Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de junio de 2015

CARLOS ZANÓN. NO LLAMES A CASA; YO FUI JOHNNY THUNDERS
 
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos, una semana más, a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una propuesta de lectura, os recomendamos un libro a mi juicio siempre interesante. Hoy os traigo a un autor catalán, nacido en Barcelona, una ciudad que ocupa un lugar destacado, y no sólo como telón de fondo sino con un papel protagonista, casi como un personaje más, en sus novelas. Se trata de Carlos Zanón, que se desenvuelve sobre todo en el género policíaco, ámbito en el que ya ha presentado tres libros, Tarde, mal y nunca, que no he podido leer, y los dos de los que quiero hablaros brevemente, No llames a casa, que vio la luz en 2012, con extraordinario éxito entre lectores y críticos y habiendo obtenido significativos premios literarios, y Yo fui Johnny Thunders, el último, aparecida hace año y pico, a comienzos de 2014. En los tres casos ha sido la editorial RBA, en su colección de novela negra, la que los ha acogido en su seno.
 
Y he escrito novela negra aunque, en realidad, estamos ante muestras “raras” del género, porque en los libros de nuestro invitado de esta tarde no hay detectives, ni crímenes ostensibles, ni investigadores más o menos sagaces, ni tramas delictivas por desentrañar, como corresponde a los tópicos habituales del thriller. Hay, sí, delitos, robos, estafas, chantajes, agresiones, violencia, hay, incluso, asesinatos, pero todo ello aparece sólo de un modo difuminado, como una mera anécdota en el transcurso de la acción, pasando -casi- desapercibido en el transcurrir de la historia narrada. Podríamos decir que los atracos, las muertes, los episodios violentos, no son hechos excepcionales que rompen la norma de la pacífica y civilizada convivencia entre humanos y que por ello destacan, sobresalen, llaman la atención, sino que, muy al contrario, parecen no importar, no “contar”, el lector no los procesa en cuanto quiebras en la anodina rutina de la vida “de orden” sino, tan sólo, como episodios previsibles, como hechos esperables, como acontecimientos “naturales” -y triviales, y no remarcables, por tanto- de unas existencias que se desenvuelven en un clima general de fracaso, sordidez, marginalidad y miseria moral. Hace unos años leí en los magníficos diarios de Iñaki Uriarte, de los que ya he hablado en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en esta emisora universitaria salmantina, una interesante reflexión, recogida por el diarista vasco de la obra de Franz Kafka, en la que se incide en esta condición de “normalidad” del crimen y que me parece singularmente pertinente para interpretar los libros de Carlos Zanón: En la novela policiaca -escribía, al parecer, Kafka, según Uriarte- se trata siempre de descubrir secretos ocultos detrás de acontecimientos extraordinarios. Pero en la vida sucede exactamente lo contrario. El secreto no está escondido en segundo plano. Se encuentra, por el contrario, absolutamente desnudo delante de nuestros ojos. Es lo más evidente. Por eso no lo vemos. Lo corriente de todos los días constituye la novela de ladrones más grande que existe.
 
Lo corriente de todos los días, sí, esta parece una expresión muy ajustada para definir las novelas de las que os hablo esta tarde, unos libros en los que esta cualidad “sociológica”, esta capacidad de retratar la vida cotidiana -si bien, como luego veremos, se trata de la cotidianidad de un sector muy particular, muy reducido también, de la sociedad- constituye -junto con las virtudes literarias de su autor- uno de los principales alicientes de unas obras por lo demás incómodas y perturbadoras.
 
En No llames a casa, tres delincuentes, Bruno, Raquel y el hermanastro de ésta, Cristian- se dedican a extorsionar a parejas que viven relaciones extramatrimoniales, haciéndose con pruebas de sus infidelidades y chantajeándolas bajo la amenaza de revelar a sus traicionados cónyuges la verdad oculta de sus vidas. Las situaciones se complican y enrevesan y acaban desembocando en violencia y muerte. Yo fui Johnny Thunders nos pone en contacto con Francis -Mr Frankie-, un músico acabado que, ya cuarentón, vuelve a su barrio para intentar dar en él con un atisbo de vida digna, tras años de disipación, adicciones varias y fracaso sentimental, profesional y personal. Su padre, anciano y derrotado, su hermanastra Marisol, bellísima pero que se vende al dinero de diversos protectores a cual más desaconsejable, su hijo Víctor, perdido y viviendo con su exmujer con la que no mantiene contacto, camellos, macarras, gente del hampa local, le acompañan en su intento -frustrado intento- de recuperar una existencia pasada que la añoranza recuerda idílica, una juventud colmada en la que destaca el gran hito, que reverbera en su memoria, de una actuación como telonero de Johnny Thunders, el símbolo del punk de finales de los setenta y comienzos de los ochenta, excelente ejemplo él mismo, con su vida de alcoholismo, drogadicción y prematura muerte a los 38 años, de la realidad que describe Zanón en esta novela muy musical, plagada de referencias a canciones y grupos siempre combativos, siempre rebeldes, siempre agresivos o violentos.
 
Desde mi punto de vista la principal virtud de No llames a casa y Yo fui Johnny Thunders es la formidable capacidad de su autor para “fotografiar” con fidelidad la vida de un puñado de personajes desarraigados, y con ellos el estrato social al que pertenecen. Los mundos de la drogadicción, la marginalidad, la violencia, la prostitución, la pequeña delincuencia, el crimen de poca monta -si cabe la expresión, rozando el oxímoron-, pero también el lumpen sórdido y “cutre”, los anodinos representantes de un clase media-baja hoy aún más depauperada tras la crisis, los seres perdidos y sin esperanzas, la carne de cañón de una sociedad depredadora e injusta que, inclemente, destruye sin perdón a quienes no logran el éxito, se constituyen en protagonistas de las historias narradas, por lo demás surcadas por proxenetas, meretrices, chantajistas, traficantes, mafiosos de medio pelo, guardaespaldas siniestros, sicarios brutales, jubilados “preagonizantes”, ancianas solitarias, maridos engañados, jóvenes sin la menor formación básica movidos por instintos primarios; repletas de peleas, secuestros, ataques sexuales, palizas y agresiones salvajes; rezumantes de vómitos, sangre, alcohol, drogas, sudor y lágrimas, semen… Las noches en esta parte del mundo son torrentes desbocados de agua sucia y ella, se sincera, preferiría dejarse llevar y meterse heroína, se lee -en una descripción significativa del “universo Zanón”- en un momento de su última novela. Una panoplia de seres marginados que se revela cuando, algo más adelante, la mirada certera y precisa del autor se detiene en la “fauna” que pulula por las dependencias de los juzgados, vivo ejemplo del ámbito de la realidad que le interesa: También andaba por allí la gente justiciable, algunos con trajes y pinta de tener posibles, pero también los ciudadanos en chándal de colorines, gitanos rumanos o autóctonos con sus familias, jerséis de mercadillo, niñatas con sus héroes quinquis, gente de los desahucios, víctimas de los accidentes de tráfico, los que trapichean, los que se quieren divorciar y los que aún esperan una segunda oportunidad. Las viejas locas, los hijos de puta oscuros y los de chaleco amarillo, cumpliendo los servicios sociales.
 
Seres patéticos, perdedores, fracasados todos, porque es el fracaso, del que es espejo este contexto sórdido -verosímil y admirablemente reflejado por el autor- en el que se desenvuelven sus personajes, el gran tema central de sus novelas. Hay por doquier infinidad de líricas recreaciones de la poesía de los sueños rotos, de las esperanzas e ilusiones desvanecidas: hartos todos del fracaso, de haber llegado tarde, de no haber sido lo suficientemente listos o lo suficientemente egoístas. Hartos y desesperados de no tener dinero, de dormir en sofás prestados, habitaciones siempre enmoquetadas y muertas, los músicos sueñan con motines, atracos a bancos, regreso a Penélope. O también: Sólo quiere regresar al país donde se enamoraba como en las canciones. Donde las canciones no mentían. Donde uno era inmortal porque deseaba y era deseado y alguien a mil kilómetros de allí había escrito y cantado una canción especialmente para eso, para pasarla en tu cine particular. En el fondo de conformaría con poder regresar a la última vez que fue generoso.
 
Y sin embargo, reconociendo esta innegable capacidad que el autor posee para trasladarnos con fidelidad y convicción a ese mundo aparentemente oculto pero reconocible, a unas calles, a unos barrios, a unas gentes que no suelen mostrarse en las primeras planas de los periódicos, pese a sus indudables logros, no puedo evitar confesar -así, tajantemente- que, siendo interesantes, leer los libros de Zanón no me resulta una experiencia demasiado placentera ni agradable.
 
Es verdad que escribe muy bien (aunque hay infinidad de fallos relevantes: “acerbo indígena”, “habían rasgos”, “pudiéndolo haber matado” y muchos más, en Yo fui Johnny Thunders, y bastantes otros, algunos de los cuales ya enumeró Ricardo Senabre en su elogiosa crítica en El Cultural de El Mundo, en No llames a casa), las frases cortas y ágiles, el ritmo musical, la prosa poética; es verdad que describe con fidelidad muy estimable -insisto- un mundo muy triste y brutal, muy sombrío y oscuro, muy marginal, pero ni esa realidad es la mía ni, sinceramente, tengo demasiado interés en conocerla.
 
Y es verdad que uno avanza en las obras, en una primera instancia, con interés, movido el lector por ese afán que he llamado sociológico, de conocimiento de un universo ignoto -para mí casi tanto como si las novelas se hubieran ambientado en Corea del Norte-, pero esa estimable cualidad documental no resulta suficiente para compensar el malestar de adentrarse en ámbitos tan oscuros, tan duros. La lectura se convierte así, en muchas ocasiones, en una experiencia desasosegante.
 
Y es verdad también que los personajes de Zanón sueñan, y eso los hace cercanos, los hace -podríamos decir- humanos. Y que si nos elevamos de ese plano neutro conformado por la mera descripción fotográfica de la realidad encontraremos pautas más universales, más generales, y aparecerán algunos de los grandes temas que perturban nuestro paso por el mundo: la imposibilidad de alcanzar los sueños, el fracaso consustancial a la existencia humana, la pérdida de la inocencia, el anhelado regreso a la infancia feliz que opera como idílica Arcadia, el mito de Penélope -la madre que espera y arropa-, el deseo de ser otro, lo inexorable de un destino que reparte sus cartas y entonces unos ganan y otros pierden y otros pierden y otros pierden..., la inevitabilidad de la derrota. La vida es un largo proceso de demolición, recordad el conocido dictum de Francis Scott Fitzgerald, cuyo mundo está en los antípodas del de Zanón y que, sin embargo, coincide con él en la lúcida constatación de la condena irremisible que define nuestra existencia mortal. Y es verdad que, al final, parece vislumbrarse un ligero atisbo de esperanza: a alguien ha de importarle que los vencidos se levanten, una y otra vez, para luchar sin esperanza ni Dios, solo con su fe (…) A alguien ha de importarle la mala suerte de todos los que eligen mal. Pero esa poesía de los perdedores (Pudiste tocar el terciopelo de las nubes paro caíste y ahora ni quejarte puedes. Vamos a recordarte a todas horas que el gran pecado es la ambición de los que, al parecer, no tienen derecho ni a estar de pie. El intentarlo. El ser distinto. El no querer el mismo menú que comen los demás. El soñar a todas horas con noches y cuerpos como acordes menores, trastes y melodías titilando en el aire) se me presenta casi siempre rodeada de un malditismo soberbio, de una exaltación absurda del fracasado: fui osado mientras todos los demás se conformaron con la misma sopa recalentada, con oler a sus mujercitas con las mismas bragas apestando a col de sus mamás. Hay, en sus protagonistas, mucho dolor y mucha frustración -y ello, la vulnerabilidad, sería tolerable, sería elogiable, sería valiosa- pero yo he percibido también mucho resentimiento, mucho rencor, mucho odio. Un zombie baboso, un tipo sin casa, un mierda abandonado por todos… (y el tono, creedme, es vengativo, rezumando -como en el resto de su obra- agresividad, frustración, deseo violento, destrucción).
 
No hay mucho más tiempo para profundizar en estos dos libros, por lo demás, interesantes. Os dejo como cierre sendos fragmentos de ambas novelas en los que se pueden vislumbrar algunas de las claves de la literatura de Zanón. El marido aburrido en su cotidianeidad rutinaria que opta por el deseo y la aventura -siempre los sueños- para destruirse y fracasar en No llames a casa, y el músico acabado que repasa su juventud y constata desesperanzado su presente de perdedor en Yo fui Johnny Thunders.
 
Un Johnny Thunders que, cómo no, protagoniza nuestro cierre musical con un explícito Born to lose, mencionado en este último libro y tan descriptivo de la atmósfera general del mismo.
 
 
Te diré quién soy. Soy un tipo al que le han roto el corazón. Nada muy original. Alguien que tenía una casa, unos hijos, una mujer, un sitio donde volver y refugiarse. Un lugar en el que poder extraer las fuerzas necesarias para sentirse fuerte y digno de estar vivo. Alguien que llegaba a casa después del trabajo y sus hijos corrían por el pasillo y se colgaban a su cuello. Y una mujer con la que ya no te acostabas pero que te hablaba de sus cosas, te mecía con una rutina cariñosa y confiada. Te pedía que le arreglaras esa cerradura, que te acordaras de comprar leche y pan, que la llevaras en coche a casa de su madre. Pero también soy alguien que un día se enamoró de una mujer. Y se dio cuenta de que hay una realidad paralela en cada persona con la que te cruzas por la calle. Y amó a esa mujer y la deseó, y supo que era ella quien tenía que estar en aquella casa y ser la madre de sus hijos, pero los dados no habían venido bien. Mala suerte. De haberla conocido antes, estaría con ella. Sin duda. Así de claro. Pero ella también se equivocó y está casada. Y tiene hijos que corren por el pasillo para colgarse del cuello de otro hombre que la lleva en coche a casa de su madre, le arregla esa cerradura, le compra leche y pan. Y que igual no se acuesta con ella. Y bueno, abren una brecha en los días para vivir su amor y se refugian bajo las sábanas, donde tiempo y espacio no existen. Soy alguien que cuando entraba dentro de esa mujer entendía a Dios, entendía la vida, lo entendía todo. Alguien que, llegado el momento, eligió, y eligió el amor. Habló con el corazón, como indican las canciones y las películas. Y el precio fue quedarse solo. Y ser desdichado. Pobre como las ratas. Y ya no tuvo hijos colgados del cuello. Ni cariño, ni compasión, ni un hogar. Todo enloquecido, difícil, arrancado del hueso, ¿me entiendes? Pero cuando ella, su amante, tuvo que elegir, eligió al otro y no a él. Y fin de la historia. Ése soy yo. Un hijo de puta imbécil que se muere de rabia, de celos, de estar solo y engañado.
 
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Los recuerdos le asaltan, se le meten apelotonados en el camarote de los Marx. Si hubiera podido parar y ver y pensar, pero fue todo tan rápido. No había ni un momento para hacerlo y disfrutar. Sufrir la pérdida o, al menos, alegrarte de las victorias. O pensar qué hacer a continuación. Dinero que entraba y salía rápido. Piernas de mujeres enlazadas a tu cuello. La cohorte del Rey Loco. Noches líquidas, madrugadas blancas. Resacas, ceniceros, botellas, huidas, colores y prisa, mucha prisa. Y todo tan poco y tan lejos desde que había empezado. El típico grupo de amigos encerrados en una sala de ensayo forrada con hueveras de cartón. Viéndose a todas horas todos los días. Dibujando guitarras en libros y cuadernos. Los nombres de tus bandas favoritas en pupitres y lavabos. Robando acordes de la tele, vomitando la frustración de estar fuera de todo: de ser inglés, de ser guapo, de ser rico, de tener coche, de no ser otro. Todo cenas recalentadas, dormitorios compartidos con hermanos pequeños, padres embrutecidos por el trabajo, el fútbol por la radio y la resignación, madres frustradas, divertidas, presas y carceleras de todo y para todos. Chicas que te rompían en corazón. Chicas a las que rompías el corazón. Y el rock’n’roll como una emisora que te conectaba con todos los distintos del mundo. Que te hacía, en cierta manera, trascendente, mítico, otra cosa. El rock’n’roll que te venía a salvar. Que te mostraba cuál era tu Misión. Que con el latido en el fondo de aquellas voces arrogantes y un pelín desesperadas te decían: “Eres de los nuestros. No estás solo. No nos decepciones”. No querías trabajar como tus padres. No querías vivir como tus padres. No querías amar u odiar como ellos. No querías sus sábados, sus programas de televisión, sus vacaciones en el camping. No querías nada de ellos. Había una conspiración en el barrio. En la ciudad. Nacida en habitaciones diminutas como la tuya, con tocadiscos baratos y paredes atestadas de pósteres de tipos pálidos con consignas de Muerte o Gloria. ¿Y qué? ¿Ahora qué? No pasó nada, no sucedió absolutamente nada y ni los camareros recuerdan que hubiera revolución alguna.

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