Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de enero de 2017

COLM TÓIBÍN. BROOKLYN. NORA WEBSTER

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que como cada semana sale al aire en Radio Universidad de Salamanca con una propuesta de lectura que pueda resultar de vuestro agrado. Esta tarde quiero hablaros de un escritor que, aunque lleva años apareciendo en las páginas de cultura y en los suplementos literarios de los periódicos, y siendo objeto de estudio en revistas y medios especializados en el mundo entero, con sus libros publicados y aplaudidos por doquier, yo había ignorado hasta hace unos meses; una ignorancia consciente, una opción de lectura -de no lectura, más exactamente- que respondía, claro está, a un criterio regido por la lógica: la imposibilidad de leer todo lo que llega a nuestras librerías y, por tanto, la necesidad de seleccionar; pero también a un pálpito irracional: “algo” en mí, un extraño impulso no necesitado de justificación me decía que esos libros no iban a interesarme.

Y sin embargo, este verano pasado cayeron por fin en mis manos dos novelas de Colm Tóibín -pues de él, del autor irlandés, os estoy hablando- y su lectura no sólo me sorprendió, al permitirme “descubrir” a un escritor excepcional, sino que tanto Brooklyn como Nora Webster, los dos libros a los que me refiero, me apasionaron e hicieron que me lanzara a las librerías a completar la obra publicada en España de mi tardío aunque afortunado hallazgo. De estos dos títulos quiero hablaros ahora, recomendándoos con entusiasmo su lectura.

Brooklyn vio la luz en España en el año 2010. No obstante, yo no he llegado a ella hasta su reedición en 2016, con ocasión del estreno un año antes de la película homónima basada en su texto y dirigida por John Crowley y con Saoirse Ronan como actriz principal (por cierto, protagonista también de On Chesil Beach, un film previsto para 2017 basado igualmente en una obra literaria, la novela del mismo título escrita por Ian McEwan que ya os recomendé años atrás en este espacio; la actriz se dio a conocer en el mundo del cine cuando era casi una niña, en otra película realizada también a partir de una novela de McEwan, Expiación; ambas, película y novela, magníficas). El libro, en traducción de Ana Andrés Lleó, está editado por Lumen, responsable también de Nora Webster, que se presentó asimismo en 2016 en traducción esta vez de Antonia Martín Martín. Igualmente en la prestigiosa editorial catalana, no deberíais perderos El testamento de María, una joya, una maravilla, una novela breve magistral, una recreación humanísima y conmovedora de la vida de la Virgen María, desprovista de sus connotaciones religiosas, una doliente y atribulada mujer judía que sufre por el trágico -y para ella inexplicable- destino su hijo.

Brooklyn nos traslada a Enniscorthy, el pequeño pueblo del condado de Wesford -lugar en el que nació el propio Tóibín, su obra impregnada de elementos autobiográficos-, en el sudeste de la República de Irlanda, en los primeros años 50. Eilis Lacey es una chica más o menos anodina, de vida austera, que, finalizados sus básicos estudios de contabilidad, pasa a trabajar en una tienda de alimentación para contribuir así a paliar la precariedad económica de una familia -su madre May y su hermana mayor Rose- que tras la muerte del padre se desenvuelve con grisura y austeridad. La aparición de un sacerdote católico, el padre Flood -de lejana y remota amistad con el fallecido-, que vuelve al pueblo desde Nueva York para pasar unas vacaciones, abre a la chica la posibilidad -alentada sobre todo por la generosidad de la madre y de la hermana- de una optimista perspectiva de mejora vital, dejando atrás los estrechos horizontes del acostumbrado y previsible Enniscorthy y abriéndose a las posibilidades de crecimiento que ofrece un trabajo en unos grandes almacenes de Brooklyn, que el cura garantiza, encargándose además de facilitar a la chica los trámites para el viaje y de proveer las condiciones mínimas de su alojamiento y estancia en alguna casa de huéspedes en su propia parroquia en Norteamérica. El libro nos narra en su primera parte la modesta existencia de Eilis en su pueblo natal, las vicisitudes de su trabajo con la odiosa señorita Kelly, los entresijos de su insustancial vida familiar y, especialmente -pero eso será un rasgo esencial de la novela entera y me detendré en su análisis más adelante-, las interioridades de su alma. (De ese primer eje de la novela quedan apenas unos minutos en la versión cinematográfica). En las segunda y tercera partes asistimos a los días de la chica en Brooklyn, su perplejidad y su temor ante lo desconocido, su triste estancia en la pensión de la señora Kehoe, otra dama desagradable y fría, sus inicios en la vida laboral, sus actividades caritativas en la parroquia del padre Flood y el conocimiento de un buen chico, Tony, con quien se relacionará y que aportará algo de luz a su, de nuevo y pese al cambio de continente, apagada vida. En el capítulo postrero, Eilis se ve obligada a volver a Irlanda, por razones que no quiero adelantaros, como tampoco quiero desvelar qué sucede a su retorno al hogar familiar.

Pero más allá de la discreta trama, el libro interesa por su enorme capacidad de penetración en la personalidad de Eilis. Su desconcierto frente a la vida, su aprensión ante el futuro incierto, su soledad y su desamparo, su tenacidad en el estudio, su bondad, su timidez y sus miedos, su búsqueda de su identidad y del propio lugar en el mundo son mostrados con sutileza y sensibilidad, con belleza y emoción. Conocemos, sobre todo, sus dudas, pues la chica se debate entre ambos “escenarios”, valorando los atractivos de cada uno de ellos y añorando con nostalgia el universo que deja atrás (pensando una y otra vez en las mismas cosas, en todo lo que había perdido). En Brooklyn recuerda apenada y con pesadumbre su existencia pueblerina y limitada pero acogedora y familiar, cuestionando, desconsolada y tristísima, su inútil presencia en el país ajeno, pero la aparición de Tony en su vida cambiará esta percepción y entonces, y de vuelta a Enniscorthy, será el recuerdo de la muy tímida felicidad de los últimos días en Norteamérica el que la aflija, alimentando el deseo de su vuelta, hasta que el renacido contacto con la madre, con los amigos, con las personas y los lugares acostumbrados de su pueblo natal vuelva a sembrar de incertidumbre su titubeante personalidad: Se sentía extraña, era como si fuera dos personas, una que había luchado contra dos fríos inviernos y muchos días duros en Brooklyn y se había enamorado allí, y otra que era la hija de su madre, la Eilis que todo el mundo conocía, o creía conocer, afirma, siendo consciente, además, de que ella, siempre, en cualquier situación, pertenecía a otro lugar. Y es esta honda “prospección” en la conciencia y el espíritu, en el sentimiento y la voluntad de la chica lo más relevante del libro, ya que, a fin de cuentas, y tal y como señala el autor, una novela no trata de grandes conceptos, de cosas abstractas, sino del frío, los colores, los sabores… y Brooklyn trata del encuentro de una joven irlandesa con el nuevo mundo, especialmente con el amor… Y de lo que pasa cuando un inmigrante es extranjero en los dos países, e incluso de sí mismo.

Con Nora Webster se produce un fenómeno parecido: un hilo argumental leve, trivial, de escasa trascendencia, pero con una densidad emocional y una profundidad en el análisis de los sentimientos y las emociones, de los deseos y los impulsos de los personajes que su lectura se hace inolvidable. La base de la historia narrada es, hecho confesado abiertamente por el autor, autobiográfica, aunque el enfoque no lo es. Colm Tóibín tiene doce años cuando su padre muere, en 1967, y su madre, que ronda los cuarenta y cinco, queda viuda a cargo de dos hijos pequeños y con dos hijas algo mayores estudiando ya fuera de casa. La novela parte de esa misma situación, siendo Nora Webster el nombre literario elegido para la principal protagonista femenina, desde cuyo punto de vista se cuenta la historia en la que se modifican también los nombres reales del padre, Maurice en la novela, Michael en la realidad, y de las hijas y los dos hijos, siendo Donal, el mayor, el trasunto del propio escritor. Por cierto, no quiero dejar de mencionar un curioso juego circular y autorreferencial de las dos novelas que comento, un detalle menor, anecdótico, aunque pueda quizá tener mayor significación. En las últimas páginas de Brooklyn, la madre de Eilis menciona una visita de Nora Webster (también había ido Nora Webster, dijo, con Michael), un Michael del que no se especifica otro dato sobre su identidad. ¿Quiso Toíbín llamar en Brooklyn al marido de esa Nora fugaz con el nombre “real” de su padre, Michael, recurriendo años después en la segunda novela al “inventado” Maurice? Por otro lado, y por cerrar este paréntesis de curiosidades, como digo quizá no tan fútiles, mencionaré que el final un tanto abierto de Brooklyn, en el que no sabemos del todo qué futuro espera a Eilis, se desvela en parte en las primeras páginas de Nora Webster, cuando la madre de la chica, en una visita -ahora a la inversa- que hace a la propia Nora, le informa de la situación “actual” de su hija, cuando han trascurrido algunos años del desenlace del primero de los dos libros, unidos así -además de por los grandes temas tratados y por el estilo elíptico y sutil de Tóibín, de los que hablaré al final de esta reseña- por un doble vínculo ingenioso y delicado y claramente premeditado por su autor.

La nueva vida de Nora tras la muerte de su esposo se desenvuelve -en sus elementos externos- sin acontecimientos sobresalientes. En su situación de precariedad económica, la mujer vive el duelo e intenta sobreponerse a él con la vuelta al trabajo -que Toíbín nos cuenta con detalles de su vida laboral, la dificultad de “reacomodarse” tras tantos años de inactividad, lo aburrido de sus tareas administrativas y contables, la intransigencia de su jefa, la simpleza de su joven compañera de oficina, una insólita reunión sindical-, relacionándose con algunas otras mujeres del pueblo, revitalizando su vieja afición por la música, asistiendo a clases de canto, reuniéndose con familiares, singularmente con los hermanos de su marido, Jim y Margaret, y, sobre todo, ocupándose de sus hijos, en particular los dos pequeños, el mencionado Donal y Conor. Todo se centraba en los cuatro hijos, en su futuro, piensa, y así, la tartamudez de Donal, las quejas de Conor sobre su raqueta de tenis, los peligros de que Fiona, la hija mayor, viaje a Dublín en autostop, el temor a las consecuencias de implicación política de su otra hija, Aine, son los asuntos que centran su atención, todavía muy afectada por la ausencia de su marido.

Poco a poco el tiempo va pasando y en la vida de Nora empiezan a tener más peso los hechos de la realidad "exterior", va renaciendo una suerte de ilusión: se implica en las reivindicaciones laborales en la empresa, hay un interés -siquiera latente, apenas palpable- por los conflictos políticos que vive Irlanda, y en su existencia se abren algunos proyectos en relación a la música: audiciones, grabaciones, conciertos. Y eso es todo, en esencia: la vida sigue, nada excepcional, nada demasiado relevante, nada extraordinario.

Y sin embargo, como en Brooklyn, es la vida interior del personaje lo que Colm Toíbín nos muestra con maestría. Aparecen así las dos caras de una personalidad compleja, una mujer que puede ser terrible (durísima la “escena” en que abandona a Donal en el internado), intransigente, rígida, severa, antipática, controladora, quisquillosa, incapaz de cuidar intensamente -¿de amar?- a sus hijos, pero también perdida y llena de dolor por su viudedad (era el mundo lleno de ausencias), sufriendo su soledad cuando desaparece el principal pilar en que se sostenía su vida (Conque eso era estar sola, pensó. No era la soledad que venía experimentando, ni los momentos en que sentía la muerte de Maurice como un mazazo a todo a su ser, como si hubiera sufrido un accidente de tráfico; era ese deambular en un mar de gente con el ancla levada, en que todo era extrañamente vago y confuso). Y con el paso del tiempo aparece también la mujer que ansía su liberación, que lucha por su crecimiento personal, por encontrar el propio espacio que la presencia de Maurice le quitaba, la mujer que redescubre en la música clásica sus mejores posibilidades, la mujer sensible, la que sueña con cantar (No se lo había contado a nadie, porque era demasiado extraño, lo mucho que esa música representaba para ella. Era su vida soñada, la vida que podría haber tenido si hubiera nacido en otro lugar) y obtener logros en esa vertiente artística y cambiar de vida dejando atrás su insípido presente (Pensó en lo fácil que habría sido ser otra persona; que tener a los chicos en casa esperándola, y la cama y la lámpara junto a la cama, y su trabajo por la mañana, era todo una especie de accidente. De alguna manera todo eso era menos sólido que las nítidas notas del violonchelo que salían de los altavoces), la que se preguntaba si era la única persona que no tenía nada entre la grisura de sus días y el absoluto esplendor de esa vida imaginada.

Y en las dos novelas están muy presentes los mismos ejes temáticos, que parecen representar -he leído numerosas e interesantísimas entrevistas con Colm Toíbín, para “empaparme” de su pensamiento y su sensibilidad- las principales preocupaciones del autor: el exilio, la inmigración, los problemas políticos de Irlanda, el paso de la tradición a la modernidad, el mundo rural y las ciudades, la identidad, la importancia de la familia, el abandono y la pérdida, la muerte (A veces, nos cruzamos con ellos, con los que nos han dejado, los que ya no están. Llevan consigo algo que nosotros aun no conocemos... Es un misterio, dice Nora Webster), la dificultad de elegir, la duda. Y, sobre todo, en los dos libros sobresale el poético y delicado y muy sensible modo de contar las historias, el indudable magisterio literario del escritor, capaz como pocos de mostrar (sin énfasis, sin subrayados, de un modo tenue, difuminado, como impreciso, levísimo: Quería crear una poesía amarga del silencio, dice Toíbín en una entrevista, a propósito de Nora Webster. Cuando, a veces, se habla en la novela hay una poesía que va más allá de la entonación. La idea era que eso se convirtiera en un poder subterráneo, que el lector no lo detectara, pero lo sintiera. No se habla de tristeza, pero está ahí; no se habla del dolor, pero está ahí; en los actos, en los gestos, en el tono de la voz, en las sensaciones, en los pensamientos. Es la fuerza de lo que no se dice pero sabes que está. El poder de sugerir o describir antes que adjetivar. Con esa sutileza el lector termina de construir esas imágenes o ideas que quiero transmitir) lo íntimo, el silencio, la pena, el peso de la ausencia, lo insignificante en apariencia pero auténticamente revelador del núcleo central de una vida, las emociones, los secretos; capaz de profundizar en la psicología de los personajes; capaz de revelar cosas de uno mismo (siendo ese “uno mismo” tanto el personaje como el propio autor como, sin duda, el lector). Y a través de todo ello, apuntado también con pinceladas, con sutileza, con pequeños detalles, no con líneas fuertes ni grandes brochazos (si fuera pintor, dejaría algo en blanco para que el espectador imagine lo que habría ahí, afirma Toíbín en la entrevista antes citada), aparece el marco social, la espléndida recreación de la Irlanda de hace cincuenta años, tan pobre, tan triste.

Sí, porque son libros tristes estos dos que hoy os recomiendo con auténtico entusiasmo. No os perdáis Brooklyn y Nora Webster, dos novelas magníficas, inolvidables, del genial Colm Toíbín; tampoco dejéis de leer El testamento de María, también triste, pero una auténtica obra maestra. Como cierre musical de mi reseña os dejo con Casadh An Tsugain (Frankie’s Song), una pieza de la banda sonora de la versión cinematográfica de Brooklyn, compuesta por Michael Brook e interpretada por Iarla O Lionaird.


Hasta entonces, Eilis había supuesto que viviría en la ciudad toda la vida, como su madre, que conocería a todo el mundo, tendría los mismos amigos y vecinos, la misma rutina diaria en las mismas calles. Esperaba encontrar trabajo en la ciudad y después casarse, dejar el trabajo y tener hijos. Y ahora se sentía como si hubiera sido elegida para algo y no estaba en absoluto preparada, y eso, a pesar del miedo que la invadía, le provocaba un sentimiento, o más bien una serie de sentimientos, que creía debían de ser los que experimentaría cuando se acercara el día de la boda, días en los que todo el mundo la miraría con un brillo en los ojos mientras ella se afanaba con los preparativos, días en los que ella misma estaría en plena ebullición pero procuraría no pensar con demasiada precisión en cómo serían las semanas siguientes, por si perdía el valor.

No hubo un día en el que no ocurriera algo. Los formularios que llegaron de la embajada fueron rellenados y enviados. Eilis fue en tren a la ciudad de Wexford para hacerse lo que le pareció una revisión superficial, ya que el médico quedó aparentemente satisfecho cuando ella le dijo que nadie de su familia había padecido tuberculosis. El padre Flood escribió dando más detalles de dónde viviría cuando llegara y lo cerca que estaría de su lugar de trabajo; llegó su pasaje para Nueva York, en un barco que salía de Liverpool. Rose le dio dinero para ropa y le prometió que le compraría zapatos y un conjunto de ropa interior. La casa, pensó Eilis, estaba alegre de un modo desacostumbrado, casi anormal, y en las comidas que compartían había demasiadas charlas y risas. Le recordó las semanas anteriores a la partida de Jack a Birmingham, cuando hacían lo que fuera para apartar de su mente que iban a perderlo.

Un día, cuando un vecino fue a visitarlas y se sentó con ellas en la cocina a tomar el té, Eilis se dio cuenta de que su madre y Rose hacían lo imposible por ocultar sus sentimientos. El vecino, de forma no premeditada, casi para dar conversación, dijo:

—La echará de menos cuando se vaya, imagino.

—Oh, será terrible cuando se vaya —dijo la madre.

Su rostro tenía una expresión ensombrecida y tensa que Filis no había visto desde los meses posteriores a la muerte de su padre. Entonces, en los momentos que siguieron, el vecino se quedó visiblemente desconcertado por el tono de voz de la madre, la expresión de la cual se ensombreció aún más, hasta el punto de que la mujer tuvo que levantarse y salir en silencio de la habitación. Eilis sabía que su madre iba a llorar. Se sorprendió al ver que ella, su hija, en lugar de seguirla al vestíbulo o al comedor, se quedaba a charlar tranquilamente con el vecino, con la esperanza de que la madre volviera pronto y pudieran continuar lo que parecía una conversación corriente.

Ni cuando se despertaba por la noche y pensaba en ello, se permitía a sí misma llegar a la conclusión de que no quería ir. Llevó a cabo todos los preparativos y le preocupaba tener que llevar dos maletas de ropa sin ayuda, se aseguró de no perder el bolso de mano que Rose le había regalado y en el que llevaría el pasaporte, las direcciones de Brooklyn en las que viviría y trabajaría y la dirección del padre Flood, por si no iba a recogerla, tal como había prometido hacer. Y dinero. Y su bolsita de maquillaje. Y quizá un abrigo que podía llevar en el brazo, aunque quizá se lo pusiera, pensó, si no hacía demasiado calor. Era posible que a finales de septiembre aún hiciera calor, le habían advertido.

Ya había hecho una maleta y repasaba mentalmente su contenido, esperando no tener que volver a abrirla. Una de aquellas noches, tumbada despierta en la cama, cayó en la cuenta de que la próxima vez que abriera aquella maleta lo haría en una habitación diferente, en un país diferente, y entonces por su mente cruzó involuntariamente el pensamiento de que sería mucho más feliz si la abriera otra persona y que esa persona se quedara la ropa y los zapatos y los usara a diario. Ella preferiría quedarse en su hogar, dormir en aquella habitación, vivir en aquella casa, arreglárselas sin la ropa y los zapatos. Los preparativos que se estaban haciendo, todo el ajetreo y las charlas, estarían mucho mejor si fueran para otra persona, pensó, alguien como ella, alguien de su edad y estatura, que incluso tuviera su aspecto, siempre y cuando ella, la persona que ahora estaba pensando, pudiera despertarse en aquella misma cama cada mañana y hacer su vida durante el día en aquellas calles familiares y volver a la cocina de su casa, con su madre y Rose.

Aunque dejaba que tales pensamientos fluyeran sin cesar, se detenía cuando su mente se acercaba al miedo o al terror real, lo peor, al pensamiento de que iba a perder aquel mundo para siempre, que nunca volvería a vivir un día corriente en aquel lugar corriente, que el resto de su vida sería una lucha con lo desconocido. En el piso de abajo, cuando estaban Rose y su madre, hablaba de cuestiones prácticas y seguía resplandeciente.

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