Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de diciembre de 2017

JANE AUSTEN. EMMA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Esta tarde, con el año 2017 languideciendo, no quiero desperdiciar la ocasión de reincidir en un consejo de lectura que ya os hice -desde otro enfoque- hace unos meses, aprovechando entonces la conmemoración del bicentenario de la muerte de Jane Austen, la excepcional escritora británica. El pasado mes de julio os presenté aquí mi reseña de Orgullo y prejuicio y os hablaba también de otras novelas de la inglesa -Juicio y sentimiento, Mansfield Park-; una reseña -en la que os invitaba igualmente a ver algunas de las películas y series basadas en su espléndida obra- que podéis recuperar ahora en el blog del programa. Desde entonces he tenido una nueva -y muy interesante- ocasión de acercarme a la figura de Jane Austen, razón por la que me decido a volver a hablaros de ella, en este caso proponiéndoos otra de sus novelas mayores, Emma.

Hace unas semanas realicé un breve pero intenso viaje literario -llamémosle así- que quiero recomendaros y que me llevó durante cuatro días a recorrer parte de los escenarios principales de la vida de la escritora. Un pequeño grupo de “devotos austenianos” -y creo que no exagero con el término- visitamos la bellísima ciudad de Bath, en donde se ubican varias de las casas en las que vivió Jane con su familia; también Chawton, el encantador pueblito que alberga la que fue su residencia en los últimos ocho años de su existencia y en cuyo precioso cementerio se hallan las tumbas de su madre y su amada hermana Cassandra; y por último Winchester, a donde fue trasladada en las semanas postreras de la enfermedad que acabaría con su vida y en cuya impresionante catedral están enterrados sus restos. En el apasionante periplo pude entrar en algunas de sus viviendas, pasear por las dependencias que la acogieron, observar detenidamente sus pertenencias, las plumas, los cuadernos, los libros, los muebles, las ropas, los objetos de uso cotidiano, los diversos enseres, contemplar sus retratos, ojear sus manuscritos, deambular por los apacibles jardines que ella misma frecuentó, conocer su entorno más inmediato -calles, plazas, tiendas, casas de té, salones de baile-, recrear las condiciones de su vida y empaparme, en fin, de su intimista y sensible universo. Liderado por Espido Freire, autora de un libro, Querida Jane, querida Charlotte, en el que se acerca a la biografía y la obra de Jane Austen y Charlotte Brönte, el grupo se “entretenía” cada noche en unas apacibles y muy jugosas veladas en las que, al término de las andanzas del día, se diseccionaban los libros de la protagonista y motivo principal de la “excursión”.

Estimulado por la experiencia, pues, y con la doble excusa del cierre del año del bicentenario y de las propuestas viajeras a las que lleva entregándose Todos los libros un libro en estas jornadas pre-vacacionales, aprovecho la ocasión para, además de persuadiros de la conveniencia de visitar los lugares mencionados -una experiencia difícilmente olvidable-, invitaros a leer Emma, una estupenda novela, objeto también de varias traslaciones cinematográficas. (Por cierto, y en relación con la dimensión literaria de ese reciente recorrido, en él he conocido -además de los “lugares” de Jane Austen- otros dos enclaves que han sido escenario de otras tantas formidables novelas: Stonehenge, el imponente monumento megalítico del siglo XX antes de Cristo, que aparece en las escenas finales de Tess de los d’Urberville, la magistral novela de Thomas Hardy de la que os hablaré aquí dentro de unos meses, y las termas de Bath, marco en el que se desenvuelve Un cadáver en los baños, la décimo tercera entrega de la serie de veinte protagonizada por la genial creación de Lindsey Davis, Marco Didio Falco, el inteligente y divertido investigador de la Roma del siglo primero de nuestra era, a cuya figura ya dediqué una emisión en nuestro espacio hace varios años, y sobre el que os prometo volver, indirectamente, a partir del nuevo personaje de la Davis, Flavia Albia, hija adoptada de Falco y protagonista de otra serie que cuenta hasta ahora con cinco novelas).

La versión de Emma cuya lectura quiero aconsejaros ahora es la publicada por Alba Editorial en 2010, en la muy atractiva colección Alba Maior que dirige Luis Magrinyà. El libro, que aparece en estupenda traducción de Sergio Pitol, con los sugestivos dibujos de Hugh Thompson recogidos de la edición de 1896 y con una original portada que muestra algunas cartas diseñadas por Matthias Backofen en el siglo XVIII, se puede encontrar también en otros sellos de reconocido prestigio en nuestro país. A destacar las publicaciones de Alianza Editorial, con traducción de José Luis López Muñoz, y la de Penguin, trasladada al castellano por José María Valverde. Esta última edición presenta un erudito y sin embargo interesante prólogo, que no deberíais perderos, a cargo de Fiona Stafford, catedrática de lengua y literatura inglesa en la Universidad de Oxford.

Aparecida en 1816 de forma anónima (“por el autor de Orgullo y prejuicio”) en una edición en tres volúmenes según la tradición de la época, Emma fue la última obra de Jane Austen publicada en vida. Tras su muerte aún verían la luz La abadía de Northanger y Persuasión, también interesantes aunque no tanto como sus obras mayores, las mencionadas Orgullo y prejuicio, Juicio y sentimiento, Mansfield Park y la que hoy os comento, esta Emma que, aunque pertenece sin duda al territorio literario de la autora y participa de su atmósfera más reconocible, presenta, sin embargo, algunas sustanciales diferencias que paso a comentaros.

Por de pronto, y en el terreno de las similitudes con el resto de los títulos de Jane Austen, en Emma están sus temas recurrentes, de manera singular el del matrimonio (aunque aquí en menor medida que en otros textos), y también las muestras reveladoras de los principales rasgos que caracterizan su época, los rituales y los valores, los principios y las pautas de comportamiento de la sociedad de su tiempo. En el mismo sentido, en la novela -como ocurre en las demás citadas- tienen una muy notoria presencia, expresa pero también indirecta y latente, las costumbres sociales, las diferencias de clases, los hábitos cotidianos de la aristocracia rural británica, reflejadas en la descripción de las propiedades y las mansiones, y perceptibles también en las diversiones y el ocio, las charadas y los chismes, los juegos de cartas, las visitas entre familias, las misivas y los mensajes, las invitaciones y los almuerzos, las formalidades, las ceremonias y los protocolos, los bailes y los paseos por una naturaleza, la de la campiña inglesa, de una poderosa presencia. En estos escenarios de fidedigno realismo afloran las ilusiones y los afanes, las emociones y las dudas, las esperanzas y los titubeos de sus protagonistas, presentados todos -incluso los numerosos secundarios- con una excepcional fuerza de penetración psicológica “marca de la casa” en la autora de Hampshire.

Con este mismo marco de referencias, Emma, sin embargo, se escapa al prototipo de las restantes heroínas “austenianas”. Y es que la joven señorita Woodhouse, inteligente, bella y rica, con un hogar cómodo y una predisposición a la felicidad, tal y como se la describe en el conocido comienzo del libro (un fragmento inicial que os dejo al término de esta reseña), no busca marido desesperadamente, y ello marca una nota distintiva fundamental con el mundo de Lizzie Bennett o Marianne Dashwood, protagonistas de Orgullo y prejuicio y Juicio y sentimiento respectivamente. Emma no tiene problemas de dinero, es económicamente independiente (o tan sólo dependiente de un padre mayor de cuyo patrimonio será heredera) y no se ve urgida, pues, por especiales preocupaciones materiales (había pasado casi veinte años en este mundo sin conocer grandes trastornos ni padecimientos). El matrimonio, que para tantas mujeres de la época era, fundamentalmente, la solución a un problema económico, le parece, por lo tanto, una cuestión irrelevante.

La ausencia de anhelos matrimoniales y una inusitada soledad consecuencia de la muerte de la madre y de la boda y consiguiente alejamiento del hogar familiar de su institutriz y amiga -la generosa señorita Taylor- parecen condenarla a una apacible y tediosa existencia en la que la sola compañía de su anciano padre no puede paliar el inmenso aburrimiento de su vida por lo demás perfecta. Y es entonces -y es por ello- cuando la inocente joven se entregará a la “apasionante” tarea de “arreglarle la biografía” a su nueva reciente amiga, la humilde, sencilla y poco agraciada -en todos los sentidos- Harriet Smith, desatendiendo las advertencias de su cuñado, el serio, inteligente, ponderado y muy racional señor Knightley.

A partir de estos acontecimientos iniciales, la novela entera es una sucesión de los muchos despropósitos en los que incurre esta en el fondo entrañable antiheroína, pues fuertemente imaginativa como es, influida por sus casi siempre absurdas ideas preconcebidas, por su irracional buenismo, por su torpeza y falta de intuición, Emma mete la pata de continuo, se confunde constantemente y no para de proporcionar consejos sentimentales que acabarán por revelarse a cual más errado. Estamos, por tanto, en cierto modo, ante una novela de corte humorístico, en la que la impericia, la desmaña de su personaje principal no dejan de provocar desconcierto y confusión que, aun siendo sombríos y hasta dolorosos en su origen, se resuelven en muy benévolos enredos y en leves y embarazosos malentendidos, en un final que, obviamente, no voy a desvelar.

En las novelas de Jane Austen siempre conocemos a los personajes -y nos hacemos una idea de ellos- a través de la mirada de la protagonista, pero en el caso de Emma este recurso resulta especialmente notorio, pues son muchos los que sólo se describen “por alusiones”, por decirlo así. Además, aquí el “fenómeno” es singularmente chocante porque, llevado de la mano por la errónea percepción de la joven, la impresión que el lector se hace de sus “compañeros de reparto” es a menudo desacertada, pues cuando Emma analiza o juzga o infiere o deduce se equivoca inevitablemente, yendo de error en error, casi siempre descaminada y confundida (en unos cambios de perspectiva que tienen un correlato en el estilo elegido, pues el relato en tercera persona cambia una vez tras otra con la constante irrupción de un estilo libre indirecto, a través de diálogos, cartas, citas o referencias literarias). Con el paso del tiempo y la reiteración en sus desacertadas apreciaciones, Emma se nos muestra cada vez más apesadumbrada y perpleja, más contrita y abrumada. Con una vanidad increíble, había creído estar en el secreto de los sentimientos de los demás; con arrogancia imperdonable, se había propuesto arreglar el destino de todos. Y no había habido caso en que no se hubiera equivocado. Además, había sido dañina: había hecho daño a Harriet, a sí misma y, según temía, al señor Knightley, termina por reconocer. Y todavía, aún más categórica: Me temo -se dijo- que tengo muy poco que ver con el buen juicio. O esta afligida confesión final: Tenía la impresión de haber arriesgado la felicidad de su amiga por motivos del todo inconsistentes.

En la película dirigida en 1996 por Douglas MacGrath y protagonizada por una jovencísima Gwyneth Paltrow, con Ewan McGregor, Tony Collette, Greta Scacchi y Jeremy Northam, un elenco que constituye sin duda un insuperable error de casting, apenas queda rastro de los muchos motivos de interés de la obra en que se inspira. La complejidad estructural de la novela se diluye en una rápida sucesión de escenas encadenadas que impide disfrutar de la profundidad de los caracteres dibujados en el libro. Se trata, tan sólo, de un digno entretenimiento, una comedia frívola y algo insustancial, hecha de enredos y cotilleos, que no se salva ni por la presencia luminosa de su actriz principal.

En fin, no hay ya tiempo para más. Espero que mi doble recomendación de hoy, la de viajar a Bath y recorrer la geografía de Jane Austen en los condados de Somerset y, sobre todo, Hampshire, y, claro está, la de leer sus excepcionales novelas, en particular esta entrañable Emma de la que hoy os he hablado, os pueda interesar. Como cierre musical a mi comentario os dejo con una pieza incluida en la película referida, Silent worship, una adaptación, hecha en 1928 por Arthur Somervell, del aria Non lo dirò col labbro de la ópera Tolomeo compuesta por Handel en 1728. La interpretación es de Gwyneth Paltrow y Ewan McGregor que la cantan a dúo en la cinta.



Inteligente, bella y rica, con un hogar cómodo y una predisposición a la felicidad, Emma Woodhouse parecía reunir algunos de los bienes más preciosos de la existencia; y, en realidad, había pasado casi veinte años en este mundo sin conocer grandes trastornos ni padecimientos.

Era la menor de las dos hijas de un padre afectuoso e indulgente, y desde muy pequeña, a raíz del matrimonio de su hermana, reinaba en la casa como ama y señora absoluta. Su madre había muerto hacía ya demasiado tiempo para que le quedara más que un vago recuerdo de sus caricias, y su lugar había sido ocupado por una excelente mujer, su institutriz, quien por el afecto que le brindaba era casi como una madre.

La señorita Taylor había pasado dieciséis años en casa de la familia del señor Woodhouse, menos como institutriz que como amiga, muy encariñada ambas hermanas, sobre todo con Emma. Existía entre ellas una intimidad fraternal. Aun antes de que abandonara el cargo de institutriz, la dulzura de su carácter le había impedido imponer una disciplina rígida, y más tarde, desvanecida cualquier sombra de autoridad, habían vivido juntas como amigas devotas. Emma hacía lo que se le antojaba y, aunque estimaba en mucho el juicio de la señorita Taylor, se guiaba predominantemente por el propio.

En realidad, los verdaderos males, en el caso de Emma, eran la posibilidad de actuar demasiado a su arbitrio personal y cierta tendencia a pensar demasiado bien de sí misma; estas imperfecciones amenazaban turbar sus muchos placeres. Sin embargo, el peligro era tan poco advertido que de ninguna manera se podía decir que la felicidad de Emma estuviera amenazada.

Un pesar se presentó -un dulce pesar-, aunque no del todo en forma de sensaciones desagradables: la señorita Taylor contrajo matrimonio. La pérdida de la señorita Taylor le ocasionó el primer dolor de su vida, y fue el día de la boda de aquella amiga querida cuando Emma se sintió por primera vez asaltada por sentimientos sombríos. Una vez celebrada la boda y después de haberse marchado los cónyuges, su padre y ella reunieron para almorzar, sin la perspectiva de una tercera persona que alegrara la velada. Después de la comida, el padre se retiró, como era su costumbre, a sus habitaciones y a ella no le quedó sino sentarse a meditar en lo que había perdido.

Aquel acontecimiento ofrecía a su amiga todas las promesas de felicidad. El señor Weston era un hombre de carácter intachable, fortuna regular, edad adecuada y modales agradables; y Emma experimentaba cierta satisfacción al reflexionar en el desinterés, en la generosa amistad con que siempre había deseado y favorecido aquel enlace; sin embargo, aquel fue un día negro para ella: la ausencia de la señorita Taylor se haría sentir de un modo mayor cada nuevo día. Emma recordaba su antigua bondad, -su afecto de dieciséis años- y cómo, desde que tenía cinco años, le había impartido lecciones y jugado con ella, cómo había hecho todos los esfuerzos imaginables para divertirla y entretenerla, cuando estaba bien de salud, y cómo la había asistido en las distintas enfermedades de la infancia. Había en aquella relación una gran deuda de gratitud: pero el recuerdo más querido y más tierno era el de la amistad de los últimos siete años, la vida en común en una relación de igualdad y sin reservas que siguió al matrimonio de Isabella. La señorita Taylor había sido una amiga y compañera como muy pocas se encuentran en la vida, inteligente, bien informada, servicial, amable, conocedora de todos los hábitos familiares, preocupada por todos sus problemas y especialmente atenta a su alegría, a sus proyectos; una amiga a quien se le podían confiar todos los pensamientos tan pronto como éstos nacían, y que tenía por ella tanto afecto que nunca podía encontrarle la menor falta.

¿Cómo iba a poder soportar el cambio? Era cierto que su amiga se establecería a menos de un kilómetro de distancia; pero Emma podía darse perfectamente cuenta de que existía una gran diferencia entre una señora Weston a menos de un kilómetro de distancia y una señorita Taylor en casa; y a pesar de todos sus privilegios naturales y domésticos, la joven corría el riesgo de sufrir de soledad intelectual. Amaba tiernamente a su padre, pero éste no era suficiente compañía para ella, y, en la conversación, seria o jocosa, no tenía la posibilidad de estar a su altura.



Jane Austen. Emma

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