Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de mayo de 2014

ANNA FUNDER. TODO LO QUE SOY

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. Hoy, en cierto modo -más adelante me entenderéis-, os traigo dos libros distintos, pertenecientes a géneros diversos, pero que yo, sin ninguna premeditación, he leído seguidos, no bien terminado uno ya estaba iniciando la lectura del otro, experimentando la extraña sensación de que, por uno de esos azares de la vida, ambos hablaban de lo mismo, acababan confluyendo en su temática de una manera sorprendente, hasta el punto de que se puede dudar de la intervención del mencionado azar y sí creer en algún tipo de extraña conjunción de fuerzas que me hubiera llevado a leer sucesivamente -y sin un propósito previo- dos textos tan diferentes y, sin embargo, con tanto en común. Os hablaré ahora, brevemente, de algunos de los elementos que los dos libros comparten, para analizar cada uno de ellos por separado en mis reseñas de hoy y de la semana próxima, respectivamente.
 
El primero de ellos, en el que se centra mi comentario de esta tarde, es una novela, Todo lo que soy, escrita por la australiana Anna Funder y presentada por la editorial Lumen en traducción de Gemma Rovira. El segundo, de lectura arrebatadora, es un ensayo divulgativo genial -que será al que voy a dedicar mi recomendación de dentro de siete días- publicado por Crítica, un sello editorial del grupo Planeta. Se trata La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler; su autor es el periodista británico Ben Macintyre, y su traducción al castellano corresponde a Ricardo Artola.
 
Dejadme decir de entrada que pese a que acabo de clasificar ambos libros como una novela y un ensayo, respectivamente, desde esa perspectiva “taxonómica” los perfiles de las dos obras son algo más difusos, y ahí, en esa confusión de géneros, aparece el primer paralelismo entre las dos obras. En efecto, Todo lo que soy cuenta una historia inventada, y las situaciones, las voces, las relaciones que establecen sus protagonistas principales pertenecen al terreno de la ficción. No obstante, la base real del relato es muy fuerte, casi todos los personajes existieron realmente, y la labor de documentación histórica, muy minuciosa y fundamentada, y de la que da cuenta la autora en un capítulo final que recoge las muy copiosas fuentes en las que se basó la escritura del libro, ha sido tan intensa y tiene tanto reflejo en el texto que, en cierto modo, la novela puede leerse como una muy ajustada aproximación a un tiempo real, como un testimonio en cierto modo histórico de unos años, los del crecimiento del nazismo en los años treinta del siglo pasado, muy convulsos y de extraordinaria trascendencia en el devenir de Europa y aun del mundo.
 
Del mismo modo, aunque La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler es, sin duda, una obra de investigación, sustentada, como veremos el miércoles próximo, en decenas de referencias extraídas de los archivos del Servicio Secreto británico, la sugestiva recreación que hace el autor de las personalidades de sus protagonistas, el retrato detallado de sus vidas, de sus modos de sentir, de sus pasiones, de sus miedos, de sus ambiciones, de sus dudas, la extraordinaria capacidad de penetración en sus mentes, el carácter narrativo, poderosamente “literario”, del relato en que se nos da cuenta de su peripecia, proporcionan al libro muchas de las cualidades de una novela, entre otras la fluidez en el contar, la complejidad de una trama fuertemente adictiva, la presentación, el desarrollo y la evolución de los personajes, la intriga con aires de thriller detectivesco, el no por conocido menos deslumbrante final...
 
Por otro lado, ambas obras comparten un escenario histórico y hasta geográfico coincidente casi al cien por cien. Centrada Todo lo que soy en los años previos a la segunda guerra mundial y La historia secreta del Día D en los días en los que tenía lugar dicha contienda, respiran, sin embargo, un aire común los episodios situados en la Alemania nazi y en el entorno del poder hitleriano, también los que se desarrollan en una Inglaterra que se debate en la primera obra entre combatir o no una amenaza germana que entonces es sólo latente y ya desgraciadamente real en el tiempo en que transcurre la acción en el segundo libro. El mundo de la resistencia, el del espionaje, el de los ocultamientos, trampas, disimulos y paranoias que conlleva el doble juego al que se prestan los agentes de los servicios de información forma parte destacada, también, de los dos libros. Y del mismo modo, ambos títulos coinciden en la muy significativa presencia en sus páginas de personajes que existieron en la realidad, aunque estilizados y en cierto modo inventados por la ficción en el caso de la novela, y más fieles a su auténtica personalidad histórica -en la medida en que ello es posible, en la medida en que la literatura no lleva siempre consigo una creación- en la segunda de las obras comentadas.
 
Pero vayamos ya con el análisis del primer libro, porque ofreceros así, de entrada y casi sin haberlos presentado, la información sobre las similitudes entre ambos corre el riesgo de confundiros e impedir la inteligibilidad de mis argumentaciones.
 
Todo lo que soy recrea, como he señalado, los años de la imparable ascensión al poder del partido nazi y su megalómana política posterior que llevará a Hitler y sus fanáticos seguidores a la locura de la segunda guerra mundial. Y lo hace a partir de los recuerdos de dos personajes principales, que ofrecen sus voces en capítulos alternos del libro. Por un lado, Ruth Wesemann, una entrañable mujer judía, casi centenaria, que evoca desde Sidney, en donde reside esperando la muerte, aquellos días en los que su militancia izquierdista junto a Hans, que luego sería su marido, su prima Dora y el amante de ésta, el dramaturgo Ernst Toller, situaron al grupo en el centro del huracán de la barbarie nacionalsocialista, obligándoles al exilio en Londres para combatir en la distancia, a través de la acción directa y el espionaje, al enemigo nazi. Ruth recupera en el ocaso de su vida los escritos autobiográficos de Toller -realmente existentes y publicados bajo el título Una juventud en Alemania- en los que el escritor -un poeta y dramaturgo alemán de biografía también real- recoge sus recuerdos personales de ese tiempo terrible y doloroso. Unos recuerdos dictados en 1939 a su secretaria en una habitación del hotel Mayflower de Nueva York, algunos fragmentos de los cuales integran los capítulos pares del libro.
 
La novela se mueve en todo momento en diversos planos espacio-temporales: el nostálgico y a la vez alegre presente de la pese a todo (“pese a todo”: las terribles experiencias vividas en su juventud y su cerebro deteriorado por la edad) bienhumorada Ruth en Australia; el pasado del grupo en Alemania, feliz hasta que la ominosa sombra de la esvástica se cierne sobre todos ellos; los días de lucha de los exiliados alemanes en Inglaterra, en un ambiente repleto de intrigas y espías dobles; la estancia de un Toller desgarrado por su memoria en Nueva York, asediado por ominosos retazos de la experiencia vivida. El libro nos muestra también personajes pertenecientes a unos y otros ámbitos, los citados Ruth y Toller, Hans, el ambiguo marido de aquélla, y singularmente Dora, una mujer fuerte y combativa, aparentemente segura y decidida, en cierto modo el centro del grupo y también la figura sobre la que giran los recuerdos de los dos “narradores”.
 
Uno de los aspectos a resaltar en la novela es el uso eficacísimo del diálogo, de modo que la acción avanza con agilidad y el libro se lee en un arrebato, pese a que los temas tratados no son especialmente ligeros y, al contrario, requieren reflexión. También llama la atención la oportuna y ya comentada imbricación de los tiempos en los que se desarrolla la trama: el algo deslavazado fluir de la memoria de la anciana Ruth, adentrándose en los nostálgicos vericuetos de los recuerdos de su juventud infausta y pese a todo feliz, se entrevera -a veces en un mismo párrafo- con fogonazos de su realidad actual en su casa australiana, en el hospital al que la lleva un absurdo accidente en la calle; la memoria de un Toller que no alcanza los cincuenta años, pero ya acabado, ya agostado, abandonada toda esperanza en el hotel neoyorquino con vistas a Central Park en el que completa su libro autobiográfico, nos trae los oscuros episodios del pasado, entrelazados con sus apreciaciones sobre el presente, y en esa confusión, su secretaria Clara, que transcribe sus recuerdos, representa a la vez la última tenue brasa de una pasión, de una energía, de una fuerza vital ya definitivamente perdidas, y la actualización imposible del amor vivido años atrás con Dora.
 
Destaca, para terminar, aunque ya he aludido a ello indirectamente, la inteligente conjunción de ficción y realidad, tan habitual en el híbrido género novelístico de nuestros días. Casi todos los personajes existieron en realidad; sin duda y por desgracia los acontecimientos narrados tuvieron lugar. La autora ensambla los hechos conocidos, incluso las palabras escritas en algunos de los libros que cita en su inexcusable bibliografía final, en un texto novelístico de calidad, en el que las fronteras de la invención literaria y del documento ensayístico se diluyen con un resultado final muy convincente.
 
Os dejo ya con un fragmento -el inicio- de Todo lo que soy, un libro que indaga con pericia y capacidad de penetración psicológica en las vidas de sus protagonistas y que, aparte de constituir un excelente retrato de la época, nos enfrenta a algunos de los grandes temas de la existencia humana: el amor y la culpa, la traición y la responsabilidad, el compañerismo y la entrega, el compromiso y la solidaridad, y, sobre todo, la memoria y el olvido, el paso del tiempo y los recuerdos. Os emplazo también a continuar, en cierto modo, con su estudio dentro de siete días cuando os presente la reseña de esa otra obra a la que me referí en la introducción y con la que esta guarda tantos paralelismos: La historia secreta del Día D, de Ben Mcintyre.
 
Como ilustración musical os ofrezco, una vez más, un tema de Nick Cave, australiano como la autora. Un verso de (Are you) the One That I’ve Been Waiting For: “Detrás de mi ventana el mundo está en guerra. ¿Eres tú a quien yo esperaba?”, abre el libro en una de las citas iniciales.
 
Cuando Hitler llegó al poder, yo estaba en la bañera. Teníamos un apartamento en el Schiffbauerdamm, junto al río, en pleno centro de Berlín. Desde nuestras ventanas se veía la cúpula del edificio del Parlamento. La radio del salón estaba encendida con el volumen alto para que Hans pudiera oírla desde la cocina, pero a mí solo me llegaban oleadas de alegres vítores, como los de un partido de fútbol. Era un lunes por la tarde.
 
Hans exprimía limas y preparaba almíbar con la atención concentrada de un químico, procurando que el azúcar no se convirtiera en caramelo. Esa mañana había comprado una mano de almirez sudamericana especial para coctelería en los almacenes KaDeWe. La dependienta llevaba los labios perfilados en forma de arco morado. Yo me había reído de nuestra ocurrencia; me parecía vergonzoso comprar semejante fruslería, aquel macillo de madera con la cabeza redondeada que seguramente costaba lo que aquella chica ganaba en un día.
 
—¡Es una locura tener un utensilio solo para los mojitos! —protesté.
 
Hans me puso un brazo alrededor de los hombros y me besó en la frente.
 
—No es ninguna locura. —Le guiñó el ojo a la chica, que envolvía cuidadosamente el macillo en papel de seda dorado mientras escuchaba con atención—. Se llama ci-vi-li-za-ción.
 
Por un instante lo vi con los ojos de la dependienta: un hombre guapísimo, con el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás, ojos azul Prusia y la nariz más recta que se haya visto jamás. Un hombre que seguramente había luchado por su país en las trincheras y que ahora se merecía todos los pequeños lujos que la vida pudiera ofrecerle. La chica respiraba por la boca. Un hombre así podía llenar tu vida de detalles bonitos, como un macillo sudamericano.
 
Nos habíamos acostado por la tarde y cuando nos levantábamos de la cama, ya de noche, empezó la transmisión. Entre las ovaciones oía a Hans machacar las pieles de lima; se me antojó que los golpes seguían el ritmo de los latidos de su corazón. Sentía mi cuerpo flotar, suelto y relajado después de hacer el amor.
 
Hans apareció en la puerta del cuarto de baño, con un mechón tapándole la cara y las manos, mojadas, en los costados.
 
—Hindenburg ha cedido. Han formado una coalición y todos han prestado juramento. ¡Han nombrado a Hitler canciller! —Volvió corriendo al pasillo para seguir escuchando las noticias.
 
Parecía increíble. Cogí el albornoz y me dirigí al salón dejando un reguero de agua. La voz del locutor temblaba de emoción. «¡Nos comunican que el nuevo canciller hará una aparición pública esta misma tarde y que en este momento se encuentra en el! La multitud espera. Empieza a nevar débilmente, pero no parece que la gente tenga intención de marcharse…» Oía la cadencia de los cánticos en las calles alrededor del edificio, y por la radio, lo que gritaba la gente: «¡Que salga el canciller! ¡Que salga el canciller!». El locutor continuó: «… se está abriendo la puerta del balcón…, no…, solo es un subalterno, pero… ¡sí! Está poniendo un micrófono junto a la la barandilla…, escuchen a la muchedumbre…».
 
Me acerqué a las ventanas. Todo el lado sur del apartamento era una pared curva de ventanas de dos hojas orientadas hacia el río. Abrí una. Entró una ráfaga de viento, frío y cargado de bramidos. Miré hacia la cúpula del Reichstag. El barullo provenía de la Cancillería, situada justo detrás de aquel.
 
—¡Ruth! —dijo Hans desde el centro de la habitación—. ¡Está nevando!
 
—Quiero oírlo desde aquí.
 
Se puso detrás de mí y deslizó las manos, húmedas y ácidas, por mi vientre. Una avanzadilla de copos de nieve revoloteó ante nosotros revelando los invisibles remolinos de viento. Los reflectores acariciaban la panza de las nubes. Oímos pasos justo debajo de nuestra ventana. Cuatro hombres corrían por la calle sosteniendo en alto antorchas que dejaban una estela de fuego. Olía a queroseno.
 
«¡Que salga el canciller!» Gritaba la masa para salvarse. A nuestras espaldas, el eco de aquel cántico brotaba de la radio del aparador, metálico y amansado y con un retraso de tres segundos. De pronto, una ovación inmensa. Era la voz de su líder, estentórea. «La tarea a que nos enfrentamos. Es la más difícil que jamás se haya impuesto. A los políticos alemanes desde tiempos inmemoriales. Todas las clases, todos los individuos deben ayudarnos. A formar. El nuevo Reich. Alemania no debe hundirse, no se hundirá, en el caos del comunismo.»
 
—No —dije, con la mejilla apoyada en el hombro de Hans—. Nos hundiremos como lo hace un pueblo sano y de manera ordenada.
 
—No nos hundiremos, Ruthie —me susurró Hans al oído—. Hitler no podrá hacer nada. Los nacionalistas y el gabinete lo atarán corto. Solo lo quieren como figura decorativa.
 
En las calles se apiñaban grupitos de jóvenes, muchos de uniforme: pardo el de las tropas del propio partido, las SA, y negro el de la guardia personal de Hitler, las SS. Otros eran simples entusiastas; vestían de paisano y llevaban brazaletes negros. Un par de chicos lucían brazaletes hechos en casa, con la esvástica torcida. Agitaban banderines y cantaban Deutschland, Deutschland über alles. Oí el grito de «La república es una mierda» y distinguí, por la entonación, la vieja pulla de patio de colegio: «¡Rásgale la falda al judío! / La falda le he rasgado / y el judío se ha cagado». Los vapores del queroseno formaban ondulaciones en el aire. En la acera de enfrente estaban montando un puesto donde los jóvenes podían cambiar sus antorchas parpadeantes por otras recién encendidas.
 
Hans volvió a la cocina, pero yo no podía apartarme de la ventana. Al cabo de media hora volví a ver en el puesto los chapuceros brazaletes caseros.
 
—¡Les mandan circular! —exclamé—. Para que parezca que hay más gente.
 
—Ven aquí —me gritó Hans desde la cocina.
 
—¿No es increíble?
 
—En serio, Ruthie. —Se apoyó en la jamba de la puerta, sonriendo—. Tener público solo sirve para animarlos.
 
—Enseguida voy. —Fui al armario del pasillo, que había convertido en cuarto oscuro. Todavía había unas escobas y otros objetos alargados (unos esquíes, un estandarte universitario) en un rincón. Cogí la bandera roja del movimiento izquierdista y volví al salón.
 
—¿Qué vas a hacer con eso? —Hans se llevó las manos a la cara fingiéndose horrorizado mientras yo desenrollaba la bandera.
 
La colgué en la ventana. Era pequeña.
 

miércoles, 21 de mayo de 2014


PATRICK MODIANO. EN EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos, como todos los miércoles, a una nueva cita con la literatura en Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os hacemos una recomendación de lectura que pueda interesaros. Hoy quiero presentaros un libro muy breve, una novela de poco más de cien páginas, pero que en su corta extensión encierra maravillas, que puede ser calificada, y así lo ha hecho la crítica con generosidad, como una obra genial, una obra maestra. Se trata de En el café de la juventud perdida, y su autor es el muy respetado escritor francés Patrick Modiano. El libro lo publica la editorial Anagrama en traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Parece que se está produciendo una especie de relanzamiento editorial de Modiano, pues en los últimos años han coincidido en las librerías, además de este En el café de la juventud perdida, otras de sus breves y extraordinarias novelas: Un pedigrí, también en Anagrama, Dora Bruder en Seix Barral, Reducción de condena en Pretextos. También en Anagrama apareció no hace mucho la Trilogía de la Ocupación, tres novelas, El lugar de la estrella, La ronda nocturna y la magnífica Los paseos de circunvalación, en las que el París ocupado de la segunda guerra mundial y su fauna de personajes advenedizos, cobardes, delatores, viciosos, traidores, mundanos, falsificadores, despreciables, es el escenario en el que se sitúa el triste y opresivo deambular de su solitario y melancólico protagonista principal. No deberíais perderos ninguna de ellas, son todas formidables. (Hoy mismo veo en los escaparates de las librerías un "último" Modiano: La hierba de las noches. Más promesas de disfrute).

En el café de la juventud perdida cuenta la historia, ambientada también en París, aunque un París situado en una época indefinida que puede coincidir con los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, de la joven Jacqueline Delanque, conocida como Louki, una chica de veintidós años, que a los quince abandona su hogar familiar, en donde vive con su madre, y vagabundea por calles y cafés sin destino fijo, errática, perdida en la vida, sin vínculos, acomodándose a identidades variables, acercándose a otros personajes tan desorientados como ella, tanteando los límites de una existencia que no entiende, que la desconcierta, que la supera. En su vida no hay sentido, ya no tenemos armazón, en frase que le repite su madre. Sin embargo a Louki la mueve también una especie de ansia de libertad. Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre, se dice de ella en un párrafo de la novela.

La peripecia de Louki es narrada, como en un rompecabezas cuyas piezas se complementan y van encajando unas con otras, en capítulos sucesivos, desde perspectivas diversas y por personajes también diferentes que tocan, aunque sea de manera residual, su atribulada vida. En el capítulo primero, un joven estudiante fascinado por la bohemia de los cafés parisinos y que frecuenta uno de ellos, el Condé, contempla a Louki permanentemente sentada en una de sus mesas y fantasea con su presencia y con su aroma, mientras resuelve el futuro de su vida, el dilema entre la grisura de sus estudios de la Escuela Superior de Minas o la atracción juvenil por la aventura que entrevé en esos cafés y en sus poco convencionales parroquianos. En el segundo bloque de la novela es el detective Caisley quien sigue a la chica, contratado por el marido de Louki, con el que ésta se ha casado sin un especial entusiasmo, muy al contrario, cultivando, más bien, un frío desapego desde el mismo momento de la boda. El detective, un hombre adusto, maduro, curtido, percibe el absurdo de ese matrimonio y toma partido por la joven, a la que deja escapar, a la que da tiempo para que se ponga fuera del alcance de su marido, ajeno al hecho de que éste es el cliente que paga sus honorarios. En la tercera parte de la obra es la propia Louki la que narra su vida errante, su triste historia familiar, el matrimonio fugaz y carente de pasión, absurdo, sus dudosas amistades, sus relaciones peligrosas, su necesidad de recomenzar su existencia a cada poco. Por último, en la cuarta parte, la narración corre a cargo de otro hombre, Roland, que llega a intimar con la chica, que provoca, en cierto modo, la separación de su marido, que vive con ella algo relativamente parecido a lo que quizá pudiera llamarse ‘una historia de amor’. Todos sienten algún tipo de atracción por la chica, les atrapa su misterio, su personalidad enigmática. Otro de los personajes, el profesor Guy de Vere, una especie de maestro espiritual por el que Louki se siente interesada dice de ella: Cuando de verdad queremos a una persona hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella.

La narración es muy intensa, hecha de evocaciones, de palabras no dichas, de hechos no narrados del todo, muchas veces sólo sugeridos, creando, y aquí la maestría de Modiano se revela excepcional, una atmósfera muy sugestiva, que atrapa, que transporta al lector. Vemos los cafés repletos de jóvenes bohemios, respiramos el ambiente de las calles de París, compartimos un cierto ‘estilo’ existencialista. El autor nos hace participar también de la incertidumbre, de las dudas, del ansia, de la perplejidad de la protagonista. Hay un aire de soledad, de tristeza, de desesperanza. Callejones solitarios bajo la luz de languidecientes farolas, populosos barrios marginales, bares nocturnos, gentes sin rumbo; en fin, los rasgos definitorios del universo modianesco.

Leed esta magistral novela, En el café de la juventud perdida, escrita por Patrick Modiano y publicada por la editorial Anagrama, seguro que os va a interesar. Buscad también y leed el resto de la obra literaria de Modiano que en estos últimos años, por no se sabe qué extraños azares (quizá influya la permanente mención de su nombre en las “quinielas” del Premio Nobel), coinciden en los estantes de las librerías.

Una canción citada en Los paseos de circunvalación, Je n’en connais pas la fin, interpretada por Edith Piaf, nos traslada de un modo soberbio, a mi juicio, a la atmósfera de las novelas de Modiano. Con ella os dejo tras un par de fragmentos muy significativos del libro.

Estaba decidida a no volver a ver más a la banda. Más adelante, he sentido la misma embriaguez cada vez que he roto con alguien. No era de verdad yo misma más que mientras escapaba. No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión. Pero la vida siempre volvía por sus fueros. Cuando llegué a la avenida, estaba segura de que alguien había quedado conmigo por esta zona y sería un nuevo punto de partida para mí. Hay una calle, algo más arriba, donde me gustaría mucho volver en alguna ocasión. Por ella iba la mañana aquella. Allí era donde había quedado. Pero no sabía en que número. Daba igual. Estaba esperando una señal que me lo indicase. Allá arriba, la calle acababa en pleno cielo, como si condujese al borde de un precipicio. Caminaba con esa sensación de liviandad que, a veces, sentimos en sueños. Ya no le tenemos miedo a nada, todos los peligros son irrisorios. Si las cosas se ponen feas de verdad, basta con despertarse. Somos invencibles. Caminaba, impaciente por llegar al final, allá donde no había más que el azul del cielo y el vacío. ¿Qué palabra podría expresar mi estado de ánimo? Sólo puedo recurrir a un vocabulario muy pobre. ¿Embriaguez? ¿Éxtasis? ¿Embeleso? En cualquier caso, la calle me resultaba familiar. Me parecía que ya la había recorrido anteriormente. No tardaría en llegar al filo del precipicio y me arrojaría al vacío. ¡Qué dicha flotar en el aire y saber por fin cómo era esa sensación de ingravidez que llevaba toda la vida buscando! Me acuerdo con una claridad tan grande de aquella mañana, y de aquella calle y del cielo, al final de todo… Y luego la vida siguió, con altos y bajos…
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De las dos entradas del café, siempre prefería la más estrecha, la que llamaban la puerta de la sombra. Escogía la misma mesa, al fondo del local, que era pequeño. Al principio, no hablaba con nadie; luego ya conocía a los parroquianos de Le Condé, la mayoría de los cuales tenía nuestra edad, entre los diecinueve y los veinticinco años, diría yo. En ocasiones se sentaba en las mesas de ellos, pero, las más de las veces, seguía siendo adicta a su sitio, al fondo del todo.

No llegaba a una hora fija. Podía vérsela ahí sentada por la mañana muy temprano. O se presentaba a eso de las doce de la noche y se quedaba hasta la hora de cerrar. Era el café que más tarde cerraba en el barrio, junto con Le Bouquet y La Pergola, y el que tenía una clientela más peculiar. Ahora que ha pasado el tiempo me pregunto si no era sólo su presencia la que hacía peculiares el local y a las personas que en él había, como si lo hubiera impregnado todo con su perfume.

Vamos a suponer que llevan allí a alguien con los ojos vendados, lo sientan a una mesa, le quitan la venda y le preguntan: ¿En qué barrio de París estás? Bastaría con que mirase a los vecinos y escuchase lo que decían y es posible que lo adivinara: Por las inmediaciones de la glorieta de L’Odéon, que siempre me imagino igual de lúgubre bajo la lluvia.

Entró un día en Le Condé un fotógrafo. Nada había en su aspecto que lo diferenciase de los parroquianos. La misma edad, el mismo atuendo desaliñado. Llevaba una chaqueta que le estaba larga, un pantalón de lienzo y zapatones del ejército. Hizo muchas fotos a los asiduos de Le Condé. Él también se volvió un asiduo y a los demás les parecía que le hacía fotos a la familia. Mucho más adelante se publicaron en un álbum dedicado a París, sin más pie que los nombres de los clientes o sus apodos. Y ella aparece en varias de esas fotos. Captaba la luz, como se dice en el cine, mejor que los demás. En ella es en la primera en quien nos fijamos, de entre todos los otros. En la parte de abajo de la página, en los pies de foto, se la menciona con el nombre de «Louki». «De izquierda a derecha: Zacharias, Louki, Tarzan, Jean-Michel, Fred y Ali Cherif...» «En primer plano, sentada en la barra: Louki. Detrás Annet, Don Carlos, Mireille, Adamov y el doctor Vala.» Está muy erguida, mientras que los demás tienen la guardia baja; el que se llama Fred, por ejemplo, se ha quedado dormido con la cabeza apoyada en el asiento de molesquín y se ve muy bien que lleva varios días sin afeitarse. Hay que dejar claro lo siguiente: el nombre de Louki se lo pusieron cuando empezó a ir asiduamente por Le Condé. Yo estaba allí una noche, cuando entró a eso de las doce y ya no quedaban más que Tarzan, Fred, Zacharias y Mireille, sentados a la misma mesa. Fue Tarzan quien exclamó: «Anda, aquí viene Louki...» Primero pareció asustada y, luego, sonrió. Zacharias se puso de pie y, con tono de fingida seriedad, dijo: «Esta noche te bautizo. A partir de ahora te llamarás Louki.» Y según iba pasando el rato y todos la llamaban Louki, creo que sentía alivio por tener ese nombre nuevo. Sí, alivio. Porque, desde luego, cuanto más lo pienso más vuelvo a mi primera impresión: se refugiaba aquí, en Le Condé, como si quisiera huir de algo, escapar de un peligro. Se me ocurrió cuando la vi sola, al fondo del todo, en aquel sitio en donde nadie podía fijarse en ella. Y cuando se mezclaba con los demás, tampoco llamaba la atención. Se quedaba en silencio y reservada y se limitaba a escuchar. Llegué incluso a decirme que, para mayor seguridad, prefería los grupos escandalosos, prefería a los «bocazas», porque, en caso contrario, no habría estado casi siempre sentada en la mesa de Zacharias, de Jean-Michel, de Fred y de la Houpa... Junto a ellos, el entorno se la tragaba, no era ya sino una comparsa anónima, de esas de las que dicen en los pies de foto: «Persona no identificada» o, más sencillamente, «X». Sí, en la primera época en Le Condé nunca la vi hablando a solas con alguien. Y además no había inconveniente en que alguno de los bocazas la llamase Louki cuando hablaba para todos puesto que en realidad no se llamaba así.

No obstante, si te fijabas bien, notabas unos cuantos detalles que la diferenciaban de los demás. Se vestía con un primor poco usual en los parroquianos de Le Condé. Una noche, en la mesa de Tarzan, de Ali Cherif y de la Houpa, mientras encendía un cigarrillo me llamó la atención lo delicadas que tenía las manos. Y, sobre todo, le brillaban las uñas. Las llevaba pintadas con un barniz incoloro. Puede parecer un detalle fútil. Seamos, pues, más trascendentes. Para ello es menester dar unos cuantos detalles acerca de los parroquianos de Le Condé. Tenían, decíamos, entre diecinueve y veinticinco años, salvo algunos, como Babilée, Adamov o el doctor Vala, que se iban acercando poco a poco a los cincuenta, pero de cuya edad se olvidaba uno. Babilée, Adamov o el doctor Vala seguían siendo fieles a su juventud, a eso a lo que podríamos dar el hermoso nombre, melodioso y pasado de moda, de «bohemia». Busco en el diccionario «bohemio»: Persona que lleva una vida de vagabundeo, sin normas ni preocupación por el mañana. He aquí una definición que les iba muy bien a las asiduas y a los asiduos de Le Condé. Algunos de ellos, como Tarzan, Jean-Michel y Fred aseguraban que, desde la adolescencia, habían tenido que vérselas bastante más de una vez con la policía, y la Houpa se había fugado a los dieciséis años del correccional de Le Bon Pasteur. Pero estábamos en París y en la Rive Gauche, la orilla izquierda del Sena, y la mayoría de ellos vivían a la sombra de la literatura y de las artes. Yo, por mi parte, estaba estudiando. No me atrevía a decirlo y, en realidad, no me mezclaba en serio con aquel grupo.

Me di cuenta claramente de que era diferente de los demás. ¿De dónde venía antes de que le pusieran aquel nombre? Los parroquianos de Le Condé solían tener un libro en las manos, que dejaban al desgaire encima de la mesa y cuya tapa estaba manchada de vino. Los cantos de Maldoror, Iluminaciones, Las barricadas misteriosas. Pero ella, al principio, siempre llegaba con las manos vacías. Y, luego, seguramente, debió de querer hacer lo mismo que los demás y un día, en Le Condé, la sorprendí sola y leyendo. Desde entonces, el libro ya no la dejó nunca. Lo colocaba bien a la vista encima de la mesa, cuando estaba con Adamov y los demás, como si aquel libro fuera el pasaporte o la tarjeta de residente que legitimaba su presencia junto a ellos. Pero nadie se fijaba, ni Adamov, ni Babilée, ni Tarzan, ni la Houpa. Era un libro de bolsillo con la tapa sucia, de esos que se compran en los puestos de lance de los muelles y cuyo título estaba impreso en grandes letras rojas: Horizontes perdidos. Por entonces, era algo que no me decía nada. Debería haberle preguntado de qué trataba el libro, pero me dije, tontamente, que Horizontes perdidos no era para ella sino un accesorio y que hacía como si lo estuviera leyendo para ponerse a tono con la clientela de Le Condé. A aquella clientela, si un transeúnte le hubiera lanzado una mirada furtiva desde la calle –e incluso si hubiera apoyado la frente en la cristalera–, la habría tomado por una sencilla clientela de estudiantes. Pero no habría tardado en cambiar de opinión al fijarse en la cantidad de alcohol que bebían en la mesa de Tarzan, de Mireille, de Fred y de la Houpa. En los apacibles cafés del Barrio Latino, nadie habría bebido nunca tanto. Por supuesto, en las horas bajas de la tarde Le Condé podía resultar engañoso. Pero según iba cayendo el día, se convertía en el punto de cita de eso que un filósofo sentimental llamaba «la juventud perdida». ¿Por qué ese café y no otro? Por la dueña, una tal señora Chadly a la que nada parecía sorprender y que mostraba incluso cierta indulgencia con sus parroquianos. Muchos años después, cuando las calles del barrio no brindaban ya más que escaparates de lujosos comercios de moda y una marroquinería ocupaba el lugar de Le Condé, me encontré con la señora Chadly en la otra orilla del Sena, en la cuesta arriba de la calle Blanche. Tardó en reconocerme. Caminamos juntos un buen rato hablando de Le Condé. Su marido, un argelino, compró el comercio al acabar la guerra. Se acordaba de cómo nos llamábamos todos. Con frecuencia se preguntaba qué habría sido de nosotros, pero no se hacía ilusiones. Supo, desde el principio, que las cosas iban a irnos muy mal. Unos perros perdidos, me dijo. Y cuando nos separamos, delante de la farmacia de la plaza Blanche, me hizo la siguiente confidencia, mirándome a los ojos: «A mí la que más me gustaba era Louki.»
 

miércoles, 14 de mayo de 2014

JORGE VALDANO. LOS 11 PODERES DEL LÍDER

Hola, buenas tardes. Una semana más os recibimos aquí, en Todos los libros un libro, que sale al aire como cada miércoles en Radio Universidad de Salamanca con una propuesta de lectura que pueda interesaros. Coincidiendo con el inminente comienzo de los campeonatos mundiales de fútbol que como sabéis -¡¡¡quién puede ignorarlo con el atracón mediático que nos asalta por doquier!!!- se celebrarán en Brasil a partir del próximo 12 de junio (los programas de ese mes están "copados" por otra efeméride muy destacada e "inductora" de infinidad de manifestaciones literarias), y en paralelo al emocionante desenlace de la Liga española que se dirime este fin de semana, hoy quiero hablaros de un libro “construido” -sólo en cierto modo, como luego podréis comprobar- en torno a las peculiaridades, la idiosincrasia y, sobre todo, los valores del universo balompédico. Se trata de Los 11 poderes del líder, escrito por el muy futbolero Jorge Valdano y publicado el pasado 2013 por la Editorial Conecta, un sello del grupo Mondadori Random House, con un significativo subtítulo: El fútbol como escuela de vida.
 
Y es que el fútbol es un fenómeno universal (y de tal aseveración, sobre todo en estos días, no cabe duda alguna) que toca a múltiples dimensiones -no todas “benéficas”- de la naturaleza humana. Su condición de espectáculo adictivo, de entretenimiento formidable, capaz de subyugar -a partir de unas reglas elementales, de muy sencilla comprensión- tanto a un desclasado joven sin futuro en un suburbio de Buenos Aires como a un atildado gentleman londinense, tanto a un niño que rezuma ilusión corriendo tras una pelota precaria hecha con papeles y restos de tela en un descampado maliense como a un próspero empresario, ávido de riquezas, en la Rusia postsoviética, tanto a un intelectual español como a un escolar coreano, no explica por sí sola esa alta capacidad de fascinación. En el futbol se concentra todo lo mejor y lo peor del alma humana: la competitividad y el ansia de gloria, la pasión por el juego, la voluntad de pertenencia y la afirmación de la propia identidad, el afán de superación y la tentación del éxito fácil, la clara dignidad y el sucio dinero, los oropeles y el fracaso, la alegría del triunfo y la frustración de la derrota, el fraude y la nobleza, la integridad y la corrupción, el destino y el azar, el talento y la suerte, el esfuerzo y la injusticia, las decepciones y los logros, la grandeza de los sueños infantiles y la adulta aceptación de la a menudo muy roma realidad, la belleza y la inteligencia, el sufrimiento y el placer, la importancia del grupo y la poderosa intensidad del ego, la momentánea fulguración y el apagado olvido, la ejemplaridad y el engaño... En suma, todas esas muy notables expresiones de la vida, de la mejor vida posible que deseamos para la más lograda versión de uno mismo a la que aspira cualquier alma auténticamente humana, y también sus simas más deplorables, más mezquinas, más abyectas.
 
De todas esas facetas que, como en cualquier otra manifestación de nuestra vida, se muestran en el fútbol, Jorge Valdano privilegia once cualidades, once valores, once poderes (y el once, sobra decirlo, es un número primordial, es “el número” por excelencia en el deporte rey) que no sólo afloran a menudo -o al menos debieran aflorar- en la experiencia deportiva futbolística, sino que tendrían que estar presentes en nuestras vidas (el fútbol como escuela de vida) y, en particular, también en la actividad empresarial (hay que hacer constar en este sentido que la editorial Conecta está especializada en textos relativos a la cultura de la empresa, a la psicología de las organizaciones, a la gestión de recursos humanos, a la literatura -y quizá el término sea desmesurado- de autoayuda). Valdano -con una larga y fecunda trayectoria en los distintos ámbitos del fútbol profesional como jugador, entrenador, directivo, manager y hasta comentarista televisivo y radiofónico- lleva décadas ejemplificando -con su cultura, con su visión entusiasta y a la vez moderada del juego, con su respetuoso acercamiento a un deporte que ha siempre ha considerado tan serio como la vida- los valores de la argumentación razonada, la reflexión y la palabra, el análisis ponderado y la discusión sosegada, la inteligencia activa, la curiosidad y la inquietud intelectuales, la discreción y el diálogo, la cercanía, el afecto, la amistad, el compañerismo y el espíritu de equipo, el fair play y la ética, frente al exabrupto y el grito, el enfrentamiento y el ruido, los arrebatos raciales y la competitividad ciega, el partidismo fanático y la irracional exigencia -llegando en ocasiones hasta la obligación- de la victoria a cualquier precio; en definitiva, la sobredosis de impulsiva e impúdica testosterona que impregna y hasta define en muchos casos el universo del fútbol profesional en nuestros días.
 
Desde esos presupuestos que podríamos llamar éticos Valdano defiende sus once mandamientos que, como ya he señalado, no deberíamos entender circunscritos estrictamente al ámbito del liderazgo empresarial sino, muy al contrario, extrapolables a todas las vertientes de nuestra existencia, como una especie de imperativo moral capaz de mejorar -de seguir sus dictámenes- nuestra vida profesional, laboral, familiar y personal, también la vida pública, social y política.
 
En once breves capítulos trufados de citas de gurús del management, de referencias literarias y, sobre todo, de infinidad de anécdotas y sentencias y curiosidades protagonizadas por grandes jugadores y técnicos, nombres míticos de la pequeña historia del balompié y del deporte en general, el futbolista argentino -quien, como Valdano, ha disfrutado con tanta pasión su semanal presencia en los campos de juego, será siempre, hasta su muerte, un futbolista, sea cual sea la actividad en la que se desempeñe- desgrana las claves de esos valores primordiales en los que sin duda podréis encontrar inspiración, como yo mismo lo he hecho.
 
Y así, comparecen en el libro el poder de la credibilidad, cifrado en la exigencia de la autoridad moral en quien nos dirige, en la transparencia, la ética y los valores que deben esperarse de los líderes; el poder de la esperanza, con sus connotaciones de ilusión, de atrevida persecución de los sueños individuales y colectivos, de optimismo vital, de irredenta lucha, con humor y alegría, en pos de las metas marcadas, de coraje y confianza personales; el poder de la pasión, el amor a la tarea, el entusiasmo y el estímulo permanentes, la nada complaciente perseverancia; el poder del estilo, la importancia de preservar la personalidad individual, la sensibilidad y las cualidades esenciales que nos definen, en su caso la cultura de la empresa, sin doblegarnos por la necia vanidad del logro frío, del resultado aséptico, del éxito fácil; el poder de la palabra, la necesidad de la comunicación, de la persuasión, del diálogo inteligente, de la capacidad de convicción, de la noble seducción; el poder de la curiosidad, la búsqueda permanente del conocimiento, la indispensable formación, la innovación constante; el poder de la humildad, el reconocimiento y la aceptación crítica de las propias debilidades, la generosidad, la prudencia, la valoración de los logros ajenos, la huída del narcisismo fatuo, de la prepotencia insultante; el poder del talento, de las capacidades sobresalientes que, en algún ámbito, todos llevamos dentro, de la singularidad que nos hace únicos y, cada uno a su modo, geniales; el poder del vestuario, o lo que es lo mismo, el poder del grupo, del espíritu de equipo, de la subordinación de la satisfacción individual a los objetivos colectivos, del “yo” al servicio del “nosotros”; el poder de la simplicidad, de descubrir y valorar lo sustancial, el camino recto, la compleja facilidad, despreciando las alharacas vanas, el artificio hueco, las poses estériles e ineficaces; y, por último, el poder del éxito, entendido no como un trofeo perecedero condenado al olvido sino como la satisfacción por el esfuerzo colmado, el orgullo por el trabajo bien hecho, la nobleza de los recursos empleados, la ilusionada primera etapa de una nueva búsqueda.
 
Con Rafa Nadal como ejemplo paradigmático de sus once poderes, con su predilecto Raúl sobrevolando el libro como ilustración viviente de sus tesis, con la ausencia notoria -y obviamente buscada: su nombre no pronunciado, no escrito, “resuena” estruendoso en numerosas ocasiones a lo largo del libro- de José Mourinho, la versión “negativa” del noble líder que dibuja Valdano, este Los 11 poderes del líder. El fútbol como escuela de vida, sin ser una obra deslumbrante, ciñéndose a la modestia de su planteamiento inicial -que podréis ver recogido en su introducción, que a continuación os transcribo-, sí aparece como una lectura recomendable, ligera y entretenida pero, a la vez, valiosa y capaz de suscitar en nosotros la reflexión e, incluso, potenciar algún ligero cambio en nuestro pensamiento o nuestros hábitos.
 
Y, claro está, para completar musicalmente mi reseña, una canción que habla de fútbol y de uno de sus ídolos de todos los tiempos (aunque el personaje no sea, ni siquiera futbolísticamente, uno de los santos de mis múltiples devociones): Maradona, de Andrés Calamaro.
 
 
Fe en el deporte
 
Nací en un pequeño pueblo donde saber jugar al fútbol significaba mucho, para bien. Todos los días los chicos del barrio, después de comer y sin importar la edad, improvisábamos un partido en un descampado cercano a mi casa que el tiempo bautizó como «El campito de la iglesia». Aquel rito, sin excepciones, empezaba con los dos mayores jugándose a pies quién elegía primero para conformar cada equipo. Yo no tenía más de once años, pero, generalmente, me elegían a mí antes que a algunos amigos que tenían los «inalcanzables» catorce. Ni cuando fui citado para jugar mi primer Mundial me volví a sentir tan importante como entonces. En aquellos partidos improvisados, el fútbol me ayudó a ajustar el sistema de comunicación infantil y me enseñó nociones de superación personal, solidaridad, competitividad, reparto de papeles, trabajo en equipo, tolerancia, cultura del esfuerzo… De esa capacidad de aprender mientras juegas, nació mi confianza en el deporte como vehículo de formación.
 
Ha pasado mucho tiempo desde entonces pero mi pasión por el fútbol sigue intacta. Hoy siempre que miro un gran partido por televisión y el ojo inquieto de la cámara me lleva de los jugadores a los árbitros, de los entrenadores a los directivos, de los aficionados a los periodistas, me pregunto: ¿a quién le pertenece el fútbol? Confío en que a nadie en particular, porque cuando el poder se concentra, tiene el vicio de corromperse. Todos necesitamos sentirnos un poco dueños de este juego maravilloso, y el juego necesita que todos nos adueñemos un poco de él. Porque no hay que olvidar que, en el comienzo de todo, incluso del negocio, está su calidad de bien sentimental. Solo queda confiar en que el juego «salvaje y sentimental» (una gran definición de Javier Marías) siga anteponiéndose a todos los intereses que lo cruzan, y mantenga viva su capacidad de inspirar los sueños de cientos de millones de personas, convertidas en niños por obra y gracia del juego. Sin olvidar que el fútbol profesional es solo parte de su incomparable hechizo. En este juego infinito siempre se abrirá paso el recuerdo infantil de aquellos partidos de barrio, donde la sensación de poder seguirá siendo una ingenuidad que tendrá que ver nada más y nada menos que con el mérito: el que mejor juega es el que más poder tiene.
 
 
El deporte como puente
 
Este es el libro de alguien que cree en el hombre, que tiene fe en el deporte y que mira el futuro con esperanza. Un idealismo mucho más saludable que el cinismo que proponen tantos profetas destructivos de estos días, capaces de cualquier aberración por ganar un partido, por hacer un buen negocio…
 
El fútbol es un juego tan poderoso que tiende puentes con la sociedad, con la cultura, con la comunicación y, como intentará demostrar este libro a través de múltiples ejemplos, también con la empresa. Mi intención es la de aprovechar experiencias del ámbito del deporte para hablar de liderazgo, trabajo en equipo, motivación y todo lo que agita a un equipo de alta competición.
 
Sé muy bien que el deporte no tiene fuerza suficiente para cambiar el mundo. No es su propósito. Sin embargo, tengo la certeza de que el deporte puede explicar al ser humano y, muy especialmente, aquellos estímulos que lo activan para superar sus desafíos. Todo juego de equipo convertido en espectáculo es un gran simulador de la vida que pone a prueba los límites individuales y el espíritu colectivo. También nuestros miedos. De una experiencia que nos pone con tanta naturalidad y con tanta frecuencia al borde mismo de la exageración, se vuelve siempre con conocimientos que pueden ser aplicables a cualquier ámbito.
 
Ya tenemos un lugar de encuentro entre el líder deportivo y el empresarial: los seres humanos sometidos a una fuerte presión.
 
En un entorno incierto, caracterizado por la rapidez del cambio, la complejidad de las organizaciones y la sensación de crisis perpetua, se necesitan personas ilusionadas con el entorno y con la mente abierta para saber adaptarse a esa constante mutación de los mercados, los productos, los consumidores. Todo se mueve a escala planetaria y a una gran velocidad en el ámbito del conocimiento aplicado a cualquier empresa humana. Hasta el punto de que somos muchos los que pensamos que estamos ante un cambio de civilización que pondrá a prueba la capacidad de adaptación de las próximas generaciones. Pero hay algo que permanece inmutable: las emociones.
 
 
El estado de ánimo
 
Por esa razón, desde que empecé a competir en el fútbol, repito como una letanía algo que empezó siendo una intuición y que el tiempo convirtió en una certeza: «Un equipo es un estado de ánimo».
 
La línea de investigación abierta por David McClelland (Universidad de Harvard), ya fallecido, y seguida por sus discípulos, con una base de datos de más de veinte mil ejecutivos de todo el mundo, ya le pone cifras a aquella corazonada. En primer lugar, concluyen que hasta el 30 por ciento de los resultados de un equipo se explican por la diferencia del clima de compromiso. Y en segundo lugar, nos dicen que entre el 50 y el 70 por ciento de ese clima de compromiso puede explicarse por los diferentes estilos de dirección, lo que pone en justa dimensión la importancia del talante de un líder.
 
De ese 30 por ciento es de lo que pretende hablar este libro, utilizando la fuerza y el atractivo del deporte. Muy especialmente del fútbol, devenido en las últimas décadas en la «religión laica» que nos anticipó Manuel Vázquez Montalbán. Más datos inconcebibles. La Global Wolkforce Survey, dirigida por Towers Perrin, realizó más de noventa mil entrevistas a trabajadores de distintos niveles en dieciocho países. Se trataba de medir el nivel de compromiso en el mundo empresarial. El resultado hay que considerarlo como una calamidad. Un 21 por ciento de los empleados (¡solo una quinta parte!) se sienten comprometidos con su trabajo; esto es, están dispuestos a «hacer un esfuerzo extra» por su empleador. ¿Qué les pasa a los empresarios que no son capaces de conmoverse antes estos datos? Sencillamente, se dejan arrastrar por una inercia que el imperio de la burocracia consagró como la única posible.
 
Más les valdría empezar a reaccionar si no quieren terminar devorados por un clima funcionarial que lleva directamente a la destrucción. Ninguna empresa se cae por un precipicio por la desconexión emocional de sus empleados, pero esa carga rutinaria, tan poco estimulante desde un punto de vista personal, termina conduciendo a cualquier tipo de organización hacia la peor de las muertes: la lenta. ¿Por qué el deporte llegó antes a esta conclusión? Porque en el deporte los equipos son el producto, y los seres humanos, siempre manipulables, la única materia prima disponible. En cualquier ámbito empresarial se depende sobre todo de las personas; en el deporte, se depende únicamente de ellas.
 
¿A quién se le puede ocurrir no darles a las personas el valor determinante que tienen en la construcción de cualquier proyecto? A los que piensan en el hoy y desprecian el mañana; a los que deciden en términos de «más-menos» en lugar de «mejor-peor»; a quienes ven a los seres humanos como un insignificante tornillo de la maquinaria empresarial.
 
Napoleón atribuía la mitad de su genio como general al hecho de que era capaz de calcular con exactitud cuánto tiempo llevaría transportar una manada de elefantes desde El Cairo hasta París. La otra mitad, a que podía convencer a cientos de miles de individuos de que renunciaran a sus vidas para que lo ayudaran en su causa.
 
Detrás de la afirmación de Napoleón están los dos pilares de un líder: saber de cuestiones técnicas y de seres humanos. Con ese andamiaje podremos andar con toda seguridad por el camino más corto y decente hacia el éxito.
 
 
El líder es el equipo
 
El del fútbol es un mundo de grandes impactos emocionales en el que habitan los héroes de estos tiempos. Un mundo de tensiones primitivas que ponen a prueba miedos que buscan consuelo en ritos, supersticiones o, sencillamente, en un compañero. Un mundo de modernas presiones mediáticas, donde los periodistas multiplican los conflictos estirándolos como si fueran de goma. Un mundo en el que conviene estar preparado para la catástrofe emocional que acompaña a toda derrota, y a las no menos trágicas consecuencias que resultan de toda victoria. ¿La inseguridad que propone el fracaso o la vanidad que sigue al triunfo? ¿Qué destruye más la confianza? ¿Qué entraña más peligro? Depende del grupo, depende del líder. Luis Aragonés, que puso las condiciones tácticas y emocionales para hacer de la Selección Española («La Roja») un equipo campeón, suele decir que lo primero que hubo que desterrar «fueron los egos». Ya tenemos una pista. En el libro encontrarán más, porque al no haber dos equipos iguales, tampoco puede haber ni dos diagnósticos ni dos medicinas iguales.
 
En esa sociedad en miniatura que habita los vestuarios de cualquier equipo de fútbol está representada la humanidad. En esa intimidad, un alfabeto secreto va tejiendo afinidades que, en el mejor de los casos, producen un orgullo bien entendido, una firme solidaridad que se hace equipo en el campo. Si eso ocurre, descubriremos una seguridad individual que animará al atrevimiento, y terminará por producir un vínculo con el entorno que envolverá de confianza a los jugadores. Hay muchos términos claves que este libro irá desvelando a lo largo de sus páginas, pero pocas serán más importantes que la palabra «confianza». Porque cuanto mayor es la confianza, menor es el miedo.
 
Los entrenadores han ido conquistando cada vez más espacio en la estructura de poder de los grandes clubes. Porque gobiernan sobre jugadores que la sociedad ha entronizado como mitos; porque la opinión pública necesita individualizar el éxito y el fracaso, y porque suelen ser figuras carismáticas con todas las características del superviviente. Al fin y al cabo, hombres siempre al borde del peligro.
 
Cada entrenador es grande a su manera, pero todos son mayordomos de los jugadores, porque de ellos dependemos. Somos, quizá junto a los políticos, las mayores víctimas de la percepción que he conocido. Un entrenador está de pie, delante del banquillo, y es enfocado por la cámara de televisión. Si el equipo va ganando, nos parecerá inteligente, astuto, de algún modo invencible. Si el equipo ha recibido un gol, nos parecerá medio idiota por haberlo permitido. Entre una y otra imagen pueden haber pasado dos minutos y el entrenador, héroe o villano, puede no haber sido responsable de nada, porque el gol puede ser hijo de un fallo individual, de una genialidad indefendible o de un capricho del azar. El entrenador argentino Alfio Basile lo dice muy claro: «Cuando ganamos todos somos rubios de ojos azules; cuando perdemos, tontos y feos».
 
Pero es mentira que los grandes líderes son, solamente, los que están en el banquillo. ¿Cómo va a ser el eje del juego un personaje que se queda fuera de la cancha cuando empieza el partido? Cuando el fútbol llama a la acción, el entrenador delega y el futbolista actúa. Claro que el que piensa influye, pero démosle a los que actúan la importancia que merecen. Cada jugador tiene una poderosa influencia en el desarrollo del partido. Pero también en la conformación del grupo, cuando la convivencia se hace invisible para el gran público, el futbolista tiene una enorme responsabilidad en la consolidación moral de un equipo. Si todo debe sustentarse en las normas y en la disciplina, es porque ese equipo merece un dictador.
 
Todos los componentes de un club tienen una responsabilidad con el equipo. En su conformación o en su destrucción. Basta de considerar a los jugadores (o a los trabajadores en general) como fichas de un tablero. Todos ellos sienten y padecen, fortalecen o debilitan el rendimiento del equipo con su destreza técnica, su inteligencia táctica o su resistencia a la derrota. Todos, en distinta proporción, son responsables del resultado final.
 
 
El deporte como escuela
 
Pero la pregunta es: ¿qué hacen los líderes deportivos para crear un clima emocional positivo en cada partido? ¿En qué se diferencian unos de otros? ¿Por qué saben escapar de la rutina? Si tuviera que dar un primer consejo general, lo haría a partir de una experiencia interesante. En 1995 colaboré en un libro que titulamos Liderazgo. Para completar la reflexión, convocamos a un buen número de grandes empresarios y entrenadores de éxito a los que sometimos a una batería de preguntas. La idea era encontrar un común denominador que permitiera dar con una fórmula infalible. La experiencia nos llevó directamente a la desesperación. Entre aquellos personajes no existía ningún punto en común. Peor aún; algunos tenían cualidades opuestas y, sin embargo, habían llegado al mismo lugar: el éxito. Ya había abandonado toda esperanza de alcanzar una conclusión, cuando descubrí que aquello que los igualaba era la autenticidad. Ninguno impostaba la personalidad, sino que lideraban desde una profunda convicción, desde una seguridad casi enfermiza en su patrón de mando. Los grandes líderes creen en sí mismo por encima de cualquier receta, y desde esa fuerza interior transmiten y contagian. Claro que se puede copiar algún patrón de conducta, pero siempre que sea coherente con nuestra sensibilidad. De lo contrario, hay que aplicar la magnífica frase de Spencer Tracy: «Actuar está muy bien siempre que no te pillen haciéndolo».
 
Con independencia de estas evidencias que interactúan en todo equipo de alto rendimiento, todos tenemos nuestro punto de vista con respecto al ejercicio de un liderazgo constructivo, ético, socialmente ejemplar. Yo también.
 
He decidido clasificarlos en once poderes que fortalecen el día a día, pero miran al largo plazo con sana perspectiva. Porque el imperio último del líder se mide observando lo que deja como herencia. Ahí es donde se comprueba si su influencia fue constructiva o destructiva. Si es Mandela o es Atila.
 
Como si se tratara de una alineación de fútbol, me centraré en esos once poderes y en su influencia para poner al hombre en acción, dignificándolo. No ignoro que se puede llegar a ser competitivo apelando a artimañas que movilicen las más bajas pasiones. Para eso se necesitan líderes con una cierta disociación moral. Personajes que tratan de disolver la razón agitando los sentimientos y de jugar con la peligrosa lucha maniquea entre el bien y el mal. Existen en el deporte (que tiene una indiscutible naturaleza sectaria), y también en el más frío mundo de la empresa. Pero esas recetas no las encontrarán aquí porque, sencillamente, las detesto. No hay obra que merezca la pena si su base de sustentación se construye sobre la infelicidad, el miedo o la denigración de las personas.
 
Estas reflexiones solo aspiran a poner en valor la normalidad y el sentido común para extraer lo mejor del ser humano. Pep Guardiola lo dijo así en una conferencia que impartió en Buenos Aires, antes de hacerse cargo del Bayern Munich: «El líder es aquel que hace mejor al otro». Efectivamente, el líder que a mí me interesa es una persona que influye sobre más personas para construir una sociedad mejor. Si la ecuación lleva a un resultado distinto, es lícito ponerlo todo en cuestión.
 
Aquí les dejo los once poderes que me parecen relevantes. Utilizo el fútbol para recrearlos porque es el medio en el que crecí, porque su protagonismo actual convierte a sus mejores actores en contraseñas universales y porque lo considero un excelente vehículo para llevar al hombre hasta las más altas aspiraciones y los más bajos anhelos.
 

miércoles, 7 de mayo de 2014

MALCOLM GLADWELL. FUERAS DE SERIE

Hola, buenas tardes. Aquí estamos, un miércoles más, en Todos los libros un libro, dispuestos a brindaros una sugerencia de lectura que pueda suscitar vuestro interés. El libro que hoy quiero presentaros es muy atractivo, y estoy seguro de que aparte de entreteneros de una manera muy convincente va a resultaros también muy útil, pues contiene reflexiones, enseñanzas, historias y análisis muy valiosos para la vida en general, para nuestro desarrollo en el trabajo, en nuestra profesión, incluso en las relaciones sociales. Se trata de Fueras de serie, cuenta con un significativo subtítulo: Por qué unas personas tienen éxito y otras no, y su autor es el ingenioso, brillante y algo provocador Malcolm Gladwell. El libro ha sido publicado por la editorial Taurus en traducción de Pedro Cifuentes.
 
Malcolm Gladwell es presentado por la propia editorial en la solapa del libro como periodista, crítico, escritor y agitador cultural. En cualquier caso, se trata de un autor ya conocido, con dos libros previos de tanto impacto mundial como este mismo que ahora paso a comentaros. Cada una de sus obras gira sobre una pequeña idea, una noción elemental y revolucionaria, podríamos decir, sobre un concepto atrevido que en manos de Gladwell, evoluciona y crece hasta convertirse en un arma arrojadiza contra los modos convencionales del pensamiento. Quizá recordéis La inteligencia intuitiva, publicado también por Taurus en 2005, en la que presentaba su teoría del blink, según la cual ese parpadeo, ese fogonazo esclarecedor que a veces nos hace intuir algo de un modo aparentemente inexplicable, esa especie de relámpago iluminador que bastante a menudo acaece en nuestras vidas, por ejemplo al conocer a alguien, al tomar una decisión, eso que siempre se ha llamado pálpito o presentimiento constituye, al decir de Gladwell, otra forma de conocimiento distinta a la razón pero también muy fiable y eficaz. El poder de pensar sin pensar era el lema de aquel primer libro que tuvo una especial repercusión en el ámbito de los recursos humanos y de los procesos de selección de personal y cuyas tesis inspiraron también, en cierto modo, algunas prácticas recientes en el terreno de las relaciones personales y las redes sociales, como las compañías que propician encuentros y citas rápidas o las agencias matrimoniales. Su segundo libro editado en España, también por Taurus, en 2007, La clave del éxito, nos trajo otra novedosa idea, para la que acuñó otra expresión que ha calado, al igual que el blink, en ciertos contextos académicos, políticos y sociales, en este caso The tippping point. Partiendo de la nomenclatura específica de la medicina, the tipping point alude a ese punto mágico y no fácilmente previsible, ese punto de inflexión que hace que cualquier acontecimiento social se convierta en una especie de epidemia y se propague por doquier. Desde esa base, Malcolm Gladwell analizaba los fenómenos sociales, la importancia de las pequeñas cosas en los grandes cambios, afecten éstos a la difusión de ideas innovadoras, a la implantación masiva de las modas, a la consecución de éxitos de venta, a la modificación de los hábitos de consumo, o, en definitiva, a las grandes variaciones del rumbo de nuestras propias vidas. Hace unos meses se publicó en nuestro país David y Goliat, que aún no he podido leer y en el que, al parecer, nuestro autor reflexiona sobre las relaciones de poder a partir de una lectura novedosa de la historia bíblica.
 
Esta tarde quiero hablaros de su cuarta publicación editada en España. En 2009 se tradujo al castellano su penúltimo libro, un texto, como todos los suyos, fascinante y arrebatador, escrito de un modo aparentemente fácil que hace que su lectura nos envuelva y apasione. Un libro, Fueras de serie, como los anteriores imaginativo, lleno de atrevimiento, subyugante en sus propuestas, aunque éstas no puedan ser siempre compartidas, ni mucho menos nos parezcan creíbles o verosímiles. Unas tesis que Gladwell transmite con entusiasmo arrebatador, con pasión, con amenidad, con una prosa fluida, trufada de mil ejemplos a cual más inesperado y estrambótico. El eje temático que surca Fueras de serie es el de las razones del éxito. Por el libro desfilan infinidad de personajes que han triunfado en su vida, los Beatles, Bill Gates, los ganadores de las grandes ligas deportivas, los abogados de mayor renombre de Nueva York, y otros que aparentemente fracasaron en sus proyectos vitales, como niños prodigio que nunca llegaron a nada o genios de enorme talento que tras hacerse millonarios en concursos televisivos hundieron sus vidas en rutinas mediocres y sin relevancia alguna.
 
Malcolm Gladwell investiga las causas últimas de los aconteceres vitales de unos y otros, y con ingeniosísimos sistemas de análisis que van desde el estudio de las plantaciones de arroz en el sureste asiático hasta la genealogía de los primeros sastres judíos inmigrantes en Estados Unidos, desde la indagación en las convenciones lingüísticas de los coreanos y su repercusión sobre los accidentes de las compañías aéreas de ese país hasta la investigación sobre las fechas de nacimiento de los jugadores de hockey, con un sistema de estudio de la realidad ciertamente deslumbrante, aunque en ocasiones algo traído por los pelos y rozando la inverosimilitud, acaba concluyendo que lo que nos hace triunfar en nuestras vidas, más allá del talento innato o la predisposición genética, son la herencia familiar, claro, y los antecedentes de la comunidad, el sacrificio y el esfuerzo, el propio trabajo, la mucha dedicación, la práctica incesante, la entrega denodada a la tarea, lo que él llama, en otro hallazgo del estilo del blink o the tipping point, la regla de las diez mil horas. Sin diez mil horas, al menos, de ejercicio constante y apasionado, entusiasta y sin condiciones, de una actividad, nunca lograremos destacar en ella.
 
En fin, un libro interesantísimo, aunque discutible, lleno de humor, de sorprendentes vueltas de tuerca, repleto de anécdotas, de creatividad, de argumentos inesperados y muchas veces también convincentes. Leed este Fueras de serie de Malcolm Gladwell que publica la editorial Taurus. Aparte de unas horas muy entretenidas encontraréis muchos motivos para la reflexión y el análisis. Os dejo con un fragmento del libro en el que se concentran parte de sus tesis principales.
 
Como complemento musical a mi reseña de hoy, y siendo los Beatles protagonistas parciales del texto comentado, una canción del grupo de Liverpool, When I’m sixty four. Aunque centrada en el terreno amoroso, el conocido tema, un clásico, nos habla también de proyectos de vida, de expectativas, de, en definitiva, cierta forma, quizá la más valiosa, del éxito.
 
 
No es fácil contestar con sinceridad a la pregunta ‘de dónde venimos’. Es más fácil mirar a Joe Flom y llamarle el más grande abogado de todos los tiempos, aun cuando sus logros individuales estén extremadamente entrelazados con su identidad étnica, su generación, las particularidades de la industria textil y los prejuicios de los bufetes del centro. Bill Gates podría aceptar su título de genio y dejarlo así. Pero demuestra un grado de humildad nada pequeño cuando mira hacia atrás en su vida y dice: Tuve mucha suerte. Y así fue. El Club de Madres de la Academia Lakeside compró un ordenador en 1968.
 
Es imposible que un jugador de hockey, o Bill Joy, o Robert Oppenheimer, o en realidad cualquier otro fuera de serie, mire hacia abajo desde su pedestal y diga sin mentir: Todo esto lo hice solo. Al principio, las superestrellas de la abogacía, los genios de las matemáticas y los empresarios del software parecían situarse fuera de la experiencia ordinaria. Pero no lo están. Son producto de su historia y de su comunidad, de las oportunidades que tuvieron y de la herencia recibida. Su éxito no es excepcional ni misterioso. Se cimienta en una red de ventajas y herencias, unas merecidas y otras no, unas ganadas con esfuerzo y otras mero producto de la fortuna, pero todas cruciales para hacerles ser lo que son. El fuera de serie, al final, no es fuera de serie en absoluto.