Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de enero de 2021

MISCELÁNEA ENERO 2021. POESÍA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Este miércoles continuamos con la algo anómala serie que desde comienzos de año os estamos ofreciendo en nuestro espacio. Se trata, como ya anticipé hace quince días, de una propuesta distinta a la habitual en nuestras emisiones, cada una de las cuales suele centrarse con carácter monográfico en una única obra. En esta ocasión, sin embargo, y movido por mi afán de “dar salida” a libros que yo he leído el pasado 2020 y que, ni han tenido sitio en un comentario convencional, extenso y demorado, en alguno de nuestros programas anteriores, ni, por otro lado, quiero, dada su calidad, dejar de recomendarlos, he decidido organizar un ciclo -con cuatro entregas en total, la de hoy es la tercera- en el que os sugiero, de manera algo apretada y estirando al máximo las costuras del espacio, la lectura de varios títulos en cada emisión. Las novelas protagonizaron la primera de estas propuestas plurales, seguidas por los grandes clásicos de la literatura universal, objeto de análisis la semana precedente a la actual, para llegar ahora a la poesía, que nos ocupará en exclusiva en la edición de esta tarde. Un género, el poético, que no siempre aparece en Todos los libros un libro con la frecuencia merecida y del que hoy quiero dejaros, de un modo muy sucinto aunque entusiasta, cuatro excelentes muestras. 

Vayamos, pues, y sin más dilación, con la primera de ellas, la de la revista Litoral. Definida de modo explícito por la rúbrica que acompaña a su cabecera, Revista de Poesía, Arte y Pensamiento, Litoral lleva noventa y cinco años -su primera aparición fue en 1926- ofreciendo al lector interesado por tan amplio abanico de temas unos siempre muy cuidados e interesantes números. Hace ahora diez años, en marzo de 2011, os ofrecí aquí una primera aproximación a la revista, de la que os dejo ahora una breve cita en la que se recuerdan los orígenes y el desarrollo posterior del inusual, ambicioso y longevo proyecto, en el que se suceden las vicisitudes, los silencios y las reapariciones: 

En 1926, dos poetas, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, deciden poner en marcha una revista que pudiera canalizar sus ideales poéticos y aun estéticos en el sur de España, en una Málaga no demasiado unida hasta entonces a proyectos artísticos o experiencias literarias de envergadura. La cercanía al mar de la pequeña imprenta en la que se editaban los primeros números, la reiterada presencia de los motivos marinos en la poesía de algunos de los colaboradores más destacados, caso de Rafael Alberti, por ejemplo, junto a la explícita voluntad de los fundadores de editar una revista que evocara al mar, fueron algunas de las causas que llevaron a la elección del nombre, Litoral, y del dibujo, un pez saliendo de un agua azul, el símbolo identificativo de la revista, obra del pintor Manuel Ángeles Ortiz, y que se ha mantenido hasta nuestros días, como un icono de lo mejor de nuestra cultura en el siglo XX. En el sumario de aquel primer número, aparecen los nombres de Federico García Lorca, Jorge Guillén, José Bergamín, Gerardo Diego, que, junto a los ya mencionados Rafael Alberti y los promotores de la revista, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, constituyen lo más granado de la excepcional generación del 27. 

Desde entonces, Litoral ha acogido a todos los poetas, pintores, pensadores y artistas que han significado algo en nuestra vida cultural de los últimos ochenta años. La lista, aunque sólo fuera de las figuras señeras, sería interminable. Dejadme que os cite, en enumeración apresurada y forzosamente limitada, a Luis Cernuda, Gómez de la Serna, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Juan Gris, Pablo Picasso, Benjamín Palencia, Salvador Dalí o Manuel de Falla, para referirme a la primera época de la revista. También Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Max Aub o Francisco Giner de los Ríos como muestra de los colaboradores en la etapa del destierro, en México, tras la nefasta guerra civil. En los años sesenta y setenta Litoral acoge, entre otros, a José Ángel Valente, José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Claudio Rodríguez, Gabriel Celaya, Jaime Gil de Biedma, Ángel González. Todos ellos nombres mayores, muy mayores, de nuestra poesía. En los últimos veinte años, con la presencia destacada de Lorenzo Saval, su actual director, Litoral ha ofrecido sus páginas a todos los poetas que tienen algo que decir en nuestra poesía actual. 

A lo largo de su historia, la revista, que normalmente gira en cada nuevo número, sobre un tema de referencia, un eje central y monográfico que lo articula, han dedicado su espacio en exclusiva a Felipe Benítez Reyes, Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Ángel González, José Manuel Caballero Bonald, Carlos Marzal, Luis Alberto de Cuenca o Rafael Pérez Estrada, por citar a algunos de los poetas españoles más o menos “actuales” con un volumen “propio”. También, Kavafis, Neruda, Alberti o Picasso, entre otros nombres de dimensión internacional, han tenido su ejemplar. Igualmente, la revista ha presentado ediciones en las que se ha repasado la poesía de Argentina, Galicia, Italia, Cataluña, México o Chile. No obstante, la mayor parte de los títulos han girado sobre muy apasionantes temas como el mar, la ciudad, los animales, el deporte, el flamenco, el cine, el jazz, la identidad, el rock español, los trenes, los árboles, el arte de volar, el agua, el humo (del tabaco), el vino, la gastronomía, la pintura escrita, las cartas, las marcas, la noche, los viajes, la locura, el cuerpo, el humor, las islas, el automóvil o la moda. 

En este último esquema temático se inscriben las dos publicaciones de la revista -números 269 y 270- en este pasado 2020 (son dos, en efecto, los números anuales que se editan), dedicadas a Eros, la primera, y al Mundo sensible, la más reciente. Ambas, como ocurre, por otro lado, en la totalidad de las entregas que integran la larga historia de la “firma”, se presentan en un muy atractivo formato misceláneo, con cientos de páginas que albergan decenas de poemas, numerosos estudios, algunos pequeños ensayos, infinidad de imágenes, cientos de reproducciones de cuadros, múltiples ilustraciones, en un conjunto siempre deslumbrante de consulta, lectura y “degustación” siempre interesantes y placenteros. Una delicia de disfrute asegurado. 

En Eros, la mera enumeración de los capítulos ya resulta muy seductora -y nunca mejor empleado el término-: lujuria, fluidos, orgasmos, voyeurs, amantes, seducción, de la cabeza a los pies (con un exhaustivo recorrido por el cuerpo entero, “leído” en clave erótica), ninfomanía, homosexualidad, alcobas, cuernos, onanismo, pedofilia, fetichismo, prostitución, incesto o pornografía, entre otros. 

Mundo sensible, un ejemplar guiado por la preocupación por el medio ambiente y por la destrucción del entorno, agrupa una secuencia de eventos involucrados en el desarrollo del planeta. Una visión telescópica y microscópica desde la creación del cosmos hasta el mundo amenazado de hoy en día. En sus páginas hay poemas -y reproducciones de obras de arte y textos en prosa- dedicados a la cosmogénesis, los cuatro elementos, la tierra, la vida, el mundo humano -en particular el urbano-, el vegetal y el mineral, las cuatro estaciones, la naturaleza, la ecología, el pacifismo y un par de secciones postreras que se ocupan del mundo exterior y del mundo amenazado, con apartados sobre la bomba atómica, el cambio climático, la contaminación, los accidentes nucleares, la deforestación y la sequía, la extinción de las especies y un actualísimo, por desgracia, capítulo sobre las pandemias, con un evocador poema en prosa de Ana Grandal que os dejo como cierre a esta reseña. 

Con idéntico criterio recopilatorio y similar voluntad de antología y compendio “monotemático” apareció el año que acaba de terminar La cerveza, los bares, la poesía, un título explícito para encabezar el volumen número 1.100 de la ya clásica colección de poesía de la editorial Visor. Su editor, Jesús García Sánchez -Chus Visor en el “milieu”-, presenta el libro en un prólogo interesante en el que explica, con sintaxis desmañada y con más de un fallo tipográfico, la pequeña historia del benéfico “brebaje”, la de los bares, tabernas, cafés y establecimientos de bebidas, y la fuerte vinculación de ambos, cerveza y locales en los que se dispensa, con la literatura y, más en particular, con la poesía. 

La Colección Visor de Poesía, muy reconocible con sus libros de portada de color negro, brillante, y el acogedor diseño del maestro Alberto Corazón, lleva más de cincuenta años ofreciendo al lector lo mejor de la poesía española y universal, en un catálogo inigualable. En un género tan minoritario, en principio, resulta elogiable este empeño, tenaz y, a la postre, exitoso, por iniciar, primero, y consolidar, después, una labor de difusión de la poesía entre un público no especialmente proclive al acercamiento a la lírica ni tampoco propenso a su valoración y disfrute. Orgullosa de sus logros, la editorial ha tendido a conmemorar la llegada de su colección a los números que redondean las distintas centurias con diversas antologías, dedicadas, por ejemplo, a Ángel González (nº 300), los mejores poemas del siglo XX (nº 500), Madrid, capital de la gloria (nº 600), la bibliofilia y el amor al libro (nº 700, del que ya hablé hace años en el espacio), el fútbol (nº 800, que apareció en Buscando leones en las nubes), el propio editor, con textos (no solo versos) a él dedicados por poetas amigos y colaboradores (nº 900), Antonio Machado (nº 1.000), y lo hace también ahora, llegada la entrega 1.100 de la serie, con el protagonismo de esas cervezas y bares que nos “invitan” desde el título. 

Más allá del provechoso preámbulo, que ocupa cincuenta de las cuatrocientas páginas del libro, éste interesa por la selección de más de ciento cincuenta textos, en su mayoría poemas, relativos al tema objeto de la antología. Desde el anónimo autor del Poema de Gilgamesh, del siglo X a.c, que abre la recopilación, hasta el joven poeta costarricense Juan Carlos Olivas, cuyos versos (honor a aquellos […] que vendieron a su Cristo por treinta cervezas y predicaron de su vida entre los bares), ponen término al libro, el repertorio de autores escogidos es impresionante, en un espléndido y representativo elenco de lo más destacado de la poesía española, hispanoamericana y universal. 

Homero, Shakespeare, François Villon, Poe, Paul Verlaine, Stevenson, Cavafis, Rubén Darío, Chesterton, Antonio y Manuel Machado, Apollinaire, T. S. Eliot, Ramón Gómez de la Serna, Fernando Pessoa, Anna Ajmátova (en un libro con una obvia poca presencia femenina), Gerardo Diego, Scott Fitzgerald, Lorca, Alberti, Neruda, Cesare Pavese, Malcolm Lowry, Gabriel Celaya, Cunqueiro, Elizabeth Bishop, Benedetti, Bukowski, Jack Kerouac, Ángel González, Carlos Barral, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, Carver, Manuel Vázquez Montalbán, los dos Panero poetas, Luis Alberto de Cuenca y Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Fernando Aramburu, Karmelo C. Iribarren, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Benjamín Prado, Manuel Vilas, la obra de muchos de los cuales no se explica sin la presencia -literaria o vital- del alcohol, pueblan las páginas del volumen, en el que también hay sitio para los guiños (un doliente poema de Marilyn Monroe), las eternas amistades (el para mí insufrible Sabina “canta” 19 días y 500 noches, por otro lado espléndido, si se obvia al personaje), la autocomplacencia (la sensiblera evocación, a cargo del propio García Sánchez, del bar KonTiki y de sus encuentros en él con el poeta Ángel González) y las presencias algo extemporáneas (de Philippe Delerm, autor de un interesante El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, se incluye el pasaje que explica el título de su libro, con poco en común con los demás autores escogidos, aunque sí, como es claro, con el tema central). Estamos, en cualquier caso, ante un apetitoso muestrario etílico-lírico-festivo cuya lectura es altamente recomendable. Dentro de unos meses, en Buscando leones en las nubes, muchos de los textos del libro protagonizarán una breve serie en la que también la música girará sobre el motivo central de los bares y las cervezas. 

Uno de los poetas presentes en la antología de Visor, el cartagenero José María Álvarez, es mi tercer “invitado” de esta tarde en relación con una relativamente nueva antología de su obra, de título La mirada de la esfinge, una publicación, a cargo de la también poeta y experta en la obra de Álvarez, Noelia Illán Conesa, aparecida en 2019 en la editorial Olé Libros. La selección de poemas, regida esta vez por el hilo conductor del deseo, continúa en cierto modo otra compilación de la misma antóloga que en 2015, y bajo la borgiana rúbrica de El oro de los tigres, se centraba en las ciudades de presencia recurrente en la poesía de Álvarez: Esmirna, Venecia, Alejandría, Estambul, Budapest, Nueva York, Roma, Essaouira, París, Benarés, Barcelona, Sevilla, Atenas, Cartagena, Taormina, Alejandría, Berlín, Kyoto, San Petersburgo o Nueva Orleans, entre otras. La excusa de la novedosa edición me permite, no obstante, desviar la mirada de sus páginas, interesantes aunque limitadas (el libro se organiza en dos breves partes, Las huellas del deseo e Imposible terciopelo, con 27 y 32 poemas, respectivamente), para centrarla en Museo de cera, la obra magna en continua reelaboración, cuya última y quién sabe si definitiva versión es de 2016. 

Mi interés por la poesía y la figura de José María Álvarez se remonta a finales de los años setenta cuando en mi etapa universitaria, en Santiago de Compostela, asistí, con una sensación ambigua, entre el desconcierto y el entusiasmo, a una conferencia suya, acompañada de una lectura de poemas. Yo ya conocía al poeta por su presencia -con el paso de los años polémica- en la antología de José María Castellet, Nueve novísimos poetas españoles, que revolucionó el panorama poético de nuestro país a partir de su aparición en 1970. Allí estaba, en efecto, Álvarez, acompañado de otros nombres mayores de nuestra lírica: Vázquez Montalbán, Martínez Sarrión, entre los de mayor edad, y los entonces jovencísimos Guillermo Carnero, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Ana María Moix, Vicente Molina Foix y Leopoldo María Panero. Por simplificar el impacto de aquella “aparición”, los novísimos representaban una ruptura radical con la poesía social de la generación anterior, la de los 50, realista, costumbrista, combativa y hasta militante, con una propuesta que, al margen de las muchas diferencias entre los distintos autores, se presentaba como esteticista, cosmopolita, culturalista, libre y abierta, atrevida formalmente, con vínculos tanto con la antigüedad clásica como con los más actuales referentes de la cultura pop, el cine y la música, renovadora y, como consecuencia de todo ello, bastante alejada de los postulados éticos y estéticos de los movimientos culturales de la época, progresistas y antifranquistas, frente a los cuales algunos de los componentes del grupo se ofrecían con no disimulada voluntad provocadora. Ese carácter desafiante y atrevido, agitador y hasta iconoclasta, especialmente destacado en el caso de José María Álvarez, fue el que dejó en mí una huella confusa e imborrable -por cuanto cuestionaba los simplistas esquemas “progres” en aquel tiempo y, a la vez, abría nuevos horizontes en mis pensamientos y mi sensibilidad- tras aquel casi iniciático acto compostelano. Su obra, inmensa, se prodiga en novelas, ensayos, infinidad de libros de versos, artículos, colaboraciones con el cine y la radio, conferencias, traducciones -en 1976 presentó la de Kavafis en Hiperión, que me deslumbró entonces y aún lo sigue haciendo- pero es en Museo de cera donde, a mi juicio, alcanza su mejor expresión. Aparecido por primera vez en 1970, en la editorial Helios, con el título de 87 poemas, el libro ha ido creciendo en sucesivas ediciones (yo tengo, además de aquella primeriza, las de La Gaya Ciencia, Hiperión, Visor y Renacimiento, tanto la de 2002, como esta última, de 2016, que alcanza ya las 900 páginas; hay dos más publicadas por la Editora Regional de Murcia). 

No puedo siquiera proporcionar aquí un ligero atisbo de la inabarcable frondosidad de un libro desbordante y excesivo, en cierto modo infinito. Apuntaré, tan solo, que la poesía de Álvarez es interdisciplinar y cosmopolita, rebosa ingenio, capacidad de provocación e incorrección política, y está guiada por un esteticismo y un refinamiento algo elitista. Sus poemas, a los que habitualmente antecede un conjunto de citas que en ocasiones superan en amplitud a la de la propia composición, encabezados, a menudo, con un título también extenso, aparecen poblados por abundantes referencias culturales (en ocasiones, el texto es “solo” una sucesión de frases, menciones, reflexiones, entresacadas de diversas obras artísticas), pertenecientes, sobre todo, a los fecundos territorios de la literatura, el cine -en particular el clásico de Hollywood-, la música -sobre todo el jazz- o el arte, que el poeta presenta con una babilónica erudición, una elogiable -y quizá, para sus detractores, algo pedante- variedad de idiomas (francés, inglés, alemán, francés, griego, latín), y siempre envueltas en un aura romántica, exótica, algo evanescente y, a la vez, muy tangible, carnal. 

Como mera muestra de la amplitud del universo cultural que el lector puede encontrarse en Museo de Cera, transcribo aquí la lista de autores más representados en el libro, un elenco de veintinueve nombres clasificados por el profesor de la Universidad de Murcia José Ángel Baños Saldaña, que en su estudio La poesía es infinita: la reflexión metaliteraria en Museo de cera, de José María Álvarez, ha identificado aquellos artistas que son nombrados al menos diez veces en los versos del poeta cartagenero: Shakespeare, Borges, Stendhal, Mozart, Tácito, Quevedo, Virgilio, Stevenson, Hölderlin, Montaigne, Kavafis, Melville, Cervantes, Nabokov, Kafka, Flaubert, Velázquez, Lampedusa, T. E. Lawrence, Orson Welles, Baudelaire, Maria Callas, Homero, Goethe, Rimbaud, Casanova, Valle Inclán, Scott Fitzgerald y Rilke. Pero son muchos más, decenas… 

Entre este apabullante aluvión de referentes, la poesía de Álvarez se mueve en torno a una serie recurrente de temas, la búsqueda de la belleza, el alcohol, el arte, la lectura, la mujer -una mujer siempre poderosa, “superior”, con una presencia siempre ambivalente, capaz de transformar la vida y elevarla de la miseria cotidiana, y capaz igualmente de arruinarla y llevarla a la destrucción-, el sexo, el deseo carnal, el erotismo, la muerte, la decadencia, el pasado, las ruinas, las alusiones nostálgicas al mundo clásico, mitificado frente al presente mediocre, inculto, mezquino. Hay siempre una suerte de carpe diem profano, libertino, que defiende, con elegancia y sofisticación, el exceso y el placer, el refinamiento y la lujuria, la exaltación de los sentidos, en una aceptación elegante, algo estoica y con una ostensible melancolía, de la belleza ante la consunción de todo lo que hay. Un poeta indispensable. 

Como lo es, también, Louise Glück, a la que quiero traer aquí, apresuradamente y como cierre al espacio por esta tarde, movido por mi entusiasta descubrimiento de su poesía tras la reciente concesión del Premio Nobel en octubre pasado, otorgado por su inconfundible voz poética, que, con una belleza austera, convierte en universal la existencia individual. Yo no había leído a la poeta norteamericana hasta que, hace unas semanas, y pasados los fastos del galardón, recibí, como un inesperado regalo, Una vida de pueblo, un poemario de 2009, publicado en España en marzo de 2020, en el siempre cuidadoso y elegante sello de la editorial Pre-Textos, que alberga en su catálogo -muertos en sus almacenes, como ahora explicaré- los otros seis títulos de Glück que han aparecido entre nosotros: El iris salvaje (2006), Las siete edades (2011), Ararat (2008), Averno (2011), Vita nova (2014) y Praderas (2017). Desde entonces, he podido acercarme también los dos primeros de esta lista, manteniendo -y hasta acrecentando- el deslumbramiento provocado por el que inauguró mi experiencia lectora de la nueva Nobel. 

Antes de comentar, siquiera brevemente, mis apasionadas impresiones sobre el primero de los tres libros leídos, quiero reseñar, pues será de utilidad para el lector que esté interesado en acceder a la obra de Glück, la sorprendente y lamentable peripecia editorial en la que se han visto envueltas las versiones españolas de sus poemas. La ejemplar editorial Pre-Textos se lanzó en 2006, de modo humilde pero obstinado, a la difícil tarea de dar a conocer la obra de una poeta entonces -y hasta hace tres meses- casi desconocida para el público medio. La perseverancia de sus responsables, la calidad de la obra y la belleza de las ediciones (textos bilingües, traducciones cuidadas a cargo de reconocidos poetas -Abraham Gragera, Ruth Miguel, Eduardo Chirinos, Mirta Rosenberg, Andrés Catalán, Adalber Salas o Mariano Peyrou-, delicadas viñetas de Ramón Gaya y otros pintores en la portada, acogedor formato, elegante tipografía) no fueron suficientes para conseguir cubrir gastos, tras la venta, en catorce años, de apenas algunos escasos centenares de los siete títulos, condenados al olvido y a la indiferencia por parte, incluso, de la crítica especializada. La “lotería” del Nobel resultaba, pues, un acto de justicia poética -nunca mejor dicho- que iba a recompensar la esforzada labor de la editorial independiente y su hasta entonces poco valorada apuesta por la escritora neoyorquina… Y a ello parecían apuntar todos los indicios: “En un cuarto de hora vendimos más libros que en 14 años”, confesaban, exultantes, los editores una semana después de darse a conocer el nombre de la premiada, anticipando la inmediata reedición de los libros ya publicados y augurando la traducción de los otros cuatro o cinco escritos por la autora y sin ver aún la luz en nuestro país. 

Al poco, no obstante, en noviembre de 2020, transcurrido un mes escaso del premio, conocíamos por los medios de comunicación que el agente literario de Glück, Andrew Wylie, significativamente conocido en los ambientes culturales como El Chacal, por su planteamiento agresivo y hasta despiadado de las negociaciones entre escritores y editoriales, y que cuenta entre sus clientes con una lista interminable de muy afamados autores en el mundo entero, denunciaba el contrato con Pre-Textos, retiraba al sello los derechos de traducción y difusión de las obras, prohibía la venta de los ejemplares que pudieran obrar en su poder y exigía su destrucción (de hecho, en la página de la editorial cualquier posibilidad de compra de los libros resulta estéril). Ofrecida, al parecer, al mejor postor, la obra de Glück aparecerá en pocos meses en la editorial Visor, que se ha hecho con sus derechos. Una historia, en fin, que, pese a que las razones de ambos litigantes puedan ser entendidas, resulta muy triste e insatisfactoria. 

Louise Glück, que tiene en la actualidad 77 años, es miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras y profesora en diversas universidades. Su obra poética, que alcanza la docena de títulos, le ha proporcionado numerosos premios aparte de este Nobel de su consagración: el Nacional de la Crítica de su país, el muy prestigioso Premio Pulitzer, el de los lectores del New Yorker, la influyente revista cultural norteamericana, el de la Biblioteca del Congreso, entre otros. 

Una vida de pueblo -no hay tiempo para comentar otros libros- es una maravilla. Con un planteamiento aparentemente sencillo y un estilo austero, transparente, Glück muestra, en una especie de monólogos interiores en los que se aprecia el tono autobiográfico, el discurrir de la existencia en un entorno rural norteamericano. En ellos la naturaleza cobra un especial protagonismo, los ciclos vitales, el paso de las estaciones y su reflejo en el paisaje (Cosas verdes seguidas por cosas doradas seguidas por blancura), las montañas y los campos, las cosechas, el río cercano, los árboles -álamos, olivos, pinos, durazneros-, las hojas, el humo de las fogatas, los animales -la lombriz, el zorro, grillos, cigarras, y perros, y gatos, y ratones, y murciélagos, y gaviotas (estas solo imaginadas)-, los olores -limoneros, naranjos, romero, tomillo, menta-, la tierra, dura, fría, poderosa, la luz, el sol que se cuela entre las cortinas, la lluvia, la nieve como silencio cayendo del cielo, las tormentas, el crepúsculo (el poema así titulado, que leí en antena, aparece cortado, desprovisto de su verso final, por un problema técnico), la oscuridad nocturna, las estrellas reflejándose en las aguas del río. También las desoladas calles de la pequeña ciudad, sus restaurantes, la plaza y su triste fuente, el café, las madres con sus carritos de bebé, la anodina vida de pueblo, sin expectativas (Nadie entiende realmente/ la ferocidad de este lugar,/ la manera en que mata gente sin razón). Y el discurrir del tiempo y sus efectos en las gentes: las adolescentes perdidas en su confuso descubrimiento del mundo, los chicos que se enamoran, la tibia y perturbadora intuición del sexo, los bailes populares y los rituales de acercamiento entre sexos, los matrimonios que se rompen, la derrota del amor (no queda nada del amor,/ sólo extrañamiento y odio), los nacimientos, la tristeza de los que se van, la soledad de quienes se quedan, el silencio, el cansancio vital, la muerte, y de nuevo todo recomienza... Los poemas, bellísimos, son como instantáneas, fotografías que atrapan un momento fugaz: una mujer que mira por la ventana; un hombre que bebe en soledad, abandonado; la madre mortalmente harta de su vida; el amigo enamoradizo, amante de las mujeres, pujante, feliz en su cuerpo; una vecina que sueña con el mar; jóvenes fumando apoyados en la pared de la clínica del pueblo, en domingos crueles, perdida ya toda esperanza; ancianos merodeando entre las mesas de la plaza; la doctora que cena en soledad tras el funesto diagnóstico a un paciente; una vieja que camina a medianoche, invisible ya a los ojos del mundo; un hombre que conversa con el dueño de un oscuro bar, menos sombrío, en cambio que el cuarto solitario… hay algo "hopperiano" en estas estampas, el mismo tono neutro, casi documental, pero lleno de emoción, de ternura, de delicadeza, de sensibilidad, de una belleza inconmensurable. No dejéis de acercaros a Una vida de pueblo, y el resto de poemarios que podáis conseguir de Louise Glück, os aseguro una experiencia inolvidable. 

La noche de verano resplandecía; en el campo las luciérnagas brillaban. 
Y para aquellos que entendían de estas cosas, las estrellas enviaban mensajes: 
dejarás el pueblo en que naciste 
y te harás muy rico, muy poderoso en otro país, 
pero siempre lamentarás algo que dejaste atrás, aunque no puedes decir lo que era, 
y eventualmente regresarás a buscarlo 

Os dejo ahora, como complemento musical a mis propuestas, con Billie Holiday, muy querida de José María Álvarez, interpretando Easy living, presente en Maduz, uno de sus poemas. 


El día después. Ana Grandal 

La cuarentena ha llegado a su fin. Durante un mes largo, las calles, vacías de coches y ausentes de voces, se habían poblado de silencio, y los vecinos enclaustrados en sus casas parecían haberse contagiado de esa misma quietud. En las escasas salidas para comprar alimentos, ella descubrió una ciudad muda, un animal tranquilo y callado que acaba de despertar envuelto en una algarabía de bocinas, gritos entusiastas y músicas desenfrenadas que surgen del asfalto y de toda ventana abierta, en celebración del retorno a la normalidad. Ella también abandona su encierro: ha decidido irse a vivir a una isla desierta. 
 
Videoconferencia
Miscelánea enero 2021. Poesía 

miércoles, 20 de enero de 2021

MISCELÁNEA ENERO 2021. CLÁSICOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana seguimos los pasos de la emisión de hace siete días en la que, como recordaréis los seguidores del programa, os planteaba presentar mis recomendaciones lectoras bajo un esquema diferente al más habitual en nuestra ya dilatada historia. Y es que, en estas tres primeras semanas del año en vez de centrar cada emisión en un único título, estoy ofreciéndoos una muestra plural y variada de libros que he leído a lo largo del pasado 2020 pero que no he tenido tiempo para glosar convenientemente, de manera detallada y con la extensión debida, ni en las ediciones de los últimos meses ni en las que se avecinan en el primer trimestre de 2021. 

El miércoles pasado mi planteamiento giraba en torno a las novelas, con siete títulos -Los chicos de la Nickel, de Colson Whitehead; Habladles de batallas, de reyes y elefantes, de Mathias Enard; Orfeo, de Richard Powers; El espejo de nuestras penas, de Pierre Lemaître; La única historia, de Julian Barnes; Lluvia fina, de Luis Landero; y La fuente, de la escritora francesa Anne-Marie Garat. Hoy serán cuatro los libros cuya lectura os aconsejo, cambiando de tercio en cuanto al ámbito elegido, pues todos ellos son textos clásicos que llevan con nosotros varios siglos y han sido profusamente reeditados en nuestro país, como corresponde a su condición de títulos mayores de la historia de la literatura, pero que en los últimos meses han sido objeto de nuevas ediciones bellamente ilustradas en volúmenes que aúnan el estricto e indiscutible valor literario con el cuidado, la pulcritud y la calidad formal de su presentación. 

Empecemos, pues, por la primero de mis sugerencias, que presentaré en un riguroso orden cronológico. Yo leí la Odisea -también la Ilíada- de pequeño, en los textos, hoy imposibles para mí por el tamaño de la letra, de la minúscula colección Crisol de la editorial Aguilar, que mi padre compró íntegra cuando yo tenía, no lo recuerdo bien, diez o doce años. La edición de ambas obras, que pasa por ser la más “clásica” del último siglo, se presenta con la traducción, directa y literal del griego, de Luis Segala y Estalella. Guardo un recuerdo imborrable de las peripecias de Ulises -una dimensión, la “aventurera”, que resultaba la más directamente apreciable para un niño-, en particular la huida del cíclope Polifemo y el episodio de los carneros, la bruja Circe y los cerdos, los cánticos de las sirenas, entre otras; a cuya fascinación sin duda contribuían las preciosas ilustraciones de John Flaxman, unos dibujos que se reproducían a partir de los de una edición londinense de 1805. 

Hoy, sin embargo, no voy a hablaros de aquellos deliciosos libritos, sino que quiero comentaros una curiosa -y polémica- reedición de la Odisea, publicada en nuestro país el pasado septiembre por la editorial Blackie Books que inaugura con este título mayor su colección Clásicos liberados, la cual aparece bajo el lema: Los grandes clásicos de la literatura universal, en nuevas versiones fieles y desacomplejadas, ilustradas y comentadas con la mente abierta y el corazón ligero. Son precisamente el carácter “liberado” y “desacomplejado” de la serie (al clásico de Homero le seguirán, al parecer el Génesis, el Quijote, Gargantúa y Pantagruel y la propia Ilíada), y la apelación a la ligereza y la apertura de mente de quienes la presentan, los que suscitan las principales críticas de los detractores de la edición, celosos, quizá, de un mayor rigor de la publicación y una mayor fidelidad al texto originario. 

Y es que el propósito de los responsables de Blackie Books, conscientes de que las versiones “canónicas” de los grandes clásicos disuaden al lector y lo alejan de su lectura, consiste en proponer textos más asequibles, sin las “asperezas” de las creaciones primigenias, y rodeados, además, de un “aparato iconográfico” -dibujos, esquemas, mapas, colores- que incluye hasta el uso de los márgenes y una suerte de frisos a pie de página, que faciliten el acercamiento a unas obras que se tienen -equivocadamente, a mi juicio, al juicio del adolescente que las leyó gozosamente hace tantos años- como difíciles, complejas o, directamente, imposibles. Reconociendo la buena voluntad del empeño editorial, no puede haber duda de que las “simpáticas” y muy esquemáticas ilustraciones de Calpurnio o el moderno diseño gráfico a cargo del estudio Setanta están muy lejos de la belleza y la capacidad de evocación de “mis” estampas infantiles de John Flaxman. 

Pero es que, además, la “heterodoxia” -llamémosla así- del “desprejuiciado” proyecto editorial, va más allá de la mera cuestión formal y alcanza al contenido mismo del texto que se ofrece al lector. La Odisea de Blackie Books no se presenta a partir del texto griego, un largo poema en hexámetros, sino siguiendo como referencia la versión en prosa del novelista inglés Samuel Butler (la cual, según Borges, así lo subraya la editorial, es la más fiel de las versiones homéricas). En realidad, pues, lo que el lector español conocerá es la traducción a nuestro idioma, hecha por Miguel Temprano García, de la traducción inglesa del siglo XIX, que a su vez vierte a su lengua un texto griego del siglo VIII antes de Cristo, que antes había sido un conjunto de historias de transmisión oral, en un palimpsesto objeto de numerosas recreaciones a lo largo de los siglos. Por cierto, Butler sostenía -y argumentó su tesis en sus escritos- que la Ilíada y la Odisea eran obra de dos autores distintos, ninguno de ellos Homero; siendo además la Odisea el fruto de la creación de una mujer. En la introducción del libro que ahora os presento se incluye una breve pero sugestiva reflexión acerca de la nebulosa identidad del vate griego, una cuestión, tópica en los estudios sobre el tema, a la que ya se había referido, de un modo mucho más intenso y elocuente, Irene Vallejo en El infinito en un junco

Merece la pena, sin embargo, leer esta edición de Blackie Books. Aparte del propio interés del relato, que se degusta con interés y agilidad, puede ser la puerta que permita el acercamiento a versiones más ortodoxas (destaca también, al margen de la ya mencionada de mi infancia, la canónica de la editorial Gredos, que fue reeditada en 2019 con la traducción original de José Manuel Pabón y nuevo prólogo de Begoña Ortega Villaro). Y, por añadidura, permite disfrutar de una pequeña muestra de los miles de referencias que a lo largo del tiempo se han hecho de la Odisea desde distintos ámbitos culturales -cine, literatura, arte, música-. En concreto, y como coda al generoso volumen, cercano a las quinientas páginas, se recogen La versión de Penélope, un breve texto de Margaret Atwood; el poema Penélope de Dorothy Parker; la letra de la canción Más noticias de ninguna parte, de Nick Cave & The Bad Seeds; el microrrelato La tela de Penélope o quién engaña a quién, de Augusto Monterroso; y la letra de otra canción, Como Ulises, de nuestro irrepetible Javier Krahe, en una selección que profundiza en esa lógica algo iconoclasta y anticonvencional -“hereje”, dicen los responsables- de la edición. 

Mi segunda propuesta de esta tarde nos lleva a casi veinte siglos más tarde de la Odisea. Se trata de las Rubaiyat o Rubaiyyat (entre otras posibles denominaciones), la obra poética mayor, creada a caballo de los siglos XI y XII de nuestra era, del matemático, astrónomo y filósofo persa Omar Jayam, Jayyam o Khayyan, pues también hay diversas grafías admisibles (utilizaré indistintamente unas y otras en el transcurso de esta reseña). Rubaiyat es el plural de rubai, que significa “cuarteta”, pues ese es el esquema y la métrica del conjunto de estrofas que, desde la aparición de la primera edición europea, la muy elogiada de Edward Fitzgerald, presentada en Londres en 1859, forman parte del canon de la poesía universal de todos los tiempos. 

Yo conocí las Rubaiyat hace cuarenta años. En 1981 está fechado mi pequeño libro de la editorial Visor, de ese mismo título, en el que Carlos Areán traduce ciento cincuenta de estos breves poemas (de los doscientos, trescientos o hasta mil, según diversos estudiosos, que componen el corpus íntegro de la poesía de Jayyam) y los presenta en un prólogo extraordinariamente informado, muy ilustrativo e interesante y que, desde mi limitado punto de vista, sigue siendo el referente indispensable para acercarse al clásico persa. En noviembre de 2019 la editorial Reino de Cordelia, que volverá a aparecer más adelante en esta misma emisión, presentó una nueva versión de setenta y cinco rubaiyat traducidas del inglés por Victoria León, a partir de aquella primera traducción incomparable de Edward Fitzgerald (el adjetivo es de Luis Alberto de Cuenca, que firma el prólogo del libro). El volumen, formal y tipográficamente bellísimo, incluye las célebres ilustraciones ad hoc del artista húngaro, nacionalizado estadounidense, Willy Pogány (1882-1955), un auténtico as de su especialidad, en palabras, de nuevo, del poeta madrileño. Las estampas, con una clara influencia del Art Nouveau, son espléndidas, aunque, para el disfrute de los textos yo prefiero la edición de Visor. Os sugiero, pues, una lectura combinada que aproveche lo mejor de cada propuesta. 

El sucinto estudio de Carlos Areán analiza la figura de Omar Jayyam, lo sitúa en el contexto de su época, detalla las conexiones históricas, políticas, filosóficas y religiosas de su poesía, repasa las principales traducciones occidentales de su obra, plantea las dificultades -rítmicas, de métrica, de orden, de sentido- de las traslaciones a nuestro idioma y, sobre todo, apunta los principales motivos, preocupaciones, símbolos e imágenes fundamentales de unos versos sencillos y, a la vez, repletos de connotaciones, interesantes, aunque, en su mayor parte, no demasiado necesarias para su completo disfrute. 

A Omar Khayam, nacido en 1030 o 1040 en Nischapur, en lo que hoy es Irán, y muerto en 1123 o 1124 (hay muchas lagunas en lo que nos ha llegado de su vida y su obra: Luis Alberto de Cuenca -y la Wikipedia- cifran su nacimiento en 1048), se lo consideraba en su época un científico y no un poeta. Fue autor de libros científicos y filosóficos de los que, al parecer, solo se conservan dos, y director de un Observatorio astronómico. Estudioso de las matemáticas, en su Álgebra se ocupa de las ecuaciones, en especial las de tercer grado -cuando en su tiempo solo se conocían las de primer y segundo grado-, y llega a catalogar hasta veinticinco tipos diferentes. Sin embargo, ha pasado a la historia por la maravilla intemporal de sus poemas, no demasiado valorados en su momento. Cuenta Areán, que en el último cuarto del siglo XI y el primero del XII, los manuscritos de las Rubaiyyat circulaban clandestinamente, pues a menudo provocaban el silencio de los exquisitos o las iras de los musulmanes fanáticos. Es la “occidentalización” de su poesía, tras la acogida que de ella hace Fitzgerald a finales del siglo XIX, la que lo convertirá en una figura imprescindible de la cultura de la humanidad. 

Las versiones que nos ofrecen ambos libros son muy diferentes, apenas mantienen en común un eco, una leve semejanza, una sombra, una atmosfera, la tenue evocación de algunos vocablos coincidentes. Yo estoy acostumbrado a la “recreación” de la editorial Visor, que soslaya las dificultades derivadas del mantenimiento de la rima, la estructura interna de los versos, las convenciones del idioma en que fueron escritos, apostando por una traducción literal -aunque no desecha la perifrástica cuando lo exige la claridad del texto- que intenta preservar la calidad literaria, el aliento poético y las múltiples sugerencias a las que abren los poemas. En ella me basaré en los dos programas monográficos que dedicaré a las Rubaiyyat, dentro de unos meses, en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca. 

Si hubiera que resumir en una sola idea, la esencia de la poesía del persa, ella sería, sin duda, la del carpe diem. Las Rubaiyyat nos hablan, con un tono entre melancólico y apasionado, de la transitoriedad de la vida, de la brevedad de nuestros días, de lo efímero de todo lo que existe, de la conciencia de la muerte, de la lúcida percepción de que estamos llamados a perdernos en la nada. Y, junto a todo ello, en paralelo, complementariamente, Jayam defiende también la salvación en el instante, el fulgor del placer, los pequeños goces, el vino, las mujeres, el amor. Frente al desengaño, el desamparo, la ansiedad que derivan de la fría razón que constata el sinsentido y el absurdo de la existencia, afloran de continuo, rompiendo esa cruda e implacable lógica, unas intuiciones, como fogonazos o relámpagos iluminadores, en las que se revela el milagro del ser y se elogia la plenitud de la vida, su presente soberano y rotundo, completo, feliz. Con un indudable trasfondo filosófico y religioso -son muchas las menciones a Dios en sus versos-, el mensaje final, en cambio, es ateo, desmitificador, muy humano y a la vez panteísta (todo a nuestro alrededor, la creación entera es fuente de entusiasmo, de divinidad). Aunque hay siempre un regusto amargo en la evocación del placer, hay un punto de nostalgia triste cuando los cuencos de barro rebosantes de vino, las flores, el abrazo de las mujeres, sus pies, sus cabelleras -sus “tópicos” recurrentes-, dan paso a la escéptica realidad de nuestra condición mortal. Felicidad y desconsuelo, fervor y pesadumbre, desesperanzado nihilismo y vivencia intensa del tiempo presente, en unos versos deslumbrantes que, en cualquiera de sus traducciones, la de Visor o la del Reino de Cordelia, no deberíais dejar de leer. 

Esta última editorial, Reino de Cordelia, es responsable también de una muy apetitosa reedición de El lazarillo de Tormes, publicada por un autor anónimo en 1554 y obra cumbre de la novela picaresca española. En este recordatorio de mi adolescencia lectora en que ha acabado por convertirse el Todos los libros un libro de hoy, debo anotar que, una vez más, fue la inmejorable antología de clásicos de la colección Crisol de la editorial Aguilar, la que me abrió la puerta al Lazarillo, que yo leí deslumbrado muy joven, en aquel librito a cargo de Ángel Valbuena Prat y con medio centenar de ilustraciones inolvidables. Hay, como es de imaginar, decenas de ediciones más del clásico, a destacar la de Austral, con responsabilidad de Víctor García de la Concha y prólogo de Gregorio Marañón, y la de Francisco Rico para Cátedra, referencia inexcusable sobre la obra. Esta que ahora os traigo cuenta con la edición, introducción y notas de Adrián J. Sáez, joven doctor en Literatura Hispánica por la Universidad de Navarra y doctor en Ciencias Humanas y Sociales por la Université de Neuchâtel, experto en el Siglo de Oro español y profesor en la Università Ca’ Foscari di Venezia. El libro se presenta, además, con cerca de cuarenta sobresalientes estampas de Manuel Alcorlo, académico de Bellas Artes, y pintor de carrera consolidada, con prestigio y numerosos premios, y con algunas destacadas incursiones en la ilustración de obras literarias. Por otro lado, la edición sobresale por el sucinto pero relevante acompañamiento crítico, que se muestra en la sugerente presentación de Sáez, en las cerca de doscientas setenta notas en los márgenes y en las bien cumplidas cuarenta referencias bibliográficas que completan el estudio preliminar. 

El contenido de la obra es bien conocido, todos la hemos leído en el colegio, o hemos visto la película de César Pérez Ardavín, un título legendario de nuestra cinematografía, que ganó el Oso de Oro en el festival de Berlín en 1960, o la de Fernando Fernán Gómez y José Luis García Sánchez del año 2000, con dos Goya (y no Oscar, como digo, erróneamente, en la emisión) menores en su haber, pese a contar en su elenco con la plana mayor de los actores españoles de la época, con Rafael Álvarez, el Brujo, al frente. El joven Lázaro, de orígenes humildes y con solo ocho años al comienzo de la novela, va pasando, en un aprendizaje accidentado y doloroso que, sin embargo, lo hará crecer, conocer el mundo, desarrollar su personalidad y abrirse a la vida, de amo en amo, a cuál más estrambótico, desapegado y miserable, en un proceso formativo lleno de pruebas, infortunios, adversidades y desventuras, hasta ir mejorando, poco a poco, en su ascenso en la escala social y su final conversión en “hombre de bien”. Los lances con el ciego cruel, avaro y mezquino (imborrables para siempre los episodios del jarro de vino, las uvas, la longaniza o el poste), sus días al servicio del clérigo tacaño y el permanente toma y daca en torno al arcón de los panes, la hambrienta estadía con el escudero en la ruina, aunque orgulloso, el fugaz contacto con el fraile lujurioso, las peripecias con el fraudulento vendedor de bulas, conchabado en sus engaños con el alguacil, su contacto episódico con el pintor de panderos, su oficio de aguador con el capellán, su condición de pregonero de Toledo y el matrimonio postrero con una criada, de dudosa fidelidad, del arcipreste de la iglesia de San Salvador, forman parte, pienso, de la memoria colectiva de los españoles de más de quince años. 

Siendo imposible abarcar siquiera una limitada muestra de los muchos puntos de interés del libro, sí quiero llamar la atención sobre algunos de los que el editor incluye en su análisis inicial. Es el caso de los apreciables apuntes sobre la novela picaresca y la figura del pícaro; sobre el misterio de su autoría; sobre sus distintas ediciones; sobre su condición de Bildungsroman o novela de aprendizaje; sobre el enfoque -el carácter- humorístico del libro; o sobre, pese a ello, su indudable dimensión crítica. Con respecto a la novela picaresca, el Lazarillo no solo inaugura un género, que se consolidaría con la aparición del Guzmán de Alfarache, casi medio siglo después, o del Buscón de Quevedo (otro clásico que yo leí con delectación y asombro en la referida colección Crisol), entre otras muchas; sino que la creación del pícaro cruzará la historia entera de la literatura universal, pues pícaros son, de un modo u otro, Moll Flanders, Tristam Shandy, Barry Lindon, Oliver Twist o Huckleberry Finn (y Sáez cita a nuestro Eduardo Mendoza o algún actualísimo pícaro “zombie”). Es muy ilustrativo el decálogo en el que el propio Sáez recoge los rasgos definitorios del pícaro: la genealogía vil; la narración, humilde, en primera persona; la infancia y la niñez como escuela de la vida; su soledad prematura; el relato autobiográfico contado a través del encadenamiento del servicio a varios amos; el desplazamiento constante de la “acción”, con predilección de los centros urbanos frente a los rurales; el gusto por la palabra y la condición del pícaro como hablador por definición; el afán de medro que corre en paralelo con el deseo de supervivencia; la escritura como modo de construcción de la propia identidad; y el remate en deshonor, que cierra en círculo la historia. 

Sobre la incógnita que encierra el anonimato de la obra, se nos ofrecen los nombres de hasta dieciséis candidatos a la autoría, un listado que incluye un sorprendente autor colectivo: un grupo de obispos españoles en viaje al Concilio de Trento. Se nos informa, además, de las cuatro ediciones conocidas, tras la inicial -de 1552 o 1553- perdida: las de Burgos, Alcalá de Henares, Amberes y Medina del Campo, todas de 1554. El editor las sigue con criterio ecléctico, consolidado por la autoridad de Francisco Rico, en la que nos presenta, si bien con algunos cambios de puntuación y la modernización de las grafías sin relevancia fonética y del uso de las mayúsculas. En las abundantes notas se aclaran los referentes culturales, lingüísticos y eruditos incomprensibles para el lector actual, lo que resulta de agradecer. 

Leída desde siempre como una “novelita cómica” o de entretenimiento, el Lazarillo encierra, no obstante, una profunda, corrosiva y ácida visión crítica sobre la sociedad de su tiempo, una incisiva y despiadada carga contra el poder en sus distintas manifestaciones -sobre todo el de clérigos y religiosos-, lo que le valió el ser incluido muy pronto, al poco de su aparición, en el Índice de libros prohibidos. El libro se ríe, cuestiona y denuncia la hipocresía de la época, el egoísmo generalizado, la falsedad del sentido del honor imperante, la impostura de la honra, del linaje y la limpieza de sangre; los vicios sociales, la lujuria, la falsedad, la avaricia… 

En fin, por tantos y tan distintos motivos es aconsejable su relectura aprovechando la estupenda reedición de Reino de Cordelia. Como lo es también la de mi última sugerencia de hoy, que surge aquí sin tiempo ya, apenas, para un breve comentario, algo, por otra parte, casi innecesario, porque como ocurre con la mayor parte de los libros recomendados esta tarde, se trata de una obra mayor de la literatura universal, objeto de análisis exhaustivos y pormenorizados hasta en sus menores detalles, por lo que su argumento y los temas que trata son bien conocidos. Hablo de La transformación, el título con el que, desde hace ya unos cuantos años, viene traduciéndose en nuestro país el clásico La metamorfosis, de Franz Kafka. Como es natural, hay decenas de ediciones del libro, de las que quiero resaltar dos, la de mi juventud, en Alianza Editorial, cuya traducción tiene detrás una historia interesante que contaré a continuación, y la que hace unos meses ha llegado a las librerías, en un volumen espléndido, respaldado por el buen hacer de Galaxia Gutemberg, responsable de unas ejemplares reediciones de las obras completas del escritor checo, entre las que ya estaba, desde 2003, el texto reeditado en 2020. El libro, que la editorial catalana presenta ahora, en colaboración con el prestigioso sello francés Gallimard, incluye, claro está, el conocido texto “kafkiano”, en versión magnífica de Juan José del Solar, Premio Nacional de Traducción en 2004 y, por desgracia, ya fallecido, además de sesenta espléndidas acuarelas de Miquel Barceló, que se ven realzadas, más allá de su valor intrínseco, por el gran formato, 33x25, de la obra. Hay, también, una breve nota final, en la que el responsable de las Obras Completas de Kafka para Galaxia Gutemberg, Jordi Llovet, explica el porqué de la modificación del título con el que la historia de Gregorio Samsa era conocida en nuestro país. La tesis que defiende el catedrático y crítico catalán sostiene que el término con el que Kafka rubricó su obra, Die Verwandlung, se corresponde naturalmente con “cambio”, “transformación”, “mutación” y otras similares, admitiendo la acepción de “metamorfosis” exclusivamente cuando alude a referencias mitológicas, connotación que, al decir del experto, no se da en este caso. Isabel Hernández sostiene la postura contraria, con cierto aire “combativo”, en un artículo publicado en 2015 en El País, con ocasión de la aparición de su versión en Nørdica, en la que mantuvo el vocablo “Metamorfosis” para titular la obra. Merece la pena también, a este respecto, leer un breve trabajo de Nina Melero, “Los traductores de La Metamorfosis”, en el que la escritora y coordinadora del Departamento de Español en la Universidad de Singapur rastrea las distintas aproximaciones editoriales al polémico título, demuestra la falsa atribución a Jorge Luis Borges de la edición de Alianza, la que yo leí de joven, que se ofrecía al lector sin mención alguna al traductor, y apunta, siguiendo el criterio de José Ortega, hijo de Ortega y Gasset, a Margarita Nelken como verdadera autora del texto y el título que constituyeron la referencia, el canon interpretativo del clásico de Kafka hasta hace poco tiempo. 

Por lo demás, la historia, publicada en 1915, es bien sabida desde su inolvidable comienzo: Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama transformado en un bicho monstruoso (en la versión de del Solar); o el para mí más “reconocible”: Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto (en el querido volumen de Alianza Editorial). El oscuro viajante de comercio que vive con sus padres y su hermana Grete, y que, horrorizado por su repugnante cambio, se encerrará en su cuarto, condenándose al abandono de su familia, la soledad y la muerte, protagoniza un relato en el que afloran la terrible relación del autor con su progenitor (no deberíais dejar de leer su terrible, desesperada, trágica Carta al padre), el miedo a la autoridad, las dificultades de las relaciones con la sociedad de un individuo atormentado, la deshumanización del hombre, la presencia de la culpa, la angustia existencial, la sombra de la guerra (la primera mundial, iniciándose en los días de la publicación del libro…), entre otros. 

Cuatro clásicos, pues, en la emisión de esta tarde de nuestro espacio, y todos, de lectura indispensable. No os los perdáis. Os dejo ahora con un texto, precisamente, de La transformación, al que seguirá el tema musical de Nick Cave, ya mencionado, recogido en la edición de la Odisea de Blackie Books. 

¿Quién, en esa familia agotada por el trabajo y rendida de cansancio, podía tener tiempo para ocuparse de Gregor más de lo estrictamente necesario? El presupuesto familiar se iba reduciendo cada vez más; la criada fue finalmente despedida; una asistenta gigantesca y huesuda, de pelo blanco y desgreñado, empezó a venir por la mañana y por la tarde a hacer los trabajos más duros; de todo el resto se encargaba la madre, además de sus numerosas labores de costura. Llegaron incluso a vender una serie de joyas de la familia que, tiempo atrás, la madre y la hermana habían lucido muy contestas en fiestas y celebraciones, según se enteró Gregor una noche en que comentaban los precios conseguidos. Pero la mayor queja guardaba siempre relación con el hecho de que no podían dejar ese piso excesivamente grande en las circunstancias actuales, pues no lograban imaginarse cómo podrían trasladar a Gregor. Gregor se daba perfecta cuenta de que no solo era la consideración hacia él lo que impedía un traslado, pues hubieran podido transportarlo fácilmente en una caja adecuada con unos cuantos agujeros para respirar; lo que realmente impedía a la familia cambiarse de piso era más bien la absoluta desesperación y la idea de haber sido golpeados por una desgracia sin parangón en todo su círculo de parientes y conocidos. Todo cuanto el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos con creces: el padre llevaba el desayuno a los pequeños empleados de un banco, la madre se sacrificaba por la ropa interior de gente extraña, la hermana corría detrás de un mostrador de un lado para otro a petición de los clientes; pero las fuerzas de la familia ya no daban para más.

Videoconferencia
Miscelánea enero 2021. Clásicos

miércoles, 13 de enero de 2021


MISCELÁNEA ENERO 2021. NOVELAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un año más, en este 2021 que esperamos sea feliz y apacible para nuestra audiencia, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que esta semana, tras las vacaciones navideñas, cambia radicalmente su esquema, que de costumbre se centra de manera monográfica en un solo libro, para ofreceros una propuesta plural y miscelánea con una larga serie de recomendaciones diversas. Y es que pese a que la temporada de regalos (bien que limitada, quizá, por la triste y dolorosa situación en la que nos ha sumido la extraordinaria propagación del coronavirus) finaliza “naturalmente” tras la “mágica” fecha del seis de enero, quiero prolongar por mi cuenta esta etapa más “dadivosa” de nuestras vidas con un ciclo de emisiones, integrado por cuatro programas consecutivos, en los que os presentaré una amplia variedad de libros -en torno a una veintena- que no solo pueden despertar vuestro interés, sino que, además, quizá os resulten adecuados en la elección del obsequio lector más apropiado para continuar ejerciendo de Reyes Magos, fuera ya de tiempo pero no de espíritu, con familiares, amigos y allegados. 

En esta primera entrega de la serie son seis los libros que quiero presentaros brevemente, todos ellos novelas y todos ellos leídos por mí en los últimos meses. En las restantes ediciones del ciclo os traeré algunos clásicos ahora reeditados, el miércoles próximo; una selección de obras de poesía, dentro de quince días; y una muestra miscelánea de obras de diversos géneros, en el programa que cerrará esta poco habitual propuesta de Todos los libros un libro

De Colson Whitehead ya os hablé aquí hace un par de años a raíz de la publicación en nuestro país de El ferrocarril subterráneo, su exitosa novela de 2017, galardonada con, entre otros premios, el National Book Award y el Pulitzer. Este pasado septiembre vio la luz en España, también en Penguin Random House (aunque en este caso cambia el traductor, Luis Murillo Fort), su última obra, Los chicos de la Nickel, con la que el escritor norteamericano ha ganado su segundo Pulitzer, una circunstancia nada común en la larga historia del prestigioso premio. 

El libro se adentra -en un rasgo sustancial de la obra de Whitehead, que es de raza negra- en el universo de la discriminación racial en Estados Unidos. Si en su anterior novela viajaba al siglo XIX para reflejar la tragedia de la esclavitud, a través de la historia de la huida y la implacable persecución de una muchacha que escapa de una plantación sureña en busca del Norte liberador, aquí nos lleva al estado de Florida en los años sesenta del siglo XX. La Academia Nickel es un reformatorio -con un referente real, Dozier su nombre auténtico- en el que por una desafortunada conjunción de accidentes recala Elwood Curtis, un adolescente negro, aplicado y voluntarioso estudiante, que vive con su tía Harriet (sus padres han desaparecido de su vida), inspirado en su día a día por los combativos discursos de Martin Luther King que escucha en una grabación en disco mientras se esfuerza por superar la previsible limitación de su destino y acceder a la universidad. 

La Nickel es un horror, un lugar espeluznante en el que a los chicos, jóvenes problemáticos (no es el caso de Elwood, cuyo internamiento es fruto, ya se ha dicho, de una infausta sucesión de aciagas casualidades), blancos y negros, aunque segregados en espacios y actividades, se les “reeduca” en un clima de terror, violencia, castigos sangrientos, violaciones y muertes. Solo en 2011 saldrían a la luz las atrocidades del lugar, perpetradas por el personal y los dirigentes de la institución, pero toleradas con la permisividad y hasta la connivencia de las autoridades locales. La novela, intensa, dolorosa, muy bella, nos da cuenta de la barbarie cotidiana y de la espantosa brutalidad gratuita en el centro, en un relato escalofriante, pero interesa, sobre todo, por su profunda penetración en los torturados abismos del alma del chico inocente e ilusionado, cuyo idealismo y cuyos sueños se verán puestos a prueba de continuo, y por mostrarnos, en paralelo, la terrible e injusta discriminación racial que, bien avanzado el siglo XX, seguía siendo la tónica habitual en la vida pública estadounidense. Una novela de lectura apasionante, por cuyas páginas se avanza simultáneamente arrebatado y estremecido. 

En 2016, la editorial Penguin Random House publicó en España Brújula, la novela del francés Mathias Enard que había sido galardonada con el premio Goncourt un año antes. El libro, cuatrocientas cincuenta páginas de escritura abigarrada y estimulante, deslumbrante y alucinada, narraba la biografía del ficticio musicólogo Franz Ritter que, en una noche de insomnio, rememora, en un relato embriagador, una vida que ha alcanzado en la experiencia y la cultura de Oriente su expresión intelectual y sentimental más alta. Con una erudición portentosa, con un estilo a la vez preciso y barroco, musical y elegante, Enard nos traslada a Estambul, Teherán, Alepo, Damasco o Palmira para recorrer la historia entera de su personaje -amigos, amores, artistas, músicos, literatos- e, imbricada en ella, la de ese mundo oriental que conoce bien, pues en su formación se ha especializado en dichas culturas, habiendo vivido en Oriente Medio (entre otros muchos destinos de un escritor cosmopolita), doctorado en persa y enseñado árabe en Barcelona. 

Al menos seis de sus libros han visto la luz en España, todos en la editorial mencionada y todos traducidos por Robert Juan-Cantavella. De ellos quiero comentaros ahora del último que yo he leído, Habladles de batallas, de reyes y elefantes, una novela de 2010, editada en nuestro país en 2011 y que, como digo, yo leí en los meses del primer confinamiento. 

La novela parte de un episodio enigmático, probablemente ficticio, de la vida del artista Miguel Ángel Buonarrotti. En 1506, Miguel Ángel, que ya ha ofrecido al mundo el David y la Pietà y es un escultor reconocido, recibe la invitación del sultán Beyazid II para acudir a Constantinopla y diseñar un puente sobre el Cuerno de Oro (poderosa metáfora, como unión de Oriente y Occidente), en cuyo primer proyecto, a la postre irrealizable por su audacia técnica, había sido rechazado Leonardo da Vinci. El ofrecimiento del sultán le llega al escultor en su Florencia natal, a donde ha huido desde Roma, hastiado de las intrigas que urden en su contra sus competidores Rafael y Bramante y harto del impago del coste de sus trabajos para el papa Julio II. Viendo en la propuesta otomana la triple posibilidad de saldar unas deudas crecientes, de desafiar el poder y la cólera del poco agradecido y mal pagador pontífice y de superar a su rival, el genio da Vinci, viajará a la capital del imperio turco en donde desembarcará, en un episodio efectivamente registrado por los historiadores, el 13 de mayo de 1506. 

El libro se abre con una cita de Kipling que revela de modo inequívoco el propósito y el tono que nos vamos a encontrar en sus páginas: Ya que son niños, habladles de batallas y de reyes, de caballos, de diablos, de elefantes y de ángeles, pero no dejéis de hablarles de amor y de cosas semejantes. La cita, que se explicita de modo aún más claro en un fragmento que os dejaré como cierre a esta reseña, concentra lo esencial, a mi juicio, de la literatura de Enard: un cierto exotismo, la desbordante imaginación, la refinada cultura, la dimensión íntima, sentimental, amorosa, el lirismo y la poesía. A través de la inventada trama de la obra conocemos la personalidad, ambigua y exaltada, vacilante y apasionada, estricta y enardecida, del artista, seducido, enamorado, timorato: Miguel Ángel busca el amor. Miguel Ángel teme al amor como teme al infierno. También conocemos el Estambul de la época, la ciudad acogedora y multicultural, la de la libertad y la cultura, la de las intrigas y las maquinaciones, la misteriosa y tentadora, la del lujo y la miseria, la del deseo y la incitante vida nocturna; una urbe que el genio renacentista recordará con nostalgia al aproximarse su muerte, con cerca de noventa años, pasados sesenta de su inolvidable experiencia: De Estambul, le quedan una luz vaga, una sutil dulzura mezclada con amargura, una música lejana, formas suaves, placeres enmohecidos por el tiempo, por el dolor de la violencia y de la pérdida: el abandono de las manos que la vida no dejó tomar, rostros que ya no serán acariciados, puentes que todavía no se han tendido

Y hay también interesantes reflexiones sobre el arte y la función del creador, sobre la relación entre Oriente y Occidente, sobre la pasión amorosa (Enard nos lleva, en el epílogo a su novela, a esos últimos días de Miguel Ángel, y lo vemos escribiendo sonetos de amor, aferrado al recuerdo de un mechón de cabellos muertos), y sobre, en definitiva, el sentido último de nuestras existencias. Un libro brillante, una joya, refinada y preciosista. 

Richard Powers protagonizó las tres primeras emisiones de Todos los libros un libro por este curso, con sus novelas El tiempo de nuestras canciones, El eco de la memoria y El clamor de los bosques. El relativo éxito en nuestro país de esta última ha llevado, quizá, a la editorial que la publicó, Alianza de Novelas, a presentar ahora una anterior, Orfeo, que había visto la luz en Estados Unidos en 2014. Con traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara, en una experiencia que ha debido resultar complejísima, dado lo específico del lenguaje técnico utilizado por el autor, el libro contiene todos los elementos habituales -en contenido y forma- de la literatura de Powers, tan fácilmente identificable. La trama argumental, como de costumbre tenue, aunque salpicada con las suficientes dosis de peripecias como para subyugar al lector y hacerle avanzar por las más de cuatrocientas páginas de la obra, se resume en pocas frases. Un veterano compositor, Peter Els, de setenta años, que toda su vida se ha dedicado a romper los esquemas convencionales de su disciplina con sus creaciones, amplía hasta tal extremo los límites de su experimentación artística que acaba por levantar en su hogar un artesanal laboratorio de microbiología para, en un trabajo a caballo entre la composición musical y la ingeniería genética, intentar meter archivos musicales en células vivas. Con un planteamiento cuya complejidad técnica excede mi comprensión (convertir una célula en una gramola), Els descodifica un archivo musical y lo corta y empalma en el genoma de una bacteria, la Serratia marcescens, que cultiva en su modesto taller de investigación casero. Son precisamente estas insólitas prácticas domésticas, descubiertas por azar por la policía, que acude a su casa tras una llamada del jubilado, solitario y algo asocial músico, desconcertado por la muerte de su perra, Fidelio, las que, en el clima de paranoia generalizada provocado por los atentados del 11-S, despiertan las sospechas de la Seguridad Nacional. A las pocas horas, cuando vuelve a su hogar tras hacer unas compras, contempla en la distancia una escena de pesadilla, con el lugar tomado por una turbamulta de hombres con capucha envueltos en trajes protectores blancos, policías de paisano, investigadores, técnicos excavando en el jardín y eficientes individuos que van de un lado a otro apilando sus pertenencias en bidones, fotografiándolos, etiquetándolos e introduciéndolos en furgonetas. Desconcertado y temeroso, emprende una huida irracional por diversas ciudades de Estados Unidos, en las que contactará con su exmujer, su hija, una antigua novia y un dramaturgo y compositor amigo, mientras el país entero, los medios de comunicación y, obviamente, las fuerzas de seguridad se ocupan de su caso, que en los noticieros ha pasado a conocerse como el del “Bioterrorista Bach”. 

La novela se desarrolla siguiendo dos líneas complementarias: la narración de la desorientada huida y la implacable persecución, y, entrelazado con ella, el relato retrospectivo de la vida del músico, desde su nacimiento en 1941 hasta ese 2011 en el que se desarrolla el presente de la historia. Y en ambos frentes afloran, ya se ha dicho, los rasgos característicos del “universo Powers”: la desmesurada inteligencia de un escritor insólito; su profundo conocimiento de los temas científicos, entre ellos el interés por el cerebro y los estudios neurológicos; las referencias a internet, las redes sociales y los cambios que introducen en nuestras vidas los avances tecnológicos; la construcción de un escenario para la trama que refleja la realidad de su país y del mundo en la época correspondiente, en Orfeo la Norteamérica convulsionada por los atentados de las Torres Gemelas; la preocupación, aquí en un plano muy secundario, por las cuestiones medioambientales; la presencia -en este caso, primordial- de la música; y las reflexiones, siempre relevantes, sobre el alma humana, nuestro papel en el mundo, el sentido de la vida y, claro está, el amor. 

De una complejidad mucho mayor que las otras tres novelas que he comentado aquí, Orfeo exige un grado de conocimiento de los conceptos teóricos en los que se basa la música que no están al alcance de cualquiera. En mi caso, pese a sentirme más de una vez desbordado por la soberbia erudición del autor, perdido en numerosas ocasiones en la envolvente maraña de tecnicismos, referencias y metáforas musicales, no obstante, la maestría de Powers fue capaz de atraparme y de llevarme, arrebatado, por la larga extensión del libro en una lectura llena de lagunas pero igualmente apasionante. 

Pierre Lemaître es un magnífico escritor francés que ya os presenté en nuestro espacio hace unos años, en los primeros días de diciembre de 2014, a propósito de la publicación en nuestro país de Nos vemos allá arriba, su exitosa novela, galardonada con el Premio Goncourt del año anterior, ambientada en los días finales de la Primera guerra mundial y en los años inmediatamente posteriores a ella. Desde ese mi descubrimiento del autor galo, he leído muchos otros de sus libros, singularmente la serie policiaca centrada en el singular comandante Camille Verhoeven, con cuatro títulos editados, Irène, Alex, Rosy & John y Camille, los cuatro en Alfaguara y que os recomiendo vivamente, a pesar de una a veces casi insoportable crudeza de la narración. En 2019 apareció en nuestro país Los colores del incendio, una novela también excepcional que constituye una suerte de continuación de Nos vemos allá arriba, y que prolonga la fidedigna y apasionante recreación de la sociedad francesa de entreguerras que ya era el título anterior, a través de una trama argumental cuya acción se sitúa entre 1927 y 1933. El ambicioso proyecto de Lemaître con el que ha pretendido mostrarnos un cuarto de siglo decisivo en la historia francesa y europea, se cerró este pasado 2020 con El espejo de nuestras penas, que se adentra en los días de la Segunda guerra mundial y de la ocupación del país vecino por las fuerzas del Reich. Estamos, pues, ante una trilogía, que bajo la rúbrica general de Los hijos del desastre, ahora se completa de manera magistral. Los tres libros pueden encontrarse en la editorial Salamandra con la traducción de José Antonio Soriano Marco. 

El título que ahora os comento gira sobre tres protagonistas principales, Louise Belmont, una joven maestra que vivirá en las primeras páginas del libro un suceso trágico que le mostrará algunos episodios desconocidos de la vida de su familia; Raoul Landrade, un soldado fullero que en su destino en la línea Maginot, el bastión de defensa pretendidamente inexpugnable concebida para frenar el victorioso ataque de los ejércitos alemanes, trapichea con los abastecimientos militares, en un día a día hecho de estafas, chanchullos y oscuros negocios fraudulentos; y, por fin, Désiré Migault (o Mignon o Michard, entre otras muchas denominaciones con las que esconde su cambiante personalidad), un individuo camaleónico y misterioso, de un innegable magnetismo, capaz de seducir a cuantos lo tratan en los distintos escenarios a los que lo conduce su afán de medro. Los tres, y otros en su órbita -el sargento primero Gabriel, superior en jerarquía, aunque sometido y acobardado humanamente por su subordinado Raoul; el guardia móvil Fernand y su enferma mujer Alice; el entrañable señor Jules, propietario de La Petit Bohème, una casa de comidas- acabarán unidos por el destino al coincidir en la apresurada de huida de París por la carretera del sur, hacia Orleans, para atravesar el Loira y poder escapar así de la amenaza nazi (estamos en mayo de 1940, las fuerzas alemanas invaden Holanda, Bélgica, Luxemburgo, ocupan media Francia y se plantan a las puertas de París, que será declarada ciudad abierta en junio de ese mismo año, evitando la masacre destructiva de los bombardeos y provocando la fuga masiva, aterrorizada y angustiosa de sus habitantes). Con una trama muy bien hilada, con aires de thriller, que conecta con ocultos episodios del pasado de algunos de los personajes, la historia desarrolla toda su potencialidad narrativa (que lleva consigo azares, aventuras, lances inesperados, encuentros y despedidas, giros no previstos) en la descripción de esa marea humana (Un inmenso cortejo fúnebre —se dijo Louise—, convertido en el espejo de nuestras penas y nuestras derrotas) que, tras la entrega de su país, atraviesa sus carreteras en un éxodo dramático, descrito por Lemaître con emoción e intensidad, en un relato novelesco, ficción pues, pero con una evidente verosimilitud, al incorporar acontecimientos y sucesos realmente ocurridos y documentados en lecturas, testimonios, archivos y bases de datos de los que se nos da cuenta en la postrera sección del libro. El recuerdo de la magistral Suite francesa, de Irène Némirovsky, que comparte con El espejo de nuestras penas época y entorno, planea en todo momento sobre el texto, una novela muy interesante, aunque, a mi juicio, sin llegar a las muy altas cotas de la obra que abrió el ciclo. 

Julian Barnes es uno de los nombres mayores de la literatura británica contemporánea. En Todos los libros un libro presenté hace unos años Arthur & George, una novela muy estimable en una trayectoria repleta de ellas (El loro de Flaubert, Hablando del asunto, El sentido de un final, entre otras muchas). Barnes publicó en nuestro país, el pasado 2019, en Anagrama, la editorial que acoge la casi total integridad de la obra del inglés, La única historia, la décimo tercera novela de su autor, en traducción de Jaime Zulaika. La acción se enmarca en los años sesenta del pasado siglo, época en la que transcurre la historia de amor, tortuosa y emotiva, entre Paul, un joven de diecinueve años, y Susan Maclead, una mujer que le lleva treinta, casada y con dos hijas, ambas mayores también que el muchacho. Narrada con un estilo aparentemente distante y hasta frío, la larga historia -de décadas- de los amantes, conmueve, sin embargo, pues pone en juego sentimientos, emociones y experiencias universales: el amor, la inocencia, el paso a la madurez, la búsqueda de la felicidad, el deseo, la atracción sexual, la degradación de los sentimientos, el transcurso del tiempo, el dolor, el sexo y el placer, las heridas que nos inflige el trato con los demás. Junto al interés que encierra en sí el desarrollo de la trama argumental, La única historia resulta sobresaliente por la calidad de la prosa de Barnes, por sus recursos estilísticos, por su sencillez y por una muy trabajada apariencia de despojamiento. En mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, os ofreceré, a partir del próximo lunes, dos emisiones con textos entresacados del libro. 

De igual manera, anteayer, 11 de enero, salió al aire en el mismo espacio un programa cuya vertiente literaria estaba integrada por fragmentos de otra excelente novela de un autor también recurrente entre mis recomendaciones, Luis Landero. Lluvia fina fue elegida, en diversos medios de comunicación de nuestro país, como la mejor novela del año 2019. El libro nos presenta a Gabriel que, tras años alejado de su familia, llama a sus hermanas Sonia y Andrea con la intención de proponerles un encuentro para celebrar el octogésimo cumpleaños de su madre e intentar una suerte de reconciliación familiar. Aurora, mujer de Gabriel, se constituirá, en cierto modo, en el núcleo del libro, pues será la confidente de los diversos personajes, en una serie de relatos en los que afloran los recuerdos, los rencores, las frustraciones, las envidias, las confesiones, los agravios y las miserias familiares. Pese a su unánime reconocimiento de lectores y crítica, y pese a tratarse, sin ninguna duda, de una excepcional novela, esta Lluvia fina a mí no me ha entusiasmado como sí lo hicieron otros títulos de Landero, el deslumbrante Juegos de la edad tardía o Caballeros de fortuna, Absolución, Hoy Júpiter o El balcón en invierno, entre otros, algunos de ellos reseñados en este espacio. No obstante, la lectura de cualquier libro de Landero es siempre un placer. 

Para cerrar esta inusual entrega del programa, quiero proponeros otra novela sobresaliente, La fuente, de la escritora francesa Anne-Marie Garat, que vio la luz este pasado 2020 en la editorial Navona con la traducción de José Ramón Monreal. Garat ya había estado presente en Todos los libros un libro hace casi una década, a finales de 2011, con, quizá, su obra mayor, En manos del diablo. Aquel libro, desmesurado y desbordante, comparte con el que ahora os presento su carácter de narración caudalosa, inagotable, repleta de historias, de intrigas, de relatos intercalados, de leyendas, de fantasmas, de apasionantes retazos de la vida humana. La narradora llega al pueblo de Mauduit para obtener del ayuntamiento autorización para que sus alumnos de sociología puedan acceder a los archivos municipales. Su elección del pequeño pueblo no es casual, pues de pequeña había vivido una corta temporada en él, y un cierto enigma familiar -el difuso recuerdo del rechazo de la madre a la estancia en el lugar, el extraño apego del padre- la acompaña desde entonces. Ante la imposibilidad de encontrar un hotel disponible, la narradora aceptará el alojamiento en la desvencijada casa que una anciana algo extravagante ocupa en un paraje solitario al borde un río. El azaroso encuentro entre ambas mujeres es la ocasión para el desenvolvimiento de una narración subyugante en la que la anciana desvela su propia vida, desde un momento iniciático ocurrido en el verano de 1904, cuando la entonces niña Lottie, contando apenas doce años, oculta entre la arboleda cercana, observa cómo un desconocido visitante aprovecha la ausencia de la familia Ardenne, propietaria de la casa, para dejar sobre la mesa de la cocina, antes de abandonar el lugar sin dejar más rastro que una extraña nota, a una recién nacida. Lottie, la única capaz de calmar los llantos de la pequeña, entrará al servicio de la familia, y su historia, que se entremezcla con el relato de las intensas peripecias de los Ardenne, de la propia trayectoria vital de la innominada narradora, de la singular existencia de habitantes del pueblo, inundará las más de quinientas fecundas páginas del libro, en una suerte de Mil y una noches contadas por una sorprendente e infatigable “cronista”. Los grandes acontecimientos del siglo, escenarios exóticos -los canadienses bosques del Yukón, China, África-, secretos familiares, acontecimientos inesperados, amores, alegrías y dramas, recuerdos y confidencias, afloran en un complejo tapiz en el que se cruzan pasado y presente, imaginación y realidad, conformando una novela altamente interesante guiada por una prosa subyugante, magnética, muy rica en detalles, algo densa. 


De Orfeo, el libro de Richard Powers comentado esta tarde, extraigo tanto el texto final (que acompaña al prometido de Enard) como el tema musical con el que cerrar la reseña. Se trata del soneto XCII de Neruda (Amor mío, si muero y tú no mueres), y de su interpretación a cargo de la mezzo-soprano Lorrain Hunt Lieberson con la Boston Symphony Orchestra, dirigida por James Levine. El poema y la canción, compuesta para la cantante por su marido, el músico Peter Lieberson, tienen un papel destacado en la trama de la novela. 


SONETO XCII. Pablo Neruda

Amor mío, si muero y tú no mueres, 
no demos al dolor más territorio: 
amor mío, si mueres y no muero, 
no hay extensión como la que vivimos. 

 Polvo en el trigo, arena en las arenas 
el tiempo, el agua errante, el viento vago 
nos llevó como grano navegante. 
Pudimos no encontrarnos en el tiempo. 

Esta pradera en que nos encontramos, 
Oh pequeño infinito! devolvemos. 
Pero este amor, amor, no ha terminado,

 y así como no tuvo nacimiento 
no tiene muerte, es como un largo río, 
sólo cambia de tierras y de labios.


Tu ebriedad es tan dulce que me aturde. Respiras suavemente. Estás vivo. Me encantaría pasar a tu lado del mundo, ver en tus sueños. ¿Sueñas con un amor blanco, frágil, allá, tan lejos? ¿Con una infancia, con un palacio perdido? Sé que ahí no tengo sitio. Que ninguno de nosotros tendrá sitio. Estás cerrado tras un caparazón. Sin embargo no te costaría abrirte, una grieta minúscula por la que se abismaría la vida. Adivino tu destino. Te quedarás en la luz, te ensalzarán, serás rico. Tu nombre inmenso cual fortaleza nos disimulará en su sombra. Lo que has visto aquí se perderá en el olvido. Estos instantes desaparecerán. Tú mismo olvidarás mi voz, el cuerpo que has deseado, tus temblores, tus titubeos. Me gustaría tanto que conservases algo. Que te llevases una parte de mí. Que mi país lejano calase en ti. No un vago recuerdo ni una imagen, sino la energía de una estrella, su vibración en la oscuridad. Una verdad. Sé que los hombres son niños que ahuyentan su desesperanza con la cólera, su miedo en el amor; en el vacío, al que responden construyendo castillos y templos. Se aferran a los relatos, los ponen por delante como estandartes; cada uno hace suya una historia para inscribirse en la multitud que la comparte. Se los conquista hablándoles de batallas, de reyes, de elefantes y de seres maravillosos; contándoles la bondad que habrá más allá de la muerte, la intensa luz que presidió su nacimiento, los ángeles que lo acompañan, los demonios que lo amenazan, y el amor, el amor, esa promesa de olvido y de saciedad. Habladles de todo eso, y os amarán; harán de ti el igual de un dios. Pero tú sabrás, puesto que estás aquí contra mi cuerpo, tú el franco maloliente que el azar ha arrojado en mis brazos, tú sabrás que todo eso no es más que un velo perfumado que esconde el eterno dolor de la noche. (Habladles de batallas, de reyes y elefantes)

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Miscelánea enero 2021. Novelas