Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 27 de junio de 2013

CHARLOTTE CARTER. EL DULCE VENENO DEL JAZZ

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo las referencias no de uno sino de tres libros, los tres formando parte de una serie, al parecer ya cerrada, aunque no sabemos si el futuro nos deparará alguna obra más que la continúe, debida a la inspiración y la gracia literarias (no me atrevo a hablar de talento o genialidad, no estamos ante grandes hitos de la literatura) de la misma escritora y con idéntica protagonista en todas ellas Se trata de tres novelas policiacas escritas por la afroamericana (me pliego -¡cómo evitarlo!- al canon políticamente correcto) de Chicago, residente en Nueva York, Charlotte Carter. Los libros, publicados por Siruela en traducción de María Corniero, aparecieron bajo los significativos títulos de El dulce veneno del jazz, Negra melodía de blues y Rapsodia en Nueva York.
 
Os avanzo, además, que a lo largo de este mes de julio, con las vacaciones veraniegas clausurando las emisiones de Radio Universidad de Salamanca, dejaré en este blog -y sólo aquí, sin correlato radiado- cinco reseñas, una por semana, centradas en novelas policiacas o detectivescas o “negras” o de intriga (elegid vosotros la nomenclatura que os resulte más idónea), cuya -quizá- mayor “ligereza” (pero esta afirmación es muy discutible) las hace más propicias para estos tiempos relajados de ocio y descanso.
 
Pese a inscribirse de modo patente en el género negro, las novelas de Charlotte Carter no me han interesado demasiado desde ese punto de vista. Las historias son pobres y algo tópicas, las tramas endebles, la complejidad de los argumentos brilla por su ausencia, muchas de las peripecias resultan de difícil explicación causal y la solución de los casos aparece dejada, en más de una ocasión, a la concurrencia de circunstancias demasiado azarosas e insuficientemente justificadas. Puede aplicarse a los libros, a mi juicio, lo que su protagonista (de la que ahora mismo hablaré pues, ella sí, constituye el principal foco de atracción de la serie) señala de uno de los casos que investiga: La historia reunía todos los elementos de una película de bajo presupuesto realizada por un grupo de estudiantes en homenaje a Godard.
 
Pero si la base argumental de las novelas resulta prescindible (de hecho, yo mismo, ahora, varios meses después de leídos los libros, apenas las recuerdo) otra cosa ocurre con su personaje central, la muy atractiva Nanette Hayes. Dejemos que ella misma se presente:
Cualquier negro te lo dirá si se lo preguntas: las mujeres no tocan el saxo.
Yo soy la excepción.
En fin, decir que toco el saxo es un poco exagerado. Más bien improviso como puedo. Me defiendo bastante bien con temas como “Stars fell on Alabama” y “Night and day” pese a no tener estudios formales de saxofón. Gracias a que en mis tiempos estudié piano, aunque sin gran aprovechamiento, leo de corrido casi todas las partituras de Bach o de Bud Powell. Y es que tengo el don natural de la musicalidad; no digo que tenga talento, eso no, sencillamente soy musical. En cierto momento -tendría tres o cuatro años- mi padre pensó que quizá fuera una auténtica heredera del largo linaje de genios negros de la música.
Pero no muchos de nosotros tocamos el tenor delante de la Oficina de Apuestas Independiente de Lexington Avenue con un baqueteado sombrero colocado boca arriba en la acera. No, en eso creo que tengo la exclusiva.
Un momento. Antes de nada, tengo que explicar algunas cosas.
No soy una pordiosera sin techo. Toco música en las calles de Nueva York, pero no duermo en ellas. Mido uno setenta y ocho, cumplí veintiocho años en enero y soy más o menos como Grace Jones en cuanto al tono de piel y al tipo físico (ella tiene mejor cintura, pero yo le gano en delantera): quedé segunda en un concurso estatal de deletreo a los doce años, me licencié en francés, con estudios complementarios de música en la Universidad de Wellesley (becada de principio a fin) y vivo en un piso normalucho de renta bastante baja en un extremo de Gramercy Parle, en la Primera Avenida, justo donde el barrio se hunde en un valle rebosante de metadona plagado de centros de desintoxicación, hospitales y escuelas privadas para aprender chorradas a montones.
 
Nanette, música de itinerante en las calles de Manhattan (aunque miente a su madre sobre su auténtica profesión diciéndole que es docente en la Universidad), sin vinculación alguna pues, con el mundo del crimen, se ve envuelta, en su primera aventura, en un asunto turbio que la llevará a adentrarse en los territorios oscuros del asesinato y las drogas, de las mafias y las estafas, de los bajos fondos en general. Convertida en detective más o menos aficionada, su implicación en las tramas (que van avanzando sin demasiado interés, como he dicho) nos permite ir descubriendo su cultura y sus muy inteligentes reflexiones a través de las cuales se dibuja su fascinante personalidad: Fui una niña inteligente. Tan inteligente como para salir en los periódicos. Fui una de esas repelentes niñas prodigio que sirven para llenar el espacio sobrante en periódicos como el Daily News. A la edad de siete años hacía complicadas sumas a la velocidad con que se enciende una cerilla. Me llevaba una sota tarde aprender a chapurrear otro idioma. Tocaba “Misty” sincronizando el ritmo con el de Erroll Garner. Sólo había un problema: mi única ilusión era bailar. Y era una bailarina deplorable. Y lo sigo siendo. Hasta el día de hoy. Aubrey era... en fin, inteligente no era. Con desenfadada crueldad, los demás niños la llamaban lerda. Es curioso que haya llegado a ser una persona tan entera. Yo, por mi parte, me hago añicos al menos una vez al día. ¿De qué me ha valido todo el numerito de ser una niña prodigio? Lo que a Aubrey se le daba de miedo era bailar. Había que ver cómo bailaba. Y nos propusimos que me enseñase a moverme. El objetivo era que me convirtiera en una arrebatadora e irresistible vedette del Folies Bergére, un clon de Jo Baker, con plumas en la cabeza y todo. Terminamos por darlo por imposible. Soy incapaz de moverme. Y la ocasión en que estuve más cerca de arrebatar a los franceses fue cuando me subí en la silla de un café de la rué de Savoie y recité a Rimbaud de memoria. Tenía una cogorza tremenda y me dio por demostrar mis habilidades ante aquel intelectual de Toulouse harto de coca que me acompañaba; sus planteamientos vitales: Estaba segura, no obstante, de que no sería gran cosa como madre. Siempre me había considerado afortunada por tener una madre tan distinta de mí. Soy egocéntrica, mercuriana, emocionalmente inestable, con una paciencia que ni merece ese nombre, bastante solitaria, dada a zarpar hacia puertos desconocidos con cinco minutos de preaviso, como mucho, y la verdad es que no aguanto a las personas con las que no puedo razonar. En resumen, una pesadilla para cualquier niño. La pobre criatura batiría el récord de horas pasadas en el diván del psicólogo del colegio antes de cumplir los siete años, y todo por mi culpa. Si mi supuesto compañero se empeñara en tener hijos, al menos le prevendría de lo que le esperaba; su libertad sexual: Tenía dos amantes. Hacen falta más de dos hombres para convertirte en un putón. Pero, así y todo, dos son más que uno; su integridad moral: No padezco la ilusión de ser la reina del buen criterio, pero tampoco me gustan los hombres malos, los cabritos desalmados. Los tíos que me gustan pueden ser unos pelmazos, o unos pardillos, o tener una vena oculta de rateros, o pasarse con la bebida, o ponerse a sí mismos por las nubes cuando les conviene, pero en el noventa por ciento de los casos son buena gente; su lucha con una conciencia muy exigente a la que llama Ernestina: Mi lado hipócrita que me aconseja tú-a-tu-rollo-liberado-pero-luego-reza-para-no-consumirte-en-el-infierno merece un nombre así de cursi. No es fácil ser una libertina cuando cuatrocientos años de historia te han preparado para ocupar tu puesto en el banco de la iglesia; su humor ácido: En octubre tuve tres o cuatro amantes. Vaya, otra vez se me ha escapado un eufemismo. Cuatro hombres en un mes a los que no vuelves a ver el pelo… más que amantes son trucos de magia; su lucidez: Por muy buenas que sean mis intenciones cuando emprendo cualquier cosa, siempre hay alguien que termina machacado por una caja fuerte que le cae en la cabeza. Soy la mayor experta del mundo en convertir en mierda el azúcar. Casi se podría decir que es un talento esta maldición mía; su escepticismo radical en relación a sí misma: Sabía que mi manera de vivir se basaba en un fraude. No sólo porque vivía en el mundo de la fantasía, no sólo porque me hacía pasar por lo que no era… por algo mucho peor. Lo peor era no vivir el aquí y ahora. Es una actitud cobarde, hipócrita, arrogante y errónea; su sofisticación y su interés por la moda: Fui al mercado de las flores, a un pequeño puesto a la vuelta de la esquina del edificio donde Walter había asesinado a Inge. Compré dos docenas de rosas amarillas al precio de venta al por mayor. La dama de las flores, toda de negro. Ésa era yo. Llevaba puesto el vestido de Norma Kamali con el que fui al entierro de mi abuela y la carísima chaqueta de cuero que Aubrey me había regalado cuando se forró con una de sus misteriosas inversiones. Completaba el conjunto un sombrerito acampanado de fieltro que me había comprado hacía un par de días. Si parecía la viuda de un gángster que además era modelo de alta costura, mejor que mejor. Me había puesto en ambas muñecas las pulseras de cuero barato que fueran de Charlie Conlin; su devoción por Francia: Francia no era mi país. Y, sin embargo, siempre huía hacia allí. Era el lugar donde me sentía más a salvo, más viva, mejor comprendida, más integrada. El francés no era mi lengua natal. Y, sin embargo, si me dejaran organizar las cosas a mi manera, el francés sería asignatura obligatoria a partir de los seis años. Trataba de escribir en esa lengua. Me encantaba el sabor de boca que me dejaba. Con sólo oírla en la radio, me excitaba. Pero todo aquello eran tonterías románticas. No soy francesa. Y no hay poder terrenal capaz de alterar ese hecho. Soy tan negra y norteamericana como Charlie Parker; y, sobre todo, su pasión entusiasmada por la música: Vivía demasiado volcada en el pasado. Ése era mi problema. En el fondo, para eso me servía la música. Además de ser mi descabellado medio de vida, y lo que más respetaba y amaba, era una vía de escape de este mundo tal y como es.
 
Esta entrega a la música de nuestra atractiva protagonista tiene muchas manifestaciones en las tres novelas de la serie, y constituye uno de los elementos más relevantes a la hora de disfrutar de su lectura. Por de pronto, cada uno de los capítulos de los tres libros lleva como título el de alguna conocida pieza de jazz o blues. En el primero, se trata de temas del pianista y compositor Thelonius Monk, al que Nanette idolatra: Volví a casa, preparé la comida, hice un café e incluso escuché todos los recados del contestador antes de caer en la cuenta del día que era. Me precipité a encender la radio y sintonicé la KCR. Me había olvidado por completo del cumpleaños de Theloníous Monk. El 10 de octubre suelo celebrar por todo lo alto el nacimiento de Monk, poco me falta para hacer una tarta de tres pisos. Esta vez ni me había acordado. Maldita sea. En la WKCR organizan todos los años un maratón de veinticuatro horas durante el que sólo ponen música de Monk. Y ése es el motivo básico, junto con el homenaje a Lady Day del 7 de abril, del donativo anual de veinte dólares que llevo enviando a la emisora desde que tuve edad para votar. En la segunda y tercera novelas, las canciones pertenecen a la inmensa obra de Chet Baker, John Coltrane, Duke Ellington, Billie Holiday y otros grandes clásicos del jazz. Pero es que, además, sea porque la aficionada detective toca el saxofón, y la autora nos da cuenta de algunas de las piezas que ejecuta, sea porque Nanette escucha música constantemente a lo largo de sus peripecias investigadoras, y su creadora no nos ahorra datos sobre sus títulos e intérpretes, el hecho es que yo he rastreado cerca de cien referencias a canciones y piezas musicales en el conjunto de la serie, lo cual, si sois amantes del jazz y tenéis la paciencia suficiente como para ambientar la lectura en vuestras casas con la música mencionada, os proporcionará una experiencia de “inmersión” en el universo de la guapa Nanette, francamente sugestiva y placentera. Os recomiendo, en este sentido -y siento que deba incurrir en una escandalosa autopromoción citándome-, las dos emisiones que en mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, he dedicado a algunos textos y temas musicales entresacados de las novelas. Podéis escucharlos en buscandoleonesenlasnubes.blospot.com, un blog en el que ya he adelantado algunas de estas opiniones que ahora desarrollo aquí.
 
En fin, son muchas las razones, pues, más allá del interés intrínseco de las tramas detectivescas, algo endebles, como he señalado, para adentraros en el peculiar territorio literario de Charlotte Carter y su fascinante creación, Nanette Hayes. Para cerrar la reseña de hoy, y como no puede ser menos, una de las piezas mencionadas en los libros, Lush life, con John Coltrane al saxo y la impresionante voz de Johnny Hartman. Hasta la semana que viene.
 
 
Y ahí estaba, aquella tarde de septiembre, tratando de insuflar vida en mi no muy extenso repertorio de temas fijos. Mood índigo no suscitó ningún respeto. Ni siquiera mi sobria miscelánea de grandes favoritos de Monk, que interpretaba burlándome de mis limitaciones, logró deslumbrar a los ignorantes transeúntes. A la desesperada, empecé a tocar America the Beautiful copiando descaradamente a Jimi Hendrix.
No había nada que hacer. Las calles estaban abarrotadas de patriotas sin sentido del humor.
A las cuatro de la tarde tenía unos veintiún dólares en el sombrero.
Hacia las cuatro y media empecé a maldecir con toda mi alma a Walt.
En esta ciudad, la gente se toma muy en serio la hora de recogerse. La calle quedó desierta a las seis. Me di por vencida; no era ya momento de soñar con un monte Everest de dólares en mi sombrero. Bajo la luz mortecina del atardecer, me agaché a recoger la patética colecta del día.
-Tu música no vale una mierda.
Me apresuré a levantar la mirada para ver quién había hablado. Y vi a un chico blanco y larguirucho, recostado contra un parquímetro, riéndose entre dientes. Me fijé en su melena corta de color de arena, la chaqueta de ante marrón con flecos y las sucias zapatillas de deporte Converse. Representaba unos veintitrés o veinticuatro años. Debía de medir alrededor de un metro setenta.
Me puse muy tiesa.
-¿Qué has dicho, imbécil?
Siguió riéndose de mí, imperturbable.
-He dicho que tocas fatal. ¿Y dónde te has comprado ese saxo...? ¿En L. L. Bean?
Llevaba un montón de pulseras baratas de cuero en ambas muñecas y empezó a ajustárselas con mucha parsimonia.
Hasta ese momento no había visto su vetusta funda de saxofón. Maldita sea... resulta que era músico. Así que mi humillación iba a ser absoluta. En lugar de contestarle, empecé a guardarme las monedas en el bolsillo.
-En este barrio nunca sacarás pasta, ¿sabes? -dijo-, aun cuando aprendieras a tocar. Está demasiado al este -explicó con suficiencia-.
Tendrías que ir a la Quinta Avenida. La Sexta y la Séptima tampoco están mal... junto a Carnegie Hall.
Haciendo como si no le oyera, eché a andar hacia el centro, en dirección a casa.
-¡Espera un momento! -exclamó de pronto-. Oye, ¿adónde vas? Espera un momento.
Miré hacia atrás por encima del hombro. Su voz y su actitud de terrier cargante se habían convertido de pronto en las de un gran danés con mal de amores.
-Sólo un minuto, por favor. Tengo que decirte una cosa.
-¿Qué?
Hizo una pausa para sacar un cigarrillo del paquete de Marlboro Light que llevaba en el cinturón de sus vaqueros negros.
-Yo también toco... en la calle... como tú. Bueno, no exactamente como tú. Yo toco bien. Pero necesito decirte que... estoy locamente enamorado de ti. ¿Me entiendes? Me he enamorado. Hasta los huesos. Lo digo en serio. Si no me dejas que te acompañe a casa me tiraré delante del puñetero autobús.
-¿Es una promesa? -le pregunté, y seguí mi camino.
No me habría alejado ni diez pasos cuando oí el alarido de una mujer. Giré en redondo.
Se había lanzado a la calzada, al centro del carril del autobús de Lexington Avenue. El autobús lo esquivó y sólo le golpeó el brazo, pero con bastante fuerza para despedirlo por el aire hasta la acera, donde quedó tendido, a medio metro de mí, abrazado a su saxo.
Estremecida, me arrodillé junto a él y le levanté la cabeza unos centímetros del suelo.
-Hola -dijo sonriente-. He estado todo el día mirándote. Me llamo Sig. Y no tienes por qué preocuparte. -
Así que soy yo la que no tiene por qué preocuparse.
-Eso es. Mi chica me ha echado a la calle porque he hecho voto de celibato. Mi amor por ti es puro. Es tu espíritu el que me atrae -me dedicó una falsa sonrisa angelical.
-¿Y el resto de la historia? -pregunté con fatiga.
-Necesito un sitio donde quedarme, sólo esta noche. Estoy molido. Y no me vendría mal comer algo. Pareces amable. Confiaba en que te apiadaras de un colega músico.
Me quedé mirando un rato largo sus ojos verdes y resplandecientes como diamantes. Luego dejé su cabeza reposando en la acera. Me pregunté: Nan, ¿cuál sería la decisión más estúpida que podría adoptarse en esta situación? Así quedó claro lo que iba a hacer.

miércoles, 26 de junio de 2013

FRANÇOIS BÉGAUDEAU. LA CLASE

Hola, buenos días, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Y digo literarias e inmediatamente reflexiono y me cuestiono el término, porque no todos los libros que os aconsejo en el programa tienen esa consideración de literatura. Por ejemplo, el libro que hoy os traigo es una obra muy interesante, digna, desde luego, de lectura, pero no es estrictamente un texto literario. Es cierto que si quisiéramos seguir por el camino de estas distinciones algo puntillosas debiéramos ponernos de acuerdo previamente acerca de qué entendemos por literatura y de por qué unas obras pueden ser incluidas en su dominio y otras no; aunque aceptando la definición que sobre el término proporciona el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, arte que emplea como modo de expresión una lengua, es claro que la noción está marcada por un factor subjetivo que nos lleva a valorar en qué medida una producción escrita, por decirlo con una expresión aséptica, alcanza la categoría artística. En fin, más allá de disquisiciones terminológicas que nada aportan a lo esencial, esto es, al disfrute, a las enseñanzas, al entretenimiento, al saber, al conocimiento, al placer que nos puede proporcionar un libro, al margen de su catalogación en los muchas veces arbitrarios criterios académicos, lo cierto es que el libro que hoy quiero presentaros es una obra magnífica que os recomiendo vivamente. Se trata de La clase, como libremente se ha traducido en español el Entre paredes o Entre muros del francés François Bégaudeau. El libro, que ha dado origen a una película con el mismo título dirigida por Laurent Cantet, que obtuvo la Palma de oro en Cannes hace unos años, ha sido publicado por El Aleph Editores en traducción de Julieta Carmona Lombardo. Dejadme que me detenga un minuto, antes de haceros la reseña, también breve, del libro, en su pésima traducción. Es inexplicable que una editorial de prestigio, como es El Aleph, permita que vea la luz un texto con errores garrafales, debidos sin duda, aunque no conozco el original francés, a la impericia, aún más a la ignorancia de la traductora. Así por ejemplo, en la página 194, y en una mención a los distritos parisinos, se enumeran: primero, segundo, tercero, cuarto, décimo, ¡¡¡¡onceavo!!! y ¡¡¡doceavo!!!, en vez de undécimo y decimosegundo (aunque tampoco hay que extrañarse demasiado: hace unos días "nuestro" Ministro de Asuntos Exteriores incurría en idéntico desliz en un conocido programa de televisión). O en la página 212, la expresión latina motu proprio se hace aparecer con un incorrectísimo ‘de motu propio’. Son fallos que al margen de su trascendencia "absoluta" -podríamos decir-, fallos que no deben aparecer en ningún libro, son, además especialmente significativos cuando el narrador es, ni más ni menos, un profesor de lengua que pretende a lo largo del libro, introducir a sus alumnos en el redil de la pulcritud ortográfica, de la riqueza léxica, del rigor semántico, de la corrección en el lenguaje.
 
Meter en el redil, he dicho. Sí, porque eso es, en esencia, La clase, un libro sobre la institución escolar, sobre los problemas que la acucian y las dificultades que la asaltan en este complejo comienzo de siglo, sobre los esfuerzos de los profesores, de un profesor de lengua en concreto, para facilitar la incorporación de los jóvenes a la vida adulta, para dotarles de medios que les permitan lograr con éxito su integración social, para transmitir su propio saber y aumentar el de sus alumnos en un instituto francés medio, un instituto que ejemplifica y que opera en el texto como muestra representativa de todos los institutos, que aparece como un microcosmos en el que vemos descrita la situación actual de la enseñanza en los países desarrollados y, por extensión, la complejidad de la vida en esas sociedades en este mundo globalizado de nuestros días. La temática escolar de La clase hace, pues, especialmente significativa su emisión en nuestro espacio un día como hoy en el que damos por cerrado el curso radiofónico al finalizar el académico; aunque a lo largo del mes de julio os ofreceré, pero ya sólo en el blog del programa, algunas otras recomendaciones de lectura.
 
A lo largo de todo un curso, y con rigor, distanciamiento y asepsia casi documentales, el profesor protagonista, el propio autor del libro, que es claramente autobiográfico, cuenta la cotidianidad de las clases en un instituto no especialmente conflictivo, a mi juicio, pero sometido a todos los problemas que rodean a la enseñanza en la sociedad del bienestar: la inmigración, con su corolario natural: la profusión de razas, credos, costumbres y culturas en unas aulas caracterizadas por la muy alta heterogeneidad del alumnado; los entornos familiares y sociales poco proclives al estudio y a veces desestructurados; el descrédito de la disciplina y el esfuerzo entre unos adolescentes consumistas, con su ropa de marca, sus camisetas con emblemas a la moda, sus zapatillas de deporte a la última, sus mp3, sus ipods, sus consolas; la abrumadora carencia de medios económicos por parte de la organización escolar, que aparece siempre como gris, burocratizada, depauperada, con la fotocopiadora permanentemente estropeada como ejemplo destacado; la baja motivación de los profesores, su sueldo escaso, la mezquindad de sus miras personales y profesionales, discutiendo la rebaja de unos céntimos en el café, la mediocridad de sus conversaciones, sus rutinas, su desánimo, en algunos casos su desesperación, siempre su falta de estímulo, su fatal aceptación de lo irremediable del estado de cosas vigente.
 
No dispongo ya de tiempo para extenderme en mis comentarios sobre La clase. Leedlo, ved la película, y tendréis a través de ambos medios una excelente fuente de ideas, de reflexiones sobre una institución, la escolar, de tanta trascendencia en nuestras vidas y en las de las jóvenes generaciones en las que se sostendrá, en el futuro, el desarrollo de nuestro país. Os dejo con un fragmento del libro que no siendo extraordinariamente representativo, porque no da la voz a los alumnos ni al profesor, los cuales ocupan la mayor parte del texto, sí concentra, en cambio, de un modo discursivo, algunas de las cuestiones esenciales que afectan a la enseñanza en nuestros días y que, por ello, sobrevuelan de modo implícito todo este La clase, escrito por François Bégaudeau y publicado por El Aleph.
 
I don’t like mondays, el clásico de los Boomtown rats de Bob Geldof, ilustra convenientemente la temática del libro de hoy, con el hastío de la escuela en el primer plano de una canción tristísima...
 
 
¿Cuáles son los valores de la escuela republicana y cómo se puede fomentar su reconocimiento por parte de la sociedad? ¿Cuáles deberían ser las funciones de la escuela, en el contexto europeo de hoy en día, de cara a las próximas décadas? ¿Hacia qué tipo de igualdad debería orientarse la escuela? ¿Es preciso repartir de otro modo la educación entre la juventud y la edad adulta y que el mundo laboral esté más implicado? ¿Qué base común de conocimientos, competencias y normas de comportamiento deberían dominar prioritariamente los alumnos al terminar cada etapa de la escolaridad obligatoria? ¿Cómo debe adaptarse la escuela a la diversidad del alumnado? ¿Cómo podría mejorarse el reconocimiento y la organización de la vía profesional? ¿Cómo se puede motivar a los alumnos y hacer que trabajen eficazmente? ¿Cuáles deberían ser las funciones y modalidades de la evaluación de los alumnos, de la notación y de los exámenes? ¿Cómo se puede organizar y mejorar la orientación de los alumnos? ¿Cómo se prepara y se organiza la entrada en el ciclo superior? ¿Cómo pueden favorecer los padres y las figuras externas a la escuela el buen rendimiento escolar de los alumnos? ¿Cómo hacerse cargo de los alumnos que tienen grandes dificultades? ¿Cómo se escolarizan los alumnos minusválidos o con enfermedades graves? ¿Cómo se puede luchar eficazmente contra la violencia y la falta de civismo? ¿Cómo y de qué tipo deberían ser las relaciones entre los miembros de la comunidad educativa, concretamente entre padres y profesores, y entre profesores y alumnos? ¿Cómo podría mejorarse la calidad de vida de los alumnos en la escuela? ¿Cómo deberían, en materia de educación, definirse y repartirse las funciones respectivas del Estado y de las colectividades territoriales? ¿Sería conveniente otorgar más autonomía a los establecimientos y acompañarla de una evaluación? ¿Cómo podría la escuela sacarle el mayor provecho a los medios de que dispone? ¿Es preciso redefinir las profesiones de la escuela? ¿Cómo se debería formar, contratar, evaluar y organizar mejor la carrera del profesorado?

miércoles, 19 de junio de 2013

JONATHAN COE. LA LLUVIA ANTES DE CAER

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una espero que interesante recomendación de lectura. Esta mañana os traigo una excepcional novela, muy intimista y melancólica, que rompe por ello con la trayectoria de su autor, el británico Jonathan Coe, que se ha desenvuelto hasta ahora en unos registros más bien alegres, joviales y humorísticos. La novela, la penúltima de su autor publicada en España por Anagrama, se titula La lluvia antes de caer. La traducción corresponde a un asiduo de la editorial, Jaime Zulaika.

El libro se abre con la triste noticia que recibe en su casa una mujer madura, Gill, casada y con dos hijas. Una llamada telefónica comunica a Gill que su tía Rosamond, hermana de su madre, acaba de morir a los setenta y tres años. Gill se desplaza hasta Oxfordhire, en donde vivía la tía fallecida, para asistir al funeral. Una conversación con la doctora May, que atendía a la tía Rosamond, y una breve estancia en la ahora deshabitada casa de ésta, llevan a Gill a pensar que la mujer, gravemente enferma, ha puesto fin a sus días voluntariamente. En su vivienda, la sobrina encuentra algunas cintas magnetofónicas y una nota póstuma de la muerta: las cintas están destinadas a una casi desconocida, Imogen, una pariente lejana de la que Gill guarda un vago recuerdo, pues más de veinte años atrás, cuando Imogen contaba sólo siete, coincidió con ella en la fiesta del quincuagésimo aniversario de su tía. Desde entonces, la niña, una encantadora niña ciega, había desaparecido de la vida de la familia y sólo ahora, en el legado postrero de tía Rosamond, vuelve a aparecer. Además, el testamento de ésta señala que dos tercios de sus bienes serán para sus dos sobrinos, la propia Gill y su hermano David, y el último tercio para la misteriosa Imogen. El mensaje de su tía encomienda a Gill, además, la búsqueda de la niña hace tanto tiempo desaparecida -que ya no es tan niña, pues han pasado veintitrés años- y la entrega a ésta de las cintas. Gill sólo podrá escucharlas si no encuentra a la joven. Ayudada por sus dos hijas, que aportan sus conocimientos de las modernas herramientas informáticas, Gill intenta dar con el paradero de Imogen, pero su pesquisa resulta infructuosa. Se decide, pues, a escuchar las grabaciones, cuatro cintas de noventa minutos cada una, arropada, para tan trascendente acto, por la cariñosa curiosidad de sus hijas.

El núcleo central de la novela, doscientas páginas de sus doscientas cincuenta totales, lo constituye la transcripción de esas cintas. En ellas, la tía Rosamond describe y comenta una veintena de fotografías, escogidas de entre las más significativas de su propia vida, para que Imogen, que os recuerdo, es ciega y no podrá verlas, pueda conocer los momentos determinantes de la existencia de Rosamond, una existencia que está también profundamente imbricada en la suya propia. Y así, capítulo a capítulo, fotografía a fotografía (hay también alguna postal), Rosamond va dejándose llevar por sus recuerdos, por sus evocaciones, por sus emociones revividas, por su memoria fragmentaria pero a la vez muy precisa y minuciosa, y va casi sin quererlo -y aquí es donde entra la maestría del autor, de Jonathan Coe- desgranando no sólo la historia de una vida, la suya, sino la de distintas mujeres de la familia a lo largo de varias generaciones. Desde la primera foto, de 1938 ó 1939, hasta la última, en los años ochenta del pasado siglo, se desarrolla una existencia singular, la de la tía Rosamond, pero en realidad, la novela da cuenta de toda una saga familiar en la que no faltan afectos, pasiones, frustraciones, tragedias, emociones, dolor, intensidad, debilidades, abandonos. Una saga familiar muy inteligente y sugestivamente narrada, con una escritura que nos aboca a una lectura arrebatadora, apasionante y que nos adentra en las interioridades de unos seres humanos muy poderosamente descritos, unos personajes con carne, con vida, la antítesis de tanto espantapájaros sin profundidad que hoy, por desgracia, puebla infinidad de novelitas sin enjundia. Leyendo La lluvia antes de caer, aprendemos mucho de la naturaleza humana, de la sensibilidad femenina, de las genuinas emociones de las personas, pero conocemos, además, no de modo principal pero sí con bastante detalle, toda una época, la guerra mundial en Inglaterra, la evolución de las costumbres en nuestras sociedades, en fin, el mundo en estos últimos setenta años.

No dejéis de leer La lluvia antes de caer, escrito por Jonathan Coe y publicado por la editorial Anagrama, del que ahora os dejo un fragmento en el que se contiene la esencia de su título. No dejéis de leerlo porque se trata de un libro formidable que os reportará momentos de intensidad y placer extraordinarios.
Aprovechando la excusa de la lluvia, un canción que la tiene como protagonista, real y metafórica. Here comes the rain again, el clásico de Eurythmics.


Me uní a ellas, pero Rebecca no se volvió cuando oyó pasos en el guijarral. Hizo visera con las manos, miró hacia las montañas y dijo: Mira qué nubes. Va a haber tormenta si vienen hacia aquí. Thea escuchó el comentario (siempre se daba cuenta en seguida de los cambios de humor, y a mí nunca dejaba de sorprenderme lo sensible que era, lo pendiente que estaba de los sentimientos de los adultos), y eso la llevó a preguntar: ¿Por eso estás triste? ¿Triste?, dijo Rebecca volviéndose. ¿Yo? No. No me importa que llueva en verano. Hasta me gusta. Es mi lluvia favorita. ¿Tu lluvia favorita?, dijo Thea. Recuerdo que frunció el ceño sopesando aquellas palabras, y luego exclamó: Pues la mía es la lluvia antes de caer. Rebecca se sonrió al oír aquello, pero yo dije (en plan pedante, supongo): Pero, cielo, antes de caer, en realidad no es lluvia. Y Thea me dijo: ¿Y entonces qué es? Y yo le expliqué: Pues es sólo humedad, humedad en las nubes. Thea bajó la vista y se concentró una vez más en escoger los guijarros de la playa; cogió dos y se puso a golpearlos uno contra otro. Parecía que el ruido y la sensación le gustaban. Yo seguí: ¿Entiendes entonces que no existe la lluvia antes de caer? Tiene que caer para que sea lluvia. Era una tontería explicarle aquello a una niña pequeña; casi me arrepentía de haber empezado. Pero, por lo visto, Thea no tenía ningún problema en captar la idea; más bien al revés, porque al poco rato se quedó mirándome y meneó la cabeza con gesto de pena, como si discutir aquellas cosas con una idiota estuviera poniendo a prueba su paciencia. Ya sé que no existe, dijo, por eso es mi favorita. Porque no hace falta que algo sea de verdad para hacerte feliz, ¿no? Luego echó a correr hacia el agua sonriendo abiertamente, encantada de haberse salido con la suya gracias a su propia lógica.


miércoles, 12 de junio de 2013

ORHAN PAMUK. ME LLAMO ROJO

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, la cita habitual con la lectura que todas las semanas os ofrecemos aquí, en Radio Universidad de Salamanca. Esta mañana os traigo una novela de un autor que, pese a su extraordinario interés, su enorme prestigio y su muy reconocido nombre, no en vano ha sido un reciente premio Nobel, nunca había aparecido entre nuestras sugerencias, aunque sí en mi otro programa en esta emisora, Buscando leones en las nubes, en el que dedicamos una edición a El Museo de la inocencia, otra obra mayor -junto a la que ahora os presento- de nuestro escritor invitado. Quiero paliar hoy esta carencia hablándoos de la que, quizá, sea su mejor novela y, en cualquier caso, la que, sin duda, es la más traducida y difundida. Se trata de Me llamo Rojo, su autor es el turco Orhan Pamuk y fue publicada por primera vez en nuestro país en el año 2003 por la editorial Alfaguara en traducción de Rafael Carpintero.
 
La editorial presenta el libro bajo la rúbrica de “novela total”. La calificación, que podría parecer excesiva proviniendo de la propia editora, se ajusta, sin embargo, a lo que es realmente Me llamo Rojo. Porque estamos, en efecto, ante lo que en primer lugar puede aparecer como una novela histórica que nos traslada al Estambul del siglo XVI, pero que es, además, una historia de amor, llena de sucesos deliciosos, rezumando pasión, ternura y sensibilidad, también dobles intenciones, celadas y ocultamientos; es también una intriga detectivesca, con un asesinato que se revela en las primeras páginas y para el que hay varios sospechosos y una investigación y móviles y pistas y testigos como en cualquier novela negra al uso; es, a la vez, una novela de aventuras, con peripecias sin cuento y leyendas y mitos y relatos intercalados; admite igualmente una lectura filosófica sobre las diferencias en el modo de sentir, de entender el mundo, de concebir la existencia entre Oriente y Occidente; es, sin duda, una magnífica descripción del mundo islámico, no ya el de la época histórica recreada en la novela, que se describe con minuciosidad y precisión, sino, por extensión, del actual, con las tensiones internas, las contradicciones, las expectativas y las amenazas que las modernas sociedades de raíz musulmana albergan en su seno; es también un interesante y documentado estudio sobre el arte, en particular las formas de representación pictóricas, que puede ser extrapolado al ámbito de la literatura, por lo que cabe su lectura, además, como una novela “metaliteraria”; puede ser entendida, igualmente, en clave política pues contiene profundas y enjundiosas reflexiones sobre el ejercicio de las libertades individuales en sociedades cerradas, sobre las relaciones del artista o del simple ciudadano con el poder, sobre la tolerancia y los fanatismos, sobre las sociedades laicas y las religiones totalitarias, en una metáfora evidente del dilema que asalta hoy día a la sociedad turca, debatiéndose entre una Europa moderna y secularizada y la regresión que representa un Islam tantas veces fanático y anacrónico, en un conflicto que aquí tan bien conocemos.
 
Transcurre el siglo XVI. El Sultán turco, fascinado por los motivos, por los estilos, por los modos de la pintura de los ‘francos’, de los cristianos occidentales, por su modo de reflejar la realidad, por la fidelidad de sus retratos, por las insólitas combinaciones de la perspectiva, y movido también por el ansia de inmortalidad que es, al parecer, inseparable atributo del poder, de todos los poderes, decide pasar a la Historia -e impresionar a sus enemigos cristianos- en un libro, un singular libro bellamente ilustrado, que narre sus hazañas, los logros de su sultanato, los prodigios alcanzados por el imperio otomano bajo su mando y que -el orgullo del poderoso- incluya una representación de su figura, una imagen de su persona. Encarga el proyecto al reputado ‘taller’ del Maestro Osmán, en el que trabajan los cuatro mejores ilustradores de la época: los maestros Aceituna, Cigüeña, Mariposa y Donoso, en las denominaciones que les atribuye su maestro. Pero el proyecto del Sultán no está exento de problemas: la representación figurativa contraviene el espíritu, y hasta la letra, del Corán, que prohíbe la presencia en los libros de la imagen humana por considerarla un desafío al poder divino, una intolerable arrogancia del hombre que se atribuye poderes alejados de su mísera condición terrenal, un soberbio reto de las criaturas contra su creador que conduce a la adoración de ídolos, un peligroso primer paso de un proceso que, de tolerarse, llevaría a subvertir todos los valores que el Islam inspira, a hacer peligrar los fundamentos del estilo de vida musulmán. El libro, pues, debe hacerse en secreto. Un buen día, y aquí se pone en marcha la novela, el Maestro Donoso aparece brutalmente asesinado, y su muerte parece tener que ver con el libro y sus ilustraciones. A partir de este hecho inaugural, se suceden los diversos capítulos, narrados por distintos personajes, fundamentalmente dos, Negro y Seküre, protagonistas de los desconcertantes vaivenes de la historia de amor a la que aludí anteriormente, pero también podemos oír la voz del Maestro Osmán, de los cuatro ilustradores, y de otros muchos personajes, la correveidile judía Ester, el también maestro Tío, anciano ilustrador, tío efectivamente de Negro y padre de Seküre, e incluso hablan en primera persona los motivos pictóricos de las ilustraciones del libro: el árbol, el perro, dos derviches, y hasta el rojo de la sangre y de la pintura.
 
El resultado de todo de ello, de la multiplicidad de perspectivas, de la variedad de planos, de la diversidad de voces, de la pluralidad de enfoques, es un fascinante mosaico, un desbordante rompecabezas que, desde la primera línea, nos atrapa y seduce, nos divierte y entretiene, nos interroga, nos cuestiona y nos hace pensar, nos subyuga y entusiasma.
 
Hacedme caso, leed este Me llamo Rojo, de Orhan Pamuk, publicado por la editorial Alfaguara, y no sólo lo disfrutaréis, sino como tantas otras veces con las lecturas que nos apasionan, querréis acercaros -y no deberíais dejar de hacerlo- al resto de la obra del autor.
 
Música turca, cómo no, para completar esta reseña. Arto Tunçboyaciyan, uno de los grandes nombres de la música de aquel país, interpreta la envolvente Zetuni Zar.
 
 
Entré como un sonámbulo en Estambul, la ciudad en la que había nacido y crecido, tras doce años de ausencia. Dicen de los agonizantes que les llama la tierra, a mí me llamaba la muerte. Al principio creí que en la ciudad sólo había muerte, luego me encontré con el amor. Pero por aquel entonces, mientras entraba en la ciudad, el amor era algo tan olvidado y lejano como mis recuerdos de ella. Doce años atrás, en Estambul, me había enamorado de mi prima, aún una niña.
 
Apenas cuatro años después de abandonar Estambul, mientras erraba por las infinitas estepas del país de los persas, por sus montañas nevadas y sus tristes ciudades llevando cartas y recaudando impuestos, me di cuenta de que iba olvidando lentamente el rostro de la amada niña que se había quedado atrás. Inquieto, me esforcé por recordarlo pero comprendí que el ser humano acaba por olvidar una cara que nunca ve por muy querida que le sea. En el sexto año de los que pasé en el este viajando o ejerciendo de secretario al servicio de los bajás, ya sabía que la cara que me representaba en mi imaginación no era la de mi amada en Estambul. Sé que en el octavo año volví a olvidar el rostro que había recordado de manera errónea en el sexto y que volví a recordarlo como algo por completo distinto. Así pues, cuando regresé a mi ciudad doce años después, ya con treinta y cinco cumplidos, era amargamente consciente de que hacía mucho que había olvidado la cara de mi amada.


miércoles, 5 de junio de 2013

PHILIPPE CLAUDEL. EL INFORME DE BRODECK

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca en el que, semanalmente, os damos cuenta de una referencia literaria, una novela, un poemario, un libro de cuentos, un ensayo, con la intención de induciros, de sugeriros, de invitaros a su lectura. Se trata, como ya sabéis si nos seguís habitualmente, de transmitiros, sin ninguna pretensión crítica o académica, la fascinación, el encanto, la pasión que los libros me provocan, en la creencia, que quizá pueda resultar inmodesta, de que lo que a mí me entusiasma puede interesaros también a vosotros. Hoy os traigo una novela, una magnífica novela, la última publicada en España de su autor, el francés Philippe Claudel. El libro lleva el título de El informe de Brodeck y ha sido editado, como el resto de su obra en España, por la Editorial Salamandra el pasado 2008 en traducción de José Antonio Soriano Marco.
 
De Philippe Claudel son también otras dos novelas excelentes, Almas grises, delicada y bellísima, y la también preciosa La nieta del señor Linh, que quizá hayáis podido leer, pues alcanzaron, ambas, un relativo éxito de ventas y fueron muy divulgadas tanto en revistas literarias y suplementos culturales especializados como en los medios de comunicación generalistas. Hace un par de meses la propia editorial Salamandra nos ha ofrecido también un volumen de relatos, piezas cortas o más exactamente textos breves, de título Aromas, en los que Claudel recrea, en un tono autobiográfico, con lirismo y sensibilidad, con emoción y sencillez, infinidad de momentos de su vida -muchos vinculados a su infancia y juventud- que su memoria evoca vinculados a olores, a perfumes, a fragancias, a aromas. Una delicia de libro que tampoco deberíais perderos.
 
La escritura de Philippe Claudel es pausada, minuciosa, reflexiva, filosófica, introspectiva; cuenta historias, que ambienta con precisión y pertinencia, que se acomodan (en general) a los esquemas narrativos más acostumbrados, hay planteamiento, nudo y desenlace, hay personajes bien dibujados, con entidad, hay también escenarios reconocibles, paisajes, pueblos y ciudades, pero lo esencial en sus novelas es la dimensión íntima de esos personajes, la indagación profunda en la verdad de los seres humanos, la penetración en los resortes más auténticos de nuestras almas. Y así ocurre también, y de modo destacado, en El informe de Brodeck. El fondo narrativo, ‘realista’, del libro gira sobre un informe que el protagonista principal, el Brodeck del título, debe realizar para dar cuenta del asesinato de un extraño personaje, el Anderer, el Otro, en su traducción alemana. Brodeck vive en un pueblo alejado del mundo, perdido en las montañas, aislado, cerrado en sus costumbres, lejos de todo, sin contacto apenas con el normal devenir de la existencia. En ese ambiente opresivo y endogámico, incontaminado y brutal, aparece un día, con la segunda guerra mundial recién terminada, este Anderer, un individuo singular, algo estrafalario en las formas, silencioso y reservado, que deambula con su asno y su yegua, con los que habla y a los que trata como amigos, caminando por el pueblo y sus alrededores entregado a la pesca y a recoger los paisajes locales y las fisionomías de los lugareños en su cuadernos de pintura. Esa presencia extraña y algo inquietante perturba la vida de la aldea hasta tal punto que todos sus habitantes, conjurados, deciden asesinar al extranjero al sentirse amenazados en su tranquilidad por la, a su juicio, ominosa mirada del hombrecillo, y acaban llevando a cabo su acción de un modo unánime, unido todo el pueblo en el violento desenlace. A Brodeck, excluido de la siniestra, inexplicable y paranoica venganza, sus conciudadanos le encomiendan la tarea de documentar la presencia del Anderer en el pueblo, redactando un informe de lo sucedido para enseñanza y ejemplo de quienes lo lean. En la investigación de los hechos, Brodeck entrevista a las fuerzas vivas del pueblo, rememora los hechos acaecidos en los últimos meses y, sobre todo, encuentra en esa labor investigadora la ocasión para revivir los dolorosos sucesos de su propia vida, para reflexionar sobre la terrible experiencia sufrida por él mismo, recluido en un campo de concentración, y por su hermosa mujer, que aguarda esperanzada su llegada en el ambiente opresivo y cruel del pueblo, de su habitantes cerriles, de una inhumanidad casi animal.
 
Pero más allá de este hilo argumental la novela se abre a otros planos. Por de pronto, la ubicación del pueblo, del país, la descripción de la época, incluso los hechos históricos más reconocibles, como la segunda guerra mundial o los campos de concentración o la persecución de los judíos o la ocupación nazi, aparecen de un modo velado, difuso, sin precisar del todo, ni en el tiempo ni en el espacio, lo que dota a la historia de un aire de irrealidad, o de realidad algo fantasmagórica; a mí, en muchos momentos de la lectura me ha venido a la cabeza la obra de Kafka, El proceso o El Castillo, singularmente. Por ello, el narrador, al difuminar los rasgos concretos, la anécdota, podríamos decir, eleva la historia a la categoría de emblema, de símbolo. El libro adopta así la apariencia de una fábula, una reflexión intemporal y por lo tanto con valor universal sobre el amor, la extranjería, la identidad, el fanatismo, el mal, el miedo, la venganza, el perdón, la locura y la inhumanidad de las personas, la honradez y los valores morales, el olvido, el destino.
 
Dejadme destacaros, antes de terminar, algún otro aspecto significativo de la estructura del libro. El narrador se mueve en diversos niveles temporales, el relato se enreda, vuelve atrás, retoma el momento actual. El informe que Brodeck redacta en presente enlaza con la historia ya pasada de la presencia del Anderer en el pueblo, y con la más remota de su propia detención y posterior internamiento en el campo de concentración, una especie de confesión autobiográfica. Como dice el narrador: No soy escritor. Este relato, llegue o no a leerse, lo demuestra de sobra: avanzo, retrocedo, me salto el hilo temporal como quien salta una cerca, me voy por las ramas. Esta aparente complejidad estructural no complica la lectura, antes al contrario, amplía sus ecos, la enriquece. En cierto modo, esta algo enrevesada trama formal encierra uno de los mensajes del libro. Como señala, de nuevo, el propio Brodeck: a esta confesión le falta orden. No ceso de divagar. Pero no tengo por qué justificarme. Las palabras acuden a mi cabeza como las limaduras de hierro a un imán, y las vierto en la hoja sin preocuparme de nada. Si esta historia se parece a un cuerpo monstruoso se debe a que es la imagen de mi vida, que va a la deriva, que no he podido encauzar.
 
Os recomiendo vivamente este El informe de Brodeck, es un libro magnífico, intenso, esclarecedor, bellísimo y perturbador. Leed también las otras tres extraordinarias obras de su autor, Philippe Claudel, publicadas, como ésta, por la editorial Salamandra, Almas grises, La nieta del señor Linh y la muy reciente Aromas. Os dejo con un fragmento muy significativo de la novela, en el que aflora este valor metafórico y simbólico del que os he hablado. Y como el texto seleccionado habla de mariposas os ofrezco también una canción que se centra en los hermosísimos insectos en un contexto, como el de la novela, de violencia y dolor: Butterfly, interpretada por Lloyd Cole.
 
 
¿Ha observado usted a las mariposas alguna vez, señor alcalde? ¿Y usted, señor maestro? Sí, mariposas, cualquier tipo de mariposas… ¿No? ¿Nunca? Lástima… Una verdadera lástima. Yo, en cambio, he consagrado mi vida a las mariposas. Hay quien se interesa por la química, la medicina, la mineralogía, la filosofía, la historia… Yo me he dedicado a las mariposas. Lo merecen de sobra, pero poca gente es capaz de darse cuenta. Es muy triste, porque si nos interesáramos más por esas frágiles y hermosas criaturas, aprenderíamos lecciones extraordinariamente útiles para la especie humana. Figúrense, por ejemplo, que, en una variedad de esos lepidópteros conocida con el nombre de Rex flamae ha podido observarse un comportamiento que, a primera vista, parecía carecer de lógica, pero tras muchas comprobaciones ha demostrado estar pleno de sentido y, si la palabra pudiera aplicarse a las mariposas, de notable inteligencia. Las Rex flamae viven en grupos de una veintena de individuos. Se cree que entre ellas existe una especie de solidaridad que las impulsa a reunirse cuando una encuentra alimento en cantidad suficiente para que todas puedan beneficiarse. Con bastante frecuencia, admiten a mariposas de otras especies dentro de su grupo, pero, en cuanto aparece un depredador, por lo visto las Rex flamae se avisan unas a otras, mediante algún lenguaje que desconocemos, y se ponen a salvo. Las mariposas que momentos antes podían considerarse integradas en el grupo no parecen tener esa información, y son devoradas por el pájaro. Entregando una presa al depredador, las Rex flamae garantizan su supervivencia. Cuando todo les va bien, la presencia de uno o varios individuos que no pertenecen a su grupo no les molesta; probablemente, incluso de alguna forma las beneficia. Pero en cuanto surge un peligro y la integridad y la supervivencia del grupo están en juego, no dudan en sacrificar a quienes no son los suyos. Probablemente, ciertas mentes estrechas considerarían que el comportamiento de esas mariposas carece de moral. Pero, ¿qué es la moral? ¿Para qué sirve? La única moral que prevalece es la vida. Sólo los muertos se equivocan.