Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de diciembre de 2015

SIMON LEYS. LOS NÁUFRAGOS DEL BATAVIA
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos un nuevo miércoles a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy continuamos -aunque con una pequeña modificación o trampa, como podréis comprobar dentro de un momento- con la serie que iniciamos hace unas semanas centrada en libros de reducida extensión cuya aparición en nuestro espacio hemos hecho coincidir con estos días ya invernales, los más cortos del año, en los que las escasas horas de luz resultan propicias para degustar textos también muy sucintos. ¿Aunque qué importa el número de páginas de un libro cuando su calidad es muy alta y cuando elevadas son también las posibilidades de entretenimiento, de disfrute, de conocimiento, de placer que nos proporcionan? Así ocurre, sin duda, con mi propuesta de hoy, un excelente libro que, sin embargo, respeta sólo en parte la constricción inicial de la que partimos: la brevedad. Lo hace, se acomoda a nuestras premisas de estas últimas fechas, porque se trata de un librito de poco más de ochenta páginas, presentadas además en un formato mínimo, con un tamaño poco mayor que la palma de una mano. Sin embargo, la disculpable y benévola trampa en la que voy a incurrir -rompiendo con ella esta por otro lado algo arbitraria exigencia de partida- consiste en que, con la excusa de mi consejo “principal” de esta tarde, aprovecharé para recomendaros hasta tres libros más que se abren a partir del inicial, de tal manera que, sumadas en conjunto, las sugerencias que ahora oS ofrezco alcanzan casi... ¡¡¡las mil páginas!!! Lectura abundante, pues, para estas ya inminentes vacaciones navideñas.
 
Pero vayamos ya con el desencadenante de mi plural reseña de hoy. Se trata de Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre, un breve ensayo -¿lo es en realidad?; ya está aquí, una vez más, la resbaladiza cuestión de las etiquetas y el género al que se adscribe una obra literaria- escrito por Simon Leys y presentado por la editorial Acantilado en traducción de José Ramón Monreal.
 
Simon Leys es un escritor de origen belga, fallecido hace poco más de un año, que desde muy joven se interesó por las culturas y las civilizaciones orientales hasta el punto de estudiar lengua, literatura y arte de China, viajando e instalándose desde muy joven en Asia, en Taiwan, Singapur, Hong Kong y la misma China. Traductor, crítico, ensayista y experto sinólogo, la publicación en los primeros setenta de un libro en que denunciaba con crudeza la sangrienta experiencia -que el ciego progresismo del mundo entero ensalzaba- de la Revolución Cultural de Mao Zedong le llevó -para evitar represalias- a tener que cambiar su nombre auténtico, Pierre Ryckmans, y adoptar el seudónimo de Simon Leys por el que hoy lo conocemos. A partir de 1970 se estableció en Australia para dar clases de literatura china, y fue allí, en Canberra, en donde murió en verano de 2014.
 
Antes de entrar en el libro que constituye el núcleo central de mi comentario de hoy quiero mencionaros brevemente otros dos de los muchos que escribió, también muy interesantes y que os recomiendo con entusiasmo. En la misma editorial, Acantilado, y traducido igualmente por José Ramón Monreal, vio la luz, unos meses antes de la publicación del texto sobre el Batavia del que a continuación os hablaré, La felicidad de los pececillos, una colección de artículos, tampoco demasiado extensa -no llega a la treintena la cifra de los escogidos-, en donde a partir de anécdotas de escritores y con numerosas referencias a la cultura china, se presentan profundas y muy sugestivas reflexiones, plagadas de una sabrosa erudición (aunque el autor rechaza el término), nada pedante, antes al contrario, estimulante y alegre, sobre temas variopintos de los que os dejo ahora una muestra en un catálogo un tanto heteróclito: la literatura y el arte, las mentiras, las palabras y la ausencia, el gusto, la fealdad, el talento y la belleza, la nostalgia, la autoridad y la imaginación, la inteligencia y la perfección, la pereza y el éxito, el dinero, el tabaco y la lectura, y muchos más apasionantes asuntos. Por el libro, como digo altamente recomendable, desfilan infinidad de autores: William Golding, Kipling, Voltaire, Flaubert, Henry James, Rainer María Rilke, Baudelaire, Cyril Connolly, Goethe, Orwell, Somerset Maugham, Oscar Wilde, Proust, Sartre, y tantos otros, algunos de ellos, cómo no, chinos.
 
Con el mismo enfoque misceláneo, hace unos meses, en la salmantina editorial Confluencias, apareció Ideas ajenas (recopiladas idiosincráticamente por Simon Leys para el divertimento de los lectores ociosos). Traducido por Teresa Lanero, y tras un sustancioso prólogo dedicado a la crítica literaria, en el libro se recoge una amplia variedad de citas de poetas, novelistas, filósofos y pensadores (casi doscientos nombres integran su poblado índice final), agrupadas por temas en un orden más o menos alfabético -amor, bambú, certeza, dios, espada, fracaso, gusto, honestidad, intelectual, juventud, Kierkegaard, libertad, matrimonio, no, optimismo, pobreza, realidad, sexo, tiempo, Unamuno, Wittgenstein, vejez, yo, Zhuang Zi, por mencionar un solo ejemplo de cada letra, ausente la q-, y seleccionadas no solo por su elocuencia, su profundidad, su chispa o su belleza, pues de ser así, dice el antólogo, la “colección” correría el riesgo de ser aburrida, interminable e incoherente. Su unidad interna -continúa Leys- no debe provenir más que de la personalidad y los gustos del compilador, y ofrecer una especie de reflejo de ellos, de acuerdo con el principio que Alexandre Vialatte captó con precisión y que hace suyo el propio autor en su prólogo: El mayor servicio que nos brindan los grandes artistas no consiste en ofrecernos su verdad, sino la nuestra. Y así, para mejor dibujar el “retrato” del recopilador, las distintas citas no aparecen en orden cronológico, sino que se mezclan de forma caprichosa para provocar contrastes, paralelismos o sensación de variedad. Una considerable y significativa muestra de citas extraídas de estos dos libros apareció hace menos de un mes en sendos programas de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, que podéis escuchar en el correspondiente blog, buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.
 
Pero vayamos ya con Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre, pues si interesantes y valiosos son los textos ya mencionados, en el caso de este libro insólito el adjetivo aplicable es, sin duda, el de magistral. La noche del 3 al 4 de junio de 1629, el Batavia, un gigantesco y modernísimo barco (el equivalente de su época, en capacidad, dimensiones y valor simbólico, al Titanic) perteneciente a la VOC, la poderosa Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fletado meses antes en Ámsterdam para incorporarse al próspero negocio de la importación de especias desde la entonces llamada Insulindia, en particular desde la actual Java, zozobró al chocar contra un arrecife de los Houtman Abrolhos, un grupo de islotes coralinos, escondidos, agazapados casi, a ochenta kilómetros mar adentro de la costa australiana. La casi totalidad de sus trescientos veintidós pasajeros, entre los que se encontraban algunas mujeres y unos cuantos niños, sobrevivió al horrible naufragio; de ellos, la mayor parte se refugió como pudo en una de las islas -una precaria y despojada superficie de coral, sin agua ni vegetación- del archipiélago; otro grupo, compuesto sobre todo por soldados y marineros, permaneció en los restos encallados del barco hasta su hundimiento, sumidos todos en una desesperada orgía de alcohol y vino; un tercer contingente, entre ellos el comendador Francisco Pelsaert, representante de la Compañía, el patrón, Ariaen Jacobsz, y unas decenas de oficiales y miembros de la élite de la tripulación, intentó llegar a Java en un bote, un pequeño velero, para buscar ayuda. Los más de doscientos supervivientes que quedaron en tierra, repartidos entre el árido peñasco que los salvó inicialmente y otros islotes cercanos, algo más acogedores, asistieron aterrorizados e impotentes a la férrea y sangrienta tiranía a que los sometió Jeronimus Cornelisz, un antiguo boticario arruinado y perseguido por la justicia que, arropado por un número considerable de indeseables, primitivos y brutales miembros de la soldadesca y la marinería, a los que con anterioridad al naufragio ya había captado como acólitos en un intento de motín a bordo que el hundimiento abortó, instauró en aquellos muy reducidos e inhóspitos islotes un régimen de terror y violencia inimaginables que acabó en tres meses -el tiempo que tardó en llegar desde Java un navío con auxilios- con dos tercios de su infortunada población, víctimas de una “política” -permítaseme el término, que luego explicaré- programada y metódica de torturas, violaciones y despiadados asesinatos de los que no escaparon ni mujeres ni niños.
 
En su preciosa “miniatura”, una joya de concisión y sobriedad, redonda y elegante -si caben tales términos para referirse al relato del horror-, Simon Leys nos da cuenta de esta sobrecogedora historia, partiendo de las circunstancias en las que se desenvolvía la navegación de la época (que se muestran en el espléndido fragmento que cierra esta reseña), y centrándose sobre todo en las terribles condiciones del infausto viaje, en la personalidad de sus principales protagonistas, en la brutalidad del naufragio, en la atroz dictadura impuesta por el monstruoso -aunque a la vez muy lúcido- Cornelisz, un personaje que hoy calificaríamos de siniestro psicópata, que asesina sin motivo y por puro entretenimiento, y, por fin, en el esperado desenlace con el proceso, la condena y la ejecución, conforme a la ley holandesa, del diabólico instigador y su caterva de cómplices.
 
Siendo interesante en sí la historia real, que más allá de su espanto y su crueldad es fascinante y sugestiva y por sí sola despertaría el interés del lector, lo que destaca en la genial obrita de Leys es, superando la crónica fidedigna de lo acontecido aunque sin obviarla ni mucho menos, su lucidez y su capacidad de penetración en las más siniestras honduras del alma humana; su maestría al interpretar los espantosos hechos desde una perspectiva y con un planteamiento muy actuales; su talento, por lo tanto, para dotar de contemporaneidad, de vivísima contemporaneidad a un episodio ocurrido hace cuatro siglos.
 
Y es que en el ensayo de Leys, las lúcidas reflexiones con las que el autor glosa los salvajes acontecimientos vividos hace casi cuatrocientos años por los náufragos del Batavia resultan extrapolables a nuestros días, en particular a ese mundo moderno que en cierto sentido se abrió hace setenta años con el descubrimiento de otro horror, el de los campos de exterminio nazis en la segunda guerra mundial, esa bárbara experiencia que mostró de modo despiadado a la humanidad los aspectos más crueles, más brutales de nuestra bestial naturaleza en ocasiones sorprendentemente cercana a la animalidad. En efecto, en el comportamiento de Cornelisz, en la monstruosa gratuidad de sus crímenes, en su demoníaca capacidad para la manipulación psicológica de sus subordinados, en el silencio, la pasividad y la cooperación necesaria del individuo medio (para que triunfe el mal sólo hace falta que la buena gente no reaccione, reza la cita de Edward Burke que abre el libro), en la metódica y eficacísima organización por él creada con un único propósito, la aniquilación del otro, podemos reconocer -y la esclarecedora mirada de Simon Leys es la que nos lo hace ver- la asesina irracionalidad de la maquinaria del Tercer Reich -para esto no hay un porqué, responden los verdugos de Auschwitz a las pobres víctimas que conducen a las cámaras de gas, recuerda Leys-, su premeditada y atroz y genocida política de destrucción, la inevitable presencia del mal en el mundo y su banalidad (por utilizar otra noción ya “canónica” a propósito de estas cuestiones), la criminal e inconcebible ausencia de empatía que son capaces de experimentar algunos seres humanos, la desmesura del espanto que en la actualidad nos es dado contemplar, aterrorizados, en la fría truculencia del DAESH (al que incorrectamente denominamos Estado Islámico) cortando cabezas de supuestos enemigos ante las omnipresentes cámaras, en la heladora e implacable determinación de quien lanza un avión contra un edificio acabando con miles de seres humanos inocentes e indefensos, en la ignominiosa felicidad de De Juana Chaos -ejemplo al que alude Félix de Azúa en su reseña del libro que nos ocupa- celebrando con ostras y champán un nuevo asesinato perpetrado por sus infames correligionarios. Solo por la iluminadora mirada de Simon Leys sobre los hechos narrados merece la pena esta obra excepcional cuyo prólogo -breve y sustancioso- os transcribo a continuación pues constituye el desencadenante de mi última propuesta de la tarde.
 
¿Se os ha ocurrido una idea magnífica con la que soñáis escribir un libro? No corráis en llevarla a la práctica; no hace falta, pues podéis estar seguros de que, tarde o temprano, a algún otro se le ocurrirá la misma idea… y hará de ella un uso perfecto.
Hablo por propia experiencia. Hace dieciocho años que yo acariciaba el proyecto de escribir la historia de los náufragos del Batavia. Coleccioné casi todo lo que se publicaba sobre el asunto; luego pasé una temporada en las islas Houtman Abrolhos, emplazamiento del naufragio. A lo largo de los años, continué acumulando notas, pero sin decidirme nunca a escribir la primera página de esta famosa obra en gestación que, en la imaginación cada vez más sarcástica de mis allegados, comenzó poco a poco a adquirir una dimensión mítica. De tiempo en tiempo, me enteraba de que acababa de aparecer un nuevo libro sobre mi asunto; me entraba un sudor frío, y corría a por él temblando. Pero no, no era más que una falsa alarma; no tardaba en darme cuenta, con alivio, de que el autor había errado una vez más su objetivo, lo que reforzaba mi falso sentimiento de seguridad. Una o dos veces, sin embargo, sentí que me rozaba la ráfaga de aire de la bala, pero no supe sacar la debida lección de ello.
Finalmente, llegó Mike Dash. Con su Batavia’s Graveyard (Weidenfeld & Nicolson, Londres) este autor dio en la diana, y no me queda ya nada que decir. Dash desenmaraña y organiza claramente los complejos hilos de los personajes y de los acontecimientos; los sitúa en su contexto histórico, y sobre todo ha llevado a cabo un asombroso trabajo de detective en los archivos holandeses de la época. Tras haber leído y releído esta síntesis definitiva, he guardado definitivamente toda la documentación y las notas, las fotos y los croquis que había espigado sobre este asunto en las bibliotecas y sobre el terreno: ya no los necesitaré nunca más. Y ahora, al publicar las pocas páginas que siguen, mi único deseo es que ellas puedan inspiraros el deseo de leer su libro.
 
Esta genial Advertencia preliminar de la obra de Simon Leys, junto a la posterior lectura del libro íntegro, cumplió en mí su propósito despertando la curiosidad -y quien me conozca imaginará que me puse en movimiento en escasos minutos- de acercarme a la obra de Mike Dash en ella mencionada. Inencontrable en librerías -pese a tratarse de un título de sólo hace una década-, pude hacerme con un ejemplar gracias al espléndido catálogo y la pulcra eficacia de la Biblioteca de la Casa de las Conchas de Salamanca. Leído con entusiasmo y febril apasionamiento quiero cerrar con su recomendación este postrero -y ya muy extenso- comentario de 2015.
 
La tragedia del Batavia, pues ese es el título en castellano del libro de Mike Dash, se publicó en 2003 en la editorial Lumen en traducción de Nuria Salinas y con un subtítulo significativo: El motín más cruel de la historia. En más de cuatrocientas cincuenta apasionantes páginas, a las que siguen ciento cuarenta de exhaustivas notas y un largo centenar y medio de referencias bibliográficas muy trabajadas, el excepcional historiador británico narra, sin aditamentos subjetivos ni comentarios personales extraños a la “acción”, la “verdad de los hechos” ocurridos, en un excelente trabajo de investigación histórica que se lee con el alma en vilo, sobrecogido el lector por la mera potencia de los sucesos reales.
 
Nutriéndose, en un riguroso trabajo de indagación científica, de la información recogida en las actas del proceso, en las minutas de los interrogatorios, en las deposiciones de los testigos, en los informes internos de la VOC, en las memorias redactadas por dos de los principales supervivientes de la tragedia al poco tiempo de haberse producido -singularmente la del comendador Pelsaert-, documentos todos convenientemente conservados desde el siglo XVII en distintos registros y archivos holandeses; enriqueciendo su pesquisa a partir de las novedades aportadas por el descubrimiento en 1963 de los restos del naufragio; alimentándose su estudio de las constantes investigaciones producidas desde entonces, de los hallazgos proporcionados por numerosas tesis doctorales y trabajos académicos en distintas disciplinas (psicología forense, geografía, arqueología, historia, filosofía, religión, derecho), de los aportes de infinidad de artículos y libros, de la consulta de incontables monografías (que se ocupan de los más variados temas relacionados -aunque fuera mínimamente- con los trágicos episodios relatados: armamento y enseres de la época, nutrición, análisis genético, navegación y comercio, costumbres, genealogía, animales y plantas), reportajes periodísticos e -incluso- de algunos aislados pero llamativos intentos de adaptaciones teatrales y cinematográficas de la sobrecogedora “aventura”; y dando cuenta del ingente material consultado con precisión y minuciosidad dignas de los mejores estudios universitarios, pero también con notable pulso literario y palpitante vigor narrativo, Mike Dash nos ofrece un ensayo documental espléndido, un testimonio histórico formidable y un relato absorbente y profundo, emotivo e inolvidable que se lee con la fluidez y el encantamiento de una novela. Para hacerse una idea del exhaustivo y muy profesional trabajo del autor -que en ocasiones se aproxima a una apasionante labor detectivesca- baste citar como ejemplo que la mera mención en el libro a un cráneo, presumiblemente de una de las víctimas de Cornelisz, que aparece entre los esqueletos encontrados en el archipiélago a finales del siglo XX, lleva al autor a consultar a expertos y a leer publicaciones sobre anatomía, violencia criminal y medicina judicial, con el fin de corroborar si las lesiones en él encontradas se compadecen con la visión de los hechos descrita en las memorias de Pelsaert, llegando incluso, a partir del cotejo de unos y otros datos, a poner nombre -¡¡¡¡cuatrocientos años después!!!!- al que podría haber sido el infausto propietario de los destrozados restos óseos.
 
No hay tiempo ya para más comentarios. Leed cualquiera de las cuatro obras que hoy, en estas vísperas navideñas tan propicias para disfrutar del encantamiento de los libros, he querido presentaros. Estoy convencido de que vais a disfrutarlas. Como correlato musical a mis recomendaciones de hoy os dejo un tema perteneciente a un disco doble muy curioso e interesante. Son of Rogue’s gallery: pirate ballads, sea songs & chantey es una antología de canciones marinas y de piratas cuya temática se aviene de maravilla con el asunto central de los libros mencionados. De entre el amplio elenco de piezas incluidas en la recopilación he escogido por razones evidentes The cruel ship captain, interpretada por Bryan Ferry.
 
 
Durante tres siglos —desde finales del siglo XV hasta las postrimerías del XVIII— los navegantes occidentales exploraron el mundo y permitieron el desarrollo de inmensos imperios comerciales; pero es asombroso constatar que llevaron a cabo estas prodigiosas empresas sin disponer, para calcular su navegación, más que de unos medios primitivos e irrisorios; hoy día, cualquier marino que tuviera que hacer ruta guiado únicamente por una información tan rudimentaria estaría espantado, no sin razón. Practicaban aproximaciones a la costa desconocidas y peligrosas sin cartas náuticas ni pilotos, y atravesaban los océanos literalmente a ciegas. No podían determinar nunca su posición con certeza, pues siempre les faltaba la mitad de las coordenadas: aunque les fuera relativamente fácil calcular su latitud (con tal de que el sol y el horizonte resultaran visibles, esta información puede obtenerse mediante una observación bastante elemental), en lo concerniente a la longitud, en cambio, se veían reducidos a unas estimaciones peligrosamente imprecisas. (Esta ignorancia no se vio finalmente disipada hasta la invención inglesa del cronómetro de marina, pero el uso de este instrumento esencial no empezó a extenderse hasta las postrimerías del siglo XVIII).
 
Durante sus doscientos años de existencia, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (Verenigde Oostindische Compagnie, VOC en abreviatura), verdadero Estado dentro del Estado, con sus colonias, sus gobernadores, sus diplomáticos, sus magistrados y su ejército, constituyó la más poderosa organización comercial del mundo. La prosperidad de la Compañía estaba basada en las especias que su flota transportaba desde sus establecimientos de Insulindia. Los navíos de la VOC eran unos pesados y poderosos buques de tres palos de doble casco de castaño que los astilleros holandeses producían sin tregua, con una celeridad que apenas podía responder a una insaciable demanda (el Batavia, gigante de su época, fue acabado en seis meses). Pese a su robustez, estos buques no tenían generalmente sino una vida bastante breve: incluso los que escapaban a los peligros del mar raramente podían sobrevivir al desgaste de más de una media docena de viajes de ida y vuelta a Oriente. La travesía de quince mil millas marinas hasta Java (más de dos tercios de la circunferencia del globo) duraba en torno a ocho meses, y ello cuando se desarrollaba sin mayores dificultades. Estos macizos veleros de panza redonda, lentos y escasamente maniobrables (respondían mal al timón, y se hacía necesario utilizar todos los recursos del velamen para conseguir hacerlos virar de bordo), se desplazaban a una velocidad media de dos nudos y medio (4,5 km/h). Pero como, en los mercados occidentales de especias, el tiempo era oro, la VOC imponía a todos sus capitanes un itinerario que había perfeccionado la experiencia, y que comportaba ciertos rodeos —pues, a vela, la ruta más rápida raramente coincide con el camino más corto: se trata sobre todo de evitar las zonas de calma chicha y de buscar las regiones en las que se puede contar con vientos constantes y favorables—. Así, tras el cabo de Buena Esperanza (la única escala prevista, para renovar las provisiones de agua y embarcar víveres frescos), en lugar de dirigirse directamente hacia Java pasando por el norte de Madagascar, los navíos descendían primero hacia el sur, casi hasta el límite del océano Antártico, para aprovechar los fuertes vientos del oeste que giran alrededor del globo a partir del paralelo 40 —«los rugientes 40»—. Empujados rápidamente por el viento y la corriente, hacían ruta hacia el este, hasta que consideraban que casi habían alcanzado la longitud del estrecho de la Sonda; llegados a este punto hipotético que nada, en medio de un océano vacío, les permitía situar con certeza, cambiaban de rumbo y, con los vientos alisios del sudeste entonces a favor, navegaban por alta mar, rumbo al norte, para ganar Java, distante aún unas dos mil millas. No obstante, si este cambio de rumbo se producía demasiado tarde—y los errores de cálculo eran frecuentes, pues la fuerza del viento y de la corriente llevaba a algunos navíos a cubrir una distancia a menudo muy superior a aquella que su modesta velocidad aparente habría podido hacer suponer—, las consecuencias eran a veces fatales, pues entonces se veían enfrentados a una de las costas más inhóspitas que existen, la de la Australia occidental, que opone a lo largo de cientos de millas, sin interrupción ni abrigo natural alguno, sus abruptos paredones a la violencia del océano Índico. Todo barco que se acerca de noche a este tierra, o que se ve empujado hacia ella por una fresca brisa marina, corre el riesgo de no poder alejarse de ella a tiempo; con más razón, esos pesados veleros de aparejo de vela cangreja, incapaces de virar con rapidez, se veían entonces implacablemente arrastrados contra los acantilados. Por eso la consigna de seguridad que la VOC daba a todos sus capitanes era evitar absolutamente las inmediaciones de esa Terra Australis Incognita de perfiles todavía inciertos. Los holandeses, que habían sido los primeros navegantes occidentales en descubrir la existencia de esta costa hostil, no intentaron nunca conocerla mejor, tras llegar enseguida al convencimiento de que no había nada bueno que sacar de ella: no sólo aproximarse suponía un peligro, sino que además sus recursos parecían nulos -ni siquiera había manera de hacer escala en ella para hacer aguada- y, por otra parte, su población, atrasada, miserable y diseminada, no habría podido alimentar nunca la actividad del más mísero de los establecimientos.
 
Pero a pesar de las instrucciones que habían recibido, mientras los navegantes continuaron siendo incapaces de calcular su longitud, siguieron estando expuestos al peligro de un choque involuntario con el continente australiano. En doscientos años, de todos los navíos que partieron para Insulindia, una de cada cincuenta no llegó nunca a destino (y, a la vuelta, uno de cada veinte no regresó nunca a Holanda). La mayor parte de estos desaparecidos no dejaron rastro alguno, sólo cabe suponer que muchos se perdieron en la costa australiana, pero es imposible determinar su número exacto, ya que sólo algunos de estos naufragios han podido ser localizados e identificados con precisión, a veces con siglos de retraso.

 

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