Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de mayo de 2014

JORGE VALDANO. LOS 11 PODERES DEL LÍDER

Hola, buenas tardes. Una semana más os recibimos aquí, en Todos los libros un libro, que sale al aire como cada miércoles en Radio Universidad de Salamanca con una propuesta de lectura que pueda interesaros. Coincidiendo con el inminente comienzo de los campeonatos mundiales de fútbol que como sabéis -¡¡¡quién puede ignorarlo con el atracón mediático que nos asalta por doquier!!!- se celebrarán en Brasil a partir del próximo 12 de junio (los programas de ese mes están "copados" por otra efeméride muy destacada e "inductora" de infinidad de manifestaciones literarias), y en paralelo al emocionante desenlace de la Liga española que se dirime este fin de semana, hoy quiero hablaros de un libro “construido” -sólo en cierto modo, como luego podréis comprobar- en torno a las peculiaridades, la idiosincrasia y, sobre todo, los valores del universo balompédico. Se trata de Los 11 poderes del líder, escrito por el muy futbolero Jorge Valdano y publicado el pasado 2013 por la Editorial Conecta, un sello del grupo Mondadori Random House, con un significativo subtítulo: El fútbol como escuela de vida.
 
Y es que el fútbol es un fenómeno universal (y de tal aseveración, sobre todo en estos días, no cabe duda alguna) que toca a múltiples dimensiones -no todas “benéficas”- de la naturaleza humana. Su condición de espectáculo adictivo, de entretenimiento formidable, capaz de subyugar -a partir de unas reglas elementales, de muy sencilla comprensión- tanto a un desclasado joven sin futuro en un suburbio de Buenos Aires como a un atildado gentleman londinense, tanto a un niño que rezuma ilusión corriendo tras una pelota precaria hecha con papeles y restos de tela en un descampado maliense como a un próspero empresario, ávido de riquezas, en la Rusia postsoviética, tanto a un intelectual español como a un escolar coreano, no explica por sí sola esa alta capacidad de fascinación. En el futbol se concentra todo lo mejor y lo peor del alma humana: la competitividad y el ansia de gloria, la pasión por el juego, la voluntad de pertenencia y la afirmación de la propia identidad, el afán de superación y la tentación del éxito fácil, la clara dignidad y el sucio dinero, los oropeles y el fracaso, la alegría del triunfo y la frustración de la derrota, el fraude y la nobleza, la integridad y la corrupción, el destino y el azar, el talento y la suerte, el esfuerzo y la injusticia, las decepciones y los logros, la grandeza de los sueños infantiles y la adulta aceptación de la a menudo muy roma realidad, la belleza y la inteligencia, el sufrimiento y el placer, la importancia del grupo y la poderosa intensidad del ego, la momentánea fulguración y el apagado olvido, la ejemplaridad y el engaño... En suma, todas esas muy notables expresiones de la vida, de la mejor vida posible que deseamos para la más lograda versión de uno mismo a la que aspira cualquier alma auténticamente humana, y también sus simas más deplorables, más mezquinas, más abyectas.
 
De todas esas facetas que, como en cualquier otra manifestación de nuestra vida, se muestran en el fútbol, Jorge Valdano privilegia once cualidades, once valores, once poderes (y el once, sobra decirlo, es un número primordial, es “el número” por excelencia en el deporte rey) que no sólo afloran a menudo -o al menos debieran aflorar- en la experiencia deportiva futbolística, sino que tendrían que estar presentes en nuestras vidas (el fútbol como escuela de vida) y, en particular, también en la actividad empresarial (hay que hacer constar en este sentido que la editorial Conecta está especializada en textos relativos a la cultura de la empresa, a la psicología de las organizaciones, a la gestión de recursos humanos, a la literatura -y quizá el término sea desmesurado- de autoayuda). Valdano -con una larga y fecunda trayectoria en los distintos ámbitos del fútbol profesional como jugador, entrenador, directivo, manager y hasta comentarista televisivo y radiofónico- lleva décadas ejemplificando -con su cultura, con su visión entusiasta y a la vez moderada del juego, con su respetuoso acercamiento a un deporte que ha siempre ha considerado tan serio como la vida- los valores de la argumentación razonada, la reflexión y la palabra, el análisis ponderado y la discusión sosegada, la inteligencia activa, la curiosidad y la inquietud intelectuales, la discreción y el diálogo, la cercanía, el afecto, la amistad, el compañerismo y el espíritu de equipo, el fair play y la ética, frente al exabrupto y el grito, el enfrentamiento y el ruido, los arrebatos raciales y la competitividad ciega, el partidismo fanático y la irracional exigencia -llegando en ocasiones hasta la obligación- de la victoria a cualquier precio; en definitiva, la sobredosis de impulsiva e impúdica testosterona que impregna y hasta define en muchos casos el universo del fútbol profesional en nuestros días.
 
Desde esos presupuestos que podríamos llamar éticos Valdano defiende sus once mandamientos que, como ya he señalado, no deberíamos entender circunscritos estrictamente al ámbito del liderazgo empresarial sino, muy al contrario, extrapolables a todas las vertientes de nuestra existencia, como una especie de imperativo moral capaz de mejorar -de seguir sus dictámenes- nuestra vida profesional, laboral, familiar y personal, también la vida pública, social y política.
 
En once breves capítulos trufados de citas de gurús del management, de referencias literarias y, sobre todo, de infinidad de anécdotas y sentencias y curiosidades protagonizadas por grandes jugadores y técnicos, nombres míticos de la pequeña historia del balompié y del deporte en general, el futbolista argentino -quien, como Valdano, ha disfrutado con tanta pasión su semanal presencia en los campos de juego, será siempre, hasta su muerte, un futbolista, sea cual sea la actividad en la que se desempeñe- desgrana las claves de esos valores primordiales en los que sin duda podréis encontrar inspiración, como yo mismo lo he hecho.
 
Y así, comparecen en el libro el poder de la credibilidad, cifrado en la exigencia de la autoridad moral en quien nos dirige, en la transparencia, la ética y los valores que deben esperarse de los líderes; el poder de la esperanza, con sus connotaciones de ilusión, de atrevida persecución de los sueños individuales y colectivos, de optimismo vital, de irredenta lucha, con humor y alegría, en pos de las metas marcadas, de coraje y confianza personales; el poder de la pasión, el amor a la tarea, el entusiasmo y el estímulo permanentes, la nada complaciente perseverancia; el poder del estilo, la importancia de preservar la personalidad individual, la sensibilidad y las cualidades esenciales que nos definen, en su caso la cultura de la empresa, sin doblegarnos por la necia vanidad del logro frío, del resultado aséptico, del éxito fácil; el poder de la palabra, la necesidad de la comunicación, de la persuasión, del diálogo inteligente, de la capacidad de convicción, de la noble seducción; el poder de la curiosidad, la búsqueda permanente del conocimiento, la indispensable formación, la innovación constante; el poder de la humildad, el reconocimiento y la aceptación crítica de las propias debilidades, la generosidad, la prudencia, la valoración de los logros ajenos, la huída del narcisismo fatuo, de la prepotencia insultante; el poder del talento, de las capacidades sobresalientes que, en algún ámbito, todos llevamos dentro, de la singularidad que nos hace únicos y, cada uno a su modo, geniales; el poder del vestuario, o lo que es lo mismo, el poder del grupo, del espíritu de equipo, de la subordinación de la satisfacción individual a los objetivos colectivos, del “yo” al servicio del “nosotros”; el poder de la simplicidad, de descubrir y valorar lo sustancial, el camino recto, la compleja facilidad, despreciando las alharacas vanas, el artificio hueco, las poses estériles e ineficaces; y, por último, el poder del éxito, entendido no como un trofeo perecedero condenado al olvido sino como la satisfacción por el esfuerzo colmado, el orgullo por el trabajo bien hecho, la nobleza de los recursos empleados, la ilusionada primera etapa de una nueva búsqueda.
 
Con Rafa Nadal como ejemplo paradigmático de sus once poderes, con su predilecto Raúl sobrevolando el libro como ilustración viviente de sus tesis, con la ausencia notoria -y obviamente buscada: su nombre no pronunciado, no escrito, “resuena” estruendoso en numerosas ocasiones a lo largo del libro- de José Mourinho, la versión “negativa” del noble líder que dibuja Valdano, este Los 11 poderes del líder. El fútbol como escuela de vida, sin ser una obra deslumbrante, ciñéndose a la modestia de su planteamiento inicial -que podréis ver recogido en su introducción, que a continuación os transcribo-, sí aparece como una lectura recomendable, ligera y entretenida pero, a la vez, valiosa y capaz de suscitar en nosotros la reflexión e, incluso, potenciar algún ligero cambio en nuestro pensamiento o nuestros hábitos.
 
Y, claro está, para completar musicalmente mi reseña, una canción que habla de fútbol y de uno de sus ídolos de todos los tiempos (aunque el personaje no sea, ni siquiera futbolísticamente, uno de los santos de mis múltiples devociones): Maradona, de Andrés Calamaro.
 
 
Fe en el deporte
 
Nací en un pequeño pueblo donde saber jugar al fútbol significaba mucho, para bien. Todos los días los chicos del barrio, después de comer y sin importar la edad, improvisábamos un partido en un descampado cercano a mi casa que el tiempo bautizó como «El campito de la iglesia». Aquel rito, sin excepciones, empezaba con los dos mayores jugándose a pies quién elegía primero para conformar cada equipo. Yo no tenía más de once años, pero, generalmente, me elegían a mí antes que a algunos amigos que tenían los «inalcanzables» catorce. Ni cuando fui citado para jugar mi primer Mundial me volví a sentir tan importante como entonces. En aquellos partidos improvisados, el fútbol me ayudó a ajustar el sistema de comunicación infantil y me enseñó nociones de superación personal, solidaridad, competitividad, reparto de papeles, trabajo en equipo, tolerancia, cultura del esfuerzo… De esa capacidad de aprender mientras juegas, nació mi confianza en el deporte como vehículo de formación.
 
Ha pasado mucho tiempo desde entonces pero mi pasión por el fútbol sigue intacta. Hoy siempre que miro un gran partido por televisión y el ojo inquieto de la cámara me lleva de los jugadores a los árbitros, de los entrenadores a los directivos, de los aficionados a los periodistas, me pregunto: ¿a quién le pertenece el fútbol? Confío en que a nadie en particular, porque cuando el poder se concentra, tiene el vicio de corromperse. Todos necesitamos sentirnos un poco dueños de este juego maravilloso, y el juego necesita que todos nos adueñemos un poco de él. Porque no hay que olvidar que, en el comienzo de todo, incluso del negocio, está su calidad de bien sentimental. Solo queda confiar en que el juego «salvaje y sentimental» (una gran definición de Javier Marías) siga anteponiéndose a todos los intereses que lo cruzan, y mantenga viva su capacidad de inspirar los sueños de cientos de millones de personas, convertidas en niños por obra y gracia del juego. Sin olvidar que el fútbol profesional es solo parte de su incomparable hechizo. En este juego infinito siempre se abrirá paso el recuerdo infantil de aquellos partidos de barrio, donde la sensación de poder seguirá siendo una ingenuidad que tendrá que ver nada más y nada menos que con el mérito: el que mejor juega es el que más poder tiene.
 
 
El deporte como puente
 
Este es el libro de alguien que cree en el hombre, que tiene fe en el deporte y que mira el futuro con esperanza. Un idealismo mucho más saludable que el cinismo que proponen tantos profetas destructivos de estos días, capaces de cualquier aberración por ganar un partido, por hacer un buen negocio…
 
El fútbol es un juego tan poderoso que tiende puentes con la sociedad, con la cultura, con la comunicación y, como intentará demostrar este libro a través de múltiples ejemplos, también con la empresa. Mi intención es la de aprovechar experiencias del ámbito del deporte para hablar de liderazgo, trabajo en equipo, motivación y todo lo que agita a un equipo de alta competición.
 
Sé muy bien que el deporte no tiene fuerza suficiente para cambiar el mundo. No es su propósito. Sin embargo, tengo la certeza de que el deporte puede explicar al ser humano y, muy especialmente, aquellos estímulos que lo activan para superar sus desafíos. Todo juego de equipo convertido en espectáculo es un gran simulador de la vida que pone a prueba los límites individuales y el espíritu colectivo. También nuestros miedos. De una experiencia que nos pone con tanta naturalidad y con tanta frecuencia al borde mismo de la exageración, se vuelve siempre con conocimientos que pueden ser aplicables a cualquier ámbito.
 
Ya tenemos un lugar de encuentro entre el líder deportivo y el empresarial: los seres humanos sometidos a una fuerte presión.
 
En un entorno incierto, caracterizado por la rapidez del cambio, la complejidad de las organizaciones y la sensación de crisis perpetua, se necesitan personas ilusionadas con el entorno y con la mente abierta para saber adaptarse a esa constante mutación de los mercados, los productos, los consumidores. Todo se mueve a escala planetaria y a una gran velocidad en el ámbito del conocimiento aplicado a cualquier empresa humana. Hasta el punto de que somos muchos los que pensamos que estamos ante un cambio de civilización que pondrá a prueba la capacidad de adaptación de las próximas generaciones. Pero hay algo que permanece inmutable: las emociones.
 
 
El estado de ánimo
 
Por esa razón, desde que empecé a competir en el fútbol, repito como una letanía algo que empezó siendo una intuición y que el tiempo convirtió en una certeza: «Un equipo es un estado de ánimo».
 
La línea de investigación abierta por David McClelland (Universidad de Harvard), ya fallecido, y seguida por sus discípulos, con una base de datos de más de veinte mil ejecutivos de todo el mundo, ya le pone cifras a aquella corazonada. En primer lugar, concluyen que hasta el 30 por ciento de los resultados de un equipo se explican por la diferencia del clima de compromiso. Y en segundo lugar, nos dicen que entre el 50 y el 70 por ciento de ese clima de compromiso puede explicarse por los diferentes estilos de dirección, lo que pone en justa dimensión la importancia del talante de un líder.
 
De ese 30 por ciento es de lo que pretende hablar este libro, utilizando la fuerza y el atractivo del deporte. Muy especialmente del fútbol, devenido en las últimas décadas en la «religión laica» que nos anticipó Manuel Vázquez Montalbán. Más datos inconcebibles. La Global Wolkforce Survey, dirigida por Towers Perrin, realizó más de noventa mil entrevistas a trabajadores de distintos niveles en dieciocho países. Se trataba de medir el nivel de compromiso en el mundo empresarial. El resultado hay que considerarlo como una calamidad. Un 21 por ciento de los empleados (¡solo una quinta parte!) se sienten comprometidos con su trabajo; esto es, están dispuestos a «hacer un esfuerzo extra» por su empleador. ¿Qué les pasa a los empresarios que no son capaces de conmoverse antes estos datos? Sencillamente, se dejan arrastrar por una inercia que el imperio de la burocracia consagró como la única posible.
 
Más les valdría empezar a reaccionar si no quieren terminar devorados por un clima funcionarial que lleva directamente a la destrucción. Ninguna empresa se cae por un precipicio por la desconexión emocional de sus empleados, pero esa carga rutinaria, tan poco estimulante desde un punto de vista personal, termina conduciendo a cualquier tipo de organización hacia la peor de las muertes: la lenta. ¿Por qué el deporte llegó antes a esta conclusión? Porque en el deporte los equipos son el producto, y los seres humanos, siempre manipulables, la única materia prima disponible. En cualquier ámbito empresarial se depende sobre todo de las personas; en el deporte, se depende únicamente de ellas.
 
¿A quién se le puede ocurrir no darles a las personas el valor determinante que tienen en la construcción de cualquier proyecto? A los que piensan en el hoy y desprecian el mañana; a los que deciden en términos de «más-menos» en lugar de «mejor-peor»; a quienes ven a los seres humanos como un insignificante tornillo de la maquinaria empresarial.
 
Napoleón atribuía la mitad de su genio como general al hecho de que era capaz de calcular con exactitud cuánto tiempo llevaría transportar una manada de elefantes desde El Cairo hasta París. La otra mitad, a que podía convencer a cientos de miles de individuos de que renunciaran a sus vidas para que lo ayudaran en su causa.
 
Detrás de la afirmación de Napoleón están los dos pilares de un líder: saber de cuestiones técnicas y de seres humanos. Con ese andamiaje podremos andar con toda seguridad por el camino más corto y decente hacia el éxito.
 
 
El líder es el equipo
 
El del fútbol es un mundo de grandes impactos emocionales en el que habitan los héroes de estos tiempos. Un mundo de tensiones primitivas que ponen a prueba miedos que buscan consuelo en ritos, supersticiones o, sencillamente, en un compañero. Un mundo de modernas presiones mediáticas, donde los periodistas multiplican los conflictos estirándolos como si fueran de goma. Un mundo en el que conviene estar preparado para la catástrofe emocional que acompaña a toda derrota, y a las no menos trágicas consecuencias que resultan de toda victoria. ¿La inseguridad que propone el fracaso o la vanidad que sigue al triunfo? ¿Qué destruye más la confianza? ¿Qué entraña más peligro? Depende del grupo, depende del líder. Luis Aragonés, que puso las condiciones tácticas y emocionales para hacer de la Selección Española («La Roja») un equipo campeón, suele decir que lo primero que hubo que desterrar «fueron los egos». Ya tenemos una pista. En el libro encontrarán más, porque al no haber dos equipos iguales, tampoco puede haber ni dos diagnósticos ni dos medicinas iguales.
 
En esa sociedad en miniatura que habita los vestuarios de cualquier equipo de fútbol está representada la humanidad. En esa intimidad, un alfabeto secreto va tejiendo afinidades que, en el mejor de los casos, producen un orgullo bien entendido, una firme solidaridad que se hace equipo en el campo. Si eso ocurre, descubriremos una seguridad individual que animará al atrevimiento, y terminará por producir un vínculo con el entorno que envolverá de confianza a los jugadores. Hay muchos términos claves que este libro irá desvelando a lo largo de sus páginas, pero pocas serán más importantes que la palabra «confianza». Porque cuanto mayor es la confianza, menor es el miedo.
 
Los entrenadores han ido conquistando cada vez más espacio en la estructura de poder de los grandes clubes. Porque gobiernan sobre jugadores que la sociedad ha entronizado como mitos; porque la opinión pública necesita individualizar el éxito y el fracaso, y porque suelen ser figuras carismáticas con todas las características del superviviente. Al fin y al cabo, hombres siempre al borde del peligro.
 
Cada entrenador es grande a su manera, pero todos son mayordomos de los jugadores, porque de ellos dependemos. Somos, quizá junto a los políticos, las mayores víctimas de la percepción que he conocido. Un entrenador está de pie, delante del banquillo, y es enfocado por la cámara de televisión. Si el equipo va ganando, nos parecerá inteligente, astuto, de algún modo invencible. Si el equipo ha recibido un gol, nos parecerá medio idiota por haberlo permitido. Entre una y otra imagen pueden haber pasado dos minutos y el entrenador, héroe o villano, puede no haber sido responsable de nada, porque el gol puede ser hijo de un fallo individual, de una genialidad indefendible o de un capricho del azar. El entrenador argentino Alfio Basile lo dice muy claro: «Cuando ganamos todos somos rubios de ojos azules; cuando perdemos, tontos y feos».
 
Pero es mentira que los grandes líderes son, solamente, los que están en el banquillo. ¿Cómo va a ser el eje del juego un personaje que se queda fuera de la cancha cuando empieza el partido? Cuando el fútbol llama a la acción, el entrenador delega y el futbolista actúa. Claro que el que piensa influye, pero démosle a los que actúan la importancia que merecen. Cada jugador tiene una poderosa influencia en el desarrollo del partido. Pero también en la conformación del grupo, cuando la convivencia se hace invisible para el gran público, el futbolista tiene una enorme responsabilidad en la consolidación moral de un equipo. Si todo debe sustentarse en las normas y en la disciplina, es porque ese equipo merece un dictador.
 
Todos los componentes de un club tienen una responsabilidad con el equipo. En su conformación o en su destrucción. Basta de considerar a los jugadores (o a los trabajadores en general) como fichas de un tablero. Todos ellos sienten y padecen, fortalecen o debilitan el rendimiento del equipo con su destreza técnica, su inteligencia táctica o su resistencia a la derrota. Todos, en distinta proporción, son responsables del resultado final.
 
 
El deporte como escuela
 
Pero la pregunta es: ¿qué hacen los líderes deportivos para crear un clima emocional positivo en cada partido? ¿En qué se diferencian unos de otros? ¿Por qué saben escapar de la rutina? Si tuviera que dar un primer consejo general, lo haría a partir de una experiencia interesante. En 1995 colaboré en un libro que titulamos Liderazgo. Para completar la reflexión, convocamos a un buen número de grandes empresarios y entrenadores de éxito a los que sometimos a una batería de preguntas. La idea era encontrar un común denominador que permitiera dar con una fórmula infalible. La experiencia nos llevó directamente a la desesperación. Entre aquellos personajes no existía ningún punto en común. Peor aún; algunos tenían cualidades opuestas y, sin embargo, habían llegado al mismo lugar: el éxito. Ya había abandonado toda esperanza de alcanzar una conclusión, cuando descubrí que aquello que los igualaba era la autenticidad. Ninguno impostaba la personalidad, sino que lideraban desde una profunda convicción, desde una seguridad casi enfermiza en su patrón de mando. Los grandes líderes creen en sí mismo por encima de cualquier receta, y desde esa fuerza interior transmiten y contagian. Claro que se puede copiar algún patrón de conducta, pero siempre que sea coherente con nuestra sensibilidad. De lo contrario, hay que aplicar la magnífica frase de Spencer Tracy: «Actuar está muy bien siempre que no te pillen haciéndolo».
 
Con independencia de estas evidencias que interactúan en todo equipo de alto rendimiento, todos tenemos nuestro punto de vista con respecto al ejercicio de un liderazgo constructivo, ético, socialmente ejemplar. Yo también.
 
He decidido clasificarlos en once poderes que fortalecen el día a día, pero miran al largo plazo con sana perspectiva. Porque el imperio último del líder se mide observando lo que deja como herencia. Ahí es donde se comprueba si su influencia fue constructiva o destructiva. Si es Mandela o es Atila.
 
Como si se tratara de una alineación de fútbol, me centraré en esos once poderes y en su influencia para poner al hombre en acción, dignificándolo. No ignoro que se puede llegar a ser competitivo apelando a artimañas que movilicen las más bajas pasiones. Para eso se necesitan líderes con una cierta disociación moral. Personajes que tratan de disolver la razón agitando los sentimientos y de jugar con la peligrosa lucha maniquea entre el bien y el mal. Existen en el deporte (que tiene una indiscutible naturaleza sectaria), y también en el más frío mundo de la empresa. Pero esas recetas no las encontrarán aquí porque, sencillamente, las detesto. No hay obra que merezca la pena si su base de sustentación se construye sobre la infelicidad, el miedo o la denigración de las personas.
 
Estas reflexiones solo aspiran a poner en valor la normalidad y el sentido común para extraer lo mejor del ser humano. Pep Guardiola lo dijo así en una conferencia que impartió en Buenos Aires, antes de hacerse cargo del Bayern Munich: «El líder es aquel que hace mejor al otro». Efectivamente, el líder que a mí me interesa es una persona que influye sobre más personas para construir una sociedad mejor. Si la ecuación lleva a un resultado distinto, es lícito ponerlo todo en cuestión.
 
Aquí les dejo los once poderes que me parecen relevantes. Utilizo el fútbol para recrearlos porque es el medio en el que crecí, porque su protagonismo actual convierte a sus mejores actores en contraseñas universales y porque lo considero un excelente vehículo para llevar al hombre hasta las más altas aspiraciones y los más bajos anhelos.
 

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