Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de febrero de 2017


STELLA GIBBONS. LA HIJA DE ROBERT POSTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio que semanalmente dedica a la lectura Radio Universidad de Salamanca. El libro que hoy os traigo me suscita una reflexión inicial que creo puede interesaros, porque refleja una sensación, podríamos llamarla así, común a muchos lectores, incluso a los espectadores de cine o de teatro. Y es que, cuando las expectativas que provoca un libro o una película o un disco o una obra teatral son desmesuradas, y la pieza en cuestión se nos presenta rodeada de elogios y críticas positivas, de excelentes valoraciones y aplausos unánimes, siempre suele haber una cierta decepción, un sentimiento como de fracaso, de deseo incumplido, de aspiración defraudada cuando nos enfrentamos por fin al objeto de tan fervorosa admiración. El halo prodigioso con el que aparece nimbada la obra que hemos conocido a partir de ese entusiasmo crítico se desvanece cuando entramos en contacto con ella y entonces pareciera que solo podemos murmurar, con un deje de desencanto, ‘pues no era para tanto’.

Algo así, os confieso, me ha ocurrido con la novela que esta tarde quiero comentaros. Se trata de La hija de Robert Poste, su autora, la londinense Stella Gibbons, una escritora y periodista, para mí hasta hace poco desconocida, y que desarrolló su carrera en la primera mitad del siglo pasado. El libro, publicado originariamente en 1932, vió la luz en España en 2010 gracias a la estupenda Editorial Impedimenta que lo ofrece, con el cuidado habitual en todas sus publicaciones, en traducción de José C. Vales. Se trata de un libro interesante, curioso y estimable, pero como os digo, el problema, si es que podemos denominar así a una cuestión menor como es esa pequeña decepción, ese regusto no del todo feliz que nos queda tras su lectura, es que la información con la que la novela nos llega es ciertamente desproporcionada. Por de pronto, la faja que envuelve el volumen señala que se trata de ‘la novela más divertida jamás escrita’, aunque la editorial tiene la prudencia de anteponer el adverbio ‘probablemente’ a una afirmación tan rotunda. Además, se resalta que a estas alturas llevamos ya más veintiuna ediciones publicadas (y aunque para un título como este hablamos de tiradas reducidas, en torno, aventuro, a los dos mil ejemplares cada una, no deja de ser notable el hecho). Por último, el libro ha obtenido el Premio Prix Femina-Vie Hereuse y ha sido finalista en el de los Libreros madrileños, lo cual sin duda significa que expertos lectores han considerado que se trata de una obra valiosa. Si a eso le añadimos la fe casi ciega que el lector tiene en el buen criterio y en el excelente gusto que refleja siempre el fondo editorial de Impedimenta, el formato amable, la cuidada edición, la bonita portada, comprenderéis que uno, sin otro estímulo que esos antecedentes, compre el libro convencido de que, al adentrarse en su lectura, ingresará en un territorio mágico poblado de maravillas sin cuento. Y sí, el libro está bien, de vez en cuando nos asalta una sonrisa, hay historias y planteamientos interesantes, se recogen decenas de alusiones eruditas, de citas metaliterarias, de inteligentes juegos de palabras, pasamos unas horas agradables… pero al fin, llegado a su término, el lector, algo perplejo, no puede sino musitar ese desilusionado ‘pues no era para tanto’. (Un inciso, quizá significativo para alguno de nuestros seguidores: el formidable impacto comercial de la obra ha llevado a la editorial a publicar un segundo título de la serie con idéntica protagonista, Flora Poste y los artistas, e incluso a presentar ambas obras conjuntamente en un atractivo estuche, ideal para regalo. Ni que decir tiene, a partir de mis palabras anteriores, que he elegido no adentrarme en la continuación del ciclo “florapostiano”).

La trama argumental de La hija de Robert Poste es sencilla y se resume en pocas frases, a partir de las que encabezan el primer capítulo del libro, en las que afloran la sutil ironía, el tono mordaz y agudo que revelan cuál será la atmósfera por la que discurrirá la novela. La educación que Flora Poste recibió de sus padres había sido cara, deportiva y larga; y cuando murieron, uno detrás del otro, en un período de pocas semanas debido a la epidemia anual de la Gripe o Peste Española -lo cual aconteció cuando Flora tenía veinte años- la joven se reveló como poseedora de todas las artes y talentos necesarios para ganarse la vida.
Siempre se había dicho que su padre era un hombre acaudalado, pero cuando falleció, sus albaceas quedaron desconcertados al descubrir que era pobre. Después de que se hubieran liquidado las deudas y se hubieran satisfecho las demandas de los acreedores, su hija quedó con una renta de cien libras y sin ninguna propiedad.
En cualquier caso, Flora heredó de su padre una férrea voluntad y de su madre unas pantorrillas soberbias.

Con su exigua renta y sus innegables dotes heredadas, Flora, decidida a vivir sin trabajar aprovechándose de sus familiares, efectúa un somero rastreo por sus más cercanos parientes para, al fin, ponerse en contacto con los Starkadder, con el fin de alojarse en Cold Comfort Farm, su remota granja en el condado de Sussex. La novela nos relata la confrontación entre la elegancia, el refinamiento, el espíritu siempre positivo, la racional modernidad de Flora, educada y poco convencional, desprejuiciada y adelantada a su tiempo, inteligente y civilizada, decidida y voluntariosa, con el ambiente anacrónico y sombrío, desordenado y algo salvaje, rústico en el peor sentido de la palabra, atrasado, lúgubre e irracional de sus delirantes parientes. De este encuentro entre el ánimo regeneracionista de la joven con la caótica realidad en la que se desenvuelve la disparatada fauna de los Starkadder surgen multitud de anécdotas divertidas, de episodios jocosos, en los que la autora se despacha a gusto contra las ridículas convenciones y los absurdos prejuicios de la sociedad biempensante de su época.

Este espíritu crítico de la protagonista, trasunto sin duda del de su irreverente autora, se manifiesta sobre todo, y se trata de una dimensión no menor en la novela, en la despiadada y mordaz visión de la literatura romántica de la época, de su muchas veces absurda exaltación del bucolismo rural, de una naturaleza virginal y cargada de simbología simplista. Y así la novela es una incisiva carga de Stella Gibbons en contra de la pedantería de unos escritores que salen trasquilados de las mil y una chanzas a que les somete la autora a lo largo del libro. Sirva un único ejemplo a modo de muestra representativa: como señala la propia escritora en el prefacio, cada párrafo, cada situación, cada pasaje de la novela que a sus ojos se revela como más elegante, más elevado, más literario… lo señala en el texto con uno, dos y hasta tres asteriscos, en una calificación que, al modo de la puntuación que reciben hoteles, obras de arte y catedrales en las guías de viaje, pretende subrayar lo sublime de su escritura, no vayan los petulantes críticos a confundir lo que se pretende literatura con la simple estupidez.

En fin, acercaos a este La hija de Robert Poste de Stella Gibbons publicada por Impedimenta, es una novela más que estimable. Pero hacedlo sin apriorismos, sin expectativas desmesuradas, sin hinchados juicios críticos previos… leedla y seguro que, entonces sí, disfrutaréis de unas horas agradables y entretenidas, que quizá queráis continuar con Flora Poste y los artistas.

Os dejo, en una un tanto forzada conexión, con la suite principal de Dowtown Abbey, la muy british -y espléndida- serie televisiva ambientada también en la campiña inglesa en una época solo un poco anterior a la que contempla las peripecias de nuestra inefable Flora Poste.


El silencio que se deslizaba hacia fuera desde el interior para darles la bienvenida era un hecho tangible. Se podía oír perfectamente. Envolvía y asfixiaba. Amenazaba y atemorizaba.

Se quebró al final con el sonido de unos pasos pesados. Alguien venía cruzando la cocina con unas botas claveteadas. Alguien andaba manipulando torpemente los trancos y las cerraduras. Luego, la puerta se abrió muy lentamente, y allí apareció Urk, que se quedó mirándolos, con el gesto torcido de una máscara japonesa de teatro Nô, a medias entre la lujuria, la furia y el dolor. Flora pudo escuchar la respiración aterrorizada de Elfine, a su espalda, en la oscuridad, y le tendió una mano compasiva. La muchacha se aferró a ella y la sujetó agónicamente.

La enorme cocina se hallaba atestada de gente. Todos estaban callados, y barnizados con el fulgor rojizo e infernal que desprendía el fuego que palpitaba en la chimenea. Flora pudo distinguir a Amos, a Judith, a Meriam, la criada a jornal, a Adam, a Ezra y a Harkaway, a Caraqway, a Luke y a Mark, y también a varios jornaleros de la granja. Estaban todos apelotonados, en una especie de semicírculo, rodeando a alguien que se sentaba en una enorme butaca de respaldo alto, junto al fuego. La turbia luz dorada de las lámparas y las inquietas llamas de la chimenea provocaban sombras rembrandescas en las esquinas más alejadas de la cocina, y proyectaban sombras enanas y gigantes sobre el techo con la forma de los Starkadder.

De la estancia emanaba una fragancia punzante que acabó mezclándose con la brisa nocturna. Aquel perfume era de un dulzor mareante, y Flora no lo había olido jamás. Entonces vio que el calor de la chimenea había conseguido que se abrieran los capullos de la parravirgen, grandes y rosados; la guirnalda que colgaba en torno al retrato de Fig Starkadder estaba cubierta con grandes flores cuyos pétalos se desplegaban, como colmillos retorcidos, para mostrar el desvergonzado corazón que lanzaba al exterior sus vaharadas de dulces fragancias.

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