Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de octubre de 2016

NORMAN OLLESTAD. PASIÓN POR EL PELIGRO

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que como cada semana os trae una recomendación de lectura -no siempre necesariamente literaria, y menos hoy, si tenemos en cuenta el título que quiero presentaros- inexcusablemente escogida con criterios de calidad y con la pretensión última de despertar vuestra curiosidad y vuestro interés. Mi propuesta de esta tarde es Pasión por el peligro (Crazy for the storm en su título original, algo así como Loco por la tormenta), un apasionante relato autobiográfico escrito por el norteamericano -californiano, y la precisión no es baladí, como comprobaréis más adelante- Norman Ollestad y publicado hace cuatro años por la editorial Salamandra en traducción de Patricia Antón de Vez.

Un fornido joven en bañador cabalga una ola sobre una tabla de surf. La espuma rompe a sus pies. Su mirada concentrada parece fijarse de modo exclusivo en la trayectoria que marca el deslizamiento de la ligera plataforma sobre un mar azulísimo en el que se refleja un sol brillante. Colgado a su espalda, sujeto por un arnés, un niño, que ese día cumple un año, se agarra a los hombros de su padre mirando por encima del hombro el rápido avanzar de ambos por el agua. Estamos en Topanga Beach, en el sur de Malibú, Los Ángeles, California. La foto, pues de una foto se trata, está fechada en 1968. Esa imagen -poderosísima, y como luego veréis, muy significativa- ocupa la portada del libro que hoy os aconsejo con fuerte convicción, ya que su lectura es arrebatadora aun sin tratarse de alta literatura, pues nos encontramos ante una crónica, casi un reportaje periodístico, aunque con una emoción, una intensidad y un interés apasionantes.

Norman Ollestad, el autor del libro, es el niño de la foto. Su padre, Norman como él, lo educó en el esfuerzo y la exigencia. Apasionado del surf, del esquí de altura, amante del riesgo y la aventura, de las experiencias extremas, “forzó” la infancia de su hijo obligándole a practicar sus deportes favoritos, levantándole de madrugada en sus días sin escuela para buscar la primera ola propicia en las playas cercanas a su casa, inscribiéndole, en las nevadas estaciones de unos insospechados Alpes californianos, en competiciones de esquí en las que debía enfrentarse a niños mayores que él, arrastrándolo a México en una furgoneta destartalada con la excusa de una visita a sus abuelos pero, sobre todo, con la intención de experimentar la fuerza arrasadora de las olas del Pacífico, llevando siempre al chico hasta el límite de sus posibilidades, forjando en él un carácter duro, tenaz, exigente, disciplinado, aún a costa de limitar -o, en ocasiones, impedir- el normal desenvolvimiento -el ocio, las diversiones, los juegos con los amigos- de su vida infantil.

Este Norman Ollestad padre era un joven abogado de vida desenfadada en la California de finales de los 60, bohemia, alternativa, contracultural, hippie, muy libre. Separado de la madre del pequeño Norman, atractivo y seductor, amante de las mujeres y la vida intensa, este antiguo colaborador de Robert Kennedy, exmiembro del FBI, transmite a su hijo los recios valores de la vida natural, la superación, el sacrificio, intentando inculcar en él -en su “chico maravilla”- su mismo espíritu optimista e infatigable, positivo y solar, ayudándole a superar el dolor, la tristeza y el desánimo con una fortaleza física y anímica desbordante y expansiva. La figura de ese padre riguroso pero cercano, severo pero alegre, un punto intransigente pero vital y cariñoso, marcará los primeros años de la vida del chaval, que se desarrollarán entre las deslumbrantes playas de la costa angelina y las empinadas pistas de esquí de las montañas nevadas del condado.

El once de febrero de 1979, la avioneta en la que padre e hijo, junto con Sandra, la novia de aquél, se dirigen a una estación cercana a Los Ángeles donde el niño deberá competir en un trofeo de esquí, se estrella, en medio de una tormenta de nieve, contra las montañas de San Gabriel, cercanas a su destino. En el accidente, brutal, mueren el padre -a sus jovencísimos 43 años- y su novia, así como el piloto. El joven Norman, sólo once años, sobrevive en un entorno terrible, lucha por su vida y se hace encontrar, nueve horas después, tras un angustioso avanzar en un entorno hostil, resbaladizas gargantas cubiertas de hielo, frío glacial, ventiscas gélidas, numerosos accidentes geográficos y, por encima de todo, el sobrecogedor impacto psicológico de los cadáveres abandonados a su espalda en su desesperada y sin embargo serena búsqueda de salvación.

Con una estructura en paralelo, el protagonista nos relata, en capítulos alternos, la terrible experiencia del accidente -en una narración palpitante y emotiva, llena de tensión y suspense- y los recuerdos de la infancia en una idílica casa frente al mar en Malibú, con el padre, ya separado de la madre del niño, entrando y saliendo, arrasador, de la vida de su hijo.

Y así, por un lado, asistimos a la angustiosa y sin embargo firme y decidida búsqueda de la salvación por parte del pequeño Norman que deberá abrirse paso entre los restos de la avioneta y los cadáveres del piloto, su padre y su novia Sandra (que sobrevive inicialmente pero que más adelante se despeña, en presencia del chico, por una deslizante rampa de hielo), luchando, como he señalado, contra una persistente tormenta de nieve que impide la visibilidad y amenaza con la muerte por congelación. La conmoción del golpe, el dolor físico causado por las heridas provocadas por el impacto, la tristeza por la irremediable pérdida del padre y el miedo por la inminencia de una muerte más que segura son narrados por Ollestad con la poderosa convicción y la dramática verosimilitud, con la estremecida emoción y la conmovedora verdad de quien ha vivido -sufrido- los sucesos de los que se da cuenta.

Desde otro punto de vista, alternando con el relato de la impresionante “aventura” del chico, el libro recrea la infantil, despreocupada y casi idílica existencia -perturbada, no obstante, por las “agarradas” con Nick, el nuevo novio de su madre, y por las inflexibles exigencias de su padre, decidido a acostumbrar a su hijo a los estrictos requerimientos de los deportes de riesgo- de ese niño criado por una pareja desprejuiciada en un universo sin limitaciones como era el de los jóvenes liberados y con posibles en una California paradisíaca, la de finales de los sesenta y principios de los setenta, un lugar edénico rebosante de sol, playa, surf, amistad, sexo, drogas y felicidad.

Y vinculando ambos escenarios, el del traumático sufrimiento tras el accidente y el dichoso y alegre mundo californiano que en el caso de los Ollestad gira sobre la ética -y la estética- del surf (Y comprendí que, con independencia de quién fueras o qué cosas extraordinarias lograras, Topanga Beach era siempre más grande que tú. Allí, lo único que importaba era el surf. El surf lo igualaba todo, lo ponía todo en su sitio. Y también: Comprendí que cabalgar las olas me hacía sentir cosas que él [Nick] nunca podría sentir. Remé otra vez hacia el agua, sintiéndome poderoso y valiente y parte de algo que me elevaba por encima de toda la mierda del mundo), aparece la figura del padre, presidiendo la existencia de su hijo, educándolo en la superación y el esfuerzo y salvando, como fruto no pretendido de sus enseñanzas, la vida del chico al ser precisamente la firmeza de carácter del muchacho, su tenacidad, su dureza -forjadas en su primera infancia- las que le permitirían vivir en el dramático episodio de la montaña nevada. Por unos instantes -escribe el Norman de once años, aún con los restos de accidente ante sus ojos- mi vida entera se desplegó con claridad ante mí: papá llevándome más allá de los límites de una vida cómoda, día tras día, moldeándome hasta convertirme en su pequeña obra maestra, incluso las malévolas dudas que me infundía Nick y a las que tendría que enfrentarme solo; lo veía todo completamente transformado. Todo percance, toda lucha, todas las cosas que me habían cabreado y me habían hecho maldecir a veces a mi padre se sucedían, atropellándose y precipitándose como fichas de dominó puestas en fila.
Miré con furia la tormenta que se cebaba con la montaña, abatiéndose sobre mi padre, aún atrapado allí. A mí no me había alcanzado. En ese momento comprendí que todo lo que él me había hecho pasar acababa de salvarme la vida.

Y es que el tema último del libro es, precisamente, el de la relación -la unión, profunda e incondicional, auténtica y muy firme- entre padre e hijo. A veces detestaba su carisma -escribe el chico-, la forma en que lo arrollaba todo y siempre salía ganando. Pero incluso en esos momentos deseaba ser como él. La admiración que la deslumbrante personalidad del progenitor ejerce en su vástago se manifiesta de continuo: Me quedé asombrado por lo que acababa de presenciar: mi padre había recurrido a lo único que tenía, una guitarra, para superar la adversidad. Me maravilló su espontaneidad, su elegancia al verse sometido a presión, la forma en que había transformado una situación delicada e irreversible en algo hermoso. Aunque la deslumbrada entrega del chico no esté exenta de dudas y quejas y cuestionamientos, la comprensión última y, en definitiva, el amor, prevalecen, como en este fragmento postrero del libro en el que el autor pondera el peso de las enseñanzas de su padre en su propia vida ya adulta: Me he preguntado muchas veces qué incitaba a mi padre a criarme como lo hizo. ¿Fue para hacerme a su imagen? ¿Para compensar sus propios deseos no cumplidos? Probablemente ambas cosas.
No sé si mi padre tenía razón al educarme del modo en que lo hizo. Desde luego, parece algo temerario, pero cuando hurgo en esos recuerdos para extraer los detalles, no me da la sensación de que lo fuera. Me parece la vida tal como yo la conozco: cruda, indómita y maravillosamente impredecible. Quizá mi reacción pueda explicarse como mero condicionamiento: mi padre me formó para que me sintiera cómodo en plena tempestad.
Lo dicho no significa que la vida me resulte un paseo. Tropiezo y me levanto como puedo, como la mayoría de la gente. Con mis burdas herramientas e imperfectas habilidades, me abro paso a través del caos con la esperanza de encontrar un pequeño fragmento de belleza oculto en él.

En fin, un notable libro este Pasión por el peligro de Norman Ollestad, que sin ser una reseñable obra literaria sí constituye un emotivo documento humano merecedor de nuestra lectura, nuestra atención y nuestro interés. De entre las múltiples canciones que suenan en el libro he elegido Heart of gold, de Neil Young, por un triple motivo. Porque, en primer lugar, centra una significativa escena en la que Norman padre se la canta, con inequívocos signos de coqueteo, a unas chicas mexicanas en el formidable episodio -una aventura dentro de la aventura- de la “excursión” a México. Además, porque, al margen del libro, el tema y el disco al que pertenece, Harvest, constituyen un muy buen reflejo de la época. Y en tercer lugar porque el recuerdo de esa canción -y del LP entero- sonando (en un “tocadiscos” portátil) entre las rocas de alguna playa viguesa un verano de los primeros setenta aún me acompaña desde mi primera juventud.

PD.- Se publica estos días -también con el surf como centro- Años salvajes, de William Finnegan. Editado por Libros del Asteroide en traducción de Eduardo Jordá parece -en las reseñas que he podido leer- muy interesante y apetecible.


Me alejé mirándome los pies. Cuando alcé la vista ya me dirigía hacia la parada del autobús. Sostenía la tabla con fuerza contra el pecho y sollozaba; observé las olas que llegaban a la cala. Deseé zambullirme en aquellas largas ondas inclinadas. Al ser consciente de que estaba huyendo, la rabia y la pena convergieron con el resplandor de las aguas. Todo se fundió en una sola cosa, como ríos que entrelazaran sus caudales. Aquella corriente invisible me arrastró consigo y me pareció bien.

Di media vuelta, descendí corriendo el terraplén y crucé la herradura de arena. La playa estaba desierta y olía a algas. Dejé caer la tabla y me precipité hacia el mar. Cuando entré en el agua, la piel me ardió como si me la estuviesen arrancando. En ese momento ya no había capa alguna que me protegiese del dolor.

Te echo de menos, papá, dije al viento.

Mis lágrimas se derramaban en el mar. Abrí los ojos. El fondo estaba turbio. Como la mierda del mundo.

Cómo desapareciste así.

Me sumergí y hurgué en la arena del fondo. Era oscura.

Me has dejado solo. Completamente solo.

Necesitaba aire. Salí a la superficie. El agua bajo mi barbilla se ondulaba y mecía. Yo no estaba bien, como quería creer. Estaba triste. Estaba enfadado. Y eso a veces me hacía sentir solo, huraño y cruel.

Fui hasta la orilla y aporreé la arena con los puños. Pasé mucho rato pataleando y golpeándola. Agotado, me volví de costado y contemplé el océano.

Estaba hecho polvo. No podía rehacerme. Dejé de intentarlo y no me pareció tan malo estar hecho polvo. Me sentí tranquilo, cómodo, ligero. De pronto, el dolor se ensañó conmigo, me invadió con fuerza, pero, de algún modo, me hizo bien sentir las cosas tan visceralmente. La pena no me aplastó.

El océano se extendía hacia el horizonte, ondulándose, y las olas se veían preciosas en la rompiente. Mi padre me enseñó a volar en aquel lugar, en aquellas olas. Estaban allí para que cabalgara en ellas para siempre, como la nieve polvo, fluyendo por el centro mismo de mi cuerpo. Me levanté.

La arena me permitió asentar bien los pies, equilibrándome. En el siseo de las olas oí a mi padre pidiéndome que confiara en aquella ola enorme de México, que confiara en que la poderosa pared de agua se inclinaría para envolverme en su pacífico seno, revelándome todo lo esencial, un mundo de pura dicha “más allá de todas las gilipolleces”.

Por detrás del punto de rompiente de Topanga Beach, contemplé el ojo de una ola distante. En algún lugar de aquella abertura oval capté lo que mi padre siempre había tratado de hacerme entender: que la vida es algo más que la mera supervivencia. En el corazón de cada turbulencia reside la calma, un resquicio de luz oculto en la oscuridad.

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