Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de noviembre de 2016

FERNANDO SAVATER. LA INFANCIA RECUPERADA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a esta nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os propone una sugerencia de lectura elegida siempre con criterios de interés y calidad. Hoy quiero presentaros un libro de un autor excepcional, un escritor prolífico, un formidable narrador, un divulgador genial, un apasionado y penetrante filósofo, un catedrático universitario poco académico, un agudo ensayista, un polemista temible, un muy influyente pensador, una persona admirable por su valentía y su coraje cívico, capaz de enfrentar el terror, la violencia y las amenazas de muerte con inusual firmeza e insobornable sentido del humor, un ejemplo modélico de implicación social y compromiso político más allá de su adscripción a uno u otro partido, un faro moral y ético, un intelectual sobresaliente por su inteligencia y por la amplitud de sus intereses, por su lucidez y por una infrecuente capacidad de cuestionar los tantas veces cómodos y a menudo inexactos lugares comunes en los que nos instala la pereza o la complacencia o la cobardía, por lo atinado de sus análisis y la clarividencia anticipatoria de sus propuestas, una inexcusable referencia en la conformación del gusto estético y literario de nuestra sociedad y, en definitiva, una figura esencial en el panorama de la cultura española del último medio siglo. Estoy hablando, quizá algunos de vosotros ya lo habéis adivinado, de Fernando Savater, que llega dentro de pocos meses a los setenta años y de cuya obra quizá más representativa, La infancia recuperada, publicada en 1976, se cumplen este diciembre cuatro décadas, razón por la que quiero traerla aquí, “reavivando”, en la modesta medida que permite esta limitada plataforma, el interés por su lectura.
 
Yo empecé a leer a Savater en los primeros años setenta, en aquellos libros, de contenido filosófico pero muy alejados de la abstrusa jerga profesoral, de la editorial Taurus: Nihilismo y acción, La filosofía tachada, Ensayo sobre Cioran (Savater fue el introductor en España de la obra del pesimista pensador rumano). Más adelante, me interesó -exigencias de la juventud- su vertiente ácrata y libertaria, en la órbita de Agustín García Calvo, reflejada en títulos como Panfleto contra el Todo o en el breve pero sustancioso librito Para la anarquía (un texto que llevé conmigo, en la “acogedora” edición de Tusquets, cuando, al terminar la carrera, pasé unos meses viajando por Europa en auto-stop). Desde entonces, y sin apenas interrupción ni, por supuesto, merma alguna de la inmensa admiración intelectual que siempre ha despertado en mí, he seguido con puntualidad su polifacética obra, incluso en sus derivaciones más alejadas de mis propios intereses: los caballos, la ciencia ficción, el teatro, el cómic o las novelas “de aventuras”. En su pensamiento, siempre agudo y atinado, expresado -más allá de sus libros- en periódicos y revistas, en entrevistas y artículos, en conferencias y coloquios, encontré siempre el criterio esclarecedor, las ideas oportunas y luminosas, las aclaraciones pertinentes, los enfoques acertados, hasta el punto de que, con frecuencia, esperaba sus pronunciamientos sobre cualquier asunto para, en cierto modo, averiguar a través de su interpretación cuál era mi propia posición sobre los temas respectivos. Su independencia intelectual, capaz de desvelar las falacias de las “ideas recibidas” y aceptadas acríticamente por todos -en especial por una izquierda en cuyo caudal teórico bebíamos tantos en la época-, me ha deslumbrado de continuo y mostrado siempre un ejemplo a seguir. Durante décadas he compartido sus aficiones, he disfrutado de su gozosa alegría, de su entusiasmo y su ironía, y también me he rebelado, me he indignado, compartiendo su irreprochable -y arriesgada- denuncia de la miseria moral no ya del despiadado terrorismo, sino de quienes cobardemente lo sostenían, ese nacionalismo de baja estofa (valga la redundancia) que recogía las nueces cuando otros agitaban el árbol. Recientemente, la muerte de su mujer, que le ha sumido en una tristeza muy perceptible en sus manifestaciones públicas -y notablemente en su último libro, Aquí viven leones, publicado tras su desaparición- ha vuelto a reforzar un estrecho vínculo sentimental -a distancia y anónimo- con Fernando Savater, sus lágrimas y su dolor también los míos. De su muy extensa obra, hoy quiero hablaros, como ya he señalado, de un libro, La infancia recuperada, que es, de los suyos, el para mí más querido, además de ser, objetivamente, uno de los más representativos del pensamiento y la posición moral, de los valores y de la sensibilidad de su autor.
 
La literatura es la infancia al fin recuperada. Con esta cita de Georges Bataille -muy sugestiva y suficientemente explícita de lo que a continuación se nos va a ofrecer- se abre este libro en el que Fernando Savater, en una exaltada declaración de amor, reivindica sus lecturas de adolescente, unas lecturas que hace cincuenta, sesenta, setenta años (y probablemente ya no signifiquen lo mismo para generaciones posteriores), constituían la diversión y el solaz, y también el acercamiento a la vida y el primer aprendizaje moral de muchos niños, fascinados, literalmente encantados, por la magia de unas narraciones en las que -sin vomitivas coartadas ideológicas o culturales o pedagógicas- sobresalían, ante todo, las aventuras, las experiencias intensas, la existencia en plenitud, los azares del destino, la vida. En un clima intelectual -el de los primeros años del posfranquismo- en el que prevalecía la roma -y maniquea- visión del mundo de una izquierda biempensante y pacata, que solo admitía aquellas manifestaciones culturales austeramente racionales, “progresistas”, experimentales, “comprometidas con la realidad”, políticas (en el más restrictivo sentido del término) y abiertamente militantes -con un rechazo furibundo, por consiguiente, al “escapismo pequeño burgués” que representaban el fútbol, los toros, la literatura mal llamada “de evasión”, las novelas policiacas-, la defensa que hacía Savater -en este libro pero también en sus intervenciones públicas- de las narraciones puras, las que tienen por objeto central el mar, las peripecias de la caza, las respuestas de astucia o energía que suscita el peligro, el arrojo físico, la lealtad a los amigos o al compromiso adquirido, la protección del débil, la curiosidad dispuesta a jugarse la vida para hallar satisfacción, el gusto por lo maravilloso y la fascinación de lo terrible, la hermandad con los animales, su desprejuiciada reivindicación del simple contar historias, del gozo y la felicidad de la lectura arrebatada, del impulso ilusionado de la infancia, de la atrevida y algo alocada aventura, de la desobediencia del pirata o el proscrito, de las búsquedas de tesoros, de las expediciones arriesgadas, de las luchas contra monstruos, de las sagas mitológicas, de los acertijos detectivescos y la investigación policial, de, en definitiva, las narraciones intemporales que siempre han encandilado a los niños (Quede claro, pues, que a mí me gustan esos narradores por las mismas razones que a los niños, es decir: porque cuentan bien hermosas historias, que no conozco razón más alta que ésta para leer un libro, y que en literatura me paso siempre que puedo de sociologías y psicoanálisis, para que el hígado no se resienta), constituía, por un lado, una agradable sorpresa y un reconfortante consuelo para quienes, como él, habíamos disfrutado -cuidándonos mucho de exteriorizar nuestras preferencias en aquellos jibarizados ambientes “progres”, en las asambleas universitarias, en los círculos políticos- de esos mismos relatos, de idénticos libros, de esa literatura fundacional y en cierto modo iniciática, que de un modo inocente y -ya se ha dicho- sin apriorismos ideológicos y de ningún tipo, había llenado de felicidad tantas horas de nuestra adolescencia; y, por otro, una cierta provocación -necesaria y oportuna, como siempre que aflora este vena “combativa” en Savater- contra el pensamiento políticamente correcto (tan vivo entonces como en la actualidad, aunque en nuestros días hayan cambiado algunos de los motivos de la “santa indignación” de los adalides de la pureza ideológica y aumentado la cursi mojigatería de los difusos “guardianes de las esencias éticas”).
 
Defendiendo, pues, tanto el retumbar escrito de las grandes narraciones como, ante todo, la disposición de ánimo que las busca y las disfruta, junto con la huella gozosa que su lección deja en la memoria, el libro repasa, en capítulos autónomos, una serie de “hitos” de la literatura juvenil desde el siglo XIX hasta nuestros días (La isla del tesoro, El viaje al centro de la tierra, Las aventuras de Guillermo, El mundo perdido, El Tigre de Mompracem, Los primeros hombres en la luna, El diablo moteado de Gummalapur, El peregrino de la estrella, La caída de la casa Usher, El señor de los anillos -¡¡¡defendido anticipatoriamente… hace cuarenta años!!!- o El asesinato de Rogelio Acroyd, entre decenas de otros títulos fruto de la invención y el talento literario de Salgari, Conan Doyle, Daniel Defoe, Julio Verne, Tolkien, Stevenson, Melville, Karl May, Zane Grey, Edgar Rice Burroughs, Jack London, H.G.Wells, Lovecraft, Kenneth Anderson, Agatha Christie… y hasta Jorge Luis Borges, por citar solo alguno de los más representativos autores estudiados en la obra), evocando en ellos su formidable potencia narrativa, su capacidad para instalarnos en el asombro, en el prodigio, en lo maravilloso, y arrastrarnos con su aliento universal para hacernos ampliar el territorio de nuestra imaginación, pero ofreciendo a la vez en todos los casos una profunda e inteligente lectura filosófica, moral y ética, sustentada en la defensa de algunos valores intemporales que definen al universal héroe literario -y en el pensamiento “savateriano” también cívico-: la astucia y el coraje, el arrojo, el entusiasmo, la alegre osadía que no ignora el miedo y pese a ello es capaz de dejarlo de lado, el desenfadado atrevimiento, la apacible locura que nos lleva a perseguir los sueños, la ausencia de ataduras que no sean las que exigen el honor y la conciencia, la rectitud y la piedad, la integridad y la nobleza, la fuerza, la insurrección frente a la tiranía de la necesidad y la muerte, la sabiduría y la bondad, la insobornable libertad, la fidelidad, la brega esperanzada, la búsqueda de la verdad, la exaltación del compañerismo, el fecundo cultivo de la amistad, la digna aceptación de la ineludible soledad.
 
De todos los atractivos personajes que pueblan un libro apasionante y delicioso es Guillermo, la imperecedera creación de la deslumbrante escritora, de vida aparentemente anodina, Richmal Crompton, el que concita en mí el mayor entusiasmo y la más grande identificación con el propio Savater. Mi infancia y adolescencia están repletas de tardes emocionantes transcurridas en un suspiro, inmerso, enajenado, en las aventuras de aquel niño terrible, genial, incomprendido, rebelde, bueno, malo, pirata, atareado, gánster, detective, amable, luchador, buscador de tesoros, explorador, revolucionario, por citar solo algunos de los calificativos con los que se adornaba su inabarcable figura en los títulos de aquellos magníficos libros de tapas duras en la editorial Molino, que contaban además con las espléndidas ilustraciones de Thomas Henry, algo que se echa en falta en las actuales reediciones, por otro lado vulgares y sin el encanto de los “cálidos” volúmenes de mi infancia (muchos heredados de mis tías, también fervorosas idólatras del culto “guillermiano”; aunque ya en mi madurez he ido completando por mi cuenta la colección en librerías de viejo y ferias del libro antiguo y de ocasión).
 
Para cerrar mi reseña de hoy os dejaré un fragmento del capítulo dedicado a Guillermo en La infancia recuperada, un texto en el que afloran la encendida pasión de Savater por el personaje, su vibrante defensa de ese tipo de narración feliz y libérrima que hemos venido comentando y, sobre todo, la extraordinaria inteligencia del filósofo para encontrar en el arriscado chaval un emblema de todos los valores que han constituido el norte de su propia larga vida -y ojalá que lo sea mucho más-: el compromiso y la libertad, la magnanimidad, el vigor, la valentía, el júbilo del descubrimiento, la riqueza pasional, el derroche, la aspiración a la infinitud de lo posible, la fuerza, la huida del aburrimiento, la lealtad incondicional, la entrega generosa, el temple indesmayable, el sacrificio por las nobles causas, por decirlo con algunos de los términos que maneja el autor. Guillermo es -y nos enseña a ser- sufrido, pero no ascético; fantástico, pero con lógica; romántico hasta donde esta enfermedad es compatible con la ironía, el pragmatismo y la afición a los buñuelos de crema. Su figura se mueve entre la acogedora ternura de la familia y la libre camaradería de los amigos, entre los poderes de la fantasía y las exigencias de la lógica, entre la disponibilidad de la teoría y la necesidad de la práctica, entre la piedad y el coraje, entre lo que conserva y lo que intensifica, siendo capaz de conciliar cada uno de estos tan inicialmente disímiles extremos. En la lectura de Savater, Guillermo representa todo lo que las fuerzas conservadoras -también de izquierdas- aborrecen: No faltan nombres a los idiotas para envilecer la punzada abrasadora de la rebelión contra el tiempo, para justificar como «normalidad» la decadencia de la carne y del alma, el pacto con la resignación y el acomodo al espanto, la dimisión de la vocación de riesgo, de la opción por la hermandad, la entrega al prestigio abstracto de lo irremediable, la traición a la generosidad, es decir, todo aquello a lo que el ímpetu liberador del valeroso Guillermo apunta: No hay que privarse de nada, no hay que renunciar a nada.
 
Aunque solo fuera por el magistral capítulo sobre Guillermo Brown deberíais leer este soberbio La infancia recuperada (eso sí, habiendo devorado antes la serie entera protagonizada por el jefe de los proscritos), ese, entre otras muchas cosas, ardiente alegato en favor del inmenso placer de la lectura. Una canción de la época con la segunda guerra mundial como fondo -aunque los libros de Guillermo se escriben entre 1920 y 1970, son los de las tres primeras décadas de ese segmento los, a mi juicio, más logrados-, acompaña esta reseña. Se trata de We’ll meet again y está interpretada por Vera Lynn.
 
 
Siempre que encuentro alguien más o menos de mi edad, de gustos teóricos o éticos semejantes a los míos, alguien, en suma, que entiende la vida como yo (es decir, que no la entiende en absoluto), no tengo que bucear mucho tiempo en lo más íntimo y congenial de sus recuerdos para que aparezca, nimbado de gloria, Guillermo Brown. Es nuestro punto de referencia común, el único precedente necesario, de cuyo ejemplo vibrante no sabríamos prescindir: es el eslabón perdido por el que permanecemos unidos a una dicha tan lejana que ya parece imposible. ¡Guillermo Brown! Nadie, ni Tarzán, ni Sandokan, ni siquiera Sherlock Holmes nos es tan vinculante, nos explica tan profundamente. A los demás se les puede releer, se les puede cariñosamente desmitificar, se puede volver sobre ellos de un modo u otro, por el pastiche afortunado o la recreación cinematográfica: pero Guillermo no necesita segunda vez, no hay que hacer esfuerzo alguno para mantener vivo su culto. Basta con haberle conocido a tiempo, cuando teníamos esos once años incorruptibles que él eterniza, para conservarle siempre sentado en la alfombra del alma, jugando con su escopeta de corchos o chupando pensativo una enorme barra de regaliz. Sería blasfemo considerarle sencillamente como un acierto literario, lo que, indudablemente, también es; pues ante todo, Guillermo es la esperanza misma de que nunca nos faltará ánimo para salir del hoyo, el nombre del ímpetu que libera de lo irremediable, la voz del clarín que nos reclama para la liza y nos convoca a la victoria. Extra Guillermo nulla salus: tal es la divisa de quienes juramos por el único anarquista triunfante que los tiempos han consentido, el capitán indiscutible de los proscritos.
 
Yo creo que parte del éxito de Guillermo estribaba en el lamentable aspecto de la señora de mediana edad, amiga de nuestra madre, que nos regalaba el primero de sus libros. Uno tenía, naturalmente, el más profundo y justificado desprecio por esa insulsa monstruosidad, tan grata a los mayores, conocida como «un libro para niños», libelo que solía mezclar en amalgama detestable un argumento capaz de asquear al oligofrénico peor dotado, algún consejo moral, derivado de la más rastrera idiotez o del sadismo, y unas ilustraciones cuyo mérito artístico consistía en aunar nefastamente los colores más chillones y el dibujo más relamido. Ése era, precisamente, el tipo del libro que uno esperaba de la señora de marras, y cuando en alguno de nuestros diez primeros cumpleaños nos ponía en las manos el paquetito, diciendo: «Te gustará mucho, pequeño, es un libro muy bonito para ti», la inmediata y más lógica reacción era tirar el sospechoso obsequio a la basura. Pero, afortunadamente, no lo hicimos. Rasgamos el papel y allí estaba Guillermo, ni más ni menos. Al principio, su aspecto confirmó nuestras peores previsiones: ¡vaya, eran las historietas de un niño! Es preciso hacer notar que lo más infame de los «libros infantiles» eran los niños que, invariablemente, los protagonizaban: obedientes hasta la esclavitud o traviesos hasta el crimen, afortunados o desdichados sin haber llegado a merecer ninguno de estos destinos, pacientes de la furia ejemplar de unas Tablas de la Ley que habían decidido ilustrarse a su costa, propensos a las más vacuas ocupaciones y a los juegos menos atractivos, rematadamente estúpidos por decirlo todo de una vez... ¡Ah, cuántas veces tuvimos luego ocasión de reírnos por haber podido pensar que Guillermo pertenecía a esa deleznable piara! ¡Y cuánto disfrutamos con el trato que el gran proscrito reservaba para los alevines de monstruo, vagamente emparentados con los usuales protagonistas de los libros para niños, que tenían la desgracia de cruzarse en su camino! La sorpresa que la lectura de Guillermo nos deparó multiplicó, de salida, nuestro entusiasmo por él: era el sol que sale por occidente cuando más lo necesitamos, lo improbable realizándose a nuestro favor... ¿Qué afortunadísimo error, qué ironía secreta de los dioses pudo incitar a la perfumada y latosa señora, cuyo gusto, en todos los campos del espíritu, no podía ser verosímilmente peor, a regalarnos aquella inusitada maravilla? Era como si un policía regalase ganzúas, como si un vampiro se ofreciese voluntario para donar sangre... Pero luego aprendimos, leyendo las aventuras de Guillermo, precisamente, que el mundo está lleno de estrafalarias señoras, tras cuyo alarmante aspecto se esconde la buena suerte, esperando que la dejemos acercarse a nosotros. ¡Salve, vieja dama indigna, hada madrina —hoy ya lo sabemos— que nos trajiste un día de improviso a Guillermo, como para advertirnos de que lo más precioso llegará siempre así, sin esperarlo, sin que casi seamos capaces de creer que realmente ha llegado! ¡Vuelve cuando quieras, pero no dejes de volver! ¡Que un día, tras el dulce que ya empalaga a la fatigada caricia, en esa hora de la que ya nada esperamos, salvo hastío, surja de nuevo el prodigio y resucite el milagro, tal como en aquella lejana ocasión un desesperado «libro para niños» se convirtió en la refulgente leyenda de Guillermo Brown! No deja de asombrar la facilidad con la que uno se introducía en las circunstancias vitales de Guillermo que, a fin de cuentas, eran francamente distintas a las de un niño español de mi generación. El mundo afelpado y verde de una pequeña ciudad inglesa, más pueblerina que urbana, con sus cottages, su vicario y señora, sus enredos de peniques, guineas y medias coronas, sus invernaderos, sus absurdos tés benéficos, todas las constantes referencias a una historia y una cultura extrañas, el aire antañón de los por otro lado excelentes dibujos de Thomas Henry, cada una de estas cosas y su conjunto debieran habernos distanciado soberanamente de las peripecias de Guillermo, haciéndonoslas poco menos exóticas que si ocurriesen en el Congo o en Indonesia. Lo cual no tendría ninguna importancia si Guillermo fuese un personaje literario, al que le fuese lícito e incluso recomendable lo inopinado o lo folclórico, pero podría ser fatal al compañero por antonomasia, al gran director de juegos al que acudíamos cada tarde para que encabezase nuestra pandilla y cuya principal virtud, el mérito básico que justificaba su excepcionalidad, era ser, indudablemente, como uno de nosotros. Precisamente porque era de los nuestros podíamos admirar su espléndida peculiaridad; el hecho de que compartiese nuestros gustos, nuestros deberes y nuestras limitaciones nos permitía gozar, como propios, de sus triunfos. Todo lo que le alejase de nuestra cotidianidad le debilitaba, tendía a hacerle un fenómeno propio de tierras remotas. Mowgli era asombroso, pero había que tener en cuenta que era indio y había sido criado entre lobos; Ivanhoe era inolvidable, pero no todo el mundo tiene la suerte de haber nacido caballero de la Corte hurtada a Ricardo Corazón de León. Con estos personajes se podía soñar o incluso imitarlos, pero salvando siempre las distancias: las aventuras de Guillermo estaban hechas para ser vividas plenamente, sin mediación alguna. Con Guillermo no había distancias, nada nos separaba del modelo: era un evangelio sin énfasis ni intervenciones sobrenaturales que dificultasen la identificación con el salvador. En una ocasión, Francois Mauriac, preguntado al final de su vida quién hubiera querido ser, repuso: «Moi méme, mais réussi». Guillermo era lo mismo, pero completamente logrado, yo en mi mejor momento, en la plena crecida de mi vigor y de mi suerte. Si no hubiera sido así, todo se habría quedado en simple literatura. Guillermo no era un ideal más o menos inalcanzable, sino el cumplimiento gozoso de la mejor de mis posibilidades. Su primera y quizá su mayor hazaña fue borrar todas las diferencias entre su ambiente y el nuestro, es decir, conservarlas como peculiaridades concretas de la aventura, pero no como rasgos exóticos que disipasen sus contornos o circunstancias en su verosimilitud. Y así todos buscamos nuestro viejo cobertizo en la villa veraniega o intentamos infructuosamente destilar esa hidromiel fabulosa, el agua de regaliz. No se trataba de «jugar a ser Guillermo», como se jugaba a ser Tarzán o Sitting Bull: se trataba de jugar con Guillermo y, en homenaje a los aditamentos habituales de sus hazañas (aditamentos innecesarios, pues los nuestros hubieran valido tanto como ellos, pero simpáticamente reconocibles), bebíamos agua manchada con regaliz a la salud de los proscritos.
 
 

miércoles, 23 de noviembre de 2016

JUAN MIÑANA. EL CIELO DE LOS MENTIROSOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Como cada miércoles, desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, nuestro espacio os trae una propuesta de lectura que esperamos sea de vuestro agrado. Y así ocurrirá -no temo equivocarme- en el caso de mi recomendación de esta tarde, porque, al margen de otros calificativos, también pertinentes, que irán apareciendo en el curso de mi reseña, quizá sean los de “agradable”, “encantador”, “entrañable” y “divertido” los que con más exactitud definan el tono de la obra que ahora os presento.

Hoy quiero hablaros de El cielo de los mentirosos, la última novela, editada por Malpaso, de un autor no demasiado prolífico, Juan Miñana, que no ha llegado a ser tampoco, pese a haber construido una carrera literaria muy sólida, muy popular o especialmente conocido por el gran público ni a contar con una presencia relevante en los medios de comunicación, de tal manera que no sería de extrañar -permitidme una tímida petulancia- que muchos de vosotros escucharais por primera vez su nombre a partir de esta reseña. Y sin embargo, yo leí por primera vez un libro de Juan Miñana hace ya treinta años, en un lejanísimo 1986 en que apareció La claque, una novela formidable -con la que guarda bastantes concomitancias la que ahora os presento-, que vio la luz en Seix-Barral en una edición probablemente inencontrable. Como sin duda lo serán también sus siguientes obras, El Jacquemart, de 1991, asimismo excelente, o Última sopa de rabo de la tertulia España, La playa de Pekín o Noticias del mundo real, de 1992, 1996 y 1999 respectivamente, todos ellos libros espléndidos que yo disfruté enormemente en aquel tiempo. Desde el último de ellos -casi veinte años ya- perdí la pista a su autor (que, no obstante, publicó un par de libros más en estas dos décadas) hasta que hace unos meses tuvo lugar el para mí afortunado reencuentro gracias a este magnífico El cielo de los mentirosos cuya lectura os aconsejo esta tarde con pasión.

La novela de Miñana nos presenta a un personaje excepcional, muy llamativo y singular, con una existencia real en la Barcelona de finales del siglo XIX y comienzos del XX: Pompeyo (también Pompeu o Peius, que de todas estas formas dejaba rastro de su paso por el mundo) Gener i Babot, savant catalan (como figuraba en sus tarjetas de visita), un estrambótico individuo, pensador y filósofo, por resumir en solo dos las múltiples facetas de su proteica personalidad, a través de cuya vida el autor retrata toda una época -la del cambio de siglo en Europa, España y, más particularmente, Cataluña y Barcelona- de bohemia, decadentismo, vanguardias y proliferación de movimientos sociales, políticos, literarios y artísticos, cuya efervescencia intelectual y cultural ha tenido una indudable influencia en el desarrollo de nuestras sociedades actuales. Con una solidez histórica incuestionable (aunque el autor incurre en un par de incongruencias menores, al deslizar las expresiones joint venture y chantaje emocional, tan actuales, en el léxico de quienes vivieron hace más de un siglo; aunque la primera aparece en un contexto plausible, en la voz del narrador) tanto en el dibujo de los personajes, muchos de ellos de existencia real, como en la magnífica recreación del ambiente (casi coincidentes en el segmento temporal y en la ubicación geográfica, aunque muy distintas en planteamiento y propósito, en la novela hay algunos puntos de conexión con Una historia violenta, la última novela de Antonio Soler a la que me referí aquí hace unas semanas), el libro se centra en la figura principal de Peius -un astro que irradia luz y ensombrece en muchas ocasiones a quienes comparecen a su lado- y en las de Xavier Viura, su renuente biógrafo, también con una presencia tangible y comprobada en los documentos “históricos”, y Chelo, una construcción literaria poderosísima, una joven “protegida” -podríamos decir- de Pompeyo, de dickensiana infancia y complicada vida (Yo nací triste, afirma), en la que se concentran las manifestaciones más tiernas y conmovedoras de la novela.

La obra se articula en torno a dos ejes que acaban por confluir. En el primero, narrado desde el presente del protagonista, asistimos a su decadencia física cuando, con más de setenta años y enfermo, es internado en un sanatorio en el que agotará sus últimos meses de vida; en el segundo, y con ocasión del encargo que el propio Peius, inmediatamente antes de su reclusión hospitalaria, hace, por mediación de Chelo, al poeta Viura para que este lleve a cabo la redacción de su biografía -fatalmente póstuma-, se repasa la excéntrica trayectoria vital del pintoresco personaje desde su nacimiento en 1846 (o 1848, parece haber dudas sobre la fecha exacta) en el seno de una familia catalana burguesa -su padre farmacéutico- hasta su ulterior fallecimiento en Barcelona el 18 de noviembre de 1920.

Pompeyo Gener fue un hombre de inclinaciones, como se ha dicho, variopintas. Doctor en farmacia, periodista, ensayista, dramaturgo, su producción intelectual, dispersa y heteróclita, se desenvuelve en ámbitos muy diversos. Escribe artículos de pluma, cuentos, novelas históricas, ficciones futuristas, obras de teatro, libros de encargo, artículos, sainetes teatrales, o recurre a los constantes refritos de publicaciones anteriores cuando la necesidad acucia. Es autor de un puñado de obras controvertidas, marginales y rozando la heterodoxia (Menéndez Pelayo lo incluye fugazmente en su repertorio de los heterodoxos españoles): La Muerte y el Diablo (por la que es excomulgado por el cúmulo de ideas inconvenientes y heréticas recogidas en sus páginas), Heregías (con esta provocadora grafía), Literaturas malsanas, El Evangelio de la vida, Mis antepasados y yo, Coses d’en Peius, entre otras, en las que destila un pensamiento extravagante basado en un cientifismo algo disparatado, un ingenuo catalanismo europeísta de corte ácrata y hasta un etnicismo racista carente de fundamentación sólida que le valieron la crítica y el rechazo, cuando no el ninguneo conmiserativo o hasta el desprecio intelectual de casi todos los pensadores valiosos contemporáneos. Es ateo y anticlerical, defensor del progreso, el laicismo, la pedagogía y la república. Admira la figura del “hereje” Miguel Servet, sobre el que escribirá una obra de teatro -que solo suscita indiferencia y sarcasmo entre los críticos- en la que el positivismo racionalista de Peius celebra la defensa de la lógica científica que costará la muerte en Suiza al aragonés. Multiplica sus denuestos a la “anticuada” España, beata y monárquica. de la que critica su anquilosado pensamiento y su anacrónica política frente a la adelantada Cataluña (aunque bien es cierto que sus argumentaciones son, como poco, delirantes: los iones positivos del aire en la meseta no llegan a los mínimos científicos y ello impide el desarrollo intelectual castellano; las raíces semíticas de los andaluces imposibilitan el nacimiento entre ellos de una gran literatura, entre otras ideas atrabiliarias).

En el ejercicio de su difusa -y poco reconocida, intelectual y económicamente- creación literaria y filosófica, se mueve en los círculos del pensamiento y el arte de la época, aprovechando su don de gentes (todo el mundo lo conoce, y en algún momento llega a recibir cartas en las que solo se consignaba: “Pompeyo Gener. Europa”) y sus muy buenas relaciones (tratará al editor Hachette, a Rubén Darío, al pintor Utrillo, a Santiago Rusiñol, a Sarah Bernhardt, a Eugenio D’Ors y a muchos otros destacados nombres de la época; y hay retratos suyos pintados o dibujados por Ramón Casas, Luis Bagaria -elegido por la editorial para la portada del libro-, Francesc Inglada -magnífica y penetrante estampa de su juventud-, Carles Casagemas o incluso Pablo Picasso) para desempeñarse en encomiendas y oficios varios. Cronista de exposiciones universales, delegado de la comisión española en la de Ámsterdam en 1883, viajero por Alemania e Inglaterra, representante de Barcelona, en concreto del Ateneu Barcelonès, en los funerales de Victor Hugo, requerido para asesorar los preparativos de la Exposición Universal de Barcelona de 1888, vive permanentemente a caballo de París y su ciudad natal. Miñana nos lo muestra en compañía de personajes legendarios, compartiendo mesa con prohombres internacionales en los restaurantes más afamados de París. Es un bonvivant vocacional, escribe el novelista, un adicto a las francachelas, a las sociedades humorísticas, a los banquetes interminables, a la vida nocturna y a los horarios desordenados. Frecuenta las premières teatrales, exhibiendo su elegancia en las carreras de caballos. En definitiva, una figura que resume el lado más epicúreo de toda una época; así lo califica el autor en un momento del libro.

Su despreocupado nivel de vida no puede sustentarse con los exiguos ingresos que le reporta su algo fantasmal dedicación a la literatura y el pensamiento, por lo que vive de vender su patrimonio, llegando a perder la farmacia y la vivienda en que nació en Barcelona, heredadas de su padre. Malvende sus tierras de Tarragona provocando un pleito familiar. Le persiguen los acreedores y los cobradores de morosos y se escabulle de unos y otros. Recibe alguna sinecura del Ayuntamiento, empeña muebles, arcones de viaje, relojes, anillos, armas. Se deja invitar en restaurantes, acepta acogerse en viviendas ajenas, que sus muchos admiradores le brindan, pero jamás mendiga, no reclama, no solicita, es elegante y tiene dignidad, no recurre al mezquino servilismo y mantiene su empaque moral mientras le acosan las privaciones.

Su pretensión de dejar un gran legado intelectual a las generaciones venideras debiera plasmarse en un ambicioso retrato autobiográfico que, a la postre y en la novela, acaba reduciéndose a la biografía que movido por la amistad escribirá Xavier Viura sin demasiada convicción, pues deberá abrirse paso y extraer algo de coherencia del ingente y desordenado arsenal de documentos, archivos, carpetas, escritos, apuntes, recortes, anotaciones y papeles recogidos en cajas de zapatos que Peius conserva en su domicilio, en el que está instalado el escritor mientras aquel convalece en el hospital.

En ese relato de su vida, todos estos aspectos “externos” de su estrafalaria biografía -viajes, obras, oficios, actividades, modos de ganarse la vida- palidecen ante lo esencial de su personalidad, que es la de un individuo imaginativo y fantasioso (Fabula descaradamente con la memoria, la transgrede a medida que la rescata, la amasa como material dúctil a su entera conveniencia), un optimista recalcitrante, inmune al desaliento, a la negatividad, a la frustración, un inconsciente, el paradigma de la antigravedad intelectual, dotado a partes iguales de una enorme ingenuidad y una inmensa caradura, un excelente cultivador del arte del farol y la apariencia.

En todo punto coherente con el pensamiento que se recoge en la cita del propio Peius que encabeza la obra (Hay más verdad en la poesía que en la historia), Pompeyo construye un personaje: el de un tipo excesivo y derrochador- de patrimonio, de salud, de ingenio, de humor- que, llevado por la muchas veces insensata desmesura de su pensamiento, disparata sin recato, ajeno a la realidad (Descubre las posibilidades de la mentira creativa, las ventajas de abonar la propia leyenda, y se consagra en cuerpo y alma a rectificar las ingratitudes y mediocridades de la realidad), un individuo simpatiquísimo, con una extraordinaria capacidad para la fabulación, para la invención, para la diversión y el humor (Hace lo que sabe hacer: divertirse, promocionarse, fantasear, presidir banquetes, anunciar como propias nuevas corrientes de pensamiento). Llega así, desbordado por su fecunda imaginación, a convertirse en un personaje de ficción antes que en una personalidad literaria o filosófica, al exagerar o “fabricar” sin rubor experiencias y anécdotas, encuentros y viajes, genealogías y amistades, compromisos y ocupaciones: un contrato de publicación con una revista nueva, un encargo editorial, las correcciones de una recopilación de artículos, alguna conferencia, y ello pese a ser consciente de que sus interlocutores desconfían de su volcánica imaginación, de su tendencia a la fantasía rampante.

Es un experto en soñar que la vida es más divertida de lo que es en realidad, en dar por cierto lo improbable, en improvisar asuntos de vital importancia que no pueden aplazarse, reuniones, vagas citas de despacho, visitas a redacciones, encuentros privados. Siempre está corrigiendo galeradas de imprenta, a punto de editar alguna obra ambiciosa. Se pregunta si no es el arte una forma estética de enfrentarse a la fatalidad del destino humano, y a partir de la respuesta afirmativa que le impone su temperamento, llega a la conclusión de que sus vivencias reales más prestigiosas, las que atesora con más celo en su memoria, son aquéllas a las que nadie da crédito, las que son tomadas invariablemente como figuraciones fabulosas, ficciones literarias, pirotecnia imaginativa. Se declara sin vergüenza alguna idealista, aceptando haber descuidado a menudo la realidad de la vida. Él mismo se compara con el astrólogo ateniense que, por su costumbre de meditar mirando al cielo, acabó cayéndose a un pozo.

Peius está muy cerca de ser, pues, un orate divertido que provoca la horrorizada exclamación de Unamuno ante las barbaridades que vierte en una conferencia (¡Pero este señor está loco!) y la admirada complicidad de Juan Valera (Si Pompeyo Gener está loco, ¡que me encierren con él!). Esa fama de filósofo delirante pero apacible le acompaña, hasta el punto de que un condescendiente “cosas de Peius” es el leitmotiv recurrente entre sus oyentes cuando en los cafés y las tertulias empieza a deslizarse por la irrefrenable pendiente de la extravagancia y su fantasía espiral vuela libre hasta los techos, se deshilacha sobre las cabezas, perdiendo coherencia a medida que los efectos del alcohol y los sorbitos de láudano humedecen su mirada visionaria.

Esta detallada y risible caracterización podría hacernos pensar que estamos ante un sujeto desquiciado, deplorable y patético (en un momento del libro al autor le surge la duda acerca de si nos encontramos ante el espíritu utópico de una época o el fantasma trasnochado de una caricatura), pero lo cierto es que la mirada de Miñana, muy lejos de ofrecer esta impresión, nos acerca a un personaje entrañable que rezuma humanidad, ternura y dignidad.

Y es que Peius es un ser alegre y divertido capaz de provocar la admiración y el encantamiento de cuantos asisten a sus contumaces derroches de inventiva. Era imposible aburrirse a su lado. Su prodigiosa imaginación, su desfachatez inventiva, creaban hábito. Y lo mejor de todo era que nunca mentía en detrimento de nadie, se dice de él en el libro. Es apreciado y querido pese a sus desatinos: Cultiva el embuste artístico al modo de los satíricos ingleses, añadiendo adornos y exageraciones propios del carácter latino. Divierte. Asombra. Recrea. Y en el momento justo en el que alcanza el clímax de sus invenciones, rebasa los límites de lo creíble con un calculado exceso que improvisa cada vez con mayor soltura. E inmediatamente espera el resultado de sus hipérboles y parece nutrirse de la jocosa admiración que despierta. Y pese a las exageraciones y las mentiras a su paso no va dejando un recuerdo amargo, sino un rastro diáfano de bonhomía y disparate imaginativo que le granjea todo tipo de fidelidades, siendo sus máximas -pese a su irrealidad manifiesta- celebradas y repetidas hasta la saciedad en las tertulias literarias.

Era, también -y así lo dibuja con cariño el autor-, un hombre afable y bueno (En Peyo se conjugaba… la vanidad más pomposa con la ingenuidad infantil y la bondad casi angélica), un abanderado acérrimo de la justicia y la libertad, que miente con la misma naturalidad con la que respira pero que no trata de embaucar ni aprovecharse de nadie; alguien que en todo momento transmite optimismo y felicidad, alegría y una visión esperanzada de la vida. Igualmente, en las escasas ocasiones en que, “por debajo” de sus invenciones, de su desbordada e irrefrenable facundia, parece penetrar en las interioridades de su alma y ofrece su fondo más íntimo, se nos muestra lúcido, sensible y conmovedor: somos una inteligencia de viaje, dice cuando Viura le pregunta por el sentido de nuestra estancia en el mundo. O cuando, al ser preguntado por la fama y la posteridad afirma que el éxito con mayúsculas consiste en pasar por esta vida sin hacerle daño a nadie.

De esta manera, al término del libro, gracias a la maestría de su autor y al complaciente retrato que hace de su “criatura”, nos envuelve un aire melancólico y una sonrisa triste aflora tímidamente a nuestro rostro, apenados por la desaparición de un personaje que nos ha conmovido en su extravagante -y en el fondo solitario- paso por el mundo y por nuestras vidas. Os recomiendo que os adentréis en El cielo de los mentirosos, la formidable novela de Juan Miñana, para conocer y disfrutar de su inolvidable protagonista y su nebuloso y permanentemente esperanzado universo.

Como correlato musical a mi reseña, os dejo, cómo no, a una cantante catalana, Núria Feliu, de mucho éxito hace cincuenta años, que interpreta un cuplé, El vestir d’en Pascual, compuesto en la década de los veinte del pasado siglo, en el que se evoca la imagen de un extravagante individuo con algunos puntos en común con nuestro inefable Peius.


Un camarero sonámbulo ha asentido al pasar, bandeja en alto, junto a las mesas unidas que forman a esta hora de la madrugada la tertulia del doctor Pompeyo Gener. Sótanos del café-restaurante Refectorium, en la Plaza del Teatre, sur de La Rambla. Disculpen el ruido, el humo rancio y la clientela más bien procaz que lo frecuenta. Y por si alguien se pregunta a qué mentalidad gótica, de capa y espada, devota de un historicismo trasnochado, corresponde atribuir la decoración del local, con sus tapices flamencos, sus panoplias trufadas de armas antiguas, sus armaduras inquietantes como convidados de hierro, que sepa que todo nació de la joint venture entre la crédula generosidad del restaurador Enric Vilalta, y la erudición libresca del viejo bohemio que acaba de pedir un digestivo de alta graduación.

El doctor Pompeyo Gener, savant catalan —así rezan al menos sus tarjetas de visita—, ha dejado de acudir habitualmente al vecino Lion d’Or desde que Vilalta traspasó el negocio. Aquí, Gener, además de materializar sus fantasías en la puesta en escena de esta decoración teatral que hubiese entusiasmado a Alejandro Dumas padre, ha renovado con el propietario su cuenta a fondo perdido, insondable, a cambio de derrochar ante un público menos brillante los últimos réditos de su prestigio cosmopolita. Pompeyo Gener es una leyenda viva, eso está fuera de toda discusión: juventud parisina, títulos y honores académicos, correspondencia con figuras de renombre, viajes exóticos, amantes egregias, condecoraciones militares, un lugar de honor en las enciclopedias europeas y americanas en las que se destaca su labor como filósofo positivista, dramaturgo, crítico de arte y literatura, erudito de civilizaciones antiguas, políglota, científico, utopista social, político federalista, pensador anarquizante, masón, poeta. No se menciona su apetito rabelesiano, ni su bonhomía, ni su adicción al alcohol y al láudano Sydenham. En privado, se celebra su cualidad más preciada, que sin embargo rara vez aparece en las semblanzas que aún se le dedican: su fantasía prodigiosa y su inmenso, impenitente, sentido del humor; ese talento para la mentira creativa, tan alejada del engaño interesado y del burdo embuste, que sus admiradores emparentan con el espíritu griego y sus detractores con la vanidad más inconsistente, con la pura fantasmagoría.

Pompeyo Gener sigue manteniendo su presencia de formidable figurón: come y bebe copiosamente a cuenta de su ingenio inagotable, de su apostura en franca decadencia. Se deja halagar a cambio de cenas, resopones, botellas con que festejar todo lo festejable, hasta que en las altas ventanas ojivales azulea la luz del día. La reciente guerra europea ha supuesto un cisma irreconciliable en el ambiente nocturno de Barcelona: la burguesía ilustrada rara vez amanece cerca del puerto, territorio ganado por los especuladores extranjeros, las cocotas de los cafés-cantantes, los conspiradores, las orquestinas de música negra, los oportunistas locales y los chulos de chaqueta ceñida y botines blancos. Así están las cosas. Pero el doctor Gener, el buen Peius, para los íntimos, sigue reinando, recorriendo cada noche su jurisdicción habitual, hasta que recala en la fraternal pechera almidonada de Vilalta y manda unir dos o tres veladores para dar cabida a sus admiradores falsos y verdaderos. Es cierto que a veces se abstrae y hasta se permite alguna cabezada, pero es un maestro resucitando a tiempo para hacerse cargo de la conversación, especialmente si ha visto la oportunidad de rememorar algún episodio de su fantasiosa vida pasada. Cuando el ambiente es lo bastante propicio, introduce de soslayo alguna verdad, algún hecho cierto, singular, pero no espera que nadie le crea, más bien se complace en advertir el inevitable cruce de miradas cómplices y de guasa contenida que le envuelve, le acompaña. Peius continúa asombrando por su aspecto de villano de opereta: barba y bigotes de mosquetero, ceño fruncido, frente alta, cabeza cana y leonina. Pero su corpulencia ha ido menguando dentro de las mismas ropas que usó hasta hace poco alguien más imponente. Su atildado aspecto de siempre —ha sido uno de los referentes elegantes de la ciudad— se consume dando paso a una deslucida y desaseada estampa de prohombre venido a menos, con solapas polvorientas y uñas de medio luto. Hasta su voz tronante de tiempos mejores le falla a veces con falsetes, carrasperas y trémolos seniles.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

FERNANDO MARÍAS. LA ISLA DEL PADRE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias en la tarde de los miércoles de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novela -y como tantas otras veces, basta que escriba el término para que dude de su validez- del escritor Fernando Marías. Yo había leído con interés algunos de los libros anteriores del bilbaíno, recuerdo sobre todo el muy notable El niño de los coroneles, que fue premio Nadal en 2001 y cuya lectura os aconsejo aunque sólo sea a partir de esa sombra difusa de mi vaga memoria retrospectiva. La isla del padre, la obra que ahora quiero comentaros, ganó este 2015 el Premio Biblioteca Breve otorgado por un jurado formado por destacados nombres de la literatura española -José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Manuel Longares, Elena Ramírez y Rosa Regàs- que han galardonado el libro resaltando que entre el remordimiento y la lucidez Fernando Marías ha sido capaz de abordar un itinerario a través de la memoria y de la sombra del padre en busca de su propia identidad.

Y es que, en efecto, sobre la figura del padre gravita todo el peso de esta excelente propuesta literaria que sólo por la flexibilidad inherente al concepto de novela -un muy dúctil contenedor en el que, últimamente, cabe de todo- puede calificarse como tal, pues, en realidad, el carácter autobiográfico del relato parece impregnar el texto entero y el lector no alcanza a ver cuáles pueden ser los límites entre los hechos “reales” ocurridos y la construcción novelesca del autor, más allá de que cualquier narración en la que damos cuenta de nuestra propia vida, de nuestro pasado, y de la vida y el pasado de las personas a las que tenemos cerca y a quienes amamos, es forzosamente un acto de recreación de dichas vidas. O en otras palabras, y exagerando un poco, no existen las vidas “reales”: en cuanto nos las contamos o en cuanto damos cuenta de ellas a los otros ya son ficción, pues toda evocación es forzosamente un artificio. ¿No será la memoria una novela?, se pregunta el autor en un momento del texto, abundando en esta concepción algo borrosa del género. ¿Pero qué importa en literatura el en el fondo irrelevante asunto de las taxonomías? La isla del padre, novela o autobiografía, memoria o invención, es un libro excelente, muy tierno y conmovedor, lleno de humanidad y emoción y nostalgia y sensibilidad y también de inteligencia y agudeza, de pensamientos profundos y hondas reflexiones, de penetrantes análisis sobre el sentido de la existencia, sobre la paternidad y la construcción de la propia identidad...

El origen del libro -que se recoge en el texto que os ofrezco como acompañamiento a esta reseña- se cifra en febrero de 2009, cuando el padre del autor, Leonardo Marías, es diagnosticado de un cáncer con muchas posibilidades de un inmediato desenlace fatal. Finalmente, el enfermo logró “resistir”, con una relativa calidad de vida, hasta cuatro años más. En ese tiempo, su hijo comenzó a pensar en un libro en el que contara la relación entre ambos, una novela, esta La isla del padre de la que ahora os hablo, que acabó escribiendo en 2014, tras la muerte de su progenitor.

A partir de la mención que el padre enfermo, adormilado aún y desfallecido, somnoliento y ensimismado tras abandonar el quirófano en la operación que le permitiría prolongar su vida, hace al Pagasarri, el monte cercano a Bilbao, escenario de numerosas excursiones “paterno-filiales”, Fernando Marías escribe en un papel otras palabras que resumen el núcleo esencial del vínculo que lo unió a su padre: Mirar durante largos minutos un folio blanco con una sola palabra escrita en él es una epopeya íntima agotadora, aunque también puede deparar enigmática plenitud. Yo no sabía que entonces, justo entonces, estaba concibiéndose este libro, sin embargo sentí la necesidad de forzarme a evocar momentos importantes que recordase haber vivido junto a mi padre durante aquellas excursiones, los primeros que viniesen a mi mente de forma espontánea.
Surgieron tres, que anoté representados por sendas palabras únicas. Árbol fue la primera. Luego surgió la segunda: Aurora. Y al poco la última: Temblores. Árbol era una escena de mi infancia, y Temblores, una de mi madurez, en la época dura y calamitosa: la última vez que subí al Pagasarri con mi padre, allá por diciembre de 1984. Y, en medio, correspondiente a la adolescencia, Aurora. Tras estos tres resueltos recuerdos, la memoria arrojó de forma nebulosa la idea de un cuarto, que elegí concretar con una sola letra.
H.
Representaba el indefinido nombre propio, o el apellido, de un amigo de mi padre algunos años mayor que él, también marino. Se llamaba Hansley, o Hartley, o Hantlerby... Encarnaba para mí todos los mitos posibles que mi padre, de carne y hueso, no podía materialmente ser. En mi etapa adolescente jamás pregunté por H, porque temía que mi padre pudiera sentir celos, pero cuando él contaba alguna anécdota de su amigo yo escuchaba con toda la sed de mi imaginación desplegada. En nuestro idioma privado el nombre de H alcanzó rango de palabra con significado propio, acuñado en secreto para denominar todo lo ignoto y misterioso, todo lo excitante que podía acontecer en las inabarcables aventuras del mar atemporal.
Pagasarri.
Árbol.
Aurora.
Temblores.
H.
Supe que estas cinco palabras eran todas las que necesitaba cuando, al cabo de otro rato más de esforzado ensimismamiento, no acudió ninguna otra.

A partir de la muerte de Leonardo, más de cuatro años después, y con el hilo conductor de esas cinco palabras, el hijo indaga en los pormenores de la misteriosa vida de su padre, un hombre -con una biografía azarosa y enigmática: lo mejor de mi vida ha sido cuando fui maleante en Buenos Aires, llega a decir, indescifrable y sin explicaciones adicionales- que a los dieciséis años se había presentado voluntario para luchar por la República en la guerra civil, que fue enrolado a la fuerza en el ejército de Franco tras su captura después de la “caída” de Bilbao, que vivió en Madrid finalizada la guerra, que vuelve a Bilbao en donde se casa y se convierte en marino mercante para viajar por todo el mundo en una existencia con muchos extremos desconocidos o ignorados por el hijo, el cual encara su libro como un intento de conocimiento de los aspectos más difusos de la figura paterna (noventa años de vida y quedan un jersey y unas zapatillas en una bolsa de plástico) pero también de indagación en su propia personalidad: Concretar en un puñado de líneas lo que sabemos de las personas que amamos es un interesante ejercicio de escritura, pero también, y ante todo, un involuntario autorretrato. Las palabras que elijo para contar quién fue mi padre cuentan en realidad quién soy yo.

El momento fundacional de la relación entre padre e hijo se produce cuando el niño Fernando, concebido entre viaje y viaje, y al que su padre sólo había visto de recién nacido, lo ve entrar en la casa familiar tras uno de sus largos períodos embarcado y lo recibe -con desapego y frialdad, con estupefacción y hasta rechazo ante su previsible expulsión del paraíso maternal- espetándole a su madre, en una metáfora del desconocimiento mutuo que marcará su relación: ¿Quién es ese hombre?... ¿Y se va a quedar?

Ese recelo y esa suspicacia iniciales -el padre, abatido, noqueado por el desencuentro (quiere que me vaya, repite), también se siente perdido, desolado por la reacción del pequeño- serán la base de un libro que trata del miedo mutuo que desde el primer momento nos tuvimos mi padre y yo y de cómo logramos superarlo. Trayendo a la memoria escenas y recuerdos de la infancia y la adolescencia, recreando la mucha vida encerrada en las colecciones de fotografías familiares (las fotografías antiguas viven), evocando las películas vistas de oídas, vividas con arrobo a partir de las narraciones de los padres (la misma historia -escribe Marías a propósito de El puente sobre el Río Kwai- se podía contar como mínimo de tres maneras, la versión de mi madre, la de mi padre y la de David Lean, que siempre era la última a la que accedíamos, porque para entretenernos nos contaban, claro está, películas que aún no habíamos visto), y, sobre todo, imaginando la existencia del padre a partir de el Historial, el escrito del Personal de la Marina Mercante, un minucioso registro de las travesías de Leonardo Marías, iniciadas en noviembre de 1954 y conteniendo interminables listados de fechas, nombres de barcos, tonelajes, puertos, rutas de navegación, sellos oficiales, el autor va completando la imagen de su progenitor y explicando también su propio itinerario hacia la madurez.

No hay tiempo ya para comentar con más detalle otros aspectos remarcables de este La isla del padre, un libro emotivo y sensible, rezumando tristeza pero también belleza y verdad. Walk on the wild side, el tema de Lou Reed al que se alude de refilón en la novela, cierra por hoy esta reseña.


Los recuerdos son como los libros. Solo importan los que permanecen.
Este relato comenzó a escribirse el 16 de febrero de 2009, aunque estuviera yo entonces lejos de poder llegar a imaginarlo.
El móvil vibró a muy primera hora de la mañana y mostró en la pantalla iluminada el nombre de Ana, mi hermana. Era, con toda probabilidad, alguna urgencia relacionada con la salud de nuestros ancianos padres, en Bilbao.
El abismo largamente esperado.
Y así fue. Al amanecer de ese día de febrero de 2009 mi padre, que tenía ochenta y nueve años, sufrió un serio asalto de la muerte.
Había sobrevivido a otros tres antes, a lo largo de las décadas, y eso sin contar el azar asombroso que salvó su vida durante la guerra civil: una complicada operación de estómago en su juventud, un destino de náufrago en alta mar que pudo haber sido trágico durante su madurez y una grave caída cuando ya era anciano. Los tres superados sin pagar más precio que el estremecimiento ante un final súbito, de diferente envergadura en cada caso, y las respectivas convalecencias razonablemente llevaderas, aunque me pregunto hoy si no podrían estar muy calculados por parte de la muerte esos cortejos, ser en realidad premuertes lanzadas en avanzadilla con objeto de sondear las flaquezas de la presa futura, prospecciones de algún siniestro protocolo destinadas a calibrar los puntos débiles de cada carne, cada osamenta o cada cerebro.
Aquella mañana mi madre, a pesar de su sordera, oyó desde la cama un ruido anómalo que la impulsó como un resorte hacia el pasillo. Más tarde razonaría que no había oído nada, que al ser sorda no pudo en realidad haber oído nada. Sin embargo, en el acto supo por instinto que ocurría algo muy grave, y sostiene todavía hoy que su mente inventó el ruido para despertarla y permitirle acudir en auxilio de su compañero. Si ella no hubiese reaccionado así mi padre habría muerto ese día, llevándose, entre tantas otras cosas más importantes, el motor de este libro.
Yacía en el pasillo sobre un vómito de sangre, y ella contó luego, con sobrecogedora claridad, que al verlo caído sobre la alfombra supo que su larga y buena vida de pareja terminaba ahí, justo ahí, justo en ese instante, para ceder paso al recto camino hacia el fin. Fue exacto: diagnóstico de cáncer, extirpación de estómago y bazo, pronóstico de pocos meses de vida que la fortaleza física de mi padre, o su secreta voluntad, alargó hasta cuatro años.
Sus genes, nos dijo el médico a mis hermanos y a mí, son como el mejor premio de la lotería.
Pero desde entonces cuido mi estómago como nunca antes, lo vigilo y lo mimo, temo por el más que por cualquier otro de mis órganos. Porque si mis rasgos, como compruebo cada día, van pareciéndose cada vez más a los del rostro que tuvo mi padre, debo pensar también que mis células, hojas del mismo árbol o páginas del mismo cuaderno, podrían estar concebidas, desde antes incluso de que yo existiera, para desembocar en idéntico final. Si el cáncer de estómago viene algún día a mi encuentro no me pillará por sorpresa. Lo espero, y al esperarlo le pierdo el miedo. Mientras, sigo la recomendación que mi padre señalaba antes y sobre todo después de su premuerte, y, por reducirlo a una representación simplificada, consumo más frutas y verduras que nunca. Tal vez este consejo suyo me esté regalando minutos que con humildad se van acumulando para ir sumando horas y días. Aunque no haya forma de verificarlo, nadie puede refutar que esta precaución podría acabar por sumar, por ejemplo, cinco años, seis meses y ocho días de vida a mi periplo por la Tierra.
Lo invisible es. No seamos ciegos ante tal evidencia.
Su cuerpo anciano no pereció en el quirófano, como el cirujano había advertido que con toda probabilidad ocurriría, y enseguida pudimos visitarlo en su habitación, extenuado y consumido, pero resuelto a recuperarse.
El día de mi última visita antes de regresar a Madrid nos hallábamos solos en la habitación del hospital, una cuarta o quinta planta desde la que se divisaba la calle.
Somos hormigas, recuerdo que dijo en un hilo de voz.
Era por completo dueño de su lucidez. Desde la ventana, distante unos metros de su cama, contemplaba a los transeúntes que se apresuraban por una de las calles principales de Bilbao, en la mitad de la mañana de ese día laborable. Me fui acercando hacia él. En silencio, para no perturbar el hilo de su pensamiento. Con una mano sostenía el visillo apartado. Con la otra se apoyaba en la pared. Recorrer esos metros era el único ejercicio que su debilidad le permitía, de la cama a la ventana y de la ventana a la cama dos veces al día, por la mañana y por la tarde, pero lo cumplía con determinación inexorable, como si fuera ese el precio pactado entre mente y cuerpo para acelerar la recuperación.
¿Para qué correrá tanto esa gente?, elucubraba. ¿Adónde irán? Tanta prisa para acabar muriendo.
Soltó el visillo y regresó a la cama sin apoyarse en mí. Parecía, a lo sumo, que me permitía custodiarlo, incluso que me acompañaba hasta la puerta para despedirme. Su nieta Irene, hija mayor de Ana, estaba a punto de llegar para quedarse con él cuando yo marchara hacia la estación, pero avisó mediante un sms que se retrasaba unos minutos. Por eso me senté otra vez junto a la cama y observé el desvalimiento exhausto de mi padre, su resuello todavía agitado por la expedición hasta la ventana. Con su expresión también agotada me miraba a mí y miraba la maleta apoyada contra la pared. Su zurda reposaba sobre el muslo, y mantenía la diestra apoyada sobre el pecho. Mostraba cierto afán de solemnidad, como si temiera que pudieran fotografiarlo de repente y captar algún matiz indigno en su convalecencia. Hablábamos con voz suave, muy despacio, con notables pausas entre las frases cortas. Su desfallecimiento imponía esa cadencia, que interpreté como confusión mental, somnolencia, ensimismamiento... Le conté, de la forma superficial que parecía reclamar el momento, mis planes laborales y las dificultades que podían implicar, suponiendo que su lasitud le impediría adentrarse en los detalles. Sin embargo, cuando al poco Irene llegó, desplegando por la habitación otro ritmo lleno de energía y pura vida, y yo me dispuse a marchar, mi padre, en apariencia sumido todavía en su letargo, dijo una sola palabra sin dejar de mirarme a los ojos:
Ánimo.
Esa palabra. Torre sin adjetivos ni verbos que el solía usar en ocasiones muy contadas. La sigo escuchando hoy, como un eco generoso, y cada vez que la escucho me siento más hondamente consciente de su esencia: legado sencillo, legado grande. Un hombre abierto en canal y mutilado por el bisturí no tiene tiempo para retóricas. Su aliento es mínimo, puede que terminal, y sabe que debe racionarlo. Un moribundo debe elegir sus palabras con mayor rigor que un poeta. Tal vez sus lánguidos susurros previos habían pretendido ahorrar fuerzas para entregarlas por entero a la pronunciación de esa única palabra, mientras, a la vez, la mente meditaba si la palabra debía ser esa y no otra. Por primera vez pensé que, pese a su aparente convicción de recuperarse, tenia miedo de no volver a verme una vez saliese por la puerta. Entonces también yo fui consciente de que podía no volver a verlo. Me acerqué para darle un beso y repetirle, sintiendo dentro una inesperada fragilidad, que regresaba cuatro días después.
Habló de nuevo:
Un día, en cuanto salga del hospital, subimos tú y yo al Pagasarri.



miércoles, 9 de noviembre de 2016

FELIPE BENÍTEZ REYES. EL AZAR Y VICEVERSA

Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro en Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro, el espacio en el que cada miércoles os ofrecemos una nueva recomendación de lectura, que os proponemos atendiendo siempre a criterios de calidad e interés de la obra escogida.

Hoy os traigo la última publicación de un escritor excelente, Felipe Benítez Reyes, que es también poeta y ensayista y al que yo he leído mucho, pese a lo cual no había aparecido aún en esta sección. Sí, en cambio, su presencia es habitual en Buscando leones en las nubes, mi otro programa en Radio Universidad, en donde sus versos y sus reflexiones han punteado nuestras emisiones desde su inicio, siendo además un fragmento de una de sus novelas (No sé cuánta gente oirá mi programa. A veces sospecho que no está oyéndolo nadie, lo que se dice nadie: cero personas en total, y eso me produce una sensación de afantasmamiento: la voz inútil que suena en la noche vacía. Y entonces me siento como un turista belga que tocase el acordeón o similar en mitad del desierto de Nafud o similar) el encabezamiento del blog del programa. Os recomiendo sin excepciones cualquiera de sus libros, en particular sus primeras obras narrativas, Chistera de duende o Tratándose de ustedes, que me entusiasmaron a principios de los noventa, así como sus, a mi juicio, novelas mayores, La propiedad del paraíso, la genial El novio del mundo o el también espléndido Premio Nadal de 2007, Mercado de espejismos, libros con los que el que hoy os presento tiene muchas concomitancias. No deberíais dejar de lado tampoco su vertiente poética, de la que os aconsejo el doble número monográfico que le dedicó la siempre deslumbrante revista Litoral en 2001, o su más reciente (que yo sepa, cito de memoria) recopilación de poesía completa, Trama de niebla, que vio la luz en Tusquets hace ya varios años.

El libro del que hoy quiero hablaros es El azar y viceversa, una magnífica novela, género en el que el autor llevaba diez años sin publicar pero en el que se ha desenvuelto con brillantez desde hace veinticinco. Las más de quinientas páginas de El azar y viceversa (el autor confiesa que han sido siete los años en los que ha estado ocupado en la elaboración del libro, dato que no está solo relacionado con su extensión, sino con la profusión de personajes y las muchas vicisitudes de la trama, aparte de con la multiplicidad de frentes en que se desenvuelve el acontecer profesional del autor gaditano) narran la historia de Antonio Jesús Escribano Rangel, un tipo excéntrico, lúcido pero desastroso, esperanzado aunque melancólico, optimista pero escéptico, nacido en Rota en enero de 1958 y que atraviesa seis décadas de la vida de nuestro país transitando de un oficio a otro -a cual más menesteroso-, de un amo a otro -todos estrambóticos-, de una ciudad a otra -Sevilla, Jerez, la propia Rota-, e, incluso, de una identidad a otra: Antonio, Antoñito, Padilla, El Rányer o Toni son los nombres que rubrican sus distintos avatares.

Benítez Reyes se ha acogido al esquema -ya transitado por él mismo en otros libros anteriores- de la novela picaresca, y así su protagonista (que, con su padre muerto, tiene que buscarse la vida desde pequeño, ya a los trece años, abandonando muy pronto los estudios y pasando por muchas ocupaciones) vive infinidad de peripecias, deambulando con más pena que gloria entre una multitud de personajes marginales -muchos de ellos sus descabellados jefes- y dejándonos en cada nueva experiencia sus reflexiones acerca del sentido -o más bien del sinsentido- de la vida y de los azares y desventuras que siempre trae consigo.

Tres son, en un repaso a vuelapluma, los motivos principales de interés de la novela que quiero comentaros: la desbordante sucesión de vivencias (todo este rebujo de anécdotas) del melancólico Rányer, siempre disparatadas y estrafalarias; el planteamiento vital del descreído pícaro, que se podría resumir en unas no muy convencidas persecución de la felicidad y búsqueda de la propia identidad, aunque con infinidad de otros interesantes y muy ricos matices; y, por último, el acierto literario del formidable escritor que es Benítez Reyes, algo que se manifiesta en la propia estructura de la obra, en los muy notables rasgos de estilo de su escritura y, sobre todo, en la belleza de la prosa, tan lírica, de un escritor que a mi juicio es, fundamentalmente, un poeta.

Con respecto a la primera de esas vertientes, resulta de todo punto imposible resumir la sucesión de vicisitudes -todas algo difusas y volátiles- por las que atraviesa el personaje en los cincuenta largos años de los que da cuenta la narración de Benítez Reyes (Mi palacio está en el aire/y no tengo otro camino/que el que va a ninguna parte, canta el niño Reche, uno de los muchos frecuentadores de nuestro marginal narrador, en versos que acentúan estas connotaciones divagatorias de la existencia del pícaro), como imposible es, también, presentaros un mínimo elenco de los muchos extravagantes individuos con los que se topa en su convulso recorrido vital. Baste con decir que el libro se organiza en tres partes, la primera de las cuales se desarrolla en Rota -en donde nació el propio autor- y abarca los primeros veinte años de la vida de Antoñito, siendo, por tanto, la familia, los compañeros de colegio, la vida en el pueblo -marcada por la presencia de la base norteamericana-, los que centran el relato. En el segundo capítulo, que parte de 1978, el chico ya se ha convertido en El Rányer, y se brujulea por Cádiz suplantando en unos difusos estudios universitarios para los que no está acreditado -pues él no llegó a completar la enseñanza básica- a su amigo el Fiti, el desconcertante -y desconcertado- hijo de un notario del pueblo. En la tercera parte, por fin, nuestro “héroe” es ahora Padilla y ejerce como protegido de un no tan modesto mafioso local, en Sevilla, para, tras un discreto paso por Jerez de la Frontera, acabar volviendo -en un final algo precipitado, aunque muy emotivo e intenso- a su Rota natal, convertido ya en Toni, el nombre tan detestado.

En este recorrido, marcado casi siempre por el hambre y la necesidad, por la pobreza y la ausencia de horizontes, el autor nos relata infinidad de llamativos sucesos y notables acontecimientos, enlazando una historia tras otra, encadenando desatinos y situaciones absurdas (El gran teatro del mundo son muchísimos teatros, con predominio de los de guiñol, señala, significativamente, a propósito de la concatenación de desvaríos que constituye su vida); presentando, como ya se ha dicho, un elenco interminable y magistral de personajes marginales y descabellados (Siempre he tenido una especie de imán para la rareza ajena, vuelve a reconocer el narrador), entre los que se cuentan algunos reales, como los poetas Carlos Edmundo de Ory o Fernando Quiñones, entre otros; y mostrando, a través de esta amplia y significativa panoplia de incidentes chuscos y de sujetos no demasiado “ortodoxos” (La historia de la humanidad ha estado desde sus albores en manos de carajotes dedicados afanosamente a hacer lo que mejor saben: carajoterías. Desde el primer homínido que decidió ser jefe de la manada y arrogarse el privilegio de chingarse a todas las homínidas, de Alejandro a Tamerlán, de los profetas vociferantes a los papas susurrantes, de los senadores romanos a los caudillos vikingos, de los alcaldes ceporros a los emperadores ceporros, de los teólogos delicuescentes a los magnates omnipotentes, de los santos azucarados a los ministros y a los banqueros, todos carajotes. Esa es la gente que ha movido y mueve el mundo, cada cual en su parcela, y generalmente confabulados: los carajotes. Y los demás, que somos más carajotes que ellos, soportándolos mansamente cuando no encumbrándolos. Por cada lumbrera, calculo que nacerán algo así como diez millones de carajotes), un panorama muy completo y revelador de la España de estas últimas décadas, la que va desde el franquismo hasta hoy, pasando por los agitados y apasionantes días de la transición, sirviendo así El azar y viceversa, aunque no haya sido ese el afán primordial de su autor, como un espejo sociológico al borde del camino por el que ha avanzado nuestro país en el último medio siglo, en una muy holgada paráfrasis de Flaubert: desarrollo y bienestar pero también hipocresía y corrupción, crecimiento y riqueza, pero también inmoralidad y desigualdades.

Pero Antonio no vive su inusual vida de un modo pasivo o indiferente, muy al contrario, su inteligencia natural y sus azarosas lecturas (algunas de sus referencias: el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias, la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell, y La proposición y el fundamento, de Heidegger, del que no entendí ni el título, apostilla; aunque hay citas de muchos otros autores, como esta de Edward Gibbon que constituye, en cierto modo, una de las claves del libro: las vicisitudes de la fortuna no perdonan a nadie ni a nada. Todo lo entierran en una fosa común), lo llevan a dotarse de un fondo teórico, de un pensamiento propio, bien nutrido de ideas y reflexiones no siempre convencionales, y del que nos deja abundantes ejemplos en el curso de su relato. Desde su infancia, el chico vive y piensa sobre su experiencia (en otro de los rasgos que emparenta el libro con el género picaresco), trufando su narración de sesudas, bienhumoradas e irreverentes disquisiciones sobre la identidad, sobre el amor y la felicidad, sobre la vida, sobre el azar, sobre las quimeras, los sueños, las fantasías y los mundos ideales que todos nos creamos, sobre la suerte y el infortunio, sobre la desgracia que siempre acompaña a los débiles y, en definitiva, sobre cualquier tema que el impetuoso ritmo de su relato ponga ante su imaginativa inteligencia. No me resisto a transcribiros, pese a su extensión, algunas significativas muestras del agudo, heterodoxo, lúcido y a menudo desconcertante pensamiento del genial personaje, en las que se concentra lo esencial de su penetrante y a la vez descabalada visión del mundo, con una sobresaliente presencia en todas ellas del azar y sus oscuros e inextricables designios: Creo que todos llevamos una triple vida, sustentada en tres pilares: lo que creemos ser, lo que quisiéramos ser y lo que en verdad somos. Y también: Me había guiado la casualidad, que suele ser la brújula de quienes carecen de brújula. O: He sido a partes casi iguales un afortunado y un desgraciado, con una existencia que forma menos un trazado coherente que un garabato aleatorio. E igualmente: Si le digo a usted la verdad, a estas alturas yo estaba predispuesto a no extrañarme de nada y a la vez a extrañarme de todo, supongo que en buena parte por haber llegado a la conclusión empírica de que todo es extraño, en especial lo que no lo parece. O esta otra manifestación de su peculiar ritmo de vida: En eso, en definitiva, andaba yo: en los pasatiempos sin aliciente, en los estudios oportunistas y en la pescadería de mi madre, birlándole monedas y dejándome llevar por el ritmo adormecido de los acontecimientos, en el caso de que el hecho de que no te pase nada, ni bueno ni malo, merezca la denominación de acontecimiento, que creo que no. Y esta otra sentencia, brillante y genial: Cualquier vida es la historia mal contada de alguien que da tumbos en un laberinto trazado por un demente, sin saber que el demente es él. Quien más y quien menos, en definitiva, tiene un pie en un escalofriante país imaginario, en un lugar que solo existe para él, en sus ofuscaciones, pero hay quien tiene los dos. Los dos pies asentados en la utopía escabrosa. Y esta sutil “filosofía”, repleta de ironía y escepticismo, se complementa con abundantes signos de esperanza y ternura, de sensibilidad y emoción, como, a modo de único pero relevante ejemplo, en esta conmovedora evocación de una escena de la infancia: Me asaltó una imagen: yo muy niño, y mis padres dándome los regalos de Reyes con una sonrisa precavida, una sonrisa de expectación y de miedo, esperando la mía, temiendo que no les devolviera la sonrisa: tres desdichados construyendo temblorosamente un ensueño, temerosos de que el ensueño se desplomase como se desplomaban las estructuras que levantaba yo con mi juego de construcción de piezas de madera.

A punto ya de cerrar mi comentario quiero detenerme brevemente en algunos aspectos literarios del libro que han merecido mi atención. El texto que leemos es el relato autobiográfico escrito en primera persona por su personaje principal, aunque en un inciso de poco más de veinte páginas en el último tercio de la novela pasa a la tercera y oímos la voz de un narrador omnisciente, como dice el protagonista con ironía. Pero hay un juego estructural que se revela en el tramo final del libro y que por ello no quiero desvelar del todo; diré tan solo que el propio Benítez Reyes “recibe” de su criatura el manuscrito en el que cuenta su vida, un documento que el escritor, supuestamente -en un artificio que pretende diluir los límites entre verdad real y ficción novelesca (Esas cosas son más propias de las novelas que de las autobiografías, intenta despistar el pícaro en un momento de su torrencial discurso)-, se limitará a transcribir para conformar con él este El azar y viceversa que el lector tiene entre manos (sembrando en él una mínima duda: ¿quién es el creador y quién el creado?).

Por otro lado, el libro se articula como un encadenamiento de historias (la historia de mis historias que vengo contándole, escribe el Rányer), que se suceden, se imbrican, se interrelacionan, con personajes que desaparecen y reaparecen más adelante, con abundantes digresiones (fruto, muchas de ellas, de la delirante inventiva del narrador, capaz de enlazar ideas y temas con enfebrecida desmesura), e, incluso, con relatos que interrumpen la acción principal, y se insertan artificialmente en ella, al modo cervantino, como en el caso de La durmiente que soñaba con un dragón que era esencialmente una palabra, una historia que se presenta en cierto modo “exenta” a la trama principal, aunque derivada del sueño de uno de sus personajes laterales (todos ellos, por cierto, magníficamente construidos, con hondura y verosimilitud).

A subrayar, también, como se ha dicho, el tono poético de la escritura, con un sinfín de evidencias del lirismo del autor desperdigadas por el texto, como en estos dos ejemplos: Septiembre llegaba como una cabalgata imposible de melancolía, o La muerte llega con pasos de cristal, entre decenas de ellos.

Por último, quizá el elemento más llamativo de la novela -que convierte su lectura en una experiencia gozosa- es el humor con el que el narrador envuelve su melancólica mirada sobre el mundo. Afirma el propio Benítez Reyes que el humor me sirve para poder escribir novelas muy tristes, y ello es así también en este caso -lo es igualmente en sus anteriores novelas-, en el que el relato de la sucesión de episodios en general muy tristes de la casi siempre afligida existencia por la que pena nuestro héroe acaba dejando un regusto sin embargo agridulce, por mor de la desbordante manifestación de ironía e ingenio, de agudeza y comicidad, de gracia y socarronería, de ocurrente inteligencia y chispeante salero andaluz. Quiero poner punto final a mi reseña con un listado, somero pero explícito, de algunas pruebas de esta hilarante cualidad del libro, con las que espero -aunque solo sea por ellas y no por el resto de mis palabras- que os animéis a comprarlo y leerlo. Tras ellas, Epitaph, un tema de King Crimson, un grupo que el Rányer escuchaba en las turbulentas noches de su juventud (y yo, sin turbulencias, también).

Las cabezas por dentro son, en definitiva, algo así como un bosque anochecido en el que aúlla una fiera difícil de identificar, sobre todo porque esa fiera no existe. Y mi sino parecía ser el de pastorear esa modalidad de cabezas: una especie de Sigmund Freud en versión lazarillo.

Para colmo, Isi Vergara, ciega y sorda a mis irradiaciones de admiración, empezó a salir con un botarate de segundo curso que era natural de Grazalema y más basto que un buey, por esa querencia tan rara que tienen las diosas de la mitología a liarse con animales.

De pelo muy rubio y muy lacio, herencia sin duda de sus ancestros finlandeses, Pitita Sánchez podía pecar de envarada y de cursi, de blanquecina y relamida, pero contrapesaba aquellos pecados veniales con una cara de ángel y una figura de actriz porno, que es una combinación a la que nadie ha tenido nunca nada que objetar, al menos que yo sepa.

Sanchís era lector asiduo de novelas de ciencia-ficción, imagino que para alejarse aún más de nuestro planeta y llevarse de paseo a su pensamiento a unas estratosferas habitadas por seres aguerridos de color verdoso. Y es que está visto que se le llama “vida” a cualquier cosa.

De haberme metido a filósofo profesional, supongo que hubiera tenido que aprender a distinguir a primera vista a un pensador escéptico de uno cínico, aunque en esa disciplina las distinciones tienen menos importancia, ya que al fin y al cabo todos los filósofos son unos embaucadores y unos muertos de hambre.

Cuando la realidad se pone un gorro con cascabeles, ríase usted de los manicomios.

Hay un par de factores que solemos subestimar: nuestra enorme capacidad de resistencia ante los desastres y nuestra facilidad desastrosa para echarnos a perder la vida.

El restaurante al que me llevó era de esos en que el agua tiene precio de vino y el vino tiene precio de elixir de la eterna juventud.

Hay dos tipos de personas: las de un tipo y las de otro.

No hay cosa más vehemente ni violenta que el estar enamorado de alguien no porque en realidad estés enamorado de ese alguien, sino porque te empecinas en la necesidad de estarlo, a la manera ilustre y virginal de Dante, de Garcilaso, de Petrarca y de otros prestigiosos pichaflojas de los siglos XV y XVI.

Yo estaba por entonces en esa fase en que los varones fantaseamos aún -por defecto de fábrica- con tener relaciones íntimas con aproximadamente un tercio de las mujeres de este mundo, incluidas la frutera del barrio, la extraterrestre de la película de extraterrestres y Miss Corea del Sur.


miércoles, 2 de noviembre de 2016

ANTONIO SOLER. UNA HISTORIA VIOLENTA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El espacio que cada miércoles dedica Radio Universidad de Salamanca a los consejos de lectura se ocupa hoy de Antonio Soler, un escritor que inexplicablemente no había aparecido en nuestro programa cuando ya llevamos cerca de trescientas emisiones en antena, con otros tantos libros y autores presentados. Y resulta difícil de entender el hecho porque Soler es uno de mis escritores españoles favoritos, al que sigo desde que en los primeros años noventa comenzó a publicar sus novelas. Recuerdo ahora, especialmente, y recomiendo también con énfasis, Las bailarinas muertas, que fue Premio Herralde y Premio de la Crítica en los años 96 y 97, respectivamente, El nombre que ahora digo, también premiada, con el Primavera, en 1999, El camino de los ingleses, que obtuvo el Nadal en 2004, y algunas más no tan vivas en mi memoria. En todas ellas se reiteran los elementos clave de su universo estilístico y temático: la intensa visión subjetiva, la recreación del mundo de la infancia, los recuerdos de su Málaga natal, la imposibilidad de asir una realidad que nos desborda, los sueños siempre rotos, el inflexible destino que reparte sus cartas y contra el que es difícil luchar, el fracaso, la emoción, la ternura, la sensibilidad...

La mayor parte de estos motivos vuelven a aparecer, aunque con matices que la singularizan, en su penúltima novela cuya lectura quiero proponeros esta tarde. Se trata de Una historia violenta, y la publicó la espléndida Editorial Galaxia Gutemberg, con sus libros tan bien editados, muy atractivos como meros objetos, el pasado 2013. Aprovecho para recomendaros también su última obra, una novela histórica, bastante alejada de esos planteamientos definitorios de la literatura de Soler que acabo de resaltaros -aunque quizá no tanto-, que con el título de Apóstoles y asesinos, recrea -con una exhaustiva labor de documentación detrás (el autor confiesa haber trabajado en ella desde hace años)- la convulsa situación que padeció la Barcelona de los años veinte del pasado siglo -en algunos aspectos, y descontada la violencia sanguinaria, con ciertas concomitancias con la Cataluña actual-, a partir de la figura de El Noi del Sucre, el carismático líder anarquista. El libro, de lectura imprescindible no solo para profesores e interesados en la Historia, sino para cualquier persona con inquietudes intelectuales, ansia de conocimiento y pasión por la literatura, lo edita también Galaxia Gutemberg.

La trama argumental de Una historia violenta es prácticamente inexistente. En un verano de los últimos años sesenta en Málaga, un niño cuenta en primera persona su vivencia de aquellos días, que percibe brumosos e incomprensibles para una conciencia aún casi infantil que intenta vanamente entender la realidad que le rodea. El niño -con muchos componentes autobiográficos declarados por el propio autor- pasa los días estivales jugando en las calles con sus amigos Mauri y Ernestito Galiana, observando a los adultos, a sus propios padres, a la madre de Mauri, a Don Guillermo y Doña Julia, progenitores de Ernestito, a Tusa, la misteriosa y atractiva tía de este último... La acción -en puridad no hay acción- no parece avanzar, se suceden las jornadas en las que no ocurre nada relevante, nada a destacar: pasan los días, los niños se entretienen en las casas de los amigos, hacen excursiones a la playa, recorren los descampados cercanos. Todo se desarrolla con la normalidad de esos primeros años de la vida, se afianzan amistades, aparece el primer despertar sexual, se manifiestan algunas tensiones, algunas peleas habituales en la niñez, los chicos curiosean en el mundo adulto, intentan descifrar los secretos familiares, se inquietan o se sienten atraídos -a menudo ambas cosas a la vez- por los aspectos oscuros de las vidas de sus mayores. Pero en ese mundo previsible y ordenado, y contra el tópico de la infancia feliz, todo son miedos y dudas e inseguridades, la atmósfera es de insatisfacción, algo desasosegante, hay pequeños detalles tenuemente ominosos, acontecimientos nimios que esconden una cierta tensión, atisbos de una violencia larvada que parece apuntar -pero todo es muy sutil, nada directo, meros rastros imprecisos, hábilmente dosificados por el autor, en una novela que el fallecido profesor Senabre calificó de elusiva- a un trágico fin de la edad de la inocencia.

El narrador vive en un barrio de clase media baja, con la calle Lanuza, su límite, operando como difusa frontera entre dos mundos; por un lado, la zona de los Pabellones militares (Había vecinos con bastón, vecinos con enfermedades, trabajos y motocicletas -uno con un piano-, vecinos con hijos mayores que trabajaban en talleres o cada tanto aparecían vestidos de soldados. Una nebulosa que a nadie interesaba), un universo de prosperidad y bienestar al que también apuntaba la casa familiar de Ernestito Galiana (una gran joroba blanca y esplendorosa que le salía a la calle. Alta y robusta -silenciosa, satisfecha-, con sus dibujos de yeso dividiendo horizontalmente la fachada en dos y enmarcando las ventanas con aquellas molduras que al principio del verano un hombre famélico y pequeño, subido a una escalera bamboleante, pintaba de color azul), y más allá de la calle los bloques, en los que vivían niños que sabían cómo y cuándo debían decir palabras como picha, cagón, mierda y puta, y las decían sin reírse, metidas con decisión entre otras palabras, verdaderamente irritados. Escupían lejos y te miraban muy fijo a los ojos y con la cara torcida, como si no oyeran bien, esperando que repitieras lo que habías dicho. Llevaban navaja en el bolsillo de atrás. Y ello marca el contraste con los tres amigos: Ernestito, Mauri y yo éramos niños que no apedreábamos cristales, no tocábamos los timbres de las casas, no huíamos de las personas mayores en desbandada después de regarlas con agua ni robábamos en el quiosco de Fortes. Y así, creciendo entre los dos territorios, el narrador constata cuál es la deprimente realidad de su familia (Maridos, casas con ventanas umbrías, toses de enfermo al final de un pasillo estrecho. Ruidos y voces calladas que se oyen en medio de la noche, quejidos. Hombres sin afeitar que hablaban poco. Jaulas colgadas en las paredes de las terrazas donde revoloteaban unos pájaros tiñosos, tórtolas casi tan grandes como la propia jaula y que repetían siempre el mismo canto, corto y absurdo) y va siendo consciente de la injusta desigualdad entre ambos mundos y del desfavorable papel, confrontado con la estable felicidad de Ernestito, que le ha tocado en el reparto que la existencia ha llevado a cabo.

La novela está surcada por infinidad de apuntes de esta desequilibrada dualidad que será determinante en el paso del chico a la edad adulta y en la conformación de su personalidad; un dualismo que, a la postre, contiene en sí el germen de la violencia a la que alude el título del libro. Me tocaba sufrir, había caído en el lado de sombra de la vida y eso ya no tenía remedio ni había marcha atrás; Pertenecíamos al bando del infortunio; Me dedicaría a patalear inútilmente el resto de mi vida; La vida era un perro callejero que se pegaba al costado de cualquiera.

Estas son algunas de las intuiciones del niño -ya se ha dicho que en su discurso no hay afirmaciones categóricas, ni énfasis, ni subrayados, sólo impresiones, pálpitos, evanescentes atisbos de una realidad imprecisa que constantemente se le muestra al chico difuminada y se le aleja luego rodeada de ambigüedad- reflejadas sobre todo en la comparación entre su humilde existencia y la muy desahogada de Ernestito Galiana: el contraste entre Don Guillermo “el imprescindible”, el padre de su amigo, cuya sola presencia te hacía creer que una vida mejor era posible, y el padre del propio narrador, que le hacía sentir todo lo contrario. La presencia de mi padre, dice, te hacía ponerte en guardia. Te hacía pensar que de pronto podías perder fondo, que el suelo que pisabas podía convertirse en arenas movedizas y tragarte, engullirte en cualquier momento, y cuando asomaras la cabeza, si es que conseguías hacerlo, todo hubiese cambiado y nada fuese como antes. Y también: Y sentía miedo al verlo. Recelo, desconfianza. Los sentimientos que provoca un invasor. Alguien que pasaba casi todo el tiempo fuera y que de pronto aparecía por allí y se desenvolvía como el dueño absoluto de todo. (...) Yo sabía que en casa de Ernestito nada cambiaba cuando llegaba don Guillermo. Todo seguía igual. Al revés, todo se afianzaba. Todo se confirmaba.

Esas diferencias, tan amargas, afloran también en otras facetas de las relaciones paternofiliales: En aquella época yo sabía ya que don Guillermo, además de leerle a Ernestito algunos pasajes de la Biblia, le contaba casi todos los días cuentos de príncipes y de soldados y de niños embrujados y de perros sabios. Siempre historias diferentes. O no le contaba nada y le dejaba allí aquellos cuentos encuadernados con todos los colores del arcoíris que yo veía apilados en el dormitorio de Ernestito. Esparcidos sobre la cama o colocados pulcramente en su estantería. Don Guillermo le llevaba a su hijo aquellos cuentos con láminas de colores y mi padre me traía a mí palitos afilados del puerto. Palos torneados, con sus nudos y su olor a verdura algo descompuesta que él sacaba del bolsillo de la chaqueta, con briznas de tabaco, con monedas que parecían valer menos de lo que en realidad valían.

Y también los significativos -y dolorosos para nuestro protagonista- usos del lenguaje en uno y otro lado de la sutil “frontera” se revelan pronto como una barrera que acabará resultando infranqueable: La palabra educación era la palabra que más se usaba en la casa de la familia Galiana. Y eso, en la calle Lanuza, en aquel tiempo, era tan insólito como si toda la familia Galiana hubiera ido vestida de esquimal. O más nítidamente: La familia Galiana empleaba el verbo ocurrir y el verbo suceder. Mi padre, en caso de que hubiera pasado por allí y se hubiera decidido a acabar de modo tan rápido con esa pelea, nunca habría dicho «Qué ha ocurrido» ni menos aún «Qué ha sucedido». No. Seguramente me habría zarandeado y me habría enviado para mi casa con un grito o señalando la puerta con la nariz se habría limitado a decir, «Venga». Y si en algún momento, improbable, hubiera sentido algún tipo de curiosidad por el motivo de Ia pelea nunca habría empleado esas palabras. Los verbos que usaba la familia Galiana. «Qué ha pasado» era lo más que mi padre, con desgana, habría alcanzado a decir. O, «Qué puñeta ha pasado aquí». O, «Qué bicho te ha picado». Pero don Guillermo no era mi padre ni se parecía a él en nada. Ni siquiera parecían de razas diferentes, sino de especies distintas, de planetas distintos. O esta otra realidad, el modo de saludar de Don Guillermo, también aparentemente trivial pero vivida aún con más dramatismo por el muchacho: al oír aquella voz, al oír aquellas palabras, «Buenas tardes», tú sabías que lo que en realidad estaban diciendo esas palabras era, «Descansa, yo estoy aquí», «Duerme, reposa, abandónate. Soy el padre, ya estoy aquí». Saber eso, ser consciente de esa diferencia -aunque fuese muy en lo hondo de mí, aunque apenas fuese una luz ridícula, la estrella más pequeña que brilla en el cielo-, me producía tristeza, o ahogo, o más miedo. Saber que las cosas en otra parte eran distintas, mejores. No en las películas ni en los países que había al otro lado del planeta, no en los dibujos que había en los libros del colegio con un padre con gafas y un niño eternamente sonriente, sino allí, al lado de tu casa. Justo al lado de tu casa. A sólo quince o veinte pasos de la puerta de tu casa.

Otro de los interesantes logros de Una historia violenta es el excelente dibujo de los personajes: el narrador, sensible y desconcertado; el inquietante Ernestito, con sus bizqueos y su cabeza torcida, encerrando bajo su educación de “niño bien” algún desequilibrio, algo dispar, tal vez roto, descuadrado; Mauri, desarraigado y solitario, el sempiterno cigarrillo en la boca, quemando hormigas por placer, escupiendo como los adultos para marcar su distancia con su triste realidad, con su triste infancia; la Popi, la amiga del Mauri, que aún muy joven sabía ya, sin embargo, que ella y su vida iban a ser puro saldo.

Y por encima de todos ellos, a mi juicio, los profundos -pese a estar hechos, salvo excepciones, de meros retazos, de alusiones indirectas- retratos de los cinco “secundarios principales”, valga el oxímoron: los respectivos padres del personaje principal y de Ernestito, y la tía de este, Tusa. El padre del narrador, ausente, silencioso, enigmático, contándole al niño, una y otra vez, el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones (pensé que lo que mi padre hacía no era otra cosa que contarme su propia historia. Sólo que entonces yo no atinaba a saber si la historia de mi padre era la del jefe de los cuarenta ladrones o la del leñador Alí Babá. O tal vez, simplemente, la de uno de aquellos cuarenta ladrones anónimos que se escondían en el interior de las tinajas. Ése era el gran misterio); el padre, con su pasado -una incierta mención a la guerra- o sus trabajos misteriosos, camionero de difusas labores (Mi padre no era ladrón pero robaba cosas. Seguro que las robaba. Robaba cosas y tenía amigos con chamarras de cuero que iban en motos estruendosas y se reían mirando pasar las mujeres, con el cigarro en la esquina de la boca. Amigos que daban portazos al bajarse del camión y propinaban un golpe con sus monedas en la barra del bar, sin importarles los charcos de agua o de cerveza ni los números pintados con tiza que había allí escritos); el padre, que refleja en ciertos pormenores de su figura la tristeza y la derrota que el hijo anticipa en su propio futuro: sus dientes (Los dientes de mi padre. No se podría decir que los dientes de mi padre fuesen irregulares. Ni que estuvieran salidos, ni mucho menos picados ni del todo amarillos. Los dientes de mi padre eran como mi propio padre. Eran alargados y estaban allí, a punto de ser cualquier cosa. A punto de estropearse o a punto de ser envidiables, pero siempre notándose que se daban con los codos entre ellos, que en verdad no eran perfectos y no querían serlo. Que odiaban cualquier cosa que pudiera ser perfecta o incluso que recordara la perfección. Un ejército bien uniformado pero con el cuello del uniforme desabrochado, sin afeitar, vivo. Eso eran los dientes de mi padre) que, una vez más, el chico percibe en contraste con los de Don Guillermo (Cuando don Guillermo hablaba o sonreía y sacaba los dientes al sol parecía que alguien hubiera subido un telón o enchufado el reflector de una película de presos aficionados a las fugas nocturnas. Aquel muestrario de dientes. Sanos, rectos. La muralla china de los dientes) -aunque la maestría de Soler hace aparecer ambas reflexiones con decenas de páginas entre ellas, de modo que la impresión que la comparación suscita no es directa, frontal, obvia, burda, sino alusiva, velada, más inteligente-; sus zapatos (los zapatos de mi padre transmitían una inconsolable sensación de tristeza) y, de nuevo, los de Don Guillermo que, a diferencia de los otros, nunca podrían haber parecido perros abandonados, radiografías de muertos, cucarachas desmembradas (...) nunca nada que fuera triste y que al mirarlos te dejase abatido, angustiado por algo que no alcanzabas a comprender pero que pesaba sobre ti de un modo rotundo y se quedaba pegado a tu alma, entrando y saliendo, durante el resto del día.

Y la madre, mi madre era la realidad, el fantasma de la madre (En esas ocasiones me encontraba de lleno con su cansancio, con su pelo descuidado y sus ojos un poco hundidos. Podría pensarse que me encontraba con el fantasma de mi propia madre), siempre restregando la ropa en el lavadero, con sus aspiraciones, sus esperanzas, sus ilusiones defraudadas (Su drama, su desgracia. La desgracia de tener unos hijos que no se sabía qué momento la habían defraudado oscuramente. La habíamos engañado, decepcionado o traicionado. Así debía de sentirlo ella. Como todo en su vida. Ésas eran las señales que continuamente emitía), sus lágrimas (Mi madre lloraba encogiendo los hombros muchas veces, como si tiritase, como si en el fondo se estuviera riendo de su propio llanto. Y eso también era peor. La vi, sentada en el borde de la cama, con cuidado de no deshacerla. Una vez la vi allí en completo silencio, quizá después de haber llorado o antes de empezar a llorar. Mirándose los pies muy fijamente. Y otra vez la vi de ese otro modo, con un pañuelo pequeño apretado en una mano y todo su cuerpo temblando por el llanto. Al llorar, mi madre hacía el mismo ruido que el agua en el lavadero, cuando ella o la madre de Mauri dejaban un instante de frotar la ropa y el agua jabonosa chocaba contra las paredes de la pila y se escurría, hacía burbujas y empezaba a irse por el sumidero).

Y el inefable Don Guillermo (cuando uno estaba ante don Guillermo Galiana (...) se sentía bañado por un resplandor pacífico, igual que si le diera en todo el cuerpo el primer sol de la primavera o contemplase su vida de tal modo que hubiera desaparecido de ella todo aquello que uno no quería ver y sólo quedasen las cosas placenteras y soportables), y su mujer, la triste Doña Julia, pese a su feliz bienestar, cuya leve presencia anticipa también, de un modo latente, un vislumbre de drama, de tragedia. Y está Tusa, la lánguida y siempre indolente, la enigmática Tusa (Alrededor de Tusa había misterios, nieblas en las que uno deseaba perderse), que ejerce una fascinación casi febril sobre el amigo de su sobrino Ernestito (Tusa se limitaba a decirme «Lávate las manos». Y eso bastaba para que todos los miedos desaparecieran de un soplo y todos los equilibrios entre la vida y la muerte se resolvieran definitivamente del lado de la vida), despertando los celos de este -callados pero furibundos- en un nuevo ejemplo de la violencia soterrada que impregna la novela.

Además del repetido juego de dualismos y de la copiosa y muy significativa información que transmiten las descripciones de los personajes, en Una historia violenta destaca la construcción de una atmósfera deprimente y opresiva, rezumando tristeza y melancolía, a partir de ciertos recursos estilísticos y “artificios” técnicos, que la maestría de Soler utiliza con brillantez. Así, son frecuentes las reiteraciones, el uso constante -en diversos momentos de la obra- de elementos significativos, con extraordinario valor metafórico, que aparecen y reaparecen en el texto para fijar de modo casi imperceptible en el lector su “mensaje” revelador: el indio con el que juega el niño (Mi indio de la mano en la frente, el que miraba el horizonte, nunca moría. Nunca caía entre los grumos de tierra ni se despeñaba desde lo alto de una maceta. Él y yo estábamos atentos a lo que ocurría a nuestro alrededor, a lo que decían mi madre y la madre de Mauri, a los movimientos de mi hermana y sus amigos, a la gente extraña que asomaba por el comienzo de la calle y al notarse perdida se daba la vuelta), las hediondas patas de gallina que la madre hierve de continuo (Pero sobre todo, por encima de todo, oía los preparativos de la pestilencia, el sonido de la miseria. Ese amargor que me llegaba al paladar nada más oír aquel sonido. Los ruidos que hacía mi madre con una olla pequeña, blanda y abollada antes de meter en ella las patas de pollo y empezar a propalar aquella fetidez. Esa náusea, ese abismo que yo había entrevisto peleando con Ernestito Galiana, esa visión de la que yo pretendía escapar y que mi madre se empeñaba en recordarme una y otra vez. Todo empezaba con un ruido. Incluso si estaba durmiendo, aquel trasteo leve y lejano entraba en el sueño y me despertaba. Una alarma. El sonido blando, pantanoso, las uñas de las patas arañando la olla, las vísceras cayendo en el agua con su chapoteo siniestro. Lo oía. Igual que oye el reo los trabajos del verdugo en la habitación de al lado), los aviones que en sus juegos los chicos ven pasar sobre sus cabezas (Los aviones pueden pasar por el cielo y desaparecer. Con las personas, por lo visto, todo ocurre de modo diferente. Un trazo se amontona sobre otro, lo deriva. Lo impulsa o lo frena. Se enredan. Nadie puede borrar nunca esa pizarra ni deslindar un trazo de otro. Así sucede, aunque nadie lo piense, aunque nadie se decida a decirlo. Cada uno va emborronando lo que puede. A la velocidad que puede), la máquina de picar carne (Durante años, la madre de Mauri me había aterrorizado con su máquina de picar carne. Una extraña trituradora que su marido habría sacado Dios sabía de dónde y en la que su mujer metía toda clase de alimentos antes de atronar con ella su casa y la mía. Cuando era más pequeño, con dos o tres años menos, nada más comenzar a funcionar la máquina, emitiendo aquel ruido, yo comenzaba a llorar. A gritos, despavorido. Todavía, al oír aquel sonido, el estallido permanente del motor eléctrico, aquel zumbido que me perseguía por toda la casa y brotaba de cada rincón como un animal acorralado y furioso, sentía un miedo descontrolado y ganas de llorar. No sabía para qué servía aquel ruido. Ya no lloraba, pero sentía el mismo fuego, el mismo temblor en la boca y en el estómago. La misma alarma recorriendo el interior de mis huesos), las manos (Eran las manos de mi madre. Las manos que veía cada día, un poco hinchadas, con los dedos cortos. Las manos que nunca, teniéndolas delante de los ojos, tocando el pan que yo iba a comer, aplastando, frotando, estirando la ropa en el lavadero, me habían dicho nada y que de pronto habían aparecido dentro de mi cabeza para decirme quién era yo y cuál mi condición), las ratas que afloran en el patio de la casa de los Galiana y cuya presencia será decisiva en el desenlace de la historia, la explosión final que explicará el título del libro y que yo no quiero revelaros (Sólo la expresión de extrañeza, de incredulidad, que uno vio en la cara del otro nos convenció de haber sido testigos de una aparición que venía de debajo del suelo, de las tuberías, de los túneles y pasadizos que existían bajo nuestros pies. Podría decirse que era una aparición que venía de dentro de nosotros mismos. Un monstruo que había salido de nuestro propio cuerpo y que huía para hacer el mal por el mundo. Tal vez).

En fin, ya no hay tiempo para más comentarios. Cierro aquí esta reseña con mi entusiasta recomendación de lectura de Una historia violenta, la penúltima novela de Antonio Soler, aconsejándoos también, con el mismo énfasis apasionado, la de sus otras obras principales, y en particular la postrera, Apóstoles y asesinos. Como correlato musical al clima desesperanzado del libro y en consonancia con la época en la que se desarrolla, os dejo con Penélope, uno de los grandes clásicos, muy triste, de Joan Manuel Serrat, compuesto en 1969.


Mi padre siempre me contaba el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Una y otra vez. No se si porque no sabía ningún otro cuento o porque a él mismo le gustaba estarse un rato allí acostado en su cama, mirando al techo y hablándome de aquella cueva, las tinajas, el tesoro y los ladrones. Como si todo eso le recordara algo.
Muchas veces, viéndolo allí tumbado, fumando y con la vista perdida en la blancura del techo, pensé que lo que mi padre hacía no era otra cosa que contarme su propia historia.
Sólo que entonces yo no atinaba a saber si la historia de mi padre era la del jefe de los cuarenta ladrones o la del leñador Alí Babá. O tal vez, simplemente, la de uno de aquellos cuarenta ladrones anónimos que se escondían en el interior de las tinajas.
Ése era el gran misterio.
Mi padre se tumbaba en la cama, empezaba a hablar y yo, sentado en el borde del colchón, lo observaba. Lo observaba con atención pero sin escuchar realmente ese cuento que había oído mil veces, «Ábrete, ciérrate, Sésamo».
Observaba sus dientes, observaba los orificios de su nariz, muy grandes y profundos vistos desde ese ángulo. La ceniza cada vez más larga de su cigarrillo y la mirada llena de ensoñación, como cuando miraba el álbum de las fotos viejas y él aparecía allí con una gorra de plato. «En la guerra», susurraba.
Resultaba impensable imaginar al padre de Ernestito en esa postura, repitiendo la misma historia, embelesado en sus fantasías, con los zapatos puestos encima de la cama y persiguiendo con la mirada el humo que se desvanecía al salir de su boca.
Yo me estaba allí, quieto en el borde de la cama, sin escuchar aquel cuento de ladrones, sin ni siquiera oír el murmullo de la voz de mi padre, sólo pensando qué parte de esa historia era la historia de ese hombre que estaba tumbado a mi lado. Ése que todos, incluido yo mismo, decían que era mi padre.
Mi padre no era ladrón pero robaba cosas. Seguro que las robaba. Robaba cosas y tenía amigos con chamarras de cuero que iban en motos estruendosas y se reían mirando pasar las mujeres, con el cigarro en la esquina de la boca. Amigos que daban portazos al bajarse del camión y propinaban un golpe con sus monedas en la barra del bar, sin importarles los charcos de agua o de cerveza ni los números pintados con tiza que había allí escritos.
Esos hombres no te decían «Buenos días» y «Cómo estás», como hacían don Guillermo y todas las personas mayores de su familia, sin importarles que fueras un niño.
Nada de eso.
Los amigos de mi padre ni siquiera se decían buenos días entre ellos. Sólo alzaban las cejas al verse y si acaso decían, «Mira», o, «Qué haces», y nada más, seguían a lo suyo o empezaban a hablar entre ellos como si no hubieran pasado dos o cuatro o nueve días desde la última vez que se habían visto. Alzaban las cejas, despegaban la silla para que el otro se sentara a su lado y empezaban a hablar, seguían con lo que fuera que estaban hablando una semana atrás y eso era todo.
Así que a mí los amigos de mi padre tampoco me decían «Buenos días» ni nada parecido. Realmente casi nunca me decían nada. No parecían verte, ni siquiera te miraban, y aunque te mirasen era como si tampoco te vieran. Daba igual. Veían el mueble que había detrás de ti, la gente que cruzaba por la calle, la ventana, lo que fuera, pero no a ti. Ni a ti ni a ningún niño.
Y puede que eso fuera lo mejor, que no te mirasen, que no te vieran y continuasen pensando que no existías. Que no eras otra cosa que un niño.
Porque si reparaban en ti y de pronto se daban cuenta de que eras el hijo de su amigo, si de pronto In relacionaban, inmediatamente te cogían la cabeza y te la sacudían de un lado para otro mientras te decían, «Granuja», o, «Pirata», «Ladrón», o simplemente, «Niño», y te dejaban con el pelo revuelto o, si eran de los que te abarcaban la cabeza entera con la mano y te la movían como una pelota, te quedabas allí unos segundos mareado y viendo el mundo dar bandazos.
O te pellizcaban los carrillos con sus dedos olorosos a tabaco o a pescado o a grasa de motor hasta que se te saltaban las lágrimas y soltaban una carcajada al ver cómo te frotabas las mejillas mientras te decían «Tarzán» y todavía fingían que te lanzaban un puñetazo al vientre o a la cara para acabar de reírse.
Cualquier cosa menos decirte «Buenos días» o «Cómo estás» o algo que a ellos les pudiera sonar a melindre.
Así eran los amigos de mi padre.
Lo que yo no acababa de saber era cómo era él, cómo era mi padre. Ése era el auténtico misterio.

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A pesar de que todas las sensaciones y mis recuerdos me dicen y aseguran que me peleé con Ernestito Galiana en el escalón grande de la calle un día sofocante de verano, sé que mis sensaciones y mis recuerdos me engañan.
Lo sé porque yo sólo empecé a entrar en casa de mi tía Tusa de modo habitual después de la pelea. Sobre todo después de la segunda pelea, si es que puede llamarse así al golpe que Ernestito me dio Inesperadamente en la cabeza con una piedra. Con un trozo de carbón cristalizado. Ya en el colegio, antes de que llegaran las vacaciones, yo pensaba en Tusa, en su espalda, en el olor de los cajones de mis muebles y en su sujetador de color verde esmeralda, de modo que aquella pelea, la primera, la auténtica pelea, tuvo que ser antes del verano. Probablemente en unos días calurosos de abril, en una semana de vacaciones escolares tal vez.
Pensaba en Tusa cuando trazaba la letra ele en la caligrafía. Al completar aquel óvalo alto, elevado, de esa letra me acordaba de ella, sin importar que el nombre de Tusa no contuviera esa letra alargada pero llena, con dos pies que se separaban en el inicio de un silencioso baile. Una letra caminando sigilosamente por el prado blanco de la caligrafía.
Yo hacía unas eles «opulentas». Eso me dijo la señorita Elvira, la profesora.
Sabía vagamente a lo que se refería.
Yo trazaba una elipse voluptuosa, conteniendo la respiración, procurando que el pulso no me fallara en mitad de la letra. Realmente parecía que la estaba dibujando sobre la espalda o el brazo desnudo de Tusa con la yema de mi dedo índice. Eso sentía, con todo el aire de mis pulmones quieto, concentrado en mitad del pecho.
Pensaba en Tusa al escribir la letra ele y pensaba en Tusa cuando la profesora dibujaba en la pizarra el interior de las flores, aquellas líneas que simulaban ser pétalos, pistilos, concavidades blandas, oquedades que la profesora reproducía sombreando de blanco la pizarra. Amapolas o flores que a mí me parecían carnosas y que la maestra dibujaba sin despegar la tiza de la pizarra, hipnotizándonos. Hipnotizándome. Pétalos, hojas, helechos, bulbos, yemas.
También pensaba en Tusa cuando los sábados la señorita Elvira dibujaba la túnica de un apóstol para ilustrar el evangelio de la semana y la rellenaba con tiza de color verde y yo sentía que aquél era el color a través del cual se entraba a su casa, a la casa de Tusa. El color de su puerta, la camisa de ella, las cuentas del collar verde que reposaban sobre su blusa rozándose con los botones, chocando nitre ellas con aquel tintineo tan pacífico de cristales, uñas y canicas. O simplemente pensaba en ella cuando había un silencio en la clase y yo podía imaginar que me encontraba en su casa, viéndola sentada en la mecedora, alzando o sin alzar su brazo.
Mi profesora me tocaba el jersey y parecía que el jersey iba a arder. Parecía que el jersey iba a arder y que ella adivinaría lo que yo estaba pensando, lo que yo sabía, lo que yo hacía y lo que deseaba hacer. Todo lo que tenía almacenado en mi cabeza.
Sumaba doce y doce, doce y seis, dieciocho y seis, veinticuatro y seis y de nuevo doce y doce para borrar las huellas de mi temor, para que mi maestra siguiera aquel rastro falso de números y nunca pudiera llegar al centro de mis pensamientos, a lo que yo sabía o a lo que pensaba.
Sumaba números sin mover los labios, veinticuatro y seis, treinta y veinticuatro, cincuenta y cuatro y seis y de nuevo doce y doce y doce más veinte.
Y la señorita Elvira no adivinaba nada. Pero a pesar de todo parecía que adivinaba y que sabía, que sabía lo que yo sentía al estar sentado al lado de Tusa, lo que en aquellos momentos pensaba, y que también sabía lo de los sujetadores de Tusa, lo de sus cajones y su espalda desnuda y cómo al acostarme yo musitaba debajo de las sábanas, «Tusa», sólo moviendo los labios, sin dejar salir mi voz, sólo un suspiro. «Tusa». Tapado en plena noche o metiendo la cabeza bajo las mantas, sólo la cabeza, a mediodía, cuando salía del colegio y esperaba que mi madre pusiera la comida en la mesa, apoyando la cabeza en el colchón, cerrando los ojos, cubierto por el olor de las sábanas, «Tusa». Me arrodillaba al lado de la cama, levantaba con cuidado aquel entramado de sábanas y colchas y metía muy despacio la cabeza en la penumbra para susurrar el nombre de Tusa.
Era como estar dentro del oído de Tusa. Completamente dentro de ella. Y pensaba que ella, en ese momento, me oía y estiraba sus labios recién pintados de rosa con aquel gesto que era casi una sonrisa.
Eso es lo que yo temía cuando la profesora se acercaba demasiado a mí y me tocaba el jersey, la manga, el brazo, el calor, y me miraba a los ojos, tan de cerca que podía oír los latidos de mi corazón, el zumbido de mis pensamientos.
Con Tusa yo no sentía temor.
Con Tusa yo no temía nada. Ni siquiera el hecho de estar allí callado junto a ella me parecía extraño. Sin decir nada ni buscar ansioso palabras que se negaban a salir de mi cabeza. Con ella era justamente al contrario. Nunca sumé ningún número, nunca borré ninguna huella ni escondí nada.
Al revés.
Con Tusa sucedía justamente lo contrario.
Yo quería que supiera, que adivinase mientras estaba sentada en la mecedora a mi lado, con el brazo alzado, acariciándose la nuca, dejando entrever la pelusa amarillenta, parda, casi verdosa, de su axila y el borde, una línea, la sombra de su sujetador.
Quería que me descubriera, sin el obstáculo de ningún número, de ninguna suma ni de ninguna falsa huella. Que se dirigiera directamente al corazón de mi pensamiento y me mirase fijamente a los ojos. Que fuese ella la que me abriera las puertas de los armarios, sus cajones, metiese una mano entre aquellas prendas mullidas y olorosas, y así, sin apartar los ojos de mí, sacara uno de aquellos sujetadores, el verde oscuro, el rojo sangre, y levantándolo como un animal muerto, recién cazado, blando, complicado, dócil, muerto, me dijera,
«Lo sé».
«Tusa», decía yo entonces bajo las sábanas. Lo decía cuando era de noche y ya sólo se oían pasos aislados en la calle y también lo decía al regresar del colegio o de jugar en la calle, mientras mi madre servía la comida y oía el ruido de los platos y su voz cansada, harta de mí, llamándome, condenándome, y yo cerraba los ojos.
«Tusa».