Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de febrero de 2017

WALLACE STEGNER. EN LUGAR SEGURO

Hola, buenas tardes. Os confieso así, de entrada, que pocas veces la recomendación que semanalmente os hago desde aquí, desde Todos los libros un libro, en Radio Universidad de Salamanca, me resulta tan sencilla como la de esta tarde. Porque hoy quiero aconsejaros la lectura de una novela espléndida, llena de emoción, conmovedora. Una novela que, si os decidís a leerla, os dejará huella, dejará en vosotros una impronta difícil de borrar, pues se trata, más allá de sus valores literarios, que los tiene y muy destacados, de un libro que recoge como pocos la vida, la vida humana con sus alegrías y sus frustraciones, con sus muchos motivos para la felicidad y sus, desgraciadamente, irrebatibles argumentos para la tristeza. Se trata de En lugar seguro, el primer libro editado en España, han llegado otros, de su autor, el hasta hace poco para mí desconocido, Wallace Stegner. La novela se publicó, con traducción de Fernando González, en la ejemplar editorial Libros del Asteroide, precedida de un breve aunque sustancioso prólogo del escritor Ricardo Menéndez Salmón.

En lugar seguro cuenta la historia de dos matrimonios, los Morgan, Larry y Sally, y los Lang, Sid y Charity, desde que se conocen, a finales de la década de los treinta del pasado siglo, en medio de la Gran Depresión norteamericana, hasta 1972, año en el que, por razones que no querría desvelar, la fuerte unión, el indisoluble grupo que han formado a lo largo de tres décadas y media va a separarse inexorable y definitivamente. El relato es narrado por Larry Morgan, que da cuenta retrospectivamente de los acontecimientos vividos, algunos en común, otros de modo exclusivo por él y su pareja, durante esos más de treinta años, aunque en el libro hay capítulos en los que Larry transcribe experiencias no presenciadas directamente, en primera persona, sino relatadas o recordadas ante él por otros personajes. De hecho, en al menos un magnífico episodio del libro, la acción se adelanta incluso hasta los orígenes de la relación del matrimonio amigo, los fascinantes Sid y Charity Lang, cuyo fulminante enamoramiento y su no menos apasionada e intensa promesa de matrimonio tienen lugar, siendo ellos muy jóvenes, algunos años antes del encuentro con los Morgan, en Battell Pond, el escenario paradisíaco, el lugar seguro al que no sólo metafóricamente apunta el título de la novela.

Cuando este encuentro tiene lugar, cuando se conocen, Sid y Larry comparten como profesores universitarios parecidos afanes e idénticos sinsabores académicos en la Universidad de Wisconsin. A su vez, Sally y Charity están esperando un hijo, el primero para Sally, el tercero ya para la deslumbrante Charity. Ambas circunstancias, y sobre todo el poderoso encantamiento y la capacidad de seducción que ejercen sobre su entorno la luminosa belleza y la elegancia inocente, la estimulante alegría y la refinada educación, la amplia cultura y la enorme riqueza espiritual de los Lang convierten a los cuatro amigos en inseparables, en una amistad que llegará a durar toda la vida.

En el camino, en los muchos años de los que la narración de Larry Morgan nos informa, se alternarán lealtades y desacuerdos, alegrías y desgracias, sueños realizados y afanes por alcanzar, etapas de convivencia y largas temporadas de distanciamiento, ocasiones para la exaltación y ligeros desencuentros, pero esa amistad, la auténtica protagonista de la obra, perdurará, inquebrantable, transformando a sus protagonistas.

Por la novela, profundamente conmovedora, discurren todas las emociones humanas, el amor, la lealtad, la tristeza, el dolor, la nostalgia, la ilusión, el deseo, la ternura, la generosidad, la frustración, la entrega, el sufrimiento, la melancolía, la pasión, la amargura y tantas otras. Estamos ante cuatro personajes absolutamente magníficos, sobrehumanos, en cierto sentido, pues a mi juicio participan de ciertas formas de perfección inalcanzable. Pero por otro lado, como se resalta en el fragmento con el que os dejo como cierre a esta reseña, son gentes sencillas, individuos normales, sin especiales pretensiones, sin ambiciones extravagantes, personas excelentes quizá por su vivencia extraordinaria de una existencia relativamente común. Sin embargo, lo que los magnifica, hasta el punto de dejar en nosotros un recuerdo imborrable, es su entusiasmo, su voluntad decidida de trascender, podríamos decir, la mediocre realidad, su inquebrantable convicción, su fe en la vida, su deseo de convertir su paso sobre la tierra en la ocasión para una experiencia mejor, más digna, memorable, más plena y fecunda, grandiosamente humana. El caos es la ley de la naturaleza; el orden es el sueño del hombre, es el principio inspirador que se recoge en una cita del libro. Y conscientes de ello, los personajes de la novela luchan lúcidamente por imponer un orden bellísimo y feliz al terrible y destructor caos consustancial a nuestra naturaleza. Y casi todos lo logran. Cuando al término del libro, el narrador, trasunto del propio autor, se pregunta por todos los amigos, por todos los conocidos, por todos los allegados con los que coincidió en su aventura vital, imagina su destino, su futuro, su legado -qué habrá sido de ellos, dice-, y resume en una frase el espíritu del libro dejándonos a nosotros, los lectores, un motivo esencial de reflexión para nuestras vidas: Confío en habrán hecho algo más que sobrevivir. Confío en que habrán encontrado maneras para imponer algún tipo de orden en su caos.

No deberíais perderos este En lugar seguro, una novela excepcional de Wallace Stegner publicada por Libros del Asteroide, de la cual os dejo ahora un significativo texto en el que, como digo, se encierran algunas de sus claves.

Para ilustrar musicalmente una obra que gira sobre la amistad, he elegido un clásico, You’ve got a friend, en la interpretación que hacen su creadora, una Carole King que acaba de cumplir 75 años y a la que he dedicado un programa de homenaje en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, y que podéis volver a escuchar en su blog: buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.  En esta ocasión, King acompaña al piano al igualmente espléndido James Taylor.


¿Cómo hacer un libro que cualquiera quiera leer a partir de unas vidas tan apacibles como éstas? ¿Dónde están las cosas de que se incautaron los novelistas y esperan los lectores? ¿Dónde está la vida de lujos y despilfarros ostentosos, la violencia, el sexo retorcido, los deseos de muerte? ¿Dónde están las infelicidades de barrio residencial, las promiscuidades, los divorcios convulsos, el alcohol, las drogas, los fines de semana perdidos? ¿Dónde los odios, las ambiciones políticas, la sed de poder? ¿Dónde la velocidad, el ruido, la fealdad, todo lo que nos hace quienes somos y nos hace reconocernos en la literatura?

Las personas de las que estamos hablando son vestigios de tiempos más tranquilos. Han sabido comprar paz y distanciarse de la fealdad industrial. Viven parte del año tras las paredes de una universidad y en una floresta el resto de él. Su inteligencia y su tradición civilizada les protegen de la mayoría de las tentaciones, indiscreciones, vulgaridades y errores apasionados que nos atosigan y perturban a casi todos nosotros. Fascinan a sus hijos por lo decentes, lo refinados, lo clementes y comprensivos y cultivados y benevolentes que son. Y desconciertan a sus hijos porque a pesar de todo lo que tienen y son, a pesar de que a los ojos de muchos son una pareja ideal, los encuentran remotos, poco fiables, ásperos incluso. Y se han perdido algo, y lo demuestran.

¿Por qué? Porque son quienes son. ¿Por qué son tan irremediablemente quienes son? Pregunta sin respuesta, quizás imposible de responder. En casi cuarenta años ninguno de los dos ha sido capaz de cambiar al otro ni tanto así como un signo de puntuación.

Otra consideración, ésta personal y turbadora. Soy amigo suyo. Los respeto y los quiero a los dos. Aún más, nuestras vidas han estado tan enlazadas entre sí que no podría escribir sobre ellos sin escribir igualmente sobre mi mujer y sobre mí. Me pregunto si podría recrear a cualquiera de nosotros sin que mis retratos quedasen afectados de compasión o de autocompasión. La amicitiae es una corriente cristalina. Un exceso de piedad puede hacerla imbebible.

miércoles, 15 de febrero de 2017

MEG WOLITZER. LOS INTERESANTES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como cada miércoles en Radio Universidad de Salamanca sale al aire nuestro espacio en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura. Hoy os propongo una excelente novela de una autora norteamericana a la que yo no conocía, pese a que cuenta con varias obras en su haber -algunas de las cuales, además, traducidas en nuestro país-, y con un par de ellas habiendo sido, incluso, objeto de traslación al cine. Se trata de Meg Wolitzer, cuya última publicación, la extensa y espléndida Los interesantes, ha visto la luz hace unos meses en la serie Contemporánea de Alba Editorial en traducción de Laura Vidal. Por cierto, y a propósito de la edición, la siempre cuidadosa Alba Editorial -su colección de clásicos es una maravilla, una fuente permanente de disfrute y placer, por la soberbia selección de su catálogo y por el rigor y el esmero con el que se presentan sus libros, objetos todos ellos de una pulcritud en el diseño, un cuidado en los detalles y una belleza general excepcionales-, nos ofrece en este caso una muy desmañada publicación, repleta de fallos formales -varias decenas de ellos he contabilizado en mi lectura, interrumpida de continuo por los enojosos yerros-, numerosas erratas, reiterados desajustes en las concordancias, absurdas repeticiones, constantes errores tipográficos y todo tipo de chirriantes anacolutos. No creo que sea tampoco ajena al descuidado tono general la propia traductora, con, entre otros, dos patinazos destacados, un “Va a ser un día estupendo. Nos le merecemos” o un uso, a mi juicio impreciso y forzado, de “perpetrador” como sinónimo “automático” (no metafórico o alusivo o indirecto, lo que provoca que resulte difícil de entender en una primera instancia) de “asaltante sexual”. En fin, los veinticuatro euros que cuesta el libro bien merecían algo más de celo profesional...

Es ya clásica -¡¡se ha repetido tanto!!- la frase de Stendhal que califica la novela como un espejo al borde del camino (Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro de los barrizales que hay en el camino), un espejo que muestra la vida en todos sus aspectos, que recoge todas sus dimensiones, sus innumerables vertientes, sus luces y sus sombras -el cielo y el barro-, los momentos de exaltación y los de recogimiento, las experiencias “abiertas” y expansivas y las más íntimas y recogidas, la profunda riqueza de las emociones humanas y la complejidad de nuestros sentimientos, el brillo de la inteligencia y el horrible abismo del mal, por mostrar tan sólo un somero elenco de algunas de las inquietudes que definen nuestra naturaleza. Y es de ahí, de esa condición de “vida duplicada”, de donde emana la poderosa atracción que el género ejerce sobre los lectores pues leyendo novelas conocemos la vida que en ellas vemos reflejada, aprendemos sobre nuestra propia existencia, crecemos, expandimos nuestros horizontes siempre limitados y que sin el fecundo encantamiento de la ficción se mostrarían aún más romos, más triviales, más inanes.

Viene esta reflexión a cuenta del libro que hoy os presento, pues Los interesantes recoge, con hondura e intensidad, con una notable capacidad de penetración y un brío y un vigor narrativos formidables, la vida -la vida entera, casi podríamos decir, exagerando sólo un poco- de seis personajes neoyorquinos a lo largo de cerca de cuarenta años de su existencia. Julie Jacobson, Alf y Goodman Wolf, Ethan Figman, Jonah Bay y Cathy Kiplinger son unos muchachos que cuentan con quince, dieciséis años cuando en julio de 1974 coinciden en el campamento veraniego de Spirit-in-the-Woods, a las afueras de Manhattan. Desde esos días adolescentes hasta que casi entrados en la sesentena se encaminan a la última etapa de sus vidas, Meg Wolitzer los sigue, en más de seiscientas apasionantes páginas, y nos da cuenta -su novela un fidedigno y detallista espejo- no sólo de los aspectos “externos” de su transcurrir vital (estudios, trabajos, amistades, relaciones sentimentales, familias, enfermedades y muertes, éxitos y fracasos profesionales), sino, principalmente -y sobre el telón de fondo de esa trama argumental que los ve crecer y evolucionar en sus vivencias-, de lo más íntimo de sus personalidades: sus afanes, sus ilusiones, sus decepciones, sus angustias y sus miedos, sus entusiasmos y sus pasiones, su energía, sus amores, sus depresiones, su dolor, sus frustraciones, sus sueños, su desconcierto y su amargura, su rebeldía y su conformismo, su perplejidad y su tristeza, sus alegrías y sus esperanzas, mostrándonos, en definitiva, los más recónditos pliegues de sus almas.

En un primer capítulo deslumbrante, que justifica por sí solo la adquisición y lectura del libro, conocemos a los jóvenes en su germinal aventura veraniega. Spirit-in-the-Woods es un campamento especializado en artes escénicas y visuales. Lo abren, en 1952, Edie y Manny Wunderlich, un matrimonio obsesionado con descubrir y potenciar el talento juvenil, comprometidos ambos con el noble propósito de acercar el arte al mundo generación tras generación, y creando para ello entre bosques, en medio de la naturaleza, su pequeña utopía. Allí, Julie Jacobson, la narradora, la chica tímida e insignificante del extrarradio, la chica anodina, invisible, pánfila, tristona, ignorante, inculta, patosa, la chica de quince años y aspecto inseguro desesperada por llamar la atención, la chica vulgar con el pelo frito por la permanente, se encuentra con un grupo de adolescentes de otra clase social -más elevada-, con otra cultura y otros hábitos -más refinados-, con otra forma de estar en el mundo -más desenvuelta-, que la impresionan: El chico feo y amable, la muchacha hermosa y delicada sentada frente a ella y el extraordinariamente magnético hermano de la muchacha hermosa; también el hijo amable y de voz queda de una cantante de folk famosa y, por último, la bailarina sexualmente segura y de carácter algo difícil con la cortina de pelo rubio. No eran todos más que innumerables células que se habían juntado para conformar aquel grupo en particular, un grupo que Julie Jacobson, una chica sin nada especial que ofrecer, había decidido que adoraba. Que estaba enamorada de él y que así sería durante el resto de su vida. Juntos crean Los Interesantes, una entrañable pandilla -algo más: un exclusivo club, una fratría- de jóvenes con todos los tics de la adolescencia -la importante presencia del sexo, el romanticismo aún algo infantil, las cabezas llenas de sueños, las aspiraciones quiméricas, las inseguridades juveniles, la vivencia de los últimos días de la soledad que a menudo acompaña a la niñez, la sensación de pertenencia e identidad grupales, la pedantería, el ingenio, el atrevimiento, la suficiencia-, pero diferentes de sus coetáneos por el enorme potencial que atesoran, por sus personalidades excepcionales, por su sobresaliente talento (siendo este, el del talento, uno de los ejes principales de libro, como luego comentaré). Son, todos ellos, poco más que niños, niños que disfrutan de las excursiones nocturnas a la luz de las linternas, de los juegos del campamento, de las noches compartidas en los tipis -las tiendas de campaña indias-, de los triviales coqueteos con las drogas, de los primeros indicios de la atracción sexual, incluso de, como indica Ethan, los chistes sobre eructos, aunque su brillante ingenio y su destacada inteligencia los lleven a finalizarlos con una mención a Kierkegaard. Y se encuentran y aprecian afinidades y se entienden y se quieren y se agrupan porque el mundo era insoportable y ellos no. Son los Interesantes: De hoy en adelante y puesto que somos las personas más interesantes que han pasado por este puto mundo -dijo Ethan-, puesto que somos tan irresistibles y tenemos los cerebros a punto de estallar de pensamientos intelectuales, nos vamos a llamar los Interesantes. Y que la gente con la que nos crucemos se caiga muerta de lo interesantes que somos, joder.

Interesantes, encantadores, irresistibles, más que probables “triunfadores” -en la peculiar nomenclatura estadounidense del éxito-, los protagonistas del libro son jóvenes con un excepcional talento, y ese es, en cierto modo, el tema principal de la novela: ¿qué hacemos con los “dones” que los genes o el destino o la naturaleza o las no se sabe si existentes fuerzas primigenias nos han otorgado? La mayoría de las personas no tiene talento, se dice en un momento de la obra. Pero también, el talento podía tomar muchos caminos distintos, dependiendo de las fuerzas que actuaran sobre él y dependiendo de la economía, de la disposición y de la fuerza más abrumadora y determinante de todas: la suerte. La novela entera es un conmovedor relato de lo que todas esas fuerzas hacen de la excepcional capacidad de esos privilegiados jóvenes.

En ese extraordinario capítulo inicial en el que asientan las bases de la novela y en el que se concentran bastantes de sus claves, asistimos a la narración de ese deslumbramiento iniciático de la “normalita” Julie (tener solo un poco de talento -dice la cita de Mary Robinson que abre el libro- era algo horrible, una tortura... ser solo un poco especial te hacía esperar casi siempre demasiado) por sus talentosos y “diferentes” compañeros. La brillantez, el encanto, la soltura, la belleza, la inteligencia, la cultura, la personalidad arrebatadora de los chicos -que para su sorpresa acaban aceptándola en el grupo y reconociéndola como amiga-, tan distintos a lo acostumbrado en su entorno habitual -una madre y una hermana de vidas mediocres y sin alicientes, el padre fallecido, un hombre gris muerto a los cuarenta y dos años- alteran para siempre la sensibilidad de la joven, moldean su carácter, despiertan en ella nuevas inquietudes, la convierten en alguien en cierto modo diferente (Aquel verano le había expandido el alma. Porque ahora estaba abierta a una clase de música que antes no habría escuchado jamás, a novelas difíciles (...) que antes no habría leído y a una clase de personas que antes no habría tenido la oportunidad de conocer). Al acabar el verano Julie será otra; encandilada, cambiará su nombre por el de Jules, más sofisticado. Había llegado allí como Julie y se marchaba como Jules, una persona con criterio.

A partir de esa experiencia inaugural, la autora nos cuenta -como se ha dicho- la vida de los jóvenes y la evolución de su amistad. Había seis personas en aquella construcción cónica de madera -el tipi del campamento- e iluminada por una única bombilla. Se volverían a reunir siempre que pudieran durante el resto del verano y con frecuencia en Nueva York durante el año y medio siguiente. Pasarían un verano más todos juntos. Después, durante los más de treinta años siguientes, solo cuatro de ellos se reunirían siempre que pudieran, pero entonces, claro, sería algo totalmente distinto. La novela describe de un modo magnífico el transcurso de esas tres largas décadas y el desarrollo de esos lazos afectivos juveniles y su conversión en ese “algo totalmente distinto” del que habla el fragmento precedente.

Y así, el libro avanza y el pasado va quedando atrás y llega la juventud y los amigos experimentan los furiosos -y pese a ello a veces casi imperceptibles- embates de la vida y se harán adultos (y los años se acortarían y pasarían volando. Entonces no faltaría mucho para que todos se sintieran perplejos y tristes por haber alcanzado su yo adulto más denso, definitivo, sin apenas posibilidad de reinvención) y aparecerá la decepción (siempre he tenido la sensación de que uno se pasa la vida como... preparándose para los grandes momentos, ¿sabes? Pero cuando llegan, a veces no te sientes nada preparado, o incluso resulta que no son como habías pensado. Y eso es lo que los hace extraños. La realidad es realmente distinta de la fantasía), y la nostalgia por aquellos días de infancia, vividos mucho tiempo antes de la perplejidad, de la tristeza y la irreversibilidad actuales, y los recuerdos melancólicos (lo más emocionante de aquella época era el hecho de que eras joven), y la frustración por los proyectos rotos y por la imposibilidad de estar a la altura a la que apuntaban las capacidades y la ilusión y los sueños que se adivinaban en la infancia: la idea de que uno puede tener grandes sueños que quizá no se cumplan nunca. De que uno, sin darse cuenta, vaya haciéndose cada vez más pequeño. Y la vida los aleja y vuelve a acercarlos y todos se desperdigaban, se dispersaban, continuaban siendo amigos, pero empezaban a familiarizarse con una realidad que tenía un aspecto muy distinto cuando se enfrentaba a solas.

Veinticinco años después los afanes juveniles se atemperan, la vida apaga el entusiasmo, frena los impulsos, rebaja la fuerza, agosta el talento, condena a la mediocre madurez, obliga a la rendición: No hacía falta ser siempre el que deslumbra, el explosivo, el que hace partirse de risa a la gente, con el que todos quieren acostarse o el que escribe e interpreta una obra de arte que todos ovacionan. Podías dejar de obsesionarte con la idea de ser interesante.

Si a la detallada descripción de las existencias de los seis chicos añadimos un telón de fondo salpicado de acontecimientos de la vida norteamericana, con el impeachment de Nixon y Vietnam y la expansión del sida y Reagan y la guerra del Golfo, entre otras muchas referencias; y si además, el universo artístico e intelectualizado de los amigos se desenvuelve entre obras de teatro y citas de escritores y libros e infinidad de canciones que pueblan la banda sonora del libro; y si todo ello rebosa emoción y dulzura, inteligencia y sensibilidad, potencia narrativa y extraordinaria capacidad de penetración en la mente y el alma humanas, el resultado es una novela espléndida que no deberíais dejar de leer y que os recomiendo con entusiasmo.

Los interesantes se abre con una muy apropiada cita de Bob Dylan’s dream, una canción de una álbum clásico de Bob Dylan, The freewheelin’, publicado en 1963: En un tren camino al oeste cerré los ojos para descansar y tuve un sueño que me entristeció sobre mí y los primeros amigos que tuve. La triste pero intensa balada del último premio Nobel de Literatura cierra por hoy nuestro espacio.


Repasó mentalmente lo que había sido de los seis amigos de aquel primer verano, reunidos todos ellos bajo los auspicios del talento. Una se había convertido en una directora teatral ingeniosa y honesta que empezaba a darse a conocer, aunque ¿lo habría logrado de no haber contado con el trampolín del dinero de sus padres primero y de Ethan después? Probablemente no. Otro había renunciado a su talento musical por razones desconocidas y seguía siendo enigmático incluso para las personas que le querían. Otra había nacido con un gran talento para la danza pero, por un accidente biológico, tenía un cuerpo que no se correspondía con ese talento pasada cierta edad. Otro había sido encantador, privilegiado y holgazán, con el potencial de construir cosas pero también con el impulso de destruirlas. Otro -él mismo- había nacido “con talento de verdad” como escribía la gente en reseñas y semblanzas. Aunque Ethan no había nacido con privilegios, se había beneficiado de algún que otro trampolín a lo largo de su vida, aunque el talento que poseía era suyo y de nadie más. Existía antes de que apareciera el trampolín. (...) Luego quedaba la última integrante del grupo de amigos de Ethan, que no había sido lo bastante buena para hacer reír en el escenario y había tenido que cambiar de actividad, desarrollando una aptitud más que un arte.

miércoles, 8 de febrero de 2017

RAMÓN SOLSONA. TODO LO QUE SUCEDIÓ EN EL VALLE

Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero hablaros de una interesante novela de un espléndido escritor catalán, Ramón Solsona, que yo seguí con entusiasmo hace casi veinte años y que acaba de presentar, el pasado año, su última publicación, Todo lo que sucedió en el valle, en edición de Tusquets y traducción de Victoria Pradilla Canet, que incurre en algunos deslices menores como el mantenimiento de un criterio un tanto errático a la hora de verter a nuestro idioma ciertos términos catalanes, algo que ocurre de modo singular aunque reiterado con Lérida, que aparece indistintamente en el Lleida original o en su transcripción al castellano.

Como os digo, yo conocí a Ramón Solsona hace casi dos décadas, a raíz de la publicación en 1998 de Las horas detenidas. El libro, que apareció en traducción de Juan Bonilla en la primera etapa de la editorial Pretextos, aquella en la que presentaba los títulos de su catálogo con un reducido formato, una bellísima estampa en su cubierta y, en general, una cuidadísima y acogedora edición, me deslumbró entonces y me reveló un escritor de una sensibilidad extrema, capaz de transmitir belleza y verdad en un relato emotivo y conmovedor. Poco después, leí El año que viene volverá tu padre que en traducción del propio autor ofreció la editorial Acantilado. Igualmente interesante, no llegó, sin embargo, a provocarme el mismo impacto que aquella primera gran e inolvidable obra. Desde entonces, Solsona publicó algunos otros libros en catalán que, quizá por la no excesiva repercusión en el mercado editorial en castellano de aquellos dos primeros, no han visto la luz, que yo sepa, fuera de Cataluña. Y ahora me reencuentro con el autor en este Todo lo que sucedió en el valle que es también una novela sobresaliente, sin llegar tampoco, a mi juicio, a las altas cotas alcanzadas con su primer libro.

La historia que nos narra Solsona se sitúa en el Vall de Cardós, en el Pirineo leridano, a donde entre finales de los años cincuenta y principios de los setenta del pasado siglo llegaron miles de trabajadores -solo en 1965, año en que se desarrolla la acción, fueron 2.500- procedentes del resto de España (singularmente andaluces, aunque también acudieron castellanos y extremeños) para acometer los descomunales proyectos, las colosales obras de perforación de montañas, apertura de túneles, canalización de las aguas de los lagos pirenaicos, construcción de centrales, creación de infraestructuras, y, en definitiva, para contribuir al levantamiento de un conjunto de ingenios hidroeléctricos sin los cuales -y las palabras son del propio autor en una reciente entrevista en prensa- la actual industria catalana no habría existido.

Esa avalancha de hombres -casi todos, de una u otra manera, perdedores de la guerra, marcados por el hambre y la pobreza, por la humillación y la derrota- tan distintos a los apacibles pobladores de los cerrados valles locales en costumbres e incluso en idioma, en valores, experiencias y perspectivas vitales, revoluciona la zona, dando lugar a efímeras relaciones que mezclarán a foráneos con autóctonos, a los desarraigados que arribaban a aquellos parajes para buscarse la vida con los lugareños que verán en ellos las posibilidades de crecimiento y riqueza, aportando en igual medida dinero y conflictos, y abriendo la región -y por extensión, Cataluña entera-, sumida aún en las oscuras nieblas de un franquismo de posguerra, a una incipiente prosperidad y a unos primeros atisbos de modernidad.

En este escenario, el asesinato de un guardia civil de Noguera de Cardós, en donde se ubica el campamento central de Cohisa, la principal empresa constructora, permite el desenvolvimiento de una trama vagamente policiaca, en la que el proceso de investigación y esclarecimiento del crimen se imbrica con el relato de un amor imposible entre Rossita, una mujer del pueblo, casada con Jaume “el de la Madera”, un pequeño “capo” local, y uno de los recién llegados, Santi Vallory, un joven topógrafo empleado en las obras, que alquila una habitación en la vivienda del matrimonio.

El libro se estructura en seis largas secciones, organizadas en torno a las principales festividades que puntúan el paso del tiempo en aquel entorno rural: de San Pedro al 18 de Julio de 1965, de San Jaime a San Lorenzo, de la Fiesta Mayor de Noguera a la víspera del Pilar, del Pilar a Todos los Santos, de Todos los Santos a San Andrés, y de San Andrés a la Purísima, apenas medio año en el que la narración avanza a través de las voces de diferentes personajes que se van sucediendo y contando la historia desde distintas perspectivas en un complejo aunque fluido mosaico que enriquece la novela. Y así, además de a los propios Santi y Rossita, escuchamos a distintos empleados de Cohisa: contables y delineantes, administrativos e ingenieros, geólogos y dibujantes; a obreros encargados del trabajo “a pie de campo”, luchando contra las rocas en las excavaciones: mineros y perforadores, picadores y dinamiteros; a las operarias de la centralita telefónica; a los hombres que juegan al tute en el cineclub local; a diversas mujeres del pueblo; a una trabajadora doméstica que sirve en la mansión de los poderosos propietarios de la compañía; a una empleada del colegio público; a la dueña de la tienda; a distintos lugareños, hijos de Noguera o de sus aledaños (como Amadeu Casas, que habla en el texto con el que cierro esta reseña y en el que podréis apreciar el “tono” del libro); al As de Copas, un número de la guardia civil, y al Sapo, su despreciable sargento; a la reina de las fiestas; a Frank King, el guineano que llega para cantar en dichos festejos; a Mosén Antonino, el sanguinario y cobarde cura del pueblo; a Pasqualet de Casa Xico, el monaguillo; al doctor; a un jubilado reportero de ‘El Caso’… Y cada uno de ellos cuenta su vida, su trayectoria hasta llegar al valle, y deja, obviamente, su testimonio de los hechos ocurridos en aquellos meses. En su mayor parte hablan retrospectivamente, desde un presente en el que María Emilia Catarineu -un personaje inventado, una periodista y escritora, autora de artículos sobre las obras hidroeléctricas publicados en diversas revistas y que se “transcriben” en la novela- realiza una investigación sobre los hechos acaecidos décadas atrás y de los que ha tenido noticia por vías que no puedo revelar y que se descubren al final del libro.

Tras cada uno de estos testimonios aflora una muy fiel panorámica de la vida en esta etapa de nuestro país, unos años en los que se cumple, más o menos, la mitad de la larga dictadura franquista. Es magnífica la descripción de esa época en la que empieza a dejarse atrás la posguerra y, muy tímidamente, España va encaminándose a un cierto progreso. Por un lado, aún hay rastros de la contienda: los maquis y los resistentes al régimen, las fronterizas montañas leridanas como lugar de paso para los exiliados, las figuras autoritarias y brutales del cura y del sargento de la Guardia civil, la corrupción y la hipocresía social, los injustos y abusivos privilegios de los poderosos, la ausencia de derechos y las inhumanas condiciones de vida de los trabajadores, la persecución de los resistentes (magnífico el retrato de los Hermanos Dinamita, comunistas y perseverantes en su actitud revolucionaria veinticinco años después de finalizada la guerra). Pero, por otro, empiezan a adivinarse rasgos de ese otro mundo que llega, la televisión y los teleclubs, el turismo, los utilitarios, algunos muy tenues atisbos de un anhelo de democracia y modernización.

En este sentido, el libro plantea, a mi juicio, dos grandes ejes para una posible lectura política. En primer lugar, la reivindicación del papel de los obreros, de los desheredados, de los pobres hombres del común en la construcción de los faraónicos proyectos del régimen, una idea presente desde la cita de Bertolt Bretch que abre la obra: Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó? / En los libros figuran los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? / Y Babilonia, destruida tantas veces, / ¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas / de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron? / La noche en que fue terminada la Muralla china, / ¿adónde fueron los albañiles? Roma la Grande / está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?

Además -y este “frente” no parece tan nítido en el texto y quizá no responda a la voluntad expresa de su autor y sea solo una interpretación personal-, la historia narrada ofrece suficientes elementos como para -una vez más y desde un enfoque no habitual- cuestionar las ficciones históricas nacionalistas que hoy se enseñorean de la realidad política catalana a partir de la interesada visión independentista. Y es que esa Cataluña “de las esencias” y primordial, pura e incontaminada, supuestamente sojuzgada y reprimida por la España “imperial”, nunca existió -ni siquiera, pese a la indudable represión, en el franquismo-, antes al contrario, pues la hegemonía industrial, el poderoso crecimiento económico, el desarrollo tecnológico de aquella región no se debieron a los valores primigenios de un pueblo elegido y distinto -más culto, más trabajador, más fiable- del resto de los españoles, sino que sin la aportación masiva a las fábricas catalanas de andaluces y extremeños, de gallegos y castellanos, sin el esfuerzo y el sudor, sin el sacrificio y, también, la explotación de los charnegos, la economía de esa comunidad española no sería lo que ahora es.

En fin, por todos estos múltiples motivos de interés os recomiendo la lectura de Todo lo que sucedió en el valle y el resto de las obras de Ramón Solsona, en particular la excepcional Las horas detenidas. Os dejo ahora con una canción de Nat King Cole (el negro cantante, Frank King, de la novela, elige ese “nombre de guerra” como homenaje a “Frank” Sinatra y Nat “King” Cole), como no podía ser de otra manera en español: Ansiedad, un tema y una versión muy populares en los años en los que se desenvuelve la trama del libro.


Desde aquel mismo instante todo el mundo la llamó la Perla Fina y nadie se preocupó más de saber cómo se llamaba de verdad.

Trabajaba en el bar y era jovencita, simpática, con unos ojos azules que, oiga, parecía salida de una película. Todos queríamos hablar con ella, bailar con ella, invitarla. Y ella jugaba a aquel juego, se dejaba conquistar y aún nos encendía más. Las familias iban al teleclub a distraerse y a pasárselo bien, pero los hombres, sobre todo los jóvenes, íbamos por ella, nos pirrábamos por estar cerca de ella o para verla pasar. Íbamos detrás de la Perla Fina como un enjambre de abejas, todos a la vez. Yo no lo presencié nunca, pero decían que si el cura se la encontraba por la calle la reñía porque llevaba unos vestidos demasiado ajustados y porque no iba nunca a misa. Se ve que todas las mujeres del pueblo le tenían ojeriza y se quejaban al cura porque decían que aquello era un escándalo. Un escándalo precioso, créame, con un cuerpo de los que quitan el hipo. Un servidor se lo cuenta a usted tranquilamente porque es un recuerdo de juventud muy hermoso, pero mi mujer aún le guarda rencor a la Perla. La envidia es muy puñetera, ya lo creo. Todo esto pasó cuando el teleclub era la plaza mayor de todo el valle de Cardós, el centro del mundo, como si dijésemos. La misma empresa que tenía el local y que se encargaba del cine y del baile puso un servicio de furgonetas para recoger a los trabajadores de los pueblos cada domingo y llevarlos de vuelta después. No se puede usted imaginar cómo estaba esto los días de fiesta. Daba gusto pasear por la carretera, con tanta gente de aquí para allá. Ni las Ramblas de Barcelona, oiga. Por un duro tenías dos películas y el No-Do. Y si había baile, ¡para qué le voy a contar! Te pasabas la tarde moviendo el esqueleto.

Pero, ¿sabe una cosa? Antes de este teleclub hubo otro. La gente ya no se acuerda, pero en aquella época sólo cuatro gatos tenían tele. Había una en el hostal nuevo, en alguna casa rica y pare usted de contar. Entonces alguien de Cohisa movió unos cuantos hilos para que nos diesen un televisor, uno de los primeros que daban en toda España. Aquello fue como si nos hubiese tocado la lotería. Dar, sí, gratis, que lo regalaba Fraga Iribarne para tener a la Era un Philips bastante grandecito para la épocapez gordo, sí, de esos que cortaban el bacalao. Cuando era ministro subió unas cuantas veces al Pirineo, pero nunca puso los pies en Cardós. Aquí nunca vino nadie, ni Franco, ni Fraga ni ningún pez gordo, salvo don Juan March. Se quedaban en Sort o pasaban de largo por Llavorsí para ir al Valle de Arán. Fíjese, por una vez que nos concedieron un televisor, tuvimos que ir a buscarlo nosotros mismos.

Fuimos el alcalde de Noguera, el jefe de personal de Cohisa y un servidor. No, no, qué va, en una tienda no, qué dice. Aquello era propaganda del régimen, claro. Lo daba el Gobierno Civil, y parecía que daba limosna a los pobres y encima tenías que poner buena cara. Allí que nos fuimos a Lérida a aquella especie de palacio que hay junto al Segre. Incluso salimos retratados en La Mañana en el momento en que el gobernador civil en persona nos entregaba el televisor. Era un Philips bastante grandecito para la época, que luego no había forma de meterlo en el coche.

¡Todo un éxito, oiga! Costó un poco ponerlo en marcha, pero en Cohisa había técnicos de todo tipo y entre todos acabamos de encontrar el punto para que se viese más o menos bien. No, no, en el teleclub, no. Mejor dicho, sí, en el teleclub, el primero, el del campamento de Noguera. Es que hubo dos teleclubs, porque ¿sabe usted lo que pasó? Pues que todo el mundo quería ver la tele, y allí dentro del barracón que llamaban la cantina no se cabía. Entonces fue cuando abrieron el grande en el pueblo, que también hacía las veces de cine, de teatro, de sala de baile, vaya. Aún existe, y todo está como antes, con los tres arcos de piedra, la barra, la chimenea, un rinconcito con unas butacas para leer libros y periódicos… ¡Qué recuerdos tan buenos! Del teleclub salieron unas cuantas parejas, como la de un servidor sin ir más lejos, pues conocí allí a mi señora. Es de Ainet de Besan, del otro valle, porque la juventud de la Vallferrera también venía aquí a divertirse. Son cosas del destino. ¿Usted cree en el destino? Yo sí. Si no llega a ser por las obras y el teleclub, yo quizá no habría conocido a mi señora y quizá me hubiera ido a ganarme la vida a Tremp o a Lleida.

Ahora estas cosas no ocurren porque no hay cine, ni baile ni nada de nada. No hay gente, esa es la cosa. Deje que me explique, gente sí que hay, la de los pueblos, pero en comparación con aquellos tiempos somos cuatro gatos. Las chicas de aquí que se casaron con trabajadores de Cohisa después se fueron con ellos. Nos dejaron aún más solos como quien dice. Nos quedamos sin trabajo y sin mujeres casaderas. Ahora que no me oye mi señora, le diré con franqueza que la juventud se tiene que aprovechar al máximo, porque las alegrías duran poco. La Perla Fina no estuvo mucho aquí y a mí me quedó el reconcomio de no haber intentado algo bonito con ella. Quiero decir haberme atrevido. Y mire que la tuve…, cómo le diría. Fue un día que en el teleclub todo el mundo estaba muy animado, como si nos hubiéramos vuelto todos locos, y nos pusimos a bailar la conga. ¿La conoce? Es muy divertida. Cada uno se agarraba al de delante, chicos y chicas, así, y yo también en medio de la fila. En esas que miro a la barra y veo que la Perla Fina se estaba muriendo de ganas de unirse al jolgorio, y ¿sabe qué hago? Salgo de la fila y me voy directo hacia ella… Perdone, ya se lo contaré en otro momento. Acaba de llegar mi señora. Si me oye hablar de la Perla Fina, me tirará este jarrón a la cabeza.


miércoles, 1 de febrero de 2017


STELLA GIBBONS. LA HIJA DE ROBERT POSTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio que semanalmente dedica a la lectura Radio Universidad de Salamanca. El libro que hoy os traigo me suscita una reflexión inicial que creo puede interesaros, porque refleja una sensación, podríamos llamarla así, común a muchos lectores, incluso a los espectadores de cine o de teatro. Y es que, cuando las expectativas que provoca un libro o una película o un disco o una obra teatral son desmesuradas, y la pieza en cuestión se nos presenta rodeada de elogios y críticas positivas, de excelentes valoraciones y aplausos unánimes, siempre suele haber una cierta decepción, un sentimiento como de fracaso, de deseo incumplido, de aspiración defraudada cuando nos enfrentamos por fin al objeto de tan fervorosa admiración. El halo prodigioso con el que aparece nimbada la obra que hemos conocido a partir de ese entusiasmo crítico se desvanece cuando entramos en contacto con ella y entonces pareciera que solo podemos murmurar, con un deje de desencanto, ‘pues no era para tanto’.

Algo así, os confieso, me ha ocurrido con la novela que esta tarde quiero comentaros. Se trata de La hija de Robert Poste, su autora, la londinense Stella Gibbons, una escritora y periodista, para mí hasta hace poco desconocida, y que desarrolló su carrera en la primera mitad del siglo pasado. El libro, publicado originariamente en 1932, vió la luz en España en 2010 gracias a la estupenda Editorial Impedimenta que lo ofrece, con el cuidado habitual en todas sus publicaciones, en traducción de José C. Vales. Se trata de un libro interesante, curioso y estimable, pero como os digo, el problema, si es que podemos denominar así a una cuestión menor como es esa pequeña decepción, ese regusto no del todo feliz que nos queda tras su lectura, es que la información con la que la novela nos llega es ciertamente desproporcionada. Por de pronto, la faja que envuelve el volumen señala que se trata de ‘la novela más divertida jamás escrita’, aunque la editorial tiene la prudencia de anteponer el adverbio ‘probablemente’ a una afirmación tan rotunda. Además, se resalta que a estas alturas llevamos ya más veintiuna ediciones publicadas (y aunque para un título como este hablamos de tiradas reducidas, en torno, aventuro, a los dos mil ejemplares cada una, no deja de ser notable el hecho). Por último, el libro ha obtenido el Premio Prix Femina-Vie Hereuse y ha sido finalista en el de los Libreros madrileños, lo cual sin duda significa que expertos lectores han considerado que se trata de una obra valiosa. Si a eso le añadimos la fe casi ciega que el lector tiene en el buen criterio y en el excelente gusto que refleja siempre el fondo editorial de Impedimenta, el formato amable, la cuidada edición, la bonita portada, comprenderéis que uno, sin otro estímulo que esos antecedentes, compre el libro convencido de que, al adentrarse en su lectura, ingresará en un territorio mágico poblado de maravillas sin cuento. Y sí, el libro está bien, de vez en cuando nos asalta una sonrisa, hay historias y planteamientos interesantes, se recogen decenas de alusiones eruditas, de citas metaliterarias, de inteligentes juegos de palabras, pasamos unas horas agradables… pero al fin, llegado a su término, el lector, algo perplejo, no puede sino musitar ese desilusionado ‘pues no era para tanto’. (Un inciso, quizá significativo para alguno de nuestros seguidores: el formidable impacto comercial de la obra ha llevado a la editorial a publicar un segundo título de la serie con idéntica protagonista, Flora Poste y los artistas, e incluso a presentar ambas obras conjuntamente en un atractivo estuche, ideal para regalo. Ni que decir tiene, a partir de mis palabras anteriores, que he elegido no adentrarme en la continuación del ciclo “florapostiano”).

La trama argumental de La hija de Robert Poste es sencilla y se resume en pocas frases, a partir de las que encabezan el primer capítulo del libro, en las que afloran la sutil ironía, el tono mordaz y agudo que revelan cuál será la atmósfera por la que discurrirá la novela. La educación que Flora Poste recibió de sus padres había sido cara, deportiva y larga; y cuando murieron, uno detrás del otro, en un período de pocas semanas debido a la epidemia anual de la Gripe o Peste Española -lo cual aconteció cuando Flora tenía veinte años- la joven se reveló como poseedora de todas las artes y talentos necesarios para ganarse la vida.
Siempre se había dicho que su padre era un hombre acaudalado, pero cuando falleció, sus albaceas quedaron desconcertados al descubrir que era pobre. Después de que se hubieran liquidado las deudas y se hubieran satisfecho las demandas de los acreedores, su hija quedó con una renta de cien libras y sin ninguna propiedad.
En cualquier caso, Flora heredó de su padre una férrea voluntad y de su madre unas pantorrillas soberbias.

Con su exigua renta y sus innegables dotes heredadas, Flora, decidida a vivir sin trabajar aprovechándose de sus familiares, efectúa un somero rastreo por sus más cercanos parientes para, al fin, ponerse en contacto con los Starkadder, con el fin de alojarse en Cold Comfort Farm, su remota granja en el condado de Sussex. La novela nos relata la confrontación entre la elegancia, el refinamiento, el espíritu siempre positivo, la racional modernidad de Flora, educada y poco convencional, desprejuiciada y adelantada a su tiempo, inteligente y civilizada, decidida y voluntariosa, con el ambiente anacrónico y sombrío, desordenado y algo salvaje, rústico en el peor sentido de la palabra, atrasado, lúgubre e irracional de sus delirantes parientes. De este encuentro entre el ánimo regeneracionista de la joven con la caótica realidad en la que se desenvuelve la disparatada fauna de los Starkadder surgen multitud de anécdotas divertidas, de episodios jocosos, en los que la autora se despacha a gusto contra las ridículas convenciones y los absurdos prejuicios de la sociedad biempensante de su época.

Este espíritu crítico de la protagonista, trasunto sin duda del de su irreverente autora, se manifiesta sobre todo, y se trata de una dimensión no menor en la novela, en la despiadada y mordaz visión de la literatura romántica de la época, de su muchas veces absurda exaltación del bucolismo rural, de una naturaleza virginal y cargada de simbología simplista. Y así la novela es una incisiva carga de Stella Gibbons en contra de la pedantería de unos escritores que salen trasquilados de las mil y una chanzas a que les somete la autora a lo largo del libro. Sirva un único ejemplo a modo de muestra representativa: como señala la propia escritora en el prefacio, cada párrafo, cada situación, cada pasaje de la novela que a sus ojos se revela como más elegante, más elevado, más literario… lo señala en el texto con uno, dos y hasta tres asteriscos, en una calificación que, al modo de la puntuación que reciben hoteles, obras de arte y catedrales en las guías de viaje, pretende subrayar lo sublime de su escritura, no vayan los petulantes críticos a confundir lo que se pretende literatura con la simple estupidez.

En fin, acercaos a este La hija de Robert Poste de Stella Gibbons publicada por Impedimenta, es una novela más que estimable. Pero hacedlo sin apriorismos, sin expectativas desmesuradas, sin hinchados juicios críticos previos… leedla y seguro que, entonces sí, disfrutaréis de unas horas agradables y entretenidas, que quizá queráis continuar con Flora Poste y los artistas.

Os dejo, en una un tanto forzada conexión, con la suite principal de Dowtown Abbey, la muy british -y espléndida- serie televisiva ambientada también en la campiña inglesa en una época solo un poco anterior a la que contempla las peripecias de nuestra inefable Flora Poste.


El silencio que se deslizaba hacia fuera desde el interior para darles la bienvenida era un hecho tangible. Se podía oír perfectamente. Envolvía y asfixiaba. Amenazaba y atemorizaba.

Se quebró al final con el sonido de unos pasos pesados. Alguien venía cruzando la cocina con unas botas claveteadas. Alguien andaba manipulando torpemente los trancos y las cerraduras. Luego, la puerta se abrió muy lentamente, y allí apareció Urk, que se quedó mirándolos, con el gesto torcido de una máscara japonesa de teatro Nô, a medias entre la lujuria, la furia y el dolor. Flora pudo escuchar la respiración aterrorizada de Elfine, a su espalda, en la oscuridad, y le tendió una mano compasiva. La muchacha se aferró a ella y la sujetó agónicamente.

La enorme cocina se hallaba atestada de gente. Todos estaban callados, y barnizados con el fulgor rojizo e infernal que desprendía el fuego que palpitaba en la chimenea. Flora pudo distinguir a Amos, a Judith, a Meriam, la criada a jornal, a Adam, a Ezra y a Harkaway, a Caraqway, a Luke y a Mark, y también a varios jornaleros de la granja. Estaban todos apelotonados, en una especie de semicírculo, rodeando a alguien que se sentaba en una enorme butaca de respaldo alto, junto al fuego. La turbia luz dorada de las lámparas y las inquietas llamas de la chimenea provocaban sombras rembrandescas en las esquinas más alejadas de la cocina, y proyectaban sombras enanas y gigantes sobre el techo con la forma de los Starkadder.

De la estancia emanaba una fragancia punzante que acabó mezclándose con la brisa nocturna. Aquel perfume era de un dulzor mareante, y Flora no lo había olido jamás. Entonces vio que el calor de la chimenea había conseguido que se abrieran los capullos de la parravirgen, grandes y rosados; la guirnalda que colgaba en torno al retrato de Fig Starkadder estaba cubierta con grandes flores cuyos pétalos se desplegaban, como colmillos retorcidos, para mostrar el desvergonzado corazón que lanzaba al exterior sus vaharadas de dulces fragancias.