Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de noviembre de 2017

BEN PASTOR. LUMEN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como todos miércoles os trae, desde la emisora universitaria salmantina, una nueva sugerencia de lectura confiando en que pueda despertar vuestro interés. Hoy os propongo hasta cinco libros unidos por un mismo hilo conductor: todos forman parte de una serie de novela negra escrita por la italo-norteamericana Ben Pastor -su nombre original es Maria Verbena Volpi, y nació en Roma aunque escribe en inglés- con un personaje principal formidable, Martin Bora, el oficial del ejército alemán que en distintos escenarios de la segunda guerra mundial se dedica a investigar asesinatos y crímenes diversos en medio de las convulsas turbulencias de la época. Ben Pastor ha publicado nueve libros con Bora de protagonista, de los que sólo cinco han visto la luz en nuestro país, aunque con un ritmo y un calendario de publicaciones bastante disparatado. Así, Lumen, el primero escrito por la exitosa novelista, no apareció en Alianza Editorial hasta 2013 en traducción de Pilar de Vicente Servio, responsable también de la versión española de Cielo de plomo y El camino a Ítaca, editados igualmente por Alianza en 2014 y 2015, aunque estamos ante el noveno y el décimo título de la serie debida a la prolífica autora. Pero antes ya se habían presentado la segunda y la tercera entrega de la colección, aunque en otra editorial, Salamandra: Luna mentirosa, en 2007, traducido por Laura Martín y Verónica Canales, y antes, en 2006, pese a haber sido escrito con posterioridad, Kaputt mundi, que nos ofreció la misma editorial en traducción de Ana Herrera Ferrer. Como podéis apreciar una política de publicaciones ciertamente caótica, un desorden que no invita -ese ha sido mi caso, al menos- a adentrarse con ganas en los libros del interesante oficial nazi.

Sin embargo, y pese a las apariencias, tal desatino en la aventura editorial de la serie de Pastor -que, como digo, no propiciaría a priori el seguimiento de las peripecias del militar e investigador alemán con un mínimo de coherencia y continuidad- no afecta a su lectura, pues el orden temporal en el que se han escrito los diferentes libros no se ajusta a la propia cronología de la vida del personaje, que se presenta, por el contrario, con continuas vueltas adelante y atrás en el tiempo. Así, la acción de Lumen se desarrolla en Cracovia entre octubre de 1939 y enero de 1940; en Luna mentirosa nos trasladamos a Verona y a los últimos meses de 1943; en Kaputt Mundi la narración se inicia en Roma en enero de 1944 y se prolonga hasta la “reconquista” de la ciudad por las tropas americanas, meses después; Cielo de plomo nos lleva a Ucrania, de nuevo en 1943; y, por último, El camino a Ítaca se desenvuelve en la isla griega en 1941. En su trayectoria profesional vemos a Bora ejercer de capitán, mayor, ayudante de campo de un general, teniente coronel y quién sabe qué otros rangos en las novelas no editadas en España. Las aparentes “lagunas” en la historia del oficial se soslayan en cada libro con constantes alusiones a episodios sucedidos en otras novelas que en ese momento no sólo no habían sido aún publicadas en nuestro país, sino que ni siquiera habían sido escritas por su autora. Ello ocurre, significativamente, con experiencias importantes en la existencia del personaje vividas, al parecer, en España o en Rusia, que en los tres primeros libros aparecen referidas con naturalidad, como si el lector conociera unos hechos que, insisto, supuestamente ocurrieron en unos años no novelados -al menos no todavía- por su autora. En consecuencia, pues, no cabe un consejo razonable en relación al orden en que deberíais leer los libros de la serie. Lo más lógico, pienso, sería tratar cada título como una obra autónoma e independiente y no dar importancia a la coherencia temporal, completando los vacíos con intuición y unas mínimas dosis de sensatez.

Desprovistos de estos rígidos corsés cronológicos, los cinco libros que conocemos de la serie de Martin Bora resultan magníficos y muy interesantes por, al menos, dos razones distintas, correspondientes a los dos planos en que se desenvuelven las obras. Por un lado, la mera intriga derivada del transcurso de las investigaciones criminales, que sin ser apasionante sí interesa por los numerosos frentes que afloran en cada caso, con la implicación de las fuerzas de ocupación alemanas, de los distintos departamentos de la burocracia militar nazi, de los núcleos de las resistencias locales, de la población y las autoridades civiles. Aunque, sobre todo, son la hondura y la penetración psicológicas en el retrato del protagonista principal, la poderosa personalidad del complejo personaje de Martin Bora las que constituyen, a mi juicio, los principales atractivos de las cinco novelas.

En lo que tiene que ver con la primera dimensión a resaltar de la creación literaria de Ben Pastor, su notable adscripción al género negro, al largo elenco de novelas de investigación criminal, hay que señalar que en todos los libros que os presento se plantea, como hilo conductor de los diversos relatos, una trama detectivesca -a veces dos simultáneamente- que el peculiar militar nazi debe resolver mientras la guerra se desenvuelve, furibunda y opresiva, devastadora y sangrienta, cruel e inhumana, muy cerca -a pocos metros, en algún caso- del escenario de los hechos. Sea -en Lumen- el asesinato en Cracovia de una monja a la que se le atribuyen numerosos milagros y que tanto puede haber sido provocado como “padecido” por la resistencia antinazi; sea -en el caso de Luna mentirosa- la muerte de un reconocido fascista en Verona, atribuida presuntamente a su bella y joven mujer; sea -en la historia narrada en Kaputt mundi- el supuesto suicidio de una secretaria de la embajada del Reich en Roma, complicado con el asesinato de un cardenal, cuyo cadáver aparece en la cama con el de una guapa mujer; sean -en Cielo de plomo- las muy sospechosas muertes de dos oficiales soviéticos; sea -por fin- en El camino a Ítaca, la muerte de un diplomático suizo en Creta, a donde el militar viajará para atender un extraño encargo que recibe de sus superiores; en todos estos casos Bora deberá -perspicaz e inteligente, reservado y hermético, concienzudo y responsable- averiguar la verdad última que se esconde tras la oscuridad de estos sucesos, desvelar los intereses ocultos tras ellos e identificar y poner a disposición de la justicia a los verdaderos autores de los crímenes. Y todo ello en un contexto de inestabilidad y confusión, en el que proliferan las intrigas, las maquinaciones, los dobles juegos que involucran -como ya se ha dicho- a los distintos cuerpos militares nazis -que muchas veces compiten entre sí-, a la jerarquía católica, a los grupos políticos que revolotean en unas sociedades desestructuradas por el torbellino de la guerra, a las autoridades de los pueblos ocupados -que titubean entre la obligada colaboración con el invasor y el orgullo y la autoafirmación patrióticos-, a las policías locales (en dos de los libros, Bora contacta, en el curso de sus investigaciones, con el inspector Guidi, un secundario de “construcción” formidable, un tipo sensible y tímido, enamoradizo y romántico -capaz de vulnerar la ley por una mujer, piensa de sí mismo-, que vive amedrentado con una madre castradora e inclemente; un hombre honesto e íntegro en el maremágnum de turbios intereses políticos de la época), y, por supuesto, a los civiles de Polonia, Italia, Ucrania o Grecia -según cual sea el escenario de las respectivas novelas- casi siempre rebeldes y poco colaboradores con la soldadesca y la oficialidad germana. Y es en ese complejo entramado de corrupción y venalidad, de envilecimiento y traición, de egoísmo y depravación, de mezquindad y primarias pasiones a flor de piel asociadas a la probabilidad -a la inminencia- de la muerte que la cercanía del frente impone, donde sobresale la figura del encargado de las investigaciones, nuestro Martin Bora, que resulta un tipo honrado, respetuoso, benévolo y -dentro de lo que cabe, dada la posición que representa en la jerarquía militar nazi- relativamente confiable.

Y con ello entramos en el segundo aspecto remarcable de la serie negra de Ben Pastor: la soberbia creación de un extraordinario personaje literario, el excepcional retrato de un individuo profundo e intenso, dotado de una muy honda y rica personalidad, inteligente y atractiva, con múltiples dimensiones psicológicas y morales, así como muy variadas facetas intelectuales, emotivas y anímicas.

Martin-Heinz Bora, una ideación novelística inspirada en Von Stauffenberg, el hombre que trató de matar a Hitler en la operación Valkiria el 20 de julio de 1944, es, en la serie de Ben Pastor, un joven -veintiséis años recién cumplidos en la primera novela- y brillante militar profesional. Aunque nacido en Edimburgo -inglés por parte de madre, de abuela escocesa-, sus orígenes familiares se sitúan en Leipzig, en un hogar aristocrático, hijo del barón Friedrich von Bora, su difunto padre, un director de orquesta reconocido, e hijastro de un general alemán, el cerdo prusiano de Von Sickingen (aunque de esta “segunda” paternidad, de las vicisitudes amorosas de la vida de su madre, de la previsiblemente enrevesada historia familiar, nada se nos dice en las cinco novelas publicadas, más allá de una mera alusión superficial).

Bora es, dentro de la rigidez militar nazi, un hombre mucho menos elemental y previsible que el resto de sus colegas, con una personalidad menos plana, más poliédrica, más plural, más abierta, más fecunda que la del consabido oficial germano fanatizado y amoral al que nos han acostumbrado el peor cine bélico y algunas insufribles, triviales y maniqueas caricaturas literarias. Apuesto y atractivo, genuinamente católico, muy culto, doctor en filosofía con una tesis titulada El averroísmo latino y la Inquisición, en el curso de sus investigaciones lo vemos frecuentar las obras de García Lorca o Thomas Mann, leer a los clásicos griegos, citar la Ética de Aristóteles o las Meditaciones de Marco Aurelio o mostrar su profundo conocimiento de la música religiosa, de las obras de Schubert o Mozart, autor este último al que interpreta al piano (aunque solo en las primeras novelas, por razones que más adelante desvelaré).

Casado con Benedikta, a la que, por sus obligaciones como militar -la ocupación de Polonia, la guerra en España, un invierno en Stalingrado, diversas campañas en Italia- apenas ve, pasando mucho tiempo -años, a veces- separados, vive consumido por la fidelidad hacia su mujer a la que le obligan sus principios y su amor por ella, y la angustia que le provocan la forzosa separación, la gélida frialdad de “Dikta” en los pocos momentos en que cabe un encuentro entre ellos, y -de manera insoportable- los frustrados intentos por asegurar su descendencia en esas inusuales ocasiones. A la tortura de su espíritu contribuyen también sus propios dramas personales (pierde una mano en el norte de Italia -nunca más el piano-, muere su hermano menor, abatido en su avión en Rusia) y, sobre todo, los íntimos conflictos entre su deber y su lealtad como soldado y las exigencias éticas que sus convicciones, sus creencias y su sensibilidad le imponen. Bora es, como se dice de él en una de las novelas, un hombre marcado exteriormente por sus cicatrices, aunque por dentro no lo estaba menos.

Su personalidad resulta ciertamente compleja y hasta contradictoria, y por ello mismo altamente sugestiva. Hombre rígido, disciplinado (soy un soldado, afirma, justificando su rigor), de inquebrantable autodominio, muy estricto (estaba constreñido por su autocontrol como una herida por un vendaje, presta a sangrar si se retiraban las vendas), exageradamente ansioso en su insatisfecha búsqueda la perfección, vive en consecuencia consumido por la culpa. Nuestro oficial es también joven, impulsivo y demasiado directo, honrado y romántico, sensible y no tan seguro de sí como aparenta, tal y como se dice de él en uno de los libros. Martin Bora es un idealista, obligado sin embargo a cumplir con su deber aunque muchas veces le repugne. Estos rasgos tan disímiles en su carácter son percibidos por quienes le rodean: No suda, no se emborracha y es fiel a su esposa, de la que está separado. Sería aburridísimo si no fuera porque es un hijo de puta en el campo de batalla, y eso que va misa cada domingo, dice, reflejando en pocos trazos algunos de los aspectos esenciales de su alma torturada, uno de sus colegas, uno de los altos cargos de las SS con los que vive una inveterada enemistad. O también: parece arrogante pero es convicción, apasionada e intolerante, algo más misionero que militar, más espiritual que la simple firmeza de carácter. Él mismo es consciente de su íntima tragedia, de su temperamento autodestructivo, de su espíritu profundamente desdichado.

Y además, para “complicar” el retrato de tan atormentado personaje, Ben Pastor nos muestra los conflictos que le suscita su posición ética, los dilemas morales que le asaltan en cada una de las novelas y que contaminan su inteligencia y su sensibilidad de miedo y culpa, de aflicción y dudas, de congoja y dolor. Hay numerosos momentos y situaciones en los que el comportamiento del alto oficial hace dudar de su ortodoxia política, tanto en cuestiones meramente formales -jamás utiliza los términos Duce o Führer, negándose a aceptar la absurda e inmoral jerarquía que conllevan; no confraterniza con sus camaradas más obtusos e intolerantes, despreciando incluso a los exaltados y primarios jerarcas nazis; no duda en intentar soslayar o incluso en enfrentarse a las arbitrarias órdenes de sus compañeros de milicia- como, sobre todo, en importantes decisiones de fondo, sustanciales. En cinco de sus últimos siete años como militar había faltado a su juramento como soldado, piensa, algo angustiado, de sí mismo. Y es que Bora, de manera discreta y casi inapreciable, maniobra para denunciar los excesos cometidos por su ejército, paralizar actuaciones “demasiado” inhumanas (y en este matiz, en esta ponderación, en este “demasiado”, reside parte de la atracción que genera la dual y algo esquizofrénica personalidad del militar), o, incluso, impedir el cumplimiento de algunos de los más crueles mandatos de sus superiores. Así, en el curso de los acontecimientos de los que se da cuenta en los diversos libros, lo vemos repudiar los excesos de sus colegas en una oscura acción en la que los SS ahorcan a unos campesinos ucranianos, o rebelarse ante el impune e innecesario fusilamiento -¿cabría hablar de alguno “necesario”?- de inocentes granjeros polacos, o entregar a sus superiores escritos en los que se ponen de manifiesto las vejaciones que cometen los miembros de la Gestapo o de las SS, o proporcionar a las autoridades vaticanas listas de judíos que van a ser represaliados para que la curia romana pueda salvarlos, o, como podréis apreciar en el fragmento que os ofrezco como cierre de esta reseña, salvar a numerosos judíos enviados al exterminio con un subterfugio “técnico” -una supuesta avería del camión en que se les traslada-, facilitando su huída e impidiendo su posterior captura.

Tal comportamiento provoca, como resulta evidente, la animadversión y el odio mutuo de los responsables y oficiales de las organizaciones militares y policiales nazis, que no dudan en amenazarlo (La Gestapo puede abrirle un expediente en veinticuatro horas) pese a saberlo relativamente protegido por su genealogía aristocrática, tal y como también puede constatarse en el significativo texto final.

Bora es testigo -aunque, muchas veces, también disciplinada causa directa- del horror que la asesina política nacionalsindicalista causa por doquier: Ah, lo que había visto, lo que había visto y llevado consigo durante todos esos años: las largas fosas abiertas en el este, con las víctimas preparadas para caer en ellas; las iglesias y los pueblos incendiados, de los que surgía, como de un festín incestuoso y corrompido, el hedor de la carne humana quemada… Moscas azules que asediaban los cadáveres; cadáveres y más cadáveres que mancillaban la primavera e infectaban el aire estival y en invierno se quedaban rígidos por su propia sangre congelada como en un crujiente manto de eternidad. Cómo había atravesado siguiendo las huellas de las SS, sin culpa alguna y sin embargo atormentado por los remordimientos, las regiones Judenfrei, donde durante semanas la sangre se había podrido en los cadáveres hinchados. Al darles la vuelta el nauseabundo olor a sangre putrefacta se elevaba del líquido espeso y negro que rezumaba de la boca y la nariz, y que la primera vez hizo que se tambaleara, a punto de perder el conocimiento. Y es ese conocimiento de las matanzas, de las salvajes masacres, de la aniquilación programada, de la “industrializada” barbarie, junto a la descarnada conciencia de su propia e inevitable, aunque mitigada, complicidad en su perpetración y el rechazo visceral, intelectual y moral que tales acciones le provocan, el que aviva sus dudas y acrecienta su sensación de culpa, de pecado: El bien y el mal, el honor y el deshonor... no son más que palabras, palabras vagas para mí hasta que consiga volver a ponerlos en orden. Nadie puede hacerlo por mí y me da miedo, me da miedo tener que elegir. Tener que decantarme por uno de los términos opuestos cuando son tan vagos y tener que seguir adelante sin saber si he hecho bien, si mi elección fue sabia, cuando ya ni siquiera distingo los perfiles de la sabiduría. Se ha vaciado ante mis propios ojos el gran recipiente de sabiduría al que aspiraba; me engañaba a mí mismo repitiéndome que iba a conseguirlo o que ya había logrado llenar una pequeña parte. Está vacío. Está vacío. (...) Al mundo se le ha caído la máscara (...) y detrás no hay rostro alguno. Siento enfermo el corazón.

En fin, no hay tiempo para detenerse en más detalles de la afligida existencia de Martin Bora, ni en sus muy tempestuosas honradez e integridad, ni en las interesantes investigaciones que encara en una serie de novelas que, pese a la delirante política editorial que hasta ahora ha guiado su publicación, esperamos ver traducidas de modo completo y coherente en los próximos meses.

Mientras tanto, y como complemento musical de mi reseña, una pieza de Zarah Leander, la gran estrella femenina de la Alemania nazi a la que se cita en alguno de los títulos de Ben Pastor. Davon Geht Die Welt Nicht Unter, suena también en Malditos bastardos, la película de Tarantino.



Lasser ya no estaba en su despacho de la segunda planta del cuartel general de las SS, pero su lugar lo ocupaba el anónimo Standartenführer de la cicatriz en el labio.

El hombre lo llamó cuando pasó por delante.

—Aquí tengo su informe, mayor —le anunció sin cerrar la puerta. Bora se dispuso a responder, pero el otro lo interrumpió con rudeza—. No malgaste saliva. Ya sabemos que es usted muy elocuente y que nunca seremos capaces de superarlo en ese terreno, pero ahora no estamos en clase de Filosofía.

Bora se volvió temerario.

—Si ésa es su valoración, espero que no le importe si me voy, tengo mucho que hacer y los cumplidos sobre mi elocuencia no son más que una pérdida de tiempo para ambos. Con respecto al incidente, debería quejarse a las autoridades italianas. Según el artículo siete, ellos eran en última instancia los encargados del transporte y, por tanto, los responsables.

El oficial SS no apartó la mirada de la carpeta que llevaba en la mano. —Usted es Martin-Heinz Bora, recientemente destinado al Sur, y con anterioridad al Este, Tercer Cuerpo del Ejército, ¿verdad?

—Así es.

—Y su zona asignada ¿no se encontraba dentro del radio de operaciones del Einsatzgruppe B en el cuarenta y uno?

—Espero que así fuera. Si no recuerdo mal, el Einsatzgruppe B se extendía desde el norte de Tula hasta el sur de Kursk. Resultaba difícil no caer dentro de su radio.

—¿Le recuerda algo el nombre de Rudnja?

Bora recuperó la suficiente prudencia para no hacer ningún comentario.

—Es el nombre de una localidad —respondió.

—Cercana a Smolensko, ¿no?

—Sí, en efecto. Supongo que no lo pregunta para poner a prueba mi dominio de la geografía soviética.

—Ni mucho menos. Llevo encima una copia del Informe del Estado de Operaciones en la Unión Soviética, número ciento cuarenta y ocho, de fecha diecinueve de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno. Hace referencia a la ejecución de cincuenta y dos judíos.

—Entonces no debe de referirse a Rudnja. Allí murieron diez veces más. Esos otros cincuenta y dos fueron capturados en Gomel y ejecutados por hacerse pasar por rusos.

—No fue gracias a usted, mayor.

Era asombroso que alguien sudara en esa habitación gélida.

—No entraba en mis funciones la de ayudar al Einsantzgruppe. Parecían arreglárselas bien solos —se defendió Bora.

—¿No es verdad que le pidieron explicaciones por haberse negado a prestar apoyo militar a las operaciones de las unidades especiales de Rudnja y Gomel?

—No; yo estaba en plena batalla cuando llegaron ambas peticiones; cuando alcancé el campo base, ya habían llevado a cabo las operaciones.

—Pero usted no combatió en Shumjachi.

—No. En Shumjachi me negué, acogiéndome al párrafo cuarenta y siete uno b del Código Penal Militar. Lo hice por motivos relacionados con la moral de mis hombres: la mitad tenían hijos, y una afección cutánea no parecía justificar el fusilamiento del pabellón de pediatría.

—Usted no está cualificado para juzgar las condiciones de salud de nadie.

—Pero sí para juzgar la moral de la tropa.

Era evidente que aquella carpeta contenía mucho más que el informe del incidente del 1 de diciembre. Desde su posición, Bora no podía distinguir los otros documentos, pero aparentaban informes mecanografiados del Departamento Militar de Crímenes de Guerra, como los que él mismo había redactado y firmado.

Al apretar los labios, la cicatriz del SS se tensaba.

—En su informe puede decir lo que quiera, Bora, pero le diré lo que pienso yo: creo que no ha hecho nada para evitar la huida de los judíos ni para garantizar su captura. Por culpa de la precariedad de los medios italianos, no puedo demostrar que usted manipulara el camión, pero sé que alguien había aflojado una tuerca de la rótula del extremo de la barra de dirección. Eligió la peor ruta y dispuso que el traslado se realizase en plena noche. Además, creo que se alió con el clero local al punto de simular el arresto de un sacerdote para que los guiara hasta lugares cuyo acceso nos estuviera vedado. Eso encaja con los informes que hemos recibido del Este acerca de usted, donde su cerebro militar de repente dejaba de funcionar cuando se trataba de judíos. En el puesto de mando de Lago, el campo estaba lleno de madrigueras donde se escondían, y ahora, en cambio, no hay ni una. Alguien los puso sobre aviso ante sus narices, mayor. Me parecen demasiadas coincidencias. Si no tuviera los amigos que sé que tiene, consideraría que está de parte de los judíos.

Al igual que cuando se encontró en la mesa de la sala de urgencias, Bora pensó que era inútil angustiarse.

—No me gusta lo que insinúa —respondió en tono airado.

—Me importa un carajo que le guste o no, aristócrata bocazas. Si no fuera por sus buenas relaciones, haría tiempo que le habríamos dado una lección. Quiero que sepa que voy a ocuparme personalmente de que sus amigos dejen de protegerlo. Ya veremos cuánto le dura entonces la racha de suerte.

PD.- Las emisiones de Todos los libros un libro se acomodan al calendario lectivo de la Universidad de Salamanca. En consecuencia, ni en festivos ni en vacaciones ni fuera de los períodos escolares se radian los programas. En días como hoy, pues, me limitaré a dejar aquí mi reseña escrita. La incorporación al blog de los podcast de las distintas emisiones se reanudará la semana próxima.

1 comentario:

Paula dijo...

Excelente crítica! Es una serie extraordinaria.