Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de febrero de 2012

DAVID GILMOUR. CINECLUB

Hola, buenos días. Como todos los miércoles, aquí estoy, aguardándoos en Todos los libros un libro, dispuesto a proporcionaros una nueva recomendación de lectura esperando acertar, esperando que mi criterio coincida con vuestras preferencias y mi consejo pueda resultar de vuestro agrado. Os recuerdo que no soy experto en literatura, soy sólo un lector como cualquiera de vosotros, por lo que mis sugerencias semanales no responden a ningún dictado académico ni a argumentos de autoridad sino tan sólo a mis propias preferencias. Parto de la base, espero que no demasiado infundada, de que no soy una persona excesivamente rara, soy alguien normal, por lo que los libros que a mí me gustan pueden perfectamente gustarles a muchas personas más y por ello me atrevo a recomendarlos. Así ocurre con el que hoy traigo para vosotros, un estupendo libro que narra, además, una peripecia autobiográfica y muy singular de su autor, el escritor canadiense David Gilmour. Cineclub es el título del que quiero hablaros, y ha sido publicado en la colección Reservoir Books, de la editorial Mondadori, en traducción de Ignacio Gómez Calvo. Se trata, como el título inequívocamente apunta, de un libro vinculado al mundo del cine, y por ello he querido traerlo aquí hoy, cuando aún no se han apagado los ecos de la reciente ceremonia de los Oscars correspondientes a 2012.

Como os digo, David Gilmour es un escritor canadiense que cuenta con varias novelas en su haber y que ha hecho también algunas incursiones en el terreno del periodismo televisivo. Cineclub no es, en cambio, una novela, aunque os anticipo que se lee con la fluidez y la atención que consiguen provocar las mejores ficciones; no es una historia inventada sino que parte de un episodio esencial de la propia vida de su autor. El hijo de David Gilmour, Jesse, empezó a mostrar unas sorprendentes irregularidades en sus notas cuando cursaba tercero de secundaria, y ya en cuarto, con dieciséis años, su rendimiento académico cayó en picado. El chico, apremiado por sus padres, se escabulle y miente. Falta a sus clases, muestra un comportamiento algo errático e inusual, es detenido por pintar con espray los muros de su antigua escuela primaria. Sus progenitores, el propio David y su ex-mujer (lo siento, sigo escribiéndolo con guión) Maggie, pertenecientes a un mundo de artistas, escritores, periodistas, intelectuales, gentes ‘modernas’ del mundo de espectáculo, respetables ciudadanos de clase media alta, deciden cambiarlo de colegio y enviarlo a un instituto privado. Pero ni siquiera esa fórmula funciona. El adolescente desgarbado que es Jesse, un metro noventa y cinco centímetros de desconcierto juvenil, resulta indomeñable: no tiene libros de texto, no parece llevar apuntes de clase, su letra es ilegible, manifiesta una ignorancia supina en los conocimientos básicos que se le suponen a un chico de su edad, y sobre todo, lo que preocupa principalmente a los padres, sus dedos manchados de nicotina, su palidez, su aburrimiento existencial, su odio al instituto, son signos que quizá anticipan algún mal mayor: la sombra amenazante del peligroso universo de las drogas llena de inquietud la mente de David.

Éste, entonces, urgido por la trascendencia del problema que debe encarar, lleno de dudas e incertidumbres, asediado por el miedo a equivocarse gravemente, toma, sin embargo, una decisión valiente y atrevida, muy arriesgada y de efectos imprevisibles. Oigamos a David reflexionar en voz alta: Es cierto, pensé. Tiene que hacer algo. Pero, ¿qué? ¿Qué puedo conseguir que haga que no acabe siendo una repetición del desastre del Instituto? No lee, detesta los deportes. ¿Qué le gusta hacer? Le gusta ver películas. A mí también. De hecho, durante unos años, cuando rondaba los cuarenta había hecho de crítico de cine de forma bastante convincente en un programa de televisión. ¿Qué podríamos hacer con eso? David dejará que su hijo decida libremente -recordad, tiene sólo dieciséis años- si quiere continuar o no con sus estudios en el instituto, aunque le pone algunas condiciones en el caso de que su opción sea abandonar su educación. En otras palabras, David propone a su hijo un trato: Jesse podrá dejar el instituto, no tendrá que trabajar ni pagar el alquiler, se le permitirá dormir hasta las cinco de la tarde todos los días, pero ni puede tomar ninguna droga -en caso contrario se romperá el trato- y además, y éste es el desencadenante de la historia que el libro cuenta, tiene que ver tres películas semanales con su padre, tres películas que el adulto elegirá y que constituirán la única educación del chico.

Y así, durante tres años, David y Jesse empiezan a ver tres películas semanales. Comienzan por Los cuatrocientos golpes, de Truffaut y siguen por El padrino, Con faldas y a loco, El resplandor, Manhattan, Lolita, Pretty woman y cientos y cientos de ellas que se reseñan en el índice final del libro y que constituyen un elenco muy destacado y significativo de la historia del séptimo arte. Y a lo largo de todo este tiempo, padre e hijo discuten, se enfadan, se cuentan confidencias, viajan, se cambian de casas, crecen juntos y hablan, hablan de chicas, del amor, del sentido de la vida, de las drogas, del trabajo, de los sueños, del futuro, de música, de las relaciones personales, y por supuesto hablan, claro, de cine. De este peculiar modo se desarrolla la educación de Jesse, su educación en general y su educación sentimental en particular, hasta el punto de que, al cabo de tres años, cuando es ya un mocetón de diecinueve, el joven empezará a llevar las riendas de su vida y, gran experto en cine, se matriculará en la universidad abandonando el hogar paterno.

Os dejo precisamente con un fragmento final del libro en el que David evoca con nostalgia esos tres años fascinantes y decisivos en las vidas de ambos. Cineclub, de David Gilmour, Editorial Mondadori; no dejéis de leerlo si os gusta el cine, si tenéis hijos en la edad del pavo o si vosotros mismos no habéis abandonado aún tal insulsa etapa, si os dedicáis a la educación o, simplemente, si queréis pasar unas horas entretenidas y repletas de reflexiones interesantes. Música de cine, también, para cerrar el espacio por hoy. Rose Murphy canta el clásico Pennies from heaven, en una versión incluida en la magnífica y muy premiada, la sensación cinematográfica de este año, The artist.


No volvió a vivir en mi casa. Se quedó en la de su madre y luego buscó un piso con un amigo que había conocido en el instituto. Tuvo un problema con una chica, creo, pero lo solucionaron. O no lo solucionaron. No me acuerdo.
Nunca llegamos a ver el programa de películas extraordinariamente bien escritas. Simplemente se nos acabó el tiempo. Supongo que en realidad no importaba; siempre habría algo que no llegaríamos a ver.
Él dejó atrás el cineclub y, en cierto modo, me dejó atrás a mí, dejó atrás el hecho de ser un niño para su padre. Se percibía desde hacía años, por etapas, pero de repente estaba allí. Se podía notar en los dientes.
Algunas noches paso por su cuarto del tercer piso, entro y me siento en el borde de la cama; me parece irreal que se haya ido, y durante los primeros meses me angustiaba pasar por allí. Veo que se ha dejado el DVD de Chungking Express en su mesilla de noche; ya no le sirve de nada; ha tomado todo lo que necesitaba de ella y la ha dejado atrás como una serpiente su camisa.
Sentado en su cama, me doy cuenta de que nunca volverá bajo la misma forma. De ahora en adelante será una visita. Pero qué regalo tan raro, milagroso e inesperado fueron esos tres años en la vida de un joven, en un momento en que normalmente empieza a cerrar la puerta a sus padres.

miércoles, 22 de febrero de 2012

NANCY MITFORD. A LA CAZA DEL AMOR. AMOR EN CLIMA FRÍO

Hola, buenas tardes. Aquí estamos de nuevo, un miércoles más, en Todos los libros un libro, ofreciéndoos una recomendación de lectura que, como siempre, queremos que os resulte útil, sugestiva y de interés. Hoy quiero invitaros a adentraros no en uno sino en dos libros, pues nuestra propuesta de esta semana se centra en dos novelas que, siendo independientes, reflejan el mismo universo, tienen en común la mayor parte de los personajes principales y, en definitiva, fueron concebidas como un proyecto unitario. Se trata de A la caza del amor y Amor en clima frío, las dos obras mayores en la trayectoria literaria de Nancy Mitford, una aristócrata inglesa que, entre otras muchas ocupaciones, y al margen de sus muy variadas y a veces agitadas peripecias vitales, se dedicó a la literatura entre la década de los treinta y la de los sesenta del siglo pasado, con un más que relativo éxito. Las dos novelas, que vieron la luz originariamente en 1945, la primera, y 1949, la segunda, han sido publicadas de nuevo ahora, en ediciones primorosas y bellísimas, por la magnífica editorial Libros del Asteroide. La traducción de la primera novela es de Ana Alcaine y Miguel Martínez-Lage se responsabiliza de la segunda.

A la caza del amor y Amor en clima frío son dos novelas deliciosas que se leen con extraordinario agrado e intenso placer y con una permanente sonrisa en los labios. En ellas, Mitford nos relata la historia de su propia familia, una singular familia aristocrática, encubierta en las novelas bajo la personalidad ficticia de los Radlett, en las primeras décadas del siglo pasado. Fanny, una prima de los Radlett, íntimamente unida a ellos, cuenta en tercera persona las extravagancias de este grupo estrafalario y numeroso. Los Radlett, como digo trasunto literario de la auténtica familia Mitford, son tío Matthew, Lord Resdedale, un viejo casi siempre malhumorado, cascarrabias y entrañable, vociferante y desaforado, permanentemente enfurruñado y tronante, aunque sensible y cariñoso, que dirige la familia desde su majestuosa casa de campo en Alconleigh, despotricando contra todo y contra todos y asistiendo impotente al declive de un mundo hecho de tradiciones milenarias y en muchos casos absurdas; su esposa, tía Sadie, algo devota y bastante despistada; y, sobre todo, sus innumerables hijos: la mayor Louise, seria, adulta y responsable; Bob, a punto de incorporarse a sus estudios en Eton; la hermosa Linda, la mejor amiga de la narradora, personaje que es en realidad la propia Nancy Mitford y sobre cuya juvenil búsqueda del amor gravita íntegra la primera novela; la alocada Jassy, que desde los ocho años ahorra para escaparse de casa; los pequeños Matt, Victoria y Robin. Y junto a ellos una pléyade de personajes delirantes y simpatiquísimos, la Desbocada, madre de Fanny, siempre de viaje por el mundo, en brazos de uno u otro hombre; Tía Emily, tutora de Fanny; su marido el capitán Davey Warbeck, adorable e hipocondríaco; el excéntrico bromista y desprendido millonario Lord Merlin; los sucesivos pretendientes de Linda, el insulso Tom Kroesig y sus más insulsos y muy adinerados padres, el filocomunista Cristian Talbott, envuelto siempre en su nube de causas sociales, el hombre de mundo Fabrice de Sauvaterre… y tantos otros…

Las dos novelas, que rezuman un muy inglés sentido del humor, teniendo como tema principal el relato de las peripecias sentimentales de sus principales protagonistas, la prima Linda Radlett en la primera obra y Polly Montdore en la segunda, nos permiten acercarnos a ese mundo cerrado y anacrónico, pero que la visión amigable de la autora convierte en encantador, de la vieja Inglaterra aristocrática de entreguerras, un mundo que se resiste a aceptar la llegada de los nuevos tiempos, de la modernidad democrática, de las costumbres más libres. Una aristocracia que vive encastillada en sus feudos, en sus lujosas mansiones e inmensas casas de campo, en sus residencias veraniegas e inabarcables apartamentos en Londres, entre bailes de sociedad, puestas de largo y recepciones oficiales, reuniones en los clubes privados y cazas del zorro, rodeados de objetos valiosos y piezas de anticuario, obras de arte y joyas y ropas de valor incalculable, siempre atendidos por una cohorte de niñeras, amas de llaves, guardabosques, mozos de cuadra, mayordomos, cocineras y chóferes. Nancy Mitford se mueve con naturalidad en el ‘ecosistema’ de esta aristocracia, con sus privilegios de cuna, con sus tics de clase, un mundo en el que resultaba un problema esencial en la vida el modo correcto de nombrar al espejo, jamás mirror, siempre looking glass, o la expresión adecuada para el papel de cartas, nunca notebook, sí en cambio writing paper. Un mundo en el que las guerras, los conflictos del acontecer social, las crisis del devenir histórico, sólo eran percibidos en el universo cerrado y alejado de la realidad de Alconleigh porque en esas ocasiones, como dice tía Sadie, el papel higiénico se hacía más grueso y el papel de cartas más fino.

Termino ya, no tengo, como es habitual en Todos los libros un libro, tiempo para mostraros otros ángulos, otros enfoques de las muy recomendables novelas presentadas. Espero que lo dicho hasta ahora os sirva para que os intereséis por ellas. Con esa intención dejadme que os ofrezca el comienzo de la primera; un inicio que resulta muy revelador del clima que os vais a encontrar si os decidís a leerlas.  Para ilustrar musicalmente el mundo refinado y elitista de las novelas de la Mitford, un músico siempre aristocrático, Bryan Ferry, que también habla de amor en su ya clásica Slave to love.


Existe una fotografía de tía Sadie y sus seis hijos sentados alrededor de la mesa del té en Alconleigh. La mesa está colocada, como estaba entonces, como sigue estando y como siempre estará, en el salón, delante de un enorme hogar de leña. Encima de la repisa y claramente visible en la fotografía cuelga una pala de zapador con la que, en 1915, tío Matthew había matado a golpes a ocho alemanes, uno tras otro, mientras salían de un refugio subterráneo; aparece recubierta todavía de sangre y cabellos, y de niños siempre nos había fascinado.
En la imagen, el rostro de tía Sadie, siempre tan hermoso, aparece extrañamente redondo; tiene el pelo abultado y sedoso, y la ropa que lleva es de lo más ñoña, pero no hay duda de que es ella quien está ahí sentada con Robin arrellanado en su regazo y envuelto en mares de encaje. No parece muy segura de qué hacer con la cabeza del niño, y se percibe, aunque no se ve, la presencia de Nanny aguardando el momento de llevárselo. Los demás niños, de edades comprendidas entre los once años de Louisa y los dos de Matt, están sentados en torno a la mesa, vestidos con sus mejores galas o con baberos de encaje y puntillas, y sujetan con la mano tacitas o tazas para el té, según la edad. Todos miran a la cámara con los ojos muy abiertos por el fogonazo del flash, y todos tienen aspecto de no haber roto un plato en su vida, con esas boquitas redondas.
Ahí están, quietos como moscas fosilizadas en el ámbar de ese instante: la cámara hace clic y la vida sigue adelante, los minutos, los días, los años, los decenios… llevándoselos cada vez más y más lejos de esa felicidad y esa promesa de juventud, de las esperanzas que tía Sadie debía de haber depositado en ellos y de los sueños que habían soñado. Muchas veces pienso que no hay nada más dolorosamente triste que los viejos grupos familiares.




miércoles, 15 de febrero de 2012

EMMANUEL CARRÈRE. DE VIDAS AJENAS

Me acuerdo de que, la noche antes de la ola, Hélène y yo habíamos hablado de separarnos. No era complicado: no vivíamos bajo el mismo techo, no teníamos hijos en común, hasta podíamos pensar en seguir siendo amigos; sin embargo, era triste. Conservábamos en la memoria otra noche, justo después de habernos conocido, que pasamos repitiendo que nos habíamos encontrado, que viviríamos juntos el resto de nuestra vida, que envejeceríamos juntos e incluso que tendríamos una niña. Más tarde tuvimos una niña, en el momento en que escribo seguimos esperando envejecer juntos y nos complace pensar que lo comprendimos todo desde el principio. Pero desde aquel comienzo había transcurrido un año complicado, caótico, y lo que nos parecía cierto en el otoño de 2003, en el embeleso del flechazo, lo que nos sigue pareciendo cierto, en todo caso deseable, cinco años más tarde, ya no nos parecía en absoluto cierto ni deseable aquella noche de la Navidad de 2004, en nuestro bungalow del Hotel Eva Lanka. Por el contrario, estábamos seguros de que aquellas vacaciones eran las últimas, y que a pesar de nuestra buena voluntad habían sido un error. Acostados uno junto al otro, no nos atrevíamos a hablar de la primera vez, de aquella promesa en la que los dos habíamos creído con tanto fervor y que era evidente que no se cumpliría. No había hostilidad entre nosotros, simplemente nos veíamos alejarnos con pena: era una lástima. Yo rumiaba mi incapacidad de amar, tanto más patente porque Hélène era una persona muy amable. Pensaba que envejecería solo. Ella pensaba en otras cosas: en su hermana Juliette, que justo antes de partir nosotros había sido hospitalizada a causa de una embolia pulmonar. Hélène tenía miedo de que cayera gravemente enferma, de que se muriera. Yo alegaba que aquel miedo no era racional, pero colonizó enseguida todo el estado de ánimo de Hélène, y yo le reprochaba que se dejase invadir por algo en lo que yo no tenía ninguna participación. Salió a fumar un cigarrillo a la terraza del bungalow. La esperé tumbado en la cama, diciéndome: si vuelve pronto, si hacemos el amor, quizá no nos separemos, quizá envejezcamos juntos. Pero ella no volvió, se quedó sola en la terraza mirando cómo se iluminaba poco a poco el cielo, escuchando los primeros trinos de los pájaros, y yo, por mi lado, me quedé dormido, solo y triste, convencido de que mi vida iba a empeorar cada vez más.

Hola, buenos días. Así, con este sugerente texto, comienza De vidas ajenas, la última novela, aunque no sé si novela es un término adecuado, de Emmanuel Carrère, el escritor y guionista francés. De vidas ajenas ha visto la luz hace algunos meses en la editorial Anagrama, traducido por Jaime Zulaika.

Antes de iniciar mi reseña de hoy, dejadme recordaros que Emmanuel Carrère es autor también de otras obras magníficas, singularmente El adversario, un libro publicado igualmente por Anagrama en el año 2000 y que comparte con el que os presento esta semana al menos un rasgo determinante: ambos podrían inscribirse en un género en alza, las novelas de no ficción, como las llama una parte de la crítica, en particular la norteamericana. Truman Capote, un pionero con su A sangre fría, el malogrado Sebald, el Nobel sudafricano Coetzee o nuestro Javier Cercas, entre otros muchos, escriben libros en los que el mismo autor es protagonista, en los que las tramas novelescas se imbrican en la propia vida del autor, en los que ficción y realidad se mezclan y resultan, a la postre, indiscernibles, en los que las vivencias de sus personajes afectan a la existencia del escritor, en los que éste se adentra en una investigación sobre hechos e individuos reales y da cuenta en el libro de esa indagación, de la que se narran las causas, los procesos, los avances, las conclusiones. El resultado final no se limita a una mera descripción neutra y objetiva de los acontecimientos narrados, lo cual convertiría los libros en manifestaciones destacadas del género periodístico, sino que estamos ante auténticas novelas, porque la voz narrativa es una voz creadora: inventa, imagina, penetra en el alma de los protagonistas, recrea emociones, intuye sentimientos, impregna el relato de fecunda subjetividad. En definitiva, sobre la base de unos hechos realmente producidos, efectivamente existentes, verídicos pues, se instaura una nueva verdad más verdadera podríamos decir, la verdad de la literatura que, si es de calidad, si es auténtica, si es Literatura con mayúsculas, emociona, conmueve, transmite sentimientos y arroja una luz más diáfana y esclarecedora sobre nuestra pobre condición humana.

Así, en El adversario, Emmanuel Carrère reconstruyó una sorprendente y a la vez escalofriante historia real que conmocionó a la opinión pública hace veinte años. En 1993, Jean-Claude Romand, aparentemente un médico francés de vida ordenada y plácida, asesinó a su mujer, a sus dos hijos, a sus padres y después trató, sin éxito, de suicidarse. Juzgado tres años después, fue sentenciado a cadena perpetua. En el libro conocemos las investigaciones judiciales que revelaron el mundo de falsedades que Romand había creado a su alrededor. Matriculado de joven en Medicina, no logró pasar del segundo curso y por no enfrentar ese hecho ante sus padres, construyó una trama de mentiras, cada vez más enrevesadas, para disimular su fracaso. De este modo, su vida real fue progresivamente quedando desplazada por una existencia ficticia que acabó devorando su auténtica personalidad. Sin trabajo, salía a diario a un parque cercano en el que consumía su supuesta jornada de trabajo. Sin dinero, estafaba a propios y extraños en una espiral de engaños. Cuando, tras dieciocho años de ocultaciones y fingimientos, la situación se hizo insostenible y su vida fraudulenta iba a ser descubierta acabó salvajemente con su familia e intentó suicidarse. Emmanuel Carrère se adentra en la siniestra personalidad de este fascinante aunque monstruoso personaje y a través de la correspondencia que mantiene con él, dando cuenta de los protocolos judiciales, de sus propias indagaciones, de las sesiones del juicio, a las que asiste, elabora un libro intensísimo y deslumbrante, de lectura arrebatadora, que nos ayuda a comprender mejor a un ser humano tan brutalmente singular y con él, a conocernos mejor a nosotros mismos.

De vidas ajenas se rige por un principio similar: partir de hechos reales, investigarlos y relatar los resultados de la investigación y de la influencia que lo experimentado, lo conocido, lo indagado ejerce sobre la propia vida del autor. En este caso, el desencadenante es el tsunami que asoló las costas índicas en las navidades de 2004 y al que de modo lateral se alude en el texto que os he ofrecido al comenzar esta reseña. Carrère, que está de vacaciones con su mujer Hélène en Sri Lanka, ve como una pareja vecina y amiga pierde a su hijita que jugaba en la playa en el momento en que irrumpió la devastadora ola. Desde ahí, la novela contiene al menos tres líneas argumentales inicialmente sucesivas, aunque luego acaban interrelacionándose. La primera historia que se nos narra es, pues, la de esos días terribles vividos en la isla destrozada, los miles de cadáveres, la desolación general, la destrucción, el pánico, la tristeza, las iniciales y estériles labores de rescate, la identificación de los cuerpos, las vidas aniquiladas y reducidas a su condición más elemental. A la vuelta de su dramático viaje, Juliette, la hermana de Hélène, es ingresada en un hospital pues le ha sido diagnosticado un cáncer. Juliette ejerce su profesión de juez con compromiso e implicación al lado de Étienne, un compañero con el que además de afinidades profesionales y humanas comparte una condición triste y dolorosa: ambos son cojos, han perdido una pierna en sendas enfermedades juveniles. El segundo núcleo del libro lo constituye el análisis de esas dos vidas entregadas a la justicia, los respectivos dramas vividos en la juventud, las enfermedades padecidas, la toma de postura personal de ambos ante las injusticias que el ejercicio del Derecho lamentablemente permite, las interioridades del sistema judicial francés, la poderosa amistad nacida en esa lucha común, una amistad que no necesita explicaciones ni demasiadas palabras. Por fin, el tercer eje de la novela se desarrolla en torno a la inevitable evolución de la enfermedad de Juliette, su impacto en su bondadoso marido Patrice y en sus tres pequeñas hijitas, su deterioro y su muerte con sólo treinta y tres años.

Pero lo esencial del libro no está en los hechos narrados, en las líneas argumentales, en las vidas ‘externas’ que se cuentan, sino en la profundidad de las almas, en lo íntimo, en las emociones más genuinas de los seres que pasan por la novela: la desesperación de los padres y los abuelos de la niñita arrebatada por las aguas, el padecimiento de los chicos que sufren la terrible mutilación en su juventud, el dolor devastador de sus familias, impotentes ante el cáncer, la dramática aceptación de lo irremisible de la muerte por parte de Juliette y su joven marido. Y, claro está, la repercusión que todas estas vivencias tienen sobre el narrador, sobre su algo egoísta vida, sobre su quizá demasiado rutinaria y algo languideciente relación de pareja, hasta el punto de que el impacto emocional de los hechos que vive y analiza y sobre los que escribe acaba cambiando su vida, mejorándola.

Impacto emocional he escrito, muy ajustadamente. No soy yo muy dado a las confidencias íntimas en un espacio público como es el radiofónico o el que ofrece internet, pero por una vez haré una excepción: yo he llorado leyendo De vidas ajenas, sus últimas sesenta páginas un desbordante y emotivo fluir de lágrimas, lágrimas acongojadas por la tristísima historia leída, presenciada, en cierto sentido -en tanto cuando leemos penetramos realmente en otras existencias- vivida, lágrimas doloridas por la absurda insensatez de la condición humana, lágrimas, en fin, liberadoras y hasta alegres por la belleza y la verdad que la literatura puede comunicar. Os dejo, como muestra de esa esencial belleza del libro, un fragmento bellísimo que recoge los últimos momentos en común del equilibrado Patrice con su joven mujer agonizante.

Leed, pues, este De vidas ajenas de Emmanuel Carrère que publica Anagrama, son muchas las razones para hacerlo: magnífica literatura, extraordinaria belleza, reveladora verdad, profunda, intensa, conmovedora vida. Os dejo, como cierre de la emisión, una canción del vaquero Tim McGraw, Live Like You Were Dying, en la que el cáncer es protagonista. Hasta la semana que viene.

Está de nuevo tendido cerca de ella, pero más cómodamente, casi como si estuvieran en la cama conyugal. Ella respiraba sin tropiezos, parecía no sufrir. Navegaba en un estado crepuscular que en un momento dado iba a convertirse en la muerte, y él la acompañó hasta aquel momento. Se puso a hablarle al oído, muy bajo, y mientras hablaba le tocaba suavemente la mano, la cara, el pecho, a intervalos la besaba con un roce de los labios. Aun sabiendo que su cerebro ya no estaba en condiciones de analizar las vibraciones de su voz ni el contacto de su piel, era seguro que su carne los percibía todavía, que ella entraba en lo desconocido sintiéndose rodeada por algo familiar y amoroso. Él estaba allí. Le contó la vida que habían vivido juntos y la felicidad que ella le había dado. Le dijo cuánto le había gustado reírse con ella, hablar de todo y de cualquier cosa con ella, y hasta pelearse con ella. Le prometió que seguiría adelante sin flaquear, que se ocuparía bien de las niñas, que no debía preocuparse. No olvidaría ponerles las bufandas para que no se resfriasen. Le cantó canciones que a ella le gustaban, le describió el instante de la muerte como un gran fogonazo, una ola de paz de la que no se tiene idea, un retorno bienaventurado a la energía común. Un día él también la conocería y los dos volverían a reunirse. Estas palabras le salían sin dificultad, las enunciaba en voz muy baja, muy serena, le envolvían a él mismo. Es la vida la que duele al resistirte, pero el tormento de estar vivo concluía. La enfermera le había dicho: las personas que luchan mueren más deprisa. Si aquello duraba tanto tiempo, pensaba él, era porque Juliette había dejado de luchar, que lo que quedaba de vivo en ella estaba tranquilo, abandonado. No luches más, mi amor, suelta, suelta, déjate ir.
Hacia medianoche, sin embargo, se dijo que no era posible, no era posible que al día siguiente continuara en este estado. A las cuatro de la mañana, decidió, desconectaría el respirador. Pero a la una ya no aguantaba la espera, pensó que era Juliette quien le comunicaba esta impaciencia y fue a ver a la enfermera de guardia para preguntarle si no podría desconectarlo ella porque creía que había llegado el momento. Ella dijo que no, podría ser brutal, más valía que las cosas siguieran su ritmo. Más tarde, Patrice se durmió. Un helicóptero le despertó un poco antes de las tres. Permaneció suspendido mucho tiempo encima del hospital. A continuación, fijó la mirada en el despertador. A las cuatro menos cuarto, la respiración de Juliette, que ya no era más que un hilo, se detuvo. Él se quedó un momento al acecho pero ya no había nada, el corazón ya no le latía. Se dijo que ella había adivinado lo que él pensaba hacer a las cuatro y se lo había ahorrado.



miércoles, 8 de febrero de 2012

LAURENT BINET. HHhH

Hola, buenos días, bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más salimos a vuestro encuentro en Radio Universidad de Salamanca con una nueva sugerencia de lectura. Y os aseguro que con respecto a mi propuesta de hoy no puedo conformarme con un mero consejo o una más o menos tibia recomendación, no, hoy mi reseña viene envuelta en una auténtica conminación, os planteo una exigencia, una obligación, una verdadera necesidad. No deberíais dejar de leer, bajo ningún concepto, la genial novela que hoy os comento, pues aparte de ser una obra genial desde el punto de vista literario, es interesante, es adictiva, es intensa, es conmovedora, es original -pese a moverse en un terreno ciertamente trillado-, es comprometida, es emocionante, es intelectualmente sugestiva.

Se trata -desvelaré ya su título, porque con un preámbulo así imagino que ardéis en deseos de que desvele por fin la referencia- de HHhH, la primera novela del escritor francés Laurent Binet, con la que ha cosechado infinidad de muestras de reconocimiento y admiración en el mundo entero, el premio Goncourt de primera novela en su país, y un entusiasmo unánime en lectores y críticos. El libro fue publicado en España en el pasado 2011 por la editorial Seix Barral en traducción de Adolfo García Ortega.

Vayamos, de entrada, con el núcleo central de la novela, con su trama argumental. El cerebro de Himmler se llama Heydrich. Esta frase, recurrente en distintos círculos de la Alemania nazi y que en la lengua germánica se dice Himmlers Hirn heisst Heydrich, da título, con sus cuatro haches iniciales, al libro. Himmler es, claro, el comandante en jefe de las SS, uno de los mayores responsables del terror nazi. Menos conocido es, en cambio, Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo, considerado el hombre más peligroso del Tercer Reich y una de las figuras más enigmáticas del nazismo. Su discreto segundo plano en los libros de historia no debe confundirnos acerca de su capital importancia en el proyecto político hitleriano. Es increíble hasta qué punto, en lo concerniente a la política del tercer Reich, y especialmente en lo que tiene de más aterradora, nos dice Binet en un momento de su obra, siempre podemos encontrar a Heydrich en pleno centro.

Heydrich, el carnicero de Praga, siniestro apodo con el que era conocido, el máximo encargado del vertedero de la basura del Tercer Reich, como él mismo se denominaba, fue también el principal impulsor, el inventor en realidad, de la Solución final, el monstruoso, el diabólico plan de aniquilación sistemática y organizada del pueblo judío. Tras la ocupación nazi de Polonia comenzaron las ejecuciones masivas en ese país y en la URSS, pero se confiaron inicialmente a los comandos de exterminio de los Einsatzgruppen, los escuadrones de ejecución itinerantes, que se limitaban a concentrar a sus víctimas por centenas, incluso por millares, a menudo en un campo o en un bosque, antes de ametrallarlos. El problema de este método era que sometía los nervios de los verdugos a una dura prueba y dañaba la moral de las tropas, hasta de las más curtidas, como la SD, el Servicio de Seguridad, o la Gestapo; el propio Himmler llegó a desmayarse cuando asistió a una de esas ejecuciones en masa. Más adelante, los SS se habituaron a asfixiar a sus víctimas en unos camiones repletos de gente en su interior, hacia donde conectaban el tubo de escape, en una técnica que no pasaba de ser algo relativamente artesanal. De este modo no se resentía el equilibrio psíquico de los ejecutores, pero la supuesta asepsia de la operación presentaba un inconveniente adicional: en palabras de Binet: las personas, cuando se asfixian, tienen tendencia a defecar, y hay que limpiar los excrementos que alfombran el suelo del camión después de cada gaseado. Por fin, y aquí es donde aparece la cruel mano de Heydrich, el exterminio de los judíos fue administrado como un proyecto logístico, social y económico completo, es decir, como una operación de gran envergadura, la solución final, los campos de concentración y exterminio. Desde un punto de vista literario, Heydrich, escribe Binet, es un buen personaje. Es como si un doctor Frankestein novelista hubiera alumbrado una criatura terrorífica a partir de los monstruos más grandes de la literatura. Con la excepción de que Heydrich no es un monstruo de papel.

El odio que suscitaba el personaje en la Europa ocupada, junto al innegable valor estratégico de la posición de Heydrich como máxima autoridad nazi en el Protectorado de Bohemia y Moravia, que incluía a las actuales Repúblicas Checa y Eslovaca, provocaron que la resistencia checa y las autoridades británicas idearan la operación Antropoide, un intento de acabar con el brutal carnicero alemán. En 1942, dos miembros de la Resistencia, Jozef Gabčik y Jan Kubiš, aterrizan en paracaídas en Praga con la misión de asesinarlo. Pese a las muchas dificultades que encuentran para acceder a su presa logran por fin su cometido con la ayuda de un tercer hombre, Josef Valčik. Refugiados tras el atentado en una iglesia, son delatados por un compañero traidor, suicidándose ante el asedio de setecientos hombres de las SS. Las furibunda reacción de Hitler tras el atentado se traduce en la completa liquidación de la localidad de Lídice, de donde era natural uno de los resistentes, aunque la represalia se centró en ese pueblo por azar, sin que la organización nazi fuera consciente de esa circunstancia. En una sola noche, un escuadrón de las SS arrasó la población acabando enteramente con sus habitantes.

Estos son los hechos, la verdad histórica, acontecimientos, nombres, episodios, fechas, personajes reales, de existencia contrastada, verdaderos. Y ésta es también la novela, que incluye estos hechos, los recrea, y los enriquece hasta convertirlos en literatura, aunque en este caso, la frontera entre sucesos reales y ficción literaria es ciertamente difusa. El resultado de esta ejemplar reconstrucción de hechos históricos, muy documentados, es una narración apasionante que empieza en una ciudad del norte de Alemania, prosigue en Kiel, Múnich, Berlín, luego se desplaza por la Eslovaquia oriental, pasa muy brevemente por Francia, continúa en Londres, en Kiev, vuelve a Berlín y va a terminar en Praga, la ciudad de las cien torres, el corazón del mundo, el ojo del huracán de mi imaginario, la Praga de dedos de lluvia, sueño barroco del emperador, hogar pétreo de la Edad Media, música del ama fluyendo bajo los puentes, como poéticamente la describe el narrador.

Laurent Binet acomete su excepcional tarea llevado, en primer lugar, por el recuerdo de su padre, para devolverle, dice, algo de lo que me dio, el resultado de unas pocas palabras ofrecidas a un adolescente por ese padre que, en aquel entonces, no era todavía profesor de historia pero que, con unas cuantas frases imperfectas, sabía contarla muy bien. Le mueve también la voluntad de rendir un homenaje a los participantes en uno de los mayores actos de resistencia de la historia humana e, incontestablemente, el mayor hecho de resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Hoy, señala el autor en un momento de su novela, Gabčik, Kubiš y Valčik son héroes en su país, donde su memoria se celebra con regularidad. Cada uno de ellos tiene una calle con su nombre en las cercanías del lugar del atentado, y existe en Eslovaquia un pueblecito llamado Gabčikovo. Quienes los ayudaron directa o indirectamente no son tan conocidos y, agotado por el desordenado esfuerzo con que he tratado de rendir homenaje a todas esas personas, me estremezco de culpabilidad al imaginar los cientos, los miles que he dejado morir en el anonimato, pero quiero pensar que la gente existe aunque no se hable de ella.

Y mientras cuenta la historia, presenta los personajes, describe los escenarios, muestra las intrigas políticas, las acciones militares, los encuentros diplomáticos, los avances de la acción, los distintos episodios de la preparación y la puesta en práctica del atentado, Binet se interroga, en un poderoso y muy atractivo ejercicio de metaliteratura, acerca del sentido de su proyecto literario. Extraordinariamente escrupuloso con la verdad, no quiere en ningún momento, por respeto a los protagonistas, literaturizar unos hechos y unos personajes de tan formidable entidad histórica. Y así, la novela está surcada por infinidad de momentos en los que la inflexible atención del autor detecta peligrosos deslizamientos hacia la 'ficcionalización' de la historia. Por ejemplo, Natacha, su novia, lee un capítulo recién terminado en el que se describe una determinada reacción de Himmler. A la segunda frase, dice Binet, ella exclama: ¿Qué es eso de ‘la sangre le enciende las mejillas’, ‘su cerebro se hincha dentro de la caja craneal’? ¡Te lo estás inventando! Y entonces, reflexiona: Hace ya varios años que la fatigo con mis teorías sobre el carácter pueril y ridículo de la invención novelesca, herencia de mis lecturas de juventud, y es justo, supongo, que no deje pasar esta historia de la caja craneal. Por mi parte, me creía muy decidido a evitar ese tipo de menciones que, a priori, no tienen más interés que dar al texto el colorido de la novela, lo que es bastante feo, Además, aunque disponga de indicios sobre la reacción de Himmler y su turbación, no puedo estar verdaderamente seguro de los síntomas de esa turbación: quizá se puso todo rojo (y así es como yo me lo imagino), pero también pudo haberse puesto todo blanco. Vamos, que el asunto me parece bastante grave. O en otro momento, a propósito de la película sobre el general norteamericano Patton: En resumidas cuentas, la película habla de un personaje ficticio cuya vida está muy inspirada en la carrera de Patton, pero claramente no es él. Y sin embargo, la película se titula Patton. Y eso no le choca a nadie, todo el mundo ve como algo normal hacer bricolaje con la realidad para así poder ensalzar un guión; o dar una coherencia a la trayectoria de un personaje cuyo recorrido real comportaba, sin duda alguna, demasiados tumbos azarosos, y bastante poco significativos. Por culpa de gente así, que le hace trampas a la eternidad con la verdad histórica con tal de vender su propio caldo, un viejo amigo, curtido en todo género de ficciones y por tanto fatalmente habituado a esos procedimientos de normalizada falsificación, puede asombrarse inocentemente y preguntarme: “¿Entonces no es inventado?”. No, no es inventado. Por otra parte, ¿qué interés habría en “inventar” el nazismo? Incluso, en el paroxismo de este íntegro rigor intelectual, interrumpe su narración al escribir: Cuando su amo se ausenta, el perro lo espera prudentemente echado debajo de la mesa del salón, sin moverse durante horas. Y, escrupuloso con los límites que separan la literatura de la historia, señala a continuación: La verdad es que el animal no tendrá ningún papel decisivo en la operación Antropoide, pero prefiero contar un detalle inútil antes que correr el riesgo de que se me pase un detalle esencial.

En fin, no deberíais dejar pasar esta magnífica novela, tras cuya torrencial prosa se esconde una ingente labor de documentación. De nuevo cito al autor: Los anaqueles de mi departamento de cubren de libros sobre la segunda guerra mundial, devoro cuanto cae en mis manos en todas las lenguas posibles, voy a ver todas las películas que salen -El pianista, El hundimiento, Los falsificadores, The black book- y mi tele queda bloqueada en el canal Historia. La amplitud del saber que llego a acumular termina por asustarme, Escribo dos páginas cada mil que leo. Pues bien, esta HHhH de Laurent Binet publicada por Seix Barral es la espléndida punta de ese inmenso iceberg de información que maneja su autor sobre una época, sobre unos episodios, sobre unos seres humanos fascinantes en sí mismos pero que la memorable voz narrativa del escritor convierte en simplemente inolvidables. No os lo perdáis.

En el apartado musical y como despedida por hoy, una canción traída de manera algo forzada a partir de la nacionalidad de su intérprete, la checa Marketa Irglova. Se trata de If you want me y formó parte de la banda sonora de la magnífica y oscarizada Once. Con ella os dejamos hasta la semana que viene.


Llegó a mis oídos una historia extraordinaria que sucedió en Kiev durante la guerra. Tuvo lugar en el verano de 1942 y no guarda relación con ninguno de los actores de “Antropoide”; no cabe, por tanto, a priori en mi novela. Pero una de las grandes ventajas del género es la libertad casi ilimitada que confiere al narrador.
Así, pues, en el verano de 1942, Ucrania es administrada por los nazis con la brutalidad que los caracteriza. Sin embargo, los alemanes han querido organizar unos partidos de fútbol entre los diferentes países ocupados o satelizados en el Este. Enseguida hay un equipo que se distingue, engarzando una victoria tras otra contra sus adversarios rumanos o húngaros: el FC Start, creado de prisa y corriendo a partir de los restos de un difunto Dynamo de Kiev, prohibido desde el principio de la ocupación pero cuyos jugadores fueron llamados para tal evento.
La fama del éxito de este equipo llega a los alemanes, que deciden organizar un partido de prestigio en Kiev, entre el equipo local y el equipo de la Luftwaffe. Durante la presentación de los equipos, los jugadores ucranianos son obligados a hacer el saludo nazi.
El día del partido, los dos equipos entran en el estadio, lleno a rebosar, y los jugadores alemanes extienden el brazo gritando: “¡Heil Hitler!” Los jugadores ucranianos extienden también el brazo, lo que supone sin duda una gran decepción para el público que, evidentemente, veía en ese partido la oportunidad de demostrar una resistencia simbólica al invasor. Pero en vez de apostillar su gesto con el “Heil Hitler” convenido, los jugadores cierran el puño, cruzan su brazo sobre el pecho y gritan: “¡Viva la cultura física!” El eslogan, impregnado de connotaciones soviéticas, entusiasma al público.
Apenas empezado el partido, un jugador alemán le fractura la pierna a un atacante ucraniano. En esa época no había sustituciones. El FC Start deberá jugar el resto del partido con diez. En superioridad numérica, los alemanes abren el marcador. La cosa se presenta muy mal. Sin embargo, los jugadores de Kiev se niegan a rendirse. Empatan entre los vítores de la multitud. Un poco más tarde marcan un segundo tanto y el estadio se viene abajo.
En el descanso, el general Ebherdardt, superintendente de Kiev, visita a los jugadores ucranianos en su vestuario y les echa este discurso; “Bravo, habéis practicado un juego excelente y a todos nos ha gustado mucho. Pero ocurre que ahora, durante el segundo tiempo, tenéis que perder. ¡Debéis hacerlo! El equipo de la Luftwaffe no ha perdido jamás, sobre todo en territorios ocupados. ¡Es una orden! Si no perdéis, seréis ejecutados”.
Los jugadores han escuchado en silencio. De regreso al terreno de juego, sin que se pusieran de acuerdo previamente, después de una breve incertidumbre, toman la decisión de seguir jugando. Marcan otro gol, y luego otro, hasta acabar ganando 5-1. Para el público ucraniano es el delirio. La parte alemana gruñe. Hay disparos al aire. Pero ninguno de los jugadores se inquieta todavía, porque piensan que los alemanes querrán lavar su afrenta sobre el terreno de juego.
Tres días más tarde se organiza un partido de revancha cuya promoción se hace con un gran despliegue de carteles. Mientras tanto, los alemanes mandan venir de emergencia desde Berlín a jugadores profesionales para reforzar el equipo.
El segundo partido comienza. El estadio está nuevamente lleno a rebosar, pero esta vez se han desplegado alrededor tropas de las SS, con le excusa oficial de mantener el orden. Los alemanes abren una vez más el marcador. Pero los ucranianos no se amilanan y vencen 5-3. Al acabar el partido, los seguidores ucranianos estallan de alegría, pero los jugadores están lívidos. Los alemanes disparan algunos tiros. El césped se invade. En la confusión, tres jugadores ucranianos desaparecen entre la multitud. Sobrevivirán a la guerra. El resto del equipo es arrestado y cuatro jugadores son llevados inmediatamente a Babi Yar, donde se les ejecuta. De rodillas delante del barranco, el capitán y guardameta, Nikolai Trusevich, tiene tiempo de gritar, antes de recibir una bala en la nuca: “¡El deporte rojo no morirá jamás!” A continuación, los demás jugadores serán asesinados también. Hoy en día hay un monumento dedicado a ellos delante del estadio del Dynamo.


miércoles, 1 de febrero de 2012

DAVID GONZÁLEZ (antólogo). LA MANERA DE RECOGERSE EL PELO. GENERACIÓN BLOGGER (y otros libros de poesía)

Hola, buenos días, bienvenidos un nuevo miércoles a Todos los libros un libro. Hoy llega la poesía, una vez más, a nuestra sección de recomendaciones literarias. Con su presencia, la presencia poética, en nuestro espacio pretendo -modestamente- abrir un paréntesis dedicado al espíritu y a la sensibilidad, podríamos decir, a la emoción y el sentir del alma humana que los poetas tan bien representan en sus versos, dentro del habitual tráfico de noticias de las que nos dan cuenta las radios y que por desgracia casi siempre nos alejan de esa dimensión más íntima y yo diría que más auténtica de nuestra existencia como personas. Sin embargo hoy no quiero conformarme con una presencia menor, casi accesoria o anecdótica de los poemas, no quiero tan sólo una simple y breve interrupción en el fragor de la realidad, sino que deseo que la poesía llene Todos los libros un libro, y para ello os traigo tres antologías, publicadas más o menos recientemente, en el pasado 2010 para ser exactos, de las que quiero daros cuenta.

Vaya por delante que este formato, el de la antología, es especialmente interesante para acercarse al mundo poético. Para quien no es lector habitual de poesía y por ello encuentra dificultades para moverse con criterio entre las publicaciones de este género, unas publicaciones, por cierto, que aun siendo frecuentes no tienen demasiada presencia ni en los medios de comunicación ni siquiera en los anaqueles de las librerías, la antologías resultan muy útiles pues, a partir del amplio muestrario que suelen ofrecer, contribuyen a que el profano pueda conocer distintos autores e incluso estilos y así formar criterio, depurar el gusto e ir poco a poco construyendo la propia personalidad lectora. Pero incluso a quien ya está interesado por la poesía el género antológico le proporciona pistas interesantes entre el maremágnum de poemarios casi siempre publicados en editoriales minoritarias y mal distribuidas, le permite descubrir autores, conocer de manera sistematizada tendencias y movimientos, ver reflejados de un modo organizado estilos, generaciones, estados de opinión, corrientes, líneas maestras o temas o enfoques dominantes.

Así ocurre con las tres significativas recopilaciones que ahora, someramente, voy a presentaros. Desde enfoques muy distintos, y hasta en algunos casos opuestos, diría yo, los tres libros de esta semana permiten configurar un exhaustivo mapa de la poesía que se está haciendo en España en los últimos cuarenta años, desde la Transición hasta nuestro más actualísimo presente.

Precisamente esta contemporaneidad más acusada, la que aflora en blogs y fanzines, revistas digitales y redes sociales, es el rasgo más significativo, junto al hecho de que todas las antologadas son, en efecto, mujeres, de La manera de recogerse el pelo. Generación blogger, una selección hecha por David González para Bartleby Editores. En ella se recogen poemas de trece mujeres, nacidas entre 1962 y 1984, veinteañeras, pues, muchas de ellas, rondando los cuarenta la mayor; poemas caracterizados, como señala José Ángel Barrueco en el esclarecedor prólogo, por algunos rasgos comunes. El principal es que sus autoras son poetas que pertenecen al mundo de internet, que se sirven de las herramientas informáticas no sólo para difundir sino también para escribir su obra (de hecho, el libro se acompaña de un curioso e ilustrativo dvd con información relativa a las trece escritoras). Son chicas que escriben poemas en sus casas, a las que no les sobra el dinero -ni las ganas- para hacer copias de sus versos, encuadernarlas, enviarlas a las editoriales y quedar a la espera de una dudosa respuesta que quizá nunca llegue a producirse. Mujeres que, por lo tanto, abren sus blogs y ofrecen al mundo digital, a medida que escriben, el fruto de sus intuiciones poéticas, de su creatividad, de su universo interior. Mujeres que, además, son radicales, duras, sin pelos en la lengua, luchadoras, conscientes y orgullosas de su condición femenina, que aflora indisimulada y combativamente en sus versos. Mujeres que escriben palabras, y sigo citando al prologuista, que nos hablan del mundo, de la fuerza de voluntad de las mujeres, de los hombres a los que aman, y los hijos a los que alumbran o pierden, de los parientes a los que añoran, del frío que sentimos cuando estamos desvalidos, de los sueños que se pierden en nuestras rutinas, de la rabia que origina la sociedad mediante sus injusticias y sus arrebatos de violencia, de la manera de mirarse al espejo y confesarse ante la pantalla del pc, del dolor y la herida, del sustento diario y el trabajo y los madrugones necesarios para resolver la hipoteca y el futuro y la comida de la familia.

Con esta misma voluntad de dar cuenta de la ultimísima actualidad nace La inteligencia y el hacha. Un panorama de la generación poética de 2000, una antología de Luis Antonio de Villena, poeta él mismo y reconocido antólogo, publicada por la Editorial Visor también en 2010. En sus palabras iniciales, Villena reivindica la virtualidad del concepto de generación, que tantos han criticado hasta el punto de su desprestigio, y lo reivindica, no desde una consideración matemática o rígida de la noción, sino desde un punto de vista flexible y abierto, que la concibe no como un ente aislado, circunscrito a unas fechas implacables, a unas premisas inflexibles, a unos insobornables postulados, sino la generación como un ser vivo y mudable, cambiante y permeable que admite vectores distintos en su seno, por más que se defina por una estética dominante o un núcleo común y principal. Desde esta perspectiva, el antólogo dibuja la generación de 2000 con el rasgo de la inteligencia como divisa principal. Poetas pensadores, poetas intelectuales llama a sus treinta y dos seleccionados, pues comparten, a su juicio, el criterio según el cual más que la emoción debe ser la inteligencia el elemento que empape y defina el poema. A partir de ese nexo identificador, los poetas escogidos presentan variantes, cuyas tipologías -que inundan el prólogo- no nos dicen demasiado a los no expertos, a quienes somos meros lectores, meros ‘disfrutadores’ de la poesía: realismo meditativo, irracionalismo imaginista, tradición clásica, poesía metafísica, esencialismo intelectualista y tantos otros términos capaces por sí solos de ahuyentar al lector medio, pero creedme, los versos que leeréis tras un preámbulo tan abstracto y quizá disuasorio son, en muchos casos, cercanos, nos llegan, hablan de nuestras vidas y de nuestras preocupaciones más comunes.

La última de las compilaciones es, frente a las ya comentadas, mucho más clásica, más convencional quizá, más canónica y ortodoxa. Se trata de Las moradas del verbo. Poetas españoles de la democracia, una completísima muestra de las corrientes creativas más destacadas desde la transición hasta los inicios del siglo XXI. La selección y un sugestivo estudio preliminar con el significativo título de Poesía en la era de la perplejidad corren a cargo del Catedrático de Literatura de la Universidad de Alicante, Ángel L. Prieto de Paula. El libro lo presenta la editorial Calambur, que con él celebró, el pasado 2010, la llegada al número 100 de su colección de poesía. Aquí ya están todos los grandes nombres -algunos repetidos con respecto al libro anteriormente comentado- de la poesía española de los últimos cuarenta años. Y están también corrientes y tendencias diversas, así como líneas ideológicas y planteamientos literarios y propuestas poéticas variadas. Treinta y dos poetas, el número se repite, que representan, como os digo, lo esencial del panorama poético de la España democrática.

Os recomiendo vivamente cualquiera de estos tres libros, estoy seguro de que entre su amplísima muestra de poemas vais a encontrar muchos que os conmoverán, que os interesarán, os emocionarán o, en definitiva, os depararán momentos de fecunda y placentera lectura. Os dejo ya con uno de los poemas seleccionados, Vox populi, de Nuria Mezquita. Como cierre musical de la emisión, un poeta que canta. Ángel Petisme. Si los delfines mueren de amor. Hasta la semana que viene.


Vox populi

Dicen que las esquinas están llenas de prostitutas y vagabundos
que las plazas se infectan de borrachos a los que hay que desterrar,
dicen que todas las mujeres tienen un pensamiento único
y que los limpiaparabrisas que no limpian hay que cambiarlos.

Dicen que para que una promesa se cumpla alguien tiene que hacerla [verdad
que los traidores viven en el país de Traicionalandia,
pero que de vez en cuando se dan un paseo por Nuestravida
y que hay perros que son mejores personas que tú
y que si fueras sincero, ya habrías desaparecido...

Dicen que las palabras son sólo palabras
y que sólo son poesía los sonetos eternos
que cumplen con la métrica y que nombran el anatema...
Dicen que para amar de verdad
sólo hay que amar de verdad.

De la noche, de la noche todos dicen, presumen y mienten
y del día, todos esconden.

Dicen que la pasión se acaba cuando se encierra en el compromiso
que la distancia es capaz de poner adornos al recuerdo
y que cuando dormimos no vivimos.

Dicen, dicen, dicen...
Dicen que esto no es poesía.

tienen razón...