y contradicciones, puede ser reflejo de esa ambigüedad de tantos protagonistas de la historia a los que una lectura unilateral o sesgada, partidista, ha convertido en héroes en cada uno de sus respectivos bandos. Una lectura engañosa, profundamente equivocada -e inmoral- que la mirada crítica -nada “equidistante”, por otro lado- de Muñoz Molina desenmascara, al modo en que ya lo hiciera, en otro ámbito, el ensayístico, Andrés Trapiello con su ejemplar, inicialmente cuestionado y hasta denostado y actualmente indiscutible Las armas y las letras.
 
Y he escrito “nada equidistante” porque en La noche de los tiempos -y en el resto de las manifestaciones de su carrera, literaria o “civil”- el académico andaluz siempre ha defendido tanto -en el ámbito nacional- una propuesta moral de modernidad y regeneración, la que propugnó el sueño ilustrado de la República, como -desde un enfoque más universal- una muy nítida y democrática opción por las causas de los débiles, de los que sufren injusticias, de los castigados por los excesos del poder, de los abandonados en los márgenes de la Historia, una tesis que sostienen hoy en día las más lúcidas mentes -y las almas más libres- del pensamiento universal. Muñoz Molina no es sospechoso de nostalgia del pasado, ni de ser un abanderado de una añeja concepción del mundo paralizadora y reaccionaria, aunque, igualmente, descree de las fórmulas simplistas de los izquierdistas de salón, de los progresistas profesionales, y ve en ellas, casi tanto como en los crueles atavismos de clase que movieron a los facciosos rebeldes, una de las causas de nuestro desastre de hace casi ochenta años.
 
En concreto, y con respecto al primero de los frentes a los que acabo de referirme -el local-, en la novela que nos ocupa Muñoz Molina tiene palabras muy duras, muy críticas, implacables, acerca del atraso de siglos de la España del 36, para la que propugna una alternativa democrática y moderna, civilizada y laica, republicana y de progreso, emancipadora y racional, que la saque del atraso de siglos y la aproxime al desarrollo que entonces ya conocía el resto de Europa -y ello pese a que en Alemania la “serpiente” nazi incubaba el huevo de la segunda guerra mundial-. Una Europa avanzada y libre a la que el arquitecto Abel pretende incorporar nuestro país con su proyecto -por él diseñado- de Ciudad universitaria, cuya construcción interrumpirá la guerra, con su España del futuro que tan bien encarna la Residencia de Estudiantes, una España de inteligencia y reflexión, de conocimiento y salud, una España tolerante y abierta al mundo, educada y rigurosa, una España de debate y participación, de solidaridad y compromiso, de cultura y ciencia, tan distinta de esa España salvaje y primitiva, subdesarrollada y casi tribal que aflora con rudeza en algunos fragmentos memorables que, pese a su extensión, quiero transcribiros:
 
Ahora el profesor Rossman ya no esperaba nada, sepultado junto a varias docenas de cadáveres cubiertos a toda prisa con cal en una fosa común de Madrid, contagiado sin motivo ni culpa por la gran plaga medieval de la muerte española, difundida a mansalva con los medios más modernos y los más primitivos, con fúsiles máuser, pistolas ametralladoras y bombas incendiarias, y también con las rudas armas ancestrales, navajas, arcabuces, escopetas de caza, garrochas de ganaderos, guijarros, quijadas de animales si fuera preciso, con retumbar de motores de aeroplanos y relinchos de mulos, con escapularios y cruces y con banderas rojas, con rezos de rosarios y clamor de himnos en los altavoces de los aparatos de radio. (...). Si en el restaurante barato donde iba a comer en París escuchaba cerca una conversación española mantenía una expresión neutra y procuraba no mirar, como si eso lo salvara del contagio. En los periódicos españoles la guerra había sido un escándalo diario de tipografías, titulares enormes y triunfales y colosalmente embusteros, impresos de cualquier manera en papel malo, sobre hojas escasas, difundiendo noticias falsas sobre batallas victoriosas mientras el enemigo seguía acercándose a Madrid. En los periódicos de París, solemnes y monótonos como edificios burgueses, sujetos por sus bastidores de madera bruñida en la penumbra confortable de los cafés, la guerra de España era un asunto exótico y con frecuencia menor, noticias de barbarie en una región lejana y primitiva del mundo. Recordaba la melancolía de sus primeros viajes fuera del país: la sensación de salto en el tiempo nada más cruzar la frontera; revivía la vergüenza que había sentido de joven al ver en un periódico francés o alemán ilustraciones de corridas de toros: caballos miserables con los vientres abiertos por una cornada pataleando en la agonía sobre un lodazal de vísceras, de arena y de sangre; toros con la lengua fuera vomitando sangre, con un estoque atravesando el testuz convertido en una pulpa roja por las tentativas fracasadas de descabello. Ahora no eran toros o caballos muertos los que veía en las fotos de los periódicos de París o en los noticiarios de un cine en el que añoró sin consuelo la cercanía de Judith Biely, sus manos en la penumbra, su aliento en el oído, la saliva de sus besos con un sabor de carmín y un aroma tenue de tabaco: eran hombres esta vez, hombres matándose los unos a los otros, cadáveres tirados como guiñapos en las cunetas, jornaleros de boina y camisa blanca y manos levantadas conducidos como reses por militares a caballo, soldados renegridos, con uniformes grotescos, en actitudes de crueldad o jactancia o entusiasmo insensato, de un exotismo tan siniestro como el de los bandoleros de los daguerrotipos y las litografías de un siglo atrás, tan ajenos al digno público europeo que asistía desde lejos a la masacre como esos abisinios con escudos y lanzas a los que habían ametrallado y bombardeado desde el aire durante meses y con perfecta impunidad los expedicionarios italianos de Mussolini.
 
Y también: Un país entero, un continente entero infectados de literatura mediocre, beodos de músicas chabacanas, de marchas de zarzuela y pasodobles taurinos. Pensaba de pronto, en la taberna con pobre luz eléctrica y olor a vino malo, con el suelo sucio de serrín mojado y colillas, que no sentía en el fondo de su alma demasiada simpatía hacia sus semejantes.
 
O aún más nítidamente: El automóvil avanza por una carretera estrecha, flanqueada de árboles enormes, más allá de los cuales ve deslizarse bosques otoñales, praderas en las que pastaban caballos, granjas aisladas y vallas pintadas de blanco, relumbrando en la claridad declinante de la tarde. Sobre las ondulaciones de los prados la luz oblicua revela un vapor tenue de tierra humedecida y fertilizada por la lluvia, abrigada bajo la capa de las hojas del otoño que se irán pudriendo lentamente hasta convertirse en abono. Se acuerda de sus primeros viajes por las llanuras fértiles y lluviosas de Europa, amaneceres de niebla desde la ventanilla de un tren, la luz del día revelándole arboledas rectas en las orillas suntuosas de ríos, campos de cultivos. Qué injuria venir de los páramos españoles, de las llanuras de secano, de las serranías de roca desnuda, habitadas por cabras y por seres humanos que se refugiaban en cuevas, que tenían, hombres y mujeres, la piel tan renegrida y áspera como el paisaje en el que malvivían arañando la tierra, las caras deformadas por bultos de bocio, los ojos estrábicos, la injusticia encorvándolos como una maldición sin remedio. “No hay que desesperar, amigo Abel, como esos señores cenicientos del 98, Unamuno y Baroja, todos ellos”, decía Negrín, riéndose; “bastarán dos generaciones para mejorar la raza, y nada de eugenesia, ni de planes quinquenales. Reforma agraria y alimentación saludable. Leche fresca, pan blanco, naranjas, agua corriente, ropa interior limpia; si nos dejaran tiempo, los otros y los nuestros…”
Pero no nos lo han dejado. Nunca hubo tiempo, tal vez; nunca existió la posibilidad verdadera de eludir el desastre; el porvenir que parecía abrirse por delante de nosotros el año 31 era un espejismo tan insensato como nuestra ilusión de racionalidad.
 
Y sobre todo, este texto esclarecido y revelador, este alegato incontestable en favor de la acción racional y liberadora de la política que pone de manifiesto los males que asolaban a nuestro país en los aciagos días de la guerra: Nos odian, amigo Abel. No me extraña que quiera usted irse. Nos odian a usted y a mí. Nos odian en nuestro partido y fuera de él. Nos odian los reaccionarios que aún no se acostumbran a haber perdido las elecciones en febrero y muchos de los que creíamos que eran de los nuestros porque apoyaban al Frente Popular. Odian a la gente que es como nosotros. Los que no creemos que arrasando el mundo presente se vaya a hacer posible otro mucho mejor, ni que con la destrucción y el asesinato pueda traerse la justicia. No es una cuestión de ideas, como piensan algunos, en nuestro lado y en el de los otros. Usted y yo sabemos que las grandes ideas generales no sirven de mucho en la vida práctica. Nos enfrentamos en cada caso a problemas específicos, y no los resolvemos con ideas gaseosas, sino con nuestro conocimiento y nuestra experiencia. Yo en mi laboratorio, usted en su tablero de dibujo. Si bajamos de la estratosfera de las ideas las cosas están bastante claras. ¿Qué hace falta para que un edificio no se caiga? ¿Qué necesitan nuestros compatriotas? No hay más que salir a la acera del café y mirar a la gente que pasa. Necesitan estar mejor alimentados. Necesitan mejor calzado, tomar más leche de niños para que no se les caigan los dientes. Necesitan tener más higiene y no traer tantos hijos al mundo. Necesitan buenas escuelas y trabajos pagados decentemente, y a ser posible calefacción en invierno. ¿Sería tan difícil de conseguir una organización racional del país que facilitara todo eso? Una vez que todo el mundo coma a diario, y que haya electricidad y agua corriente saludable, digo yo que sería el momento de ponerse a discutir sobre la sociedad sin clases o sobre las glorias de la raza española, o el esperanto, o la vida eterna, o lo que haga falta. Fíjese que no hablo del socialismo, ni de la emancipación, ni del fin de la explotación del hombre por el hombre. Yo no hago profesiones de fe, y creo que usted tampoco. Entre peregrinar a Moscú y peregrinar a La Meca o al Vaticano o a Lourdes yo no veo grandes diferencias. Al creyente de una religión lo que más le fastidia no es el creyente de otra, ni siquiera el ateo, sino alguien peor, el escéptico, el tibio. ¿Ha observado usted que en los discursos y en los artículos de fondo la palabra tibio se ha convertido en un insulto? ¡Pues claro que yo soy tibio, aunque se me suba de vez en cuando la sangre a la cabeza! No quiero quemarme y no quiero que quemen a nadie ni que arda nada. Bastantes hogueras tuvimos con la Santa Inquisición. Ahora veo a mucha gente que dice que ha perdido la fe en la República. ¡La fe en la República! ¡Como si le hubieran rezado a un santo o a una virgen pidiendo un milagro que no se les ha concedido! Le rezan al Frente Popular para que traiga no sólo la amnistía, sino también la reforma agraria, el comunismo, la felicidad sobre la tierra, y como han pasado unos meses desde las elecciones y el milagro no se ha producido, pierden la fe y quieren acabar con la legalidad de la República, como si quisieran tirar al pilón al santo que no les trajo la lluvia después de la rogativa… Por no hablar de los otros, que andan en algo más que rezos y motines. A Dios rogando y con el mazo dando. Ahí los tiene usted, conspirando con más descaro que nunca, a la vista de todo el mundo, salvo del gobierno, que hace como que no se entera de nada. Los señoritos monárquicos van a Roma a que los bendiga el Papa, presentan sus respetos a su majestad don Alfonso XIII y a continuación cobran el cheque que les da Mussolini para que compren armas. Dispuestos a la Reconquista de España, como ellos mismos dicen. Enloquecidos. Furiosos porque la República les ha expropiado unas cuantas fincas estériles o no les deja predicar en las escuelas nacionales o ha permitido que un hombre y una mujer que llevan toda la vida odiándose puedan irse cada uno por su lado. Agraviados a muerte porque esta pobre República que no tiene ni para pagar los salarios de los maestros jubiló con su paga íntegra a todos los millares de oficiales que haraganeaban en los cuarteles y tuvieron a bien solicitar el retiro, sin exigirles nada a cambio, ni siquiera un juramento de lealtad.
 
Pero la lúcida y ejemplar propuesta moral de Muñoz Molina no se circunscribe a la España del 36 sino que se constituye en una apuesta -una más- en pro de la causa de quienes a lo largo de la Historia han sufrido reiteradamente el peso de los totalitarismos, la opresión de los poderes omnímodos (casi todos lo son). La noche de los tiempos continúa, a mi juicio, la línea trazada en Beatus Ille, El jinete polaco y, sobre todo, en Sefarad y su incontestable denuncia de los efectos devastadores de los dos grandes totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el comunismo, y su irrenunciable defensa de sus víctimas (que en la novela que ahora os comento personifica el profesor Karl Ludwig Rossman, que sufre, hasta su trágico final, las locuras sucesivas de Hitler, Stalin y nuestra guerra). Los exiliados, los desarraigados, los que nada tienen, los desesperanzados, los que sufren, los que huyen, los que son perseguidos, los que “pierden”, los que padecen, los mal afeitados, los que llevaban maletas sujetas con cuerdas, los que manoseaban nerviosamente carteras de documentos, son los “elegidos” por Muñoz Molina en su ejemplar alegato humanista. En definitiva y en metáfora poderosa, los que calzan alpargatas: Los zapatos de los señores, tan llamativos y sin duda insultantes para el que calza alpargatas. "Usted no entiende la lucha de clases, don Ignacio, le había dicho Eutimio, el capataz que cuarenta años atrás había sido aprendiz en la cuadrilla de su padre: La lucha de clases es que caigan cuatro gotas y a uno se le mojen los pies."
 
Por todos estos motivos -y lamento la extensión, ya desmesurada, con la que he querido resaltarlos- merece la pena leer La noche de los tiempos, y de paso el resto de la obra de Antonio Muñoz Molina, a quien esta mañana hemos querido homenajear con ocasión de la próxima entrega del merecidísimo Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
 
Os dejo, como ilustración musical de mi reseña, con una canción, Ay, Carmela, muy conocida y extraordinariamente representativa de la guerra civil española.

miércoles, 16 de octubre de 2013

JAMES AGEE. UNA MUERTE EN LA FAMILIA

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura que intentamos resulte de vuestro agrado y os sirva de orientación entre la infinidad de publicaciones que ven la luz cada mes en nuestro desmesurado mercado editorial. Hoy quiero presentaros una novela llena de emoción y sentimiento, escrita por James Agee y publicada por Alianza Editorial en su colección Alianza literaria bajo el título de Una muerte en la familia. El libro se publicó el pasado 2007 en traducción de Carmen Criado.
 
Una muerte en la familia es la obra principal de James Agee, por la que recibió el premio Pulitzer en 1957. Agee, fue también guionista de cine -escribió entre otros los guiones de La reina de África de John Huston y de La noche del cazador de Charles Laughton- y, sobre, todo periodista. Su obra mayor en este ámbito es la magnífica Elogiemos ahora a hombres famosos, publicada originariamente en España por Seix Barral -un volumen casi inencontrable- y reeditada hace pocos años en una edición excelente por Planeta. En Elogiemos ahora a hombres famosos, que también os recomiendo vivamente, pues se trata de un auténtico clásico que nadie con un mínimo interés por la lectura, por la vida, en realidad, debería perderse, se recopilan sus artículos, intensos, contundentes, incisivos, sobrecogedores, escritos en 1936, a partir de su visita de varias semanas, en compañía de otro artista genial, el fotógrafo Walker Evans, a los campamentos de los granjeros de Oklahoma, Kansas, Nebraska y, en general el Medio Oeste americano, obligados a desplazarse hacia California a consecuencia de la sequía, la dureza del clima y los efectos de la crisis provocada por el crack bursátil de 1929. Hace algunos años, aquí, en Todos los libros un libro, os hablé de Las uvas de la ira, del Nobel estadounidense John Steinbeck, y de la película homónima, dirigida por John Ford, una obra maestra del cine. En ambos casos, novela y film, la huella de Elogiemos ahora a hombres famosos es muy ostensible y su consulta previa enriquece el disfrute y amplía la comprensión de las obras.
 
Pero el libro del que hoy quiero hablaros no es un documento sino una obra de ficción, una novela, una conmovedora y emotiva novela. El argumento de Una muerte en la familia es sencillo, trivial, banal, incluso. Un niño, Rufus, vive una existencia aparentemente plácida, como lo son todas en estas edades infantiles, rodeado de una familia que puede representar el emblema de la familia media norteamericana. Su padre, Jay, su madre, Mary, y su pequeña hermana Catherine viven en Knoxville, que es además el pueblo natal de James Agee (en lo que constituye uno más de los múltiples detalles autobiográficos de una novela que claramente recrea la infancia de su autor). Una noche, Jay muere en accidente de tráfico cuando volvía a su hogar tras un viaje inesperado causado por la repentina enfermedad de su propio padre. A partir de este hecho, la vida familiar cambia de manera radical. El desconcierto y el dolor, la perplejidad y la incertidumbre que deja la ausencia del padre en su mujer y en su hijo (la pequeña Catherine no es consciente apenas de la gravedad del hecho) constituyen el núcleo central de la novela, que indaga en los sentimientos humanos con ternura e intensidad, con belleza y emoción, con amor, lirismo y verdad.
 
La estructura del libro es también muy simple y eficaz, acorde con la sencillez de los hechos narrados. Una serie de capítulos, que ocupan la parte principal del libro, nos cuenta en tercera persona, desde fuera, la historia central de la novela: la noche en la que Jay recibe la llamada que lo hará ponerse en camino, el accidente, la tensa espera de la llegada del cadáver, la presencia de los parientes, la vida tras la muerte del padre. En otra parte del libro, intercalada con la anterior y bastante menos extensa, se recogen -con una tipografía distinta, en cursiva, para significar el cambio de registro- las reflexiones en primera persona de Rufus, su atracción por el mundo adulto, los miedos infantiles, la inocencia y la ingenuidad del niño, el dramático impacto de la ausencia paterna, su difícil y tortuoso despertar hacia una prematura madurez.
 
Es un libro excelente este Una muerte en la familia, que no deberíais dejar de leer. Recientemente José María Guelbenzu, inició su crítica en El País señalando literalmente que pocas novelas hay en la literatura norteamericana del siglo XX que puedan medirse con ésta. Sea o no exagerada la afirmación del crítico, es sin duda un libro extraordinario que os va a entusiasmar. Y de relaciones familiares, de hijos que recuerdan a padres desaparecidos, trata Dance with my father, la canción, interpretada por Luther Vandross, con la que cerramos el espacio por hoy.
 
 
Después del desayuno entró perezosamente en la sala y miró a su alrededor, pero no vio ningún sitio donde le apeteciera sentarse. Se sentía vacío e indolente, y, al mismo tiempo, embargado por una excitación solemne, como si fuera la mañana de su cumpleaños, sólo que éste parecía ser aún más especialmente su día. No había nada en él fuera de lo normal, pero estaba henchido de una especie de energía silenciosa e invisible. Recordó la cara de su madre mientras le hablaba, y oyó su voz una y otra vez, y, mientras miraba a su alrededor en la sala y hacia la calle por la ventana, las palabras se repitieron una y otra vez. Ha muerto. Murió anoche mientras yo dormía y ahora ya es por la mañana. Está muerto desde anoche y yo no lo he sabido hasta que me he despertado. Ha estado muerto toda la noche mientras yo dormía, y ahora es por la mañana y yo estoy despierto, pero él sigue muerto y seguirá muerto toda la tarde, y toda la noche, y todo mañana, y mientras yo vuelva a dormir otra vez y vuelva a despertar otra vez y vuelva a dormir otra vez, y nunca más podrá volver a casa, pero le veré una vez más antes de que se lo lleven. Ahora está muerto. Murió anoche mientras yo dormía y ya es por la mañana.

miércoles, 9 de octubre de 2013

CLARA USÓN. CORAZÓN DE NAPALM

Una gaviota se posó sobre la arena de la playa, a poca distancia de donde él se había echado. Se irguió y buscó con los ojos una piedra o un palo para tirárselo, pero a su alrededor sólo había arena, así que se levantó, hinchó el pecho y dio un par de pasos amenazadores en dirección al ave, que lo observaba con indiferencia, pero cuando Fede, acercándose más y envolviendo al pájaro en su sombra, apretó el puño e hizo ademán de propinarle un puñetazo, vaya si se asustó. La gaviota dio un salto hacia atrás, desplegó las alas mostrando toda su envergadura y se empìnó sobre sus finas patas, haciéndole frente en un falso desafío, pues en el instante en que Fede levantó un pie para darle una patada, alzó el vuelo y se alejó.
 
Él se dejó caer sobre la arena, las manos todavía crispadas y, rodeando las rodillas con sus brazos, se quedó mirando sin esperanza el mar de plomo de la playa de los Peligros. Todo era gris en Santander: el cielo, las gaviotas, el mar… Le dolía la cabeza y eso acentuó su mal humor. Para distraerse, decidió investigar el contenido de la bolsa de plástico verde de Mantequerías Rosario, que había usado como almohada el rato que se quedó dormido. El peso de su cabeza había chafado las bragas. Con una pulcritud en él insólita fue extrayéndolas de la bolsa, una a una; las desplegó ante sí sobre la arena y las ordenó en hileras como si fueran soldados en formación, dispuestos a la batalla.
 
 
Hola, buenas tardes. Así, con este fragmento de una novela, un fragmento muy significativo con el que da comienzo el libro, empezamos nosotros también, un miércoles más, Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura que creemos puede interesaros. El fragmento leído, como os digo muy representativo de la atmósfera que impregna el texto entero, pertenece a una novela española, Corazón de napalm es su título, escrita por Clara Usón y editada por Seix Barral. Corazón de napalm obtuvo el reconocido Premio Biblioteca Breve de novela correspondiente a 2009, otorgado por un jurado prestigioso del que formaban parte, entre otros escritores, Juan José Millás, Pere Gimferrer, Ángeles Caso o Manuel Longares, el cual, en particular, ha vertido en tertulias televisivas y artículos periodísticos multitud de elogios sobre la novela, ponderando su enorme interés humano y su excelente calidad literaria.
 
No quiero dejar pasar la ocasión, aprovechando este mi comentario a la penúltima novela de Clara Usón, de aconsejaros la por ahora postrera, un libro igualmente excepcional, La hija del Este, que publicó también Seix Barral el pasado 2012. Ya sabéis que en Todos los libros un libro sigo un precepto no rígido -lo que significa que cualquier día puedo transgredirlo; así lo he hecho recientemente- pero sí bastante firme: no presentar libros de un autor ya comentado en el programa. Es por ello que, teniendo escrita desde hace años mi reseña de Corazón de napalm, os la presento ahora, pese a que La hija del Este me parece un libro aun más interesante, más logrado, de más entidad. Soslayo, pues, con un par de frases, esta limitación autoimpuesta y paso ya al análisis de la novela que hoy me trae ante vosotros.
 
La hija del Este parte de un hecho real: Clara Usón -aunque en el texto se disimule bajo la apariencia de un mero personaje de novela- se encuentra un día en The Times con la noticia de la trágica muerte de Ana Mladić, una chica serbia de 23 años, atractiva, estudiosa y agradable, que a la vuelta de un viaje de fin de carrera a Moscú con sus compañeros de Medicina, el 24 de marzo de 1994, se disparó un tiro en la cabeza con la pistola “fetiche” de su padre, Ratko Mladić, el sanguinario genocida, el carnicero serbio de la guerra de los Balcanes, el despiadado responsable de la cruel matanza de Srebrenica. Impresionada por los hechos leídos, sintió curiosidad, indagó, investigó, buscó respuestas, aquilató rumores, compulsó datos, y con todo ello fabuló una explicación. En el libro -resultado último de su pesquisa, que se extendió a lo largo de tres años- Usón mezcla realidad y ficción -en un “juego” cada vez más frecuente en tantas novelas actuales, que saltan del periodismo a la literatura, del documento a la invención, de los datos objetivos, verídicos, a la libre capacidad de imaginación del autor-, y escribe, con una prosa magnética, de irresistible atracción, para indagar en la compleja personalidad de la joven e intentar averiguar cuáles fueron las causas que la llevaron al suicidio. En el camino de esa investigación, el texto nos deja una fascinante reflexión sobre la barbarie, el odio y la exclusión, la violencia, la inocencia y el fanatismo, la presencia del mal en nuestras vidas, la búsqueda de la verdad, la culpa, la integridad moral, todos esos aspectos esenciales, en fin, de la naturaleza humana, así como numerosa información -“real”, contrastada, conocida, publicada en su momento en los medios de comunicación, aunque, por desgracia, como tantas otras veces, olvidada en el curso de nuestro superficial y algo frívolo paso por el mundo- sobre acontecimientos, personajes, hechos, situaciones ocurridos en la inexplicable, la inconcebible, la inimaginable ola de violencia salvaje desatada en el centro de la Europa “civilizada” hace ahora veinte años. Un libro, pues, por muchos motivos, de lectura altamente recomendable.
 
Pero vayamos ya con la propuesta que constituye el centro de nuestra emisión de hoy. Corazón de napalm narra dos historias paralelas, que se van sucediendo en capítulos alternos y que, como es previsible ya desde el inicio, confluyen hacia el final, aunque no os desvelaré el sentido de esa confluencia, por lo demás sorprendente. Por un lado se nos cuenta la muy dura existencia de Fede, un adolescente de sólo trece años al que la vida, en los primeros años ochenta del pasado siglo, ha convertido en una especie de adulto prematuro, sin perder su condición de niño. Fede vive en Santander con su padre, el Chino, y su actual mujer, la algo pija Natalia, que cumple con Fede el papel que el tópico adjudica a las madrastras: fría, desapegada, ajena a los intereses auténticos del niño. Fede es hijo de Carmen, el gran amor de El Chino, con el que compartió vida y experiencias juveniles, el descenso a los abismos de la droga, una existencia al límite, desordenada, caótica. El chico, constreñido a la santanderina existencia burguesa que su padre ha adoptado tras su matrimonio con la niña bien Natalia, añora a su madre. Pero Fede ha sido educado -por decir algo- en la permisividad y el descontrol, en la ausencia de principios y la anárquica cotidianidad de la juventud de sus progenitores, en la falta de responsabilidades, en esa vida de excesos tan típica en determinados ambientes de esa década atrevida y frenética, disipada y libérrima, en la que eran normales el trapicheo, los chutes de heroína, la violencia larvada, los robos, las muertes por sobredosis, la enfermedad, el sida devastador, la promiscuidad más desatada, incluyendo, en el caso del protagonista, la permanente presencia de extraños en la casa y hasta en la cama de sus padres; como veis, la cara oscura, por así decirlo, de aquella movida que se vendió como repleta de encanto y glamour. Fede, pese a sus escasos trece años, idolatra a los Sex Pistols -de hecho, corazón de napalm es una frase que está en una canción del grupo-, adopta la estética punk (cabeza rapada, lenguaje obsceno, actitud chulesca en un alma infantil) por rebeldía, por necesidad de cariño, por la carencia y la añoranza del amor materno (Carmen, su madre, permanece en su Barcelona natal, desenganchándose de la droga, menos afortunada ella que su marido, que ese Chino capaz de rehabilitarse, de volver a la normalidad, de rehacer su vida a partir del deterioro juvenil). Esa necesidad de la madre le llevará, tras robar cuarenta mil pesetas a su madrastra y amenazar a su padre con una navaja, a escapar del hogar santanderino y llegarse a Barcelona en donde se encontrará con esa figura materna de la que con tanta intensidad depende emocionalmente.
 
Por otro lado, la novela cuenta la historia de Marta. Marta es una mujer joven que, nacida en Valladolid, vive en Barcelona, aunque se encuentra algo desubicada en la vida. Es pintora, pero su valía nunca ha sido reconocida. Ha sobrevivido profesionalmente en los ambientes artísticos haciendo el trabajo de ‘negro’ para el ya anciano y muy famoso pintor Maristany. Marta es la autora, en la sombra, de un modo anónimo, de los últimos cuadros del artista, a quien su edad le imposibilita para ejercer su maestría pictórica. Su indefinición profesional -la de Marta- corre pareja con una cierta inestabilidad sentimental y, en general, con la ausencia de un lugar en el mundo, de un sentido en su vida. Marta conoce, precisamente en una exposición de Maristany, a Juan, un joven y atractivo juez que pese a su posición y su vida de orden parece rodeado por algo de misterio, parece encerrar algún secreto, mostrando algunos atisbos de una personalidad no del todo estable. Marta y Juan empezarán una relación amorosa que se desarrollará en paralelo a algunas vicisitudes profesionales de la joven pintora.
 
Lamentablemente no puedo desvelaros, pues ello supondría ‘destripar’ el contenido final de la novela, el modo en que las dos narraciones van a acabar por imbricarse. Dejadme deciros, tan sólo, y para terminar, que más allá de la valoración de la crítica, que ha visto en Clara Usón una narradora formidable, en su novela una obra muy estimable y en el estilo literario de la escritora una reivindicación del realismo, Corazón de napalm puede interesaros porque describe con precisión la vida en una década, la de los ochenta del pasado siglo, no demasiado reflejada en la literatura, porque constituye una reflexión muy valiosa sobre el tema de la familia, porque las peripecias de los protagonistas están contadas de un modo muy ágil y fluido, que atrapa, y, sobre todo, porque la construcción de los personajes, fundamentalmente la del niño Fede, es magistral. No dejéis de leerla, pues.
 
Obviamente, Search of destroy, la canción de los Sex Pistols que incluye en su letra el título del libro (I'm a street walking cheater with a heart full of napalm), acompaña, en la interpretación llena de ruido y furia de Sid Vicious, esta reseña.


miércoles, 2 de octubre de 2013

LEV TOLSTOI. RESURRECCIÓN

Hola, buenas tardes. Hoy Todos los libros un libro vuelve a incurrir en una inveterada tradición, no demasiado frecuente, por desgracia, en nuestros programas aunque sí suficientemente significativa cuando se produce, que consiste en ofreceros una propuesta de lectura centrada en un libro clásico, una obra no contemporánea, alejada de las novedades más fulgurantes, y que cuenta por el contrario con el respaldo de los años, con su pervivencia incólume a lo largo del tiempo. Es normal, a todos nos ocurre, que en el frenesí en que se desenvuelve nuestro mercado editorial, con publicaciones que de continuo inundan los estantes de las librerías para ser reemplazadas, tras una estancia fugaz en los anaqueles, por otras igualmente novedosas, supuestamente indispensables y forzosamente condenadas al olvido, es normal, insisto, que cuando debemos elegir un libro con vistas a su adquisición y su lectura, nuestros ojos y nuestro pensamiento, también nuestra voluntad, tiendan a detenerse tan sólo en aquellos de presencia más ostensible en bibliotecas, librerías, programas televisivos, revistas literarias y suplementos culturales: las novedades, lo que suena, los libros de los que todo el mundo habla, lo refulgente, lo que brilla con los oropeles por definición casi siempre falsos de lo recién llegado, lo que está de moda. Pues bien, hoy, una vez más, queremos romper esa a mi juicio perniciosa tendencia -en la que sin embargo yo mismo incurro semana tras semana- con la recomendación de un libro que tiene ya más de un siglo, que fue escrito a finales del XIX y que como os digo no sólo ha resistido el paso de los años sino que resulta hoy día plenamente vigente y actualísimo en estos tiempos de crisis -sobre todo de valores-, de obscenas riquezas minoritarias y ostentosas y, a la vez, de una inicua pobreza que condena al sufrimiento a millones de seres en el mundo. Se trata de Resurrección, su autor el ruso León Tolstoi (¿se acentúa Tolstói en castellano?; creo que sí, aunque seguiré las pautas marcadas en la edición que ahora comento: sin tilde, pues), al que me sigo refiriendo con el españolizado León, como desde mi infancia he venido haciendo y no Lev como su nombre en ruso y la corrección académica exigen. El libro, la última novela de su autor, se publicó en 1999 -cien años después de que hubiera visto la luz originariamente- en la editorial Pre-Textos, en una edición al cuidado de Víctor Andresco, responsable también de su traducción y de una interesante introducción que, como casi siempre en estos casos, yo os recomiendo que leáis cuando hayáis terminado el libro. No he sido capaz de comprobar el dato, pero tengo para mí que este Víctor debe ser pariente de las hermanas Andresco, clásicas, aunque controvertidas, traductoras de Tolstoi.
 
Resurrección no es la obra más conocida de Tolstoi, no al menos si la comparamos con Anna Karénina o Guerra y paz, objeto, estas últimas, de constantes reediciones y también adaptaciones cinematográficas varias. Sin embargo, como ellas, se trata de una obra maestra absoluta, de lectura arrebatadora, repleta de personajes inolvidables -dos por encima del resto: el noble (en todos los sentidos) príncipe Nejliúdov, de nombre impronunciable, y la bella y desgraciada Katia Máslova-, y, sobre todo, rezumando una intensa humanidad y una lúcida espiritualidad, una tierna comprensión por parte de su autor de la mísera existencia de muchos de sus conciudadanos, una sensibilidad extrema y una implacable lucidez en la denuncia de las injusticias padecidas por su pueblo, una indignada protesta frente a los abusos de los poderosos, entre otros muchos planos en que, como os indicaré más adelante, se desenvuelve su extensa trama, desarrollada a lo largo de seiscientas páginas.
 
La historia central que se cuenta en el libro es la de una evolución, un cambio interior en el pensamiento y en el alma del protagonista principal. Dimitri, el joven príncipe Nejliúdov, seduce a la casi niña y muy bella criada de sus tías, Katia, Katiusha como también se la llama en la novela con el diminutivo tierno y cariñoso. Tras dar satisfacción a sus instintos, perdonadme el tono algo melodramático acorde con el espíritu de la época, desaparece, no sin antes dejar -humillación sobre humillación- un billete de cien rublos a la chica como obscena compensación por los servicios prestados. El aristócrata había tenido en su primera juventud preocupaciones sociales, siendo entusiasta seguidor de las teorías de Herbert Spencer en contra de la propiedad privada de las tierras y en favor de la justicia social, habiendo llegado incluso a ceder la herencia de su padre a los campesinos que trabajaban sus campos. Con el paso del tiempo, sin embargo, el ahora adulto se había deslizado abiertamente hacia la posición y los requerimientos exigidos por su clase, llevando una existencia de gasto y opulencia, de disipación y falta de conciencia. Mientras tanto, Katiusha, deshonrada -dejadme que siga utilizando la anacrónica terminología decimonónica- es despedida de la casa de las tías de Dimitri en la que trabajaba, encadena frustración tras frustración, sevicia tras sevicia, y va hundiéndose en una vida cada vez más miserable e indigna hasta acabar ejerciendo la prostitución en Moscú. La muerte, en condiciones oscuras, de un cliente del burdel en que presta sus servicios la lleva ante los tribunales acusada de robo y asesinato. Allí se reencuentra, varios años después de aquella primera funesta relación, con el príncipe Nejliúdov, que forma parte del jurado. Y es este hecho, la percepción por parte del noble de la triste condición de la ahora ya no tan joven Katia, el que desencadena el proceso de toma de conciencia y de profundo cambio espiritual y también de hábitos -no sin hondas y sinceras dudas- del sensible aristócrata. Consciente de que ha sido su innoble comportamiento con la chica lo que ha provocado la situación que ella ahora vive decide reparar en lo posible las consecuencias últimas de aquel despreciable comportamiento, de su abyecto e inmoral error, vinculando su vida a la de la joven, optando por acompañarla de juicio en juicio, de cárcel en cárcel, hasta su destierro final en Siberia. En esta su ‘resurrección’ (una idea central del libro que aparece en su título y se recoge también significativamente en el fragmento que os ofrezco como cierre a este comentario) se replantea su existencia entera, cuestiona sus privilegios de clase, percibe por primera vez las inhumanas condiciones en las que desarrollan su penoso deambular por la vida la mayor parte de sus compatriotas, decide renunciar a su confortable e inconsciente universo, aborreciendo la insulsa frivolidad de las gentes que lo habitan, a las fiestas inanes, a las conversaciones superficiales, a las comidas opulentas, a los lujos estériles.
 
Pero su cambio no es sólo cosmético, exterior, de hábitos y costumbres, no hay en él una mera denuncia de un modo de vida ligero e intrascendente, sino que la evolución es, como ya os he dicho, más profunda y auténtica, afecta a todas las capas de su espíritu, llevándolo a analizar, a tomar posición y a criticar -y aquí está, a mi juicio, el principal aliciente “teórico” del libro, más allá del encanto de su formidable escritura- el estado de cosas que propicia esa tan injusta organización de la sociedad.
 
Por el libro desfilan así, y es imposible dar una mínima cuenta de las decenas de notas que en este sentido he ido tomando en mi lectura, infinidad de ejemplos de la corrupción de las clases dirigentes de su país y de las repercusiones terribles que dicha conducta, consolidada a lo largo de los siglos, provoca en las buenas gentes que el príncipe va topándose en su camino. La injusta Justicia, con sus legiones de funcionarios, escribientes, guardias y ujieres, empeñados en perpetuar una ficción brutal, la radical mentira de una maquinaria que condena a los desgraciados, a los humildes, a los desfavorecidos por la fortuna antes de ser juzgados. La iglesia ortodoxa, tan alejada ya del mensaje de Jesús -se puede decir que Tolstoi es un libertario anarquizante que defiende el originario espíritu del cristianismo- y convertida en un elemento esencial para torturar a los hombres, justificando y hasta alentando los desmanes del poder. La vergonzosa aristocracia y, en general, las clases dominantes, instaladas en una absurda y ruin superfluidad, perpetuadoras de una esclavitud de hecho -ya que no de derecho, recién abolida por las leyes- de una inmensa parte de la población. Y la corte zarista y los políticos y los burócratas y los directores de prisiones y los banqueros inhumanos y tantos otros parásitos que condenan a la miseria y la enfermedad, al alcoholismo y la brutalidad, a la ignorancia y el destierro, a la cárcel y la muerte a millones de pobres seres, humillados y ofendidos, los campesinos que nada tienen, ni siquiera la tierra que trabajan, los niños condenados a la explotación laboral desde muy pequeños, las mujeres -el libro contiene muchas referencias al especial sacrificio femenino, así como, en un mensaje optimista, notables ejemplos de mujeres fuertes, decididas, capaces y moralmente libres.
 
Pero no creáis, con esta enumeración de desgracias, que el libro es un panfleto burdo que se limita a lanzar consignas más o menos consabidas para tocar nuestros corazones. La crisis existencial del protagonista, su relación con Katiusha, sus conflictos intelectuales, ideológicos, morales, su personalidad quebrada, la de la propia Katia, las vidas de las gentes que, en los distintos estamentos sociales, constituyen el entorno de sus propias existencias, se nos presentan de un modo muy rico e inteligente, en toda su complejidad y con todos sus claroscuros. Hay en el autor, claro, una posición moral de partida, que puede resumirse en las cuatro citas evangélicas con las que se abre el libro, y aún más sucintamente con el texto del Sermón de la montaña, pero si el libro es una obra maestra es, entre otras cosas, por su capacidad de recoger, más allá de la simplicidad de un mensaje político, la vida entera en toda su riqueza.
 
Os recomiendo entusiasmado este Resurrección de León Tolstoi que publica Pre-Textos. Tras su lectura, como tras la de casi cualquier clásico, nuestra vida no será la misma. Para acompañar con música la lectura de tan magna obra, y ante la imposibilidad de encontrar una pieza que se ajustara exactamente al universo recreado en el libro, me he dejado llevar por la imaginación y, con la tenue excusa del nombre de la protagonista, os ofrezco Katyusha, una canción de 1938, un clásico de la música rusa, muy conocida, en una interpretación anónima pero llena de evocaciones nostálgicas, más interesante para mí que las otras versiones que he encontrado en internet, de “paternidad” reconocida pero en el fondo insustanciales.
 
 
En vano se esforzaban cientos de miles de hombres, hacinados en un pequeño espacio, en esterilizar la tierra que los sustentaba, cubriéndolas de piedras, para que nada pudiera germinar, y arrancando las hierbecillas que pugnaban por salir; en vano impregnaban el aire con humo de carbón y petróleo; en vano talaban los árboles y exterminaban a los animales y los pájaros, porque, incluso en la ciudad, la primavera era siempre primavera. El sol resplandecía, la hierba -resucitando- crecía y verdeaba por todas partes donde no la habían quitado, no sólo en los céspedes de los bulevares, sino incluso entre los adoquines del empedrado. En los álamos, abedules y cerezos silvestres despuntaban hojas pegajosas y perfumadas; los brotes de los tilos estaban a punto de reventar; las cornejas, gorriones y palomas construían sus nidos con alegría primaveral, y las moscas -al calor del sol- zumbaban junto a los muros. Estaban alegres las plantas, los pájaros, los insectos y los niños. Pero los hombres -los hombres mayores, hechos y derechos- no cesaban de engañarse y atormentarse. Consideraban que lo sagrado e importante no era aquella mañana de primavera ni la belleza del mundo creada por Dios y concedida para dicha de todos los seres vivientes -belleza que predisponía a la paz, a la armonía y al amor-, sino lo que ellos mismos habían inventado para dominarse unos a otros.