Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de mayo de 2016

ALBERTO MANGUEL. UNA HISTORIA DE LA LECTURA

Hola, muy buenas tardes. Esta semana, Todos los libros un libro quiere sumarse, como en tantas otras ocasiones en cursos pasados, a la celebración de la Feria del libro en nuestra ciudad. Para ello, quiero recomendaros una obra que gira sobre el universo del libro y de la lectura, pocos días después de nuestro múltiple homenaje -aquí mismo y en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes- a la ya extinta librería Cervantes. El de hoy es un texto, ya un clásico, que desde su presentación hace ahora veinte años ha conocido en nuestro país infinidad de reediciones en formatos variados -en tapa dura o bolsillo, con ilustraciones y sin ellas, en blanco y negro o en color, en ediciones en rústica y de lujo- e incorporando en cada nueva entrega pequeños cambios, aportaciones, detalles, ensayos, crónicas, prefacios, reseñas, capítulos e imágenes nuevas, siendo objeto incluso de diversas “reescrituras” por parte de su autor, el sabio -no hay mejor término para calificar su inabarcable erudición- argentino/canadiense, Alberto Manguel. El libro, Una historia de la lectura, que dadas las ambiciosas pretensiones de su autor -que pueden deducirse a partir del mero título, que lleva implícita la imposibilidad de la tarea- es por definición una obra inacabada y siempre en progreso, alcanza ya, en la edición que ahora os presento, seiscientas veinte páginas, reunidas en un esplendoroso volumen de consulta obligada para cualquier persona con interés por los libros.

Una historia de la lectura se publicó originariamente en inglés en Canadá en 1996, fruto de siete años de exhaustivo trabajo de su creador. La obra obtuvo de inmediato una excelente acogida en el mundo entero, multiplicándose las traducciones a más de treinta idiomas y convirtiéndose en una referencia inexcusable, un texto canónico, un clásico, como he dicho, sobre la materia. Dos años después de su nacimiento primigenio vio la luz una primera edición en España, ofrecida, bajo el patrocinio de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, por Alianza Editorial en traducción de José Luis López Muñoz. Esa versión ha sido reeditada sin cesar desde entonces en la misma editorial y sigue disponible actualmente en las librerías, a precios muy asequibles y en diseños y hechuras muy distintos.

La versión que hoy quiero proponeros es la que en las Navidades de 2005 presentó la editorial Lumen, un libro que aunque respeta en lo esencial aquella edición original es, en más de un modo, una obra nueva. En primer lugar porque su trasvase al español corresponde a otro traductor, Eduardo Hojman; además, porque el contenido se amplía considerablemente en capítulos inéditos, con, entre otras variaciones, los comentarios de Manguel a propósito de las novedades que surgieron en el mundo del libro, impetuosas y aceleradas, en los diez años transcurridos desde su primera redacción (singularmente, las derivadas de la proliferación de tecnologías digitales aplicadas al libro y el auge de los e-books); y, por último, por la incorporación de trescientas cincuenta ilustraciones en color en una edición primorosa y exquisita, formidable, un rigor y un atractivo formales que convierten al volumen, más allá de su contenido, en una auténtica obra de arte.

Y, precisamente, la belleza del libro -además de su temática- lo hace especialmente recomendable como obsequio en estos días de la Feria, tan propicios para los regalos (valorando, claro está, su elevado precio, unos cuarenta y cinco euros, que si os decidís a invertirlos serán, sin embargo, muy bien empleados). Una historia de la lectura es una auténtica fiesta para los sentidos pues, al margen de su interés intrínseco, que es ya muy grande como luego os comentaré, se disfruta con sólo tenerlo en las manos, acariciar sus tapas, oler el papel, pasar las yemas de los dedos por la tersura de sus páginas, repasar sus profusas y bellísimas ilustraciones (cuadros, esculturas, grabados, fotografías, cartas, cuadernos, facsímiles, mapas, fotogramas de películas, viñetas y muestras de humor gráfico, dibujos,cubiertas, portadas y páginas de libros, reproducciones tablillas u otros soportes para la lectura, carteles, etc.), hasta el punto de que el solo hecho de hojearlo -para los muy fetichista, su mera tenencia- constituye una auténtica celebración que casa muy bien con la alegre exaltación de estas fechas de generalizada invitación al placer de la lectura.

En Una historia de la lectura Alberto Manguel nos cuenta, con una prosa inteligente y erudita, plagada de informaciones y datos, pero a la vez amena, divertida y de muy fácil seguimiento, que atrapa sin remisión, su peculiar interpretación de la historia de la lectura, que abarca desde la aparición de las primeras tablillas sumerias hasta el ya hoy superado CD-Rom o los e-books ahora consolidados y quizá indispensables en unos años.

Estructurado en cuatro grandes ejes -La última página, Lecturas, Los poderes del lector y El último pliego- que han ido cambiando en las diferentes ediciones, el libro nos sumerge en un relato -arrebatador y magníficamente escrito, apasionante y adictivo- en el que se reflejan el acontecer histórico de la palabra escrita, de la lectura y de los libros, el origen y la evolución del acto de leer, el descubrimiento de la lectura como placer, los diferentes hábitos lectores, los lugares de la lectura y tantos otros temas relacionados con la práctica lectora. El descubrimiento de la lectura silenciosa, la lectura para otros, las formas del libro, la pasión por los libros y el a veces inevitable robo de libros, los poderes del lector, la prohibición de los libros o la locura lectora… son algunos de los fascinantes capítulos de un libro encantador.

En la primera sección, La última página, Manguel repasa su propia trayectoria como lector, desde su inicial descubrimiento, a los cuatro años, desde la ventanilla de un coche, de un cartel inteligible para él por primera vez -en un episodio entrañable que os transcribo íntegro al cierre de esta reseña-, pasando por sus experiencias lectoras adolescentes y juveniles, de las que da cuenta a través de la larga lista de títulos deslumbrantes y apetecibles para un chico ya infectado por la pasión de los libros, hasta el desarrollo de su “vocación” adulta (yo quería vivir entre libros) que lo llevó, entre otras muchas ocupaciones vinculadas a los libros, a ser lector del ciego Borges.

El segundo bloque, Lecturas, recoge diversos acercamientos del autor a los procesos que intervienen en la lectura. En capítulos de sugerentes denominaciones (Leer sombras, Los lectores silenciosos, El libro de la memoria, Aprender a leer, La primera página ausente, Lectura de imágenes, Leer para otros, Las formas del libro, Lectura privada y Metáforas de la lectura), se nos narran -siempre de manera sugestiva y plagada de sustanciosos ejemplos- los diferentes modos de leer y las implicaciones sociales, cognitivas, neuropsicológicas o fonéticas de cada uno de ellos.

En la tercera sección, Los poderes del lector, el foco se desplaza desde el hecho de la lectura hacia la figura del lector, que se estudia desde muy diversas vertientes que pueden deducirse con la mera enumeración de la rúbrica de sus capítulos (Ordenadores del universo, Leer el futuro, El lector simbólico, La lectura entre paredes, Robar libros, El autor como lector, El traductor como lector, La lectura prohibida o El loco de los libros, entre otros).

Por fin, en El último pliego, y partiendo de una frase de Hemingway en Las nieves del Kilimanjaro (Conocía por lo menos veinte buenas historias del mundo exterior y nunca había escrito ninguna. ¿Por qué?), el autor especula sobre los libros que no hemos leído o, en su caso, que no ha escrito, incluyendo entre ellos La historia de la lectura, un volumen ideal -que describe detalladamente- que superaría las carencias del presente Una historia de la lectura, para acabar señalando que La historia de la lectura, afortunadamente, no tiene fin. Después del último capítulo -escribe- y antes del copioso índice antes mencionado, nuestro autor ha dejado unas cuantas páginas en blanco para que el lector agregue nuevas ideas sobre la lectura, temas que se han pasado por alto, citas apropiadas, sucesos y personajes todavía futuros. Hay cierto consuelo en esta decisión. Me imagino dejando el libro sobre la cama, me imagino abriéndolo esta noche, o mañana por la noche, o la noche siguiente, y diciendo para mis adentros: “No he llegado al final”, en una clausura muy abierta y prometedora que nos implica en la continuación y “recreación” de la obra.

El libro se completa con una postrera y extensa sección de información adicional, que incluye una abundantísima e interesante bibliografía para cada uno de los capítulos, un índice onomástico con más de mil entradas, así como los inevitables créditos de las innumerables fotografías e imágenes.

Os dejo ya con un largo fragmento de Una historia de la lectura. Espero que a través de él -pese a su extensión tan sólo una muestra somera- pueda trasladaros algo, una brizna siquiera, del espíritu del texto reseñado. Aunque nunca como en este caso las palabras que os ofrezco suponen un tan pálido reflejo de la magnitud de la obra de la que quieren dar noticia. Reading in Bed (Yo también leía en la cama. En la larga sucesión de camas en las que pasé las noches de mi infancia, en extrañas habitaciones de hotel donde las luces de los automóviles que pasaban por la calle barrían misteriosamente el techo, en casas cuyos olores y sonidos no me eran familiares, en chalés veraniegos pegajosos por la brisa del mar o donde el aire de montaña era tan seco que me ponían cerca una palangana humeante con agua de eucalipto para ayudarme a respirar, la combinación de cama y libro me proporcionaba una suerte de hogar al que sabía que podía volver, noche tras noche, sin importar dónde me encontrara. Nadie me llamaba para pedirme que hiciera esto o aquello; tampoco mi cuerpo necesitaba nada, inmóvil bajo las sábanas. Lo que sucedía sucedía en el libro, y yo era el narrador. La vida seguía su curso porque yo pasaba las páginas. No creo recordar una mayor alegría total que la de llegar a las últimas páginas y dejar entonces el libro, de modo que el final no se tuviera lugar hasta al menos el día siguiente, recostándome después en la almohada con la sensación de que realmente había conseguido detener el tiempo), un muy apropiado título -y solo eso, la canción no está tan vinculada a la lectura como su encabezamiento sugiere- de Emily Haines & The Soft Skeleton cierra este comentario.


A los cuatro años descubrí que podía leer. Ya había visto innumerables veces las letras que sabía (porque me lo habían explicado) que eran los nombres de las ilustraciones bajo las que estaban colocadas. Me daba cuenta de que el niño (boy en inglés), dibujado con vigorosos trazos negros y vestido con pantalones cortos de color rojo y con una pelota verde bajo el brazo (la misma tela roja y verde de la que estaban recortadas todas las otras imágenes del libro, perros y gatos y árboles y madres altas y esbeltas) también era, de alguna manera, las negras formas severas situadas debajo, como si hubieran descuartizado su cuerpo para crear tres figuras muy nítidas: un brazo y el torso, b; la cabeza cortada y perfectamente redonda, o; las piernas caídas, y. Dibujé ojos con la cara redonda y una sonrisa, y también llené el círculo vacío del torso. Pero había más: yo sabía que esas formas no sólo eran un reflejo del niño, sino que también podían contarme con precisión lo que él estaba haciendo, con los brazos extendidos y las piernas separadas. El niño corre, decían las formas. No estaba saltando, como yo podría haber pensado, ni fingiendo haber quedado congelado de pronto, ni jugando a un juego cuyas reglas y finalidad me eran desconocidas. El niño corre.

Pero aquellas percepciones eran simples actos de magia que perdían parte de su interés porque otra persona los había ejecutado para mí. Otro lector —mi niñera, probablemente— me había explicado esas formas y entonces, cada vez que el libro se abría y me mostraba la imagen de aquel exuberante muchacho, yo sabía cuál era el significado de las formas que había debajo. Era, desde luego, algo placentero, pero con el paso del tiempo dejó de interesarme. Faltaba la sorpresa.

Hasta que un día, desde la ventanilla de un auto (ya he olvidado el destino de aquel viaje) vi un cartel a un costado del camino. La visión no pudo haber durado mucho tiempo; tal vez el automóvil se detuvo por un instante, quizá sólo redujo la velocidad suficiente para que yo viera, grandes e imponentes, formas similares a las de mi libro, pero formas que no había visto nunca antes. Sin embargo, supe de inmediato lo que eran; las oí dentro de mi cabeza; se metamorfosearon, dejaron de ser líneas negras y espacios blancos para convertirse en una realidad sólida, sonora, cargada de significado. Todo eso lo había hecho yo por mi cuenta. Nadie había realizado para mí ese truco de magia. Las formas y yo estábamos solos, revelándonos mutuamente en un diálogo silencioso y respetuoso. Haber podido transformar unas simples líneas en una realidad viva me había hecho omnipotente. Ya sabía leer.

No sé cuál era la palabra que leí hace tantos años en aquel cartel (creo recordar que tenía varias aes), pero la repentina sensación de entender lo que antes sólo podía contemplar es aún tan intensa como debió serlo entonces. Fue como si adquiriera un sentido nuevo, de modo que ciertas cosas ya no eran sólo lo que mis ojos veían, mis oídos oían, mi lengua saboreaba, mi nariz olía y mis dedos tocaban, sino que eran, también lo que todo mi cuerpo descifraba, traducía, expresaba, leía.

Los lectores de libros, una especie a la que sin saberlo, me estaba incorporando (siempre sentimos que estamos solos ante cada descubrimiento, y cada experiencia, desde que nacemos hasta que morimos, nos parece espantosamente única), amplían o concentran una función que nos es común a todos. Leer letras en una página no es más que una de sus muchas formas. El astrónomo que lee un mapa de estrellas que ya no existen; el arquitecto japonés que lee el terreno donde se va a construir una casa para protegerla de las fuerzas malignas; el zoólogo que lee las huellas de los animales en el bosque; la jugadora de cartas que lee los gestos de su compañero antes de lanzar sobre la mesa el naipe ganador; el bailarín que lee las anotaciones del coreógrafo y el público que lee los movimientos del bailarín sobre el escenario; el tejedor que lee el intrincado diseño de una alfombra que está confeccionando; el organista que lee al mismo tiempo diferentes líneas de música orquestada; el padre que lee la cara de su bebé buscando señales de alegría, miedo o asombro; el adivino chino que lee las antiguas marcas en el caparazón de una tortuga; el amante que de noche lee a ciegas el cuerpo de su amada; el psiquiatra que ayuda a los pacientes a leer sus propios sueños desconcertantes; el pescador hawaiano que lee las corrientes marinas hundiendo una mano en el agua; el granjero que lee el clima en el cielo; todos ellos compartes con los lectores de libros la habilidad de descifrar y traducir signos. Algunos de esos actos de lectura están matizados por el conocimiento de que otros seres humanos crearon la cosa leída con ese propósito específico –la notación musical o las señales de tránsito, por ejemplo-, o que lo hicieron los dioses, en el caparazón de la tortuga, en el cielo nocturno. Otros están relacionados con el azar.

Y, sin embargo, en todos los casos, es el lector quien interpreta el significado; es el lector quien atribuye (o reconoce) en un objeto, un lugar o un acontecimiento cierta posible legibilidad; es el lector quien debe adjudicar sentido a un sistema de signos para luego descifrarlo. Todos nos leemos a nosotros mismos y el mundo que nos rodea para poder vislumbrar qué somos y dónde estamos. No podemos hacer otra cosa que leer. Leer, casi tanto como respirar, es nuestra función primordial.


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