Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de diciembre de 2016

ALICIA KOPF. HERMANO DE HIELO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. A lo largo de este mes de diciembre nuestro programa os trae diversas invitaciones al viaje formuladas a partir de las reseñas de libros que se desenvuelven, en todo o en parte, en territorios ajenos a los de nuestra consabida normalidad, en lugares, regiones y países lejanos y con un punto de exotismo, de tal manera que, en todos los casos -al menos así me ha sucedido a mí-, adentrarnos en sus páginas supone simultáneamente tanto un disfrute desde el punto de vista de la literatura, pues se trata de novelas muy estimables, como una casi irresistible llamada a abandonar nuestras vidas acostumbradas, a menudo anodinas y sin especiales alicientes, para lanzarnos a la aventura, atravesando mares y continentes en busca de las intensas experiencias que los insólitos escenarios de los libros prometen.

Y así, en estas cuatro emisiones del mes “visitaremos” Vietnam y Australia (en donde hemos estado en las dos semanas precedentes), el África central que baña el río Níger (a donde nos desplazaremos dentro de siete días) y, en nuestra edición de hoy, los cada vez más surcados parajes de los polos, la inconmensurable blancura, desolada pero atrayente, del Ártico y el Antártico. El libro, ciertamente singular, que nos transportará a tan gélidos enclaves, es Hermano de hielo, la primera novela, escrita originariamente en catalán y traducida por ella misma al castellano, de Alicia Kopf, el nombre “artístico” de Inma Ávalos, una polifacética creadora que, pese a su juventud -no llega a los treinta y cinco años-, ya cuenta con una relevante obra en distintos campos como el videoarte o las performances. Hermano de hielo que, sobre todo en Cataluña, ha conseguido una extraordinaria repercusión, obtuvo este mismo año el Premio Llibreter, un prestigioso galardón que otorga el Gremio de Libreros catalán.

El libro, editado por Alpha Decay,  es un volumen misceláneo en el que, aunque sea de un modo ligero, pueden atisbarse algunas de las facetas en las que se desenvuelve la multidisciplinariedad de su autora. Hay en él, obviamente, narración, un relato novelesco, pero también fragmentos de investigación histórica, de reportaje periodístico, de crónica documentada, salpicado todo ello de fotografías, diagramas e imágenes, enlaces a páginas web, copias de entradas de blogs, fotogramas de películas, recortes de artículos de prensa, transcripciones de textos literarios o científicos, que complementan el discurrir de una exposición (algunos de cuyos capítulos habían sido anticipados por la autora en otros ámbitos, incluso en su propia bitácora personal) que carece propiamente de trama argumental aunque sí fluye con soltura y agilidad interesando en todo momento al lector. Esta condición heteróclita del libro de Kopf, ese carácter misceláneo, a caballo de diversos géneros, se reconoce de modo expreso, subrayando así el carácter consciente, voluntariamente pretendido del proyecto de su autora, en este fragmento de la obra que, pese a su extensión, no me resisto a transcribir, pues recoge varias de las claves de Hermano de hielo:

Las imágenes se adelantan siempre al pensamiento y contienen a menudo la respuesta a muchos enigmas. Antes de que supiera en qué se convertiría este proyecto, una de las primeras imágenes que recogí para la documentación fue el mapa de Islandia con la espiral de la artista Roni Horn. Ahora la visita a ese lugar se perfila como el punto final de un proyecto que ha incluido diversas exposiciones pero que es, en esencia y antes que nada, narrativo.
En este proceso, primero abordé la investigación histórica sobre el imaginario de los exploradores polares de principios del XX creyendo que redactaba una tesis doctoral. Hasta darme cuenta de que lo que me interesaba era precisamente el enigma de la fascinación por esas imágenes, imágenes que me devolvían preguntas sobre mi propia identidad y que planteaban cuestiones que convergían en aquellos documentos polares. A partir de ahí la exploración debía ser interior, debía ir hacia adentro para encontrar el origen de aquellos glaciares. En las diversas perforaciones a través de los estratos del hielo, llegué al origen más primario de todos nosotros, la familia. Desde ese momento la investigación histórica pasó a parecerme una distracción, la creación visual, ambigua, y la introspección, insuficiente. 
Las nuevas exploraciones removieron fundamentos e hicieron tambalear algunas paredes maestras de mí misma en una deconstrucción que me ha hecho sentir frágil durante unos meses. Un proceso que ha ido acompañado de la iluminación de zonas ocultas hasta entonces, y en paralelo, quizá en consecuencia, la pérdida de puntos de apoyo que creía importantes en mi vida. Todo ello con el telón de fondo de una familia en permanente estado de reconstrucción.
Islandia, entre las dos fallas de los continentes europeo y americano, con su actividad volcánica, sus géiseres, hielo, campos de lava -elementos que relaciono con algunas zonas de mi paisaje familiar-, me espera. Y si esta isla es el punto de unión de los dos continentes, su geografía refleja el rol que todos desempeñamos como resultado de la unión de identidades diferenciadas. Sus inestabilidades, fuerza geotérmica y estallidos son el resultado de esta fricción, cuando las fallas son profundas. Y me declaro islandesa, de ahora en adelante. Poniendo fin así a un proceso que no quiere ser permanente sino sólo una fase del viaje: me enfrento ya no librescamente sino físicamente al imaginario que me ha ocupado en los últimos años.
Lo polar, como lo tropical, es siempre utópico; convención, mitología. No quiere tener nada de épico ni exótico este viaje, tampoco pretende ser una evasión. Al contrario: es un viaje muy íntimo que hago sola hacia el volcán que conduce al centro de la Tierra, para confrontar una serie de metáforas con la realidad. Y como recomendó el profesor Lindenbrock a su discípulo Axel en la conocida obra de Verne, me dirijo hacia la península de Snæfellnes y hasta la boca del Snæfellsjökull para tomar una lección de abismo. Espero encontrar así el cierre de una narración de la que no veo aún el final. Después, el sol de Stromboli.

Y, en efecto, en el texto precedente apuntan las principales líneas de fuerza del libro, de las que yo ahora quiero comentaros con un cierto detenimiento aunque de manera breve tres de ellas.

Cuando el lector se adentra en las páginas de Hermano de hielo se encuentra, de entrada, con una serie de “viñetas” protagonizadas por algunos de los más conocidos aventureros polares. Las peripecias de Peary y Cook, de Shackleton, de Scott, de Amundsen, las rivalidades entre ellos, sus competitivas carreras -en ocasiones amañadas- en pos de un logro que no solo otorgaba la gloria -y un nombre en los libros de Historia- a quien lo alcanzara sino a quien lo hiciera en primer lugar, protagonizan esas primeras páginas y salpican, intermitentes, el resto de la obra que derivará, poco después, hacia otras ramificaciones del “fenómeno polar”, desde la atracción por los polos, la recurrente pulsión del ser humano por la conquista de territorios nunca hollados y la fascinación por los paisajes nevados, resplandecientes en su deslumbrante blancura, hasta casi cualquier otro aspecto vinculado a la gelidez y el hielo. Y así, en fragmentos generalmente muy breves, aparecen las raíces etimológicas de las palabras “ártico” y “antártico”, relacionadas con la existencia o no de osos; algunas novelas que “visitan” esos parajes -Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Poe, o La Esfinge de los hielos y Viaje al centro de la tierra, del indispensable Julio Verne-; la encantadora presencia de los pingüinos; un acercamiento “técnico” a la muerte por congelación o muerte blanca; el sueño del zepelín que sobrevoló el Polo Norte en 1926; el blog del científico español Carlos Pobes, “residente” en la estación polar Amundsen-Scott; un sustancioso artículo sobre el origen y la popularización de las bolas de cristal con nieve en su interior, con la inevitable mención a la que deja caer en el momento de su muerte el personaje que interpreta Orson Welles en Ciudadano Kane, mientras musita el ya legendario Rosebud; notas sobre la estructura y la formación de los copos de nieve y la creación de nieve artificial; reflexiones acerca de la omnipresencia del agua -el deshielo polar como referencia última- en nuestras vidas, también en nuestros cuerpos; el interesante pregón de Pepita Castellví, prestigiosa oceanógrafa catalana, en las fiestas de la Mercè de 2007, coincidiendo con el Año Polar Internacional; el fundamento científico que explica el valor del hielo como paliativo del dolor; y, en fin, las nubes australes, el vórtice polar, el ice blink, los icebergs y los organismos microscópicos que los habitan y colorean y tantos otros fenómenos curiosos que pueden verse en esos espacios imposibles.

Y de continuo, como ya se ha resaltado, aparecen intercaladas infinidad de curiosas anécdotas sobre los hombres -y también una destacada mujer, Louise Boyd, que con sesenta y ocho años sobrevolaría en avión el Polo Norte, en una vida repleta de muchos otros viajes árticos- que protagonizaron la edad heroica de las expediciones polares (aunque de su condición de héroes o antihéroes, hay una sugestiva reflexión a propósito de Fitzcarraldo, la estupenda película de Werner Herzog), de cuyo encantamiento y poderosa vis atractiva da cuenta esta significativa cita de Ernest Shackleton, que Alicia Kopf recoge en el libro: Las regiones polares dejan una impresión en los que han luchado por ellas, cuya profundidad no se explican fácilmente los hombres que no han salido del mundo civilizado.

Pero inmediatamente, con el transcurrir del texto, lo polar, la nieve y el hielo dejan de presentarse en sus aspectos más materiales, más realistas y pasan a usarse como expresivas metáforas, sobre todo en relación con la vida del hermano de la narradora (el Hermano de hielo del título), cuyo autismo, el frío aislamiento al que lo condena su discapacidad, enlaza simbólicamente con el motivo central del libro, tal y como se revela en el largo fragmento que os dejo como cierre a esta reseña.

Y por entre ambos planos, que no se plantean de modo autónomo y en compartimentos estancos, sino que surgen imbricados entre sí, alternándose uno y otro indistintamente en distintos momentos de la obra, irrumpe un tercero, el relato de la vida de la autora. La novela toma entonces otra deriva y se completa con episodios de la existencia de la propia Alicia Kopf (o de su trasunto ficcionado, que no parece diferenciarse demasiado del “real”), que acaba por ocupar la segunda parte del libro convirtiéndose en su núcleo central. Conocemos así, entre otros muchos elementos cotidianos (trabajos, clases, exposiciones, estudios, ejercicio físico, papeleos varios), el proceso creativo de la autora -en un indicativo capítulo titulado Matrioska o teoría de la narradora hueca-, sus lecturas, el sentido de su nombre “de guerra” -ese seudónimo con el que firma sus libros-, la relación con su hermano, con sus padres -que viven separados-, y, sobre todo, su intensa vida sentimental, que incluye ligues, amantes y novios, en una sucesión de experiencias de muy escaso relieve literario y, en su “normalidad”, reducido aliciente humano.

Esta vertiente de la novela -a mi juicio, como puede intuirse, la que me parece menos lograda, muy lejana en interés y calidad del eje estrictamente “polar”- fluye entre una profusión de elementos en los que el valor metafórico del hielo abre la narración a significados más ricos y que trascienden la mera descripción de los hechos. Así, los amores platónicos y los deseos insatisfechos viven “sepultados bajo el hielo”; la espera del amado remite a la mujer del explorador que aguarda su vuelta; el hundimiento emocional de alguna etapa de la vida recuerda al quebradizo hielo que se rompe tras una ligera pisada; la valerosa épica del expedicionario se asocia a la lucha necesaria para superar una crisis personal; el fecundo aislamiento creativo y la frustrada soledad sentimental de la narradora propician la presencia de la acogedora imagen del iglú; el atrevimiento y el riesgo que implican las conquistas polares pueden equipararse a la experiencia creativa, a la ardua labor narrativa, el escritor, al igual que el atrevido aventurero, descubriendo siempre territorios inexplorados, su tarea siempre en el límite, siempre al borde del fracaso; incluso el postrero viaje de la escritora a Islandia, que se describe con detalle en los capítulos finales, no se reduce a la dimensión estrictamente personal, sino que alcanza un valor “artístico”, como cierre del círculo que, en cierto modo, es Hermano de hielo, la verificación tangible, material, de la ficción, de la construcción literaria.

En fin, leed este Hermano de hielo tan interesante (pero solo eso, interesante, una calificación algo fría -cómo no, dado el contexto-; mi valoración no llega al apasionado entusiasmo con el que el libro ha sido recibido por lectores y crítica. Hunter, un tema de la islandesa Björk (otra artista espléndida aunque, muy a menudo, desesperadamente glacial) que se menciona en la novela, cierra por hoy este comentario.


EL HOMBRE DE HIELO

Mi hermano es un hombre atrapado en el hielo. Nos ve a través de él. O, más exactamente, en su interior hay una fisura en la que a veces hay hielo. Él está y no está. Se hace más presente durante algunas épocas en las que sus contornos se ven definidos; a veces se sumerge durante un tiempo en algún lugar. Su percepción puede estar a diez mil metros de altura (le gusta observar el paso de los aviones) o, en los períodos en los que el hielo es más grueso, a diez mil metros de profundidad. Además de los aviones, le interesan los trenes, los coches y los animales. Nosotros tomamos las decisiones por él, puesto que aunque a menudo no reconoce su propio cuerpo, este sigue presente.
—¿Debo comer?
En su aspecto no hay ningún indicio de lo que le ocurre. A falta de señales externas, se genera cierto extrañamiento en los desconocidos cuando se le acercan y él responde tartamudeando. Por suerte vive en una ciudad pequeña, en el barrio lo conocen y la gente en general cuida de él si se lo encuentra parado, dudando si cruzar o no la calle para ir a tirar la basura, en uno de los pocos momentos del día, si no el único, en los que sale solo.
La discapacidad se suele entender como aquello que impide a un individuo ser autosuficiente y, por lo tanto, tener destrezas por las que los demás —la sociedad— quieran pagar. Aunque viéndolo así, en el sentido económico, muchos nos podríamos incluir en esa categoría. También hay gran cantidad de discapacitados que cobran nóminas muy abultadas; discapacitados emocionales severos, cretinos de distintos niveles que dirigen empresas y países. Así que la discapacidad por uno u otro motivo parece una característica bastante extendida entre la mayor parte de la población, incluida yo misma, si nos atenemos al hecho de que nadie es totalmente independiente y funcional del todo. La diferencia más radical se halla en que la dependencia que implica la discapacidad intelectual o física severas, tal y como se entiende vulgarmente el término, conlleva una vulnerabilidad por parte de quien la sufre y un trabajo constante por parte de los que rodean a la persona afectada: cuidados que proporciona gente cuya labor a menudo no se reconoce, y por lo tanto no se retribuye como debería. Del mismo modo, las funciones que pueden ejercer las personas con supuesta discapacidad no carecen de valor por el mero hecho de no ser remuneradas.
Visto esto, puedo decir entonces que mi hermano tiene otras capacidades y ejerce otras ocupaciones: controlador aéreo freelance, observador atento de la fauna local, acompañante silencioso pero presente.
—¿Qué tal? —le pregunto.
—Bienmuybien.
(Lo dice todo junto, es lo que suele responder.) 
M tiene un catálogo de respuestas que le ayudan a afrontar las situaciones sociales. Es así como ha aprendido a integrarse en el mundo de los demás, un mundo al que se ha adaptado como un extranjero en un país lejano y de idioma extraño. Sabe que si todo el mundo se ríe, él tiene que reírse, y que si todo el mundo está serio, hay que estarlo también. Sólo interrumpe las conversaciones para preguntar las cosas que le son urgentes y básicas, cosas que repite cada día a la misma hora:
—¿Voy al baño? —Justo antes de las comidas.
—¿Bebo agua? —En la mesa, antes de comer.
Tener un hijo así, no nos engañemos, es duro para mi madre aunque ella nunca se queje. Pese a que el origen del problema es incierto, creo que a veces se siente culpable. Entre los dos, ella y mi hermano, que ahora ya es mayor y peludo pero conserva la candidez de la infancia en la mirada, se ha generado una cierta interdependencia. Desde que se separó de mi padre, ya hace más de veinte años, no ha tenido ninguna relación seria. Así pues, mi madre es una exploradora polar, y arrastra a mi hermano en su trineo.
De pequeño aún no se sabía qué le pasaba; en el parvulario sólo lo veían algo retrasado en el aprendizaje con respecto a sus compañeros. Sus dificultades se fueron revelando progresivamente a medida que aumentaba la exigencia escolar. Con mucha ayuda y empeño de mi madre consiguió acabar la primaria en la escuela pública del barrio, la misma a la que asistí yo, después de repetir dos cursos. Cuando la terminó, mis padres le buscaron distintas ocupaciones en un periplo en el que recuerdo a menudo a mi madre luchando para que le aceptaran en una u otra actividad o taller manual. Los cursos favoritos de mi hermano eran los de cerámica, de los que aún conservamos bonitos jarrones y figuras en casa; si le dan instrucciones claras, M es un artista meticuloso, que refleja su mundo desde la perspectiva arcaica que se traslada a todo aquello que hace. No habiendo aún ningún diagnóstico que pudiera darle carnet de entrada a centros especializados, centros que por otra parte escaseaban, y a los que al principio mis padres se negaban a llevarle por la dificultad para aceptar la situación, fue de un sitio a otro hasta que entró en una fundación para trabajadores con discapacidad intelectual donde se lavan coches y se realizan tareas de jardinería y limpieza de calles. Le recuerdo durante toda mi adolescencia con su uniforme, un mono verde, saliendo muy pronto por la mañana en bicicleta hacia la fundación. Al cabo de unos años le resultó difícil seguir adaptándose a las exigencias de un trabajo retribuido donde su tutor tenía que tomar muchas decisiones por él, así como respetar sus tiempos —mi hermano puede tardar una hora en salir del baño si nadie lo avisa—, y eso en un lugar concurrido puede generar problemas. Más tarde el médico encontró un remedio: un reloj de cocina que suena al cabo de cinco minutos y al que llamamos Manolo. A mi hermano ese aviso le permite desencallar su estado temporal de congelación y volver a la normalidad.
Después de unos años, y no sin gran pesar de mis padres, que tuvieron que aceptar que M no podía realizar ya una actividad laboral adaptada, pasó al taller de día de la misma fundación, donde se llevan a cabo manualidades y distintas actividades de carácter terapéutico, exentas del matiz laboral.
Desconocemos el origen de lo que le pasa, si se debe a una complicación en el parto —lo sacaron con ventosa, ¿le faltó oxígeno?— o si se trata de algo genético. Esta posibilidad me angustia por si el día de mañana quiero tener hijos. No hay constancia de ningún otro caso en la familia. Algunas investigaciones dicen que el aumento del autismo en los años sesenta y setenta se puede relacionar con el uso de fertilizantes, pero es posible que ese aumento se deba simplemente a que fue entonces cuando se empezó a diagnosticar. Los estudios sobre el tema no dejan nada claro, y los médicos saben muy poco. Hay casos de gemelos genéticamente idénticos criados en el mismo entorno: uno es autista y el otro no. Aún se desconoce la importancia de los factores ambientales o genéticos involucrados, y no hay indicadores biológicos que sirvan para detectar la presencia de este trastorno durante el embarazo. Eso me ha hecho desconfiar de la ciencia: durante años los médicos han dado nombres distintos a mi hermano, de-pendiendo de la moda patológica del momento. Primero fue borderline, de borderline pasó a Asperger, de Asperger a autista, y ahora, como este problema engloba casos tan distintos, se lo llama «trastorno del espectro autista» (tea). Esta etiqueta tan vaga me parece un camino de vuelta a la indefinición; las diferencias de comportamiento y de aspecto entre los distintos casos son tan grandes que unos y otros suelen tener poco en común.
Así pues, cuando llegué al mundo él ya estaba ahí, y durante muchos años fue un enigma, una cosa sin nombre. A mi hermano mayor lo diagnosticaron cuando tenía treinta años. Agradecí poder dar nombre a eso, aunque no fuera el más acertado. Creo que desde entonces he podido hablar más de ello. Es muy importante que las cosas tengan nombre, si no, no existen.
Que el nombre hace la cosa es muy cierto.

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