Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 27 de diciembre de 2012

EDGAR LAWRENCE DOCTOROW. HOMER Y LANGLEY

Hola, buenos días. Hoy traigo a Todos los libros un libro una novela formidable, Homer y Langley, escrita por uno de los grandes clásicos vivos de la literatura norteamericana, Edgar Lawrence Doctorow. El libro, publicado por la barcelonesa editorial Miscelánea, se presentó en 2010 en traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla.
 
El 21 de marzo de 1947 la policía entró en la vivienda habitada por los hermanos Collyer, un enorme inmueble de cuatro plantas, situado en la esquina entre la calle 128 y la Quinta Avenida, en el Harlem neoyorkino. Alertadas por los vecinos, que habían notado un fuerte hedor procedente de la casa, las fuerzas del orden, ayudadas por los bomberos de la ciudad, tuvieron que derribar las puertas de la vivienda e incluso penetrar en el edificio desde la azotea, pues las desbordantes toneladas de basura (más de ciento treinta y seis, señalan las crónicas) que atestaban el hogar de los Collyer impedían la entrada de un modo natural. En el interior, entre un amasijo informe de objetos heteróclitos a cual más insólito, los policías encontraron, parcialmente comidos por las ratas, los cuerpos de Homer y Langley Collyer, los excéntricos hermanos que llevaban décadas prácticamente encerrados en su delirante reducto, en una suerte extrema de síndrome de Diógenes. Tienes la habitación como la casa de los Collyer, recuerda Doctorow que le decía su madre cuando el caos de su cuarto superaba los límites exigidos por la higiene y las normas de educación familiares. Los ciudadanos de Nueva York, para quienes los hermanos eran personajes conocidos por su excepcionalidad de fenómenos de feria, se agolpaban en las aceras para asistir en primera línea al descubrimiento de los cadáveres y de su inagotable acompañamiento de objetos inverosímiles.
 
Esta historia sorprendente y llamativa de acumulación y exceso y locura marcó a una generación de norteamericanos, recién salidos aún de los penosos efectos de la Gran Depresión y sus desgraciados corolarios de pobreza y hambre, e impresionó a un jovencísimo Doctorow que, sesenta años después -la novela se publicó en su edición original en 2009-, decidió usar a los personajes y a su truculenta historia como sustrato “real” de su por ahora última ficción.
 
Y digo ficción porque el autor, pese a que la narración gira sobre la vida de los dos nada convencionales hermanos, ha literaturizado esas existencias, ha imaginado el discurrir de sus mentes, ha puesto palabras creadas por su inventiva en sus bocas e, incluso, en los aspectos del libro que guardan más paralelismo con su correlato “histórico” y bien documentado, Doctorow se ha permitido más de una licencia, cambiando las edades de los protagonistas (Homer, el mayor, es, en la novela, el de menor edad), alterando aspectos fundamentales de sus datos personales (el propio Homer, la voz que relata la historia, era además de ciego, dato que preserva el texto, paralítico y no sordo como se presenta en la novela, en la que, además, la singular peripecia vital de los Collyer llega hasta los años ochenta del pasado siglo y no hasta ese 1947 de su verdadera muerte).
 

Soy Homer, el hermano ciego, así empieza el libro, y desde esa frase inicial Doctorow nos hace conocer la realidad de ambos hermanos a través del pensamiento, agudo, penetrante, lúcido, escéptico, dotado de un sutil sentido del humor, pero progresivamente desencantado, melancólico, errático y finalmente algo enloquecido, del relato en primera persona del narrador, que redacta su manuscrito en diversas máquinas de escribir adaptadas al lenguaje Braille. La novela transcurre, más allá de ciertas idas y venidas temporales -los recuerdos no se rigen por la cronología; existen al margen del tiempo, escribe Homer-, siguiendo el curso de la vida de los dos hermanos, desde principios del siglo veinte, en su infancia, hasta la macabra muerte varias decenas de años después.
 
Los Collyer son los únicos vástagos de una familia de la alta sociedad neoyorkina. Homer inicia su historia evocando el pasado brillante de su infancia y su juventud durante las cuales, pese a la tragedia de la pérdida de la vista, lleva una vida feliz en la que él es un joven apuesto, de educación impecable a cargo de profesores particulares, con un innegable talento para el piano, vistiendo de manera elegante y resultando atractivo -pese a su limitación- a las chicas de su entorno social, con las que coquetea en las frecuentes veladas con la “flor y nata” de la sociedad. Los padres, médico él, cantante de ópera ella, llevan una vida acorde a su alto nivel económico y social, pasan un mes al año en el extranjero -Homer recuerda la partida de los trasatlánticos en los que iniciaban sus viajes, los regalos magníficos embalados en cajas que antecedían a su llegada, la súbita y esperada aparición en el hogar familiar, cargados de obsequios, tras el regreso-, y habitan una impresionante vivienda, un edificio entero, con cuatro plantas e infinidad de habitaciones, con vistas a Central Park (otra de las licencias del libro frente a la historia real, en la que el inmueble está situado bastante más al norte de Manhattan). La memoria de Homer no escatima detalles acerca de la fastuosa decoración de la casa, el rico mobiliario, la amplitud del servicio, la muy cómoda y holgada y apacible existencia de la privilegiada familia.
 
La muerte de los padres da inicio a la lenta decadencia, a la progresiva degradación de la vida de los hermanos que, de manera gradual, durante décadas, en una suerte de lento e inexorable proceso de deterioro, van alejándose del mundo, cortando sus vínculos con la realidad y encerrándose en su particular, caótico y delirante universo. En años de despilfarro irreflexivo en los que dilapidan sus casi ilimitadas riquezas, Homer y Langley van prescindiendo -o son ellos los que naturalmente se esfuman- del fiel personal a su servicio: el mayordomo Wolf, Julia, la criada húngara que entretiene las noches de Homer, y luego Siobhan, la sirvienta de más antigüedad, la abuela Robielaux, el matrimonio Hoshiyama; todos van desapareciendo de la casa de los Collyer. Empleados, subalternos, abogados, administradores, agentes varios -unidos a la familia desde antiguo- rompen sus vínculos con esos dos personajes que constituyen los patéticos restos degradados de un linaje que va diluyéndose lentamente, mientras sus últimos representantes se adentran, poco a poco, en su enloquecida soledad. Así, en su destructiva caída a los infiernos, los hermanos van convirtiéndose en seres atribulados que ven al mundo exterior en pugna con ellos. Se suceden los conflictos con las diversas compañías de suministros, que van restringiendo el mundo de los dos inadaptados: cortada el agua, la electricidad, el teléfono, se multiplican las disputas con los bancos por la hipoteca de la vivienda, las multas, por infracciones varias, del ayuntamiento, las reclamaciones -al no pagar las cuotas debidas- de la empresa titular del cementerio en el que descansan los padres, los enfrentamientos con el Departamento de Sanidad, con inspectores diversos, con los bomberos que reiteradamente acuden al hogar ante las quejas de los vecinos, con los periodistas que ven en ellos una atractiva fuente de noticias truculentas para el morboso interés del público.
 
Y es que los hermanos Collyer, en su huída del mundo, van adentrándose en la locura. Langley, un iconoclasta de voz estridente y tos ronca, enloquecido tras su funesta participación en la primera guerra mundial, con una visión lúgubre de la vida, concibe -yo, el solemne investigador de cosas inútiles, como se define- un proyecto delirante: una colección de periódicos con el objetivo último de crear una edición de un diario que pudiera leerse eternamente y bastase para cualquier día, un periódico platónico, eterno e inalcanzable. El proyecto de Langley consistía en enumerar y archivar artículos por categorías: invasiones, guerras, matanzas, accidentes de automóvil, tren y avión, escándalos amorosos, escándalos religiosos, robos, asesinatos, linchamientos, violaciones, tropelías políticas con un subapartado para elecciones amañadas, fechorías policiales, vendettas entre bandas, estafas, huelgas, incendios en casas de vecindad, juicios civiles, juicios penales, etcétera, etcétera. Una categoría aparte incluía las catástrofes naturales, tales como las epidemias, los terremotos y los huracanes. No recuerdo todas las categorías. Como él explicaba llegaría un día -nunca precisó cuándo-, dispondría de datos estadísticos suficientes para reducir sus hallazgos a las clases de sucesos que eran, por su frecuencia, sucesos humanos seminales. Después llevaría a cabo más operaciones estadísticas hasta establecer el orden de las plantillas, que le permitiría saber que artículos deberían ir en primera plana, cuáles en la segunda página, y así sucesivamente. También había que añadir notas sobre las fotografías y elegirlas en función de su valor simbólico, pero esto, admitía, no era fácil. Quizá prescindiese de las fotografías. Aquello era una empresa colosal, y le ocupaba varias horas al día. Salía de casa en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba el periódico sin fecha eternamente actual de Collyer, el único periódico necesario para cualquier persona. De este modo, los recortes de periódicos, todos los de la ciudad, el Telegram, el Sun, el Evening Post y el Tribune, el Herald, el World, el Journal y el Times, el American, el News, el Mirror, el Irish Echo, y hasta los de la periferia, el Brooklyn Edge, el Bronx Home News, e incluso el Amsterdam News, para personas de color, llenan miles de cajas, centenares de fardos que llegan hasta el techo en todas las habitaciones de la casa. Langley, impertérrito y tronante, pontifica: veo todos estos periódicos, y por más que vengan de la derecha o la izquierda o el turbio punto medio, son inevitablemente de un sitio, están arraigados como una roca a un lugar que, insisten, es el centro del universo. Son de un localismo presuntuoso y arrogante, y al mismo tiempo de un agresivo nacionalismo. Así que eso haré yo. La Edición Única para Todos los Tiempos de Collyer no irá dirigida a Berlín ni a Tokio, ni siquiera a Londres. Veré el universo desde aquí, al igual que todos estos diarios. Y el resto del mundo puede seguir con sus obtusas ediciones diarias, mientras sin saberlo, tanto ellos como sus lectores de todas partes estarán petrificados en ámbar.
 
Por otro lado, Homer, la conciencia lúcida de la pareja, es, sin embargo, un ser desvalido, un hombre incompleto, un ser defectuoso que se recluye y piensa que el aislamiento es el camino más sensato para eludir el dolor, la pesadumbre y la humillación. Yo era una persona que se pasaba casi todo el día sentado en su casa, viviendo sin el complemento normal de amigos y conocidos, y sin una ocupación práctica con la que llenar sus días, un hombre cuya vida no había dado más fruto que una conciencia excesiva de su propia inutilidad. Homer siente que el mundo se le ha ido cerrando lentamente, y vive envuelto, perdida la noción de la realidad, en su poderoso flujo de conciencia, que discurre, cada vez más ajeno al mundo exterior, entre recuerdos de sus padres, de Eleanor, su frustrado amor de infancia, de Mary Elizabeth Riordan, la joven estudiante de piano, a la que añora, enamorado, de la inocente Lissy y su destartalada cuadrilla de hippies que se instalan en la casa y con los que Homer se identifica viendo en ellos una suerte de profetas de una nueva era, y, por fin, de Jacqueline Roux la periodista que se convierte -en pleno delirio final- en la destinataria última de su narración. Una narración en la que da cuenta también -y sobre todo- de la patológica pasión de su hermano por el coleccionismo. Langley trae a la casa todos los objetos que encuentra; enfermizamente ahorrativo, guarda dinero, guarda cosas, encuentra un valor a objetos que otros han desechado o que de un modo u otro puedan tener un uso futuro. De tal manera que la casa va convirtiéndose en un abarrotado recipiente, un monstruoso contenedor, en el que coexisten útiles de medicina herencia del progenitor, numerosos tomos médicos, tarros de cristal con fetos, cerebros, gónadas y otros órganos conservados en formol, el viejo maletín médico negro de cuero del padre, con el estetoscopio asomando, rollos de gasa, torundas, esparadrapo, tintura de yodo, una colección de pequeñas tallas de marfil: elefantes, tigres y leones, monos colgados de ramas, niños, muchachos de rodillas huesudas, muchachas abrazadas, mujeres en kimono y guerreros samurais con cintas en el pelo, varios pianos, casi todos reducidos a sus entrañas, una tostadora, un caballo de bronce chino, una enciclopedia, un Ford Modelo T, un frigorífico viejo, paquetes de juntas de fontanería y secciones de cañería, cajas de reparto de botellas de leche, somieres, cabezales de cama, varios paraguas rotos, un diván con la tapicería gastada, una boca de riego auténtica, neumáticos de automóvil, pilas de tejas, tablas y listones sueltos, máscaras antigas, excedentes militares, cananas, botas, cascos, cantimploras, fiambreras y cubiertos de hojalata, teclas de telégrafo, una mesa cubierta de guerreras y pantalones de apagado color oliva, trajes de faena, ásperas mantas de lana, navajas plegables, prismáticos, cajas de cintas distintivas de regimientos, fusiles M1, fusiles Springfield, toneladas de libros que desbordan las estanterías, viejos esquís de madera, sillas de respaldo recto apiladas, macetas llenas de tierra de los experimentos botánicos de la madre, un ánfora china, un reloj de pie, altos ventiladores eléctricos, varias maletas, un baúl, máquinas de escribir -una Royal, una Underwood, una Remington, una Hermes, una Smith Corona, una Blickensderfer-, lámparas de todo tipo, lienzos apilados, sillas plegadas, mesas de caballete, pilas de tablones, neumáticos usados, una cómoda sin patas, dos tumbonas de madera, todos los libros de la carrera de Derecho, fanales de barco, faroles de acampada, reflectores de empuñadura alargada, lámparas de propano, lámparas de mercurio, lámparas a prueba de viento, linternas de bolsillo, lámparas de alta intensidad con sus soportes, de sodio a pilas, de rayos ultravioletas, pilas de colchones, bultos de papel de prensa, montones de cajas de madera de frutas (Langley obliga a su hermano a tomar el zumo de cien naranjas cada día, persuadido de que tal dieta curará su ceguera), viejos tapices colgantes, decenas de miles de libros desparramados, bolas de pelusa, charcos de aceite del Ford, destartalados cochecitos de bebé, algunos sin ruedas, palas, rastrillos, un taladro, una carretilla, neumáticos, una olla a presión, maniquís, cajones de cómodas vacíos, toneles de cerveza, macetas, motores envueltos en su cableado eléctrico, cajas de herramientas, cuadros, planchas de automóvil, sillas amontonadas, mesas encima de mesas, cabezales de cama, toneles, pilas desmoronadas de libros, piezas desmontadas de los muebles de los padres, alfombras enrolladas, montañas de ropa, bicicletas... y por todas partes pilas de periódicos en los rincones y en el escritorio, en los pasillos, sobre los muebles, invadiendo las distintas dependencias, los lugares de paso, los dormitorios, las salas de estar. En ese momento de nuestras vidas la casa era un laberinto de peligrosos caminos, erizados de obstáculos y callejones sin salida. Con luz suficiente, uno podía recorrer los zigzagueantes pasadizos entre los fardos de periódicos, o deslizarse de medio lado entre las pilas de material de un tipo u otro, pero se requerían las dotes naturales de un ciego capaz de percibir la posición de los objetos por el aire que desplazaban para llegar de una habitación a otra sin matarse en el intento.
 
Por ese hábitat imposible deambulan los hermanos, siniestras y enloquecidas sombras, prisioneros en su propio hogar, abriéndose paso a través de pasadizos entre las pilas de los periódicos, los objetos, los detritos, las trampas y los cepos que construyen para ahuyentar las muy reales ratas que infestan la casa y los posibles invasores de su decrépito dominio, inventados por su enfermiza paranoia. Vestidos estrambóticamente con los restos de ropas encontradas, con los uniformes de faena y botas del ejército, chaquetas sobre camisas y éstas sobre más chaquetas y abrigos sobre todo ese amasijo de prendas, sombreros medio rotos, trajes raídos, chales confeccionados mediante sacos de arpillera, zapatillas de andar por casa, los hermanos Collyer, se encaminan -al margen de cualquier convención- a la muerte, al fin de un linaje, al fin de una especie, al final -quizá- de un forma de civilización.
 
Porque es precisamente ese valor de símbolo lo que, más allá del formidable interés de la historia y de la enorme potencia de la narración, nos interesa de la peripecia de Homer y Langley. A través del relato de sus en el fondo pobres vidas, Doctorow recorre la historia de su país, la primera gran guerra, la ley seca, la época de los gánsters, la gran depresión, la segunda contienda mundial, la guerra fría, Vietnam y los hippies, mostrando -indirectamente- cómo esa sociedad, y por extensión el mundo desarrollado, se ha movido por la codicia, por el consumo, por el afán de acumulación, y cómo esas fuerzas demoníacas, nos abocan al desorden, a la destrucción. La significativa y apasionante experiencia de los Collyer supone un iluminador aviso del destino que espera a nuestra especie, consumida, agostada, destruida por esas fuerzas entrópicas contra las que no parece que seamos capaces -ni tengamos, como sociedad humana, la lucidez suficiente- para resistirnos.
 
Excelente novela, espléndido libro este Homer y Langley, una nueva manifestación del enorme talento de su autor, Edgar Lawrence Doctorow, un autor que suena reiteradamente, año tras año, para el premio Nobel. No dejéis de leerlo. Os propongo, como correlato musical al libro, la canción Me and my shadow, que suena en el libro, en este caso interpretada por Frank Sinatra y Sammy Davis Jr.
 
 
Homer, entonces eras muy pequeño para recordarlo, pero un verano nuestros padres nos llevaron a una especie de pueblo de veraneo muy religioso a orillas de un lago, en algún lugar al norte del Estado. Nos alojamos en una mansión victoriana con galerías alrededor de las cuatro fachadas en la planta baja y en el primer piso… Y todas las casas de la comunidad eran así: victorianas con galerías lóbregas y cúpulas y mecedoras en las galerías. Y cada casa era de un color distinto. ¿Te suena de algo todo esto? ¿No? La gente iba de un lado a otro en bicicleta. Cada mañana empezaba con la bendición del desayuno en el comedor de la comunidad. Cada tarde cantaban los coros alegremente al son de los banjos de una banda formada por hombres con canotiers y chaquetas de rayas rojas y blancas. Down by the Old Mill Stream. Heart of My Heart. You Are My Sunshine. A los niños nos mantenían entretenidos -carreras de sacos, talleres para aprender a tejer con rafia y esculpir en jabón- y a la orilla del lago el camión de bomberos de la comunidad tenía la boca del cañón de riego apuntada al cielo para que pudiéramos corretear bajo la lluvia de agua gritando y riendo. Cada tarde, al empezar a ponerse el sol más allá de los montes, venía un vapor de palas por el lago haciendo sonar sirenas y silbatos. Por la noche había conciertos o charlas sobre temas de interés. Todo el mundo era feliz. Todo el mundo era amable. Era imposible dar dos pasos sin que te saludaran con amplias sonrisas. Y te aseguro que en mi corta vida nunca había pasado más miedo. Porque ¿qué finalidad tenía un sitio como ése si no era convencer a la gente de que así sería el cielo? ¿Qué finalidad si no la de ofrecer una idea de los goces de la vida eterna? A esa edad yo aún creía que existía el cielo… aún me imaginaba pasando la eternidad acompañado de aquellos músicos, con sus banjos, sus canotiers y sus chaquetas de rayas, aún pensaba que algún día podría quedarme entre aquellos imbéciles felices rezando y cantando y dejándome instruir en temas de interés. Y encima veía a mis propios padres abrazar esa existencia horrendamente exenta de problemas, esa vida de felicidad continua e inexorable, a fin de inculcarme una vida de virtud. Homer, fue ese aciago verano cuando comprendí que nuestros padres defraudarían inexorablemente todas las expectativas que yo había puesto en ellos, y me juré una cosa: haría lo que fuese con tal de no ir al cielo. Sólo cuando, al cabo de unos años, me quedó claro que el cielo no existía, me quité esa pesada carga de encima. ¿Por qué te cuento todo esto? Te lo cuento porque ser hombre en este mundo es afrontar una cruda realidad de circunstancias atroces, saber que sólo existen la vida y la muerte y tormentos humanos tan diversos como para desconcertar a cualquier personaje de la índole de Dios. Y eso se confirma aquí, ¿o no? ¿Ver a los hermanos Collyer atados, desvalidos y humillados por un vulgar patán? Éste es uno de los sermones mudos de la propia vida, ¿o no? Y si al final resulta que Dios existe, deberíamos darle las gracias por recordarnos su horrenda creación y disipar cualquier esperanza residual que pudiéramos albergar ante una vida futura de fatua felicidad en Su presencia. Langley siempre supo levantarme el ánimo en mis horas bajas.


 

miércoles, 19 de diciembre de 2012

ROSE MACAULAY. LAS TORRES DE TREBISONDA

Hola, buenos días. Aquí me tenéis, como todos los miércoles, en Todos los libros un libro, dispuesto a ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda interesaros. Y estoy seguro de que la magnífica novela de la que hoy quiero hablaros va a resultar de vuestro agrado. Se trata de Las torres de Trebisonda. Su autora es la casi desconocida Rose Macaulay, una escritora y periodista y viajera inglesa que publicó su libro en 1956, aunque la edición que conocemos en España es de 2008 y se debe a la siempre estupenda y ejemplar editorial Minúscula, que nos la ofrece en traducción de Francisco Segovia, con un sugerente postfacio de Jan Morris, la, a su vez, muy reconocida viajera y también escritora de viajes. Y creo que os va a interesar porque además del valor intrínseco del libro, en estos días previos a las vacaciones navideñas, la posibilidad de una intensa peripecia viajera, aunque sólo sea a través de la literatura, resulta especialmente oportuna.
 
Las torres de Trebisonda es presentada por la crítica como una obra maestra y a mi juicio, aunque no tengo demasiado claros los parámetros por los que se califica así un libro, está muy cerca de serlo. Pero al margen de calificaciones, que siempre son relativas, dejadme deciros por qué a mí me ha entusiasmado la novela y por qué he disfrutado enormemente de su lectura.
 
En primer lugar, el argumento de la obra, por decirlo así, es muy original, interesante y sugestivo, y sus personajes son sencillamente inigualables. A mediados de los años cincuenta del pasado siglo, Laurie, la protagonista principal y narradora, su tía Dot, una excéntrica y entrañable dama inglesa, en la mejor tradición de mujeres independientes y algo estrambóticas que pueblan la literatura británica, y el reverendo Hugh Chantry-Pigg, un viejo cura fundamentalista, parten de Londres hacia Turquía, con Estambul, la mítica Trebisonda y el mar Negro, como destinos iniciales, y hacia Rusia, Siria y Palestina, después, en un viaje delirante en el que se hacen acompañar por un camello absolutamente desnortado y demente, tanto que parece necesitar un psicoanalista, al decir de alguno de los personajes. El objeto del viaje es múltiple. La joven Laurie quiere olvidar -relativamente, pues seguirá encontrándose con él en su aventura- un amor adúltero que la llena de culpabilidad y de dudas religiosas, debatiéndose entre la fe y el agnosticismo, por lo que se suma al extraño periplo con la intención de disfrutar del viaje y con la excusa de hacer dibujos para el libro que escribirá sobre la experiencia la singular tía Dot. Ésta, anglicana convencida y militante, pretende ejercer de misionera y convertir a la población turca, sobre todo a sus mujeres, al anglicanismo, al que considera la mejor rama de la Iglesia cristiana. Tía y sobrina comparten además la muy acendrada convicción según la cual viajar constituye la principal meta de la vida. El padre Chantry-Pigg, intolerante y anticuado, y tan heterodoxo y estrafalario como sus acompañantes, pero mucho menos simpático por su cerrazón ideológica, viaja por ganar también algunas almas del Profeta para la Iglesia y por poner a prueba el poder de las múltiples reliquias de santos que atesora, sin descartar la posibilidad de realizar algunos milagros en tierras de infieles que le granjearían sin duda un buen número de conversiones entre los casi siempre hostiles turcos.
 
Estoy seguro de que cualquiera de nuestros oyentes, tras tan sólo esta somera descripción de las personalidades de este trío desternillante, ya se habrá dado cuenta de la peculiaridad de la novela. Pero ello, la irresistible atracción de sus muy particulares personajes principales, es sólo una parte, importante pero mínima, del encanto del libro. Porque leyendo Las torres de Trebisonda, aparte de disfrutar de unas horas deliciosas que se os pasarán en un suspiro y con la sonrisa permanentemente en los labios, os encontraréis con muchos otros motivos de interés, tantos que no podré apenas hacer nada más en esta breve reseña que sugerir leve y brevemente algunos de ellos.
 
Están los personajes secundarios, muy numerosos y pintados de un modo brillante y muy convincente: los británicos Charles y David, que escriben sobre los lugares que visitan y viven enzarzados en rencillas profesionales a causa de la originalidad de sus respectivos libros; la turca Halide Tanpinar, convertida a la iglesia anglicana y reconvertida al islamismo por amor; el estudiante griego Jenofonte Paraclydes que le roba el jeep a su abuelo y permite a los viajeros descabalgar de los lomos de su camello en alguna de las etapas de su desopilante excursión; los centenares de espías rusos que la obsesión antisoviética de tía Dot, en plena guerra fría, hace aflorar por doquier; el hechicero local que proporciona a Laurie una droga embriagadora y muy placentera; los diplomáticos ingleses, los múltiples lugareños...
 
Las torres de Trebisonda es también, y sobre todo, una excelente narración de viajes, con descripciones espléndidas de las gentes, de los parajes, de las ciudades, de los paisajes, de los pequeños pueblos, de montes y lagos, de la vegetación austera pero impresionante, de las múltiples ruinas, de los innumerables restos históricos, retazos vivos de mil y una culturas, que jalonan el recorrido de los tres aventureros.
 
Y para terminar este muy breve repaso por una novela inabarcable, permitidme que me detenga en su dimensión espiritual, en las reflexiones sobre el papel de las religiones y las iglesias en nuestro mundo. Se trata de un libro en el que la autora traslada, por boca de su evidente alter ego, la narradora, Laurie, sus preocupaciones existenciales, religiosas, morales. Pero la densidad de esas cuestiones no quita frescura o ligereza al libro que, repito, es una auténtica delicia. No lo dejéis pasar. Os dejo en compañía de un relevante fragmento del libro que podréis disfrutar antes del vídeo que recoge una pieza musical obviamente turca. Uno de los grandes nombres de la música de aquel país, Aynur Dogan, interpreta una de sus piezas más destacadas, Ahmedo.
 
 
En todo caso, ahora debo construirme una vida que no deje lugar ni para Dios ni para el amor. Saldré, haré mi trabajo, procuraré divertirme, veré a mis amigos, la vida seguirá y sin duda, con el tiempo, volveré a encontrarla agradable. Todos, a fin de cuentas, nos adaptamos, tenemos que hacerlo. Hallamos la diversión, aparece sin duda a la vuelta de cada esquina, pues el mundo está lleno de bellezas naturales y artefactos encantadores, de aventuras y bromas y emociones, y de idilios y curas para la pena. Es solo que una dimensión ha sido arrancada de mi vida, allanándola, ya no es ni rica ni refinada ni vivida, sino hueca y magra e irreal, como un fantasma que vaga murmurando en el lugar que habita, buscando siempre algo que ya no está.
 
A su debido tiempo, los años apaciguarán a este fantasma. Y cuando haya pasado el tiempo, se abrirá el desagradable e impredecible vacío negro de la muerte, y caeré finalmente en él, cayendo y cayendo y cayendo, y la sola idea de esta caída, de este desarraigo, de este desgarro del alma y del cuerpo, de este partir hacia algo tan desconocido y vacío, me sume en un miedo y una pena mortales. Después de todo, la vida, con sus agónicas desesperaciones, sus pérdidas y sus culpas, es emocionante y hermosa, divertida e ingeniosa y entrañable, y está llena de placer y de amor; es a veces un poema y a veces una intensa aventura, a veces seria y a veces muy alegre, y sea lo que sea lo que venga después (si es que algo viene), nunca volveremos a tenerla. Las torres de Trebisonda, la ciudad de fábula, aún brillan en un horizonte lejano, con sus puertas y murallas bajo un embrujo luminoso. Así lo veo yo, y por muy lejos que esté de ellas, siempre será así.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

CEES NOOTEBOOM. TUMBAS DE POETAS Y PENSADORES

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy llega a su emisión centésima en esta su segunda etapa, tras los cinco años iniciales en Onda Cero, en nuestra emisora universitaria. Cien programas, cien libros, cien propuestas de lectura en dos intensos y apretados cursos académicos, cien ediciones por las que han pasado sobre todo novelas, pero también algún ensayo, antologías de poesía, recopilaciones de cuentos o volúmenes misceláneos, un centenar de sugestivas invitaciones a disfrutar de unos libros que, en todos los casos -y siempre según mi muy subjetivo y particular juicio-, han sido elegidos -a partir de mi propia experiencia lectora- con criterios en los que prima la calidad y el interés intrínsecos de las obras escogidas, pero también -sin rebajar ese nivel de exigencia inicial- su potencial cercanía a unos gustos no demasiados exquisitos o elitistas, su heterogeneidad, la variedad de géneros, de procedencias, de temáticas, de planteamientos literarios, así como la capacidad de los libros propuestos para entretener, para hacer pensar, para conmover, para emocionar, para ilusionar, para entusiasmar, para, en definitiva, encantarnos y hacernos olvidar la tan a menudo mísera existencia cotidiana.

Para conmemorar este primer centenario del programa os traigo hoy un libro magnífico de un grande de la literatura universal, eterno candidato al Premio Nobel, el holandés de nombre impronunciable Cees Nooteboom. De su extensísima y muy variada obra literaria he seleccionado un volumen de difícil adscripción a un género en concreto, un libro que recoge delicada poesía, profundas reflexiones personales y magníficas fotografías, unido todo ello con un lazo común, la presencia de la muerte, una presencia no ominosa, ni sombría, ni dramática, muy al contrario, una muerte que se contempla desde una perspectiva que, al menos desde mi punto de vista, aparece como esperanza, como creación, como belleza, como -valga el oxímoron- profundamente vital. Se trata de Tumbas de poetas y pensadores y lo publicó, el año 2007, la Editorial Siruela en traducción del alemán de María Cóndor. El libro se presenta en una edición muy cuidada, de formato grande, tapas duras, excelente papel satinado, bellísimas fotografías -como ya he señalado- y desmesurado precio acorde con la extraordinaria calidad formal que ofrece.

Viajero empedernido, durante décadas Nooteboom ha visitado, allá donde le llevaban sus aventuras, las tumbas de escritores -fundamentalmente poetas pero también narradores o filósofos- cuyas obras le habían acompañado a lo largo de su vida. En total, ochenta y dos autores, todos sin excepción indiscutibles en cualquier historia de la literatura que se pretenda rigurosa, cuyas personalidades, cuyos versos, cuyos pensamientos llenaron su propia existencia de lector apasionado. En sus visitas le acompaña siempre su mujer, Simone Sassen, notable fotógrafa, y las imágenes que esta recoge de las lápidas, los cementerios y, en general, los espacios funerarios, ciento treinta y cinco evocadoras y hermosísimas fotografías en blanco y negro, aparecen en el libro contribuyendo a trasladarnos al entorno -a menudo apacible y recogido, siempre ilustrativo y sugerente- de las últimas moradas de los literatos admirados.

El autor confiesa que su cuanto menos extraño proyecto surge de su “afición” a asistir a entierros de colegas escritores. ¿Cuándo empezó?, se pregunta, Yo ya había asistido con frecuencia, cuando en mi país algún colega más viejo o más joven emprendía su último, incierto y gran viaje por las antologías y manuales, a extrañas fiestas al revés en el aula magna de un cementerio, en las que nos volvíamos a ver unos a otros. Allí se suspendían por un instante las enemistades literarias, se daba el pésame a los inimaginables parientes -los escritores no tienen familia- y se hacían conjeturas en silencio acerca de cuánto tiempo resistiría la obra del difunto antes de pasar al segundo plano de la inimaginable eternidad. Pero acudir a entierros no es lo mismo que visitar tumbas. Para expresarlo de la manera más sencilla posible: una tumba tiene que estar cerrada, y mejor si lo está ya desde hace tiempo. La mirada en la sima abierta en la tierra, donde se ve el ataúd, y todos los pensamientos relacionados con ella tienen todavía demasiado que ver con la vida. El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas.

He ahí, pues, escondida en este significativo párrafo, la razón última del libro y de la voluntad que llevó a la experiencia que lo motiva: la intensidad con la que el autor vive su condición de lector. Visita las tumbas porque quienes están en ellas enterrados forman parte de su vida, porque sus obras han estado presentes en su existencia de las maneras más diversas y en los momentos más variados. Y por ello, no hay nada morboso o mortecino en su peregrinar de túmulo en túmulo. Son las voces, las voces vivas de los muertos, valga de nuevo la paradoja, vivas en sus versos inmortales, en sus páginas imperecederas, en sus ideas que han resistido el paso del tiempo, las que impulsan o acompañan al viajero.

Este, a veces, emprende sus recorridos -que le han llevado, en una pasión irrefrenable, a todos los continentes- expresamente en búsqueda del lugar en el que yace enterrado el escritor querido; otras, es el azar, la estancia casual en las cercanías del enterramiento, el que motiva la visita a sus “muertos amados”. Simone Sassen y yo -escribe Nooteboom- denominamos para nosotros mismos el relato de nuestra búsqueda, “Encuentros”. En algunos casos son sus encuentros y no hay más que la imagen; en otros yo quise escribir sobre alguien cuya sepultura no pudimos visitar. Pero casi siempre el texto y las reflexiones del escritor se asocian a las fotografías de su mujer, en un diálogo muy fecundo, en el que palabras e imágenes se imbrican, se complementan, sirven de ilustración mutua, permiten enriquecer nuestra visión de los escritores “visitados”.

Por el libro pasan así, en una muy completa y heterogénea enumeración, que no respeta siglos ni geografías y que denota lo universal de los gustos literarios del visitante, Celan, Descartes y Wittgenstein; Mann y Calvino, Canetti y Joseph Brodsky; Virgilio, Hölderlin y Leopardi; René Char, Thomas Bernhard y Paul Valéry; Marcel Duchamp, Montale, Keats y D.H Lawrence; Yeats y Ionesco. El autor peregrinó también, y el término no resulta excesivo pues de una auténtica aventura espiritual se trata, a las tumbas de Neruda en Chile, las de César Vallejo y Julio Cortázar en el parisino cementerio de Montmartre, a la de nuestro Machado en Collioure, a la de Robert Louis Stevenson en su remota isla de los mares del sur, a las de Keats y Shelley en Roma, a las innumerables del Pére Lachaise de París, Balzac o Proust o Wilde entre ellas. Y también visita en su último lecho a Susan Sontag, Virginia Woolf, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Nabokov y Kafka, a Dante, Flaubert y Borges, a Bioy Casares y Samuel Beckett y James Joyce y Goethe y tantos otros.

Y en cada caso nos encontramos con las atinadas reflexiones del autor: aquí un leve apunte biográfico sobre el escritor enterrado, allá -muy a menudo- una cita de su obra, un poco después unos versos, más adelante una somera y poética descripción de la tumba o de la lápida -sobria o alambicada, discreta u ostentosa, austera o sofisticada-; ahora un comentario sobre el espacio circundante -salvaje o “civilizado”, inaccesible o notoriamente señalizado, repleto de recuerdos y ofrendas y arreglos florales o desmañado, olvidado como a menudo lo es el muerto-, más tarde un retrato melancólico de los anónimos y privilegiados “vecinos” que duermen su sueño eterno a la vera del literato visitado, aún después, tres pinceladas sobre los fugaces visitantes del cementerio. Y siempre la profundidad del pensamiento de Cees Nooteboom, sus penetrantes anotaciones sobre la poesía, sus filosóficas disquisiciones sobre la vida y la muerte, sobre la memoria y el olvido, sobre los recuerdos, sobre la amistad y el amor, sobre -claro está- la literatura.

Un libro magnífico, este Tumbas de poetas y pensadores, del holandés Cees Nooteboom, que publica Siruela. Un libro interminable, además, gozosamente interminable, pues se abre a las obras de los escritores mencionados, avivando el interés por su lectura, y, sobre todo, a poco espíritu viajero que se posea, porque nos despierta el deseo de repetir la experiencia del autor, visitando también, con la misma pasión, con idéntico entusiasmo, con similar emoción, esos lugares en cierto modo sagrados.

He elegido, como complemento musical a mi reseña de esta mañana, una canción que habla de la muerte, Flirted with you all my life, del desgraciadamente desaparecido Vic Chesnutt.


¿Quién yace en la tumba de un poeta? El poeta, desde luego, no, eso es bien sabido. El poeta está muerto, de lo contrario no tendría una tumba. Pero el que está muerto ya no es nadie, por lo tanto tampoco está en su tumba. Las tumbas son ambiguas. Conservan algo, y sin embargo, no conservan nada. Naturalmente, esto se puede decir de todas las tumbas, pero cuando se trata de las tumbas de los poetas con eso no está todo dicho. En su caso hay algo diferente. La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada. Literalmente, ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los poetas siguen hablando. A veces se repiten. Esto ocurre cada vez que alguien lee o recita un poema por segunda o centésima vez. Pero hablan también para quienes todavía no han nacido, para unas personas que aún no han vivido cuando ellos escriben lo que escriben.

¿Por qué visitamos la tumba de alguien a quien no hemos conocido en absoluto? Porque nos dice algo, algo que sigue resonando en nuestros oídos, que hemos retenido e incluso no hemos olvidado, que nos sabemos de memoria y de vea en cuando repetimos, en voz bajo o en voz alta. Con alguien cuyas palabras siguen estando presentes para nosotros mantenemos una relación, del tipo que sea. Por esa razón, no es imprescindible visitar su tumba.

Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos, queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos. Cuando nos hallamos al lado de sus tumbas, sus palabras nos envuelven. La persona ya no existe, pero las palabras y los pensamientos permanecen. Podemos al menos rememorar. Cada visita a la tumba de un poeta es una conversación en la cual la respuesta ya está ahí mucho antes que todo lo que nosotros mismos pudiéramos decir. Es una paradoja. Algo se ha dicho ya, pero sin que se haya formulado una pregunta. Hemos venido a dar nuestra aquiescencia, a estar cerca de las palabras que ya se han dicho. El que escribió esas palabras murió, pero las palabras mismas siguen viviendo. Podríamos pronunciarlas en voz alta, como si se las dijéramos a otros. Por eso vamos allí: para oír esas palabras en el silencio de la muerte y a pesar de la muerte.

En estos últimos años he visitado innumerables tumbas de poetas y las sensaciones que he experimentado junto a ellas han sido siempre las mismas. Visitamos a unos muertos a los que conocemos mejor que a la mayoría de los vivos. Yacen en muros, en lo alto de montículos, bajo modestas piedras u ostentosos monumentos, en metrópolis o remotas islas, junto a desconocidos o junto a otras celebridades; descansan allí desde hace tanto tiempo que hasta las inscripciones funerarias han envejecido, o en tumbas recién cavadas; las losas están de pie o yacen en el suelo; no han elegido a sus vecinos, duermen en mármol o granito junto a catedráticos u oficiales, con su esposa o su padre o sin ellos, sin palabras o con las suyas propias, palabras cinceladas en la piedra, palabras que ya conocíamos, que un día fueron escritas con tinta sobre papel y ahora están petrificadas.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

ALFONS CERVERA. ESAS VIDAS

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como todas las semanas llegamos puntuales a nuestra cita con todos vosotros, una cita en la que pretendemos daros cuenta de un libro que creemos puede interesaros escogido de entre el maremágnum de publicaciones que nos asaltan de un modo inmisericorde desde los mostradores de las librerías. Hoy quiero presentaros la penúltima obra publicada de un escritor espléndido, autor de innumerables novelas y de incontables artículos periodísticos, también de algún poemario. Se trata de Alfons Cervera, un escritor valenciano con una trayectoria literaria más que estimable que no se corresponde, como tan a menudo ocurre, con su reconocimiento público, pues pese a su excelencia no ocupa las portadas, ni se le dedican páginas en los suplementos literarios, sino que presenta, en definitiva, lo que podríamos llamar un ‘perfil bajo’ desde el punto de vista comercial. Y ya sabéis que en estos asuntos de la literatura -pero en cuáles no- el comercio, la imagen, el marketing, el dinero, en suma, resultan primordiales. Alfons Cervera es, como os digo, un escritor voluntariamente alejado de los primeros planos mediáticos, pero que lleva muchos años elaborando un proyecto literario muy personal, muy delicado, repleto de melancolía, de sentimientos, hermosísimo. En particular, y antes de hablaros del libro de esta mañana, os recomiendo su tetralogía (por ahora), agrupada bajo la rúbrica de Ciclo de la Memoria e integrada por las novelas El color del crepúsculo, Maquis, La noche inmóvil y Aquel invierno, que gira sobre la brutal posguerra española en las décadas de los cuarenta, cincuenta y hasta sesenta del pasado siglo, en un territorio, la Serranía valenciana, que Cervera conoce muy bien por ser el universo de su infancia, de su vida, en realidad. En esas magníficas e intensas y emocionantes y conmovedoras novelas, se nos habla de la vida cotidiana de los perdedores de la guerra civil, de individuos humildes y sencillos, de la memoria histórica hoy tan trivializada en algunos ámbitos, de la represión, del horror, de las penurias, del silencio que sufrieron algunas de esas pobres gentes que tuvieron la mala fortuna o que escogieron el destino de estar en el lado equivocado de la contienda.
 
Esas vidas, el libro del que hoy quiero hablaros, publicado, como la mayor parte de su obra literaria, por la editorial Montesinos, contiene la totalidad de las claves y de los motivos recurrentes de la literatura de Alfons Cervera, de modo que leyéndolo podréis haceros una idea bastante ajustada de lo esencial de sus planteamientos, de sus intereses, de su estilo, tan poético. No obstante, hay, sin embargo un elemento central que es específico de este libro en particular, que constituye el eje sobre el que se desarrolla todo él. Este desencadenante de la escritura en Esas vidas es la muerte de su propia madre. La madre de Alfons Cervera fallece en un mes de febrero, tras año y medio languideciendo después de una caída por las escaleras de su casa, y dos semanas después de su muerte, su hijo, que se encuentra en Grenoble por motivos profesionales, relativos a su oficio de escritor, asistiendo a un coloquio sobre la memoria individual y colectiva que se celebra en la Universidad de la ciudad francesa, reflexiona sobre esa muerte, sobre la muerte en general, sobre su vida con su madre, sobre un extraño episodio protagonizado por su padre, entonces un joven anarquista, en los primeros días de la Guerra Civil. Tres son los planos que se entremezclan en los pensamientos del autor: la historia de su madre, de su pasado feliz, y también del progresivo deterioro del año y medio tras la caída, así como de su propia infancia como niño; la indagación en la misteriosa peripecia del padre, que le condujo a una condena de doce años de cárcel terminada la guerra; y las reflexiones que como novelista, y con ayuda de numerosas citas y referencias a otros escritores, el autor se hace sobre la muerte, sobre el paso del tiempo, sobre las razones de la escritura, sobre el sentido de la existencia, sobre la memoria, sobre la condición humana…
 
El libro resulta ser así, gracias a esta superposición de planos, intimista y objetivo, emocionante y terrible, algo frío y distante, pero a la vez lleno de ternura y sensibilidad. En cualquier caso, y como sucede con el resto de la obra de su autor, altamente recomendable. Os dejo ya con un fragmento de Esas vidas que creo que os permitirá apreciar con bastante exactitud el tono, el estilo, el clima de la obra. En estos días, además, ve la luz la última novela del escritor valenciano, Tantas lágrimas han corrido desde entonces, en la que, al parecer, pues aún no he podido leerla, se da algún tipo de continuidad con ésta que ahora comento, a través de algún personaje común.
 
Como complemento musical al libro de un escritor que siempre ha declarado su fascinación por París os dejo J’ai deux amours, esa clásica declaración de amor a la ciudad del Sena, compuesta hace más de ochenta años por Josephine Baker. Aquí suena en la voz de Madeleine Peyroux.
 
 
Ya sé, porque lo dijo Walter Benjamin -siempre presente, siempre-, que con los recuerdos no se escribe una biografía. Esta escritura no se cose a los recuerdos sino al relato, desnudo en toda su fragmentaria dramaturgia, de una muerte. La de mi madre. Y con ellas, con la muerte y con mi madre, se ha abierto en lo que se cuenta una brecha -muchas, quizá- hacia el conocimiento de lo que sucedió en un tiempo ya lejano. Una vida -aseguraba Rimbaud- siempre son otras vidas. Y me pregunto todavía hoy -tal vez hoy seguramente más que nunca- dónde estaban antes esas vidas que poco a poco han ido construyendo la que mi madre vivió cuando se iba muriendo con la fecha de caducidad que ella buscaba afanosamente en los tarros de yogur: la de Claudio, mi padre, que comienza una noche de llamas y pistolas cuando era casi un niño y se iniciaba en una revolución que lo conduciría a la derrota, a todas las derrotas; la de mi hermano, aferrada con temblores epilépticos a ese miedo que en los momentos de máximo esplendor lo llenaba de inocencia y de ternura; la de quienes fueron apareciendo en esta historia como personajes borrosos, inconclusos, habitantes de los rincones más en sombras de la casa y finalmente imprescindibles; la de esos libros que me ayudaron -con mayor o menor torpeza por mi parte- a escribir estas páginas llenas de lo que nunca antes imaginé que podría llegar a conocer. Y la de mi madre, una mujer fuerte, con esa fortaleza imbatible que de pronto se quedó paralizada un día de verano y decidió buscar en el silencio, en el lado más profundo de lo oscuro, una manera de sobrevivir.