Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de noviembre de 2020

WOODY ALLEN. A PROPÓSITO DE NADA  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos, una semana más, a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que, cada miércoles desde hace ya doce cursos, os ofrezco una propuesta de lectura a mi juicio siempre sugerente. La recomendación de hoy puede resultar, para muchos de vosotros, algo redundante, pues el libro del que quiero hablaros ha encabezado la lista de más vendidos durante muchas semanas y aún ahora, medio año después de su publicación en España, todavía figura en un lugar destacado en ese significativo “termómetro” de la lectura en nuestro país, por lo que es probable que gran parte de la audiencia del programa -si es que esta frase puede significar algo- ya lo conozca y lo haya leído. En cualquier caso, mi decisión de, pese a ello, traerlo hoy aquí se basa en un doble motivo. El primero de ellos tiene que ver con el interés (discutible, aunque efectivo) del libro en sí mismo: estoy seguro de que, si os decidís a adentraros en sus páginas, que por otro lado se os pasarán como en un suspiro, vais a garantizaros horas de inteligente disfrute. Pero hay, además, una razón coyuntural, de oportunidad, para su presencia, ya algo tardía (¿qué lector no profesional puede resistir el vertiginoso ritmo de publicaciones de nuestro mercado editorial?), en el programa. El próximo lunes, 30 de noviembre, Woody Allen, pues no otro es el autor de mi sugerencia de esta semana, cumple 85 años. Es cierto que en todas sus biografías aparece el 1 de diciembre de 1935 como fecha de su nacimiento. Pero como él mismo indica en A propósito de nada. Autobiografía, el título del que voy a ocuparme, en realidad, nací el 30 de noviembre, muy cerca de la medianoche, y mis padres movieron la fecha para que yo empezara un día 1. Eso no me ha proporcionado ninguna ventaja en la vida, y yo habría preferido con diferencia que me hubieran dejado un enorme fideicomiso, añade, con su reconocible sentido del humor. La autobiografía de Allen, que vivió una tortuosa peripecia editorial antes de su publicación en Estados Unidos, se presentó en España en el mes de mayo, en pleno confinamiento, en traducción de Eduardo Hojman para Alianza Editorial. Y es de esa controvertida aparición del libro de lo que quiero hablaros en primer lugar para introducir esta reseña que he retrasado voluntariamente para hacerla coincidir con la fecha de tan redondo cumpleaños. 

Como todos sabéis -es imposible haberse sustraído a los ecos de una polémica que dura años y que aún da coletazos en la actualidad-, en agosto de 1992, Mia Farrow, que se había separado de Allen meses antes (aunque no habían llegado a casarse ni a convivir fueron pareja durante doce años), interpuso una denuncia contra el director acusándolo de abusar sexualmente de Dylan, la pequeña hija adoptiva de ambos. El asunto, del que no voy a contar los pormenores por ser bien conocidos, se cerró en los tribunales en 1993 cuando un juez dictaminó que no existían evidencias relevantes que permitieran la condena de Woody Allen por unos hechos en definitiva no probados, aunque ordenó -en una decisión supuestamente “equidistante”- el alejamiento del padre de su hija; todo ello tras un muy triste -y devastador para ambos “contendientes”- intercambio de acusaciones, testimonios y comunicados de una y otra parte. Pero la clausura “formal” del proceso no puso fin al conflicto que, ahora, casi treinta años después, ha revivido a partir del fenómeno del MeToo. Ronan Farrow, el hijo biológico de Mia y Woody (aunque en este a menudo sórdido culebrón hay voces -empezando por la de la propia actriz- que apuntan a que en realidad Ronan es hijo de Frank Sinatra, con quien Mia había estado casada con anterioridad), periodista y activista social que destapó en 2017 el “escándalo Weinstein” (en un reportaje para el New York Times que le llevó a ganar el Premio Pulitzer en 2018), publicó algo después Catch and Kill (Atrapa y Mata: Mentiras, espías y una conspiración para proteger a los depredadores), en el que, a propósito del conflicto Allen-Farrow, toma partido claramente por la versión de su madre, acusa a Allen de pedófilo y abusador sexual e incita a quienes trabajan con el cineasta, producen sus películas, publican sus libros o consumen sus creaciones a boicotearlo y rechazar abiertamente su figura y su obra artística. 

Es en este contexto crispado en donde se inscribe la presentación, rodeada de un enorme impacto mediático, de A propósito de nada. Tras ofrecer su escrito a distintas editoriales y siendo rechazado una y otra vez (¡¡un libro de Woody Allen!!) por casi todas, por fin Hachette le compró los derechos para su explotación comercial. Sin embargo, el movimiento desencadenado tras la ola post-MeToo, las presiones generadas por las denuncias de Ronan (que publica también en Hachette), y los efectos de la deriva políticamente correcta -a menudo infantil, simplificadora e injusta- de los asuntos relativos al feminismo (de cualquier asunto, en realidad, tal como está el debate público hoy en día), llevaron a la editorial, especialmente “sensible” ante los hechos, entre otras razones por las intensas reivindicaciones de los propios trabajadores de la casa editorial, que se manifestaron en contra de la difusión del libro, a renunciar a la publicación y distribución de la obra. Hasta el “serio” New York Times, adalid del periodismo liberal americano, se opuso abiertamente a que la autobiografía de Allen viera la luz. 

En Europa, y en España en particular, también se ha planteado la controversia, aunque en términos menos agresivos y maniqueos que en los Estados Unidos, lo que no impidió que hasta pocas semanas antes de la aparición del libro no se supiera si alguna editorial se atrevería a hacerse con los derechos y lanzarse a la impredecible vorágine de la polémica. Lo hizo por fin, en nuestro país, Alianza, con excelentes resultados a lo que se ve, dada la persistencia del libro en los primeros lugares de las listas de ventas. 

Todas estas cuestiones externas al libro carecen, no obstante, desde mi punto de vista, de un especial interés, como no sea el de propiciar la reflexión acerca de las modernas formas de censura que imponen hoy las tendencias ideológicas dominantes en el mundo cultural (llegando al delirante extremo que pone de manifiesto la furibunda discusión suscitada en torno a la “cultura de la cancelación”, tan actual) o avivar el debate sobre las aberraciones a las que puede dar lugar la corrección política exacerbada, amplificada por la ruin voracidad de las redes sociales. Y ello incluso teniendo en cuenta que una parte sustancial del texto de Allen (tan dilatada que el lector puede pensar, legítimamente, si el libro ha sido escrito con el único propósito de convertirse en una suerte de autodefensa) se ocupa del oscuro “affaire” de la acusación de abusos sexuales. A ambos temas, el puritanismo hipócrita desatado por las facciones más obtusas del progresismo militante y la quizá innecesaria y demasiado extensa autojustificación en que incurre el director en su biografía, tendré que referirme, obviamente, en las últimas líneas de mi comentario, pero ahora prefiero hacerlo del libro en sí, y en particular de las páginas -en algunos momentos muy brillantes (dentro de un tono general discreto, salvado siempre por el inteligente y desternillante humor del neoyorquino)- en las que se refiere a su infancia y adolescencia, a los inicios de su trayectoria profesional como humorista y al desarrollo de su deslumbrante carrera cinematográfica. 

La descripción de los quince primeros años de su vida es, simplemente, genial, además de desopilante. Quienes seáis asiduos seguidores de Allen encontraréis en esa primera parte del libro muy claros ecos de Días de Radio, la emotiva y divertidísima película de 1987 en la que la mirada nostálgica del director nos dejaba un fiel retrato de una familia judía (la suya propia, muy claramente), caótica pero entrañable, en el Brooklyn de los años 40. Los absurdos conflictos familiares, las permanentes discusiones entre los padres, la profusión de parientes disparatados, todo aquel en apariencia insostenible ambiente doméstico, aparecen transfigurados, en la mirada del niño, por la atracción irresistible de la radio (con los concursos, las historias sobre deportistas, las crónicas sociales, las noticias y, sobre todo, la música) y por el encanto de los muchos motivos de fascinación que la vida ofrece a un chaval inquieto, inteligente, sensible y… muy especial. Todo ello está también en ese deslumbrante inicio de A propósito de nada, en el que se recorren, en páginas en las que un chiste, un giro ingenioso o una humorada genial nos asaltan casi a cada párrafo, las peripecias existenciales del muy singular niño, tan parecido ya al personaje que en que acabará por convertirse: 

Yo era el blanco de todas las miradas de las cinco hermanas de mi madre, el único hijo varón, el niño mimado de aquellas dulces yentes, aquellas encantadoras cotillas, que me lo consentían todo. Jamás me faltó una comida, jamás carecí de ropa ni techo, jamás caí presa de alguna enfermedad grave como la poliomielitis, que en aquella época era endémica. No tenía síndrome de Down, como un niño de mi clase, ni tampoco era jorobado como la pequeña Jenny, ni padecía de alopecia como el chico Schwartz. Era sano, querido, muy atlético, siempre me escogían en primer lugar a la hora de formar los equipos, jugaba a la pelota, corría y, sin embargo, me las arreglé para terminar siendo inquieto, temeroso, siempre con los nervios destrozados, con la compostura pendiendo de un hilo, misántropo, claustrofóbico, aislado, amargado, cargado de un pesimismo implacable. Algunas personas ven el vaso medio vacío, otras lo ven medio lleno. Yo siempre veía el ataúd medio lleno. De los mil y un quebrantos que heredó nuestra carne, yo conseguí evitarlos todos salvo el número seiscientos ochenta y dos: carezco del mecanismo de defensa de la negación. Mi madre decía que no podía entenderlo. Siempre aseguraba que yo fui un niño amable, dulce y alegre hasta los cinco años y que luego me convertí en un chaval avinagrado, desagradable, rencoroso y malo. 

Conoceremos así infinidad de anécdotas sobre la difícil convivencia de los padres, narrada con una mirada escéptica, distante aunque cariñosa (Yo me burlo de mis padres en esta narración de mi vida, pero cada uno de los conocimientos que me impartieron me ha servido mucho en las décadas posteriores. De mi padre: cuando compres un periódico en un quiosco, nunca cojas el que está encima de todo. De mi madre: la etiqueta siempre va en la espalda), y, por encima de todo, el gozoso “hallazgo” de algunos de los deslumbrantes alicientes de la existencia que acabarán por definir la bien conocida -por el permanente reflejo autobiográfico en su filmografía- personalidad del director. Su visceral rechazo al aburrimiento de la escuela (toda aquella rutina regulada, diseñada para asegurarse de que nadie aprendiera nada); el “descubrimiento” del cine (Y así es como, gracias a mi prima Rita, me introduje en el cine, en las estrellas, en Hollywood, con su moralidad patriótica y sus finales milagrosos, y, mientras todo lo que trataron de enseñarme, desde mis padres hasta mis profesores de español cuando ya había cursado dos años de ese idioma, me resbalaba, Hollywood se me quedó fijado. Modern Screen. Photoplay. Bogart, Cagney, Edward G. Robinson, Rita Hayworth… Lo que aprendí fue ese mundo de celuloide. Que era más grande que la vida real, superficial, falsamente glamuroso, pero no me arrepiento ni un fotograma); el profundo impacto del jazz (Me compré un saxo soprano y aprendí a tocarlo, me compré un clarinete y aprendí a tocarlo. Me compré un tocadiscos, que aprendí a tocar sin tomar clases. Compré discos, libros sobre el nacimiento del jazz, sobre la vida de Louis Armstrong. Mis tres amigos, Jack, Jerry y Elliot, y yo seguramente parecíamos un cuarteto extraño. Mientras que todos los otros chavales se sumergían en la música pop de la época, Patti Page, Frankie Laine, The Four Aces, nosotros nos sentábamos delante de nuestros tocadiscos y poníamos jazz hora tras hora y día tras día); la omnipresencia salvífica de la radio (Me encantaba la radio. Era otra versión de la dicha: estar enfermo o simular estarlo para poder quedarme en casa en lugar de ir a la escuela. Fingir que estaba enfermo era difícil. Si no tenía fiebre tenía que ir a la escuela y como mi madre siempre se quedaba ahí sentada después de meterme el termómetro en la boca, era casi imposible encontrar algún radiador o bombilla de luz para hacer subir el mercurio sin que me dieran un coscorrón. Pero, ah, estar enfermo y en casa, en mi lugar de la cama, con la radio a mi lado. El Breakfast Club, Helen Trent, Luncheon at Sardi’s, Queen for a Day, Lorenzo Jones y su esposa Belle, y sí, André Baruch sí que estaba casado con Bea Wain. Finalmente, en las últimas horas de la tarde, Hop Harrigan, Tom Mix, Captain Midnight; y más tarde, por la noche, The Answer Man, Baby Snooks, El llanero solitario. Comer en la cama. Mi padre que volvía a casa con diez revistas de historietas nuevas, que le habían costado un dólar. La radio era un elemento muy importante en la vida de todos en aquella época); sus sucesivas y “definitivas” vocaciones: cómico, mago, jugador de béisbol, músico de jazz afroamericano, científico, vaquero, investigador privado, agente del FBI, fullero, apostador, criminal, buscavidas, estafador, periodista y escritor (Escribía antes de que supiera leer. No aprendí a leer hasta primer grado, pero en el jardín de infancia ya escribía cuando volvía a casa, es decir, inventaba ficciones. Escribía sin la capacidad de volcarlo en palabras. La tradición oral. Como las baladas. Mientras que Beowulf y Lord Randall se inclinaban un poco más hacia lo brutal, mis narraciones transcurrían en fiestas chispeantes y anticipaban un futuro jamás mancillado por un día de trabajo honesto); la súbita y deslumbrante “irrupción” de Manhattan en una primera visita, muy pequeño, con su padre (De modo que subimos por Broadway, pasando delante de una sala de cine tras otra y por los restaurantes: McGinni’s, Roth’s, Jack Dempsey’s, The Turf y, finalmente, Lindy’s. Entramos en varios salones recreativos, comimos salchichas, bebimos piñas coladas y tal vez viéramos alguna película. Yo era tan pequeño que no me acuerdo bien, salvo que experimenté una pasión instantánea por Manhattan y, con los años, regresé cada vez que se me presentó la oportunidad. Para mí no hay recuerdos más dichosos que hacer novillos, subirme al tren en la Avenida J de Brooklyn, viajar hasta la ciudad, comprar un periódico y meterme en el Automat para devorar una porción de tarta de cereza y café y leer los artículos de Jimmy Cannon. A esa hora el Paramount ya estaría abierto y yo veía una película y el espectáculo de variedades, en el que siempre me quedaba prendado del cómico) y en posteriores, ya adolescente (Pocos años antes, a los once, había empezado a acostumbrarme a ir en metro a mi adorada ciudad que estaba al otro lado del río e invertir mi paga en pasar un día en Manhattan. Eso era insólito para un chaval de mi edad, pero yo disponía de bastante libertad, o quizá ocurría que a mis padres no les importaba que me secuestraran. Si bien jamás conseguí que una chica me acompañara como en una cita, a veces mi amigo Andrew venía conmigo. Andrew también estaba interesado en el mundo del espectáculo y era un chico apuesto cuyos padres tenían pasta y lo consentían mucho más que a mí, a un nivel tal que terminó saltando por la ventana cuando la vida real hizo su sonriente aparición. Pobre Andrew. Narcóticos para evadirse, luego la ventana abierta del hospital. Pero aquellos dos precoces soñadores viajaban esporádicamente a Times Square, paseaban por allí, elegían alguna película, comían en Roth’s o McGinni’s y se divertían en el centro hasta que las reservas se acababan. A mí me encantaba caminar por Park Avenue o por la Quinta Avenida y llegar a Central Park. Era el Manhattan de las películas de Hollywood con las que yo me evadía desde pequeño); las expectativas y frustraciones de su incipiente vida amorosa (De modo que tengo quince años […] y, cuando mis hormonas alcanzan suficiente masa crítica, entra en escena mi vida amorosa o, como también podríamos denominarla, el Teatro del Absurdo. A la deriva en un mar de testosterona, en busca de sexo pero, de manera más precisa, de una combinación de la sensualidad de Rita Hayworth, la devoción y el acompañamiento de June Allyson y la chispa sarcástica de Eve Arden. Si bien se trataba de un cúmulo de características nada fácil de localizar en la superficie del planeta Tierra, lo era mucho menos entre las chicas quinceañeras del barrio cuya idea de una cita consistía en ir al cine, tomar un refresco y volver a casa, sacando la llave seis manzanas antes de llegar con el fin de estar listas para abrir la puerta y lanzarse al interior antes de que uno pudiera besarlas. Sin embargo, sí que salí con algunas de las buenas, chicas sencillas y adorables, listas, leídas, cultas, adorablemente neuróticas, que se morían de aburrimiento con un pelele balbuceante como yo que no podía sostener una conversación sobre ningún tema más complejo que las películas de «rutas» o cómo acertarle a una pelota desviada). Como se ve, Woody Allen en estado puro, con todos esos elementos que serán luego recurrentes en su vida y en su obra. 

Un punto de inflexión, en su existencia y en el libro, lo constituyen sus primeras actuaciones en clubes de barrio, salas de fiesta, locales nocturnos y celebraciones privadas en las que su ingenio y su indudable vis cómica lo hicieron despuntar desde muy joven. Nos adentramos de esta manera en una etapa -muy pronto exitosa- de monólogos, colaboraciones en televisión, viajes por todo el país, guiones… en definitiva, el debut de Allen -y su sólido y aclamado “establecimiento” posterior- en el glamouroso mundo del espectáculo. El libro se puebla entonces de referencias a humoristas, productores, guionistas, empresarios, monologuistas, propietarios de locales, presentadores de shows televisivos, actrices y toda suerte de atractivas chicas (en una imagen del cómico, atractivo, seductor y de gran “tirón” con las mujeres, que contrasta con la del tipo tímido e inseguro, apocado y titubeante, que relata en sus películas, en lo que constituye, quizá, la “sorpresa” menos esperada del libro: la larga serie de “conquistas” femeninas que jalonan la larga existencia del artista). 

Y es que las mujeres han desempeñado un papel muy importante en la vida de Allen, no solo sus parejas “oficiales”, con algunas de las cuales llegó a contraer matrimonio: Harlene Rosen (Era bonita, inteligente, venía de una buena familia dueña de una casa adorable y un barco, tocaba música clásica y estaba tomando clases de actuación. En resumidas cuentas, era demasiado buena para mí, lo que quedaría demostrado tras casarse conmigo), con quien se casó jovencísimo, con apenas veinte años (ella tenía diecisiete), en una experiencia que acabó pronto y mal (mientras tanto, los deprimentes días de un matrimonio infeliz seguían su curso, escribe sobre aquella época); Louise Lasser, actriz también -aparece en las primeras películas del director-, deslumbrante y guapísima, de personalidad desconcertante y conflictiva, lo que acabaría con el matrimonio; Diane Keaton, su gran musa, con la que tuvo una relación de poco más de un año pero que ha estado a su lado la “vida entera”, por así decirlo; Mia Farrow, de la que fue pareja doce años, y que, dadas las terribles repercusiones del abrupto final de su extraño vínculo, ocupa, como se ha dicho, gran parte del libro; y por supuesto Soon-Yi, con la que Allen parece haber encontrado una en principio inesperada paz, en un matrimonio que dura ya más de veinte años. De todas ellas, y de muchas otras mujeres de menor presencia “sentimental” en su vida, se habla en detalle en el libro. 

A partir de su consolidación profesional y de su éxito en el mundo de la comedia, Woody Allen comienza su carrera en el cine. A propósito de nada se convierte entonces en un concienzudo repaso de todas sus películas, de las que el director nos comenta detalles de su gestación (La película tardó más tiempo en terminarse y costó más, pero a los inversores no les importaba siempre que mis ambiciones artísticas se vieran satisfechas… Y si os habéis creído lo que acabo de decir, tengo un puente en venta que tal vez os interesaría comprar), quejas sobre la codicia y la ignorancia cinematográfica de los productores (La mayoría de los que gestionan dinero no saben nada, carecen de instinto, pero con frecuencia suelen verse a sí mismos como tipos que sí saben, incluso más que el artista. Mutilan y destrozan la obra en curso, poniéndola en peligro de que naufrague porque intentan complacer como sea, y el resultado final suele ser diez veces peor que si hubieran dejado en paz al artista), apuntes sobre el desagradable conflicto, que terminó en los tribunales, con Jean Doumanian, su amiga y productora durante cuarenta años, anécdotas de sus rodajes, “cotilleos” (siempre muy benévolos y elogiosos, incluso en relación con quienes le darían la espalda tras el polémico affaire) sobre los actores y actrices que colaboraron en ellas, intercalados con apreciaciones -de nuevo rezumantes de humor escéptico y desencantado, marca de la casa- sobre sus preocupaciones existenciales. Afloran así, en una enumeración a vuelapluma de las muchas “derivaciones” que surgen en el análisis de cada película, algunos de los elementos que mejor identifican a Woody Allen, así como sus más conocidas excentricidades: las razones que justifican su vocación (me di el gusto de trabajar en ciudades que me encantaban y de mostrar Manhattan durante las cuatro estaciones, una isla que es un placer fotografiar en cualquiera época del año. Por eso digo que para mí lo único divertido del mundo del cine reside en la realización de la película. En el acto de trabajar, de despertarme temprano, de rodar, de disfrutar de la compañía de hombres y mujeres brillantes, de resolver problemas que no son fatales si no los subsanas, de contar con grandes vestuarios y una música fabulosa. Cuando todo termina y el filme está hecho, mi criterio para juzgarlo siempre consiste en preguntarme hasta qué punto logra, hasta dónde cumple el sueño que tenía cuando estaba tumbado en la cama creando furiosamente personajes y situaciones); su encandilamiento con las actrices -lo que ha acentuado las críticas feministas, que citan expresamente, con puritano escándalo, las entregadas afirmaciones sobre Scarlett Johansson: Apenas tenía diecinueve años cuando hizo Match Point, pero ya lo tenía todo: era una actriz excitante, una estrella natural, poseía verdadera inteligencia, era rápida y divertida y cuando te la encontrabas tenías que luchar para abrirte paso entre las feromonas. No solo era dotada y hermosa, sino que sexualmente era radiactiva. Sentías que en cualquier momento te agarraría de la mano, sonreiría y te diría: si realmente quieres que nos lo montemos, podemos intentarlo. Terminé empleándola en varias películas en las que estuvo genial, y solo espero poder volver a trabajar con ella antes de morir o de que me ponga senil y empiece babear, pero no sobre ella; sus abundantes referencias culturales, que detalla con profusión, aunque rechaza abierta e insistentemente la condición de intelectual que se le atribuye, por lo que no ahorra al lector la lista de sus lagunas literarias (Jamás he leído el Ulises, ni el Quijote, ni Lolita, ni Trampa 22, ni 1984, ni nada de Virginia Woolf, E. M. Forster o D. H. Lawrence. Nada de las hermanas Brontë ni de Dickens) y cinematográficas (En cuanto a las películas, no he visto ¡Armas al hombro! ni El circo de Chaplin, tampoco El navegante de Buster Keaton. Jamás he visto ninguna de las versiones de A Star Is Born. A pesar de todos los sábados que pasé en el Midwood Theater, no he visto ¡Qué verde era mi valle! ni Cumbres borrascosas ni Margarita Gautier o La dama de las camelias ni La extraña pasajera ni Ben-Hur ni muchas otras. La pasión ciega, Los intrusos o El mandato de otro mundo, La novia de Frankenstein: no las he visto. No es mi intención menospreciar ninguna de esas obras, sino poner de manifiesto mi ignorancia y el hecho de que llevar gafas no convierte a nadie en una persona especialmente culta, ni mucho menos en un intelectual. Y estos no son más que unos pocos ejemplos de las lagunas de mi erudición. Aún no he visto El secreto de vivir ni Caballero sin espada); su amor por los escenarios de Manhattan; su pasión por Tennessee Williams; su odio a las bicicletas (Si leéis cuidadosamente la historia del Pésaj, la fiesta del Éxodo de Egipto, en la parte que habla de las diez plagas, después de las langostas, las ranas y la lluvia de granizo y fuego, aparecen las bicicletas); el rechazo que le provocan los modernos monologuistas (Los típicos comediantes de hoy en día salen a escena, sacan el micrófono del soporte para poder dar vueltas por el escenario gritando sus frases y, Dios nos ayude, luego se sientan en una silla o delante de una mesa que han puesto en el centro del escenario con una botella de agua, para que de vez en cuando puedan beber. ¿De dónde han salido todos estos cómicos sedientos? Jamás he oído hablar de que ningún monologuista se haya caído redondo de deshidratación. Hay actores que interpretan horas de Shakespeare sin que Hamlet o Lear se escabullan detrás de un telón para echar un trago de agua Poland Spring. Pero ahora en la tele vemos a un tipo gracioso que va y viene diciendo: «¿Sabéis lo que me jode? ¿Habéis estado en uno de esos putos cruceros que van por el Caribe? Son una puta mierda». Entonces necesita tomar un poco de agua o de lo contrario terminarán hallando sus restos marchitos sobre el escenario como un esqueleto en el desierto. En lugar de esperar que sacie sus resecadas encías, siempre cambio de canal en busca de algo más cautivador, como el canal de los Relojes Invicta); su propio sentido del humor (Al igual que Bertrand Russell, siento una gran tristeza por el mundo. A diferencia de Bertrand Russell, no sé hacer cálculos matemáticos complejos. Y tal vez no pueda transmutar mi sufrimiento en un gran arte o una gran filosofía, pero puedo escribir buenos chistes cortos que sirven para distraer momentáneamente y brindan un breve respiro de las consecuencias irresponsables del Big Bang); el psicoanálisis; los rituales y costumbres judíos; su incompatibilidad con la tecnología (Como me ocurre con todos los objetos mecánicos, nos convertimos inmediatamente en archienemigos. No me gustan los aparatitos. No tengo relojes, no uso paraguas, no poseo cámaras ni grabadoras y aún hoy necesito que mi esposa configure el televisor. No tengo ningún ordenador, jamás me acerqué a un procesador de texto, nunca he cambiado una bombilla, ni he mandado ningún correo electrónico ni he lavado un solo plato. Soy uno de esos ancianos confundidos que necesitan que les inutilicen todos los botones del televisor poniéndoles una cinta adhesiva encima, de modo que solo pueda usar los botones de encendido y apagado y subir y bajar el volumen), su pesimista visión de la vida; su neurótica insatisfacción (Con los años, mis seres queridos me han dicho que soy una persona crónicamente insatisfecha, y es cierto que siempre prefiero estar donde no estoy. Quiero decir, por ejemplo, que en un hermoso domingo de otoño voy paseando con Soon-Yi por el Upper East Side, tal vez en Central Park, y todo es encantador. Y entonces pienso: Dios mío, ¿no sería maravilloso estar en París ahora mismo, o en Venecia? La fantasía de que estaría mejor en otro sitio se extiende a ideas románticas de poseer una casa en la playa, caminar por la arena junto al mar, observando cómo rompen las olas y contemplando el horizonte, con la mente inundada de señales de que existe un cosmos un poco más agradable y amable). 

En este mismo sentido, Allen insiste de un modo recurrente en lo que quizá constituya la esencia de su vida y de su obra: el conflicto entre una realidad limitada, gris y anodina, que suscita en él sentimientos de angustia, ansiedad, depresión, soledad y muerte (por cierto, jamás asistí a un funeral: siempre me ahorraron tener que enfrentarme a la realidad), y la ilusión, la “magia”, los sueños: A mí me parece que la única esperanza de la humanidad reside en la magia. Siempre he detestado la realidad, pero es el único sitio donde se consiguen alitas de pollo, afirma, con su ironía habitual. Una magia que se encarna, por encima de todo, en el cine, como cuando recuerda sus sesiones adolescentes en las salas de Manhattan: Entonces la función doble ha terminado y abandono la magia oscura y reconfortante de la sala de cine y vuelvo a emerger en la Coney Island Avenue, con el sol y el tráfico, y emprendo el regreso al triste apartamento de la Avenida K. Otra vez en las garras de mi archienemiga, la realidad. No puedo resistirme a transcribir este elocuente párrafo, extraordinariamente significativo, en el que escribe a propósito de El dormilón

En mi película Sleeper, hay una secuencia cómica en la que, mediante alguna clase de endiablado proceso, me imagino que soy Blanche Du Bois en Un tranvía llamado deseo. Hablo con acento femenino y sureño, tratando de que la secuencia tenga alguna gracia, mientras Diane Keaton hace una imitación perfecta de Brando. Keaton es de las que se quejan: «Oh, no puedo hacer esto. No puedo imitar a Marlon Brando». Como esa chica en clase que te dice que le ha salido fatal el examen y cuando le dan la nota tiene un diez. Como es lógico, su Brando es mejor que mi Blanche, pero lo que quiero dar a entender es que, en la vida real, yo soy Blanche. Blanche dice: «No quiero realidad, quiero magia». Y yo siempre he despreciado la realidad y he anhelado la magia. Traté de ser mago, hasta que descubrí que solo podía manipular naipes y monedas, pero no el universo. 

No cabe cerrar esta reseña sin comentar, siquiera sea de modo muy breve, la polémica que ha convulsionado la vida del director a partir de las acusaciones de abuso sexual ya referidas, especialmente en los últimos cinco años, tras la “revisión” periodística del asunto tras las denuncias de Ronan Farrow. Desde las primeras páginas del libro, y aunque cronológicamente aún no haya llegado a la narración de la etapa de su vida en la que se desarrollaron los hechos, Allen va dejando referencias al enojoso asunto, anticipándose a la más que probable lógica del lector, que “sabe” que -de un modo u otro- ese es el núcleo central del libro. Del mismo modo, esa estrategia de dejar caer alusiones leves, que van predisponiendo la toma de posición de quien le lee, le lleva a “filtrar” los juicios de valor que hace sobre las mujeres o la información que proporciona sobre actores y actrices, presentándolos desde la posición -autoexculpatoria, ya se ha dicho- de quien se sabe objeto de reprobación por unas supuestas conductas inapropiadas (o delictivas, desde el punto de vista de sus acusadores). Así, sus comentarios sobre quienes han trabajado con él son siempre encomiásticos, y es, al menos, muy benévolo incluso con sus “enemigos”, con quienes han “abjurado” de él tras el escándalo. 

Un idéntico intento de ecuanimidad impregna la extensa sección del libro dedicada expresamente a relatar la complicada relación con Mia Farrow y los lamentables episodios finales de su separación, tras el descubrimiento de su vínculo con Soon-Yi y los posteriores procedimientos judiciales que enfrentaron a los antaño amantes. Pese a ello, la imagen que Allen ofrece de Mia es devastadora, proporcionando numerosos ejemplos -aunque “rebajados” con su chispeante humor (hay incisos ingeniosísimos incluso cuando narra los momentos más dolorosos que vive en esos días)- de una excentricidad rayana en la locura. La actriz aparece así, como complicada, neurótica, fría perpetradora de enrevesadas y delirantes tramas para lograr la incriminación de Allen, desequilibrada (me había mandado una hostil tarjeta de San Valentín con un verdadero y terrorífico cuchillo de cocina atravesando un corazón) y calculadora: estaba enfrentándome a una persona más complicada que la frágil y hermosa supermamá que parecía ser, escribe. 

En cualquier caso, aparte de mostrar su versión de los hechos -que como mínimo merece, tras las decisiones exculpatorias de los jueces, el respeto de la presunción de inocencia-, Woody apela a la razón, al sentido común, al análisis detallado de lo ocurrido, a la valoración de las declaraciones de la psicóloga de Dylan, de la canguro y la asistente que trabajaban en la casa en ese tiempo, de los forenses y expertos varios que testificaron en el proceso: Yo sabía que cualquiera que estuviese dispuesto a estudiar ese tema en detalle se daría cuenta de que la acusación era evidentemente falsa y que la verdad terminaría saliendo a la luz. Todavía había algunos que no lo entendían, personas que, contra toda lógica, por una razón u otra parecían no querer comprenderlo. Nada podía disuadirlos de la idea de que yo había violado a la hija retrasada y menor de edad de Mia o que me había casado con mi propia hija y abusado sexualmente de Dylan. Yo confiaba en que, a su debido tiempo, el sentido común, la razón y las pruebas prevalecerían sobre incluso el más flemático de esos agitados, pero también es cierto que pensaba que Hillary ganaría las elecciones

Allen aprovecha para deslizar abiertamente sus críticas hacia ese fácil estado de indignación moral, que obnubila a quien lo “padece” y borra cualquier atisbo de pensamiento racional, que es una de las consecuencias negativas que nos ha dejado la versión más exacerbada de la corrección política, en particular, la que surge, en una deriva inconcebible, del Me-Too. No hay tiempo ni espacio aquí para comentar los muchos matices cuestionables del al parecer imparable fenómeno social. La semana que viene os traeré aquí otro libro, El síndrome Woody Allen, en el que el psicólogo y crítico cultural Edu Galán analiza, en una aproximación muy lúcida y convincente, las desmesuradas y delirantes manifestaciones que en nuestros días ha alcanzado esta moderna y peligrosa locura censora. Os dejo ahora, tan solo, y como cierre ya a mi reseña, dos largos y muy clarividentes fragmentos de A propósito de nada

Mientras tanto, la aparición televisiva de Dylan no solo convenció a los medios, sino que algunos actores y actrices, que no tenían ningún conocimiento exacto de si yo había abusado de ella o no, decidieron apoyar a Dylan y atacarme a mí, declarando que se arrepentían de haber trabajado en mis películas y que jamás volverían a hacerlo. Algunos llegaron a donar sus salarios a una causa benéfica para no aceptar dinero manchado. Ese gesto no es tan heroico como parece, porque nosotros solo podemos pagar el mínimo que marca el sindicato, y supongo que si pagáramos sumas más cercanas a las habituales en las películas, que en muchos casos suelen ser bastante elevadas, probablemente esos actores se habrían mostrado igual de indignados y también habrían anunciado que jamás volverían a trabajar conmigo, pero tal vez habrían omitido la donación de sus salarios. El hecho de que estos actores y actrices jamás hubiesen examinado el caso en detalle (porque si lo hubieran hecho no habrían llegado a la misma conclusión con tanta certeza) no les impidió manifestarse en público con una convicción férrea. Algunos afirmaron que ahora su política consistía en creer siempre a la mujer. Yo habría esperado que la mayoría de las personas inteligentes rechazaría esa cortedad de miras. Quiero decir, contádselo a los chicos de Scottsboro. (Los chicos de Scottsboro fueron nueve adolescentes afroamericanos que en el año 1931 fueron acusados injustamente de violar a dos mujeres blancas y condenados a largas penas de cárcel, e incluso, en algunos casos, a cadena perpetua y pena de muerte. [N. del T.])

Ciudadanos bienintencionados, rebosantes de indignación moral, que estaban la mar de felices asumiendo noblemente una posición en un asunto del cual no tenían ningún conocimiento. Teniendo en cuenta lo que todos esos cruzados sabían realmente, yo podría ser tanto una víctima equiparable a Alfred Dreyfus como un asesino en serie. Ellos jamás notarían la diferencia. (Incluso el propio abogado de Mia admitió en público que no sabía si el abuso sexual había tenido lugar o si Dylan lo había imaginado.) Sin embargo, nada de eso impidió que esos actores y actrices corrieran a competir entre sí para ver quién mostraba una actitud más enérgica. Por Dios, por supuesto que se oponían al abuso sexual de niños y no temían decirlo, en especial a partir de esos nuevos descubrimientos científicos en el ámbito de la física según los cuales la mujer siempre tiene razón (el subrayado es mío, muy sensible ante el profundamente antidemocrático, reaccionario, injusto, contrario a todo progreso liberador, el inicuo lema: “Hermana, yo sí te creo”) 

De entre la infinidad de referencias musicales del libro (tantas que darán para un par de programas en Buscando leones en las nubes, estad atentos “a la pantalla”) he seleccionado para despedir mi reseña Milkman Keep Those Bottles Quiet (Imaginad un bochornoso día de verano en Flatbush. Los termómetros marcan treinta y cinco grados y hay una humedad sofocante. No hay aire acondicionado, a menos que uno vaya a una sala de cine. Desayunas tus huevos pasados por agua dentro de una taza de café en una cocina diminuta con el suelo cubierto de linóleo y un mantel de hule sobre la mesa. En la radio suena Milkman Keep Those Bottles Quiet), que aquí sonará en la versión de 1943 de Ella Mae Morse. 


A lo largo de mi vida he escrito escenas para cómicos de clubes nocturnos, he hecho guiones para radio, he escrito una obra de club nocturno para mí mismo y la he llevado a escena, he escrito para la televisión, he actuado en fiestas, en conciertos y en la televisión, he escrito y dirigido tanto películas como obras de teatro, he sido protagonista en una producción de Broadway, he dirigido una ópera. He hecho de todo, desde boxear con un canguro en la tele hasta llevar a escena a Puccini. Eso me ha brindado la oportunidad de cenar en la Casa Blanca, jugar con jugadores de las ligas principales en el estadio de los Dodgers, tocar jazz en desfiles y en el Preservation Hall de Nueva Orleans, viajar por toda América y Europa, conocer a jefes de Estado y a toda clase de hombres y mujeres inteligentes, tipos ingeniosos, actrices encantadoras. Mis libros se han publicado. Si muriera ahora mismo no podría quejarme… como tampoco se quejaría mucha otra gente.

Videoconferencia
Woody Allen. A propósito de nada

miércoles, 18 de noviembre de 2020

GONZALO TORRENTE BALLESTER. LOS GOZOS Y LAS SOMBRAS
  
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde, siguiendo la pauta que anuda las últimas emisiones, que no es otra que mi voluntad de proporcionaros abundantes referencias de bien copiosas lecturas para que os decidáis a afrontar con devoradora ilusión literaria las largas vacaciones navideñas, un hilo conductor que me ha permitido enlazar en los programas precedentes -y que continuará en los venideros- tanto propuestas de libros muy extensos en cuyas largas páginas poder demorarse placenteramente durante semanas como sugerencias que constan de varios volúmenes que aseguren el disfrute lector durante las promisorias jornadas de ocio, quiero detenerme en una de las obras mayores de un autor, muy vinculado a nuestra ciudad, y de cuyo nacimiento se celebró en este 2020 un redondo aniversario. Gonzalo Torrente Ballester, pues de él os hablo, nació el 13 de junio de 1910, y en esa misma fecha, 110 años después, había decidido recordar su aniversario poco antes del verano. La anomalía que ha supuesto la epidemia del coronavirus me obligó a posponer el homenaje previsto para entonces, y por fin ahora puedo festejar la alegre efeméride proponiéndoos esta semana la lectura de Los gozos y las sombras, su exitosa trilogía, dejando para dentro de unos meses mi comentario de otra novela magnífica, La saga/fuga de J.B. 

Bajo la rúbrica general de Los gozos y las sombras se agrupan tres libros, El señor llega, Donde da la vuelta el aire y La Pascua triste, aparecidos en 1957, 1960 y 1962, respectivamente. A partir de su publicación original la obra ha sido reeditada en numerosas ocasiones, destacando las ediciones de Alianza Editorial, en tres tomos, que podéis encontrar también en bolsillo y, sobre todo, la que ahora os traigo, presentada en 2007 por Alfaguara en un solo volumen de más de mil doscientas páginas, y que ha sido objeto de una primera reimpresión en enero de 2019, al cumplirse los veinte años del fallecimiento del escritor. Hay, además, y os la recomiendo con entusiasmo, una formidable serie televisiva del mismo título, que conoció en 1982, año de su estreno, un extraordinario éxito, con cifras de audiencia hoy inimaginables, a causa no solo de la excepcional calidad de la obra, dirigida por Rafael Moreno Alba e interpretada por un elenco de magníficos actores y actrices, sino también de lo estrecho del “mercado” de la televisión en la época, con los dos únicos canales de Radio Televisión Española operando en exclusiva. Al término de esta reseña me detendré brevemente en un ligero apunte sobre la serie. 

Como puede imaginarse, resulta imposible resumir el argumento de una obra de tal calibre y extensión como Los gozos y las sombras, cabiendo tan solo una ligera aproximación que permita, a quien no la conozca, hacerse una idea somera de su trama. La “acción” se sitúa en Pueblanueva del Conde, una villa gallega, inventada por el autor, pero de rasgos bien reconocibles en tantos pueblos del paisaje costero de Galicia, en la que las previsibles rutinas de la vida provinciana -descritas con sobresaliente precisión a partir de las existencias de un abundante elenco de bien construidos y verosímiles personajes- se alternan con los cambios -económicos, sociales, políticos- que la época trae también a ese olvidado rincón del mundo. 

Estamos en la Segunda República, en los años -meses, semanas incluso- inmediatamente anteriores al inicio de la guerra civil. Las fuerzas vivas del pueblo, que siempre han mostrado su respeto a Doña Mariana, matriarca, en cierto modo, del clan de los Churruchaos, que incluye cuatro familias, los Deza, los Aldán, los Sarmiento y los Quiroga, y que desde tiempo inmemorial ha dirigido el pueblo, levantado en torno a la pesca, desplazan ahora su fidelidad y rinden ciega y atemorizada pleitesía a Cayetano Salgado, dueño de los astilleros y nuevo cacique del lugar, representante de esa moderna burguesía que debe su posición de dominio no a la sangre, la herencia y el abolengo -la “hidalguía”-, sino al poder del dinero, que emerge a borbotones como consecuencia del ascendente capitalismo industrial. El precario equilibrio entre una aún pujante “nobleza” tradicional (de progresivo y declinante esplendor, empero) y el inexorable impulso de la modernidad, se ve conmocionado por la llegada al pueblo de Carlos Deza, el último de los Churruchaos, en quien Doña Mariana confiará como baluarte frente al imparable crecimiento del nuevo mundo, que encarna el ambicioso, despiadado y todopoderoso Cayetano. Sin embargo, el carácter algo pusilánime de Deza, un intelectual -y siento que la alusión pueda sonar despectiva-, médico psiquiatra formado en Viena, ajeno a los intereses mundanos, que se ve envuelto contra su voluntad en un enfrentamiento que lo sobrepasa y hasta enoja, rebajará -solo en apariencia- los términos de un conflicto que acabará por resolverse en un cúmulo de agitados episodios que incluyen intrigas locales, ofensas y venganzas, rencores y desprecios, odios, tensiones y violencia, secretos y agravios, y también pasiones desbordantes, amores contenidos, adulterios, ocultos amantes, prohibidas seducciones y encendidas efusiones sentimentales. Y todo ello en un marco social, económico, laboral y político convulso, muy tenso y problemático, en una normalidad solo apacible en la superficie y que bajo la quietud de esa epidermis se muestra al borde del estallido, una explosión que pocas semanas después del término de la novela se producirá con el inicio de la cruel contienda civil. 

Sobre esta base argumental la narración avanza abriéndose en infinidad de hilos que se desarrollan siguiendo las historias personales, singularmente las de los dos personajes principales, Carlos y Cayetano, aunque también las de una extensa pléyade de secundarios, entre los que destacan las hermanas Clara e Inés Aldán, su hermano Juan, la anciana doña Mariana, Rosario la Galana, Paquito el Relojero, fray Eugenio y fray Ossorio, los miembros de la en general despreciable comunidad del casino, don Lino, el juez, el farmacéutico don Baldomero y su mujer doña Lucía, Cubeiro y tantos otros, conformando todos un marco coral, en un planteamiento que recuerda a la novelística barojiana y también a La Colmena, la obra de Camilo José Cela publicada en España poco tiempo antes de la aparición del primer volumen de Los gozos y las sombras

Pero más allá del acontecer vital de los muchos personajes que atraviesan el libro, de la indagación, de corte psicologista, en sus personalidades (resulta paradigmático, en este sentido, el personaje del dubitativo Deza, hundido en una perenne y algo conformista duda acerca del sentido de su existencia, de su razón de estar en el mundo, en una derivación de la obra de tintes filosóficos), de la sucesión de peripecias que los vinculan entre sí en los escasos años de su transcurso, en un relato arrebatador que hunde sus raíces en la literatura decimonónica, la densa y ambiciosa obra de Torrente Ballester refleja muchas otras cuestiones, algunas de las cuales merecen al menos un breve comentario. 

La novela es, en el fondo, la crónica -tan humana- del cambio de los tiempos, un choque entre dos universos, uno que se agota y da sus últimos estertores y otro que brota, pujante y vital; un conflicto que se manifiesta y produce sus efectos en -ya se ha dicho- la vida económica, laboral, social y política. La aparición de las fábricas -los astilleros en la novela- transformará el mundo, hará cambiar de manos al dinero, alterará las relaciones de producción, invertirá radicalmente los valores, enfrentará de modo cruento a las clases sociales, revolucionará la política, modificará el mapa de Europa y del mundo y, más allá de sus innegables benéficas consecuencias, producirá un enorme desgarro entre quienes se agarran aún, desesperados, a los restos declinantes del antiguo orden y quienes se suben el poderoso carro de la sociedad que emerge. Todo ello está, de un modo patente, en el escenario que enmarca las acciones de los personajes de la novela. 

Desde el punto de vista económico, la riqueza, hasta entonces predominantemente rural y en poder de la “aristocracia” local, la hidalguía que encarna Doña Mariana, es sustituida -con un cierto retraso en el caso gallego frente al del resto de España; el fenómeno muy “lento” y tardío en ambos casos- por el triunfo de los nuevos ricos que trae la revolución industrial. La decadente majestuosidad de la mansión de Doña Mariana, el espesor de las densas alfombras, la luminosidad de las lujosas lámparas, la abundancia y el esplendor de los muebles, los cuadros, las joyas, su estéril fortuna, que despiertan la desconcertada admiración de quienes la visitan, son el último coletazo de una sociedad que se acaba y que tiene en la pobreza de los Deza, en las privaciones y en la austera vida de Carlos, en su helador pazo de cuartos desvencijados al borde del derrumbamiento, algunos de sus más notorios exponentes. Por el contrario, la obscena exuberancia del dinero de Cayetano, su soberbia ostentación, su poco escrupulosa exhibición de riqueza -no hay límites para su infantil neurosis fagocitadora: compra todo lo que se le antoja, bienes y voluntades, votos y lealtades, hombres y, sobre todo, mujeres; hasta los ruinosos pazos sucumbirán a su poder-, son símbolos evidentes de la “subversión” que los tiempos traen consigo, de las nuevas reglas económicas del juego. 

Esa lucha entre poderes económicos impregna y empapa también el ámbito social, un microcosmos, esa cerrada Pueblanueva del Conde, que refleja el conflicto entre clases. El atinado retrato de la oscura sociedad gallega de los años treinta, reflejo depauperado del de España entera, es, pues, otro de los logros del libro. Vemos, así, una Galicia paupérrima, la del servilismo feudal y la emigración, la de la languideciente riqueza rural, un universo vetusto (cuesta pensar que solo han pasado poco más de ochenta años), rezumando frío y humedad, sin luz eléctrica, en una atmósfera opresiva, cerrada, desoladora, el destartalado autobús de línea llegando a la plaza solitaria, la lluvia perpetua, los negros paraguas, el lodazal de las calles atravesado por mujeres silenciosas caminando en el barro sobre sus zuecos intemporales, las mezquinas rutinas de una vida clausurada, carente de expectativas vitales; una Galicia antigua, casi medieval, en la que perduran reminiscencias de un mundo mágico ya desaparecido, hecho de miseria e ignorancia, de anacrónica superstición, de valores trasnochados. Y en esa sociedad caciquil, retrógrada, insensible, con las mujeres víctimas de constantes abusos, cargando con hijos ilegítimos, con la soez lujuria de los hombres, con un clero rancio y arcaico, aparece una nueva clase ejemplificada en la miserable fauna del casino, el juez corrupto, el farmacéutico libidinoso, el maestro desclasado que ansía el reconocimiento, el indiano, los comerciantes, los profesionales liberales, los nuevos señores del lugar. Y están también los trabajadores, los esforzados marineros y pescadores, su medio de vida a punto de extinguirse, el proletariado industrial de los astilleros, la taberna en la que amortiguan la dureza de sus existencias como correlato a la burguesa confortabilidad del casino, en una dimensión, la del conflicto laboral, que constituye otro de los telones de fondo del libro. 

Así, la novela refleja también la tensión derivada de las reivindicaciones de los trabajadores, que se sublevan -en sordina, pues el poder de los amos es implacable- ante la precariedad de sus condiciones laborales y vitales. El movimiento obrero está, pues, muy presente en la obra, y por tanto el conflicto social, la confrontación entre el tradicionalismo de los pescadores, que ansían preservar su ancestral modo de vida, y la “revolución” de los obreros de las fábricas, que huyen de su “entorno” natural atraídos por la tentación de los mejores salarios (unos y otros sometidos a diferentes formas de explotación por quienes detentan la riqueza), el abandono progresivo del sector primario en beneficio de la industria y los profundos cambios que ello ocasiona (la población gallega era, en esos tiempos, fundamentalmente rural y muy descentralizada: solo el 5% de los núcleos de población contaban con más de 200 habitantes, como recoge un magnífico estudio sobre la novela de Luis Velasco; entre 1900 y 1930, los pobladores de las ciudades pasarán de suponer un 9% a un 15% del total, según la misma fuente, en un proceso que, de modo indirecto, se apunta en el libro), las convulsiones derivadas, en definitiva, del imparable ascenso del capitalismo industrial. Huelgas, sindicatos, manifestaciones, paros, presiones empresariales, accidentes laborales, reclamaciones salariales, protestas en pro de unas condiciones de vida dignas, el “decorado” habitual de esas décadas en tantas regiones del mundo, aparecen aquí también, en esa Galicia “premoderna” en una nueva manifestación de la profundidad sociológica de una obra excepcional. 

Y esa agitación laboral trasciende el ámbito del trabajo y se extiende hasta el terreno político. La lectura de Los gozos y las sombras permite al lector vivir los antecedentes inmediatos de nuestra guerra civil. Hay en todo momento un clima denso de violencia soterrada -que en ocasiones se explicita-, hay rudeza y crueldad, hay brutalidad e injusticia, hay odio reprimido e inmemoriales agravios sin perdonar, hay un aire último -ahogado, a duras penas contenido- de rabia y ferocidad. Torrente describe con maestría, sin necesidad de simplistas subrayados didácticos, esta olla a presión que era Pueblanueva, y por metafórica extensión Galicia y España entera, una caldera en la que las inicuas desigualdades sociales, los injustificables abusos de los señores, la chulería impune de los nuevos ricos, la rabia y el afán de venganza de los oprimidos, unidos a las disensiones políticas entre las derechas tradicionalistas y retrógradas, despreciables en la defensa de sus soeces privilegios, y unas izquierdas -buenas gentes idealistas manipuladas por un socialismo que coquetea con los caciques, por un comunismo sin escrúpulos, y por un anarquismo ignorante e intransitivo- divididas y corruptas en el ejercicio del poder republicano, acabarán por abocar al país a la debacle conocida, una imparable y funesta marea que el lector ve venir, impotente, ante los escasos e inútiles intentos de racionalidad que desde algún endeble frente se opone a ese animal hervidero de pasiones destructivas. En el libro están también, pues, las tendencias políticas, los partidos en liza en la época, la crispación posterior a las elecciones de febrero de 1936, el germen de la guerra civil, en otro motivo adicional de interés más allá de la mera -y desbordante- potencia narrativa de un autor cuyo apellido parece anticipar la caudalosa fuerza de su prosa. 

Desde el punto de vista estrictamente literario, quiero resaltar, brevemente ya, algunos de los elementos que han llamado mi atención. Víctor García de la Concha sostiene, en su prólogo a una de las ediciones de la obra, que el propio Torrente rehusaba las etiquetas del realismo o el costumbrismo para calificar su novela, pero lo cierto es que ambos extremos -el retrato verosímil del alma y la vida humanas y la descripción fidedigna de las costumbres y rituales sociales de una comunidad- están presentes en Los gozos y las sombras, y lo están, a mi juicio, de una manera afortunada y fecunda, que enriquece su lectura, por más que otras vertientes -las ya reseñadas: psicologista, filosófica, económico-social, laboral o política- engrandezcan su magnitud. En este sentido, la representación de esa Galicia no ya decimonónica sino medieval resulta excepcional. 

Algo de decimonónico hay, también, en el planteamiento narrativo del autor: el narrador omnisciente, la estructura lineal, el detenimiento en los detalles, la “fotografía” de la realidad social, el lenguaje cercano a los usos cotidianos de las gentes, la indiscutible -y a la vez ambigua- propuesta moral, el cuestionamiento del matrimonio y de las formas tradicionales de sexualidad. Aunque es explícita, igualmente, la voluntad de experimentación (Torrente había leído a Proust y Joyce), con constantes cambios de perspectiva, que se centra ahora en lo individual para pasar luego a lo colectivo y volver más adelante a lo singular; con la aparición de una voz anónima -¿habla el pueblo?- al comienzo y al final de la obra, así como en algún otro interludio entre capítulos; con el magistral y exhaustivo uso de los diálogos -Los gozos y las sombras es una novela dialogada-; con la cultura y la erudición subyacentes, presentes -sin abrumar- en citas y referencias a autores, a teorías, a movimientos, a ideas filosóficas, a acontecimientos históricos, también a tradiciones, leyendas, costumbres; con la apertura del relato a decenas de historias secundarias que se imbrican en la trama principal; con, en consecuencia, la condición coral, ya reseñada, de la novela. 

El erotismo es, por último, otro de los elementos que impregna la novela de manera ostensible. Ese mundo de pasiones, de violencia primordial, de oscuros impulsos naturales, de sometimiento y poder, de animalidad y represión, tiene en el sexo una manifestación muy notable. La actitud depredadora de Cayetano, que “disfruta” de las mujeres a su antojo; la desbordada e impotente lascivia de los asiduos del casino; el melancólico furor sexual de Don Baldomero; la enardecida frigidez (valga el oxímoron) de su mujer, Doña Lucía; la rotunda y desprejuiciada carnalidad de Rosario, la obsesiva contención de Inés; la torturada represión de las beatas; el vivo deseo y la autosatisfacción de Clara; y hasta la gélida inhibición de Carlos, que, además, tiene sus “devaneos” intelectuales con el psicoanálisis, constituyen algunos de los afloramientos del erotismo y el sexo en un libro que, en este sentido, rezuma una voluptuosidad difícil de digerir -imagino- para la censura de la época. 

Magnífico libro -una obra maestra-, pues, este inabarcable Los gozos y las sombras, como puede deducirse de los múltiples frentes que abarca y que he querido presentaros en mi comentario. Y magnífica también, al decir de la crítica, su traslación televisiva, de la que apenas guardo vagos recuerdos y que no he podido volver a ver, pese a que se encuentra disponible en su integridad en la página de Radiotelevisión española. En mi memoria apenas quedan la bien lograda atmósfera gallega, el carácter coral que la asocia a la película de La colmena, también de ese año, el clima de violencia soterrada, la insoportable prepotencia del señorito, el para la época atrevido tratamiento de las escenas eróticas (Torrente decía sin embargo que había más erotismo en su libro que en la serie) y la perturbadora presencia de Charo López. Dirigida por Ricardo Moreno Alba en 1982, la serie, que se emitió en trece capítulos con un estruendoso éxito de audiencia, contó con la participación de un elenco entre los que se encontraban, además de la guapa salmantina, Eusebio Poncela, Amparo Rivelles, Carlos Larrañaga, y una muestra de algunos de los mejores secundarios de la época, como Rosalía Dans Santiago Ramos, Manuel Galiana, Rafael Alonso, José María Caffarel, Isabel Mestres, Tito García, María Casal, Fernando Sánchez Polack o Pilar Bardem. 

Como complemento musical a mi reseña os ofrezco una pieza de Chopin, compositor muy presente en la novela. Se trata del Estudio Opus 10 número 3 en mi mayor, que puede oírse en un tráiler de la serie, cuya banda sonora corresponde a Nemesio García Carril.

La venida de Carlos Deza a Pueblanueva del Conde, si bien se considera, no fue venida, sino regreso. La precedieron anuncios, y aun profecías, especie de bombo y platillos con los que se quiso, como de acuerdo, rodearla de importancia; y hubiera estado bien si las esperanzas levantadas con tanta música no hubieran de ser desbaratadas luego por el propio interesado. Pero la música y la bambolla estuvieron de más. Carlos se fue, o más bien se lo llevaron, cuando era muchacho, y más tarde regresó. El número de los que vuelven nunca es tan grande como el de los que se van, y no puede decirse que todos los que regresan hayan de ser considerados como personajes. Unos traen dinero, automóvil y una leontina; otros, más modestos, un sombrero de paja y un acordeón; los más, una enfermedad de la que mueren, y todos, todos, el acento cambiado y cierta afición a hablar de los que todavía quedan en la emigración, de los que han de volver y de los que ya no volverán, por vergüenza de su mala suerte o porque se han muerto. En cierto modo, todos éstos forman grupo; en la calle, los días de feria, o en el Casino, si son socios; por haber estado lejos y haber visto mundo, se les considera, y por la experiencia que tienen, se les consulta sobre las elecciones, o si conviene poner la fuente nueva aquí o allá, o si verdaderamente importa mantener las líneas de autobuses con La Coruña o pedir al Gobierno que de una vez haga el prometido ferrocarril. Pero Carlos, ni estuvo tan lejos, ni se ha traído automóvil, ni una leontina, ni siquiera un acordeón; y si se le pregunta sobre la fuente nueva, se encoge de hombros y sonríe. 

Quedamos en que, más que venida, fue regreso el suyo y que no había para qué ponerse así. Pero si sobraban los anuncios y las profecías, hay que reconocer que no era difícil haberlas hecho. Porque, sin ser de los que van a América, donde hay que pelear con la suerte y con la muerte, otros como él también se fueron, y volvieron. De unos, nadie lo recuerda, apenas: así de don Fernando, padre de Carlos, que llegó a diputado, y un día regresó, se casó y vivió en su pazo, hasta que marchó de nuevo sin que se haya sabido a dónde, ni cómo, ni por qué. Doña Mariana también se había marchado, puesto que regresó, y esto es también historia antigua, pero sabido de todos. Que el padre de Carlos y doña Mariana se hubieran ido y hubieran regresado, nada prejuzga. Pero también se fue y regresó Eugenio Quiroga, y, más tarde, Juanito Aldán; y lo de estos dos ya supone algo. Era fácil decir: también volverá Carlos. Era fácil. Y no había para qué ponerse así. 

La primera en sacar las cosas de quicio fue doña Matilde, su madre. Que la pobre lo hiciera no tiene nada de extraño. Le llegaban con cuentos de Cayetano Salgado. Le decían, por ejemplo: «Cayetano hace, o tiene, o puede»; y ella respondía: «Ya verán cuando venga mi hijo». O bien alguien aseguraba que Cayetano era muy guapo; y entonces ella mostraba el retrato de Carlos, que siempre fue feo hasta en fotografía. O se hacían las amilagradas de que Cayetano estuviese en Londres, y ella hablaba de Viena como de ciudad más importante, en la que nadie de Pueblanueva había estado ni había oído hablar; porque decir de los valses que eran de Viena era como decirlo del pan. Quién creyó que Viena era una panadería, y cuando doña Matilde mostraba las tarjetas postales con palacios, iglesias y parques, abría la boca de una cuarta: «¡Ah! ¿Es que el pan viene de ahí?». 

La pobre doña Matilde se pasó varios años hablando de la vuelta de su hijo, casi amenazando con ella, y se murió sin verla, pero segura de que un día había de acontecer. Todas las disposiciones del testamento la daban por segura. Hubiera sido un mal hijo Carlos de quedarse en el extranjero, o de irse a Madrid directamente sin pasar por Pueblanueva. ¡Si hasta el lugar del cementerio donde yacía doña Matilde era provisional, porque había dispuesto que su hijo eligiese la huesa definitiva! ¡Bah! ¡Tanto preocuparse por lo que pase después de muerta!...

   Videoconferencia (como de costumbre, deplorable técnicamente)
Gonzalo Torrente Ballester. Los gozos y las sombras

miércoles, 11 de noviembre de 2020

BENITO PÉREZ GALDÓS. FORTUNATA Y JACINTA. MISERICORDIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que esta tarde continúa con su propuesta, persistente desde hace unas fechas, de presentaros libros que coincidiendo en su indudable calidad comparten también una vasta extensión. Nuestra intención es contribuir desde aquí, muy modestamente, a satisfacer la doble necesidad de lectura que reclaman tanto estas semanas de encierro forzoso, más o menos mitigado, como las que ya se vislumbran en el horizonte, que nos traen las vacaciones navideñas, bien que anómalas este año, con sus interminables días de ocio, tan propicios a nuestra sosegada demora entre las páginas de un libro. 

Hoy, además, mis sugerencias, en plural, pues son dos los libros y dos las películas, y además una serie televisiva, sobre los que se centrará mi reseña, se acomodan a otra razón de oportunidad. Como sin duda sabéis, pues los medios de comunicación se han hecho eco de la efeméride desde que empezó el año, el 4 enero de este 2020 se cumplieron los cien de la muerte de Benito Pérez Galdós, el prolífico escritor canario, uno de los más destacados de nuestra lengua española. Con esta excusa quiero proponeros ahora la lectura de dos de las mejores manifestaciones de su quehacer novelístico y que, como otros títulos del autor, han sido objeto de interesantes reediciones con ocasión del centenario (solo en Alianza hay publicados ¡sesenta y cinco títulos! de su vasta “producción”). Se trata de Fortunata y Jacinta, que pasa por ser la obra maestra de Galdós, y de Misericordia, también excelente aunque sin la universal repercusión de la primera. 

De Fortunata y Jacinta hay, como puede imaginarse, decenas de ediciones. Yo tengo dos, la clásica, y podríamos decir ya “de referencia”, de la Biblioteca Castro, de 1993, austera y espléndida, como todas las publicaciones de la firma, y que cuenta con un sucinto prólogo de Domingo Ynduráin, con valiosas sugerencias de lectura; y la muy actual, presentada en este 2020 por María Robledano y Jesús Egido para la editorial Reino de Cordelia, que incluye una breve pero interesante introducción de José María Merino, escritor y académico, y que se acompaña de las ilustraciones, para mi gusto prescindibles y de escasa relevancia, pues poco contribuyen a ampliar los límites de la obra, de Toño Benavides. La novela original se publicó en cuatro tomos independientes entre enero de 1886 y junio de 1887. El texto de Reino de Cordelia parte de la versión “canónica” fijada por la catedrática Yolanda Arencibia para la edición del Cabildo de Gran Canaria, que a su vez se basa en la primera de la novela, publicada por la editorial La Guirnalda en 1887 en volúmenes independientes, pero que incorpora algunas novedades discutibles y hasta polémicas (inimaginables en la edición, más ortodoxa, tutelada por Ynduráin) que “pulen” ciertos arcaísmos de la primitiva redacción: se suprimen las comillas (necesarias en la época) cuando se refieren a palabras hoy ya incorporadas al Diccionario de la Lengua, se adapta la ortografía a la actualmente aconsejada por la Real Academia, se modifican la puntuación y las marcas de diálogo para acomodarlas a las convenciones del presente, se corrigen algunos lapsus textuales y, sobre todo, se convierten sistemáticamente las formas verbales con pronombre pospuesto (separábanse, volviose, comprendiolo, etc.) en otras que anteponen el pronombre (se separaban, se volvió, lo comprendió…), siguiendo, como apuntan los editores, el uso habitual de hoy

En el caso de Misericordia, que también aparece, obviamente, en las obras completas de Galdós de la Biblioteca Castro, yo acabo de leer la reciente edición presentada este mismo año por Navona, en su muy cuidada colección Los ineludibles, de la que ya he hablado aquí en otras ocasiones. El volumen, precioso, con la habitual encuadernación en tela marca de la casa, con elegante cinta de registro y de formato muy acogedor y manejable, se abre con un esclarecedor y entusiasta prólogo de Antonio Muñoz Molina y con un prefacio del propio autor, también muy ilustrativo, incluido en la traducción al francés de 1913. 

Por otro lado, de Fortunata y Jacinta hay una película de 1970, del realizador Angelino Fons, y una serie televisiva, dirigida en 1980 por Mario Camus, que Radio Televisión Española ha redifundido en el primer trimestre del año y a la que me referiré brevemente al término de esta reseña. En el caso de Misericordia, puede verse una adaptación teatral para televisión, de 1974, con un elenco plagado de los grandes actores españoles del momento. 

De Galdós, tanto por su condición de figura señera de la literatura española como por el hecho de que hayan transcurrido cien años de su desaparición y, en consecuencia, sean varias las generaciones de estudiosos interesados en su vida y en su obra, se ha escrito todo lo imaginable (y aún lo inimaginable: he podido consultar, en mi labor de búsqueda de información para elaborar esta reseña, las actas de un Congreso en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense madrileña, celebrado en 1989, con más de sesenta ponencias sobre el autor canario, casi treinta centradas en Fortunata y Jacinta; setecientas páginas en las que se estudian desde la “semántica de la perspectiva” hasta las “288 alusiones a la muerte”, pasando por cuestiones tan abstrusas como la “Sociología de la sexualidad, semiótica de la seducción”, “La economía doméstica”, “Sor Marcela y el ratón” (a propósito de un episodio del libro) o ¡”Eficacia del retículo binario en la imagen femenina de Fortunata y Jacinta”! -los signos de admiración son míos-, todas ellas referidas a la novela que ahora os comento). Carece de sentido, pues, que a estas alturas yo, desde mi supina ignorancia de modesto aficionado a la lectura, pretenda ahora aportar alguna idea novedosa en la presentación de mis sugerencias de esta tarde. He decidido, por tanto, antes de hacer un breve comentario sobre cada uno de los libros, poneros en contacto, si no lo estáis ya, con algunas de las polémicas intelectuales que han surgido en estos meses en relación a la controvertida figura literaria de Galdós, una porfía -casi siempre serena, educada, respetuosa, teórica y muy interesante- que ha contado entre sus contendientes con figuras de la talla de Javier Cercas, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Andrés Trapiello, Mario Vargas Llosa, José María Merino, Javier Marías, Marta Sanz o la reciente, y muy discutida, Cristina Morales, Premio Nacional de narrativa en 2019. Este “enfrentamiento” actual es, en cierto modo, la reedición de otros de décadas pasadas -a menudo muy “cruentos”-, con la presencia de Rosa Chacel, Juan Benet o Francisco Umbral, y antes Valle-Inclán, Menéndez Pelayo, Baroja, Federico García Lorca, Max Aub, Jacinto Benavente, Clarín, Gregorio Marañón, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Octavio Paz o Luis Buñuel, como principales militantes de ambos “bandos”, el pro y el anti galdosiano. En su tiempo, la “disputa” provocó incluso la división entre quienes lo propusieron insistentemente para el Premio Nobel y quienes, desde “dentro”, boicotearon con la misma reiteración -y con más éxito- su designación. 

Se trata, en cualquier caso, de discusiones estériles y meramente literarias, que se agotan en el estrecho círculo -pese a su amplia difusión- de lo que Trapiello llama “el club de las almendritas saladas”, la élite literaria del país, muy ajena a la gente, a ese pueblo en cuyo nombre muchas veces dice hablar. Por el contrario, desde el punto de vista de los lectores Galdós fue siempre fue un escritor admirado, muy popular, y los treinta mil ciudadanos que se echaron a la calle en el Madrid de entonces para llorar su muerte asistiendo a su entierro dan fe de ello. Esa apelación al entusiasmo suscitado en el lector común y no al lugar que el autor debiera ocupar en las siempre subjetivas páginas de la historia de la literatura es la que me mueve a recomendaros encarecidamente la lectura de los dos libros. 

El debate, no obstante, tiene que ver con la consideración que damos a la literatura y a lo que, pretendidamente, debiera ser su función. Vuelvo a traer a colación aquí la categórica taxonomía de Cortázar acuñada para establecer la diferencia entre el lector “macho” que, exigente, construye el texto, lo reelabora, lo trabaja, lo penetra, y el lector “hembra”, el cual, más pasivo, se deja llevar por él, atravesado, arrastrado por la fuerza arrolladora de una escritura que no le ofrece otra opción que la ciega aceptación. Esa tipificación de las dos grandes “maneras” lectoras se corresponde con otros dos -igualmente vastos- planteamientos de la figura del escritor: por un lado, el que podríamos llamar creador o innovador, que experimenta con el lenguaje, que no se pliega a las convenciones cronológicas del relato, que rompe la estructura más previsible de la narración, que no se lo da todo hecho al lector, que, en realidad, no cuenta historias sino que “se” deja discurrir a lo largo de su texto; un texto en el que el protagonismo no recae ni en los personajes ni en la acción sino en la experiencia verbal, en una suerte de juego, refinado y muy intelectual, cercano a las digresiones y búsquedas y tanteos del jazz. Es el caso de escritores, como Juan Benet, Goytisolo o el propio Marías, ambiciosos y atrevidos, poco complacientes, algo ensimismados y solipsistas, que fuerzan al lector, lo comprometen y lo obligan a una tarea de “reelaboración” del texto -arduo, complejo, extraño, difícil, exigente- que le ponen ante sus ojos. Por otro lado, tendríamos a los narradores “decimonónicos” -como rasgo de estilo, al margen del siglo al que pertenezcan- que se ocupan de llevar de la mano al lector, que lo embeben en una historia de la que manejan todas las claves, que lo dejan sin respiro ante un poderoso caudal narrativo frente al que solo cabe la aceptación y el obediente fluir, que lo seducen y lo encandilan, que lo arrebatan y lo transportan sin margen para la propia iniciativa. 

Una muestra bien conocida de esta divergencia entre dos planteamientos literarios aparentemente opuestos (en muchos de los nombres citados la diferencia no es tal, ni siquiera en su propia obra) lo constituye el muy mencionado capítulo 34 de Rayuela, en el que Horacio Oliveira, el protagonista de la novela de Cortázar, hojea un libro que está leyendo la Maga, precisamente una de Benito Pérez Galdós, Lo prohibido, un modelo de literatura que el escritor aborrece. Cortázar, en lo que entonces resultaba ser un ejercicio innovador, intercala en el capítulo el texto de Galdós y las reflexiones descalificatorias de Oliveira, alternando en las líneas pares e impares el discurrir de ambos “relatos”. Es así como el escritor argentino, abanderado por excelencia de la experimentación literaria, manifiesta su rechazo a ese modo de escribir -y de narrar- anquilosado, anticuado, trivial: Y las cosas que lee, una novela, mal escrita, para colmo una edición infecta, uno se pregunta cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha pasado horas enteras devorando esta sopa fría y desabrida, tantas otras lecturas increíbles (entresacando las frases de las líneas pares). 

Algo de esta burda simplificación -Cortázar se desdijo años más tarde de este reduccionista maniqueísmo y se confesó buen lector y aun admirador del canario-, aunque con más matices, persiste en el actual debate. Desde una determinada posición -Javier Cercas como ejemplo actual- se critica en Galdós su visión pedagógica y militante de la literatura, su “toma de partido”, su paternalismo, su necesidad de subrayar lo moralmente aceptable, de remarcar el lado de la Historia en que resulta conveniente situarse, su intención explícita por opinar, por pronunciarse, por “intervenir”, por decirle al lector -pasivo e indefenso- lo que debe pensar, de “inculcarle” sus valores, sus verdades (sin discutir la encomiable moralidad, dirá el escritor extremeño-catalán, de las causas que defiende), llegándose a tachar de propaganda gran parte de su obra y rechazando su falta de objetividad e imparcialidad. Además, en un segundo eje argumentativo, se denuesta el carácter redundante de su discurso literario, pues esa constante remisión a los hechos históricos, referidos y “calificados” en sus novelas, esa expresa voluntad de mostrar su tiempo, se manifiesta, a la postre, como una reiteración innecesaria de la Historia, cuando ambas, verdad histórica y verdad literaria, debieran caminar por sendas distintas: la primera concreta, factual, documentada y “objetiva”, mientras que la de la literatura debiera ser una verdad moral, universal, esa verdad elusiva, huidiza, paradójica, contradictoria y esencialmente irónica que sólo las novelas contienen, siempre en palabras de Cercas. Esa imagen del Galdós limitado, prosaico, condescendiente con el público, popular en el peor sentido del término, realista en la menos noble de las acepciones del vocablo, vulgar y hasta rancio, está ya en Valle-Inclán, furibundo oponente del canario, cuando en Luces de Bohemia hacía que uno de sus personajes se refiera a él como “don Benito el garbancero”. 

La reacción desde la otra vertiente, Almudena Grandes, Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina -que, significativamente, muestran muchas diferencias, literarias e ideológicas entre ellos-, parte de la humanidad profunda de Galdós, de la convicción de que no nos hallamos ante un doctrinario, un moralista inflexible o un burdo panfletista; por el contrario, siendo nítida su posición vital e intelectual -heterodoxa, anticlerical, de izquierdas- y clara igualmente su “apuesta” por mostrar las desigualdades e injusticias sociales, el conflicto entre clases; siendo clara también -y encomiable- su voluntad de dar voz a quien no la tiene, a los desfavorecidos y marginados, a quienes pueblan los barrios bajos de “su” Madrid, hay en él, por encima de todo, verdad, verdad universal, un reflejo, complejo y fidedigno, de la vida, de los seres humanos (cuatro mil personajes surcan sus novelas), de sus pasiones y sus deseos, de sus preocupaciones y sus afanes. 

Quien, como ocurre en mi caso, no se siente, en relación con la lectura, demasiado interesado por las clasificaciones ni por las etiquetas académicas, ni mucho menos por las banderías y las tomas de posición partidistas, puede encontrar sin dificultades razones para compartir cualquiera de las dos tesis aquí someramente expuestas. Mi posición al respecto ha de ser, además, especialmente cautelosa, sobre todo cuando mi conocimiento del escritor canario se limita a la lectura de cuatro o cinco de sus libros, frente a los casos de la mayor parte de los citados, lectores de gran parte de su vastísima obra. A mi modesto criterio, pues, en Galdós hay narración “dirigista” y creación libre, voluntad pedagógica y respeto al lector, aceptación de las convenciones formales de la novela decimonónica e innovación fecunda. En Fortunata y Jacinta y en Misericordia, por centrarme en las dos novelas que ahora os presento, la peculiar “idiosincrasia” de Galdós aflora en todos esos rasgos mencionados -incluso en los calificados como opuestos por defensores y detractores-, así como en otros muchos de interés, claves en su obra, y es por ello por lo que resulta apasionante la lectura de ambas novelas, de las que quiero, tras despachar brevemente sus respectivas tramas argumentales, comentaros a vuelapluma algunos elementos que me han parecido singulares y relevantes, además de los ya citados. 

Fortunata y Jacinta, de subtítulo explícito, Dos historias de casadas, narra, en efecto, las historias de dos mujeres, ambas muy guapas, de clases sociales distintas -Fortunata, analfabeta y de vida miserable, primaria y algo salvaje, fuerte y curtida por la vida aunque inocente y noble, reflejo de lo popular, de la incultura y la ausencia de educación, pero también de la bondad natural pervertida por las condiciones ambientales, y su contrafigura, Jacinta, delicada y modesta, de figura y cara porcelanescas, una señorita burguesa, bienintencionada e ingenua, algo tontorrona aunque también valiente y decidida- que están enamoradas de un mismo hombre, el egoísta, mujeriego y voluble Juanito Santa Cruz. En una novela coral, por la que discurren varios centenares de personajes, Galdós aprovecha el relato de las vicisitudes de las existencias de los tres protagonistas principales para mostrar la vida del Madrid y de la España de las últimas décadas del siglo XIX, en un amplio recorrido que abarca distintos estratos sociales. Misericordia, también en un resumen apresurado, se centra en las andanzas de la conmovedora y ejemplar Benina, una criada -la criada filantrópica, la llama el autor- que mendiga, con la compañía del ciego Almudena, para ayudar a su señora, doña Paca, una mujer burguesa, estirada y derrochadora, arruinada tras su viudez. El propio Galdós confesaba en el referido prólogo a la primera edición francesa que con el libro se había propuesto descender a las capas ínfimas de la población describiendo en su “inmersión” la pobreza, la estrechez, la miseria, la indigencia y las penurias de un sector de la sociedad siempre desfavorecido y marginado. 

Ese es, precisamente, el primer aspecto que, en mi opinión, merece la pena resaltar en ambas novelas: el interés y la preocupación por lo que podríamos llamar cuestión social. Mientras avanzamos en sus páginas vamos conociendo los distintos escenarios de la vida social, salones burgueses, cafés bohemios, tertulias políticas, palacetes de señores distinguidos, alcobas de familias acomodadas, locales nocturnos para el ocio de señoritos, bailes y casinos, reformatorios e instituciones tutelares, conventos, iglesias y sacristías, comercios de toda índole (hay un interesante artículo académico sobre el asunto: “El concepto de comercio total en Fortunata y Jacinta”, de Salvador Oropesa), negocios de venta al por mayor y establecimientos de comidas, trastiendas de farmacias y expendedurías de géneros diversos, tiendas de filigranas y joyerías, relojerías y ultramarinos, casas de empeño y de misericordia, pero también, y sobre todo, corralas infectas, habitaciones sórdidas que albergan una turbamulta de niños mal vestidos y peor alimentados, calles misérrimas pobladas por tabernas y figones, mercados, pollerías y cesterías, cordelerías, carbonerías, tiendas de ataúdes o quincallerías (y todo ello enmarcado en vívidas descripciones del entorno urbano, las farolas, los coches de caballos, los tenderetes, las calzadas enlodadas). En el recorrido por este Madrid de desigualdades resulta muy significativa, pues concentra lo esencial de este planteamiento, la visita de Jacinta y Doña Guillermina a la vivienda que fue de Fortunata, en búsqueda del arisco Pituso, supuestamente hijo de la muchacha y del sinvergüenza de Santa Cruz. No me resisto a transcribir íntegro un párrafo fundamental: 

Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una especie de túnel en que también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños, precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama capas. Las viviendas, en aquella segunda capa, eran más estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a pedazos, y los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con más saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y groseros, las maderas más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante. Jacinta, que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan tétrica y mal oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita? -le dijo Guillermina-. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la casa de Fernán-Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas: caridad y estómago». 

En ocasiones, la constatación de las insoportables diferencias surge de la voz de los personajes, en particular, de los despechados lamentos de Fortunata en los que explicita de modo amargo la radical arbitrariedad de las distinciones sociales; pero también en las reflexiones, de mayor profundidad intelectual, de Doña Guillermina, en las que es posible adivinar la postura del escritor. Y es que el propio Galdós no escatima, ya se ha dicho, sus comentarios y sus tomas de posición sobre la feroz injusticia reinante, en largos parlamentos con tono de diatriba política. 

Por estos variados escenarios de la desigualdad social pulula una pléyade de personajes: protagonistas, principales, secundarios, figurantes, meras sombras de aparición esporádica, pero todos espléndidamente caracterizados, en su dimensión exterior -fisonomía, vestimentas, registros lingüísticos- y en su psicología o sus actitudes morales, descritos en semblanzas magistrales en las que afloran sus distinciones de figura, palabra y carácter, como apunta el propio Galdós en un pasaje de Misericordia. Políticos y burgueses, aristócratas y amas de casa y criadas, sablistas profesionales, burócratas, clérigos, cesantes, medradores varios, pícaros, prostitutas, menestrales, comerciantes, horteras, crápulas, estudiantes, farmacéuticos y mancebos, correveidiles, mendigos… e infinidad de mujeres de toda clase y condición. Muchos de estos personajes saltan de unas novelas a otras, en una opción premeditada del autor, que confiesa (de nuevo en el referido prólogo a la primera edición francesa): Diferentes figuras vinieron a este tomo de los anteriores, El amigo Manso, Miau, los Torquemadas, etc., y del mismo modo, del contingente de Misericordia pasaron otras a los tomos que escribí después: es el sistema que he seguido siempre de formar un mundo complejo, heterogéneo y variadísimo, para dar idea de la muchedumbre social en un periodo determinado de la Historia, en otra de las claves de la literatura del canario. 

Las peripecias personales de todas estas gentes van unidas, a menudo, a episodios notables de la vida española de la época, en un correlato entre lo individual y lo colectivo (muy bien ilustrado en el antedicho prólogo de Ynduráin), que en ocasiones aparece como “casual” que pero que a menudo es explícito, en un paralelismo que el autor subraya expresamente como en este notable vínculo, que la voz del narrador pone de manifiesto, entre las frívolas idas y venidas sentimentales del voluble Santa Cruz -llamado también, el Delfín- y los avatares de la psicología colectiva de nuestro país: 

Quien supiera o pudiera apartar el ramaje vistoso de ideas más o menos contrahechas y de palabras relumbrantes, que el señorito de Santa Cruz puso ante los ojos de su mujer en la noche aquella, encontraría la seca desnudez de su pensamiento y de su deseo, los cuales no eran otra cosa que un profundísimo hastío de Fortunata y las ganas de perderla de vista lo más pronto posible. ¿Por qué lo que no se tiene se desea, y lo que se tiene se desprecia? Cuando ella salió del convento con corona de honrada para casarse; cuando llevaba mezcladas en su pecho las azucenas de la purificación religiosa y los azahares de la boda, le parecía al Delfín digna y lucida hazaña arrancarla de aquella vida. Lo hizo así con éxito superior a sus esperanzas, pero su conquista le imponía la obligación de sostener indefinidamente a la víctima, y esto, pasado cierto tiempo, se iba haciendo aburrido, soso y caro. Sin variedad era él hombre perdido; lo tenía en su naturaleza y no lo podía remediar. Había que cambiar de forma de Gobierno cada poco tiempo, y cuando estaba en república, ¡le parecía la monarquía tan seductora...! Al salir de su casa aquella tarde, iba pensando en esto. Su mujer le estaba gustando más, mucho más que aquella situación revolucionaria que había implantado, pisoteando los derechos de dos matrimonios. 

Desde este punto de vista, ambas novelas están plagadas de infinidad de referencias a algunos grandes acontecimientos de la historia de España, en otra de las claves de la obra galdosiana, que se convierte, así, en un magnífico documento para conocer nuestro pasado. El lector atraviesa unos textos punteados, pues, por fechas, nombres, incidentes y sucesos de singular relevancia en el acontecer de la segunda mitad del siglo XIX en nuestro país: revoluciones y movimientos de tropas, debates parlamentarios y dimisiones, broncas políticas y aprobación de leyes, reformas normativas y procesos electorales, enfrentamientos partidistas, asonadas y golpes militares, la abdicación de un rey, una fugaz experiencia republicana, una rama dinástica que se restaura. Pero Galdós -y ese es otro de sus méritos- no solo nos hace conocer la historia a través de la presencia constante, imbricados en la trama, de los personajes que la protagonizaron en primera línea, sino que su maestría le permite reflejar las circunstancias de la organización política y social de su tiempo sirviéndose de detalles menores que, en la mirada aguda del escritor, definen una época. Así ocurre, a modo de ejemplo, en este breve apunte, en el que, por otro lado, vuelve a manifestarse el afán didáctico del autor que tanto molesta a Javier Cercas (ese, en efecto, quizá irritante “pensad un poco”): 

¡Los trapos, ay! ¿Quién no ve en ellos una de las principales energías de la época presente, tal vez una causa generadora de movimiento y vida? Pensad un poco en lo que representan, en lo que valen, en la riqueza y el ingenio que consagra a producirlos la ciudad más industriosa del mundo, y sin querer, vuestra mente os presentará entre los pliegues de las telas de moda todo nuestro organismo mesocrático, ingente pirámide en cuya cima hay un sombrero de copa; toda la máquina política y administrativa, la deuda pública y los ferrocarriles, el presupuesto y las rentas, el Estado tutelar y el parlamentarismo socialista. 

Otro elemento muy notable -y muy estudiado también- es el de la originalidad de la figura del narrador, que adopta una voz omnisciente (y por ello imposible) que conoce los entresijos más íntimos de sus personajes porque, en cierto modo, es uno más de ellos, formando parte, siquiera tangencialmente, del universo retratado. Quien narra llega a confesar en ocasiones que recibe directamente de los protagonistas la información que nos transmite (Me ha contado Jacinta que una noche llegó a tal grado su irritación), en un que recurso que potencia el acercamiento del lector, contribuyendo a su mayor implicación en el relato, como ocurriría si se nos contara la historia en una conversación personal. 

Además, ese original narrador se inmiscuye de continuo en su discurso, con incisos, glosas, comentarios o apreciaciones que atraviesan el texto e interrumpen brevemente la descripción de los hechos. Son innumerables los ejemplos: Si Juanito Santa Cruz no hubiera hecho aquella visita, esta historia no se habría escrito. Se hubiera escrito otra, eso sí, porque por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela; pero esta no. O también: Ved, pues, por qué pienso que se han de reír los que lean aquí ahora que Sor Marcela tenía miedo a los ratones. Y aquí: Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil

En este mismo sentido, el narrador titubea (Pasaron allí creo que ocho o diez días, encantados), se equivoca (A las doce de un hermoso día de Octubre, D. Manuel Moreno-Isla regresaba a su casa, de vuelta de un paseíto por Hyde Park... digo, por el Retiro. Responde la equivocación del narrador al quid pro quo del personaje), adelanta el futuro (Un año después de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedo dar fe de ello, en su sitio cósmico. Platón descubrió al fin la ley de su sino, aquello para que exclusiva y solutamente servía), intercala acotaciones teatrales (tomándolo a broma, puntualiza, en relación a la actitud de un personaje), o inserta largas genealogías de los personajes ajenas a la trama. 

Más allá de la del narrador, son también singulares las voces de las muchas gentes que pueblan las novelas, cada uno con su léxico particular, con sus registros lingüísticos específicos, aportando un valor adicional a los libros. En Fortunata y Jacinta, y, sobre todo en Misericordia prolifera la jerga “de la calle” (en esta obra, como vera el que leyere, prodigo sin tasa el lenguaje popular salpicado de idiotismos, elipsis y solecismos, tan donosos como pintorescos, avanza el autor en el prólogo mencionado), como en este discurso del ciego Pulido, uno de los mendigos: Y me paice a mí -decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las lágrimas y escupiendo los pelos de su barba-, que el amigo San José también nos vendrá con mala pata... ¡Quién se acuerda del San José del primer año de Amadeo!... Pero ya ni los santos del cielo son como es debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o, como quien dice, la probeza honrada. Todo es por tanto pillo como hay en la política pulpitante, y el aquel de las suscriciones para las vítimas. Yo que Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los papeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos a los pobres de tanda. Limosna hay, buenas almas hay; pero liberales por un lado, el Congrieso dichoso, y por otro las congriogaciones, los metingos y discursiones y tantas cosas de imprenta, quitan la voluntad a los más cristianos... Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saber quién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Y la singular jerga del moro Almudena es recogida con un oído finísimo por el autor. 

En fin, no cabe ya extender más esta muy larga reseña. No puedo, pues, comentar otros elementos interesantes de estas dos novelas de Benito Pérez Galdós cuya lectura os recomiendo con entusiasmo: la riqueza y fluidez de los diálogos; la hondura en la descripción de la psicología del alma humana; el sugestivo planteamiento de diversos problemas morales, como el conflicto entre naturaleza y sociedad, o entre civilización y barbarie; la comprensiva y generosa reivindicación del papel de las mujeres (Pobres mujeres! -exclamó-. Siempre la peor parte para ellas, puesto en boca de Jacinta); el humor constante, presente tanto en algunos personajes disparatados (Don Ido del Sagrario y sus desvaríos, el fantasioso Pepe Izquierdo o el presumido y patético Frasquito Ponte, como ejemplos destacados), de índole cervantina, como en apostillas hilarantes, de una punzante ironía: Su mujer competía en elegancia con una boya de las que están ancladas en el mar para amarrar de ellas los barcos. Su paso era difícil, lento y pesado, y cuando se sentaba, no había medio de que se levantara sin ayuda. Su cara redonda semejaba farol de alcaldía o Casa de Socorro, porque era roja y parecía tener una luz por dentro; de tal modo brillaba

Sí quiero, sin embargo, comentar muy brevemente la serie televisiva con base en Fortunata y Jacinta. A mi juicio, no ha resistido al paso del tiempo (he leído críticas recientes que hablan de ella en términos muy elogiosos, considerándola una de las obras cumbre de Mario Camus, y no puedo estar en mayor desacuerdo). Sorprende, si comparamos con otras añejas traslaciones televisivas de obras literarias, singularmente las británicas (pienso en Yo, Claudio o Retorno a Brideshead), lo mal que ha envejecido, sobre todo formalmente: absurda selección del casting (siendo una coproducción hispano-franco-suiza, imagino la imposición de un elenco multinacional, pero la elección de François Eric Gendron (muy guapo, pero inexpresivo) para el papel de Juanito Santa Cruz es, simplemente, delirante); actores de una artificiosidad estomagante (se salvan, con nota, una bellísima Ana Belén, de inocencia arrebatadora, aunque de cutis sin mácula, manos perfectas, dentadura blanquísima e impecable, rasgos imposibles en una mujer de la vida en el siglo XIX; también María Luisa Ponte, siempre convincente, Berta Riaza, en su papel de severa y mandona Doña Guillermina, y el como siempre soberbio Fernán Gómez en su fugaz presencia -poco más de un capítulo-; pero no lo hacen, a mi juicio, una Charo López deslumbrante pero demasiado fina para el papel de Mauricia “la dura”, un Paco Rabal excesivo, una Mari Carrillo fingida y siempre “actriz”, una Maribel Martín insulsa, unos Ciges, Aleixandre, Algora y el resto de secundarios, postizos); textos declamados con una impostación teatralizada (la serie está grabada sin sonido directo, doblada, pues, a posteriori, lo que resulta especialmente notorio y molesto en el caso de los intérpretes extranjeros); decorados que parecen de cartón piedra (incluso los que se corresponden con entornos realmente existentes); dirección artística de obra teatral escolar (se adivina el velcro en barbas y patillas); ridícula resolución de las escenas con encuentros sexuales (forzado peaje de la época, pues no existen en la, en este sentido, discreta versión novelística); secuencias cortadas abruptamente en unas a menudo disparatadas opciones de racord; elipsis inimaginables; ritmo cinematográfico premioso e ineficaz (un carruaje a la entrada de un hotelito, visto desde atrás durante diez agotadores segundos de plano fijo antes de que, por fin, se apeen de él Juanito y Jacinta, a los que apenas podemos ver porque se adentran súbitamente en el establecimiento… para reaparecer en el plano siguiente, sin solución de continuidad, en el interior del cuarto; o una Doña Bárbara a la que vemos recorrer íntegro un pasillo, lenta y demoradamente -perdiendo el tiempo- para rehacer su camino al instante tras el sonido del timbre de la puerta); o los planos de las calles de Madrid, intercalados entre secuencias, para intentar transmitir -inútilmente, porque la ambientación es de baratillo- el color local que impregna la novela; o el énfasis de realizador -y aquí sí que resulta insoportable, no así en el libro- en subrayar en los parlamentos de los protagonistas un explícito mensaje “progre”, de nuevo fruto, muy probablemente, de las exigencias impuestas por aquellos lejanos días de la transición; la incorporación de pasajes inventados, no recogidos por Galdós, para intentar trasladar el espíritu de la novela (el ansia de Jacinta por ser madre, elemento central del libro que, por tanto, no podía hurtarse en su paso a la pantalla, se “resuelve” con largos pasajes en los que Maribel Martín, la actriz que interpreta a la joven, contempla en planos interminables a unos niños que juegan en la calle o, en un recurso surreal y poco acorde con la atmósfera de la obra literaria, sueña (los sueños ocupan un papel destacado en la novela) con un niño -bien talludito- al que amamanta -el infante bastante reticente- en una escena que acaba abruptamente con una muñeca de porcelana que se rompe y despierta a la impasible e inexpresiva -lo es la actriz- protagonista); y, para terminar, la habitual -en aquellos años- superabundancia de zooms, flous, veladuras, voces en off, algún inconcebible trávelin cámara en mano, y cuanta pobre invención técnica poblaba las películas españolas -y no solo, debo conceder- en aquellos tiempos tan… “modernos”. En fin, interesante como documento meramente sociológico, pero, desde mi punto de vista, mejor dedicar el tiempo a la magnífica novela. 

Como complemento musical a mi reseña os ofrezco “El coro de las costureras”, un fragmento de El barberillo de Lavapiés, una zarzuela de 1874 que suena en uno de los capítulos de la serie. Sobre la pertinencia del uso de la pieza en el contexto de la obra galdosiana podéis leer en internet un interesante artículo sobre “la recreación de las prácticas musicales de la España del siglo XIX a través de la ficción televisiva”, escrito por la profesora de la Universidad de Salamanca Judith Helvia García Martín. 


Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeña y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus encías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante. 

Tipo contrario al de la Burlada era el de la señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios delgadísimos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podríamos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo en una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con el otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el principio de distinción capital. Las antiguas, o sea las que llevaban ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no tenían más remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejores puestos, y a ellas solas se concedía el derecho de pedir dentro, junto a la pila de agua bendita. Como el sacristán o el coadjutor alterasen esta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les había caído que hacer. Armábase tal tumulto, que en muchas ocasiones era forzoso acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas colectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las antiguas; y cuando algún parroquiano daba una cantidad cualquiera para que fuese distribuida entre todos, la antigüedad reclamaba el derecho a la repartición, apropiándose la cifra mayor, si la cantidad no era fácilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, existían la preponderancia moral, la autoridad tácita adquirida por el largo dominio, la fuerza invisible de la anterioridad. Siempre es fuerte el antiguo, como el novato siempre es débil, con las excepciones que pueden determinar en algunos casos los caracteres. La Casiana, carácter duro, dominante, de un egoísmo elemental, era la más antigua de las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosilla, picotera y maleante, era la más nueva de las nuevas; y con esto queda dicho que cualquier suceso trivial o palabra baladí eran el fulminante que hacía brotar entre ellas la chispa de la discordia.

 Videoconferencia 
Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta