Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

viernes, 17 de mayo de 2024

"UN HOGAR PARA DOM" EN LA FERIA DEL LIBRO DE SALAMANCA

El próximo domingo, 19 de mayo de 2024, se presentará en la Feria del libro de Salamanca, en un acto a celebrar a las 12 de la mañana en la Plaza Mayor de la ciudad, la novela "Un hogar para Dom" de la escritora ucraniana Victoria Amelina. Victoria Amelina, con apenas 37 años, ocupó, por desgracia, las primeras páginas de todos los periódicos del mundo cuando el pasado 1 de julio de 2023 moría en un hospital ucraniano tras haber sido gravemente herida por la explosión de un misil ruso que cayó sobre un restaurante -cercano al frente- en el que cenaba, en el curso de su estancia en la región para documentar crímenes de guerra de los ejércitos de Putin.

En el acto -en formato mesa redonda- estarán presentes, además de yo mismo como coordinador,  José Manuel Cajigas y Arturo Morando, abogados y responsables de la editorial Avizor, que publicó el libro en nuestro país hace ahora un año, y Yuliia Shemenyak, médica ucraniana, residente en Salamanca y presidenta de la Asociación de ucranianos en nuestra ciudad. 

El vídeo que acompaña esta nota recoge la grabación de un breve espacio informativo de Radio Universidad de Salamanca con ocasión de la presentación del libro. En él, el editor de "Un hogar para Dom" nos habla sobre el libro, su autora y la editorial que la ha dado a conocer en España. 

En una emisión anterior del programa emitida el 21 de febrero de 2024, analicé con un cierto detalle los aspectos más destacados de una novela muy interesante. A ella os remito para completar la información sobre el libro y su autora.

"Un hogar para Dom" en la Feria del libro de Salamanca



miércoles, 15 de mayo de 2024


LARRY MCMURTRY. LA ÚLTIMA PELÍCULA. HUD, EL SALVAJE; SIMON EDELSTEIN. CINES ABANDONADOS EN EL MUNDO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro continúa hoy esta especial serie cinematográfica que desde la vuelta de las vacaciones de Semana Santa y durante todos los meses de abril y mayo estamos dedicando a esa tan fecunda relación que se establece, desde hace ya más de un siglo, casi desde los orígenes del séptimo arte, entre el cine y la literatura, con frecuentes vínculos y trasvases de uno a otro universo. Con alguna vaga excusa conmemorativa os he hablado aquí, en las dos primeras entregas del ciclo, de Las uvas de la ira, la magistral novela de John Steinbeck, recomendada por mí con entusiasmo junto a su no menos fundamental correlato fílmico, la película del mismo título de John Ford; y de otro doble clásico, literario y cinematográfico, Matar a un ruiseñor, con la original novela de Harper Lee y su estupenda recreación para la gran pantalla en la también formidable cinta de Robert Mulligan; y más adelante, de las tres obras de Daphne du Maurier adaptadas a la gran pantalla por Alfred Hitchcock, Rebecca, Los pájaros y La posada Jamaica. En la mayor parte de los casos, mis sugerencias no se limitaban a los correspondientes libros y películas, sino que se ampliaban a otros títulos, reportajes periodísticos o discos, con incursiones, incluso, en alguna ocasión, en el terreno de la fotografía. 

Esta dimensión plural de mis propuestas se mantiene hoy porque van a ser tres los libros y dos las películas, todos muy interesantes, que quiero proponeros en la presente edición del espacio. Se trata de dos novelas magníficas, de un mismo autor, el tejano Larry McMurtry, La última película y Hud, el salvaje, y de sus respectivas traslaciones al cine, The last picture show, dirigida en 1971 por Peter Bodganovich, y Hud, el más salvaje entre mil, realizada por Martin Ritt en 1963. Y siendo el declive y cierre de un cine un hilo que subyace a la trama de La última película, una obra maestra en cada una de sus dos aproximaciones, aprovecharé ese leve pretexto para hablaros también de otro libro, muy curioso y singular, Cines abandonados en el mundo, un muy vistoso volumen obra de Simon Edelstein. 

Quiero abrir la reseña con una somera presentación de Larry McMurtry, un escritor no demasiado popular para el “gran público” y que, sin embargo, cuenta con una sobresaliente trayectoria como novelista y guionista cinematográfico. Nacido en 1936 en Texas, un entorno, territorio emblemático de la mitología del western, muy presente en sus libros, escribió novelas, ensayos y guiones para el cine y la televisión. Aparte de los dos títulos que hoy os traigo, sobresalen también la inconmensurable -en todos los sentidos- Lonesome Dove, Paloma solitaria, con la que ganó el premio Pulitzer en 1985, que dio pie a una serie televisiva, y que protagonizará una reseña monográfica en alguna de las últimas emisiones de Todos los libros un libro por este curso, en apenas un mes. Fue autor de la novela que está en la base de La fuerza del cariño, una exitosa película de 1983, con cinco Oscars en su haber, dirigida por James L. Brooks y protagonizada por un excelente elenco de intérpretes: Shirley MacLaine, Debra Winger, Jack Nicholson, Danny DeVito y Jeff Daniels. También es responsable como guionista de una secuela de The last picture show, Texasville, que también llevaría al cine Bodganovich, en la que se retoman los personajes de la novela inicial en un entorno situado treinta años después de su primera aparición literaria y cinematográfica. En 2006 McMurtry obtendría el Oscar al mejor guion adaptado por Brokeback Mountain, la estupenda película de Ang Lee. 

Empezaré mis comentarios centrándome en el libro de The last picture show, publicado en España en 2012 por Gallo Nero Ediciones con traducción de Regina López Muñoz, un título que en su versión cinematográfica, con más de medio siglo a sus espaldas -la novela es de 1966 y la película, como he señalado, se estrenó cinco años después-, sigue bien presente en la memoria de quienes entonces la disfrutamos asombrados y conmovidos, aunque no estoy muy seguro de que se trate de una obra especialmente conocida entre las generaciones más jóvenes. En este sentido, y a modo de curiosidad meramente anecdótica, aunque creo que puede elevarse a categoría, me han sorprendido, en mi rastreo internáutico en busca de información, los comentarios de jóvenes lectores norteamericanos, absolutamente “infectados” por la ideología woke, que denuestan el libro, ajenos a sus muchos motivos de interés, a causa de algunos episodios -de sexo, violencia y hasta “abuso” animal- que hoy ofenden la corrección política imperante. O tempora, o mores. Ellos se lo pierden. 

La historia transcurre durante la década de los cincuenta del pasado siglo en la ficticia ciudad de Thalia, en Texas, trasunto evidente de Archer City, la pequeña población -de escasos mil quinientos habitantes según compruebo en internet- en la que McMurtry vivió la mayor parte de su existencia hasta su muerte en 2021. Se trata, en cierto modo, de una novela coral, con cerca de una decena de personajes que dejan pasar sus días en un pueblo en decadencia que no ofrece expectativa vital alguna a sus habitantes. De entre todo ellos, la trama gira en torno a dos jóvenes, Sonny Crawford y Duane Jackson, que apenas dejan atrás la adolescencia y que enfrentan la monotonía y la falta de perspectivas -son pobres y la posibilidad de acceder a la universidad está fuera de su alcance- alternando las clases y los entrenamientos de baloncesto y fútbol americano, con circunstanciales trabajos de subsistencia, emborrachándose con su escaso grupo de amigos, frecuentando el billar, el café del pueblo y el cine local, haciendo escapadas a los alrededores en sus desvencijadas camionetas -en alguna ocasión su tedio y su curiosidad juvenil los llevan, incluso, al no muy lejano México- y explorando las muy limitadas ocasiones de dar rienda suelta a sus pulsiones sexuales con las pacatas chicas de la zona, con las que conseguir -en los asientos de un coche, en las filas traseras del autobús escolar o en las butacas más escondidas del cine- un tímido avance bajo sus blusas o entre sus herméticos jeans resulta un logro solo en parte satisfactorio y siempre frustrante. 

Sonny, núcleo central del relato, es un buen chico, sensible, enamoradizo, vulnerable. Sale -por inercia- con Charlenne, un muchacha fea, vulgar y poco inteligente que ni siquiera le gusta. Su padre, Frank, había sido director del instituto de Thalia hasta que tuvo un brutal accidente de coche. Una noche, cuando volvía de un partido de fútbol del colegio, chocó lateralmente con un camión de ganado. La madre de Sonny murió y Frank resultó malherido, incapacitado, tras seis operaciones, para seguir enseñando. Embotado por los medicamentos y el alcohol (Frank Crawford no era el único drogadicto del pueblo, pero sí el que tenía la mejor excusa), arruinará su vida, sobrevivirá al frente del salón de dominó del pueblo y se desentenderá de su hijo, al que conocemos, desamparado y solitario, viviendo en una pensión de mala muerte (su habitación estaba tristemente fría y olía a polvo), en donde mata su aburrimiento leyendo ejemplares atrasados del Reader’s Digest y revistas deportivas ya mil veces releídas. Duane, por el contrario, pese a ser, como su amigo, otro infeliz “desgraciado” e igualmente sensible, presenta, en apariencia, un vida más lograda. Trabaja en uno de los muchos campos petrolíferos de la región y sale con Jacy, la chica más guapa y deseada del pueblo, hija de una de las familias más adineradas de Thalia. Es también, sin embargo, todavía, un niño, incapaz de digerir -de imaginar siquiera- el más que previsible rechazo de ella (él siempre había pensado que uno conseguía a la persona que realmente amaba. Así ocurría en las películas), una adolescente caprichosa y “pija” que, como sus propios millonarios padres, repudia la ordinariez y la falta de futuro del chico, aunque se sienta atraída por las dosis de aventura que encierra su relación con él. Ambos muchachos viven su banal y desventurada cotidianidad envueltos, más allá de la fuerza y energía de su juventud, en el clima de orfandad -no solo literal-, tristeza y melancolía que impregna la novela y al resto de sus personajes, todos ellos tocados por alguna suerte de desamparo, aunque todos también memorables en los prodigiosos retratos que de ellos hace el autor, un escritor formidable, capaz de subrayar con habilidad, talento, sensibilidad y delicadeza los detalles significativos, sean cómicos, trágicos o, sobre todo conmovedores, de la casi siempre entrañable personalidad de sus criaturas. Billy, el niño retrasado, al que Sonny cuida con cariño y que, sin hablar y encerrado en sí mismo, barre una y otra vez las calles del pueblo y el salón de billar en que su dueño, Sam el León, lo ha acogido. Sam es también propietario de ese cine abocado a su definitivo cierre. Es un hombre mayor, solitario, con un pasado tortuoso que se intuye -alguno de cuyos episodios conocemos a lo largo de la novela-, un vaquero “crepuscular”, de otro tiempo, íntegro, fuerte, entero ante el devastador paso del tiempo (—¿Siempre es tan triste hacerse mayor? —quiso saber Sonny—. Nadie parece disfrutar mucho. —Oh, no tiene por qué ser triste —replicó Sam—. Solo el ochenta por ciento del tiempo, más o menos) y la pérdida de las ilusiones, austero, noble y ejemplar. Y está Jacy, la adolescente confundida, egocéntrica y superficial, consciente de su atractivo (Tú a quien de verdad amas es a ti misma, y lo que más te gusta es ser consciente de tu belleza) y perdida en la ridícula ligereza de su insustancial vacuidad (La vida no es en absoluto como tendría que ser, dirá, enfurruñada ante el peso de la realidad). Y su madre, Lois Farrow, una mujer de fuerte personalidad, valiente, decidida, independiente y libre, pese a vivir en la jaula de oro de su matrimonio de veinte años con un patán que se hizo millonario con el petróleo y por cuyo brillo dejó pasar su intenso amor de juventud (Ser rico aquí te vuelve loco. Todo es anodino y vacío, y no hay nada que hacer salvo gastar dinero). Aún muy atractiva, objeto de deseo para la entera población masculina (era una mujer mucho más guapa que las que aquellos hombres veían en casa, y por eso la rondaban sin cesar), disimula su hartazgo, su hastío vital, su tedio existencial (la vida es muy monótona. Las cosas se repiten una y otra vez. Creo que en esta parte del país resulta más monótona que en otros lugares, pero tampoco estoy segura… Puede que sea así en todas partes. Yo ya estoy harta. Todo pierde interés si lo haces con frecuencia) con escarceos eróticos alejados de toda prudencia, desinhibidos encuentros sexuales y coqueteos con el alcohol. Y está Ruth Popper, la insatisfecha esposa del entrenador del instituto, prematuramente envejecida, olvidada por su marido en una tediosa e insoportable vida conyugal (me he sentido muy sola durante años. La soledad es como el hielo. Cuando has estado solo un tiempo ya ni te das cuenta de tu propia frialdad. Es como si yo fuera una nevera que nunca han descongelado, nunca jamás). Y también su esposo, violento y reprimido, cobarde, insensible, escondiendo en su hipócrita imagen de virilidad extrema sus íntimas y culpables contradicciones. Y destaca igualmente -aunque en un segundo plano- la figura de Genevieve, la camarera de la cafetería, también profundamente sola desde que su marido sufriera un accidente en la plataforma petrolífera en la que trabajaba y quedara inválido, atándola a su estéril atención, a dos hijos que cuidar, a un hogar que mantener, a la irremisible pérdida de sus sueños (Genevieve volvió al café vacío, deseando por un instante volver a ser joven y libre, y poder atravesar Texas a toda velocidad hasta Río Grande). 
 
Todos ellos son, como se ve, seres abandonados, solitarios, desilusionados, fracasados, aunque resulta fácil encariñarse con ellos. Y es que todo en el libro es melancólico, triste, desolado, nostálgico, desesperanzado, y parte de la (mucha) belleza que encierra su lectura deriva del talento del autor para transmitir esa atmósfera de soledad, pesadumbre y desamparo existencial que puede vislumbrarse en numerosas descripciones a lo largo de la novela, no solo en la psicología de sus personajes sino también en el “dibujo” del paisaje: 

Cuando a Sonny le dieron las entregas que debía realizar, cruzó aprisa la calle para subirse al camión que estaba en la gasolinera, un International verde muy viejo. Los muelles del asiento casi atravesaban la gomaespuma, y la mayor parte del caucho de los pedales se había desgastado. Aun así, seguía funcionando, y Sonny aceleró el motor unas cuantas veces y puso rumbo a Megargel, un pueblo aún más pequeño que Thalia. A campo abierto el viento del norte soplaba con mucha fuerza por la carretera, dificultando el manejo del camión. De vez en cuando una brizna de ambrosía se colaba por el alambre de espino, cruzaba a ras del asfalto y quedaba atrapada en la alambrada del otro lado. La hierba seca de los pastos tenía un color entre gris y marrón, y el deshojado mezquite era de un negro grisáceo. Unos cuantos novillos Hereford deambulaban sin mucho entusiasmo contra el viento; eran los únicos indicios de vida. No había absolutamente nada entre Thalia y Megargel salvo cincuenta kilómetros de paisaje solitario. Excepto unos pocos ranchos desconchados por la arena, lo único que había que ver era una larga sucesión de crestas castañas atravesadas por el ulular del viento. Sonny se dijo que tal vez en Texas llamaban a ese fenómeno «melancolía del Norte» porque era difícil no entristecerse cuando soplaba. Lamentó no haber pedido a Billy que lo acompañara en las entregas matinales. Billy no hablaba, pero le hacía compañía; y cuando no había nadie por la carretera ni en la cabina Sonny a veces tenía la extraña sensación de estar conduciendo el camión en círculos por un lugar completamente deshabitado. 

A veces Sonny se sentía como si fuera el único ser humano del pueblo. Era una desagradable sensación que solía experimentar por la mañana temprano cuando las calles estaban completamente vacías, como cierta mañana de sábado de noviembre. La noche anterior, Sonny había jugado su último partido de fútbol americano con el equipo del instituto de Thalia, aunque no era ese el motivo por el que se sentía tan raro y tan solo. Se debía, simplemente, al ambiente del pueblo.

Thalia, que conoció una mejor época con el gran auge del petróleo, es ahora un lugar desolado, con los campos petrolíferos agotándose, el negocio ganadero yéndose a pique, la tierra seca, el viento inclemente, el calor asfixiante en verano y el frío helador en invierno, en un paisaje desértico punteado por las torres de perforación, en el que no hay más alternativa que el tedio o la huida. La verosímil caracterización del entorno es uno de los grandes logros del libro, que captura de modo magistral la esencia de un perdido pueblo texano y ese deprimente clima de triste decadencia, de ausencia de futuro, como en esta muy elocuente descripción de una noche en una ciudad cercana a Thalia: entraron en una sala de fiestas barata donde vieron a un montón de catetos con patillas bailando con sus novias canijas por la pista de baile. El cine decrépito, que sin apenas espectadores está a punto de echar el cierre (lo que explica el título del libro), aparece como metáfora de ese inevitable ocaso. 

McMurtry aprovecha este marco para reflejar a través de él unos cuantos temas universales: la opresiva soledad, la amistad incondicional, el hacerse mayor y el paso de la adolescencia a la edad adulta, la búsqueda de identidad, la pérdida de la inocencia, el peso de las convenciones sociales, el amor, su ilusión y sus decepciones, el aburrimiento y el tedio, los sueños casi siempre frustrados, el paso del tiempo y el inexorable avanzar de nuestras vidas hacia la muerte. También, en clave más local: el auge y la caída del milagro del petróleo, el fin de una época, el cambio en la sociedad americana, que se abre a la expansión y el crecimiento económicos, la llegada de la modernidad, el éxodo a las ciudades y el declive rural, la amenazante sombra de la guerra de Corea. Y, como un eje sustancial en la novela, la obsesiva compulsión sexual de una sociedad reprimida, en otro gran acierto del libro, la capacidad para revelar tanto el puritanismo religioso exacerbado de los habitantes del pueblo como para, a la vez, presentar la omnipresencia del sexo en las mentes de jóvenes y adultos, hombres y mujeres, solteros y casados; en una descarnada “fotografía” de un impulso poderoso que en ocasiones el autor plasma en su dimensión más salvaje -insoportable y prescindible, a mi juicio, por más que contribuya mostrar esa vertiente agreste y brutal de una población primitiva, en un pasaje, que por fortuna no está en la película, en el que los chicos copulan con una vaquilla- y que en otras se muestra en su faceta más romántica, lírica y liberadora. 

Todos estos rasgos, los personajes, el entorno, la tenue trama argumental, los temas principales y, sobre todo, la atmosfera melancólica, están presentes también en la versión cinematográfica del libro, una obra maestra aún superior a la novela, en una de esas raras ocasiones en las que, desde mi punto de vista, la obra literaria es superada por su recreación fílmica. Dirigida por Peter Bodganovich, desde su estreno ha sido considerada un clásico del cine de Hollywood. Fue nominada a ocho Oscars de la Academia, obteniendo dos estatuillas, una para Ben Johnson como mejor actor de reparto en el papel de Sam el León y otra para Cloris Leachman como mejor actriz secundaria por su convincente e intensa interpretación de Ruth Popper. Además, la película sirvió de lanzamiento de las carreras de varios de sus jóvenes actores, como Jeff Bridges (Duane), Timothy Bottoms (Sonny) y Cybill Shepherd (Jacy) que, vistos desde la distancia de los años, parecen auténticos niños. Destacada también la presencia poderosa de Ellen Burstyn como Lois Farrow. El guion fue escrito por el director y el propio McMurtry, siguiendo fielmente la estructura fijada por el autor en su novela. La fotografía de Robert Surtees, espléndida, en blanco y negro, recoge la soledad de los personajes, el lánguido declive del pueblo polvoriento, el decrépito salón de billar, el triste café y el cine, emblema de un pasado que se acaba, símbolo del fin de una era y de la inevitable marcha del progreso. 

Y la mención de ese cine, metáfora de un tiempo y de unas vidas cuyos momentos de esplendor ya se han perdido para siempre (como lágrimas en la lluvia, por seguir con las referencias cinéfilas) sirve de introducción a mi segunda propuesta libresca de esta tarde, el monumental y extraordinariamente interesante Cines abandonados en el mundo, un espléndido volumen que con un ilustrativo prefacio de Francis Lacloche recoge cientos de fotografías de Simon Edelstein, un director de fotografía y operador de cámara suizo que durante catorce años recorrió una treintena de países del mundo entero capturando con su cámara el encanto, la fascinación, el magnetismo y la decadente belleza de centenares de salas de cine en ruinas, desmanteladas, derruidas, olvidadas, reconvertidas o, como señala expresamente el título, simplemente abandonadas, cubiertas por escombros y maleza, cascotes, desechos y desperdicios. El libro, publicado por la editorial Jonglez en edición magnífica, gran formato, papel satinado e imágenes de gran calidad, apareció en nuestro país en 2020 con la traducción de Patricia Peyrelongue para la traslación a nuestro idioma de los breves y escasos textos que acompañan las fotografías. 

La obra se articula en tres secciones bien diferenciadas. En la primera, Cines abandonados, nos encontramos con salas “fosilizadas” en zonas suburbiales, en edificios a los que la desidia de las autoridades ha condenado al desgaste y la muerte lenta, con locales víctimas de la corrupción inmobiliaria que, en ruinas, albergan los restos de un brillo pretérito. Viajamos, en este apartado, a la India, donde la pasión por acudir a las salas de cine aún subsiste (treinta millones de indios las visitan cada día, pese a que, el precio de la modernidad, los preciosos locales art déco son progresivamente sustituidos por centros comerciales) y en donde visitamos lugares de esplendor desvanecido, inmensas salas con ventiladores inutilizados, asientos rotos, cortinajes desgarrados. Y ahora estamos en Nueva York, en el Loew's Kings, inaugurado en septiembre de 1929, con sus 3.676 plazas rodeadas de un entorno suntuoso: imponentes lámparas de araña, paneles de caoba, opulenta iluminación art déco. Cerrado en agosto de 1977, Edelstein nos da cuenta de su deterioro, la infiltración del agua de lluvia, los efectos del vandalismo, también de su reapertura en 2015, con un concierto de Diana Ross. Y el algo errático recorrido nos lleva a Alejandría, a Detroit y San Francisco, a Los Ángeles, Le Havre y La Habana, a Jaipur, a Lisboa, a Escocia, al palentino Vallejo de Orbó, a Casablanca, al Texas de McMurtry, a California y a Birmania, y en todos estos lugares la cámara nos muestra bellísimas fachadas semiderruidas, conservando aún jirones de anuncios, paneles destrozados, restos de letreros, la naturaleza haciendo acto de presencia entre sus deteriorados lienzos que se mantienen frente a la devastación del tiempo, intentado ocultar, ingenuamente, la destrucción que, pese a todo, se adivina tras su portada. 

Y el periplo nos lleva de nuevo a Norteamérica, en una serie de fotos de autocines, que encarnan a la perfección el mito cinematográfico de Estados Unidos. Con el paso de los años, su número ha decrecido, de los 4.600 rutilantes de 1950 a los pocos cientos actuales. Vemos su declive, comidos por los hierbajos, y su triste reconversión en aparcamientos, cafeterías, guarderías, locales comerciales, campos de deporte. La avezada mirada del fotógrafo se detiene ahora en los carteles, las añejas tipografías, sus estilos decadentes, los títulos de las últimas películas resistiendo torpemente, con la mayor parte de las letras perdidas, como dentaduras melladas, con los escasos neones sobrevivientes apagados, oscuros, tristísimos en su inutilidad. Y Edelstein nos muestra los antiguos, trasnochados, obsoletos nombres de las salas pretéritas, infinidad de cines de evocadores rúbricas: Palace, Moderno, Central, Coliseo, Monumental, Ideal, Apolo, Picadilly, Rialto, Edén; muchos Concorde, Meliès y Lumière, en Francia, infinidad de Odéon en el mundo entero, más de 300 solo en Inglaterra y Estados Unidos, la extraña atracción de la “X”: Lux, Pax, Vox, Rex, Excelsior, Roxy. 

Seguimos viajando, Birmingham, Oporto, Bruselas, Sicilia, Meknes, Sheffield, Beirut. Y en la capital libanesa nos topamos con una suerte de búnker de hormigón, el cine Dôme, llamado coloquialmente “el huevo”, su construcción nunca llegó a terminarse. Las dos torres que debían flanquearlo, siguiendo el modelo del World Trade Center, provocarían, nos dice el autor, la ironía de la historia: las torres de Nueva York serán destruidas y las de Beirut nunca construidas. Y comparecen salas de Bucarest, Roma, Córcega y Marrakech, con el Ciné Théâtre Palace, construido en 1926, copia del cine Eden de los hermanos Lumière, y en el que actuó Nat King Cole y Rita Hayworth presentó Gilda. Y el RKO Proctor's de Newark, Nueva Jersey, que surge, como por arte de magia, escondido tras una puerta oculta en una anodina tienda de ropa: un gigantesco teatro que albergaba 4.000 asientos, ahora desventrados, languideciendo en un espacio fantasmal, con destartaladas filas de butacas de perdida uniformidad a causa del paso del tiempo, cortinajes hechos jirones, techos desmoronados, restos de ladrillos, paredes cuarteadas, bellos frescos desconchados, pantallas rotas, linternas inservibles, carcomidas vigas al aire, heteróclitos amasijos de cascotes, maderas y hierros. Y ahora es Mallorca, y Connecticut, y Bombay, y Trípoli, y Nueva York, y el capítulo se cierra en Benarés, un local devastado, los escasos vestigios del Picture Palace asaltado por los monos, alguna vaca que deambula pacífica entre las ruinas, las tapicerías rajadas de las butacas, las plantas invadiendo el espacio, una radio olvidada, una lata de aceite, polvo, hollín y cal por todas partes. 

La segunda sección del libro, Lugares de vida que resisten, nos muestra a los heroicos, espectrales últimos pobladores de estos ámbitos condenados a la extinción. Con su inquisitiva cámara, Edelstein atisba una sonrisa tras el cristal de una taquilla, una broma compartida delante de los puestos de golosinas de la barra de refrescos, el chirrido familiar de una butaca desplegada, la mirada concentrada de un proyeccionista..., crepusculares muestras de una vida que aún late en estos lugares mágicos que se niegan a sucumbir al signo de los tiempos. Y en el mundo entero, Palermo, Calcuta, Lausana, Katmandú, Islamabad, Dacca, Tánger, Viena, Chicago, Orán, varados en un mar de decrepitud, comparecen taquilleros, proyeccionistas en sus polvorientos e inquietantes cubículos repletos de extraños artefactos, como amenazantes robots de otra época, vendedores de palomitas, dulces y tabaco, cajeras, amables dispensadores de refrescos al frente de sus muchas veces precarios puestos, colas de impacientes espectadores, parejas que se besan, hombres solitarios, adormilados en sus asientos, acomodadores, limpiadoras, clandestinos fumadores agazapados en los lavabos. Y nos encontramos también con circulares recipientes de latón para las películas, carteles, anuncios, facturas y recibos, viejas entradas, fotos de actores y actrices, postales, antiquísimos cuadros de mandos de no se sabe qué desaparecidas maquinarias, calendarios de medio siglo atrás, modernos cubículos para la venta de billetes, suntuosos vestíbulos, carteleras luminosas, que dan paso a unas páginas -Los Ángeles, Berlín, Vancouver, Liverpool, París- llenas de luces resplandecientes, coloridos destellos, neones rozagantes, atractivas refulgencias. Y no podían faltar los inmensos carteles publicitarios, que anuncian las películas en paneles de dimensiones colosales; y el fotógrafo nos lleva entonces a Atenas, y allí nos presenta a Vassilis Dimitriou, de 82 años, el último cartelista de Europa, y a su “heredera” Virginia Axioti; y, después, en Bangalore, a Matthanna Chinnapa; y en Viviez, en Francia, a Guy Brunet, que vive en una antigua carnicería en la que repinta los carteles de los clásicos del cine; habitantes, todos, de un quimérico universo hecho de villanos de rostros aviesos, héroes de tamaño descomunal, mujeres fatales de provocativa e incitadora sensualidad, guerreros, enamorados, indios y vaqueros, reconocidos actores, directores, músicos, mitos de la fábrica de sueños, como Raj Kumar, la encarnación del mito del imperecedero Bollywood. Muerto en 1996, a su funeral asistieron dos millones de personas y del fervor popular que suscitaba su figura dan fe algunas impactantes fotografías. Esta parte del libro finaliza con un repaso a algunos de los voluntariosos “viajeros del cine” que con sus furgonetas precarias, sus destartaladas camionetas, sus austeros medios de locomoción, llevan el cine itinerante, surcando carreteras imposibles, a todos los rincones del mundo. Carpas, tiendas de campaña, sábanas, paredes, improvisados escenarios al aire libre, permiten que la magia del cinematógrafo seduzca hasta el último habitante de la tierra. 

Por fin, la tercera parte del libro, El tiempo de las reconversiones da cuenta de las diferentes -y en algunos casos ciertamente llamativas- formas en que las salas de cine se adaptan a unos tiempos en los que los dispositivos electrónicos, el auge de las plataformas audiovisuales, el cambio de los hábitos de entretenimiento y ocio de las modernas sociedades están haciendo perder a los cines gran parte de la inmensa fuerza que poseyeron hasta hace apenas tres décadas como lugares de esparcimiento y cultura, de distracción y también de aprendizaje. Los promotores inmobiliarios han aprovechado la crisis y se han lanzado sobre los locales vaciados, apetitosa tentación para el negocio y la especulación. Edelstein documenta este proceso ofreciéndonos imágenes de recintos convertidos en bingos, en iglesias diversas -evangélicos, mormones, testigos de Jehová (también a la inversa, cines instalados en templos, la realidad dando la razón a la metáfora)-, en comercios de todo tipo, de ropa (el cine Avenida, de Madrid, construido en 1928 y transformado hoy en un H&M), de alfombras, supermercados, librerías, tiendas de segunda mano, restaurantes, aparcamientos, sex-shops. Añejas salas de pasado glorioso que ahora albergan oscuros establecimientos en los que se proyectan películas asiáticas de serie B, de artes marciales, films indios con deplorables bandas sonoras en las que la música no está sincronizada con la imagen o cintas porno visionadas por una audiencia siniestra. Hay también fotos de quienes usan los derruidos locales para aposentarse en ellos y asegurar su supervivencia, mitigando la miseria de sus vidas con la ilusión de un hogar. Volvemos a Orán, Calcuta, Montpellier, Bangkok, Roma o La Habana (antes de la revolución cubana de 1959, La Habana tenía 135 salas de cine), algunos de los escenarios de esta “repoblación” de los cines abandonados, convertidos ahora en viviendas, “ocupados” y destinados a actividades varias: academias de baile, gimnasios, clases de boxeo. 

El libro se cierra con cinco imágenes muy reveladoras. En Barcelona, una soleada tarde de verano, los peatones cruzan frente a la fachada del cine París. La mañana siguiente las excavadoras dominan la escena, el local muestra sus tripas al aire. Años después, el solar se ha convertido en una tienda de Zara. Magnífica metáfora del melancólico declive de los cines que tan bien ilustra este formidable Cines abandonados en el mundo

Y ya sin apenas tiempo retomamos el “territorio McMurtry” con mi doble y sucinto comentario a otra de sus novelas, Hud, el salvaje, publicada en nuestro país en 2013, también por Gallo Nero Ediciones y también con traducción de Regina López Muñoz, y de la película en ella basada, Hud, el más salvaje entre mil, dirigida en 1963 por Martin Ritt. El libro, publicado en 1961, es la opera prima de su autor y en ella están ya no solo la época -los primeros años cincuenta del pasado siglo- y el marco espacial -esas solitarias y decadentes poblaciones rurales de Texas-, sino también los temas principales, ciertos rasgos de los personajes y, sobre todo, el lirismo y la melancolía de la atmósfera que envuelve a La última película, de tal manera que el lector tiene la impresión de que Hud es, en cierto modo, un borrador, una especie de texto preparatorio en el que se esbozan las líneas maestras de lo que acabaría por ser la obra fundamental de su autor. Y todo ello -su, a mi juicio, presumible condición de “anticipo”, de primera tentativa-, sin desmerecer en absoluto la calidad de una novela también soberbia, intensa, lúcida y conmovedora. Su título original -de resonancias lamentablemente perdidas en su versión en español- es Horseman, pass by, que deriva de las tres últimas líneas del poema Under Ben Bulben, de William Butler Yeats, grabadas en la lápida del poeta y que ya desde la portada apuntan a una muy relevante y apreciable dimensión metafísica del libro, relativa a la fugacidad de la vida, al inevitable paso del tiempo, a la insoslayable muerte, a la finalmente trágica condición humana: Cast a cold eye/On life, on death/Horseman, pass by! (Echa un frío vistazo /a la vida, a la muerte/¡Jinete, pasa de largo!). En este sentido, la novela, más allá de su más o menos relevante armazón narrativo, destaca por la soberbia recreación de un clima, de una atmósfera, tristes, melancólicos, que aflora incluso en la caracterización de los personajes secundarios (Había algo triste en él, una melancolía muy arraigada que casi podía percibirse a través de sus desgastados Levi’s y la ajada camisa de caqui) y, de modo muy evidente, en los principales. 

Estamos a comienzos de la década de 1950 (la “banda sonora” del libro, espléndida, incluye muchos temas de esos años; además, uno de los momentos más significativos de la historia que se nos cuenta aparece expresamente fechado en 1954). Lonnie Bannon, un muchacho de diecisiete años (cumplirá dieciocho en un septiembre al que no llegará la acción de la novela, que se desarrolla en un asfixiante verano tejano), vive en el rancho de su abuelo Homer a escasas millas de Thalia, que repite como escenario de una trama que gira sobre los conflictos de la familia Bannon en un contexto social marcado por el paso de una América rural, hecha de inmensas extensiones de tierra, ranchos que albergan grandes rebaños de ganado, rodeos y otros espectáculos vaqueros, reminiscencias de un no tan lejano pasado de “western” -si no en el tiempo al menos en espíritu-, que ahora se ve sometida a cambios, los campos atravesados por los pozos petroleros, la tentación del dinero fácil, el auge del capitalismo y, como consecuencia, el declive y el abandono de los antiguos valores -lealtad, dignidad, compromiso, respeto a las tradiciones y los añejos códigos del oeste- que la modernidad amenaza con arrumbar definitivamente. Junto a Lonnie, que hasta en el nombre recuerda al Sonny de La última película, y su abuelo Homer, nacido en 1868, en otra datación precisa de la obra, en el rancho vive también Hud Bannon, el hijastro del viejo patriarca, que con treinta y cinco años, cínico, desdeñoso y mujeriego, un carácter violento y agresivo y una personalidad inmoral y carente de freno alguno, campa a sus anchas por el domicilio familiar, y también por el pueblo y por la existencia entera, obrando a su antojo y sometiendo a cuantos le rodean a las imposiciones y caprichos que nacen de su irascible y brutal egoísmo (nadie se sentía lo bastante fuerte como para ponerlo en su sitio). Junto a ellos, otro personaje destacado y de alto valor simbólico en la trama es Halmea, la joven criada negra, una presencia que introduce en la obra el conflicto racial, en su punto álgido en la sociedad norteamericana en aquellos años (si es que ha habido alguna época en que la desigualdad y la discriminación hubieran dejado de ser igualmente críticas). Con menor peso aparecen la abuela Jewel, segunda esposa de Homer y madre de Hud, una sombra que apenas cruza el libro en ciertos momentos episódicos; Jesse, un jornalero contratado por el abuelo, un vagabundo que recorre las regiones ganaderas yendo de pueblo en pueblo, saltando de un trabajo a otro en busca de una imposible estabilidad; y otras figuras menores, trabajadores del rancho, habitantes del pueblo, asistentes al rodeo, autoridades sanitarias -una enfermedad del ganado constituye un elemento central del relato-, de comparecencia esporádica. 

Lonnie, cuya voz narra la historia, es como Sonny en La última película, como probablemente el propio Larry McMurtry en su infancia, un chico inocente, curioso y desconcertado, enamoradizo, inquieto, inseguro, solitario, melancólico, despertando a la vida, al sexo, al amor, soñador (Allí sentado, con la única compañía del viento y las sombras, pensaba en todas las cosas importantes en las que debía pensar: mis méritos, miedos y ambiciones. Pensaba en las noches salvajes que me esperaban, cuando tuviera mi propio coche y pudiera atravesar el condado para asistir a bailes y rodeos. Escogía a los chicos que me acompañarían y a las chicas con las que retozaríamos; me hacía feliz anticipar todas las imprudencias que cometería en los años venideros), confuso y desorientado ante los cambios (—Antes se vivía mejor aquí —expliqué—. Añoro el pasado) e indeciso frente a la dimensión moral que llevan consigo: la noble lealtad al abuelo y sus ideales, la admiración que le provoca el oscuro magnetismo de Hud, la atracción natural hacia Helmea, el hartazgo de su existencia (estoy harto ya de todo esto), el ansia por conocer otra vida (Seguía tentándome la idea de largarme a algún sitio) y la melancólica culpa por dejar atrás la limitada cárcel que supone el rancho Banner, la desazón y el desasosiego adolescentes, la pulsión sexual, el arrebato violento que encierra su represión, la, hay que insistir, profunda soledad (me sentí solo, inquieto y excluido). El abuelo, un anciano cuya forma de vida tradicional se ve amenazada por los nuevos tiempos, representa esa vieja guardia, aferrada a sus creencias y tradiciones, mientras que el personaje de Hud encarna la fatuidad, la imprudencia, la irresponsabilidad, la carencia de escrúpulos, el desprecio por el pasado asociados con la modernidad, en un enfrentamiento que acabará por ser dramático dentro de una novela en la que la violencia, larvada inicialmente y desatada en su final, alcanza una relevancia sobresaliente. 

Y esta vertiente psicológica, íntima, desde la que McMurtry nos presenta a los personajes, con los temas “asociados” ya referidos: los cambios, el pasado y la tradición, la búsqueda de identidad, el hacerse mayor, la violencia, el sexo, todos ellos ya presentes en The last picture show, corre en paralelo, al modo en que lo hacían, igualmente, en aquella novela, a la otra dimensión, la colectiva, que aflora en las líricas descripciones del pueblo y la zona y de su geografía, tanto en la caracterización física de Texas, una amplia extensión verde, castaña y grisácea al sol bajo un cielo raso (las colinas florecientes, las vastas y desoladas praderas, resecas en verano, los rebaños de reses, las torres de extracción, los barracones de los operarios del petróleo, los galpones de los jornaleros del campo y los vaqueros, los porches de las casas, apacible reducto para la conversación tras las largas jornadas, los rediles del ganado, las camionetas destartaladas, el viento y el polvo, los declinantes locales nocturnos en los que trabajadores agotados ahogan en alcohol su falta de expectativas, las muchedumbres en el rodeo, el clima de exaltación en de los concursos de monta de animales, el calor inclemente, sofocante), sino también en los apuntes del marco histórico ya comentados (el ocaso de la agricultura, la crisis ganadera, los conflictos y la explotación racial, el papel de la mujer) que nos permite conocer a los Estados Unidos de aquellos días. 

La película dirigida en 1963 por Martin Ritt y protagonizada por Paul Newman como Hud, Melvyn Douglas en el papel del abuelo Homer Bannon, Patricia Neal, interpretando a Alma Brown, la atractiva mujer blanca en la que se reconvierte la negra Helmea de la novela, y un más bien anodino Brandon De Wilde poco convincente a sus veintitantos años como el casi adolescente Lonnie, obtuvo tres premios Oscar de las siete nominaciones para las que fue seleccionada: el gran Melvyn Douglas y la muy sensual Patricia Neal, magníficos en sus papeles secundarios, y James Wong Howe por su espléndida fotografía en blanco y negro. Contó además con un par de grandes nombres de la historia del cine en su elenco: Elmer Bernstein, como compositor de una música en la que el delicado rasgueo de una guitarra enfatiza la atmósfera de soledad y desolación así como el carácter íntimo y sensible de ciertos pasajes; la genial Edith Head encargada de un vestuario centrado, en la práctica totalidad del filme, en distintas variaciones de la ropa vaquera; y claro, un Martin Ritt con una amplia trayectoria de director “comprometido”, llegando a tener problemas con el macarthysmo, y cuya presencia resulta sobresaliente en los movimientos de cámara, los encuadres singulares, los elegantes raccords

La película presenta cambios sustanciales con respecto al libro: la ya mencionada desaparición del personaje de color, lo que en sí mismo supone un cierto “aligeramiento” de la posible “conflictividad” temática de la novela, desprovista así la historia de su carga racial; un cierto edulcoramiento de la figura de Hud, del que, sin obviar sus rasgos más incómodos, se dibuja un perfil algo más amable, un precio exigido, quizá, por el protagonismo de Paul Newman, ya entonces una estrella de irresistible tirón popular; la rebaja en la violencia brutal y descarnada de la novela, en la que -sin destripar nada de la historia- hay una violación y un probable asesinato, insoportables en el texto, y atenuada la primera y desaparecido el segundo en la cinta; o el desplazamiento del núcleo central de la trama de la figura de Lonnie y su tortuoso paso a la edad adulta al enfrentamiento entre padre e hijo que siendo crucial en el libro aquí se eleva como el motivo principal de la cinta. 

En definitiva, una gran película, esta Hud de Martin Ritt, como lo es The last picture show y como lo son, igualmente memorables, las dos novelas en las que se basan. Altamente interesante también mi quinta referencia de esta tarde, el excelente volumen Cines abandonados en el mundo, de Simon Eldestein. Os dejo ahora, como cierre a mi -para variar- muy larga reseña con una canción de Hank Williams, un músico muy presente en los dos libros de Larry McMurtry. De la decena larga de títulos que salpican ambas historias, elijo Cold, cold heart, una canción a la que se alude en Hud, la novela. Antes, un fragmento de La última película, en donde se muestra la triste soledad de Sonny. 


En cuanto empezó el partido se dio cuenta de que él ya no formaba parte de nada. No como Bobby Logan, o como el entrenador Popper, quien formaba parte esencial de todo aquello: iba a un lado y a otro por la línea de banda, poniendo mala cara a los árbitros; todo el mundo sabía que el entrenador estaba allí. Incluso los jueces de línea eran parte del conjunto; y hasta los novatos y los de segundo año que calentaban banquillo: por lo menos, ellos iban uniformados. Pero Sonny estaba al margen de esa escena, igual que Jerry; este último ya estaba acostumbrado, pero Sonny aún no se había hecho a la idea. Anhelaba jugar en el campo. Llevar la cadena, medir la distancia, eso no era nada; era como ser invisible para todo el mundo salvo para los árbitros. Sonny era un antiguo alumno; un cero a la izquierda. Le invadió una sensación similar a la que experimentaba por las mañanas, con la diferencia de que esta nueva percepción era peor: entonces se había sentido solo en el pueblo, pero allí, de pie en las líneas de banda, sujetando la cadena, se sintió como si ni siquiera estuviera en el pueblo; no estaba en ninguna parte. 

Videoconferencia
Larry McMurtry. La última película

miércoles, 8 de mayo de 2024

DAPHNE DU MAURIER. LOS PÁJAROS. LA POSADA JAMAICA; AA.VV. LOS PÁJAROS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que sale al aire de nuevo tras la obligada pausa impuesta por la festividad del primero de mayo, que clausuró la programación de Radio Universidad de Salamanca el miércoles pasado e impidió que nuestro espacio fuera emitido en su fecha habitual. Como recordaréis nuestros seguidores más fieles, desde el retorno de las vacaciones de Semana Santa el programa está girando sobre la muy a menudo fecunda relación entre la literatura y el cine, con la presentación de obras literarias -novelas en la mayor parte de los casos- que han tenido su correspondiente traslación cinematográfica. En las tres propuestas emitidas hasta ahora -y en las cuatro que aún nos quedan, en un recorrido que nos ocupará, íntegros, los meses de abril y mayo- los dos pilares del espacio, libros y películas, se han sustentado en creaciones de extraordinaria calidad, sobresalientes en cada uno de sus ámbitos respectivos. Así, en el ciclo han aparecido ya Las uvas de la ira, en las versiones de John Steinbeck y John Ford; Matar a un ruiseñor, en la doble presentación de Harper Lee y Robert Mulligan; y Rebecca, la novela de Daphne du Maurier llevada al cine por Alfred Hitchcock, todas ellas obras maestras. A propósito, precisamente, de este último título os comentaba en el anterior programa del ciclo que la “colaboración” entre Du Maurier y Hitchcock fue especialmente significativa, con hasta tres textos de la escritora convertidos en película por el orondo realizador británico. Siendo la primera -y a mi juicio la más destacada-, la mencionada Rebecca, objeto del espacio de hace quince días, esta tarde voy a dedicar el programa a las otras dos, Los pájaros y La posada Jamaica, en las que se da, además, algún difuso aniversario, aparte del trigésimo quinto de la muerte de su autora, fallecida el 19 de abril de 1989: la película Los pájaros, basada en un cuento publicado en 1952, se estrenó en Estados Unidos en 1963 y en España en 1964, seis décadas, pues, transcurridas desde entonces, y La posada Jamaica, novela de 1936, fue llevada al cine por Hitchcock en 1939, hace ahora ochenta y cinco años. En la presente emisión os hablaré también, además de los dos libros y sus correspondientes películas, de otro interesante volumen, Los Pájaros. El libro del 60 aniversario, publicado en 2023, con textos de Quim Casas, Carlos Díaz Maroto y Jaime Vicente Echagüe, en un ejemplo más de la deslumbrante labor editorial del sello Notorious, de presencia tan persistente en nuestro espacio. 

En mis comentarios sobre Rebecca ya os ofrecí en su momento un breve análisis de la figura de Daphne du Maurier y de su singular universo literario, cuyas pautas, reiteradas en las obras que yo he leído y he reseñado en Todos los libros un libro -Mi prima Rachel y la excepcional Rebecca-, resultan apreciables también, en mayor o menor medida, en los dos títulos que comento esta tarde. Me remito a mis propuestas pasadas, fácilmente localizables en el blog y el canal de YouTube del espacio, para quien quiera profundizar en ellas. Los pájaros es un relato algo extenso o una novela muy corta que desde su publicación en Inglaterra en 1952 conoció en España muy numerosas ediciones. He podido rastrear alguna de 1959, un volumen de Planeta que lo incluye en un primer tomo, de un total de dos, que recoge las novelas de la autora británica. El cuento está también, ¡cómo no!, en la añeja colección Reno, de la editorial GP (por su creador, Germán Plaza), en donde apareció en 1974. Fechadas en los años ochenta del pasado siglo hay varias ediciones en sellos diversos. Y más recientemente, quiero destacar un libro de la editorial el paseo (así, en minúscula), publicado en 2017 y en el que, con traducción de Miguel Cisneros Perales y prólogo, abstruso y pedante (con abundantes referencias al “sujeto femenino histérico”, al “espectro fantasmático de la Mujer”, al “estatus fálico” del mito de Lilith, a la “inocencia heroica del inconsciente”, a la “Noche impersonal de los impulsos”, a la “crisis edípica”, y demás constructos de compleja inteligibilidad) aunque sugestivo, del filósofo Slavoj Žižek, se recogen algunos otros títulos de Du Maurier. Del mismo año es un volumen, del que yo os di cuenta aquí, en Todos los libros un libro, en febrero de 2018, publicado por la editorial Siruela, Historias de cine. Relatos que inspiraron grandes películas, en el que José Antonio Molina Foix selecciona once cuentos o relatos breves que fueron objeto de sobresaliente traslación cinematográfica. Entre ellos aparecía nuestro Los pájaros en traducción del propio antólogo. Mi propuesta de esta tarde es una edición, también reciente, que vio la luz en 2018 en el seno de la editorial Gallo Nero. El librito, no llega a setenta páginas, ofrece el relato en traducción colectiva de Mª Carmen de Bernardo, Blanca Briones, Almudena Cazorla, Elena Fresco, Ana González, Elisa Lobato y María Retamero, y cuenta con unas vistosas ilustraciones de Pablo Gallo. 

El cuento es espléndido, capaz de envolver al lector en un clima de zozobra e inquietud, de incertidumbre y ansiedad, de desasosiego e intriga equiparable al del agobiante y popular filme, mucho más conocido. Con cambios en la ubicación de la trama (el texto se desenvuelve una vez más en las sombrías y apartadas tierras de Cornualles, el ámbito literario favorito de Daphne du Maurier, mientras que la acción de la película se traslada, como veremos, a California); incorporando modificaciones en el grupo protagonista (a los personajes “hitchcockianos” los unen relaciones más complejas y perturbadoras que las que vinculan a la pareja con dos niños que sufre el ataque de los pájaros en la novela corta); diferenciándose en el núcleo argumental, centrado en el desconcertante asedio de las pertinaces aves en la versión literaria y con más hondura psicológica en la cinematográfica, ambas obras comparten, no obstante, lo esencial de su propuesta, basada en un hecho real en el que se inspiró la escritora: la irrespirable atmósfera de terror y opresión que envuelve a los personajes a causa de la desconcertante y violenta irrupción de miles de pájaros que se lanzan de manera inconcebible y suicida contra los humanos. 

El argumento es sencillo y se abre con una constatación aparentemente trivial pero que encierra ya -sobre todo en una lectura retrospectiva- ciertas tenues dosis de inquietud: El 3 de diciembre, el viento cambió de la noche a la mañana, y llegó el invierno. Nat Hocken, un granjero, discapacitado tras la Segunda Guerra Mundial, que lleva una vida tranquila con su mujer y sus dos hijos en un pueblo costero de Cornualles, observa con creciente alarma cómo los pájaros cuyas evoluciones está acostumbrado a contemplar (sentándose en el borde de la escollera, contemplaba a los pájaros. El otoño era época para esto, mejor que la primavera. En primavera, los pájaros volaban tierra adentro resueltos, decididos; sabían cuál era su destino; el ritmo y el ritual de su vida no admitían dilaciones. En otoño, los que no habían emigrado allende el mar, sino que se habían quedado a pasar el invierno, se veían animados por los mismos impulsos, pero, como la emigración les estaba negada, seguían su propia norma de conducta. Llegaban en grandes bandadas a la península, inquietos; ora describiendo círculos en el firmamento, ora posándose, para alimentarse, en la tierra recién removida, pero incluso cuando se alimentaban, era como si lo hiciesen sin hambre, sin deseo. El desasosiego les empujaba de nuevo a los cielos) comienzan a comportarse de manera inusualmente agresiva y violenta. Lo que inicialmente parece ser un fenómeno inexplicable pronto se convierte en una lucha desesperada por la supervivencia, ya que las aves atacan a los humanos sin motivo aparente, sumiendo a la comunidad en la confusión y el espanto. A medida que la situación se intensifica, Nat y su familia se encuentran atrapados en su casa, luchando contra los pájaros que acechan fuera, mientras que la amenaza se extiende más allá de las fronteras del pueblo. Y no hay más -al margen de alguna peripecia que concreta la angustiosa experiencia-, en una narración desasosegante que transmite al lector una creciente sensación de claustrofobia y paranoia, mientras los personajes luchan por entender y enfrentar esta misteriosa y mortal invasión aviar. La descripción realista, detallada, de las circunstancias del persistente ataque, que se muestra sin especiales énfasis ni valoraciones, sin aclaración o interpretación de ningún tipo, solo los hechos, se desarrolla en paralelo a la presencia, sutil pero inquietante, de una suerte de elemento sobrenatural inexplicado que permea el cuento entero y lo dota -gracias al talento de la autora, que dosifica la información con maestría, graduando las pistas ofrecidas para incrementar la tensión del lector- de una atmósfera de intenso suspense, angustia impalpable, peligro invisible, misterio, incertidumbre y pánico, en una magistral representación del terror que subyace a la más banal cotidianidad. La simplicidad de la historia no oculta, sin embargo, su formidable potencia metafórica: estamos ante una reflexión sobre la fragilidad de la civilización y la condición impredecible de la naturaleza, sobre lo vulnerable de la humanidad frente a las fuerzas que escapan a nuestro control, sobre la agotadora lucha por la supervivencia, sobre el esfuerzo y la determinación del ser humano frente a la adversidad, sobre el encanto y la belleza del medio natural y, a la vez, sobre las oscuras potencias que alberga (Había cierta ley que los pájaros obedecían, según el dictado del viento del este y la marea), sobre la muy lábil frontera que separa la apacible normalidad de la disrupción y el caos. Las abundantes interpretaciones que se han formulado sobre este carácter metafórico de la narración son muy variadas: su condición de relato de guerra vinculado al relativamente reciente -en el momento de su publicación- término de la Segunda Guerra Mundial, presente en numerosas referencias bélicas (Una tregua en la batalla; Las fuerzas se reorganizaban; Se estaban desplegando en formación de un lado a otro del cielo; —Son aviones —dijo—, están enviando aviones tras los pájaros. Eso es lo que yo he dicho desde el principio que debían hacer. Eso los ahuyentará. ¿Son cañonazos? ¿No oís cañones?; ¿Los americanos no van a hacer nada? (…) Siempre han sido nuestros aliados, ¿no? Seguro que harán algo, ¿no?); la interpretación psicoanalítica “a la Žižek” (que ve en la agresividad de los pájaros, en la versión cinematográfica, la tensión sexual entre los protagonistas); la lectura “psicologista”, que indaga en las distintas reacciones de los personajes, conformidad, resignación, impotencia, desesperación o ira, sin excluir los aspectos más oscuros del alma humana; su dimensión apocalíptica, terminal, dramática y funesta; la explicación según la cual el cuento describe la dimisión y el fracaso del Estado del bienestar ante las amenazas que lo cuestionan; el enfoque ecologista... entre otras muchas hipótesis, algunas de ellas ciertamente excesivas. 

La versión cinematográfica, una obra maestra inolvidable, cuenta con las interpretaciones destacadas de Tippi Hedren, Rod Taylor y Jessica Tandy, y la presencia de dos de los colaboradores más conspicuos de Hitchcock, Bernard Herrmann en la banda sonora y Edith Head en el vestuario. Del texto inicial de Daphne du Maurier el director toma solo la anécdota del ataque de los pájaros y cambia prácticamente todo lo demás. De entrada, y como ya se ha dicho, la acción se desplaza del sombrío Cornualles originario a una California luminosa aunque pronto siniestra. Además, desaparece el núcleo familiar del granjero Hocken, siendo sustituido por una pareja protagonista, Melanie Daniels, que interpreta Tippi Hedren, y Mitch Brenner, en un papel a cargo de Rod Taylor, que abren la película desde un punto de partida clásico -chico conoce chica- de comedia romántica. Él es un abogado serio, íntegro y responsable, y ella una dama de la alta sociedad, frívola y alocada, hija algo consentida de un magnate de la prensa de San Francisco. Se conocen por azar en una pajarería, coquetean, surge una incipiente atracción, sobre todo por parte de ella, que, tras despedirse, volverá a la tienda para comprar un par de agapornis por los que él estaba interesado. Aprovechando la posición y las relaciones de su padre localizará el domicilio de Mitch, sabrá de su salida de fin de semana a Bodega Bay y, decidida, viajará hasta la población costera, bien pertrechada de su coqueta jaula con los pequeños loros. Allí conocerá a la hermana de Mitch, la adolescente Cathy, a la severa madre de ambos, Lydia, y a Annie, una antigua novia del abogado. De un modo gradual, extraordinariamente dosificado por el talento de Hitchcock y conforme al habitual recurso utilizado en sus películas (ir dando migajas al espectador), empezarán los aparentemente erráticos comportamientos de los pájaros, sus incomprensibles acometidas, sus inquietantes agresiones, primero una gaviota aislada que picotea a Melanie hasta hacerla sangrar, luego la población pajaril va aumentando para, por fin, desorbitarse con la llegada de auténticos ejércitos de gorriones, estorninos, grajos, cuervos, que atacan al pueblo entero y en particular al hogar de los Brenner, que han acogido como invitada a la algo altiva Melanie, rehenes indefensos todos, encerrados en una casa que se revela precaria y endeble ante el asedio de las hordas avícolas. 

Todos estos elementos, junto a muchos otros muy sugerentes, comparecen en los exhaustivos capítulos del libro de Notorious publicado en 2023 con ocasión del sexagésimo aniversario del filme, un volumen que comparte la excelencia de sus muchos “compañeros” de colección, tanto en cuanto al contenido, con los penetrantes y sugestivos textos de Quim Casas, Carlos Díaz Maroto y Jaime Vicente Echagüe, como en su brillantez formal, apenas empañada por algunos errores flagrantes (un doloroso “infringir” por “infligir”; el absurdo uso, hoy ya recurrente en tantos ámbitos, de “punto y final”; las redacciones algo desmañadas). Pese a ello, la abundancia de imágenes, fotografías y carteles, en blanco y negro y color, el gran formato, 19 por 25 centímetros, la sólida encuadernación en cartoné, la calidad del papel, hacen muy apreciable una obra que, además, como es habitual en el sello Notorious, constituye una inagotable fuente de información sobre una película inagotable en sus muchos posibles hilos interpretativos, lo que convierten el volumen en un libro de lectura apasionante. 

Ya solo el primer capítulo, Excursión a Bodega Bay, merece la lectura del libro. En él se adelantan muchas e interesantes generalidades sobre la película, algunas de las cuales volverán a aparecer, desarrolladas, en otros apartados del libro. Conocemos así cómo una noticia en el californiano The Santa Cruz Sentinel hizo brotar en du Maurier la idea del cuento, y cómo, leído por Hitchcock, y pese a que la historia no era rica argumentalmente pero sí tenía posibilidades por su atmósfera de terror normal y cotidiano, alejado de los estereotipos del género (Nuestra intención será asustar de muerte al público, dirá el director), compró sus derechos ya en 1952. Se nos da cuenta también de las dificultades del rodaje con pájaros, plasmadas en algunas cifras apabullantes: solo las escenas con “intervención” de aves supusieron 1.500 tomas, 400 de ellas con trucajes, se gastaron 200.000 dólares en la fabricación de pájaros mecánicos y se utilizaron 3.200 aves reales, para las cuales se necesitó contratar a un adiestrador, que las dirigía, indicándoles cuándo atacar, cuándo girarse. Las anécdotas relativas a la inusual participación de los animales son abundantes: la utilización de cebos, para provocar sus ataques, escondidos incluso en el pelo de la niña protagonista de una de las escenas más cruentas y recordadas de la cinta; el ingenioso expediente de sujetar imanes en las patas de los pájaros, con el fin de que quedaran pegados a los canalones de las casas, contribuyendo a dotar de una ominosa carga amenazante a los planos generales; la exigente supervisión de la Sociedad Protectora de Animales, que llegó a obligar, incluso, a construir una pajarería en el plató para evitar que los animales pudieran sufrir daños; el empleo de pájaros recién nacidos, que apenas habían salido del cascarón, pues resultaban más fáciles de amaestrar; la singular presencia de dos individuos especiales, Buddy, un pájaro apacible y relajado, del que Rod Taylor siempre guardó un recuerdo cariñoso, y Archie, hosco y muy mal encarado, al que el actor temía; la obligada vacunación del tétanos de los intérpretes; los abundantes arañazos y picotazos “reales” sufridos durante el rodaje; el uso de las lámparas de vapor de sodio, una invención de Walt Disney que supuso una significativa evolución del croma que facilitó el grabar por separado a los animales y a los actores. En el capítulo se refieren también los pormenores de la grabación en Bodega, pueblo cercano a Bodega Bay, el verdadero centro de la trama pero que se reprodujo en los platós para grabar en ellos a lo largo de doce de las veinte semanas de rodaje. En las ocho pasadas en California, el perfeccionismo del director impuso que se fotografiara a los lugareños para poder reproducir luego de modo fidedigno sus vestimentas. 

La sección titulada Hitch 60’s, nos propone un recorrido por la trayectoria del director en esa década en la que, sin embargo, no obtuvo sus mejores logros, que se produjeron en los quince años anteriores. No obstante, de 1960 es Psicosis, y a partir de ahí aparecieron esta excepcional Los pájaros, Marnie, la ladrona, todavía brillante, y, después, algunos títulos de, a mi juicio, menor entidad como Cortina rasgada, Topaz, Frenesí, una buena película, y la postrera y crepuscular La trama. En el capítulo conocemos la decepción de Hitchcock al no poder trabajar con Audrey Hepburn, pues la actriz rechazó un papel en el que tenía que disfrazarse de prostituta y sufrir una violación. 

El exigente, tiránico en realidad, trato del director a sus actrices, del que yo he dado cuenta en cada ocasión -y han sido numerosas- en que he presentado libros sobre su obra, aflora en el apartado denominado La nueva rubia, en el que se examina de modo exhaustivo la carrera cinematográfica de Tippi Hedren y, en particular, el calvario que para ella fue la filmación de Los pájaros. Como la actriz cuenta en su libro autobiográfico, Alfred y su mujer, Alma Reville la “descubrieron” en un anuncio televisivo. Modelo de carrera consolidada, el giro en su trayectoria se produjo cuando ya tenía 33 años lo que obligó a “rebajarle” su edad en cinco años, porque se la consideraba demasiado mayor para una actriz debutante. El consabido fetichismo de Hitchcock con las rubias, obsesivo y cruel (Las rubias son las mejores víctimas. Son como nieve virgen mostrando unas huellas sangrientas), se manifestó en un comportamiento que hoy, quizá, hubiera llevado a la cárcel al director. Ya desde el plano profesional, el rodaje fue un infierno para la joven. Hitchcock la hizo sufrir rodando los ataques de los pájaros, cambiando las previsiones iniciales que suponían la utilización de pájaros mecánicos y sustituyéndolos por animales reales. La sometía a una constante repetición de tomas, de manera que la filmación de escenas que duraban escasos momentos en la película se prolongaba durante semanas. Y en el plano personal las humillaciones eran constantes: decidido a “construirla” según su voluntad, le elegía la ropa, no solo la de la cinta, sino la que debía ponerse en su día a día. Le puso un coach para mejorar su voz, le recomendaba que engordase, llegando a mandarle a su domicilio dos toneladas de patatas, ricas en calorías. Absurda e infantilmente celoso, contrató a dos detectives para vigilar con quien salía, se ocupaba de lo que tenía que comer, los amigos que frecuentar, interfería en sus citas. Si ella hablaba distendida con algún miembro masculino del equipo, él se enfurruñaba, la ignoraba o convertía el rodaje en una tortura (la atmósfera en el trabajo era lúgubre). También desde el punto de vista sexual la experiencia fue insufrible: insinuaciones, continuas invitaciones a cenar o a tomar una copa, en alguna ocasión llegó a abalanzarse sobre ella y a intentar besarla en un viaje en limusina, a ponerle las manos encima en una escena en su despacho. Hedren calificaría los hechos, años después, como acoso sexual, una locución -un concepto- que entonces no existía. Desairado, despechado -arruinaré tu carrera- la ignora, la menosprecia, la insulta a sus espaldas, la aísla del resto del elenco. Atada por contrato, Hitchcock fue durante años dueño de su carrera, negándose a que participara en otros proyectos, hasta que rodó con él Marnie, la ladrona. La evolución que en Los pájaros experimenta su personaje es interpretada como un castigo de Hitchcock a Tippi por ser una mujer resuelta que no se deja doblegar. Al final acabará quebrándose, los pájaros la irán resquebrajando y va perdiendo la “amenaza” sexual que representa. Y más allá de Tippi Hedren, en Conspiración de mujeres se analizan los personajes femeninos de la filmografía de un hombre inteligente y con sentido del humor pero también con una personalidad compleja y vanidosa, lleno de traumas y obsesiones en relación con las mujeres de las que, indiferentes ante sus pretensiones, se vengará en las películas. 

En Rudo y anguloso, el foco se pone en Rod Taylor y su periplo no demasiado consistente en el cine, más allá de hitos como Zabriskie Point, de Antonioni, y su última aparición, ya mayor, en Malditos bastardos, de Tarantino. En relación con Los pájaros se apunta el poco interés -y hasta el desprecio- de Hichtcock, que hubiera preferido otro actor, que mantuviera la pauta de grandes diferencias de edad con sus parejas femeninas, habituales en la filmografía del británico: veinticinco entre Cary Grant y Grace Kelly, veinte entre el propio Grant y Eve Marie Saint, veintidós entre James Stewart y Grace Kelly, veinticinco de diferencia entre el mismo Stewart y Kim Novak. Taylor y Hedren eran de la misma edad. 

Hay un capítulo, Prestigio y veteranía, dedicado a Jessica Tandy, la madre de Mitch en la película, también con una larga carrera, con el brillante colofón de un Oscar, a los ochenta años y poco antes de su muerte, por Paseando a Miss Daisy. Y en Daphne du Maurier vista por Hitchcock volvemos a encontrarnos con la abundante presencia de las obras de la escritora británica en el cine en general y en el de su compatriota en particular. En el muy completo estudio se nos da cuenta de las desavenencias de Hitchcock con los guionistas, el desacuerdo de la autora con el cambio de escenario, el comienzo de comedia, el papel de Annie, una maestra de escuela y con una relación sentimental pasada con Mitch. Graznidos electrónicos es otro capítulo muy informado y sugerente sobre la banda sonora de la película, obra de Bernard Herrmann. Sin música de fondo, con ruidos que emulan los graznidos animales, el batir de las alas, los chillidos de los pájaros, con ominosos silencios, Hitchcock opta por el riesgo: música sin melodía, sin ritmos, sin arreglos orquestales, ruido procedente de fuentes naturales. Reseñable la participación de músicos de vanguardia como Oskar Sala, alemán, o el estadounidense Remi Gassmann, que tocaban el Trautonium, un artilugio electrónico muy avanzado para la época. Truffaut, en su famosa entrevista con Hitchcock, resaltó el hecho de que el sonido de los pájaros constituyera una verdadera partitura. 

El libro incluye, como de costumbre en la colección de la que forma parte, aproximaciones a asuntos no directamente relacionados con la película de referencia como en La naturaleza contraataca, una sección en la que se repasan películas en las que aparecen amenazas de animales, un subgénero conocido como “natural horror”, que ofrece exponentes variados que están en la memoria de cualquier aficionado al cine: insectos desmesurados, arañas, hombres menguantes, osos, ballenas, el gran referente King Kong, orcas asesinas, mujeres pantera, reptiles, anacondas, los muchos tiburones, enjambres, hormigas, con el gran hito que supuso Cuando ruge la marabunta, también Moby Dick; están, igualmente, los llamados “disaster movies”, Titanic, Poseidón, El coloso en llamas, Armageddon y tantos otros. En el mismo sentido, Horror con H de Hitchcock, tras una distinción académica que resalta los sutiles matices que diferencian cine negro, policial, criminal, de suspense o de terror, examina con detalle las tres del director británico que encajan en cine de terror en sentido estricto, el que “busca causar miedo en el espectador o el lector”: Psicosis, Los pájaros y Frenesí. Se habla también de algunas otras de su filmografía que colindan con el género, así como de algunos episodios de las populares series televisivas: Suspenso (1957-1958), Startime (1959-1961), Alfred Hitchcock presenta (1955-1962) y La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965). Hitchcock fue el responsable “ideológico” de las dos últimas y dirigió 17 episodios de la primera y uno en la segunda. En el capítulo conocemos también la existencia de Antologías literarias con su nombre, Hitchcock’s Anthology, convertido ya en un reclamo publicitario asociado al miedo y el terror. Como curiosidad interesante, el autor del estudio nos presenta Psicosis, hecha tres años antes, como anticipo de Los pájaros, por el apellido de su protagonista femenina, Crane, grulla; porque llega al motel Bates procedente de Phoenix, fénix; porque Norman dice de ella que come como un pajarito; por su habitación decorada con cuadros de aves; y, por fin, porque el propio Norman Bates diseca aves, una actividad que se expresa en inglés con la locución stuffing birds, “pájaros rellenados”, que admite un doble sentido alusivo a tener relaciones sexuales con una mujer, en una pauta estilística, la omnipresencia latente, simbólica, del sexo, muy relevante en el cine de Hitchcock. 

Interesante es también el capítulo Ficción/No ficción, en el que el motivo central de análisis gira sobre los biopics de personajes históricos, de músicos y cantantes, que, en general, siguen la vida entera del biografiado, y los anti-biopics que no se ajustan al patrón infancia-juventud-madurez-conflictos-éxito-ocaso. Delimitado el “terreno” desde el punto de vista conceptual, el estudio examina las dos películas sobre el director, Hitchcock (con un reparto deslumbrante: Helen Mirren, Anthony Hopkins, Scarlett Johansson y Jessica Biel) y The girl (con Tobey Jones en el papel del director y Sienna Miller como Tippi Hedren), se centran en la época, entre 1960 y 1964, de Psicosis, Los pájaros y Marnie la ladrona

Las tres secciones más “apetitosas” del libro, no obstante, son las que se refieren a las claves simbólicas, metafóricas, psicológicas y técnicas de la película. En la primero de ellas, En esencia, se profundiza en los aspectos estilísticos de un director al que le interesa más la técnica de la narración fílmica que el contenido argumental de la película. Fanático de la construcción del guion (se recogen algunas discrepancias con Evan Hunter, que firma el de Los pájaros; una de ellas es la voluntad decidida del director, y así se lo exige a su guionista, de olvidar la historia de Daphne du Maurier, y “aprovechar” solo el título y la anécdota de los pájaros atacando a los humanos), quiere llegar al estudio sin cabos sueltos, con toda la película en la cabeza, los planos, las secuencias, los encuadres, aunque también crea e improvisa en el rodaje. El capítulo menciona algunos de sus “mecanismos visuales: empezar de manera ligera, dar “sustos” de vez en cuando en una cadencia controlada, partir de un entorno creíble, hacer que el plano final de cada secuencia constituya una amenaza, dosificar el suspense (Hitchcock le contó a Truffaut, en sus conocidas conversaciones, su posición ante el dilema suspense/sorpresa, en un fragmento que no me resisto a transcribir: Nosotros estamos hablando, acaso hay una bomba debajo de esta mesa y nuestra conversación es muy anodina, no sucede nada especial y de repente: bum, explosión. El público queda sorprendido, pero antes de estarlo se le ha mostrado una escena completamente anodina, desprovista de interés. Examinemos ahora el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque ha visto que el anarquista la ponía. El público sabe que la bomba estallará a la una y sabe que es la una menos cuarto (hay un reloj en el decorado); la misma conversación anodina se vuelve de repente muy interesante porque el público participa en la escena. Tiene ganas de decir a los personajes que están en la pantalla: «No deberías contar cosas tan banales; hay una bomba debajo de la mesa y pronto va a estallar.» En el primer caso, se han ofrecido al público quince segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso, le hemos ofrecido quince minutos de suspense), dilatar la llegada de los “impactos”, demorar sin prisa la historia, hacer que el desarrollo narrativo vaya in crescendo, con un final asfixiante y demoledor (y decepcionante para muchos espectadores -aviso, hay destripe- por su carácter abierto, el cielo apocalíptico, el silencio, la ausencia de rótulo con el The End, la falta de conclusión, solo la amenaza en la sombra, inquietante. Hitchcock manejó -y desechó- algunas opciones alternativas: de vuelta a San Francisco, el grupo huido del horror se encuentra el Golden Gate plagado de pájaros, también los pájaros atacando salvajemente el coche, en una secuencia que solo se excluyó, al parecer, porque habría requerido un mes más de trabajo), subrayar la importancia de que los animales fueran domésticos no pájaros amenazadores en sí mismos -buitres, quebrantahuesos, águilas-, no dar pistas ni explicar el porqué de los ataques, dejar clara la falta de lógica de su comportamiento. La inteligencia y el mucho conocimiento de Quim Casas, autor de esta sección, aporta jugosas informaciones sobre los desafíos técnicos que el director se plantea en su uso de la cámara, muy transgresor, con una planificación con llamativas soluciones técnicas, cambios de puntos de vista subjetivos y objetivos, poner en conocimiento del espectador elementos que los personajes aún no han visto para incrementar el suspense (las aves posadas sobre los cables, a espaldas de los personajes, con su carga de amenaza sugerida), jugando con los encuadres, los enfoques, la fotografía de Robert Burks, de todo lo cual se nos proporcionan abundantes ejemplos: la cámara que sigue a Melanie casi asediándola, para transmitir las emociones y los sentimientos del personaje; el crescendo cuando Melanie espera a que termine la clase y van apareciendo los pájaros, uno a uno, poco a poco, y ella está fumando, mirando, girándose de vez en cuando y, en alternancia, sin que ella lo perciba, hay cada vez más pájaros, el silencio, el coro de niños sonando de fondo, a lo lejos, la mirada de la chica generando la aprensión, el suspense; el asalto final de los pájaros a la casa planificado como si fuera una estrategia militar, el capítulo terminal, apocalíptico, de la guerra entre humanos y aves; el restaurante, el incendio en la gasolinera, el brutal ataque a Melanie en la cabina telefónica, filmado como la escena de la ducha en Psicosis, los pasajes de la familia dentro de la casa, con los protagonistas aterrados, encogidos, con el ensordecedor ruido de los pájaros; entre otros muchos que amplían y enriquecen nuestra mirada sobre la película. 

Mater tenebrarum explora el muy fecundo campo simbólico de las madres castradoras, tan recurrente en la filmografía de Hitchcock, cuya visión de la maternidad es, ciertamente, algo oscura. Encadenados, La sombra de una duda, Con la muerte en los talones, Psicosis, Marnie la ladrona y, por supuesto, Los pájaros, recogen manifestaciones elocuentes de este aspecto muy significativo del cine del británico, que no se corresponde, contra lo que pudiera parecer, con algún oscuro trauma personal, con la relación real del director con su propia madre, nada problemática, al parecer. Lydia, la madre de Mitch, interpretada por Jessica Tandy, dominante, posesiva, ve en Melanie la hembra que pretende arrebatarle a su hijo e intenta alejarla, evitar el idilio. Antes de ella, la mujer habría “espantado” a Annie, la maestra. Ella percibe que la chica le va a quitar a su hijo, al que usa como sustituto del marido. En esta interpretación, el miedo de perderlo es el miedo de Melanie a los pájaros, que serían la representación simbólica del subconsciente de la madre, la cual, a través de ellos, intenta ahuyentarla. El capítulo, plagado de detalles sugerentes, subraya la condición de Lydia como la imagen del orden, la estabilidad, el equilibrio, la apacible tranquilidad doméstica, que tanto la llegada de Melanie como el ataque de los pájaros ponen en cuestión (las tazas rotas, el cuadro torcido del marido muerto). 

Por fin, en Un estudio psicológico y simbólico el autor, de nuevo Quim Casas, abruma al lector con infinidad de interpretaciones metafóricas de todo tipo: los agapornis del comienzo de la película, también llamados love birds, pájaros del amor, en paralelismo implícito con el romance entre los protagonistas; el omnipresente simbolismo de las jaulas, la “real” de los loritos; la figurada del amor, dorada pero opresiva, en tanto supone la entrega y por tanto la privación de libertad; la que representa la cabina telefónica como ejemplo de enclaustramiento fatal, realzado por la sucesión vertiginosa de planos filmados desde el interior, en picado total, desde el exterior, el bar también como jaula; Mitch, un abogado que pretende que los delincuentes acaben enjaulados. Constantes son también los habituales simbolismos sexuales “made in Hitchcock”, incorporados en la filmación y el montaje, mediante planos, imágenes, escenas, subtextos visuales, juegos de palabras que enfatizan los vínculos asociativos: los moños “paralelos” de Melanie y Lydia; las dudas y los devaneos sexuales de la elegante y un punto frívola joven, “causantes” de la amenaza de los pájaros; el pueblo y la casa de los Brenner, apacibles y tranquilos, que se verán alterados por la llegada de la mujer; la agresión de los pájaros como castigo por el “peligro” sexual que ella representa en la comunidad cerrada y puritana (cuanto más se implica ella con él, desde el tímido arranque de la película, viajando al pueblo, visitándolo en su casa, quedándose a dormir en ella, más se incrementan los ataques, de modo que el espectador percibe el mensaje subliminal: “no te quedes a la fiesta, no te quedes a dormir, no vayas a buscar a Cathy a la escuela, vete o el peligro acabará con nosotros”); el inusitado triángulo amoroso -Mitch, Melanie y… Lydia- sugerido con la foto de Mitch de bebé, al fondo, sobre la chimenea en la conversación entre las dos mujeres; el color verde, como el de los periquitos, en la ropa de la joven; y muchos más. 

Sin tiempo ya para extenderme en demasía, dejo algunas ligeras notas sobre La posada Jamaica, también en su doble dimensión, literaria y cinematográfica. Con muchas ediciones en nuestro país, la que yo manejo del libro de Daphne du Maurier es la de Alba Editorial de 2018, con traducción de la siempre excelente Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. La trama de la novela se desarrolla en la Inglaterra de principios del siglo XIX (en la nota que abre el libro, escrita por la autora en octubre de 1935, aclara que La posada Jamaica es hoy un hotel entrañable y acogedor en el que no se sirven bebidas alcohólicas; se encuentra en la calzada que va de Bodmin a Launceston, un trayecto de unos treinta y dos kilómetros; para añadir, en la novela de aventuras que sigue he imaginado cómo podía ser hace ciento veinte años; y, aunque en estas páginas figuran nombres de lugares reales, los personajes y los acontecimientos que se describen son totalmente inventados) y sigue a la joven Mary Yellan, de poco más de veinte años, quien, tras la muerte de su madre, viuda desde que ella era un niña de apenas cinco, se ve obligada, ante la imposibilidad de sacar adelante la ruinosa granja familiar, a dejar su hogar en la plácida y acogedora Helford para, atendiendo a la última voluntad de su madre, viajar a Bodmin, en Cornualles, y vivir allí con su tía Patience, hermana de su madre, y su marido, Joss Merlyn. En realidad, la mujer ya no reside en Bodmin sino en un lugar asilvestrado y solitario, a mitad de camino de ninguna parte, en donde su esposo es el patrón de la posada Jamaica. Ya desde su llegada, con el hosco y desagradable recibimiento por parte de Joss, un hombre corpulento, inmenso, de aspecto simiesco y agresivo y de trato violento, y la patética sumisión de la desastrada, temerosa, avejentada y lloriqueante tía Patience, la chica será consciente de la lobreguez, la suciedad, el descuido y el abandono del lugar, el ambiente opresivo, sombrío y sobrecogedor de la lúgubre y apartada taberna, un edificio desvencijado y dejado de la mano de Dios en medio de los inhóspitos montes, los desolados páramos y las peligrosas y traicioneras ciénagas de la región y barrido por un viento y una lluvia permanentes, en el que solo la retienen -tras su intención primera de huir- la promesa hecha a la difunta y la caritativa voluntad de rescatar a su triste tía de lo que a todas luces es una existencia torturada y afligida, víctima de la brutalidad, la furia y la crueldad de un marido primitivo y salvaje, cuyos arrebatos de violencia se reproducen a diario a causa de su mal carácter y de su desmesurada afición al alcohol. En su intento de acomodarse al espantoso destino que le ha tocado en suerte, Mary hará lo posible por sobrellevar su infortunio ayudando a su tía y evitando en lo posible el contacto con el brutal, despiadado y feroz señor del lugar. Con el paso de los días la muchacha irá descubriendo los oscuros secretos relacionados con la posada y los tenebrosos asuntos y las perversas tramas que en las heladoras noches de la severa y aborrecible, yerma y abandonada región, se dirimen entre sus destartaladas paredes. Y es que -no queda más remedio que adelantar un elemento crucial de la novela que la autora da a conocer en sus primeros capítulos (en la película se desvela cuando apenas han transcurrido tres minutos)- la posada Jamaica era una guarida de ladrones y cazadores furtivos que, aparentemente al mando de su tío, se dedicaban a un contrabando muy lucrativo entre la costa y Devon. Conforme a la calificación que la propia autora hace en la nota antedicha, estamos ante una novela de aventuras, llena por tanto de lances, peripecias, vueltas de tuerca, encuentros clandestinos, disputas sangrientas, huidas desesperadas, giros en la trama y episodios diversos, que incluyen una algo previsible historia romántica y que, como es obvio, no desvelaré, para centrarme, por el contrario, en algunos aspectos que la hacen singular y que coinciden con las pautas más comunes en los otros libros de Daphne du Maurier de los que vengo hablando en estas últimas semanas. Es el caso de la construcción del personaje femenino, una Mary Wellan decidida y valiente; de la formidable creación de la atmósfera que envuelve al lugar -la claustrofóbica posada- y a la región -una Cornualles de naturaleza desatada y hostil, inhóspita y agreste-; y del tratamiento de los temas subyacentes a la historia, el carácter simbólico de la naturaleza, el mal, la integridad, la redención, la búsqueda de la identidad personal y hasta el amor romántico. 

Mary Wellan es, cuando la conocemos al inicio de la novela, una chica dulce, amable y sensible, inocente e inexperta (y el recuerdo de la narradora de Rebecca está presente durante la lectura), que se ve envuelta, por las desgracias de la vida, en un ambiente adverso. Su fragilidad es, sin embargo, solo aparente porque, envuelta en los turbios manejos de su tío, muestra inteligencia para descubrir los oscuros secretos y los fraudulentos negocios a los que se entrega el atrabiliario patrón de la posada y su cuadrilla de individuos poco recomendables (Tu tío Joss se junta con hombres raros que se dedican a asuntos raros, la prevendrá Patience) y facinerosos (todos iban sucios, harapientos, desaliñados, despeinados y con uñas rotas; eran trotamundos, cazadores furtivos, salteadores, vagabundos, ladrones de ganado y gitanos), dando prueba, además, de un arrojo y una determinación (Jamás habría tenido miedo de una casa que apestaba a maldad, por muy aislada que estuviera en este monte barrido por los vientos, como un hito solitario, desafiando al hombre y a la tormenta) que la llevan a superar sus miedos y a enfrentarse a situaciones peligrosas y desafiantes para proteger a su tía y denunciar los delictivos abusos de su tío (Estaba sola en un mundo rudo y bastante aborrecible, con muy pocas esperanzas de que pudiera mejorar). Su protagonismo en el libro es absoluto y el lector queda prendado de su personalidad, sufriente, desvalida y profundamente solitaria (Ella se encontraba más desamparada que cualquier barco, incluso cuando el viento ruge en las velas y el mar lame las cubiertas) y, a la vez, independiente, intrépida, comprometida y valerosa. 

El segundo gran “personaje” del libro es el entorno, tanto la posada Jamaica, descuidada (Las habitaciones de huéspedes del piso de arriba se encontraban, si cabe, en peor estado. Una hacía las veces de trastero, con cajas apiladas contra la pared y viejas mantas de montar roídas por una familia de ratas o ratones. En la de enfrente se almacenaban patatas y nabos encima de una cama rota), oscura, siniestra, gélida, inmunda (un olor rancio a tabaco y bebida y una impresión cálida de humanidad y suciedad impregnaban los sucios bancos oscuros), rezumando un aciago aire de perversión (el silencio era opresivo, estaba cargado de algo malévolo; las habitaciones que no se usaban apestaban a dejadez); como, sobre todo, el paisaje exterior, los páramos deshabitados y estériles, desérticos, aislados del mundo (No había árboles, caminos, granjas ni refugio alguno, solo kilómetros y kilómetros de páramo baldío, oscuro y no hollado, como un desierto que se prolongara hasta un horizonte invisible), atravesados por zonas pantanosas y ciénagas asesinas, que atrapan mortalmente a quien se desvía unos pasos de los caminos pedregosos, espacios desolados (una tierra de maleza sin setos ni prados, un país de piedras, brezo negro y piornos enanos), sometidos a una climatología adversa, inhumana (Aquí jamás habría una estación amable), envueltos en una persistente capa de lluvia, niebla y oscuridad, un velo opaco, brumoso, sombrío, que oculta los secretos y peligros que acechan a quienes los atraviesan -la arriscada y resuelta Mary, en más de una ocasión- y contribuye a dotar a la novela de ese clima de urgencia, misterio, tensión y terror gótico que identifican a su autora y que aflora ya desde las primeras páginas del libro, cuando en el triste viaje inicial de Mary, dejando atrás la apacible Helford, se encamina hacia su tenebroso futuro, la joven describe con aciaga clarividencia el paisaje que apenas vislumbra desde la ventanilla de su carruaje: ningún ser humano podía vivir en una tierra tan inhóspita y ser como las demás personas; hasta los niños nacerían retorcidos como los renegridos matojos de piornos, que se doblaban con la fuerza del viento incesante, un viento que todo lo barría por los cuatro costados. Niños que también tendrían la cabeza retorcida, llena de malos pensamientos, viviendo sin remedio entre pantanales y granito, áspero brezo y piedras desgajadas. Nacerían de una raza extraña que dormía con esta tierra por almohada, bajo este cielo negro. Incluso llevarían dentro algo diabólico

Y en este escenario, la novela desarrolla algunos de los asuntos más frecuentes en otros libros de su autora, como el simbolismo de una naturaleza que es, simultáneamente, fuente de belleza y majestuosidad y también de peligro y amenaza -los acantilados de Cornualles, el mar rugiente, las olas que rompen con estrépito-, un dualismo que apunta al de los propios personajes, el amor y la muerte, la integridad y el mal, el sufrimiento y la dicha, el sometimiento y la redención, la libertad y la opresión, el extravío y la salvación, entre otros temas. 

Ya definitivamente fuera de tiempo, dejo unas muy breves palabras sobre la versión de la novela que hizo Hitchcock en 1939, aún en su etapa británica. La película no llega, ni de lejos, a la altura de la larga decena de obras maestras del realizador, pero es, sin embargo, estimable y merece verse, aunque solo sea por sana curiosidad. Con un reparto encabezado por el siempre genial y aquí algo sobreactuado Charles Laughton, en un papel que no está exactamente en el libro, y la bella Maureen O’Hara, en el rol de Mary. En realidad, no solo el personaje de sir Humphrey Pengallan, que encarna Laughton, se aleja de la novela, siendo una recreación bastante libre de dos de sus personajes, Francis Davey, el vicario de Altarnun, y el señor Bassat, alguacil de North Hill, sino que el guion entero supone un cambio total en el argumento, en algunos escenarios y en ciertos personajes, unas modificaciones que rebajan considerablemente el interés, el “calado” y el valor artístico del resultado. Así, en la acción pierde protagonismo la posada (que sigue siendo, no obstante, el centro de la trama), mero marco externo sin sustancia, sin “personalidad”, sin vida, para desplazarse a los pomposos y triviales salones del afectado sir Humphrey; se introduce una figura nueva -con un peso destacado en la historia-, un oficial de la Marina Real Británica, de caracterización plana y simplista, en misión secreta, que acabará por ocupar el lugar destinado en la novela a Jem Merlyn, hermano de Joss, muy relevante en el libro y desaparecido en el filme; además, el hilo conductor del relato se adelgaza hasta el extremo, quedando reducido a una previsible e insustancial historia de piratas, un mero producto de entretenimiento sin más pretensiones. En este sentido, comparada con el libro, la película decepciona, pues los personajes aparecen desdibujados, desprovistos de carácter, faltos de profundidad psicológica, carentes de conflictos internos, sin que haya tampoco la hondura “filosófica” que aporta la novela, con los serios hilos temáticos a los que se abría, y con, en su lugar, una conclusión moralizante, en la que el villano muere, los malos son castigados y el amor triunfa. Destacan, por el contrario, la espléndida fotografía expresionista, en un blanco y negro tenebroso; la atmósfera gótica que se refleja en las tormentas marinas, los peligrosos acantilados, el viento y la lluvia, la oscuridad dominante; los sutiles pero muy apreciables toques de humor, que pueden resultar “disonantes” dada la naturaleza de la historia; la construcción, totalmente ajena al libro, del personaje que encarna Laughton, hecho a su medida -no en vano el actor también era productor de la película-, cuyas maquinaciones, cuya frivolidad, cuyo exhibicionismo y cuya personalidad rozando el delirio resultan, por excesivas, dignas de mención; y, por encima de todo, la irresistible belleza de Maureen O’Hara, cuya radiante presencia ilumina la pantalla, en su primera aparición en el cine. 

En fin, terminamos por hoy. Espero que mis cinco propuestas de esta tarde, un cuento, una novela, un ensayo sobre cine y dos películas os hayan interesado y hayan despertado en vosotros el deseo de acercaros a cualquiera de ellas. Os dejo con un muy expresivo fragmento de Los pájaros. Tras él, una canción sin nada que ver con los libros ni las películas reseñados, más allá de su título. I like birds, del grupo Eels, el proyecto musical de Mark Oliver Everett, un músico que me siempre me ha interesado mucho y al que he dedicado un par de programas en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes; dos emisiones en las que sonaba su música entre textos de un muy sugestivo libro del cantante, Cosas que los niños deberían saber. I like birds es una canción de recuerdo a su madre muerta, muy devota observadora de aves. Tras su fallecimiento, Everett, trasladó a su jardín los comederos que ella había instalado y leyó los muchos libros sobre pájaros que su madre poseía. Como confiesa el propio autor, escribió el tema para mantener una cierta forma de contacto con ella. 


Los pájaros habían estado más inquietos que nunca este otoño, la agitación se notaba aún más porque los días eran tranquilos. Mientras el tractor trazaba su senda subiendo y bajando la colina de la parte occidental, la silueta del granjero dibujada en el asiento del conductor, la máquina entera y el hombre que la conducía se perdían de forma momentánea en la inmensa nube de pájaros que volaban y gemían. Había muchos más de lo habitual. Nat estaba seguro de ello. En otoño siempre iban tras el arado, pero no en grandes bandadas como estas, ni tampoco con tanto clamor. Nat trajo a colación el asunto al acabar las tareas de cercado. —Sí —contestó el granjero—, hay más pájaros de lo normal. También lo he notado. Y atrevidos, algunos, sin hacer caso del tractor. ¡Un par de gaviotas me han pasado tan cerca de la cabeza esta tarde que pensé que me iban a quitar la gorra! El caso es que apenas podía ver lo que estaba haciendo cuando me pasaban por encima y el sol me daba en los ojos. Presiento que el tiempo va a cambiar. Va a ser un invierno duro, por eso los pájaros están inquietos. Nat, cuando volvía a casa caminando lentamente por los campos y bajando luego el camino, vio con el último rayo de sol que los pájaros todavía permanecían en bandadas sobre las colinas del oeste. Era la hora de la pleamar, no había viento, y el océano gris estaba tranquilo. Aún había borbonesas en flor en los arbustos y el aire se sentía suave. El granjero tenía razón: esa noche cambió el tiempo. La habitación de Nat daba al este. Se despertó justo pasadas las dos y oyó el viento por la chimenea, no era ni la tormenta ni las ráfagas violentas de un vendaval del sudoeste portador de lluvia, sino el viento del este, frío y seco. La chimenea sonaba a hueco y se oyó una teja de pizarra suelta en el tejado. Nat escuchó y pudo oír el mar atronador en la bahía. Incluso el aire de la pequeña habitación se había vuelto frío: sintió desde la cama una corriente de aire que entraba por debajo de la puerta. Nat tiró de la manta que lo envolvía, se acercó más a la espalda de su mujer dormida y permaneció despierto, vigilante, consciente de un recelo infundado. Entonces escuchó el golpeteo en la ventana. No había ninguna enredadera en las paredes de la casa que se desprendiera y arañara el cristal. Escuchó. El golpeteo continuó hasta que, irritado por el sonido, Nat se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Al abrirla algo le rozó la mano, picándole en los nudillos, arañándole la piel. Entonces vio el batir de las alas de algo que desaparecía tras el tejado. Era un pájaro; no podía decir de qué clase. El viento debía haberlo llevado a refugiarse en el alféizar. Cerró la ventana y volvió a la cama, pero, al sentir los nudillos húmedos, se los llevó a la boca. El pájaro le había hecho sangre. Supuso que, asustado y desconcertado, el pájaro, en busca de refugio, le había clavado el pico en la oscuridad. Una vez más se dispuso a dormir. El golpeteo comenzó de nuevo, esta vez con más fuerza, más insistencia, y el sonido despertó a su mujer que, dándose la vuelta en la cama, le dijo: —Mira qué pasa con la ventana, Nat, algo está golpeando. —Ya lo he comprobado —le respondió—. Hay un pájaro que está intentando colarse. ¿No oyes el viento? Sopla del este, está empujando a los pájaros a buscar refugio. —Échalos —le dijo—. No puedo dormir con ese ruido. Se dirigió a la ventana por segunda vez y, ahora, cuando la abrió, no había un pájaro en el alféizar sino una docena. Volaron directos hacia su cara, atacándolo. Nat gritó, golpeándolos con los brazos, ahuyentándolos; y, como el primero, volaron sobre el tejado y desaparecieron. Rápidamente cerró la ventana y echó el pestillo.

 
Videoconferencia
Daphne du Maurier. Los pájaros