Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de diciembre de 2022

REGALOS NAVIDEÑOS (II)
 
Buenas tardes. Bienvenidos a la última emisión de Todos los libros un libro por este año 2022. Aprovechando la cercanía de la Navidad, hoy ya inminente, he decidido ofreceros un par de programas especiales dedicados a recopilar una serie de obras que, más allá de su intrínseco valor literario o cultural, que lo tienen, y mucho, interesan porque pueden resultar idóneos para “solventar” los regalos navideños que, con más o menos ganas, nos vemos obligados a hacer en estas fechas de muchas veces impostada alegría universal. 

Habiendo cerrado hace siete días el espacio dedicado a la narrativa, con textos de Amor Towles, Abir Mukherjee, S.J. Bennett y Álvaro Cunqueiro, hoy el programa se abre a una multiplicidad de propuestas, de planteamientos y géneros distintos, en un intento por mi parte de ofreceros libros muy diferentes entre sí que puedan interesar a lectores diversos y que, por lo tanto, faciliten la a menudo dificultosa elección de un regalo “literario”. Por ello, a causa de esa explícita voluntad de hablaros de muchos libros -de modo que pueda haber un obsequio idóneo para cada tipo de lector, en mi reseña voy a privilegiar la extensión frente a la profundidad, proporcionándoos algunas referencias someras de varios títulos para alentar en los oyentes el posible interés por varios de ellos, dejando para emisiones posteriores -quizá, en algunos casos, así pueda hacerlo- un análisis más detallado y un comentario más extenso. 

En primer lugar, y adentrándonos en el ámbito de la poesía, quiero recomendaros tres libros muy interesantes. En primer lugar, os propongo dos títulos centrados en un universo muy vinculado a la Navidad, el publicitario, que, presente de continuo en nuestras vidas, alcanza una suerte de paroxismo en estas fechas en las que las compras y el consumo desaforado propician un atosigante bombardeo de imágenes, carteles, anuncios, mensajes comerciales y reclamos publicitarios varios, que acaban por formar parte del paisaje habitual de esta singular época del año, invadiendo los escaparates de las tiendas, las pantallas televisivas, los paneles bajo las marquesinas callejeras, en una permanente y desaforada invitación al gasto sin mesura. 

Pero la publicidad es, también, un arte, en el que afloran la calidad técnica, la creatividad, el ingenio y, en muchos casos, el exquisito gusto de sus creadores. Y es en torno a este muy especial ámbito sobre el que giran las dos obras de las que quiero hablaros. El pasado 2021, encuadrada en el seno de las Ediciones de la Universidad de Valladolid, en su colección Fractales, se presentó Horror en el hipermercado. Poesía y publicidad, una antología muy completa de poemas en los que el heterogéneo universo publicitario resulta protagonista. El libro, a cargo de Luis Bagué Quilez, poeta, profesor y crítico de poesía en, entre otros medios, el diario El País, y Susana Rodríguez Rosique, también profesora universitaria, recoge más de un centenar de poemas de autores españoles, en un muy interesante recorrido por los espacios de la publicidad: centros comerciales, supermercados, grandes almacenes, droguerías, tiendas de bricolaje, farmacias, concesionarios de automóviles, restaurantes y hamburgueserías; un exhaustivo paseo en el que comparecen infinidad de productos y sus marcas: pantalones vaqueros y prendas de alta costura, perfumes y cremas maquilladoras, detergentes y jabones, alimentos, bebidas refrescantes, cafés instantáneos y cacaos solubles, coches de lujo y vehículos de ocasión, artilugios electrónicos, móviles y ordenadores, televisiones y tabletas digitales, compañías telefónicas y tantas otras manifestaciones de un fenómeno que permea nuestra vida cotidiana de un modo tan intenso e invasivo que, paradójicamente, puede pasar desapercibido a causa de su omnipresencia. 

Igualmente, la conocida, prestigiosa y muy querida por mí revista Litoral, publicó en noviembre de 2015 su espléndido número 260, presentado bajo el explícito título de El signo anunciado. La marca en la literatura y el arte. Con la acostumbrada brillantez formal de la publicación malagueña (no exenta, sin embargo, de numerosas erratas), el libro ofrece versos que recorren -en una suerte de itinerario por un muy singular centro comercial literario- todas las vertientes de nuestra vida susceptibles de ser “tocadas” por el devorador afán publicitario: supermercados, librerías, aseguradoras, agencias de viajes, líneas marítimas, aéreas y ferroviarias, autobuses, estancos, bebidas alcohólicas, prensa y revistas, cigarrillos, tiendas de moda, accesorios, deportes, lencería, perfumería, joyería y relojería, electrónica, informática y electrodomésticos, juguetería, instrumentos musicales y fotografía, automóviles, motocicletas y neumáticos, cafeterías y tiendas varias. El resultado, aderezado como es costumbre en Litoral, con centenares de reproducciones de obras pictóricas, fotografías y, en este caso, abundantes carteles publicitarios, es una maravilla de consulta altamente recomendable. 

Una figura muy destacada del panorama de la poesía española de los últimos cincuenta años es Luis Antonio de Villena, a quien yo sigo con apasionamiento desde hace más de cuarenta. Medio siglo de una obra que ahora se recoge en dos volúmenes soberbios -e inagotables, más de mil seiscientas páginas-, La belleza impura. (1970-2021), que publicados por la editorial Milenio nos permiten un gozoso recorrido por la poesía completa de un autor imprescindible de la literatura de nuestro país; un itinerario deslumbrante, que atraviesa una veintena de poemarios (y algunas composiciones adicionales no incluidas en libro alguno), centenares de poemas, miles de versos, y que permite acceder, como es obvio, a todas las claves de la obra poética de su creador (también, no se olvide, novelista, ensayista y traductor de textos clásicos). Pese al mucho tiempo transcurrido en una trayectoria larga y fecunda, y pese, por ello mismo, a los naturales cambios en la expresión lírica del escritor, se mantienen, sin embargo, en lo esencial, los motivos reiterados, los temas recurrentes, lo esencial de una poética cuyas premisas básicas permiten dibujar un universo muy fácilmente identificable (el lector “sabe”, a ciegas incluso, que se haya ante un poema de Luis Antonio de Villena). En él afloran la esperanzada y compleja búsqueda de la inasible belleza; el lujo, el refinamiento y la sensualidad; la decrepitud y la decadencia; el terrible paso del tiempo y también la amenaza de la muerte; el encanto y la gracia de la juventud; la exaltación del amor, el deseo y el sexo (abiertamente homoerótico); el goce y la lujuria, el placer y la voluptuosidad; el exceso y la provocación; la elegancia, la exquisitez y las actitudes personales estetizantes; los objetos suntuarios; las experiencias vitales intensas; el fulgor del momento presente, efímero y huidizo; la embriaguez del instante; el amor a la vida; la nostalgia de un esplendor perdido y nunca olvidado, quizá solo inventado. 

Y todo ello con un léxico muy cuidado, con un meticuloso respeto a las formas de la poesía clásica, con un estilo muy barroco, manierista, repleto de cultismos, algo artificioso y engolado, que impregna unos versos atravesados por las citas en distintas lenguas, por la exhibición de cultura, por las referencias históricas, literarias y culturales excéntricas o, al menos, no consabidas, no siempre canónicas. Una poesía que busca lo infrecuente, el exotismo, la evocación de personajes y escenarios de otros tiempos (a menudo de la antigüedad grecorromana, la poesía árabe, también la lírica medieval, los simbolistas, el modernismo, los poetas contemporáneos, en un elenco en el que se mezclan Ezra Pound y Catulo, Oscar Wilde e Ibn Quzmán, Cernuda, Pessoa, Cavafis y tantos otros), pero que no desdeña tampoco -antes al contrario- los escenarios y situaciones del presente (muchas veces tocados por un indudable sesgo autobiográfico), los tugurios nocturnos, los bares de ambiente, los excesos de la noche, los azarosos encuentros en la oscuridad de los garitos de moda, propiciados por el alcohol, las drogas y el ansia de sexo y amor (siquiera el fugaz y evanescente), la atracción por la marginalidad, por la rebeldía, por lo diferente, por los hábitos y prácticas que la sociedad biempensante tacha de amorales. Y en un caso y otro, en la mirada hacia el clasicismo y en la inmersión en la más moderna y rompedora escuela de la vida actual, hay siempre en Villena un tono romántico, elegíaco, impuesto por la permanente sensación de pérdida y derrota, por el a menudo frustrante enfrentamiento con la grisura de la época (que, con Franco vivo, y aún después, criticaba su literatura por “evasiva”, por alejada del conflicto político, por su ausencia de compromiso social), por la lúcida conciencia de que la aspiración a una vida más bella, más culta, más “vida” está casi siempre condenada al fracaso. Un poeta excepcional y una obra memorable, que podréis apreciar -y regalar- en esta desbordante compilación. 

Cambiamos de tercio y nos acercamos al mundo del arte en algunas de sus manifestaciones menos “literarias”, aunque igualmente destacadas, como la fotografía o el cine. En el primero de los ámbitos os traigo un libro excepcional, una maravilla que os va a sorprender y que constituye un regalo extraordinario para quien sea devoto de la fotografía (aunque no solo). Se trata de Revelar a Vivian Maier. La historia no contada de la niñera fotógrafa. Escrita por la norteamericana Ann Marks y publicada este noviembre pasado por la editorial Paidós en traducción de Ignacio Villaro Gumpert, la biografía de la misteriosa Vivian Maier es muy sugestiva y merece un comentario más extenso (lo habrá, en meses venideros) que la ligera presentación que ahora puedo ofreceros, poco más que mero abrir boca para despertar el interés por un libro formidable. 

En 2007, un joven, John Maloof, en busca de documentos sobre Chicago para un trabajo de investigación académica con vistas a la publicación de un libro, compra en una subasta una serie de cajas abandonadas repletas de fotografías (en gran parte imágenes callejeras, que reflejan con sencillez, espontaneidad y frescura un inagotable universo de individuos “normales” de Nueva York y Chicago, mostrados en su ordinaria cotidianidad), que esperaba le resultaran útiles para su proyecto. Indagando en ellas descubrió un inesperado tesoro: miles de fotografías de un autor desconocido y no profesional. Intuyendo su valor, comenzó a comprar otras cajas que habían sido adquiridas por distintos compradores en la misma subasta. En los sobres de revelado que aparecieron entre la documentación surgió el nombre de Vivian Maier. Maloof empezó entonces una investigación con la intención de localizar a la hasta entonces anónima Maier. Sus esfuerzos resultaron vanos hasta que, en abril de 2009, una necrológica publicada en prensa se refería a la difunta, una niñera de Chicago fallecida recientemente, la propia Vivian Maier, como “fotógrafa excepcional” y “una madre para John, Lane y Matthew”. Maloof, obviamente, siguió la pista para averiguar más datos de la mujer a la que, a esas alturas, ya consideraba dueña de un talento artístico sobresaliente. 

Simultáneamente, y para compensar el desmesurado desembolso al que se había visto obligado para adquirir todas las pertenencias olvidadas de la mujer, pensó en la posibilidad de publicitar su hallazgo, mostrar la excepcional obra de Maier y organizar alguna exposición de sus fotografías. Así, subirá una docena de fotos a Flickr, provocando de inmediato una reacción entusiasta en los visitantes de la página, que se multiplicaron convirtiendo en virales las imágenes hasta hacía poco ignoradas por el mundo. Consciente de la dimensión del suceso, Maloof se asociará con otro comprador, Jeffrey Goldstein, para, de un modo ya más sistemático, archivar y organizar las ciento cuarenta mil fotografías que constituían el inesperado legado de la insólita fotógrafa aficionada. De ellas, la propia Maier solo había llegado a revelar -y por tanto ver- unas siete mil, las únicas existentes en papel, mientras que unos cuarenta y cinco mil negativos no habían sido positivados jamás. (Las cifras que ofrece Ann Marks nos hablan de un cinco por ciento de fotos en papel, un sesenta y cinco por ciento de negativos y un treinta por ciento de carretes sin revelar). A partir de ese momento, el “fenómeno Maier” eclosiona, sucediéndose las exposiciones (la primera en 2011, en el Chicago Cultural Center; en España pudo verse su obra desde 2013, en muestras en Valladolid, San Sebastián, Madrid, entre las que yo he podido rastrear), las reseñas, los reportajes, las críticas, las conferencias, los libros y, claro está, la atención de televisiones, periódicos y medios de comunicación en general, simultáneamente deslumbrados por la indudable calidad de las fotos, por lo azaroso de su descubrimiento y por el secreto de la oculta vida de su ignorada autora. 

En este sentido, las pesquisas de Maloof parecían condenadas al fracaso. Encontró y logró entrevistarse con una docena de familias en las que Vivian había servido como niñera, pero, en su mayor parte, no sabían nada sobre su vida extralaboral, desconocían su vertiente artística y, las que sí eran conscientes de su afición fotográfica, no imaginaban ni la magnitud ni la relevancia de sus creaciones. En 2014 dio cuenta de su investigación en una película, Buscando a Vivian Maier, dirigida por él mismo y Charlie Siskel, que, nominada al Oscar al mejor documental en 2014, no hizo sino acrecentar la fascinación que había suscitado desde su inicio la historia de la enigmática niñera. 

Es aquí cuando entra en acción Ann Marks, una alta directiva empresarial, en ese momento inactiva profesionalmente, que al ver el film, cautivada por las fotografías de Maier y espoleada por las descripciones contradictorias sobre su personalidad, lo extraño del comportamiento de la mujer y la ausencia de informaciones sobre su familia y su vida personal, no se arredra ante el misterio que encierra su figura y, antes al contrario, se decide a seguir el impulso que la acomete y que la lleva a querer desentrañar su en apariencia inaccesible secreto. Revelar a Vivian Maier es el apasionante resultado de su indagación, en la que, a lo largo de seis años -el libro se publicó originariamente en 2021-, rastreará documentos, visitará archivos, hablará con decenas de personas (entre ellas, obviamente, con Maloof y Goldstein, que le ofrecerán libre acceso a sus archivos), llegando a reconstruir, hasta dos generaciones atrás, el árbol genealógico de Maier, identificando, localizando y entrevistando a una treintena de parientes y conocidos de su infancia y juventud, y trazando una exhaustiva línea temporal de los lugares en los que la mujer vivió, trabajó y viajó. El resultado es un completo diario de la vida de Vivian Maier, que presenta una muy detallada semblanza de la fotógrafa, desvela los rasgos esenciales de su personalidad, recoge sus intereses y su visión del mundo, y saca a la luz una historia oculta de bastardía, bigamia, rechazo parental, violencia, alcohol, drogas y enfermedad mental. Todo ello complementado con un impresionante despliegue gráfico que incluye más de cuatrocientas fotos de la niñera, algunas de ellas inéditas. Un libro desbordante que, dados sus múltiples motivos de interés, volverá a Todos los libros un libro dentro de unos meses, en una reseña monográfica. 

Siguiendo en los sugerentes dominios del arte, llegamos ahora al cine, cuyos aficionados podrán disfrutar de tres títulos de otros tantos directores, que se cuentan entre mis favoritos, Woody Allen, Alfred Hitchcock y Frank Capra, los dos primeros de presencia habitual en Todos los libros un libro, pero que están de nuevo de actualidad por la presencia en las librerías de algunas obras recientes que los tienen como protagonistas. A estas alturas resulta innecesaria la presentación de cualquiera de los tres creadores, máxime cuando el formato de nuestro espacio de esta tarde impone la brevedad. Me limitaré así a mencionar, a propósito de Woody Allen, que el director de Manhattan presentó hace pocos meses en nuestro país Gravedad cero, una colección de relatos publicada por Alianza Editorial con traducción de Eduardo Hojman y prólogo de Daphne Merkin. El libro recoge diecinueve relatos, todos de un humor disparatado y desternillante, en los que, partiendo en algunos casos de sucesos leídos en los periódicos o escuchados en las noticias televisivas o radiofónicas, da cuenta, con una imaginación exorbitada y deslumbrante, de episodios y situaciones descabellados, absurdos y hasta delirantes, en cuya narración afloran los motivos recurrentes, las filias y fobias habituales en su cine y en sus anteriores colecciones de relatos (esta es la quinta, tras Sin plumas, Como acabar de una vez por todas con la cultura, Perfiles y Pura anarquía, si mi repaso es correcto). En todos ellos, el protagonismo recae en distintos avatares de ese personaje estereotipado que aparece en las películas y que cualquier espectador asocia, ya para siempre, fruto de la enorme potencia simbólica del cine como creación de ficciones creíbles, al Woody Allen “real”: el individuo inteligente y apocado, de físico frágil y cobardía impostada, amante del jazz, la cultura y las mujeres, que se nos muestra indefenso ante la hostilidad de un mundo frente a cuya crudeza solo puede oponer una muy lúcida ironía y una en el fondo estéril aunque hilarante causticidad. El tipo sumiso ante una esposa mandona, inerme ante los abogados desalmados, ante los tiburones de la especulación inmobiliaria, desvalido frente los despiadados agentes de cualquier tipo, frente a los neuróticos profesionales liberales neoyorquinos, frente a los capitostes del negocio hollywoodiense, frente a los intelectuales engreídos y petulantes. Bajo diversas manifestaciones, construidas en función de la trama argumental de cada relato, dicho personaje (en el que el lector, a partir de la identificación cine/vida señalada, no puede dejar de detectar rasgos autobiográficos de Allen -en particular en Crecer en Manhattan, el más extenso del libro), convenientemente deformados, exagerados para provocar -con indudable éxito- la carcajada) comparece para disparar sin pausa un sarcasmo tras otro como desesperada e inteligente fórmula de inútil resistencia contra los caóticos embates de una realidad amenazante que se le impone y lo sobrepasa. 

El mero repaso del núcleo temático de algunos de los cuentos ya puede dar idea al lector de qué es lo que se va a encontrar si se adentra en las doscientas cincuenta páginas del libro: la arrasadora invasión de una casa (el clásico apartamento de lujo que tantas veces ha sido el escenario de sus películas) por un vandálico equipo de rodaje; la disparatada y “ansiogénica” venta de un piso; la venganza que una irreverente vaca -sí, ella es la insólita protagonista de una de las narraciones- perpetra contra un arrogante, fatuo, afectado y pedante guionista y director de cine, en un intento de asesinato a la Raskólnikov; el tipo contratado para entretener -cantando y bailando, haciendo juegos de magia e imitaciones- a las gallinas de una granja avícola para evitar su aburrimiento (de las ponedoras) y mejorar así su producción, expediente resuelto con éxito por el protagonista al enseñar a las gallinas a picotear una máquina de escribir y lograr, con paciencia y entrenamiento, que acaben por pergeñar un musical triunfante en Broadway y una posterior película premiada en los Globos de Oro y los Oscars; el atractivo y en todos los sentidos perfecto actor de Los Ángeles (trasunto explícito de Warren Beatty), cuyo desmesurado éxito con las mujeres (12.775 pasaron por su lecho, en cómputo minucioso) y ante la dificultad de complacer a todas las que se acercan a su mansión en busca de la inenarrable satisfacción que, al parecer, es capaz de proporcionar a cuanta hembra se relaciona con él, urde un sistema de dobles y asistentes que se encargan de sustituirlo en todo lo que no sea el acto sexual en sí, de modo que uno de sus servidores se ocupa de las charlas previas, otro de los preliminares, otro del consabido cigarrillo y las prescindibles conversaciones posteriores e incluso un último que aprieta el botón de eyección situado frente a una ventana abierta para despedir así a la “afortunada”; un hombre que, por infortunado azar, es inculpado del robo de la nariz de una estatua urbana de Sylvester Stallone; dos colegas judíos fallecidos repentinamente y que coinciden, reencarnados en langostas, en un tanque de un restaurante de Nueva York en el que el comensal Bernie Madoff está a punto de elegirlos para su plato principal; un arriscado aventurero, perteneciente al Club de Exploradores de Londres, que ha viajado en expediciones imposibles por los lugares más peligrosos del mundo, y que ha encontrado, en un reino perdido en el Himalaya, el milenario secreto de la eterna juventud, la Almohada Premium que garantiza un sueño descansado y sin interrupciones; el coche automático que lee a Nietzsche, mantiene conversaciones filosóficas con sus ocupantes y se debate en dilemas morales a la hora de tomar decisiones sobre la conducción; la efervescente vida sexual de una Miley Cyrus “literaturizada”; los ratones a los que un experimento científico dota de una inteligencia portentosa que utilizan para convertirse en inusitados ladrones de museos; entre otros muchos desatinos de idéntico calibre. 

Y en cada cuento, un prosa frenética, admirablemente inteligente, repleta de alusiones culturales, que no da respiro al lector (arrastrado por el vértigo de la infinidad de referencias, las claves ocultas, las citas veladas y las expresas, los juegos de palabras, las bromas con los nombres de los personajes), un lector al que, deslumbrado por la velocidad y la agudeza mentales de Allen, por su ingenio arrasador, no le queda otra que dejarse llevar por el exceso y entregarse sin reparo al irrefrenable aluvión de carcajadas. 

No quiero cerrar mi comentario de este muy divertido Gravedad cero sin dejar alguna muestra de los innumerables chistes que trufan el texto. Sin ir más lejos, la dedicatoria inicial: A Manzie y Bechet, nuestras dos hijas adorables, que han crecido ante nuestros ojos y han utilizado nuestras tarjetas de crédito a nuestras espaldas. Y, por supuesto, a Soon-Yi; si Bram Stoker te hubiera conocido, habría escrito la secuela. O este ácido comentario sobre Meryl Streep y su inagotable capacidad de transmutarse en el personaje, a cuál más alejado de sus rasgos físicos, que ha de interpretar: Estoy llegando tarde a una comida con Meryl. Le han hecho una oferta para encarnar a Arafat y siente curiosidad. O el productor cinematográfico, mujeriego compulsivo, que prometió papeles a tantas actrices si se le entregaban que se vio obligado a rodar Guerra y paz con un elenco exclusivamente femenino. O, por fin, este otro ejemplo en el que está la clave entera de la vis cómica de Woody Allen: —La verdad es que [mi prometido] Hamish y yo hemos hecho un pacto —murmuré—. Yo soy libre de acostarme con quien quiera y él puede manejar el mando de la tele. Una delicia. 

Con un enfoque más serio, pero igualmente sugestivo, os recomiendo Las doce vidas de Alfred Hitchcock, el libro de Edward White que hace poco más de un mes vio la luz en nuestro país, también en Alianza Editorial, con la traducción de Ana Pérez Galván. El libro es una singular y enriquecida biografía del director en la que el británico Edward White, que estudió historia europea y americana en Oxford y Londres, escribe en el suplemento literario de "The Times" y es colaborador habitual de la televisión de su país, repasa la trayectoria vital y profesional de Hitchcock, interrelacionándolas de manera inteligente y muy fecunda, a partir de doce ejes temáticos que lo definen, en otros tantos capítulos de títulos reveladores: El niño que no podía crecer, El asesino, El autor, El mujeriego, El gordo, El dandi, El hombre de familia, El voyeur, El animador, El pionero, El londinense y El hombre de Dios, en los que se muestran, entre otros, el bromista irreprimible, el niño solo y aterrorizado, el innovador solucionador de problemas, el ciudadano del mundo que en realidad jamás abandonó Londres y el artista transgresor para quien la violencia y el desorden eran una fuerza vital creativa. El libro incluye algunas fotografías en blanco y negro, incorpora una filmografía completa, más de veinte páginas de notas, una bibliografía que, pese a presentarse como “selecta”, recoge centenares de referencias, y un muy abundante índice onomástico y de películas, todo ello prueba ostensible de la ingente labor de documentación del autor, que consultó archivos, leyó correspondencia y diarios personales, y entrevistó a amigos, colaboradores y allegados del director. A lo largo de sus más de trescientas páginas el lector se encontrará con todos los temas -los esperados y también los menos previsibles- que caracterizan la creación artística y la compleja vida personal de ”Hitch”, como, entre otros y en palabras de White, su gran ambición, su potente imaginación visual, su interés por contar historias con la mayor economía de palabras posible, su talento, celo y astucia; su singular físico, que acabaría por convertirse en una herramienta promocional y una obra de arte, un logo andante y parlante; la lograda fusión de su fama y mitología personales y los temas, la estética y el ambiente de sus películas; la vastedad y el carácter heterogéneo de su trabajo, que abarca las épocas del cine mudo, el sonoro, el blanco y negro, el color y el 3D; el expresionismo, el cine negro y el realismo social; los thrillers, la comedia de enredo y el terror; el cine de la Alemania de Weimar, la edad dorada de Hollywood, el ascenso de la televisión y el fermento de los años sesenta y setenta que nos dio a Kubrick, Spielberg y Scorsese; su conversión en el artista emblemático del siglo XX, capaz de recorrer en su obra los grandes movimientos sociales y culturales de su época: la historia del surgimiento de Estados Unidos como gigante cultural, el incesante ascenso del feminismo, el cambio de los roles del sexo, la violencia y la religión en la cultura popular, la influencia generalizada del psicoanálisis, el crecimiento de la publicidad y el marketing, la lamentable desaparición de la distinción entre arte y entretenimiento; su interés y preocupación por cuestiones tan actuales como la ansiedad, el miedo, la paranoia, la culpabilidad y la vergüenza, la vigilancia, la conspiración, la desconfianza hacia la autoridad y la violencia sexual, lo que lo ha hecho objeto de estudio de trabajos académicos en distintas disciplinas: estudios de género, estudios queer, estudios urbanos, estudios de la obesidad, estudios religiosos, estudios de justicia criminal

En el libro aflora, sobre todo, la contradictoria personalidad del cineasta, que White pone de manifiesto en este fragmento significativo, que puede operar como esclarecedor resumen del libro: Tenía un ego enorme y una autoestima frágil; su capacidad para el autorrechazo estaba a la misma altura de su amor propio. Aunque confiaba mucho en sus habilidades y en su opinión, necesitaba que le reafirmaran continuamente, tanto aquellos más cercanos a él como los completos extraños que formaban su público. Tenía una capacidad inigualable para comunicar las experiencias emocionales, pero demostraba una conciencia escasa de sus propias emociones y siempre parecía sentirse receloso y amenazado por los demás. Hitchcock fomentaba ideas opuestas y contradictorias sobre sí mismo; nos pedía que creyéramos que era a la vez un manojo de nervios y un hombre de sangre fría. Se enorgullecía de su refinamiento y sofisticación naturales, y a la vez se esforzaba por controlar sus apetitos. Se sentía empoderado y al mismo tiempo avergonzado por su masculinidad. Aunque se veía a sí mismo como un aliado de las mujeres, su nombre se ha convertido en sinónimo de depredación sexual y abuso de poder. Se presentaba como alguien cargado de conocimiento, conciencia y control, pero vivió y murió desconcertado por sí mismo, asustado por lo que sabía de este mundo y por lo que no sabía del siguiente

Con un planteamiento más convencional, pero igualmente interesante, quiero recomendaros el también imprescindible El universo de Frank Capra, presentado hace unas semanas por la Notorious en el seno de su magnífica colección El universo de…, de la que ya os he ofrecido en Todos los libros un libro numerosas muestras. Se trata, como ocurre en el resto de las publicaciones del sello, de un libro coral, con la participación de los nombres habituales de la “cuadra” de la editorial, deudores, en la mayor parte de los casos, de la “impronta Garci”. Una veintena de autores analiza en profundidad, desde todos los ángulos imaginables, con el consabido despliegue de imágenes, carteles y fotografías de gran calidad, y con la acostumbrada brillantez formal en la edición (papel satinado, tapas duras, profusión de datos, fichas técnicas y referencias varias), todas las películas del genial director, entre las que se cuentan, como ejemplos destacados de su arte, títulos tan relevantes como Sucedió una noche, El secreto de vivir, Vive como quieras, Caballero sin espada, Juan Nadie, Arsénico por compasión, ¡Qué bello es vivir! o El estado de la Unión, comedias en su mayor parte y, casi todas, obras maestras imperecederas de la historia del Séptimo Arte. El extraordinario volumen se detiene, además, en el examen de varias decenas de “conceptos” (temas, actores, colaboradores), sustanciales para entender la filmografía de Capra. 

Para finalizar el espacio, os dejo mi última recomendación, ciertamente peculiar y extravagante. Hoy mismo, 21 de diciembre, se llega al solsticio de invierno, el momento del año en el que el curso de los días gira, cerrándose el ciclo del tiempo declinante y abriéndose uno nuevo, esperanzador, en el que las jornadas empiezan a crecer gradualmente, encaminándose ya hacia una primavera en la que la luz, el sol, la fecunda germinación de la vida se impondrán por doquier, en un proceso del que, siquiera levemente, empezamos ya a atisbar ciertos -muy ligeros y casi imperceptibles- síntomas. La Navidad y el solsticio invernal son, pues, dos de las más evidentes manifestaciones del paso del tiempo, unos hitos -religioso el uno (cada vez menos) y muy profano el otro- del inexorable y cíclico transcurrir del tiempo. Es por ello por lo que he querido que el libro elegido para cerrar esta emisión sea uno que tiene al tiempo como protagonista destacado. Se trata de Diseño y construcción de relojes de sol y de luna, escrito por Rafael Soler Gayá y presentado en 1989, en una edición repleta de faltas de ortografía, por el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos desde su demarcación de Baleares. El libro, del que yo tengo la segunda y, por ahora, última edición, de 1997, aparece con el subtítulo, revelador, aunque quizá disuasorio para algún oyente/lector, de Prontuario para la construcción de relojes de sol con la justificación de los métodos y fórmulas. Y es que eso es, precisamente, la obra, un libro de instrucciones, largo -cuatrocientas treinta páginas-, complejo -abundando, en su mayor parte, en fórmulas, ecuaciones, gráficos, tablas, cálculos matemáticos- y abstruso -con capítulos dedicados a materias tan enrevesadas como las líneas horarias, los ángulos, los cuadrantes, los métodos de cálculo, la representación astronómica de los signos zodiacales, el indispensable gnomon, el diseño de almicantáradas, los ignotos trígonos, skioteron o los relojes analemizantes, entre otros- solo al alcance de especialistas y, por tanto, inaccesible para el común de los mortales, entre los que, obviamente, me cuento. 



Los escasos y abnegados seguidores de Todos los libros un libro se preguntarán, llegados a este punto y tras una introducción tan poco “tranquilizadora”, si es un sadismo inconfesable el que me lleva a invitar a la lectura e incluso al regalo de esta obra. Son dos, poderosas y alejadas de cualquier tipo de patológica crueldad, las razones que me llevan a traer aquí este exhaustivo compendio de ingeniería “doméstica” (quizá el término quizá resulte un tanto optimista). Por un lado, la muy rica presencia en el libro de imágenes de unos ingenios que a mí me han interesado y sorprendido desde muy pequeño. Así, es abundantísimo el “aparato iconográfico” con el que se ilustran las enrevesadas explicaciones en torno al sustrato matemático en que se fundamenta la correcta fabricación de estos artilugios prodigiosos. Hay espléndidas fotografías de distintos tipos de relojes, dibujos de sus principales motivos decorativos, de los signos y símbolos con los que se adornan, de los elementos heráldicos que a menudo acompañan a los cuadrantes, ejemplos gráficos de diversos modelos espigados en el recorrido por diferentes épocas históricas, imágenes en las que pueden apreciarse también los materiales, marmolina, piedra, azulejos o metal, sobre los que se instalan. 

Pero, por encima de todo ello, el libro resulta apasionante -y solo por ello se justifica su no barata adquisición; así ha ocurrido en mi caso- porque su muy erudito autor recoge una muy copiosa muestra de las leyendas que suelen aparecer en los relojes solares y que constituyen, en la mayor parte de los casos, una suerte de invitación silenciosa al paseante que se allega al instrumento para que se detenga un instante y reflexione sobre el paso del tiempo, lo efímero de la vida, la urgente necesidad de aprovechar esa hora que, fugaz, ya huye, y otras cuestiones de índole igualmente filosófica. El repertorio que Soler Gayá nos ofrece incluye 1.353 lemas en latín, 32 en castellano, 137 en catalán, 176 en francés, 27 en italiano, 28 en occitano y lemosín, y 14 en portugués; todos traducidos por el autor y en su mayor parte observados directamente por él o recogidos de libros, revistas, folletos y publicaciones varias; con orígenes, en este último caso, en cuatro tipos de fuentes: textos técnicos, libros bíblicos, obras literarias de autores clásicos y dichos populares o frases convencionales y coloquiales. Esta diversidad de procedencias se corresponde también con el dispar carácter de las “divisas”: filosófico, religioso, patriótico o moral; siendo igualmente múltiples los temas sobre los que versan: el ya mencionado transcurrir de las horas, la vanidad de todas las cosas, el carpe diem, los dones de Dios, la luz o el sol, la amenazante e inevitable presencia de la muerte, e incluso cuestiones “técnicas” relativas al propio funcionamiento del reloj para facilitar la comprensión de sus “mensajes”. Disímil es, así mismo, el tono de estas leyendas: algunas son alegres, optimistas, epicúreas o humorísticas, con juegos de letras o de palabras, otras son tenebrosas, tristes y pesimistas. En ocasiones es el propio reloj el que habla de sí mismo y de su “misión”, o expresa un sentir general impersonal, o interpela y alecciona al observador, o se refiere a algún hecho vinculado al lugar, la casa o los propietarios de las posesiones en el que el artilugio se ubica. 

En fin, desde mi punto de vista, un obra -o al menos esta parte de ella- apasionante, hasta tal punto que en mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, dedicaré, a partir de enero, una serie, que en su conjunto contará con cuatro entregas, en la que recogeré medio centenar de estas leyendas que aparecen acompañadas, como es costumbre en dicho espacio, por músicas recogidas y exquisitas, delicadas y muy propicias para degustar la hondura filosófica de los breves textos. No os la perdáis. 

No hay tiempo para más, tras la larga muestra de sugerencias con las que he querido despedir el año 2022 en Todos los libros un libro. Me quedan más interesantes propuestas de regalos por hacer, que integrarán una nueva emisión “post navideña” (quizá dos) que saldrá al aire ya en 2023. 

Os dejo ahora, entresacadas de estas múltiples referencias con las que hoy os he “castigado” (aunque espero que disfrutéis con ellas y podáis complacer a los destinatarios de vuestros regalos), con una canción de Alaska y los Pegamoides y un poema de Luis Antonio de Villena. La canción, Horror en el hipermercado, un clásico de la música "moderna" española, creado por Alaska y Dinarama, coincide con el título de nuestro primer libro del día. Los versos constituyen un autorretrato del poeta, muy iluminador sobre su figura. Con ellos me despido hasta el año que viene, exactamente hasta el 11 de enero, en que volveremos con vosotros en Todos los libros un libro. ¡Feliz Navidad! 


Mi retrato triste y suntuoso. Luis Antonio de Villena 

Heme aquí de nuevo. Habito en una casa llena de libros
y de trastos (con algún objeto suntuario). Ni rico ni pobre 
-ocioso- y si rico, en el gesto. Me siento, con frecuencia, 
como en perpetua derrota, y otras veces, como el rey 
    de un cuento. 

No creo en casi nada -hay que ser muy escéptico- 
pero me gustan las palabras, los adornos, las sedas 
    y los cuerpos. 
(Prohibidos los que amo. Indecibles sin atrevimiento.) 
Me llama muchas tardes la tristeza, una tristeza enorme 
que ya conozco. Y aunque no hablo con ella -no sé 
de dónde viene- le sirvo alcohol y me vampiriza el cuello. 
No creo -ya lo dije- en este mundo, ni casi en el postrero.
Me disgusta la fealdad, el día, la estupidez, la gente 
que se conforma con la norma, y -aunque lo tengo- 
   el miedo. 

Y me gusta lo baladí, los gestos, las alhajas, el teatro, 
los salones barrocos, la miseria dorada, los títulos sin dueño. 
Pero todo es terrible -ya lo sé- la libertad no es nuestra, 
y lo que queda sólo, es ese chico altivo, la Belleza. 
Por eso mi ilusión (irrealizable, por supuesto), 
sería vivir solo en una isla del sur, no solitaria, 
llena de sol, esmeraldas, encantadas bahías 
como piernas, y cuerpos -jóvenes- hermosos y morenos. 

Escribiría cartas a los amigos, intentaría pintar 
(sin prisa, por entretenimiento); y embriagado cada noche
junto a alguien (joven), cultivaría tan sólo los sentidos, 
y me moriría una tarde (sin molestar, espero), 
para que el ocaso -tan bonito- diese luz a mi último 
     momento. 


Videoconferencia 
Regalos navideños (II) 

miércoles, 14 de diciembre de 2022

REGALOS NAVIDEÑOS (I) 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. En estas dos últimas emisiones del trimestre -y del año-, la de hoy y la de dentro de siete días, nuestro espacio va a abandonar temporalmente la fórmula acostumbrada, que consiste en comentar por extenso un libro -o alguno más, de manera excepcional- para ofreceros un par de programas “multitudinarios”. Coincidiendo con la inminencia de las Navidades, y con ellas de la benéfica costumbre del regalo, quiero ofreceros, en esta breve serie, una amplia muestra de recomendaciones de libros -cerca de una veintena de títulos- que, además de tratarse de muy interesantes propuestas de lectura, pueden resultar también excelentes como obsequios propios de estas fechas. Como es natural, mis sugerencias aparecerán aquí a través de una presentación necesariamente más breve, limitada a algunas sucintas pinceladas con las que pretendo convencer a nuestros lectores, oyentes y espectadores, de la conveniencia de su lectura. 

En este sentido, y dada la cantidad de libros de los que voy a hablaros, voy a agruparlos por géneros y temáticas, lo cual favorece también la labor de Papá Noel y de los Reyes Magos, que podrán encontrar, en mi muy diverso listado de recomendaciones, los más acordes a las preferencias de cada particular destinatario. Habrá así, en el apretado programa de ambas emisiones, novelas, cuentos, libros de viajes, de cine, de poesía, de fotografía, de música, de historia, y hasta una serie de textos inclasificables, en una suerte de compilación miscelánea de rarezas varias, todas, creedme, muy apetecibles. 

En el caso de esta tarde, mi primera “tanda” de propuestas de estos Todos los libros un libro navideños se abre con una selección integrada por cuatro obras de ficción literaria, con otros tantos títulos de autores que ya han protagonizado sendas emisiones en temporadas pasadas del espacio y de los que hoy quiero recomendaros sus más recientes publicaciones en nuestro país. Empezaremos con el norteamericano Amor Towles, del que presenté aquí, en el mes de mayo, sus dos primeras novelas, la muy estimable Normas de cortesía y la deslumbrante Un caballero en Moscú. La editorial Salamandra, que alberga en su excepcional catálogo ambas obras, nos trae ahora, publicada hace apenas unos meses, la más reciente, La autopista Lincoln, que aparece en la traducción de Gemma Rovira Ortega, responsable también de la versión española de Un caballero en Moscú. La autopista Lincoln a la que hace referencia el título del libro es una de las más importantes vías terrestres estadounidense -equiparable a la también legendaria Highway 66-, que une la costa este y la oeste del inmenso país norteamericano, desde su inicio en Times Square, en Nueva York, hasta su término en el Lincoln Park de San Francisco. 

Los personajes principales del libro -que reúne un amplio elenco de deslumbrantes secundarios- son cuatro chicos huérfanos que, en 1954, viajarán “a contracorriente” desde Nebraska -situada en la mitad, más o menos, de la ruta- hasta la gran urbe neoyorquina con la intención de, desde allí, recorrer la gran vía “lincolniana”. Los chicos son Emmet Watson, de apenas diecisiete años, que acaba de dejar un centro de menores en el que ha vivido un difícil internamiento de más de un año, a causa de un homicidio involuntario del que fue acusado; su hermano pequeño, Billy, que espera la llegada de su idolatrado hermano mayor para ir en busca de su madre, que abandonó sin explicaciones el hogar familiar en dirección a California, dejando un tenue rastro de escuetas postales enviadas desde diferentes lugares de la famosa autopista, aunque lleva ya ocho años sin dar señales de vida; y Duchess y Woolly, dos también jóvenes amigos de Emmet, a los que conoció en el oscuro y siniestro reformatorio, del que han escapado escondidos en el maletero del coche del alcaide. El fantasioso Billy, con su imaginación rebosante de las historias y aventuras recopiladas en su libro de cabecera, el Compendio de héroes, aventureros y otros viajeros intrépidos del profesor Abacus Abernathe, una miscelánea que glosa los viajes de los héroes clásicos, sueña con reencontrar a su madre a partir de las vagas pistas de aquella esporádica y ya remota correspondencia. La muerte del padre y el desahucio de la casa familiar parecen constituir el desencadenante propicio para lanzarse a la subyugante expedición que acabarán por acometer, los cuatro, subidos a un Studebaker Land Cruiser de 1948, único legado, junto a un sobre con una respetable cantidad de dólares, de su difunto padre. 

El libro narra, en una trepidante sucesión de episodios, peripecias, vueltas de tuerca, giros en la trama y lances inesperados, los diez días en los que se desenvuelve la quimérica -y muy real- aventura de los muchachos, durante los cuales se verán envueltos en infinidad de situaciones imprevistas, superarán dificultades y obstáculos sin cuento, conocerán a un gran número de individuos de toda índole -vagabundos, mendigos, actores de segunda, payasos de patética existencia, al propio profesor Abacus Abernathe, obsequiosas mujeres de disipada vida-, y, en definitiva, vivirán el imprescindible rito de paso a la edad adulta. Y es que La autopista Lincoln es, aparte de un relato apasionante e irresistible, una novela de iniciación; un libro de viajes (con la presencia, explícita o más o menos escondida, de la Odisea, la Eneida, el Quijote, Moby Dick; un revelador retrato de la Norteamérica de los años 50; una profunda reflexión filosófica acerca del sentido de la vida; un alegato, surcado de numerosas referencias literarias (Huckleberry Finn, Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman), a favor del poder liberador de la lectura; una encendida defensa de la amistad, de la honradez, de la entrega, de la bondad, de la integridad, de los más nobles valores humanos; una comprometida reivindicación de la diversidad, del respeto a las diferencias de sexo, raza, credo u origen social; y, en definitiva, una entusiasta invitación al pleno disfrute de la vida. 

Contado desde múltiples puntos de vista, alternando la tercera persona y la primera de algunos de los protagonistas, con un enfoque coral que permite una visión poliédrica de la realidad descrita, con constantes desplazamientos temporales, con una atmósfera simultáneamente optimista y melancólica, y con una historia adictiva que hace casi imposible el abandonar su lectura, el libro confirma el talento literario de su autor, ya suficientemente demostrado en sus dos novelas anteriores. No os la perdáis (y a esperar la siguiente, que, al parecer, ya se está fraguando). 

A finales del pasado enero, hace ya, pues, casi un año, os hablé aquí de El hombre de Calcuta, la primera entrega de una serie que ya cuenta con cuatro títulos más, el último aparecido este mismo 2022. En aquel momento solo estaba traducido en nuestro país el reseñado por mí, pero este octubre ha visto la luz ya la segunda novela, tan interesante y arrebatadora como la que abrió el ciclo. Se trata de Los príncipes de Sambalpur, su autor es el angloíndio Abir Mukherjee y aparece, como el anterior, en la editorial Salamandra, con el mismo traductor, Jofre Homedes Beutnagel. Os remito a mi reseña de entonces para situaros en el marco en el que se desarrollan las aventuras del capitán Sam Wyndham que, junto a su inefable ayudante indio, el singular, inteligente y capaz sargento Surendranath “Surrender-not” Banerjee, muy tímido, empero, con las mujeres, se desempeña, a las órdenes de lord Taggart, comisario de la Policía Imperial de Bengala, como investigador en una Calcuta populosa, palpitante, abigarrada, caótica, asfixiante, desmesurada, colorista, pestilente, enigmática, contradictoria e impenetrable, núcleo central del conflicto colonial entre el Raj, el Gobierno del Imperio británico en la India, y los movimientos insurgentes en pro de la independencia. Y es que la desbordante urbe india vuelve a ser, como en la primera entrega del ciclo, más allá del interés de la narración y de la notable caracterización de los personajes, una presencia destacada en la novela. He aquí una muestra suficientemente significativa de la atmósfera que impregna el libro, capaz de trasladar al lector a aquellos abigarrados escenarios: El barrio chino de Calcuta se llamaba Tangra y era una ratonera de callejones sin asfaltar situada al sur de la Ciudad Blanca, un sórdido arrabal de grandes dormitorios y ruinosas fábricas ocultas detrás de muros altos y puertas de metal rematadas con púas. De día no había casi nada de interés: la misma incuria que se podía encontrar en cualquier otro suburbio, con la diferencia, respecto a otras zonas no blancas, de que casi toda la rotulación estaba en chino. De noche, en cambio, Tangra se convertía en una colmena de destilerías ilegales, cocinas callejeras, timbas y fumaderos de opio. Resumiendo, que albergaba todas las cosas que hacían que valiese la pena vivir en una metrópolis sofocante y destartalada de varios millones de personas

Las peripecias que en esta nueva aventura viven, en apenas una semana de junio de 1920, Wyndham y Banerjee se desencadenan a partir del asesinato de “Su alteza serenísima” Adhir Singh Sai, príncipe heredero del reino de Sambalpur. Directamente concernidos por la muerte, que se produce en presencia de ambos, el capitán y su ayudante (que había coincidido con Adhir en su etapa de estudiante universitario en Inglaterra) viajarán al exótico estado de Orissa, cercano a Bengala, en el noreste de la inmensa península india y en el que se encuentra el pequeño (del tamaño de la isla de Wight, se dice en el libro) y legendario reino casi feudal, mencionado ya por Ptolomeo, con el propósito de desentrañar las claves de la muerte del joven descendiente del muy anciano marajá, cuya sucesión natural ha quedado ya definitivamente truncada, con un nuevo heredero -Punit, el hermano menor de Adhir- llamado ahora a ocupar el trono y al que por ello apuntan algunas sospechas que lo suponen autor del crimen. 

En el desarrollo de la investigación aflorarán infinidad de hilos que se enredan en la trama y que la hacen subyugante desde el punto de vista de su eficacia en cuanto thriller policial. Aparte de la apuntada posibilidad del conflicto dinástico, aparece, en primer lugar, la cuestión política, pues el voto del fallecido hubiera resultado crucial para la creación de la Cámara de los Príncipes, una suerte de Cámara de los Lores india ideada por el gobierno británico como una institución que daría voz a los colonizados y que acallaría así las exigencias de independencia de la población autóctona. La incorporación a ella de los príncipes nativos (más de quinientos en toda la inmensa península del Indostán) depende en gran medida del pequeño reino, cuyo príncipe, que cuenta con un gran ascendiente sobre muchos otros estados minúsculos, había anticipado su toma de posición contraria a la iniciativa (Todo el asunto es una tomadura de pelo. Será una simple tertulia de café. No engañará a nadie), lo que quizá hubiera provocado su muerte. El juego de intereses contrapuestos entre los altos funcionarios del Imperio, las presiones de las fuerzas vivas que rodean al marajá, la poderosa resistencia al cambio de las clases dirigentes (Dicen que tenemos miles de años de historia a nuestra espalda, pero ¿qué ha cambiado, en el fondo, durante todo ese tiempo? El pueblo rinde culto a los dioses como lo hicieron durante milenios sus antepasados, y hay poca diferencia entre cómo labran la tierra nuestros campesinos y cómo araban en tiempos del Mahabharata. Los cambios son lentos, en esta tierra nuestra; ni el viento del desierto tarda tanto en reducir las montañas a guijarros. Siempre habrá quien se oponga a ellos con todas sus fuerzas), las maniobras de los intrigantes palaciegos, las conjuras larvadas o notorias en los círculos del poder, las complejas relaciones entre quienes podrían beneficiarse de la muerte del marajá tras la desaparición de su heredero, las acciones de los grupúsculos de fanáticos religiosos (el asesino, que se disparará en la sien antes de ser capturado, vestía la túnica azafranada de los sacerdotes hinduistas; mientras que el fallecido, no era un hombre religioso; de hecho, creía que la religión era la causa de todas las supersticiones y retrasos del país), la oposición de los rebeldes de la izquierda radical, que llega a veces al terrorismo en su rechazo a la presencia de los británicos (una joven maestra, conocida principales agitadora contra el marajá, será detenida como principal sospechosa), las maquinaciones en las interioridades del zenana, la parte de la casa que alberga el harén del marajá, un efervescente entramado de esposas, concubinas y eunucos que en su espacio inaccesible urden oscuras intrigas (¿Por qué iban a ser distintas las mujeres del harén? ¿Qué se cree, que sólo porque usted no pueda verlas son ellas las que están en desventaja? ¿No se da cuenta de que lo ven y lo oyen todo? Y, en lo que respecta a los negocios, a menudo es muy beneficioso ver y no ser visto), convierten a Sambalpur en un hervidero de enredos y conspiraciones, entre las que no faltan las derivadas de un cierto exotismo antropológico, con la recurrente comparecencia de una maldición que desde hace siglos pesa sobre la familia real de Sambalpur, hilada a mitos locales, en particular a la leyenda del Señor Jagannath, dios de los bosques, un avatar de Vishnu el Protector, la segunda deidad de la trinidad hinduista de dioses responsables de la creación, manutención y destrucción del mundo. En todos estos variados frentes que la novela abre pueden encontrarse, tal vez, las causas últimas del asesinato. 

Además, la inmensa riqueza del reino, trufado de minas de diamantes, introduce una dimensión adicional al asunto, la económica, con la muy notable presencia de la Compañía Anglo-India de Diamantes, que, arrastrada por la codicia que despertaba su fecundo subsuelo, en más de una ocasión en el pasado había tratado de anexionarse Sambalpur, interesada en controlar el futuro del reino. Añádase al argumento una vertiente romántica, pues el infortunado príncipe mantenía, abiertamente, al margen de su matrimonio y frente a las tradiciones de su pueblo, una notoria relación sentimental con una joven inglesa, para que el cúmulo de presuntos implicados complique las investigaciones: La lista de posibles sospechosos no dejaba de aumentar: a Punit se le habían sumado la mujer del difunto príncipe, las fuerzas de seguridad británicas y la Compañía Anglo-India. Tenía la impresión de que la única persona a quien podía descartar era la mujer a la que las autoridades habían detenido por el crimen, dirá Wyndham, en la primera persona con la que relata su historia. 

Mientras avanza la pesquisa, eje central del libro, que se narra con agilidad y ritmo, nos volvemos a encontrar con las pautas principales que ya sobresalían en la anterior novela, un hecho que reconoce y agradece el lector que disfrutó del título inaugural de la serie. Así, Mukherjee vuelve a mostrarnos a un Wyndham de personalidad algo compleja, por un lado inteligente y decidido, independiente y reacio a someterse a la autoridad y a aceptar las reglas, tantas veces absurdas, que de ella emanan, pero, a la vez, afligido, aunque en menor medida que en el anterior episodio, por su dura experiencia en la Gran Guerra, dolido aún por la muerte de su esposa, incómodo en su soledad sentimental no deseada, con un perfil psicológico, en definitiva, singular y poco convencional. En este plano destaca de nuevo la presentación de la adicción al opio del capitán, en un rasgo particular del personaje que lo emparenta, quizá, con el Sherlock Holmes cocainómano. 

Están también, ya se ha adelantado, los elementos del paisaje local que, descritos con precisión y rigor, con abundancia de detalles bien documentados, permiten al lector “transportarse” al espacio y al tiempo en los que transcurre la narración. E, igualmente, vuelve a comparecer el contexto social y político de la India, su convulsa realidad, representada en los intereses económicos y políticos en juego, en la presencia colonial, en las desigualdades y los abusos que conlleva la dominación británica, en el racismo explícito -y el subyacente-, en la diversidad de credos, orígenes, razas y pueblos que caracteriza aquella sociedad plural (Entrar en la estación de Howrah era algo parecido a internarse en Babel antes de que el Señor discrepase con el proyecto constructivo: todos los pueblos del mundo reunidos bajo el techo de cristal manchado de hollín de la estación. Blancos, autóctonos, orientales y africanos se hacinaban empujándose frente a las taquillas; granjeros, peregrinos, militares y asalariados se abrían paso en dirección a los andenes con la esperanza de poder embarcarse hacia el destino deseado. Más allá de otras consideraciones, la estación de Howrah no era apta para pusilánimes), en las difíciles relaciones entre los funcionarios blancos y la inmensa mayoría de la población sometida, en los movimientos insurgentes. 

El muy sugerente cóctel se completa con la reaparición de la atractiva señorita Annie Grant, independiente y decidida, además de angloíndia (rasgo esencial en determinados episodios de la trama), que sigue despertando en el investigador una extraordinaria atracción, que a menudo se acompaña, dado el libérrimo comportamiento de la chica, de inseguridades y celos en el enamorado Wyndham, capaz, sin embargo, de relativizar sus padecimientos con frecuentes muestras de un humor algo cáustico, en otro de los signos distintivos de la trama. Por todo ello, en fin, os recomiendo este libro de interesante y placentera lectura. 

En este mismo ámbito de la novela negra “ligera” (un regalo muy propicio para quien no es “demasiado” lector) y, pese a los asesinatos que se cruzan en sus tramas, “grata” (los adjetivos -algo disuasorios- con los que la crítica califica al libro, inciden en esta dimensión “plácida”: ameno, adorable, exquisito, encantador, entretenido o un horrible cosy que roza la cursilería), se inscriben las creaciones de la británica S. J. Bennett, capaz de convertir a la reina de Inglaterra, hoy fallecida aunque bien viva cuando la escritora inició su serie, en una muy sagaz detective y una altamente eficaz investigadora de crímenes. Hace unos meses, antes del fallecimiento de Isabel II, os hablé aquí de El nudo Windsor, la primera entrega del ciclo, editada por Salamandra en traducción de Patricia Antón de Vez. Esta tarde quiero presentaros la novela que la sigue, Un caso de tres perros, que con idéntica traductora presentó la misma editorial poco antes del verano. El planteamiento literario, la originalidad del punto de partida, el ingenio y el humor, la bien conseguida atmósfera, el tono apacible, lo singular del enfoque, el conocimiento por parte de la autora del entorno de la corte, los más destacados personajes secundarios (en particular un desopilante príncipe Felipe, a quien la autora dedica el libro, que fue escrito antes de su muerte, en abril de 2021), la convincente recreación del contexto sociopolítico en el que se inscribe la acción, el verosímil retrato de la entrañable reina y el interés natural -propio del género negro- que despierta la gradación de enigmas y misterios por resolver continúan siendo los mismos que en el muy aplaudido El nudo Windsor, con la principal diferencia de que la historia se traslada del “windsoriano” castillo de la primera novela al palacio de Buckingham que enmarca las pesquisas reales en la más reciente. 

La novela se abre con una muerte, en apariencia fortuita, de una de las gobernantas al servicio de la reina. El cadáver de la desagradable Cynthia Harris, una sesentona de trato áspero, una arpía, a juicio de todos los que la conocen (salvo de su “jefa”, que la aprecia), aparece envuelto en sangre en la piscina del palacio, en donde lo descubre Sir Simon Holcroft, el secretario personal de la reina. La primera impresión revela que la mujer resbaló y cayó sobre un vaso roto, abandonado al borde de la pileta, seccionándose una arteria en el tobillo, lo que acabaría por provocarle la muerte, desangrada al no poder levantarse y pedir ayuda. A partir de ese suceso, la historia se desarrolla, primero, en un flashback tres meses atrás, que nos sitúa en los extraños acontecimientos vividos en el viejo palacio que, quizá, condujeron a una muerte que examinada a la luz de esos hechos ya no parece tan claramente casual; y luego, ya de vuelta al “presente”, en la investigación de las posibles hipótesis alternativas que expliquen el misterioso deceso. 

De este modo, Isabel II investigará a su peculiar manera qué ha podido ocurrirle a su gobernanta, en una trama muy intrincada, un puzle con muchas piezas que se incorporan al hilo conductor principal. Hay, así, aparte de la indagación en la controvertida personalidad de la víctima y en la red de “enemigos” que su insoportable carácter le había proporcionado entre quienes trabajan en las dependencias reales, otros ejes que corren en paralelo y que acaban confluyendo para completar el rompecabezas que propone Bennett: el acoso que sufren algunas mujeres del entorno de la reina, a través de notas y cartas anónimas, ofensivas e insultantes, amenazantes y agresivas (Últimamente ha habido una verdadera avalancha de misivas ponzoñosas); la desaparición de un cuadro, una pintura, de dudosa calidad pero de extraordinario valor sentimental para la monarca, que representa al Britannia, el legendario yate real, una buque esencial en la vida de Isabel II, tanto privada como pública; el oscuro negocio de los excedentes, un muy turbio asunto en el que ciertos miembros de la administración o el servicio palaciegos sustraen elementos no demasiado relevantes del mobiliario, obras de arte, accesorios y objetos varios, obsequios recibidos por la reina (No manejaban cuadros de Gainsborough ni joyas de la Corona ni nada parecido, sino bandejas, alfombras, regalos que nadie quería...); las peripecias que conlleva la aprobación del Programa de Renovación, un ambicioso proyecto, pendiente de la “venia” y los fondos gubernamentales, para “adecentar” un Palacio de Buckingham decrépito (Este sitio es una trampa mortal), con pasajes subterráneos clausurados y húmedos sótanos inexplorados desde hace décadas, deterioro general de las instalaciones, conexiones eléctricas (hay como cien kilómetros de cableado) averiadas, casi inservibles y siempre al borde de la explosión, un peligro permanente en un edificio en el que la familia real recibía personalmente en palacio a cerca de cien mil personas cada año; la azarosa aparición de unos lienzos, propiedad de la reina, obra de Artemisia Gentileschi, la pintora barroca del XVII, objeto también de un complejo entramado de falsificaciones, ocultaciones y engaños que nos permite adentrarnos en las soberbias colecciones reales de pintura, con las Vedute de Venecia, los Caravaggio, los Leonardo, los Turner y los Rembrandt… En el cruce de todos estos “frentes”, se producirán nuevos crímenes -a estas alturas ya resulta evidente que ese es el término adecuado-, con varias muertes sospechosas en relación con los cuadros, los excedentes, las amenazadoras notas y la algo enigmática trayectoria vital de la propia gobernanta. Todo ello en un clima de tensión interna y una atmósfera sombría e inquietante, a los que contribuye además la presencia de unos poco discretos miembros de la policía, instalados en palacio para la resolución de los enigmas. 

Como en el anterior relato del ciclo, la reina, limitada por las exigencias de su cargo, por la imposibilidad del anonimato y por su inevitable encierro en Buckingham, cuenta con la ayuda de Rozie Oshodi, su secretaria personal adjunta y principal colaboradora en el “exterior” de las averiguaciones de su inteligente y muy intuitiva “jefa”. La figura de Rozie, una mujer negra, de orígenes nigerianos, antiguo miembro de las Fuerzas Armadas de su Majestad, joven y atractiva, decidida y resuelta, y su muy evidente complicidad con Isabel II, son algunos de los elementos más sugestivos de las novelas. 

Como lo es, igualmente y de manera muy destacada, el propio personaje de la reina, una Isabel II entrañable, a quien tras la lectura del libro resulta aún más fácil añorar después de su reciente muerte. La anciana solventa sus compromisos institucionales, se pasea por las distintas espacios del vasto palacio, se preocupa por los sucesos que se están produciendo entre sus paredes, y en todo momento, el talento de Bennett nos la presenta muy humana, evocando sus recuerdos y sus inocentes travesuras de niña (inefable el episodio en que se esconde en un armario rememorando sus infantiles juegos del escondite); “tarifando” con Felipe, en conversaciones llenas de ternura, cariño y humor; reflexiva y hasta filosófica al constatar el rápido paso de una vida (A veces, el tiempo volaba, y a veces se arrastraba... En ocasiones, una no sabía cómo iba a aguantar hasta la hora del té, y otras veces media década se esfumaba en un abrir y cerrar de ojos); asumiendo con sensibilidad la pesada carga de sus obligaciones y la responsabilidad frente a sus súbditos (todo consistía en compartir, acoger, conectar); generosa en la entrega a su importante función (Le complacía que las futuras generaciones pudieran vislumbrarla contemplando activamente un mundo más allá del propio); inquieta intelectualmente de manera desusada en alguien de su edad (se buscó a sí misma en Google con el iPad. Era más rápido que llamar a quien fuera para preguntárselo); fiel cumplidora de sus hábitos, la ginebra con Dubonnet antes de cenar, los paseos con sus juguetones perros: la muy anciana Holly, al borde ya de la muerte y sus otros tres traviesos corgis Willow, Candy y Duncan, cuya presencia explica -en parte- el título de la novela, que encierra igualmente un guiño a Sherlock Holmes. Y es que en una de las aventuras del excéntrico habitante de Baker Street, La liga de los pelirrojos, el detective ante la tesitura de solucionar un caso que exige una intervención rápida -Tengo que ponerme inmediatamente en acción, dirá-, responde a la pregunta de Watson -¿Y qué va usted a hacer?-, con una reflexión imprevisible y genial: —Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que le ruego que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos. Bennet convierte las pipas en perros en una referencia ingeniosa y un acertado homenaje al personaje de Conan Doyle. 

El libro interesa también por la convincente recreación del contexto, no sólo el del círculo “interno” de la monarquía británica (con “apariciones” de Camilla Parker-Bowles, el ya citado Felipe de Edimburgo, Catalina, Enrique, los nietos, Beatriz y Eugenia, las problemáticas hijas de Andrés que tanto preocupan a su abuela), sino también por el reflejo que muestra de la realidad “externa”, política y social, en un Reino Unido sumido en las turbulencias provocadas por la votación del Brexit, las crisis en Downing Street, los recurrentes problemas de Irlanda, las elecciones en Estados Unidos, la tempestuosa irrupción de Trump, en una dimensión de la novela a la que dotan de realismo las “comparecencias” de David Cameron, Teresa May, Hillary Clinton, el presidente Santos, que rigió Colombia hasta 2018, y las menciones a Tony Blair o al propio Trump. 

A continuación, y como cierre del espacio por hoy, os traigo un autor muy querido por mí y muy presente también en Todos los libros un libro. Se trata de Álvaro Cunqueiro, del que acaba de presentarse una nueva edición de Los otros feriantes. La iniciativa surge del sello madrileño Ediciones 98 que promete, además, recuperar otros títulos del mindoniense, en traducciones actualizadas, aunque, al menos en el caso del libro que nos ocupa, no demasiado afortunadas, como os comentaré tras presentaros la obra. 

Cunqueiro escribió tres espléndidas recopilaciones de relatos sobre las gentes gallegas, publicadas originariamente en su idioma materno: Escola de menciñeiros, de 1960; Xente de aquí e de acolá, de 1971; y Os outros feirantes, de 1979. Los tres libros aparecieron años después, traducidos al castellano, con algunos cambios. Así, Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, publicada en 1976, recoge, en su segunda parte, una versión reducida de Escola de Menciñeiros. Antes, en 1975, La otra gente presenta una versión casi íntegra de Xente de aquí e de acolá. Por fin, en 1981, Las historias gallegas vendrían a incorporar, en lo esencial, las narraciones de Os outros feirantes

En 2009 yo reseñé en este espacio una nueva edición, de ese mismo año, de Las historias gallegas, un libro imprescindible para conocer el universo “cunqueiriano”, a pesar de la muy deficiente presentación de Paréntesis, plagada de erratas, fallos tipográficos y hasta faltas de ortografía. Ahora quiero proponeros una edición actualizada de Los otros feriantes, aunque si en el libro de 2009 eran sesenta y siete las semblanzas de personajes gallegos imaginarios, pero muy reales, que se incluían en él, en esta ocasión son cuarenta y nueve los retratos, solo en algunos casos repetidos, los que integran el pequeño pero sustancioso volumen, que refleja el talento de Cunqueiro, capaz de aflorar por entre el disparate de la edición, una vez más insoportable formalmente, con incontables errores “ortotipográficos” y, lo que es peor, con una, a mi juicio, poco acertada traducción, de cuya autoría no hay ni rastro en el volumen impreso, aunque una consulta a la página web de la editorial nos permite conocer el nombre del responsable, Julio Manso Barrios. Como principal demérito de la versión castellana del traductor está el que, de nuevo desde mi punto de vista, no se percibe la “voz” de Cunqueiro, su particular estilo, su prosa algo anacrónica, su retranca, su calidez, su humanidad. Están sus temas, claro, y lo excéntrico de sus personajes, y su portentosa imaginación, y su humor, pero en la mirada que el autor gallego vierte sobre sus criaturas, siempre tierna, siempre muy humilde y cercana, hay ahora una cierta frialdad académica, de descripción objetiva, funcionarial, de entomólogo que observa de manera aséptica a los individuos que describe, algo totalmente ajeno, en fin, a la literatura del genial hijo de Mondoñedo. El epílogo de César Cunqueiro, hijo del escritor, nada relevante aporta y no contribuye tampoco a la excelencia de la edición, que se salva, no obstante, por la riqueza de los perfiles humanos que constituyen su base. 

En ellos está todo el imaginario de la obra de mi muy admirado creador (En estos pequeños retratos míos aparece el gallego tal y como es, a la vez creedor y escéptico, mágico pero racionalista, supersticioso y espiritual. Una mezcla bastante compleja, pero que constituye un éxito humano. Este gallego ha vivido durante siglos rodeado de extrañas poblaciones invisibles, os mouros, as fadas, protegido por un conjunto que sorprende a los antropólogos de meigas, sabias, adivinas, arresponsadoras; ha evitado con los cruceros el pavor de las encrucijadas, ha aprendido a hablar con los animales, a ahuyentar el lobo, a curarse sus enfermedades —muchas de las cuales no son de médico—, y ha sabido como obtener la ayuda de los santos patronos en las iglesias perdidas en los montes, en los valles, en la beiramar): la fantasía desbordante, la inigualable capacidad de fabulación, la erudición no “agresiva”, el profundo conocimiento de Galicia, de sus lugares y sus habitantes, también de su dimensión mágica y oculta, lo difuso de los límites entre realidad y ensoñación, la bonhomía, la caridad hacia las pobres gentes que retrata (que inventa, siendo precisos: Porque lo conozco bien [al entorno gallego] he podido inventarlo. Inventar es un método válido de conocer, escribirá), el tono melancólico, el optimismo escéptico (valga el oxímoron), el asombro, la ironía. Y están, sobre todo, sus insólitos personajes: un caballo locuaz que, celoso de las amistades de su dueño, le regatea la conversación; un enano “coñón” que quita y pone la tartamudez a quienes le saludan; un verdugo inventor de un nuevo nudo corredizo, indoloro para el ajusticiado; un hombre con seis dedos en la mano derecha y otros tantos en la izquierda que va por el mundo buscando a otros como él, convencido de un común parentesco universal; el niño que hasta los doce años se hace pis en la cama por haber sido visitado por el extraño y muy fantasioso gatipedro (es como un gato gordo, que no tuviese patas traseras, y que en medio de la cabeza tiene un cuerno colorado); la siniestra maldición quesera de una gitana; un loro parlanchín que se manifiesta en un jocundo portugués de Brasil; y vacas, meigas, tesoros ocultos, fantasmas, entre otras muchas muestras de la fecunda inventiva de Cunqueiro. En fin, una maravilla. 

Os dejo, precisamente, con una estampa cien por cien cunqueiriana, la disparatada semblanza de Amadeo de Sabres, un personaje que encarna los rasgos definitorios de la literatura del mindoniense: anclaje en lo popular, conocimiento de las tradiciones gallegas, imaginación portentosa, humor, retranca y también compasión hacia los débiles. Para la ilustración musical del espacio, recurro a un tema mencionado en Los príncipes de Sambalpur. La música de Al Jolson comparece en un par de ocasiones en el libro, aunque sin mencionar tema alguno. He elegido uno espléndido, You made me love you, de 1913, como cierre del programa. 


Amadeo de Sabres

Salía de su casa Amadeo de Sabres hacia la feria de Negreira, y al poner pie en el camino se dio cuenta de que olvidara el paraguas, que lo tenía colgado tras la puerta. Amadeo tenía dos paraguas, uno nuevo, comprado en Santiago, en una tienda del Preguntoiro, que sólo lo sacaba cuando llovía, o para ir a consulta de médico o de abogado, y otro viejo, que era el que ahora olvidaba, y era el propio para cubrirse en los días de lluvia. Descolgó Amadeo el paraguas viejo, y va éste y le silbó. Dijo: 

- ¡Pensaba que me olvidabas, hombre! 

O algo parecido. Amadeo no le dio importancia al silbido del paraguas viejo, y sin más se puso camino de la feria de Negreira. Pero aquel silbo del paraguas fue el anuncio de otros silbidos del mismo paraguas, y de otros objetos propiedad de Amadeo. Por ejemplo, estaba sentado a los pies de la cama dudando si calzar los zapatones de goma o los zuecos, cuando éstos le silbaron. Decían algo así: 

-¡ A ver si nos acabas de gastar, Amadeo! 

Porque Amadeo llevaba algún tiempo prefiriendo los zapatos de suela a los zuecos. Sentado a la mesa, decidiendo si sería mejor comer los callos con cuchara o con tenedor, - esto era en una taberna santiaguesa, en la rúa del Franco-, la cuchara le silbó a Amadeo, y éste interpretó: 

- ¡Con cuchara, más se acapara! 

La cuchara hablaba en castellano y en verso. 

Llegó el día en el que Amadeo no podía tomar libremente una decisión cualquiera, que todas las cosas le silbaban; le silbaba una silla diciéndole que se sentase en otra parte, y el reloj de pulsera que no quería que mirase tantas veces en él qué hora era, y un día le silbaron los riñones y otro el estómago, pidiéndole arroz con leche. Y miren qué casualidad, que la víspera le había dicho Amadeo a su mujer cuando se iban para cama: 

-¡Mucho tiempo hace que no me das arroz con leche! 

Le silbaban a Amadeo los cajones de la mesa, que los abriese con cuidado, y la navaja, que quería ser afilada. Amadeo no era capaz de atender a tanto silbido. Hasta un día el orinal lo despertó a las tres de la mañana: 

-Qué, ¿piensas fastidiarme meando a deshora? 

Amadeo cavilaba en ir al médico para que le recetase algo que no le dejase oír silbar a las cosas, pero pensó que mejor sería darle algo a las cosas para que dejasen de silbar. Pero no iba a llevar al médico el paraguas viejo, el estómago, las cucharas, las sillas, los cajones de la mesa, los zuecos... Ahora, además, comenzaban a silbarle las personas, cuando estaba de espaldas a ellas, su mujer, su primo Venancio. Aun iban los silbidos a peor. Estaba hablando con un amigo, y por debajo de las palabras de la charla venía suave, suave, un silbido... Decidió taponarse los oídos, y que quien quisiera hablar con él lo hiciera por señas. Pero sucedió entonces que quien silbaba era él, Amadeo, dentro de sí mismo. Sentía el silbido paseándole por la chola: 

-¿Dónde has dejado la boina? 

Y tan pronto daba con el silbido que preguntaba por la boina, le venía enseguida otro, que era la respuesta de la boina: 

-¡Estoy encima de la cómoda! 

Se puso como loco. Le pegaba a las sillas, tiró el paraguas al río, escupía en los cajones de la mesa, echó los zuecos al pozo, y la navaja, y todas las cucharas que había en la cocina, y, en cuanto se calmaba algo, se ponía a silbar por dentro, ordenándose a sí mismo: 

-¡Silencio, Amadeo! ¡Calladito, hombre! ¡Silencio! 

Pero todo ello no le servía de nada. Tuvieron que llevarlo a descansar una temporada a Conxo [un conocido psiquiátrico de Santiago].

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miércoles, 7 de diciembre de 2022

HARUKI MURAKAMI. LA MUERTE DEL COMENDADOR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Esta tarde, con un puente a las puertas y con las vacaciones navideñas ya en el horizonte inmediato, retomamos nuestras emisiones con una propuesta interesante y muy propicia, por su extensión, para disfrutarla en estos largos días de asueto. Se trata de una obra, en dos extensos tomos, de Haruki Murakami. Entonces os presentaba Tokyo Blues, el libro que en 2005 fue, en cierto modo, el desencadenante de la actual fiebre Murakami en todo el mundo, y en particular en nuestro país. Hoy quiero hablaros de su última ambiciosa novela, La muerte del comendador, que como casi todo el resto de su obra aparece en España en la editorial Tusquets, aunque esta vez en traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Resalto aquí un par de despistes en la edición: la expresión, no sé si correcta -creo que no- pero en cualquier caso algo rebuscada: la sangre brotaba de su corazón después de que le hubieran asestado con una espada en el pecho; y la apostilla que hace el narrador a caveat emptor, que para los traductores es una “alocución latina”, en la que la “a” del primer vocablo está claramente de sobra. Sorprende, por otro lado, la desaparición -desconozco la razón-, desde hace unos años, de Lourdes Porta, “voz” española de las obras de Murakami desde 2002, pero que a partir de 2013 no ha vuelto a firmar una traducción del escritor japonés. El libro, que se publicó por separado en dos volúmenes en 2018 y 2019 respectivamente, se ha reeditado el pasado 2020 en un vistoso estuche que alberga los dos tomos. 

Como tantas otras veces señalo en Todos los libros un libro, pretender resumir en unas cuantas frases el argumento de una obra literaria es tarea casi siempre muy difícil y a menudo absurda. Cuando el intento tiene por objeto una novela de Murakami estamos ante una labor directamente imposible. ¿Qué cuenta La muerte del comendador? Tenemos un narrador innominado, un pintor en una avanzada treintena, que ha alcanzado un cierto prestigio como retratista por encargo y lleva una vida económicamente holgada y sentimentalmente estable con su mujer, Hiroo, con la que vive desde hace seis años. El abandono de su esposa, que le confiesa una relación extramatrimonial, le hace dejar el hogar conyugal, y tras un viaje en coche en el que, sin destino definido ni propósito alguno, se deja llevar intentando adaptarse a su nueva situación, acaba por instalarse, a comienzos de un verano, en una casa aislada, cedida por un amigo, en un entorno idílico, en unas colinas en medio de un bosque, para, desde allí, en soledad, descansar, reflexionar, encontrarse consigo mismo y recuperar su “lugar en el mundo”. Al poco de llegar a la casa, en la que vivió durante años el padre de su amigo, un famoso artista, Tomohiko Amada, que la ha abandonado para ingresar, enfermo de Alzheimer, en una residencia de ancianos, el protagonista descubre en el desván un cuadro, titulado La muerte del comendador, que lo inquieta y suscita su interés, lo que lo lleva a indagar en el significado oculto de la obra, en la posible identidad de los personajes representados y en el extraño propósito que pudo llevar a su autor, probablemente Amada, a pintarlo. Narrado en primera persona, el libro -en sus dos tomos- es el relato de esa estancia de apenas ocho meses y de los sucesos que allí ocurrieron a partir de ese inesperado descubrimiento. 

Como se puede apreciar, el breve resumen no permite anticipar una historia deslumbrante. Sin embargo, la crónica de esa reclusión acaba por resultar subyugante tanto por la concatenación de acontecimientos inusitados que se producen en la vida del narrador desde ese hallazgo inaugural, como por el peculiar modo en el que se nos presentan; ambos elementos -relatos sorprendentes y estilo singular- “marca de la casa” de la literatura de Murakami. Porque los días en la vivienda, hechos de unas placenteras y muy relajadas rutinas: la preparación de las comidas, la escucha de música -sobre todo ópera y jazz; aunque de la dimensión musical del libro hablaré más adelante-, algún ligero intento de retomar la pintura, los paseos por los alrededores en una naturaleza de sosegada belleza, la contemplación del paso de las estaciones, el sexo esporádico con alguna alumna casada -nuestro protagonista ha encontrado un trabajo a tiempo parcial como profesor de dibujo en una centro cultural cercano-, se van abriendo, poco a poco, a una serie de episodios que de un modo progresivo catapultarán al personaje a la inquietante vorágine que es siempre el universo del japonés, un espacio literario muy atrayente pero que, a veces, puede, por excesivo, llegar a exasperar al lector, por lo demás atrapado, con obediente fascinación, en las envolventes redes de su magnética escritura. 

Y es que, sobre esta base trivial, Murakami poblará las casi mil páginas de su novela de sorpresas que mezclan el realismo más detallado, casi documental, con la magia, la imaginación y lo fantástico, lo onírico (el trabajo de un novelista es soñar despierto, ha declarado), lo irracional, lo inconcebible, lo surrealista, lo disparatado y hasta lo delirante. Aparecerá un extraño vecino, el millonario Wataru Menshiki, que vive en una mansión al otro lado del valle frente a la del pintor, al que encargará un retrato, con el que establecerá una suerte de extraña amistad y que compartirá -y, en ocasiones, provocará- las insólitas peripecias que habrá de vivir. Y los personajes del cuadro -que recoge una escena de violencia y muerte ambientada en el Japón medieval, pintada con el estilo tradicional nipón- cobrarán vida -literalmente- irrumpiendo en la de su “contemplador”. Y el comendador -en la vida “real” (aunque nada real hay en él, se trata de “una idea”, una especie de metáfora), un individuo de apenas sesenta centímetros de altura ataviado con la vestimenta con la que aparece en el cuadro-, departirá con su huésped en diálogos inauditos. Y sonará la ópera Don Giovanni, de Mozart, en apariencia un referente inequívoco del lienzo. Y una campanilla que tintinea misteriosamente en la noche abrirá la puerta de un inframundo incomprensible en el que las dimensiones espacio-temporales se difuminarán y en donde el personaje atravesará “el concepto de un río”, entre otras desconcertantes andanzas. Y habrá un simbólico búho encerrado en el desván, además de alguno de los habituales gatos murakamianos. Y un cuchillo se esfumará en la cocina de la casa y reaparecerá sin explicación causal posible en otra ciudad lejana. Y otra de las alumnas del curso de pintura, la niña Marie Akikawa, de solo trece años, comparecerá junto a su tía Shoko para introducir otro hilo enigmático en la ¿trama? Y cada tanto llegará una de las amantes al volante de un Mini rojo para protagonizar tórridas escenas de sexo. Y el protagonista embarazará, en un sueño extraordinariamente vívido, a su exmujer que se encuentra a miles de kilómetros de distancia, y recibirá la visita del espíritu de Tomohiko Amada, y recordará de continuo a su hermana Komi, que murió a los doce años por culpa de una patología cardíaca, y se adentrará en un túmulo funerario escondido bajo un templete hecho de rocas, y tendrá un fugaz pero revelador encuentro con el hombre del Subaru Forester blanco, y se dejará guiar en un periplo por un submundo oscuro e inconcebible por cara larga, otra de las figuras del cuadro, y departirá con doña Anna, salida de la ópera mozartiana, y se meterá por un agujero aparecido de pronto en la habitación de una residencia de ancianos para “regresar”, tres días más tarde, a su vida habitual en las montañas cercanas a su casa, en otra región del país. Y, en fin, nos retrotraeremos a 1938 para vivir una historia de espionaje y conspiraciones en la Viena sometida por el Anschluss hitleriano… entre tantos otros descabellados lances. 

Y mientras tales extravagantes sucesos nos “asaltan” -parte de la maestría del autor estriba en lograr que el lector, que en muchos momentos se encuentra al borde de la más irritada desafección, decidido a abandonar aquella ristra de desatinos, siga sin embargo con la lectura, entregado y crédulo, suspendido el juicio de verosimilitud y arrebatado por la potencia narrativa de Murakami- en el texto afloran todos los grandes temas, los leitmotivs recurrentes en la obra del eterno candidato al Nobel. Está, claro, el motivo del “doble”, una de sus preocupaciones habituales. Los retratos y los espejos como marcos que permiten el enfrentamiento con el verdadero yo (fui al baño a mirarme en el espejo. Allí estaba el reflejo de mi cara. Hacía tiempo que no me miraba de frente, con calma. Para ella, esa imagen solo era un reflejo físico, pero para mí la cara que tenía ante mis ojos solo era una parte de mi ser, que en algún momento se había escindido en dos. El ser que tenía enfrente no lo había elegido yo. Ni siquiera era un reflejo físico); los hechos y las personas que se “entrelazan” por no se sabe qué enigmáticas conexiones con otros sucesos y otros individuos con los que no cabe paralelismo posible: el retrato de Menshiki, un hombre sin rostro, permite descubrir los espacios más recónditos de la personalidad del pintor, al modo en que desplazar las piedras del templete del bosque muestra otra realidad hasta entonces oculta; las figuras de la pequeña Marie y de Komi, la hermana fallecida en la adolescencia, se superponen… casi todo lo que ocurre es ello mismo y su reflejo. 

Y ello nos lleva a otra de las claves más acostumbradas en los libros de Murakami, la idea de “el otro lado”, los otros yoes, los otros mundos, las otras vidas de los que no somos conscientes en nuestro ciego día a día pero que una ligera fractura, un desplazamiento apenas apreciable en la “textura” de la cotidianidad nos permite vislumbrar. En este sentido, y de nuevo en una entrevista, el escritor afirma: Veo mi literatura como la persecución de esas vidas diferentes. Todos vivimos en una especie de jaula, la que supone ser solo uno mismo. Como escritor de ficción, puedes salir y ser diferente. Un revelador fragmento de la novela pone de manifiesto esta noción de tránsito, de movimiento, de traslado: 

—Debo ir al otro lado. 
 —Todo el mundo debe ir sin excepción. 
 —¿Viene mucha gente por aquí? 
 No obtuve respuesta. Mi pregunta fue absorbida en el vacío y el silencio que le siguió me pareció que duraba una eternidad. 
—¿Qué hay al otro lado? —insistí. 
 La bruma me impedía ver la otra orilla. El hombre sin rostro parecía mirarme fijamente desde el vacío. 
—Lo que hay al otro lado depende de lo que cada uno busca —dijo al fin

La muerte del comendador está repleta de estos inquietantes pero muy sugestivos pasajes, que operan como puentes entre universos aparentemente irreconciliables, bisagras en torno a las que se dobla la realidad, en los que se difuminan los límites entre la existencia y la no existencia, entre la lógica y la irracionalidad, entre lo conocido y lo ignoto (No tenía ninguna garantía de que el mundo al que había regresado fuera el mismo del que me había marchado), entre el sueño y la vigilia (Hice el amor con Yuzu en una especie de sueño mientras viajaba solo de ciudad en ciudad por la región de Tohoku. Me colé en sus sueños y, como resultado, se quedó embarazada. Al cabo de nueve meses dio a luz. Me gustaba pensar que había sucedido de ese modo), entre lo normal y lo anormal, entre lo real y lo irreal: Pero ¿de verdad era aquello el mundo real? Miré a mi alrededor. Existían las mismas cosas de siempre. El viento colándose por las rendijas de las ventanas y trayendo consigo los aromas familiares, los ruidos de costumbre. A primera vista parecía el mundo real, pero quizá no lo era

Entramos así, por tanto, en otro de los terrenos favoritos del autor, el de los límites de la realidad (muchas veces perdemos la noción de dónde está el límite entre la realidad y la irrealidad. Es como si ese límite no parara de moverse, como una frontera que se desplaza según le parece. Hay que andarse con mucho cuidado con ese movimiento. Si no, uno deja de saber dónde se encuentra). El protagonista, como en tantos otros casos en las novelas de Murakami, ante tanto acontecimiento peregrino, empieza por dudar de su cordura, cuestionar sus vivencias, creerlas fruto de su imaginación (el lector, entretanto, no tiene reparo en calificarlos de delirios), pero pronto acaba por aceptar -también el lector- su “normalidad” (la realidad no se limita a las cosas que se pueden ver, ¿no le parece?), por admitir que en las costuras de la realidad debía de haberse producido un ligero desgarro, una hendidura por la que se cuela ese otro mundo. Esa otra existencia que se atisba desde esa grieta, tras la frontera de la normalidad, aterra, porque se abre a lo desconocido. Acercarse al límite -y he aquí otra de las “tesis” favoritas en el autor japonés- da miedo, supone un riesgo: 

Para sobrevivir en un lugar así [y la noción de “lugar” sirve en sentido literal y metafórico] hay que vencer el miedo, vencerse a sí mismo, y para lograrlo es imprescindible acercarse a la muerte lo máximo posible. 
—Pero eso implica un peligro enorme. 
—Igual que Ícaro al acercarse al sol. No resulta fácil discernir dónde está la línea que marca el límite. Es un empeño peligroso en el que uno se juega la vida. 
—Y si uno evita lo peor, no logrará vencer el miedo ni aprenderá a controlarse. 
—Eso es. Y si no aprende, no será capaz de subir un peldaño más. 

De este modo, la novela va dibujando un paisaje -al que el talento del escritor va conduciendo progresivamente al que lee- en el que se confunden esas que ya acabamos por aceptar como “distintas dimensiones de lo real” conformando un escenario a la vez atrayente y perturbador en el que no sabemos si estamos ante la realidad, un sueño, o una desasosegante mezcla de ambos. La muerte del comendador se desarrolla, en sus muchos pasajes de esta índole, en un marco evanescente, con constantes alusiones a lo oculto, a “otro orden”, a fuerzas desconocidas, a un más allá recóndito a los que la pintura, el arte, la música, pueden facilitar el acceso. Fijaos en el ejemplo de Thelonious Monk -comenta el inefable comendador, que pese a su etérea existencia también sabe de jazz-. No inventó ese extraño acorde propio de su música desde la razón o desde la lógica. Tan solo mantenía los ojos bien abiertos, y lo sacó con la ayuda de sus dos manos desde las profundidades de su conciencia. Lo importante no es crear algo desde la nada, sino, más bien, encontrar algo distinto entre lo que ya existe. Y otro tanto ocurre con la pintura, que sintetiza metafóricamente esa idea del vislumbre de lo que permanece escondido bajo la superficie convencional: En mis cuadros siempre terminaba por aparecer algo que no lograba atrapar en la realidad: dibujaba en una especie de plano oculto señales de mí mismo que la gente no era capaz de percibir. También, cuando retrata a Marie: Empecé por bosquejar la parte superior de su cuerpo. Era una niña guapa, pero el objetivo del retrato no era detenerme en la belleza. Necesitaba algo que se hallaba escondido bajo la superficie

Puesto ya en el disparadero al que le lleva su algo esotérica espiritualidad, Murakami se lanza, sin reparo intelectual alguno, a dibujar un panorama de raras causalidades -un presentimiento “provoca” un suceso, una pincelada en el lienzo “ocasiona” una desaparición física, un coito solo soñado engendra una criatura real, en un “embarazo mental”, un cuchillo se desplaza por su cuenta en el espacio-; de súbitas comparecencias del azar y lo inexplicable (Desde la aparición del comendador habían sucedido muchas cosas extrañas, y de algún modo me había acostumbrado a lo inexplicable), de poderes ocultos de un irresistible magnetismo; de turbadores efectos que obedecen a fuerzas irracionales, alejadas de la conciencia y el pensamiento. Y entonces el libro se llena de reflexiones vagamente filosóficas –que en ocasiones rozan peligrosamente lo peor de la autoayuda- sobre el tiempo y el destino, sobre la necesidad de “creer” (Es posible que no haya nada absolutamente cierto en este mundo, pero debemos creer en algo); sobre los encadenamientos causales ajenos a la racionalidad (Nada sucedía por casualidad); sobre la realidad de la imaginación y la ficción (Alicia existió de verdad. No es un personaje de ficción. Es real. El conejo blanco, la morsa, el gato de Cheshire y los Soldados Naipe. Todos ellos existen de verdad en este mundo […] El comendador también, por supuesto); sobre la ruptura del tiempo cronológico y la labilidad del espacio; sobre el proceso creador; sobre la frágil urdimbre sobre la que se construye la identidad personal; sobre las experiencias místicas; sobre los placeres y las aristas… y tantas otras “obsesiones” acostumbradas en la torrencial obra de Murakami. 

Quiero detenerme brevemente, antes de poner fin a esta reseña, en algunos aspectos formales y estilísticos relevantes en La muerte del comendador, coincidentes, por otro lado, con las pautas que podemos encontrar en el resto de sus novelas. Están, en primer lugar, las referencias culturales, el cine, la pintura -obviamente, dada la temática del libro-, la música. En este último ámbito, y espigadas a vuelapluma de entre las páginas de La muerte del comendador, aparecen menciones a Sheryl Crown, el Octeto para cuerdas de Mendelssohn, Pirámides, el disco del Modern Jazz Quartet, el Time is on my side de los Rolling Stones, El caballero de la rosa, de Richard Strauss, el Cuarteto de cuerda número 15 de Schubert, una sonata para piano y violín de Mozart, Monk’s Music, del ya mencionado Thelonious Monk, con Coleman Hawkins y John Coltrane, The fool on the hill, de sus admirados Beatles, de los que también se cita Rubber Soul, Pet Sounds, de The Beach Boys, Charlie Mingus, Ray Brown, Milt Jackson, Rosamunde, un cuarteto de Schubert, el Nashville Skyline, de Bob Dylan, Alabama Song, de los Doors, Key Largo, de Bertie Higgins, The River, de Bruce Springsteen, el magnífico álbum de dúos de Roberta Flack con Donny Hathaway, y una sorprendente muestra de la música de los ochenta que incluye a Duran Duran, Huey Lewis, The Look of Love de ABC, French kissin’ in the USA, de Debbie Harry, en un elenco doblemente representativo, de la importancia de la música en el libro y de la amplia variedad de géneros, intérpretes y estilos que acoge la pasión melómana del autor. 

Por otro lado, una vez más llama la atención el estilo detallista, demorado, meticuloso, sosegado, tranquilo, premioso incluso, que envuelve la prosa de Murakami, que se detiene hasta el agotamiento -del lector, que, insisto, a veces bordea la irritación- en describir con minuciosidad todo cuanto cae bajo su rigurosa y casi obsesiva lupa, no solo los atributos o cualidades del carácter, el comportamiento o la personalidad de sus “criaturas”, sino también otros aspectos más “materiales”: las marcas y las características de los coches (en este rasgo “pop” tan habitual en sus libros), las particularidades de los muebles y la decoración, los pormenores de las prácticas sexuales, cada gesto del proceso de creación pictórica, las más nimias peculiaridades de los platos que elaboran y las comidas que disfrutan los personajes (en otra variable, la gastronómica, también muy típica en toda su obra), la ropa y el modo en que van vestidos… elementos todos que revelan una aguda capacidad de observación, de inusitada atención a los detalles (Me llamó la atención la diferencia del ruido de la puerta al cerrarse entre el Jaguar y el Prius. Si nos paramos a pensar, en realidad los sonidos pueden ser muy diferentes. Solo hay que prestar un poco de atención para darse cuenta. El sonido de la cuerda de un contrabajo tocado por Charles Mingus o por Ray Brown, por ejemplo, es completamente distinto) tan reconocibles en el resto de sus libros. Os dejo aquí un par de ejemplos muy elocuentes de esa casi extenuante prolijidad: 

Parecía joven, aunque debía de rondar los cuarenta años. Llevaba unas gafas de sol, un sencillo vestido azul claro y un jersey gris, que complementaba con un bolso negro brillante y unos zapatos de tacón bajo de color gris oscuro, muy apropiados para conducir. Nada más cerrar la puerta del coche se quitó las gafas y las guardó en el bolso. Llevaba el pelo hasta los hombros con un peinado que le sentaba bien (aunque no tan perfecto como si acabase de salir de la peluquería). Aparte de un broche en el cuello del vestido, no llevaba ningún otro accesorio
 
Empezamos con unos entremeses a base de isaki con verduras orgánicas, acompañados de un vino blanco. El joven descorchó la botella con sumo cuidado, como si fuera un zapador desactivando una mina. No explicó nada sobre el vino. No dijo su procedencia ni sus características, pero, sin duda, era el adecuado. Tenía un bouquet perfecto. No hacía falta añadir nada. Menshiki no iba a escoger un vino que no fuera el adecuado. A continuación nos sirvió una ensalada de raíz de flor de loto, calamar y judías blancas, seguida de una sopa de tortuga marina y rape. 
—Aún no es la temporada —dijo Menshiki—, pero un pescador se lo ha ofrecido hoy al cocinero. 
Era un rape muy fresco y tenía un aspecto delicioso, una textura firme y un regusto dulzón, elegante, sutil. Estaba ligeramente cocinado al vapor y servido con una salsa de estragón (creo que era estragón). El segundo plato consistía en un filete de carne de ciervo. Explicó algo sobre la salsa que había preparado especialmente, pero no entendí gran cosa porque usaba demasiados términos técnicos. De todos modos, era una salsa deliciosa con un aroma exquisito. 

Cierro ya mi comentario con una reflexión acerca de la abundancia de símiles, tan "murakamianos", en el libro. Aparte de formar parte del estilo y la “personalidad” literaria del escritor y de constituir unas de sus notas definitorias, las constantes comparaciones son valiosas porque enriquecen el relato, dotan de una dimensión poética a la prosa novelesca y, en consonancia con las preocupaciones filosóficas del autor, abren la narración a otra dimensión, apuntan a ese otro lado, a esta otra cara de la realidad a la que constantemente se refiere el escritor. En convincente formulación, así lo expresa doña Anna en su encuentro con el narrador: Una buena metáfora consigue que aparezcan las posibilidades latentes que hay en todas las cosas. Es lo mismo que sucede con un buen poeta cuando crea escenas nuevas, distintas, en un paisaje conocido. Una buena metáfora puede convertirse en un buen poema, ni que decir tiene. No me resisto a dejaros aquí una amplia muestra de estos símiles que trufan la obra, casi todos muy evocadores y sugestivos: 

Solo durante esos nueve meses viví en un estado de confusión que no logro explicarme. Fue una época anormal, excepcional. Me sentía como un bañista que está disfrutando de un mar en calma y de pronto es arrastrado por la fuerza de un remolino. 

Al cabo de un rato inspiró con fuerza como si emergiera a la superficie después de pasar mucho tiempo bajo el agua. 

Mi intuición había terminado por debilitarse, como las olas de un mar tranquilo que apenas arrastran la arena. 

De entre su pelo blanco y bien cortado sobresalían unas orejas puntiagudas que me recordaron algo fresco y lleno de vida, como las setas del bosque irguiendo sus sombreros entre las hojas caídas una mañana de otoño después de la lluvia. 

Sacudió la cabeza ligeramente. Al hacerlo, su inmaculado pelo blanco se meció como la hierba de un prado cuando sopla el viento en invierno. 

Lo tengo guardado en algún rincón de la memoria, aunque en este momento no recuerdo cuándo lo he oído, o en qué circunstancias. Es como si tuviera una espina clavada en la garganta. 

Le entregué el dibujo a la chica. Lo cogió, entornó los ojos y lo observó un rato, como un empleado de banca examinando en detalle una firma sospechosa en un cheque. 

Le confiaban muchas cosas, pero de él nunca salía nada, como el agua de lluvia que corre por los canalones y se acumula en un depósito. Era un agua que nunca iba a ninguna otra parte y tampoco llegaba a desbordarse, como si su nivel se ajustase en función de las necesidades. 

Lo había pintado yo, pero al cobrar vida propia una vez separado de mí y convertido en la propiedad de otra persona, se había transformado en algo ajeno, en algo distante. Era el cuadro de Menshiki. Ya no era mío. Aunque quisiera comprobar algún detalle, notaba cómo se me escurría entre las manos como un pez, igual que una antigua novia que ahora estuviera con otro hombre. 

En la boca y al beberlo mostraba matices distintos, como una mujer misteriosa con distintas apariencias en función del ángulo en que la luz incidiera sobre ella. 

Con una voz apacible, como si enseñase la conjugación de un verbo sencillo a un perro grande e inteligente, dijo… 

Nos casamos y, a pesar de tenerlo todo en contra, éramos felices. Como mínimo al principio, o eso creo. Durante cuatro o cinco años no surgió entre nosotros nada que pudiésemos considerar un problema. Sin embargo, en algún momento se produjo un viraje, como si un crucero cambiase de rumbo de repente en mitad del océano. 

En sus labios se dibujaba una sonrisa natural, modesta, como la luna blanca antes del amanecer. 

Era un brillo extraño [el de sus ojos]. Podría decir que semejante a una «llama congelada en un instante». 

En el fondo de sus ojos seguía el destello de siempre. Un brillo como el de la hoja de un cuchillo afilado hundido en el fondo de un manantial. 

Sus ojos hundidos hasta entonces en unas cuencas asediadas de arrugas, brillaban de pronto como alguien asomado a una ventana. 

Cerró los ojos como si diese a entender que había visto suficiente, como si bajara una persiana de forma lenta y solemne. 

Espléndidos casi todos, como puede colegirse, y todos “razonables” de cara a la consecución de los fines expresivos y estilísticos comentados. Pero hay otros que, por disparatados, por forzados, suenan a impostura, a recurso técnico artificial, a protocolo “exigido” para dejar la impronta personal en el texto; hay algunos que empiezan a exasperar y hasta a sacar de quicio al lector (al menos a mí): 

Vi el Jaguar plateado aparcado junto al Toyota Prius. Los dos coches juntos producían el mismo efecto que una persona con los dientes torcidos riéndose con la boca abierta. 

La siesta no había logrado despejar la parte de mi cerebro que aún seguía abstraída, era como cuando una bola de lana en el fondo de un cajón impide cerrarlo. 

Marie observaba cada uno de mis movimientos sin moverse de la mesa, con sus ojos muy atentos, como un historiador concentrado en las notas a pie de página de un libro. 

Contempló la tetera que había encima de la mesa como si fuera un solitario martinete que permanece inmóvil durante horas en la orilla contemplando el agua absorto. 

El sonido del whisky al caer en el vaso sonaba prometedor, como la sensación que uno tiene cuando alguien cercano le abre su corazón. 

Pensaba en ellos [en Menshiki y Shoko]. y nacía en mí un sentimiento que no sabía cómo definir, igual que cuando uno ve pasar desde el andén de una estación esos largos convoyes de trenes vacíos. 

Tenía frío y se levantó para coger la manta y el edredón. Se envolvió con ellos como si fuera un bizcocho de crema.

En fin, leed esta hipnótica La muerte del comendador, la por ahora última y voluminosa novela de Haruki Murakami (hay una colección de relatos, Primera persona del singular, aparecida en nuestro país en 2021). Os dejo ahora con un nuevo fragmento del libro, en el que conocemos la reacción que provoca en el narrador la aparición de Menshiki, y con un tema musical, uno de los muchos que “suenan” en la obra. Se trata de For all we know, el clásico de Roberta Flack y Donny Hathaway.


En ese momento no imaginé en absoluto que aquella persona acabaría entrando en mi vida y cambiándola por completo. De no haberse cruzado nuestras vidas, no me habrían sucedido las cosas que me sucedieron y mi vida podría haber caído en la oscuridad más absoluta sin que nadie tuviera noticia de ello. 

Miro atrás y me doy cuenta de que la vida es un misterio insondable. Está llena de casualidades, de cambios de rumbo tan repentinos e increíbles como retorcidos e impensables; y cuando suceden, no apreciamos, sin embargo, ningún misterio en ellos. En el curso de nuestra vida diaria, solo nos parecen una sucesión de acontecimientos normales, más o menos coherentes con poco o nada de excepcional. El hecho de que no guarden una relación lógica entre ellos es algo de lo que a menudo solo nos damos cuenta con el paso del tiempo. 

Lo que puedo decir en mi caso concreto es que, en general, y con lógica o sin ella, lo que realmente cobra sentido son los resultados, porque son tangibles a ojos de cualquiera y pueden tener cierta influencia. Sin embargo, no siempre es fácil determinar a partir de un resultado concreto su causa. Pedir la ayuda de alguien puede dificultar aún más las cosas. Las causas, obviamente, están en alguna parte. No hay resultados sin causa, del mismo modo que no hay tortilla si no se rompe antes un huevo. Como sucede con las fichas de dominó, una pieza (causa) hace caer a la siguiente (causa) y así a otra más (causa), hasta que la cadena nos hace perder de vista el origen y terminamos por perder el interés y dejar de preguntarnos por ello. El proceso se cierra con la aceptación sin más de que las piezas han caído una tras otra. Lo que me propongo contar a partir de ahora tal vez siga un patrón similar. De todos modos, de lo que debo hablar en este momento, es decir, lo que considero las dos primeras piezas de este dominó, son mi enigmático vecino del valle y un cuadro titulado La muerte del comendador. Empezaré por el cuadro.

Videoconferencia
Haruki Murakami. La muerte del comendador