Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de septiembre de 2013


CARLOS LOMAS. ÉRASE UNA VEZ LA ESCUELA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una vez más, un curso más (esta de hoy es la primera emisión radiada de la temporada; las anteriores sólo han visto la luz en nuestro blog), a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca, aquí en el 89.0 de las ondas, desde el que semanalmente (en esta temporada en horario vespertino; a las 17.00 horas saldremos al aire cada miércoles) os traemos una propuesta, una sugerencia de lectura que esperamos pueda resultaros de vuestro agrado. Terminábamos nuestra anterior temporada regular, coincidiendo con el final del curso académico, con la referencia de un libro vinculado al ámbito escolar, La clase, de François Bégaudeau, y hoy quiero retomar nuestras emisiones, en este septiembre en el que están comenzando las actividades lectivas, con otra recomendación centrada en el mundo educativo.
 
Sin embargo, el libro que hoy quiero presentaros trata de cuestiones que van más allá del estricto espacio docente pues, pese a que territorio en el que se desenvuelve el texto es el mundo de la escuela, el enfoque con el que se encara abarca o afecta a temas que sobrepasan ese universo escolar y que, directa o indirectamente, a todos nos incumben, formemos parte o no de la comunidad educativa o incluso habiendo dejado mucho tiempo atrás los años de nuestra formación: la escuela como institución decisiva en la formación del carácter, en la construcción de la personalidad, en definitiva en la conformación de la vida de cualquiera de nosotros, también la escuela como espacio de nostalgia, como recuerdo, como experiencia, como retorno a la felicidad (y también a la melancolía) de los días de la infancia. La escuela, en definitiva, como forjadora de vidas humanas, como una de las fuerzas principales -y trascendentales- en la configuración de nuestros hábitos intelectuales, claro está, pero también de nuestros valores, de nuestros principios, incluso de nuestra educación sentimental, de nuestra voluntad, de -aunque pueda resultar desmesurado- nuestro modo de estar en el mundo.
 
Se trata, mi propuesta de hoy, de Érase una vez la escuela, un libro escrito por Carlos Lomas, publicado por la editorial Grao en 2007 y que lleva el significativo subtítulo Los ecos de la escuela en las voces de la literatura. Érase una vez la escuela es un libro misceláneo, pues incorpora una gran cantidad de materiales variopintos sobre el mundo escolar: fotografías de aulas, colegios, alumnos y profesores, ejemplos de libros de texto antiguos y materiales escolares diversos, cartillas, enciclopedias, manuales, horarios de clases, boletines de notas, carteles, ilustraciones, cromos, postales y, sobre todo, textos, decenas de fragmentos literarios, de diversa procedencia e intención, con la escuela como motivo principal. Carlos Lomas que es, aparte de otras ocupaciones, Catedrático de Lengua y Literatura en educación secundaria, recopila una amplia muestra de textos relativos a la escuela, extraídos de la obra de cerca de ochenta escritores, sobre todo españoles e hispanoamericanos, desde Antonio Machado, García Lorca, Alberti o Borges, por citar a algunos clásicos, hasta Muñoz Molina, Juan Goytisolo, Manuel Rivas, Quim Monzó, Luis García Montero o Luis Antonio de Villena, por ofreceros una muestra de algunos de nuestros más destacados contemporáneos presentes en el libro.
 
Organizado en capítulos de títulos muy evocadores (el oficio de educar; amarrados al duro banco; las afinidades electivas, las amistades peligrosas y los placeres prohibidos; el amor en los tiempos del cole; el tedio de las clases en la jaula del colegio; el placer del éxito y el dolor del fracaso, aprobar y suspender), el libro repasa todas las facetas de la experiencia infantil o adolescente en aquellos ya lejanos días escolares. Y así, pasan ante nuestros ojos, en las bellas palabras de poetas y novelistas, todos los grandes temas de la vida académica en esos primeros años de nuestra educación. La monotonía y el hastío de las clases; la anticuada y absurda disciplina ejemplificada en el tópico ‘la letra con sangre entra’; los primeros atisbos de una vocación incipiente nacida en la fascinación de un laboratorio; la magia de un experimento elemental y rudimentario pero capaz de provocar un encantamiento decisivo; la euforia entusiasta derivada del hallazgo de la planta que completa un herbario, del cromo que finaliza la colección; el torpe pero trascendental descubrimiento de la literatura; las muy variadas tipologías de los maestros y profesores; el compañerismo y la amistad juveniles; los primeros y embriagadores amores de la infancia; los juegos en el patio, el olor de las tizas, las bufandas mojadas, el mapa de España, la primavera entrando por las ventanas de la escuela, y tantos otros tópicos (dicho sea sin ánimo peyorativo, muy al contrario). En definitiva, todo ese universo en el que hemos crecido y que pertenece por derecho propio -con las obligadas adaptaciones en materiales, escenarios, personajes, propias de los diferentes tiempos- a la memoria colectiva de muchas generaciones de ciudadanos.
 
Comprad este Érase una vez la escuela, de Carlos Lomas, paseaos por sus páginas, leed los excelentes fragmentos seleccionados, deleitaos con las imágenes tan sugestivas, creedme, será para vosotros -sobre todo si ya tenéis unos años- una experiencia inolvidable que os permitirá volver, aunque sólo sea a través de una nostálgica evocación, a aquellos días primordiales.
 
Os dejo ya con un fragmento extraído del libro en el que, a mi entender, se concentra su esencia, su espíritu fundamental. Como complemento musical al texto, una canción que recrea ese mundo “escolar” de hace casi cincuenta años. Días de escuela, del grupo español Asfalto. Una canción cuya escucha no puede dejar -aún ahora- de emocionarme pues me trae el recuerdo de mis últimos -y teñidos hoy con una pátina de tristeza- días universitarios en los que la letra nostálgica y combativa del clásico de Asfalto me acompañaba con frecuencia.
 
 
La escuela es un tiempo y un lugar donde no sólo se enseñan y aprenden unas cosas y se dejan de enseñar y se olvidan otras. Es también un tiempo y un lugar en el que ocurren cosas divertidas y también tristes; donde unos y otras estudian las lecciones, escriben en los cuadernos, juegan en el patio y conversan en las felices horas del recreo; donde habitan las ilusiones y también los desencantos; donde afloran las sonrisas, aunque a veces también aflora el llanto; donde se sufre con el dolor del fracaso y se goza con el placer del éxito; donde se dormita cuando sobreviene el hastío de las horas en la monotonía de las aulas; y donde se escriben mensajes en los pupitres a golpe de bolígrafo o a punta de navaja.
 
Es, en fin, ese escenario de la vida cotidiana en el que se hacen amigos y enemigos; donde uno se conjura junto a los camaradas y se enfrenta a los adversarios, y donde niños y niñas escriben y leen, alborotan y enmudecen, saltan y corretean, alzan la mano, hacen cola, afilan los lápices, se asoman a Internet, juegan al balón, al escondite y a la comba, se divierten y se aburren, y viven durante la mayor parte de la infancia y adolescencia, de lunes a viernes, les guste o no.
 
Por eso la escuela ha sido, y sigue siendo uno de los territorios por excelencia de la memoria (y de la memoria literaria). El recuerdo de aquellos años del colegio tan lejanos, entre maestros y maestras, entre colegas y camaradas, entre amores y desamores, entre sonrisas y lágrimas, oscilando entre el aburrimiento y el jolgorio, estimula en la edad adulta el ejercicio de la memoria y de la imaginación y nos invita a volver a mirar el tiempo pasado de la infancia y de la adolescencia.
 
El fulgor de aquella maestra tan afectuosa, el miedo a aquel profesor inolvidable por el dolor infligido, el olor ácido del internado, el color grisáceo del húmedo asfalto del patio del colegio, el sonido continuo y estrepitoso de la algarabía sin tregua en la tregua del recreo, el áspero tacto de las pizarras y el agudo silbido de las tizas, el sabor de los caramelos, los altramuces, los cacahuetes y el regaliz al salir de clase, la angustia de los exámenes y el temor a los castigos nos sitúan en un tiempo en el que se conjugaban, como en un verbo irregular, el placer con el deber, la alegría con la tristeza, la ilusión con el desencanto y el amor con el odio.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

IAN McEWAN. CHESIL BEACH; JON McGREGOR. TANTAS MANERAS DE EMPEZAR; KIRMEN URIBE. LO QUE MUEVE EL MUNDO


Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que una semana más -y ya van tres- os ofrece una propuesta atípica de lectura. Atípica porque, contra la “rutina” más habitual en nuestro espacio, que centra cada emisión en un único libro de un autor que no ha aparecido ni volverá a aparecer en el programa, hoy vuelvo a presentaros tres obras de escritores de los que ya os he hablado en estas páginas. Esperando, en cualquier caso, que mi selección pueda resultar de vuestro agrado, os anticipo que dentro de siete días volveremos a nuestra pauta acostumbrada: una reseña dedicada monográficamente a un solo libro. De Ian McEwan, Chesil Beach, publicada en Anagrama en traducción de Jaime Zulaika; Tantas maneras de empezar, escrito por Jon McGregor y editado por Salamandra con traducción a cargo de Eduardo Iriarte Goñi; y Lo que mueve el mundo la última novela de Kirmen Uribe, publicada hace unos meses en Seix Barral, con un texto vertido al castellano desde su euskera original por Gerardo Markuleta, son las tres propuestas de lectura que ahora quiero haceros.
 
La primera de ellas es una breve novelita (no llega a doscientas páginas) de un escritor que me gusta mucho y del cual ya os he presentado la excelente Sábado en una emisión de abril de 2011. Se trata de Ian McEwan, uno de los grandes nombres de la literatura inglesa contemporánea, del que, pese a que ya hay algunos libros suyos publicados más recientemente en nuestro país, como Solar -que me ha interesado menos que el resto de su obra- y Operación dulce -que aún no he leído-, recupero ahora este Chesil Beach con cinco o seis años ya a sus espaldas y editado, como el resto de la obra de McEwan, por Anagrama.
 
Chesil Beach es, como digo, una novela corta; corta pero intensa, y os la recomiendo muy vivamente porque se trata de un libro magnífico. Hace unos años, cuando vio la luz en su primera edición, se difundió la noticia -más bien un rumor, como el paso del tiempo ha demostrado- de que nuestro Almodóvar tenía pensado hacer una versión cinematográfica de la novela, con Kate Winslet, al parecer, en el papel de la protagonista femenina. No tengo constancia de que el proyecto -de haber, en realidad, existido- haya pasado de esa fase de mera idea germinal.
 
Una parte importante, sustancial, del texto de Chesil Beach se desarrolla en la noche de bodas, en julio de 1962, de dos chicos, Edward y Florence. Una noche de bodas, permitidme que os desvele parte del núcleo argumental de la novela, pero sin ello resulta imposible hacer esta reseña, una noche de bodas, os decía, frustrada, que no llega a consumarse.
 
Edward y Florence, son dos muchachos jóvenes, de poco más de veinte años, pertenecientes a familias, a clases sociales muy diversas. Los padres de Florence son educados, cultos, refinados. Pertenecen a una burguesía acomodada, podríamos decir. El padre, hombre de negocios, conservador, sólo preocupado por ganar dinero, obsesionado, como señala su hija, por su barco, por el nuevo modelo de vela, por el último barniz para yates. La madre, una singular profesora universitaria interesada activamente por las causas de la época, filósofa lúcida y crítica acérrima, para lo que se estilaba en la izquierda de época, de los crímenes de Stalin y la tiranía imperante en la Unión Soviética, lo que provoca el rechazo de su hija, que despierta vaga y confusamente a una conciencia social, centrada en las movilizaciones contra el desarme y en la admiración ciega y entusiasta ante el régimen comunista.
 
Por el contrario, la familia de Edward pertenece a la clase media baja. Su padre es maestro y entrega su vida al cuidado de su mujer, afectada desde años atrás por una difusa enfermedad -que la hace vivir en una realidad paralela- provocada por un brutal golpe con una puerta abierta de un tren en movimiento, su cerebro dañado para siempre. La casa de Edward es austera, algo sucia, desordenada y caótica, con la sombra perdida de su madre impregnándolo todo.
 
El conflicto de ambos mundos se refleja en los inicios de su relación, que se nos cuenta de modo retrospectivo, a partir de los recuerdos que brotan en esa trascendental y dramática noche de bodas. Florence y Edward se conocen y se enamoran perdidamente en la sede de un comité contra el desarme nuclear, y su amor crece, pese a sus mundos opuestos. Eres un aldeano, bromea Florence con su novio. Y Edward queda impresionado cuando toma por primera vez un yogurt en casa de Florence, algo que hasta entonces le parecía un lujo que sólo conocía a través de un libro de la serie de James Bond.
 
Pero lo esencial de la novela es el citado episodio de la noche nupcial, en donde afloran todos los conflictos de los personajes: su amor intenso, su inocencia, su desconcierto, sus prejuicios, su inexperiencia sexual (ambos son vírgenes), sus expectativas vitales, pero también las coordenadas que definen su época, el conflicto entre clases, la represión del mundo victoriano, que se desvanece pero que aún da sus últimos coletazos, la irrupción, anticipada, de un espíritu de rebeldía y tímida libertad, que fraguará pocos años después en el mayo del 68, los Beatles, las drogas, la liberación sexual.
 
Y además de todo ello está el estilo, el magnífico, envolvente e intenso estilo de Ian McEwan. Como señala Eduardo Mendoza en su reseña del libro, Chesil Beach es una novela espléndida, emotiva, inteligente, absorbente y equilibrada. La narración de la peripecia vital de los protagonistas es minuciosa pero no prolija. Lo cotidiano y lo prosaico son descritos de un modo ameno y vivaz, sin parsimonia. Ningún elemento es superfluo; no sobra una palabra.
 
El fragmento del libro que a continuación os ofrezco deja claro lo acertado del análisis y la valoración de Mendoza:
 
El recuerdo de aquel paseo desde el campo de críquet hasta la casita hostigaba a Edward ahora, un año más tarde, la noche de bodas, cuando se levantó de la cama en la semioscuridad. Sentía la pulsión de emociones contrarias, y necesitaba aferrarse a sus mejores y más afectuosos pensamientos de Florence, pues de lo contrario creía que se vendría abajo, que simplemente se daría por vencido. Sentía una pesadez líquida en las piernas y cruzó el dormitorio para recoger sus calzoncillos del suelo. Se los puso, recogió el pantalón y se quedó un buen rato con él colgando de la mano mientras miraba por la ventana los árboles encogidos por el viento, oscurecidos hasta formar una masa continua de color verde grisáceo. En lo alto había una medialuna humeante que prácticamente no arrojaba luz. El sonido de las olas rompiendo en la orilla a intervalos regulares irrumpió en sus pensamientos, como si de repente se hubieran encendido, y le embargó el cansancio; su situación no alteraba lo más mínimo las leyes y los procesos inexorables del mundo físico, de la luna y las mareas, a los que de ordinario dedicaba un escaso interés. Este hecho tan palmario resultaba crudísimo. ¿Cómo iba a arreglárselas, solo y sin ayuda? ¿Y cómo bajar y enfrentarse a Florence en la playa, donde supuso que ella debía de estar? Los pantalones le colgaban de la mano, ridículos y pesados, aquellos tubos paralelos de tela unidos en un extremo, una moda arbitraria de siglos recientes. Le pareció que al ponérselos retornaría al mundo social, a sus obligaciones, a la auténtica medida de su vergüenza. En cuanto se vistiera, iría a buscarla. Por eso se demoraba.
 
Tantas maneras de empezar es la segunda novela escrita por un autor británico, Jon McGregor, que no sólo interesa mucho aquí, en Todos los libros un libro, en donde ya os reseñé hace unos años, en enero de 2011, la primera suya, la para mí genial Si nadie habla de las cosas que importan, sino que, además, se trata de un autor muy reconocido con innumerables premios -al mejor autor joven, al mejor libro del año, a la mejor novela de debut- e incluso ha sido nominado por dos veces, una por cada una de estas dos obras, al prestigioso Premio Booker. Ni siquiera los perros, su último libro aparecido en España, espera en mi biblioteca el momento propicio para degustarlo.
 
Tantas maneras de empezar, que ha publicado en traducción de Eduardo Iriarte Goñi la editorial Salamandra, la habitual difusora en España de la obra de McGregor, nos habla de muchas cuestiones de interés: la construcción de la propia identidad, el peso del pasado en nuestras vidas, los misterios y la complejidad de la paternidad, las maravillas y también las dificultades del amor, las peripecias de la vida matrimonial, el carácter esencial de la memoria en la conformación de nuestra personalidad, las ilusiones de la juventud y la casi inexorable decepción que acarrea la madurez, y tantos otros temas básicos, fundamentales, en las preocupaciones normales de cualquier ser humano. Y lo hace, este planteamiento de algunas de las grandes cuestiones de la existencia, a través de una historia magníficamente narrada, con un estilo cautivador, que rezuma belleza, emoción, sinceridad, poesía, melancolía, verdad…; a través de la historia de un personaje principal, David Carter, y los acontecimientos, triviales y cotidianos algunos, menos frecuentes y muy singulares otros, que vive en varias décadas de existencia, desde los años 40 del pasado siglo a la primera década del presente. No cabe aquí desvelaros demasiado el argumento de la novela, dejadme deciros, tan sólo, que David fue abandonado por su madre al nacer, y dado en una especie de adopción de hecho, al margen de la ley, a una pareja conocida. La búsqueda de sus orígenes, de sus raíces familiares permea toda la novela y aflora en la descripción de los momentos más destacados de la vida del protagonista.
 
Esa vida, por otro lado, se cuenta de un modo muy sugestivo e interesante, a partir de las evocaciones que suscitan en David una serie de objetos y documentos significativos de su pasado y de su presente. Aparecen así, como desencadenantes de la narración, folletos informativos, partidas de nacimiento, listas de la compra, entradas de cine, cartillas de racionamiento, billetes de tren y de barco, boletines de notas, álbumes de recortes, postales, cartas, agendas de bolsillo, servilletas de papel, telegramas, fotografías, relojes, jarrones, cajitas, pinzas para ropa, llaves, fragmentos de hilo quirúrgico, cintas de vídeo, mensajes de correo electrónico, y muchos otros más en una mezcla algo heteróclita pero muy conveniente para despertar los recuerdos del protagonista y desencadenar de un modo poético la narración.
 
 
Sencillamente ocurrió.
 
Él podía haber pasado de largo. La puerta podría no haber estado entornada. Ella podría no haber estado afanándose en poner en funcionamiento la nueva máquina de café, con lo que el repentino chirrido que emitió podría no haber llamado su atención tal como pasó. Él podría no haber tenido dinero suelto, o carecer de aplomo para abrir la puerta un poco más y preguntarle si aún atendían al público. Podría no haberse equivocado con la distribución del museo y no haberse saltado toda una sala, con lo que quizá habría ido apurado por llegar al tren y no se habría vuelto para verla allí.
 
Cosas así, la manera que tienen de encajar. La gente que seríamos si esas cosas fueran distintas.
 
La máquina de café lanzó un chirrido, él volvió la cabeza, la puerta estaba entornada. La vio detrás del lustroso mostrador de caoba, parcialmente envuelta en un chorro de vapor, ceñuda, tirando de palancas, propinando golpes al costado de la máquina. No parecía haber ningún cliente más. El sol se derramaba en el local a través de unas altas ventanas de guillotina, todas las superficies brillantes, todas y cada una de las cucharas y cafeteras relucientes, y conforme se fue desvaneciendo el vapor alcanzó a ver su rostro por primera vez.
 
O estaba lloviendo, y el salón estaba gris y apagado, y no podía distinguirla bien desde el otro extremo: los detalles se escabullen, organizados y reorganizados con el paso de los años.
 
Ella podría haberse apartado en ese instante. Él podría haber oído pasos a su espalda en el pasillo, el tintineo de las llaves del conserje. La mujer que por lo general trabajaba con ella en el salón de té podría haber salido de repente de la cocina en vez de haberse marchado media hora antes para llegar a tiempo a correos. Pero no ocurrió nada de eso. Él se quedó mirándola y vio su expresión: los labios fruncidos, la sacudida de la cabeza, una sonrisa breve y secreta. Reparó en su manera de recogerse el pelo detrás de la oreja, el collarcito de cuentas de colores que llevaba, las pecas de su nariz, el elevado arco de sus cejas. Reparó en el cuello abierto y lo bien que le sentaba la blusa blanca ceñida. Contuvo la respiración un momento, y no dio media vuelta.
 
Podría haber sido distinto de muchísimas maneras más. Cosas así, la manera en que ocurren. Cosas así, la manera en que empiezan.
 
De Kirmen Uribe no he comentado aquí ninguna de sus obras, aunque sí en mi otro espacio en Radio Universidad, Buscando leones en las nubes. En la primavera de 2010 os ofrecí dos programas centrados, respectivamente, en su obra poética y en su novela Bilbao-New York-Bilbao. Podéis recuperar ambas emisiones en buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.
 
En esta ocasión quiero recomendaros Lo que mueve el mundo, que presentó recientemente Seix Barral. Y lo voy a hacer sin hacerlo directamente, sin añadir una sola palabra propia a esta ya larga reseña, incrementando así el enfoque excéntrico de mi entrada de esta semana. Hace unos meses, en marzo de este 2013, el propio Kirmen Uribe escribió un artículo en El País, con el título Un héroe como nosotros, en el que describía el proceso de creación de su novela. Os ofrezco ahora aquí, íntegro, el artículo, exponiéndome a que, con razón, me acuséis de escurrir el bulto y de dejarme llevar por mi desmesurada vagancia. Permitid que me excuse apelando a mis muchas obligaciones, también al hecho de que, a estas alturas, ya he escrito demasiado, y, sobre todo, a la indiscutida obviedad de que nada mejor que las palabras del propio Uribe para despertar el entusiasmo por un libro espléndido. Tras ellas, aprovecho la noche de bodas que centra la acción de Chesil Beach para ofreceros como cierre musical de esta reseña The honeymoon song, la no demasiado conocida versión de los Beatles de una pieza de Mikis Theodorakis. La pieza está hoy de relativa actualidad al aparecer en un doble CD con canciones inéditas del grupo de Liverpool que se publica el próximo noviembre: The Beatles Live at the BBC y On Air-Live at the BBC Volume 2.


Recuerdo una cena en casa del escritor Héctor Abad Faciolince en Medellín el verano de 2011. Había invitado a varios poetas que participábamos en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, entre otros al escritor holandés Cees Nooteboom y a un joven poeta colombiano, Giovanny Gómez. Recuerdo que Héctor le quería mostrar a Giovanny un ejemplar del poemario Spoon river anthology firmado por el propio autor, Edgar Lee Masters, que había adquirido hace poco en un viaje a Nueva York. “Lo hallé en la librería de viejo Strand, en el tercer piso, donde están los ejemplares más raros”. Buscaba y rebuscaba en su casa repleta de estanterías, pero no encontraba el libro de Lee Masters. “Mira”, le dijo desesperado Héctor al joven poeta, “si das con él, te lo regalaré”. Giovanny aceptó el reto y se puso manos a la obra mientras los demás nos entreteníamos comiendo y charlando sobre literatura y sobre todos los males que aquejan al mundo. Al cabo de un rato le oímos decir: “¡Aquí está!”. El poeta había hallado el libro deseado. Como no podía ser de otra manera, Héctor cumplió su palabra y se lo regaló.

Hay veces en que las buenas historias te vienen sin más, hay ocasiones en que la suerte acompaña al novelista y no hay que hurgar demasiado para dar con una de ellas. Es lo que me pasó a mí en Colombia. De aquel mismo viaje en el que Giovanny Gómez halló aquel ejemplar tan maravilloso del Spoon river yo me volví a casa con una historia increíble, la historia que contaría en mi nueva novela.

Todo ocurrió, otra vez, por una sucesión de casualidades. Unos días después de aquella cena en Medellín llevé a cabo un recital acompañado del tiplista colombiano Oriol Caro (autor de la banda sonora de la película Los colores de la montaña) en un pequeño teatro de Bogotá. Al finalizar el acto, un señor de mediana edad vino a felicitarnos a los camerinos. Llevaba un teléfono móvil en su mano. “Es mi padre. Le quiere saludar”, me dijo. Se trataba de Paulino Gómez Basterra, niño de la guerra del 36, hijo de Paulino Gómez Saiz, ministro de Gobernación de la República. Salió de Bilbao siendo un chaval y nunca volvió. Estudió arquitectura e hizo carrera en Colombia. Al día siguiente lo visité en su despacho. Me enseñó toda la documentación que conservaba sobre los niños de la guerra y me contó su propia historia. “Tienes que escribir una novela sobre los niños, hay muy poca ficción sobre esto, tan solo testimonios directos de lo que pasó”. Cuando nos despedimos le pregunté: “¿Crees que tus padres hicieron lo correcto al dejaros ir solos al extranjero?”. Se quedó pensativo. Luego afirmó con vehemencia. “No había otro remedio”.

Al volver a Medellín le conté al periodista Julio Flor, el cual había viajado a Colombia a cubrir el festival, mi encuentro con Paulino. Le confesé que siempre me había interesado la historia de aquellos miles de niños que abandonaron el país durante la guerra, que era algo que hacía falta narrar y que nunca deberíamos olvidar, pero que me parecía muy difícil de contar sin caer en el paternalismo. “Ya, los niños y los animales son muy difíciles de llevar a la ficción”, afirmó pensativo. Tras lo que apuntó: “Deberías conocer a Carmen Mussche, de Gante. Ella te ayudará a dar con el punto de vista adecuado”.

No habían pasado ni cuatro meses y ya me encontraba en Bélgica en casa de Carmen Mussche. Carmen era hija de Robert Mussche, escritor y traductor flamenco. Había acogido en su casa a uno de los 19.000 niños que salieron entre mayo y junio de 1937 de Bilbao rumbo a varios países europeos. Se trataba de Carmen Cundín Gil, una niña de Portugalete. Conocer a la niña cambió la vida del escritor, que optó por posturas cada vez más comprometidas con la sociedad y los derechos humanos. Viajó como reportero al frente del Este en la Guerra Civil; presenció in situ el bombardeo de Granollers; conoció, entre otros, a Hemingway y Malraux, se alistó en la resistencia contra los nazis al estallar la Segunda Guerra Mundial y fue capturado y deportado al campo de concentración de Neuengamme, cerca de Hamburgo. Cuando lo detuvieron, estaba traduciendo 0, de Federico García Lorca, al neerlandés. Robert se casó y tuvo una sola hija biológica, a la que llamó Carmen, en recuerdo de aquella niña que vino de Bilbao.

Visité a Carmen Mussche varias veces en su casa de Lochristi, en las afueras de Gante. Me acuerdo que la primera vez que estuve allí me llamó la atención una frase que tenían escrita en latín en una pequeña pizarra para niños, justo a la entrada de la casa: “Non vobis, sed vos” (No lo que tienes, sino lo que eres). Así, en un gesto de gran generosidad, Carmen me mostró todo lo que conservaba de su padre: libros, cartas, escritos y objetos personales. Su madre, Vic, había guardado todo en cajas de cartón durante años. Ella sacó todo el material de las cajas y poco a poco reconstruyó la biblioteca original de su padre, compuesta por miles de ejemplares en diferentes lenguas. Reconstruyó no solo la biblioteca, sino también la propia memoria de su padre, un padre que desapareció cuando ella tan solo tenía tres años y nunca volvió a aparecer. Ella me enseñó todo aquel material y me confesó lo siguiente: “Ha habido mucha gente, periodistas, escritores, que han querido conocerme para que les contase la historia de mi padre, pero nunca me he decidido. No obstante, ahora es diferente. Él acogió en su casa a una niña vasca, y ahora un escritor vasco acoge a mi padre en un libro suyo. Es como si se cerrase el círculo”. La última vez que nos despedimos me dijo: “No quiero que escribas una biografía, prefiero que hagas ficción, una novela. Las biografías no tienen vida; las novelas, en cambio, sí”.

Tenía razón Julio Flor. Carmen me ofreció el punto de vista que necesitaba para contar la historia de los niños de la guerra. Narraría la visión del otro, el sentimiento del que acoge. ¿Quién estaba ayudando a aquellos niños?, ¿quiénes serían sus nuevos padres?, ¿cuál sería su verdadera casa, la de procedencia o la de acogida? Más que el trasfondo bélico, me interesaban los personajes. La relación que tenía Robert con la niña; con su mujer, Vic, y su mejor amigo, el escritor Johan Daisne, uno de los escritores más conocidos y traducidos de la literatura flamenca. Quería contar la historia de un héroe, pero de un héroe menor, frágil, anónimo, de esos que vemos por la calle todos días. La historia de una persona que, sencillamente, ayudaba a otras personas.

Aproveché la invitación del centro de arte Headlands de Sausalito (California), para una residencia de dos meses, para concentrarme y ponerme a escribir allí la novela. Recopilé toda la documentación relativa a la historia de Robert, libros sobre la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración, me rodeé de mis autores fetiche, como W. C. Sebald, Antonio Tabucchi o Primo Levi, rellené grandes mapas de ideas y comencé a escribir la novela. Como banda sonora me acompañaría la música de las Bagatelles de Glenn Gould. Compuse la novela escuchando las versiones que tan magistralmente hizo Gould de los clásicos. Cuando le preguntaron por qué los interpretaba de aquella manera tan personal, él contestó. “Hago diferentes lecturas de las partituras clásicas para mostrar que no hay una sola lectura de la realidad”. Aquella afirmación de Gould me ayudó en mi proceso creativo. Efectivamente, la realidad posibilita diferentes lecturas, y yo mismo estaba haciendo ficción basándome en la vida de unas personas reales. Unos personajes que cada vez se parecían más a lo que yo imaginaba que a lo que tal vez fueron en realidad. Escribiendo ficción pura mi imaginación no hubiera sido más libre.

Headlands Center for the Arts se encuentra en lo que antes era una base militar estadounidense. La base fue construida en 1904 y se desmanteló al finalizar la guerra fría. Como muestra de aquel pasado bélico, todavía se conservaba una planta lanzamisiles de aquella época. Los misiles habían sido desprovistos de la cabeza nuclear, y, cada fin de semana, voluntarios antimilitaristas hacían de guías para enseñarlos, era su modo de reivindicar que todo aquello no volviera a suceder. Ahora mismo, la base es un gran parque natural frente al océano Pacífico, y sus instalaciones han sido recicladas para acoger un centro de arte, un museo y diferentes locales para organizaciones sin ánimo de lucro. Los artistas vivíamos en pequeñas casas de madera para oficiales. Nuestras residencias estaban rodeadas de altos eucaliptos que cubrían sus tejados. Habían sido plantados allí después del ataque a Pearl Harbor. Hacían de parapetos ante una eventual ofensiva de la aviación japonesa. Hoy día, aquellos árboles eran el lugar preferido de juego de los mapaches.

Compartíamos el mismo techo varios escritores y un músico neoyorquino, Jeremy Novak. Jeremy, gran conversador, me dijo una vez mientras desayunábamos: “Se nota que eres europeo”. Le pregunté el porqué. “Siempre vas a la misma tienda a comprar, a la misma pequeña tienda”. Yo no me había dado cuenta, pero era verdad. Me gustaba comprar en una pequeña tienda de ultramarinos regentada por unos mexicanos. Eran muy amables y me hablaban en castellano. Sabían de todo, sobre todo de fútbol, y por eso aprovechaba para charlar con ellos de la gran temporada que estaba haciendo mi equipo, el Athletic de Bilbao, en Europa. Conocían a todos los jugadores casi mejor que yo. También compartía casa con Erica Lorraine Scheidt, miembro del grupo 628 Valencia, grupo de escritores liderados por Dave Eggers que organiza talleres de escritura en San Francisco para adolescentes en riesgo de exclusión. Hablábamos a menudo de literatura. Cuando le conté mi idea de novela, me aconsejó: “Escribe rápido, escribe breve”.

Así lo hice. Empecé a escribir la novela en marzo, y en mayo ya tenía el primer borrador. Una de las coordinadoras del centro, Holly Blake, se me reía. “Vamos a poner una placa en tu habitación. Tienes el récord de número de páginas escritas por un residente aquí”. Sabía que al volver a casa me tocaba reescribir lo allí escrito, ir frase a frase, palabra a palabra. Volver a escribir la novela dos, tres, cuatro, cinco veces, porque muchas veces la diferencia entre una buena novela y una mala es la reescritura. Tener la paciencia necesaria para esperar a que cuaje por completo, que no haya ninguna grieta, que todas las piezas estén en su lugar. Aun así, estaba satisfecho con haber escrito el primer borrador en tan poco tiempo.

Antes de volver a Bilbao desde Estados Unidos paré unos días en Nueva York. Almorcé con Antonio Muñoz Molina en un restaurante vietnamita de University Place. Le conté la historia de Robert Mussche y el proceso de escritura en Sausalito. Él sonrió y me dijo: “Es muy ilustrativo que hayas escrito la historia tan rápido. Ya verás, lo notará el lector. Dará unidad y emoción a la novela. De todas maneras, es curioso cómo surgen las historias. Cada historia sale a su debido tiempo. Uno puede estar rondando una novela por años, un germen de novela que uno puede pensar hasta que es fallida. Y al final, en una cafetería o en un viaje en automóvil, aparece la idea que le da sentido. Entonces comienzas a escribirla y notas que empieza a fluir todo con naturalidad”.

Me despedí de Muñoz Molina y me dirigí a la librería Strand. Subí al tercer piso a ver si encontraba algún maravilloso libro autografiado, como aquel Spoon river que compró Héctor Abad Faciolince. Desgraciadamente no hallé ninguno que mereciera la pena. Bueno, no importa. Tampoco hay que abusar de la suerte. Yo ya tenía mi historia, la historia de todos nosotros.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN. DIENTES DE LECHE; RICHARD YATES. UNA BUENA ESCUELA; JOHN LANCHESTER. CAPITAL

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os proponemos una obra literaria con la intención de despertar vuestra curiosidad por la lectura o, en muchos casos, y de modo más modesto, con la sencilla voluntad de avivar una afición lectora que probablemente ya existe en vosotros de modo genuino. Hoy continuamos con la pauta algo “excéntrica” que os presenté aquí hace siete días, excentricidad debida al doble anómalo motivo de que sean tres y no uno solo los libros recomendados y de que los tres se deban a autores ya reseñados en nuestra sección. Se trata de Dientes de leche, de Ignacio Martínez de Pisón, publicado por Seix Barral, Una buena escuela, de Richard Yates, en la editorial RBA, con traducción de Jordi Fibla en un texto plagado de erratas, y Capital de John Lanchester, que edita Anagrama en traducción de Antonio-Prometeo Moya.
 
Dientes de leche es la penúltima novela (de la última, El día de mañana, os di cuenta aquí en marzo de 2012) de Ignacio Martínez de Pisón, el magnífico escritor aragonés. Martínez de Pisón se dio a conocer con un libro, La ternura del dragón, saludada con entusiasmo en muy diversos ámbitos, el periodístico, el universitario, el editorial; una novela a la que siguieron algunas excelentes colecciones de relatos que fueron, también, muy aplaudidas por la crítica y muy celebradas por el público. Antofagasta y Alguien te observa en secreto son los títulos de dos de los más destacados de entre esos volúmenes de cuentos, publicados a finales de la década de los ochenta. Desde entonces ha colaborado en la prensa, ha escrito guiones cinematográficos (por ejemplo, el de Las trece rosas de Emilio Martínez Lázaro), ha hecho adaptaciones teatrales, reportajes, y por supuesto ha seguido publicando relatos y varias novelas, entre ellas, la muy ambiciosa El tiempo de las mujeres, y la singular Enterrar a los muertos, que supone un cambio de orientación en su obra, un nuevo enfoque del que, a mi juicio, participa esta Dientes de leche que hoy os presento. Quizá recordéis, pues Enterrar a los muertos fue objeto de una intensa atención en las publicaciones especializadas, que la novela narraba un hecho real, el asesinato del republicano José Robles Pazos en 1937, y su posterior investigación por el novelista norteamericano John Dos Passos, del que Robles Pazos era amigo y traductor al español, en un marco de oscuras conspiraciones en el seno de las fuerzas republicanas en el Madrid de aquel trágico enfrentamiento fratricida. El libro ofrecía una perspectiva distinta, ciertamente insólita, en el panorama, bastante trillado por otra parte, de las recreaciones literarias de la guerra civil española.
 
Pues bien, el referente de la guerra civil vuelve a estar presente en Dientes de leche. A partir de la historia de Raffaele Cameroni, un joven italiano que llega a España en 1937 para luchar como voluntario en el bando franquista en la contienda española, se nos cuentan, desde perspectivas múltiples, con saltos en el tiempo, mediante enfoques diversos y puntos de vista que se alternan y combinan de un modo muy eficaz y atractivo para el lector, las vidas de tres generaciones de una familia, la que constituye el propio Raffaele tras su matrimonio con una joven y guapa enfermera española, Isabelita. Ambos jóvenes se conocen, y ahí nace su noviazgo, durante una convalecencia del italiano en un hospital de Zaragoza al que había sido trasladado después de un difuso incidente bélico en el que acabó con varias piezas de metralla en un hombro.
 
Desde este hecho desencadenante situado en los días de la guerra, la novela avanza a través de la descripción de las peripecias vitales de Raffaele e Isabelita, ya madura y convertida en Isabel. Se nos narra la aventura empresarial de los protagonistas, una fábrica de pasta crecida gracias a las influencias, las especulaciones, los réditos económicos obtenidos por los vencedores; el nacimiento de los tres hijos, Rafael, Alberto y el benjamín, el discapacitado Paquito; la consolidación del hogar burgués de la familia Cameroni, el paso del tiempo, los conflictos en el matrimonio, el pasado secreto que lastrará la vida de Raffaele, el crecimiento de los hijos, la independencia y el compromiso político del mayor, Rafael, el noviazgo y la boda posterior de Alberto con la joven e impulsiva Elisa, la aparición de Juan, el primer nieto Cameroni, cuya figura protagoniza el comienzo de la novela.
 
Pero, más allá del relato de una historia familiar, común como cualquier otra y a la vez singular como cualquier otra, la novela interesa por lo que de modo pedante podríamos denominar el ‘intratexto’, lo que no se dice: la ternura, la emoción, los afectos, la tristeza, la grandeza y las pequeñas miserias de nuestras vidas, de todas las vidas, las lealtades y los enfrentamientos, el deterioro que el tiempo provoca y los recuerdos que anega con su opaca marea, los sueños y las tercas realidades, el inexcusable sometimiento al destino de unos seres, que más allá de su condición de personajes, se nos muestran como profundamente humanos, conmovedoramente humanos. Es precisamente este contexto de emociones sinceras, de sentimientos verdaderos, el que quiere evocar la metáfora que encierra el título del libro, Dientes de leche. Escribe Martínez de Pisón en un momento de la novela: ¡Qué extraño era el cuerpo humano, que prescindía de esos dientes cuando se encontraban en un estado de perfección y plenitud y aún no habían tenido tiempo de estropearse. Tenía Isabel la sensación de que con los dientes de leche la vida y la muerte se saltaban sus propias reglas, y esa excepción y esa rareza los hacían doblemente valiosos. ¿Y no representaban también todas las cosas bonitas que el tiempo y la vida obligaban a dejar atrás? Quien no fuera capaz de emocionarse al menos un poco ante uno de aquellos dientecitos carecía por completo de sensibilidad.
 
Una buena escuela, de Richard Yates, autor del que ya os había presentado Las hermanas Grimes en junio de 2012, es una novelita breve (no llega a las doscientas páginas) centrada en las experiencias que viven un grupo de alumnos y profesores que forman parte de la comunidad educativa de la Academia Dorset, un discreto -por no decir mediocre- centro de educación secundaria en Estados Unidos. La acción se desarrolla en los primeros años cuarenta del pasado siglo, coincidiendo con el inicio de la participación norteamericana en la segunda guerra mundial, circunstancia relevante pues la sombra de la incorporación a filas amenaza el futuro de los jóvenes estudiantes que terminan sus estudios preuniversitarios en el colegio.
 
Tres son los rasgos del libro que querría destacaros en este breve comentario. En primer lugar, la novela se mueve en el ámbito más usual y reconocible de las obras -no sólo literarias, también cinematográficas; durante su lectura me venía a la cabeza, pese a las muchas diferencias, El club de los poetas muertos- centradas en el mundo escolar, casi todas las cuales describen situaciones muy similares: las novatadas, el sexo furtivo, las asociaciones de estudiantes y sus reglas no escritas, la crueldad de las bromas juveniles, las fiestas de graduación, los bailes escolares, los profesores más o menos excéntricos. Los temas que se apuntan en la obra también son los habituales de este peculiar “universo” recreado en libros y películas: los problemas que nacen de la adolescencia y el paso a la edad adulta, la afirmación de la propia identidad, el despertar de la sexualidad, las relaciones de amistad, los primeros amores, la formación de la personalidad, el descubrimiento de la vocación.
 
Por otro lado, y en tanto la organización de la Academia Dorset responde a los esquemas de muchas universidades estadounidenses, en las que los profesores y sus familias habitan apartamentos o casas integradas en el campus, colindantes con los pabellones que albergan a los alumnos internos, la novela nos da cuenta también de las particularidades académicas de algunos de esos profesores, así como de sus conflictos familiares, sus crisis matrimoniales, las relaciones con los hijos, sus adulterios, sus decepciones, su frustración profesional, sus miserias personales, sus dudas existenciales que llegan, en algún caso, hasta el intento de suicidio...
 
Por último, y como ya he señalado, la inevitable aparición de la guerra -y con ella de la muerte- en el horizonte inmediato de los jóvenes estudiantes, proporciona a sus existencias una dimensión trágica que da trascendencia a la novela y la dota de una hondura que, sin ella, la reduciría al enésimo consabido retrato de ese tipo de instituciones escolares “cerradas” y algo claustrofóbicas.
 
Con un prólogo y un epílogo en los que se oye la voz en primera persona de uno de los chicos -cuya identidad no conoceremos hasta el final de la lectura, lo que aporta un rasgo de un cierto suspense-, y que indudablemente resulta ser un alter ego del autor, lo que confiere al libro una relevante carga autobiográfica, Una buena escuela es una novela muy estimable en la que, como en otras de Yates, aparecen reflejadas, con ternura y humor, con sensibilidad y cariño, las preocupaciones, los afanes, las ilusiones, las mezquindades, los sueños, las aspiraciones, los fracasos de un grupo de personas normales -Richard Yates pasa por ser el gran cronista de la clase media americana-, alumnos y profesores, que -cada uno desde su edad y posición- se enfrentan a la siempre difícil tarea de vivir.
 
De John Lanchester ya os había presentado, en junio de 2012, Novela familiar, en una reseña en la que también os aconsejaba la lectura de otra de sus estupendas novelas, El puerto de los aromas. Este Capital del que ahora quiero hablaros es también un libro excelente, que se lee con fruición (yo he devorado en tres días sus casi seiscientas páginas).
 
Al estilo de La vida instrucciones de uso, aquella genial novela -que yo leí arrobado en su primera edición de 1988- de Georges Perec (un autor que nunca ha aparecido en Todos los libros un libro, y que merece sin duda esa presencia, indiscutida, casi por cualquiera de sus obras), en la que se describía la vida entera (y hablo casi literalmente) de los cerca de doscientos habitantes de un inmueble parisino, en Capital John Lanchester nos muestra (con un enfoque por lo demás muy distinto al seguido por el escritor francés, que se presentaba como mucho más “intelectualizado” y experimental) las existencias de una decena de personajes, muy disímiles entre sí, aunque la acción de la novela los imbrique y los haga coincidir (como ocurre en tantas otras obras, de nuevo no sólo literarias sino también cinematográficas; pienso en Vidas cruzadas, la película de Robert Altman, o Manhattan transfer, el libro de John Dos Passos), que viven en distintas casas de una determinada calle de Londres, Pepys Road, la cual se constituirá -mediante la descripción de esas vidas- en un microcosmos que refleja -al modo de una poderosa, penetrante y convincente metáfora- la sociedad inglesa, y por extensión la de los restantes países desarrollados, en estos años de crisis.
 
Y así, Petunia Howe es una anciana viuda que vive sus últimos días en el que fue su hogar familiar, mirando la vida pasar a través de sus anticuados visillos de encaje. Roger Yount, cuya mansión se sitúa enfrente de la de Petunia, es un hombre al que, con cuarenta años, todo en la vida le había ido como una seda. Obsesionado por prosperar, por incrementar su ostentoso nivel de vida, “presionado” por las exigencias de Arabella, su esposa, una mujer acostumbrada a unos hábitos de consumo desmesurados, pasa sus días laborales -es un ejecutivo financiero- calculando las posibilidades de que su bono anual llegue por fin al millón de libras, y temiendo que de no ocurrir tal circunstancia el edificio de su felicidad conyugal, profesional y existencial se desmorone llevándolo a la ruina. Es, de todos los habitantes de la calle en los que se fija Lanchester, el que mejor refleja una de las principales propuestas “simbólicas” del libro, que a mi juicio no es otra, como ya he señalado anteriormente, que mostrarnos las contradicciones del Estado de bienestar, un mundo, éste en el que vivimos, de patrimonios opulentos y pobreza brutal, de injustas desigualdades, un inmenso artificio, una descomunal burbuja económica condenada -lo vemos en nuestros días- a explotar y alterar de manera radical el panorama de la vida que hemos conocido en los países desarrollados en los últimos cincuenta años. Estamos, pues, ante una de las dos acepciones del término "capital", recogido en el título de la obra: el capital, el dinero, la riqueza, la fortuna,  el becerro de oro que ha “colonizado” nuestras sociedades.
 
Ahmed Kamal, es un paquistaní, esforzado propietario de una tienda miscelánea -vende periódicos, chocolatinas, pan, legumbres, bolsas de basura, dentífricos, pilas, refrescos, cedés- que vive en Pepys Road con los miembros de su familia, de entre los que destacan su dos hermanos, el inmaduro y respondón Usman, que trabaja en la tienda y parece acoplado -con reticencias- al tipo de vida occidental, y Shahid, un soñador, un idealista, un trotamundos, un vago -como dice su hermano- que coquetea con grupos islamistas colindantes con el terrorismo fundamentalista.
 
El caso de Quentina Mkfesi es diferente al de los anteriores personajes, pues no habita en Pepys Road aunque sí pasa a menudo algunas de sus horas laborales en dicha calle. Quentina, licenciada y máster en Ciencias por la Universidad de Zimbabue, trabaja “sin papeles” -o más exactamente, con una documentación falsificada- como despiadada vigilante de aparcamiento, sometida a una exigencia del gobierno, el ayuntamiento y su empresa -no difundida de modo oficial pero a todas luces vigente y que ella cumple con denuedo- que la lleva a cubrir unas cuotas diarias de multas de estacionamiento, encontrando en el más que acomodado vecindario de nuestra calle “protagonista” una buena fuente de ingresos.
 
Bogdan es un albañil polaco, de nombre real Zbigniew Tomascewski, persuadido de que su estancia en Londres es sólo un interludio temporal en el que trabajar y ganar dinero para volver a su tierra. Ocupado en reparaciones varias, acaba prestando servicios en las casas de Roger, pues Arabella, la esposa de este, quiere acometer -por enésima vez- una reforma en su hogar, y de la anciana Petunia, en la que la realización de la obra provoca una consecuencia imprevista y esencial en el desarrollo del relato.
 
En este elenco de personajes variopintos relacionados con la calle Pepys, destaca también Smitty, joven artista especializado en performances e instalaciones y una leyenda del mundo del arte, en el que se desenvuelve con el misterio y la condición enigmática de tantas otras figuras artísticas actuales -pienso en el escurridizo, exitoso, sorprendente y genial Banksy-. De Smitty solo conoceremos su condición de nieto de Petunia Howe.
 
Freddy Kamo es un futbolista senegalés, recién fichado por un equipo londinense, que es “instalado” por el hombre para todo del club, Michael Lipton Miller, en una vivienda de alquiler en la Pepys Road. Y también conocemos a Matya Balatu, una chica húngara, licenciada en ingeniería mecánica, que acaba sirviendo en casa de los Yount, y a Mary, la hija de Petunia, con su marido Alan, y a Mark, el arribista subordinado de Roger, y a Patrick Kamo, el padre del futbolista, y a Piotr, el amigo de Bodjan, cuya amistad pone en peligro la presencia de Davina, amante del albañil y de la que el romántico Piotr está enamorado, y tantos otros...
 
Entre ellos hay que resaltar al inspector Mill, que entra en acción porque los habitantes de las casas de Pepys Road empiezan a recibir anónimos, en formatos diversos, que incluyen fotos, vídeos, grabaciones varias, con una frase reiterada: Queremos lo que usted tiene, en alusión explícita a las viviendas. El policía recibirá el encargo de averiguar el origen de los anónimos y el propósito que mueve a sus autores.
 
A partir de este amplio elenco de personajes, de los que se describen, con soltura y pulso narrativo, con humor e inteligencia, sus existencias, el autor nos habla del Capital, en una primera acepción ya comentada -desde mi punto de vista la más notable- del título de la novela, y de la Capital, en referencia a un Londres que, como si de un Dickens contemporáneo se tratara, Lanchester dibuja con maestría.
 
Os dejo ya con un fragmento de esta última obra, su prólogo, en el que se describe el origen y la evolución de Pepys Road y que ayuda a situarnos en la novela que se abre a continuación. Como ilustración musical he elegido Danny Boy, una canción tradicional irlandesa que en Una buena escuela canta el padre del narrador “último” de la historia. Aquí os la ofrezco en la versión, algo engolada pero igualmente emotiva, de Bing Crosby.
 
 
Al rayar el alba de un día de fines de verano, un hombre con sudadera de capucha avanzaba lenta y silenciosamente por una calle normal y corriente del sur de Londres. Se proponía algo, aunque para cualquier espectador habría resultado difícil adivinar qué. Unas veces se pegaba a las casas, otras se alejaba. Unas veces miraba hacia abajo, otras hacia arriba. De cerca, nuestro espectador habría estado en condiciones de decir que el joven llevaba una pequeña videocámara de alta definición; lo malo era que no había ningún espectador, de modo que no había nadie que lo advirtiera. Exceptuando al joven, la calle estaba vacía. Ni siquiera los madrugadores se habían levantado aún y no era día de reparto de leche ni de recogida de basuras. Puede que lo supiera, en cuyo caso filmar las casas no era una casualidad.
 
El lugar donde filmaba era Pepys Road. No era una calle que desentonara en aquella parte de la ciudad. Casi todas las casas eran de la misma época. Las había construido un promotor inmobiliario de finales del siglo XIX, durante la prosperidad económica que se había producido a raíz de la supresión del impuesto sobre el ladrillo. El promotor había contratado a un arquitecto de Cornualles y a una cuadrilla de albañiles de Irlanda y las casas se levantaron en cosa de dieciocho meses. Tenían tres plantas y todas eran distintas, ya que el arquitecto y los trabajadores introducían pequeñas variantes, en la forma de las ventanas, o en las chimeneas, o en los detalles de la albañilería. Según una guía de la arquitectura local: “Cuando se sabe, da gusto mirar los edificios y detectar las pequeñas diferencias.” Cuatro casas tenían fachada doble y abarcaban el doble de espacio que las otras; como el espacio escaseaba, estas casas valían tres veces más que las de fachada simple. El joven parecía fijarse especialmente en estas casas más grandes y más caras.
 
Las casas de Pepys Road se habían construido para un mercado concreto: la idea era atraer a familias de clase media baja que estuvieran dispuestas a vivir en una parte poco elegante de la ciudad a cambio de la oportunidad de poseer una casa adosada: una casa con espacio suficiente para el servicio. Durante los primeros años no estuvieron habitadas por procuradores, abogados o médicos, sino por sus pasantes o empleados: gente respetable, que ya no era pobre y tenía ambiciones. Durante los decenios siguientes, la demografía de la calle experimentó altibajos en lo referente a la edad y a la clase, se volvió más o menos popular entre las familias jóvenes con perspectivas de futuro y la zona prosperó por temporadas. La zona fue bombardeada en la Segunda Guerra Mundial, pero Pepys Road siguió intacta hasta que una bomba volante V-2 la alcanzó en 1944 y destruyó dos casas del sector central. El solar estuvo vacío durante años, como una dentadura a la que le faltan los incisivos, hasta que en los años cincuenta se construyó allí una nueva casa con balcones y puertas vidrieras, lo cual producía un efecto muy extraño en medio de aquella arquitectura victoriana. Aquel decenio cuatro casas fueron habitadas por sendas familias llegadas hacía poco del Caribe; los padres trabajaban para la London Transport. En 1960, un espacio de forma irregular y cubierto de hierba que había en un extremo de Pepys Road, y que estaba vacío desde que la última estructura fuera destruida por las bombas alemanas, se pavimentó con hormigón y encima se construyó una pequeña tienda.
 
Sería difícil señalar el momento exacto en que Pepys Road empezó a ascender en la escala económica. Una respuesta convencional sería decir que había ido a remolque de la prosperidad británica, que había pasado de ser la desgarbada crisálida de fines de los setenta a ser la vulgar y ruidosa mariposa de la era Thatcher y el largo período de crecimiento que la había seguido. Sin embargo, no era ésa la impresión que tenía la gente que vivía allí, y no sólo porque también los vecinos hubieran cambiado. Al subir los precios de las casas, los vecinos de clase trabajadora, tanto los autóctonos como los inmigrantes, habían aprovechado la coyuntura y se habían mudado, por lo general a casas más grandes en barrios más tranquilos, con vecinos como ellos. Los que llegaron tendían a ser más de clase media, maridos con un empleo bien pagado pero no de un modo espectacular y esposas que se quedaban en casa y cuidaban de los niños, porque las casas seguían siendo populares, como antes, entre las familias jóvenes. Luego, conforme seguían subiendo los precios y cambiando los tiempos, los que llegaban eran familias en las que trabajaban tanto el marido como la mujer, mientras los niños se quedaban en casa con canguros o en guarderías.
 
Los vecinos empezaron a adecentar las casas, no sobre la marcha como en decenios anteriores, sino acometiendo reformas sistemáticas, al estilo de demolición de paredes y planta abierta que se había puesto de moda en los años setenta y nunca había dejado de estar vigente. La gente reformó los desvanes; cuando el ayuntamiento viró hacia la izquierda en los ochenta y dejó de conceder permisos, un grupo de vecinos presentó una demanda, defendiendo su derecho a ampliar las viviendas hacia arriba, y ganó el caso. Parte de su argumento fue que las casas se habían construido para alojar familias y la reforma de los desvanes casaba con el espíritu con que se habían construido, lo cual era cierto. Siempre había alguien que estaba reformando su casa; y no había día en que la calle no estuviera llena de contenedores, furgonetas de albañiles, martillazos, estrépitos de toda procedencia, zumbidos de taladros, rugidos de motores y los alaridos de los transistores de los albañiles y del personal de los andamios que formaban parte del lote. Esta actividad decreció un poco a raíz de la crisis de la vivienda de 1987, pero cobró nuevos bríos diez años más tarde. A finales de 2007, después de un nuevo y largo período de crecimiento, lo normal era que dos o tres vecinos estuvieran haciendo reformas importantes al mismo tiempo. Se había puesto de moda abrir sótanos, a un precio global que no solía ser inferior a cien mil libras. Pero como a más de un excavador de cimientos le gustaba señalar, el sótano aumentaba el valor de la casa, así que vista desde determinada perspectiva -y era una perspectiva muy compartida, dado que muchos nuevos vecinos trabajaban en la City-, la construcción de sótanos salía gratis.
 
Todo esto era parte de una profunda transformación que se estaba operando en la naturaleza de Pepys Road. En el curso de su historia, en la calle había ocurrido casi todo lo que podía ocurrir. Muchísimas personas se habían enamorado y desenamorado; una joven había recibido su primer beso, un anciano había exhalado su último suspiro, un procurador que salía del metro al volver del trabajo había alzado los ojos al cielo azul peinado por el viento y había experimentado un súbito consuelo religioso, la convicción de que esta vida no podía serlo todo y de que era imposible que la conciencia terminara al finalizar la vida; habían muerto niños de difteria, ciertas personas se habían chutado heroína en el cuarto de baño y algunas jóvenes madres se habían echado a llorar con una abrumadora sensación de cansancio y aislamiento, y otras personas habían planeado huir, preparado una importante ruptura, permanecido ociosas delante del televisor y prendido fuego a la cocina por haberse olvidado de apagar la freidora, y se habían caído de una escalera de mano, y habían experimentado todo lo que puede suceder en la vida, nacimiento y muerte, amor y odio, alegría y tristeza, sentimientos complejos y sentimientos sencillos y toda la gama de emociones intermedias.
 
Por entonces, sin embargo, la vida de los habitantes de Pepys Road había sufrido un giro imprevisto. Por primera vez en su historia, la gente que vivía en aquella calle era rica, desde un punto de vista global e incluso local. Lo que hacía ricas a aquellas personas era el solo hecho de vivir en Pepys Road. Eran ricas simplemente por eso, porque todas las casas de Pepys Road, como por arte de magia, se valoraban ahora en millones de libras.
 
Esta circunstancia produjo un curioso cambio. Durante casi toda su historia, la calle había estado habitada, más o menos, por la clase de personas para la que se había construido: las que no podían permitirse dispendios y aspiraban a más. Estaban contentas de vivir allí y vivir allí era parte de un denodado y resuelto deseo de ir a más, de tener una buena vida para ellas y sus familias. Pero las casas eran el telón de fondo de su existencia: eran una parte importante de la vida, un escenario donde se producían acontecimientos, no los personajes principales. Ahora, sin embargo, las casas se habían vuelto tan valiosas para quienes ya vivían en ellas, y tan caras para quienes las habían ocupado en fecha reciente, que se habían convertido en protagonistas por derecho propio.
 
Estas cosas sucedieron al principio poco a poco, gradualmente, mientras el nivel medio de los precios ascendía por entre las primeras centenas de millar, y entonces, cuando el personal del sector financiero descubrió la zona y los precios de las casas en general empezaron a subir como la espuma, y la gente empezó a cobrar primas muy elevadas, primas que eran el triple o el cuádruple de su teórica paga anual, primas que eran múltiplos del salario medio nacional, y un clima de histeria generalizada se apoderó de todo lo que tenía que ver con los precios de las viviendas, entonces, de repente, los precios subieron tan aprisa que fue como si tuvieran voluntad propia. Hubo una frase que se oyó durante decenios, una frase muy inglesa: “¿Has oído lo que han sacado por la casa de más abajo?” La sorprendente cantidad de que se hablaba había estado en otros tiempos al nivel de la decena de millar. Luego pasó a los múltiplos de la decena de millar. Luego se introdujo en las primeras centenas de millar, luego en las últimas centenas, y ahora la cifra tenía ya siete dígitos. Fue lógico y comprensible que la gente pasara todo el tiempo hablando de los precios de la vivienda; el tema surgía a los pocos minutos de iniciar una conversación. Cuando las personas se encontraban, se resistían a tocar el tema con un consciente sentido de la contención, y cedían con alivio al deseo de hablar al respecto. Fue como en Texas durante la fiebre del petróleo, sólo que en vez de abrir un agujero en el suelo para que saliera combustible fósil, la gente sólo tenía que quedarse sentada e imaginar que el valor real de sus casas subía tan rápido que apenas se veía la progresión de las cifras. Cuando los padres se iban al trabajo y los hijos a la escuela, se veía poca gente en la calle por el día, sólo albañiles; pero durante toda la jornada llegaban cosas a las casas. Al encarecerse las viviendas, era como si hubieran cobrado vida, y tuvieran deseos y necesidades propios. Las furgonetas de Berry Brothers and Rudd servían vino; había furgonetas de dos o tres compañías para pasear perros; había floristas, paquetes de Amazon, entrenadores personales, empleados de limpieza, fontaneros, profesores de yoga, y a lo largo del día se acercaban a las casas como suplicantes y eran engullidos por ellas. Había servicios de lavandería, de limpieza en seco, mensajeros de FedEx y UPS, había cunas para perros, cintas de impresora, sillas de jardín, carteles de películas antiguas, pilas de deuvedés, hallazgos de eBay, compras impulsivas en subastas de eBay, bicicletas compradas por correo. La gente acudía a las casas a pedir y vender cosas (toallas para los sin techo, agentes de ventas de compañías de servicios). Los tenderos, los entrenadores y los obreros especializados desaparecían en el interior de los edificios y salían cuando terminaban. Las casas eran ya como las personas, personas ricas además, dominantes, con necesidades propias que no tenían empacho en ser satisfechas. Todo el tiempo había albañiles en la calle, revisando las casas, arreglando áticos y cocinas, derribando, añadiendo, y siempre había por lo menos un contenedor en la calle y por lo menos un andamio. La última manía era adecentar sótanos y convertirlos en espacios útiles -cocinas, habitación de juegos, lavaderos, y de las casas que soportaban la manía en cuestión salían cintas transportadoras que trasladaban los escombros a los contenedores. Como la tierra estaba comprimida por el peso de los edificios, al cavarse, su volumen se multiplicaba por cinco o por seis, de manera que había algo muy raro, incluso siniestro, en aquellas excavaciones, como si la tierra se dilatara, vomitase, se negase a ser cavada y brotara del suelo de un modo exagerado, como si fuera antinatural hundirse en su seno para conquistar más espacio y la excavación pudiera proseguir eternamente.
 
Tener una casa en Pepys Road era como estar en un casino con la garantía de ganar. Quien ya vivía allí, era rico. Quien quisiera mudarse allí, tenía que ser rico. Era la primera vez en la historia que se producía un fenómeno semejante. Gran Bretaña había pasado a ser un país de ganadores y perdedores, y quienes vivían en la calle, sólo por vivir allí, habían ganado. Y el joven de aquella mañana estival seguía avanzando, filmando aquella calle llena de ganadores.


miércoles, 4 de septiembre de 2013

EMMANUEL CARRÈRE. LIMÓNOV; ADOLFO GARCÍA ORTEGA. PASAJERO K; MAGGIE O'FARRELL. INSTRUCCIONES PARA UNA OLA DE CALOR

Hola, buenos días, bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Alberto San Segundo, responsable de la selección de los textos y autor también de las reseñas que semanalmente os presentamos, os saluda en este septiembre aún veraniego y os invita a disfrutar un curso más de nuestros espero que estimulantes consejos de lectura.
 
La primera emisión de Todos los libros un libro salió al aire en Onda Cero Salamanca, en un formato algo distinto al actual, el 8 de octubre de 2001. A lo largo de estos doce años de insistentes e ilusionadas invitaciones a la lectura, la emisión ha sufrido diversas vicisitudes, incluyendo desapariciones y reediciones varias. Terminada hace unos años la etapa en la cadena privada, el programa recaló en Radio Universidad de Salamanca, en donde llevamos desempeñándonos tres temporadas -esta que ahora comienza es la cuarta-, habiéndoos ofrecido hasta ahora, en la emisión radiada y en su correlato escrito, aquí en el blog que ahora leéis -nacido simultáneamente con el inicio de nuestro periplo en la radio universitaria-, algo más de ciento treinta reseñas de otros tantos libros.
 
Uno de los principios -triviales, algo arbitrarios y por ello prescindibles, casi meras “manías”- por los que me he regido desde el comienzo de esta ya dilatada experiencia radiofónica es el de no “repetir” autores en mis comentarios. Parece obvio -imagino que la mayor parte de vosotros se mueve por idéntico criterio; en cualquier caso es el mío, y tened por seguro que en mí se manifiesta de un modo muy acentuado- que si un libro nos apasiona, si una obra literaria nos entusiasma, se genera en nosotros una voluntad algo obsesiva por “agotar” a su autor, por leer el resto de sus creaciones. Y, en efecto, yo leo casi todo lo que publican algunos -muchos- escritores que me han conmovido, o simplemente interesado o entretenido, con sus novelas, con sus cuentos, con sus poemas. Pero -y esta es la singularidad que me he impuesto en Todos los libros un libro- he decidido no ofreceros reseñas de libros debidos a autores que ya hubieran aparecido aquí en alguna ocasión. Y ello, por un lado, porque entiendo que si ya os he transmitido mi pasión en uno de los programas y si he sido capaz -pienso algo inmodestamente- de encender esa pasión en los oyentes, no necesitaréis nuevos estímulos y, sin necesidad de mi recordatorio, vosotros mismos os procuraréis el resto de la obra del autor correspondiente. Por otro lado, y teniendo en cuenta mi amateurismo en estas lides literarias, no me veo tampoco con demasiada capacidad para resaltar ángulos originales -sin molestas redundancias- en críticas diferentes sobre distintos libros de un mismo autor. (¡¡Ya me resulta complicado evitar una cierta monotonía expresiva incluso con textos de autores diferentes...!!)
 
Pero es el caso que este verano he leído muchos buenos libros (las vacaciones, con sus días interminables, con sus horas sin fin, son el territorio propicio, mi ámbito ideal, para la lectura) y, de ellos, bastantes de escritores que ya han tenido cabida en nuestro espacio. De casi todos los libros de autores “originales” (nunca aparecidos en este blog) he elaborado las correspondientes reseñas que os iré dejando aquí a lo largo de los próximos meses (ya sabéis, si seguís el programa, lo “relajado” del proceso de publicación de mis reflexiones: el comentario de un libro que acabo de leer puede tardar dos años en aparecer en una emisión radiada). Pero como de entre las obras leídas de autores ya conocidos en estas páginas hay unas cuantas muy estimables no me resisto a daros fervorosa cuenta de ellas. Para ello he recurrido a un expediente nada común en mis rutinas radiofónicas -bastante marcadas; soy, por desgracia, un hombre de costumbres- y así, las primeras emisiones de este curso serán “colectivas” y os ofreceré en ellas, de un modo somero y breve -muy alejado de mi habitual, y tantas veces insoportable, facundia-, algunas razones para acercaros a la lectura de esos libros, varios, no uno solo, en cada programa. Hoy os hablaré de tres magníficos. Limónov, de Emmanuel Carrère, publicado por Anagrama en traducción de Jaime Zulaika, Pasajero K, de Adolfo García Ortega, que vio la luz en Seix-Barral, e Instrucciones para una ola de calor, de Maggie O’Farrell, traducido para Salamandra por Sonia Tapia.
 
De Emmanuel Carrère ya os había presentado, en febrero de 2012, De vidas ajenas, un libro emocionante, memorable. En Limónov el excelente escritor francés utiliza un recurso literario ya explorado por él de un modo muy convincente en otra novela anterior suya, la también formidable El adversario: la imbricación de realidad y ficción, la conjunción en una obra literaria de elementos extraídos de la vida conocida, “histórica”, de personajes que tienen una existencia “auténtica”, con otros materiales nacidos de la libérrima imaginación del autor. Y ello pese a que, en el caso de Limónov, tal “hibridación” casi resulta innecesaria pues la propia peripecia vital del protagonista es tan poderosa, tan desmesurada, tan desbordante, tan disparatada, tan -literalmente- increíble (pese a ser cierta y estar convenientemente documentada) que con sólo dar cuenta de sus vicisitudes Carrère ya tendría completado el núcleo central de su obra. Mientras la crítica discute acerca de si estamos ante una novela biográfica o una biografía novelada, esas minucias irrelevantes, el lector disfruta de la apasionante existencia de este personaje excéntrico, Eduard Limónov, dotado de un magnetismo irresistible -que aflora en el libro- aunque insoportable en no pocas manifestaciones de su personalidad estrambótica. Os ofrezco a continuación la algo extensa presentación del complejo y desconcertante Limónov en la que queda patente la singularidad y el indudable atractivo -sobre todo literario- de un personaje a través del cual Emmanuel Carrère da cuenta, con una maestría narrativa deslumbrante, de los últimos cincuenta años de triste y totalitario esplendor, primero, de fulminante caída, después, y de terrible, desconcertante y “selvático” caos actual del antiguo “imperio” ruso:
 
Le había conocido al principio de los años ochenta, cuando se afincó en París, con la aureola del éxito de su novela escandalosa, El poeta ruso prefiere a los negrazos. En ella relataba la vida miserable y espléndida que había llevado en Nueva York después de emigrad de la Unión Soviética. Trabajos a salto de mata, supervivencia día tras día en un hotel sórdido y a veces en la calle, polvos heteros y homosexuales, curdas, robos y peleas: podría hacer pensar, por la violencia y la furia, en la deriva urbana de Robert De Niro en Taxi Driver, y por el ímpetu vital en las novelas de Henry Miller, cuya piel coriácea y placidez de caníbal poseía Limónov. El libro no era poca cosa, y su autor no decepcionaba cuando le conocías. En aquel tiempo estábamos acostumbrados a que los disidentes soviéticos fuesen barbudos serios y mal vestidos, que vivían en pisitos llenos de libros y de iconos y se pasaban noches enteras hablando de la salvación del mundo a través de la ortodoxia; y te encontrabas delante de un tipo sexy, astuto, divertido, que tenía a la vez aire de una marino de juerga y de estrella del rock. Estábamos en plena onda punk, el héroe que él reivindicaba era Johnny Rotten, el líder de los Sex Pistols, y no tenía empacho en calificar a Solzhenitsyn de viejo gilipollas. Era refrescante, aquella disidencia new wave, y, a su llegada, Limónov había sido el niño mimado del mundillo literario parisino, en el que yo, por mi parte, debutaba tímidamente. Limónov no era un autor de ficción, sólo sabía contar su vida, pero era una vida apasionante y la contaba bien, con un estilo sencillo y concreto, sin afectaciones literarias y con la energía de un Jack London ruso. Después de sus crónicas de la emigración publicó sus recuerdos de infancia en la barriada de Járkov, en Ucrania, luego los de sus días de delincuente juvenil, y después los de poeta de vanguardia en Moscú, bajo Brézhnev. Hablaba de esta época y de la Unión Soviética con una nostalgia socarrona, como de un paraíso para hooligans espabilados, y no era raro que al final de una cena, cuando todo el mundo estaba ebrio menos él, que tenía un aguante prodigioso para el alcohol, hiciera el elogio de Stalin, lo que atribuían a su gusto por la provocación. Te cruzabas con él en el Palace, luciendo una guerrera del Ejército Rojo. Escribía en L´Idiot international, el periódico de Jean-Édern Hallier, que no era blanquiazul ideológicamente, pero que reunía a personajes anticonformistas y brillantes. Le gustaba la trifulca, tenía un éxito increíble con las chicas. Su desenvoltura y su pasado de aventurero nos impresionaban a nosotros, jóvenes burgueses. Limónov era nuestro bárbaro, nuestro gamberro: le adorábamos.
 
Las cosas empezaron a cobrar un cariz extraño cuando se desplomó el comunismo. Todo el mundo se alegró menos él, que no tenía el menor aire de bromear cuando reclamaba el pelotón de ejecución para Gorbachov. Empezó a desaparecer para hacer largos viajes a los Balcanes, donde se descubrió con horror que combatía al lado de las tropas serbias, que era como decir, a nuestro juicio, de los nazis o de los genocidas hutus. En un documental de la BBC le vimos ametrallar Sarajevo asediado bajo la mirada benevolente de Radovan Karadzic, cabecilla de los serbios de Bosnia y criminal de guerra reconocido. Después de estas hazañas, Limónov regresó a Moscú, donde creó un partido político que llevaba el prometedor nombre de Partido Nacional Bolchevique. A veces, algunos reportajes mostraban a jóvenes con el cráneo rapado, vestidos de negro, que desfilaban por las calles moscovitas haciendo un saludo a medias hitleriano (con el brazo en alto) y a medias comunista (con el puño cerrado) y berreaban lemas como "¡Stalin! ¡Beria! ¡Gulag!" (sobreentendido: "¡Que nos los devuelvan!"). Las banderas que ondeaban imitaban las del Tercer Reich, con la hoz y el martillo en vez de la cruz gamada. Y el energúmeno con una gorra de béisbol que gesticulaba con un megáfono en la mano, a la cabeza de aquellas columnas, era el muchacho divertido y seductor del que todos, algunos años antes, estábamos tan orgullosos de ser sus amigos. Producía un efecto tan extraño como descubrir que un antiguo compañero del liceo se ha convertido en una figura del hampa o ha saltado por los aires durante un atentado terrorista. Vuelves a pensar en él, remueves recuerdos, tratas de imaginar el encadenamiento de circunstancias y los resortes íntimos que arrastraron su vida tan lejos de la nuestra. En 2001 se supo que Limónov había sido detenido, juzgado y encarcelado por causas bastante oscuras en las que se hablaba de tráfico de armas y tentativa de golpe de estado en Kazajstán. Decir que no nos atropellamos unos a otros en París para firmar la petición que reclamaba su excarcelación sería quedarse corto.
 
Con mucho más peso novelesco, pero con idéntica base real -y circunscrita además a un ámbito espacio-temporal en muchos puntos coincidente con el del libro de Carrère-, Pasajero K, de Adolfo García Ortega es también un libro excepcional. Como lo era El mapa de la vida, que os recomendé en Todos los libros un libro en marzo de 2012, y como seguro lo será igualmente Verdaderas historias extraordinarias que, al parecer, verá la luz en los próximos meses; otro fruto de la elogiable fecundidad literaria de su autor que espero con impaciencia.
 
Radovan Karadzic, el criminal y genocida serbobosnio, el impulsor de la limpieza étnica contra bosnios y croatas, el perpetrador de la masacre de Srebrenica en 1995 -el mayor episodio de asesinato colectivo en Europa desde la segunda guerra mundial-, es capturado en 2008 en Belgrado, en donde vivía con una identidad falsa, camuflado bajo la apariencia de un individuo inofensivo y anodino. A partir de ese hecho real, García Ortega construye su novela, una historia de ficción -aunque plagada de referencias a los dramáticos acontecimientos de la guerra de los Balcanes- en la que un director de cine que recorre Europa tras la muerte de su exmujer y una periodista enviada especial al juicio de Karadzic en La Haya, atravesarán el viejo continente en una peripecia con tintes detectivescos que permite al autor interesantes reflexiones sobre las identidades y la diferencia, sobre la pureza y el mestizaje, sobre el odio, la violencia y el dolor, sobre el mal y el horror, sobre los recovecos más siniestros de la condición humana, y también sobre el destino de un continente que Ortega, optimista por naturaleza, según definición propia, imagina -desea- culto y libre, civilizado y profundamente democrático, solidario y superador de la egoísta cortedad de miras nacionalista, emblema y metáfora del futuro, de un futuro que nos traerá -¡ojalá!- una sociedad más abierta y plural que pueda ofrecernos un horizonte de esperanza en estos tiempos oscuros.
 
Así, con este texto repleto de interrogantes, narra el escritor vallisoletano la detención del genocida, dando paso con él a la inquietante indagación que se desarrolla en su novela:
 
La captura tiene lugar el 18 de julio de 2008 por agentes del BIA (Servicio Secreto de Serbia). La foto que se verá en la prensa unos días después, exactamente el 21 de julio, es la de un individuo pacífico y perplejo, casi un gurú oriental, con una poblada barba blanca, pelo largo también blanco, recogido en ese moño que le hace parecer tibetano. Tiene la mirada ausente, aunque dirigida a la cámara. El fondo, desenfocado, es un balcón que da a un jardín verdoso, pero puede ser un bosque o un parque; hay botellas de agua en una mesa lateral y un teléfono.
 
Con la expresión de cejas arqueadas parece decir que sabía lo que iba a suceder, pero que hace tiempo había decidido quedarse al margen, dejarse llevar. Es la mirada de un fatalista. No va con él todo eso que está empezando a suceder, a lo sumo compete al hombre que hay debajo de esa barba y de esa apariencia, se dice. Sin embargo, no puede abandonar un aire desafiante al alzar el mentón. Más que nunca en todos esos años está asumiendo que todo él es un disfraz; no ya un hombre disfrazado, sino un disfraz extravagante en busca de una identidad que ocultar, la de un hombre perdido, durante tantos años, muy dentro, muy dentro de ese cuerpo nuevo. Irreconocible. Las grandes gafas de aumento incrementan ese desconcierto entre los agentes policiales; nadie en el BIA habría imaginado que necesitase esas gruesas lentes ni que adoptase la forma de una especie de brujo populista. Lo observan fríamente puestos en fila detrás del fotógrafo, observan al “carnicero de Sarajevo” posar con una elegancia profesional. Es un hombre camuflado que alguna vez, de eso no hay duda, había ensayado ese momento en que sería mostrado en público. Sin embargo, esas fotos no se publicarán hasta unos días más tarde. Acabada la sesión fotográfica, vuelven a meterlo en un coche, a encapucharlo de nuevo y a llevarlo a un paradero desconocido.
 
Su identidad es la de un curandero de Belgrado, uno de esos sanadores alternativos que se hacen populares en circuitos amplios pero casi clandestinos, pese a salir en televisión y en Internet. Tenía muchos pacientes en varias ciudades de Serbia y Montenegro a quienes procuraba remedios naturales para sus dolencias físicas y psíquicas. Tenía una página web donde reproducía los vídeos de sus charlas y de sus cursos, en los que proponía una vida sana y un equilibrio armonioso con la naturaleza. En su entorno, era un hombre bueno, quizá un hombre sabio, y siempre un hombre sensible.
 
Su nombre, según los documentos de identidad falsos que lleva encima, es Dragan Dabic. Hay cuatro Dragan Dabic en el cementerio de Belgrado, según comprobaría el BIA, dos hombres fallecidos con más de ochenta años y otros dos con apenas unos pocos años de vida. En realidad lleva pasaporte croata, con el que pudo visitar otros países y otras ciudades, en concreto Austria, ya que en Viena, y por varias veces en 2007, impartió unos cursos en un centro naturópata.
 
¿Cómo dieron con su pista? ¿Quién lo ha delatado? ¿Por qué han elegido ese momento, en ese autobús de la línea Novi Beograd-Batajnica, a las afueras de Belgrado? ¿Por qué le ponen esa capucha o saco negro en la cabeza cuando lo detienen? ¿Para que no sepa dónde lo llevan? ¿Hasta cuándo su existencia seguirá siendo un secreto?
 
Esas fueron las primeras protestas que esgrimiría en cuanto tuvo ocasión de estar ante la prensa y ante los jueces. Era obvio para él que no querían que nadie supiera dónde iba a pasar los primeros días después de su detención. Por otra parte, nadie debía saberlo, por si al final no había que dejar ningún rastro incómodo para la policía. Antes de dar la noticia, el BIA había decidido interrogarlo por su cuenta, tranquilamente, para ver hasta dónde se podía llegar con él, hasta dónde convenía decir que se le había hallado con vida, incluso averiguar si no habría sido más conveniente decir tan solo que había sido hallado su cadáver. Todo dependía de lo que ese hombre fuese a contarle al mundo. Algún alto cargo en el BIA, o directamente en el Gobierno, había decidido invocar un pretendido derecho de censura previa. Se guardaban así un as en la manga, o mejor dicho una bala en la recámara: la que le habrían metido a ese individuo llamado Dragan Dabic si lo que pensaba contar ante el Tribunal no fuese lo adecuado. Había que averiguarlo antes. Nunca se sabe qué historia puede ocultar el hombre que en realidad era Dabic, ese Radovan Karadzic que hasta entonces, y desde hacía trece años, era el rostro más buscado en Europa.
 
Comenté en Todos los libros un libro en enero de este mismo año la para mi genial La extraña desaparición de Esme Lennox, escrita por Maggie O’Farrell, que entonces os presenté como una de las novelas que más impacto emocional me había producido en los últimos meses. Sin llegar a ese nivel de intensidad pero siendo también una obra muy estimable, Instrucciones para una ola de calor, el último libro de la irlandesa publicado en nuestro país, retoma esa atmósfera de intimidad e introspección, de conmovedora inmersión en los entresijos más profundos del alma humana, de delicadeza y sensibilidad, de ternura y verdad que ya deslumbraba en la obra reseñada. En esta ocasión, la trama argumental se desenvuelve a partir de la desaparición de Robert Riordan, un jubilado irlandés que en el tórrido verano de 1976 abandona su casa con la trivial y aparentemente inocua intención de comprar el periódico, no volviendo a dar señales de vida ante el desconcierto y la inquietud de su familia. Su mujer, Gretta, alarmada por el prolongado retraso de su esposo, se pone en contacto con sus hijos, Michael Francis, Monica y Aoife, que comparecen en el hogar familiar para intentar juntos la búsqueda del marido y padre desaparecido. La indagación del paradero de Robert se constituye así en el desencadenante que “mueve” la acción y que la nutre de convincentes dosis de expectación y misterio, pero en realidad no será más que la excusa para que conozcamos las interioridades de las vidas de los cinco personajes, la anodina, complicada y al borde de la quiebra situación matrimonial de Michael Francis, la difícil relación de pareja de Monica, el desconcierto vital de la joven Aoife, los secretos de Gretta, el enigma del pasado de Robert. Y mientras nos narra esas existencias Maggie O’Farrell no se queda en los aspectos externos, en las anécdotas, en la mera descripción de hechos o situaciones sino que, con una muy poderosa capacidad de penetración en las personalidades de sus personajes, nos da cuenta de sus anhelos, sus frustraciones, sus miedos, sus sentimientos, sus inseguridades, sus almas en suma.
 
Tres libros altamente recomendables estos que os ofrezco hoy en un ejercicio insólito en nuestra emisión (¡¡¡tres libros en vez de uno... y de autores ya presentados!!!). Y como la idea de Europa impregna las tres obras reseñadas a través de las convulsiones del imperio soviético en Limónov, del deambular de los protagonistas en Pasajero K, y de la causa irlandesa, muy presente en Instrucciones para una ola de calor, os dejo, como acompañamiento musical del espacio, con el clásico de Santana del mismo título.