Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de abril de 2018

PHILIPPE SANDS. CALLE ESTE-OESTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos de nuevo a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy os recibe, al inicio del trimestre final del curso, con una propuesta muy interesante, un libro magnífico, un ensayo apasionante que enlaza, en su “escenario” último, con el que os presenté inmediatamente antes de las vacaciones.

Y es que si en Una librería en Berlín era la presencia del nazismo la que impregnaba la trama entera de la huida de su autora y personaje principal, Françoise Frenkel, del horror sembrado por Hitler en media Europa antes y durante la Segunda guerra mundial, en este Calle Este-Oeste que os traigo hoy, el exhaustivo, riguroso y, a la vez, palpitante estudio de Philippe Sands que publicó en 2017 la editorial Anagrama, son también los orígenes, el desarrollo y, sobre todo, las consecuencias del trágico delirio nazi los que protagonizan un libro, como digo, deslumbrante y de lectura arrebatadora. En traducción de Francisco J. Ramos Mesa, la obra se presenta con un subtítulo muy claro y explícito y, por ello, revelador del contenido que nos encontraremos en sus cerca de seiscientas páginas: Sobre los orígenes de "genocidio" y "crímenes contra la humanidad".

Es cierto que una rúbrica de este cariz parece evocar de modo evidente el mundo académico y hacer pensar al lector que se halla ante una publicación teórica, de índole científica, un denso texto doctrinal de análisis jurídico, una suerte de aburrida tesis doctoral o de abstruso trabajo de investigación, poblado, además, de notas a pie de página y fundamentado en infinidad de referencias bibliográficas. Y es verdad que son cientos las citas que salpican el relato y decenas los libros que se mencionan en un apartado final de fuentes, pero -y siento recurrir a una expresión tan manida, aunque a la vez tan esclarecedora- Calle Este-Oeste se lee con idénticos gozo, fruición y placer con los que avanzamos por la novela más excitante, pues su escritura es fluida y llena de brío, y la historia que narra -más allá de las disquisiciones teóricas que, en efecto, permean todo el texto y que resultan, también, absorbentes- es conmovedora, llena de peripecias, rezumando emoción y humanidad, mostrando con intensidad y sentimiento -entre las muy precisas argumentaciones jurídicas e históricas- las vidas de unos seres que padecieron la barbarie desencadenada por el Tercer Reich. Además, el planteamiento y la estructura elegidos por Philippe Sands para dar cuenta de los hechos que narra y para organizar la información que nos presenta tienen mucho de novela detectivesca, aportando ingredientes de thriller y siguiendo algunas pautas del género de indagación criminal, graduando la acción con maestría, ofreciendo rasgos de intriga, alternando los tiempos y los escenarios para incrementar el misterio, dejando “flecos” por doquier, elementos incompletos necesitados de desarrollo posterior que incrementan la expectación del lector y le hacen continuar la lectura simultáneamente interesado y conmovido, atento y entusiasmado, emocionado y, pese a la dureza de los sucesos referidos, feliz, con esa exaltada felicidad que es, a mi juicio, el más evidente efecto -y el más noble- que produce la mejor literatura.

Philippe Sands es profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres y abogado. En esa doble condición ha desempeñado un importante papel en juicios internacionales celebrados en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, y en su experiencia profesional se ha involucrado en los casos de Pinochet, la guerra de Yugoslavia, el genocidio de Ruanda, la invasión de Irak y el espinoso asunto de Guantánamo. Es autor de un par de ensayos sobre la guerra de Irak y sobre el uso de la tortura por parte de la administración Bush. Colabora también, siempre en el ámbito de su especialidad, con cadenas de televisión, revistas y periódicos británicos y norteamericanos.

Esta cualidad de experto en los complicados entresijos de la justicia internacional constituye el desencadenante de la obra que ahora os presento. Invitado en 2014 por la facultad de derecho de la universidad de la hoy ucraniana ciudad de Lviv para dar una conferencia sobre las materias objeto de su especialización -los crímenes contra la humanidad y el genocidio-, Sands, que desde años antes se había interesado por el juicio de Núremberg, en el que tras el fin de la guerra se juzgó a los criminales nazis, encuentra en la pequeña ciudad de historia convulsa el nudo que enlaza algunas de sus principales preocupaciones, tanto profesionales -la consecuencias del juicio y de las condenas a los jerarcas del Reich y sus repercusiones en el Derecho internacional- como personales -las tristes peripecias vividas por su familia judía a lo largo de la primera mitad del siglo-. A partir de esos diversos ejes que confluyen en Lviv, se lanzará a una minuciosa investigación que girará sobre cuatro personajes principales: el ministro de Hitler, Hans Frank, juzgado en Núremberg, abogado y perpetrador de la inicua normativa que dio sustento “legal” a la aniquilación de los judíos, de la que él mismo fue despiadado ejecutor como gobernador de Polonia y, por tanto, responsable de la depuración étnica en los, así llamados, Territorios Ocupados; Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional, la mente jurídica internacional más preclara del siglo XX, “creador” de la noción de “crímenes contra la humanidad” y padre del actual movimiento pro derechos humanos; Rafael Lemkin, también abogado, además de fiscal, judío como Lauterpacht, e introductor en el corpus jurídico ya universal -en apasionante “carrera” con su colega y rival- de la doctrina sobre el genocidio, igualmente decisiva en la configuración de la justicia internacional de nuestros días; y, last but not least, Leon Buchholz, abuelo del autor, apenas el único sobreviviente de una amplia familia judía masacrada, erradicada casi en su totalidad, en pogromos y campos de exterminio, en inhumanos traslados, en salvajes ejecuciones, en siniestras cámaras de gas. Los cuatro, casi coetáneos -nacidos entre 1897 y 1904-, coinciden en Lviv (Buchholz nacido allí; Lauterpacht, en Żółkiew, a escasos kilómetros; Lemkin, residente en el pueblo desde muy joven; y Frank, en tanto gobernador de la zona, visitante del lugar por motivos “profesionales”), que se constituye así, y no sólo por estas razones más o menos azarosas, en el quinto gran protagonista del libro.

Porque la pequeña ciudad de Lviv, situada en el mismo corazón de Europa, resulta un ejemplo paradigmático del trágico destino que ha acompañado al continente en los peores momentos de su historia. Conocida indistintamente como Lemberg, Lviv, Lvov y Lwów, perteneciente, en distintas épocas, al imperio austrohúngaro, a la Polonia independizada poco después de la Primera Guerra Mundial, a la Unión Soviética que la ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi en 1941 y, por fin, tras la “reconquista” soviética, a la actual Ucrania, de la que forma parte en nuestros días, sus calles, sus edificios, también -por desgracia- sus habitantes, sufrieron, una tras otra, todas las desgracias a las que un siglo terrible, con dos devastadoras guerras de por medio, abocó a la humanidad. Así, la historia de la ciudad se constituye, en definitiva, en una representación a pequeña escala de la de todo el continente. Y esta Lviv, y la vecina Żółkiew, y tantas otras cercanas poblaciones judías parecidas, en las que coinciden las existencias de las familias de los personajes principales, se acomodan a unas estructuras urbanas similares, descritas en la cita de Joseph Roth con la que se abre el libro y que, además, con enorme potencia metafórica, le da nombre: La pequeña población se halla en medio de una gran llanura [...]. Comienza con pequeñas chozas y termina con ellas. Al poco las chozas son reemplazadas por casas. Empiezan las calles. Una discurre de norte a sur; la otra, de este a oeste.

Calle Este-Oeste se presenta así como una indagación, que tiene, como he dicho, algo de detectivesco, en tres frentes que se imbrican e interrelacionan, que se mezclan e intercalan: el “buceo” en las biografías de los cuatro personajes y de su pasos dentro y fuera de su ciudad común, en una pesquisa palpitante y narrada con una capacidad de atracción irresistible; la descripción -con precisión y fidelidad de sobrecogedora crónica periodística- de las sesiones del juicio de Núremberg, en la ya histórica sala 600 de su Palacio de Justicia, que representa una nueva convergencia -junto a la de la ciudad que los vincula- entre los protagonistas principales: en él, Frank será condenado y, tras la sentencia, ejecutado en la horca, Lauterpacht y Lemkin participarán, en distinta medida, con sus aportaciones teóricas, mientras que Leon estará presente a través de su nieto, este Philippe Sands que años después, estudiará con detalle el proceso y escribirá su libro; y, por último, la exposición de los aspectos jurídicos de la génesis, la evolución y la general aceptación de los dos novedosos y “revolucionarios” conceptos -genocidio y crímenes contra la humanidad- cuya construcción tiene lugar en esos días y que se utilizarán por primera vez frente a los asesinos responsables nazis, para integrar desde entonces un ordenamiento legal internacional -en particular la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948- al que se han acogido hoy día la mayor parte de los estados desarrollados.

Esas tres vertientes del libro -que el propio autor no duda en calificar de proyecto literario, eliminando así cualquier disquisición sobre su naturaleza: literatura al fin, al margen de su género- se articulan en un cuerpo central hecho de cuatro grandes capítulos -uno por protagonista- que se alternan y completan con otros menores en los que Sands da cuenta, en un permanente juego hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, de los pasos de su investigación, de sus viajes, de sus entrevistas con otros personajes secundarios (sobrecogedoras -y sorprendentes- las “apariciones” de Niklas Frank, hijo del criminal), de sus visitas a bibliotecas y archivos, todo ello con muestras, que se “espolvorean” con intención y acierto por el texto, de mapas, fotos, pasaportes, visados y otros documentos, los cuales, junto a la ya mencionada base “profesoral” -las bien nutridas secciones finales de agradecimientos, fuentes y notas, y el completo índice analítico-, complementan, con su inequívoca carga de “realidad” comprobada, los aspectos más “novelescos” y por tanto susceptibles -quizá- de ser puestos en duda si se entendieran como una mera ficción literaria.

De todas estas relevantes facetas del libro, me interesan especialmente dos, las que podríamos llamar “humana” y “jurídica”. Desde el primero de los dos puntos de vista, Calle Este-Oeste sobrecoge en tanto que el detallado recorrido por la historia íntima, personal y familiar de los personajes nos muestra retazos de su vida auténtica, de sus afanes, de sus luchas, de sus preocupaciones, de sus esperanzas, también de sus miserias, sus contradicciones o sus cobardías. Sands reconstruye sus antecedentes familiares, rastrea -llegando a visitar- sus domicilios, los negocios que los sustentaron, da cuenta de sus oficios, de las vicisitudes de sus vidas cotidianas, y, claro está, levanta acta de las persecuciones, de la diáspora, de la dispersión, de las huidas, de los exilios, también del infortunio, de las deportaciones, de las muertes, de la aniquilación casi total de muchas de estas pequeñas poblaciones judías centroeuropeas y con ellas de sus habitantes. Y, de continuo, el lector se ve embargado por la emoción que transmiten esos seres desgraciados sometidos a un insoportable sufrimiento.

La batalla de ideas entre Lauterpacht y Lemkin por introducir y hacer prevalecer en el derecho internacional las figuras jurídicas de las que son creadores, respectivamente “crímenes contra la humanidad” y “genocidio”, es también fascinante, por el apasionamiento -no exento de egocentrismo- de ambos contendientes y por las importantes repercusiones que ambas categorías acabarían teniendo en las décadas posteriores y hasta nuestros días actuales. Para entender lo destacado de sus aportaciones hay que partir de la base de que, hasta esos años, el derecho internacional estaba dominado por la idea de que la ley servía al soberano, y, conforme a ese principio, resultaba inconcebible que un individuo tuviera derechos cuyo cumplimiento pudiera imponerse frente a los estados soberanos, que eran libres de actuar como quisieran contra sus ciudadanos, sin sometimiento a principio alguno de más valor que su propio ordenamiento interno: soberanía significaba soberanía, total y absoluta. De este modo, el Reich -pero también cualquier otro Gobierno nacional- podía, dentro de sus fronteras, discriminar, torturar o matar, sin limitación alguna ni reproche jurídico posible. Y así, las minorías y los individuos particulares estaban desprotegidos frente a los excesos de sus gobernantes.

Conscientes -como muchos otros juristas- de que el mundo necesitaba alguna reacción -alguna reacción legal- frente a ese tipo de conductas, que habían desembocado en los intolerables e inhumanos excesos nazis, Lauterpacht y Lemkin acometen su batalla jurídica desde dos ángulos complementarios -aunque en ocasiones antitéticos-: el individual y el grupal. El primero pretendía reforzar la protección del individuo frente a los estados al margen de su pertenencia a grupo alguno, fuera, pues, de cualquier consideración “tribal”. La noción de “crímenes contra la humanidad”, entendidos como el asesinato, el exterminio, la esclavización, la deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, o las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos, cuando tales actos sean cometidos o tales persecuciones sean llevadas a cabo al perpetrar un delito contra la paz o un crimen de guerra, o en relación con él, vulneren o no la legislación del país en donde se produjeron, surge, pues, para preservar los derechos de los individuos de los abusos de sus dirigentes. Con idéntico propósito pero muy diferente enfoque, Lemkin se centra en la defensa de las personas que sufren actuaciones organizadas de exterminio por el hecho de ser miembros de un grupo, por su raza, por su etnia, por su religión. Construye así la noción de genocidio entendido como el exterminio de grupos raciales o religiosos, de las poblaciones civiles de ciertos territorios ocupados para destruir determinadas razas y clases de personas y grupos nacionales, raciales o religiosos, en particular judíos, polacos, gitanos y otros. Ambos enfoques impregnarán -en muy distinta medida- los informes y los dictámenes, las resoluciones y las sentencias que condenarán a los jerarcas nazis en Núremberg y que, desde entonces, se aplicarán con profusión -el ser humano no parece aprender jamás de sus errores- en Serbia y en Croacia, en Ruanda, Sudán y Libia, en Arabia Saudí y Yemen, en Irán, Irak y Siria, en Israel y Palestina, también en Argentina, Chile o el mismo Estados Unidos.

En fin, son muchos, como podéis comprobar, los motivos de interés de este libro espléndido, Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, que esta tarde he querido recomendaros. Os dejo ya con un significativo fragmento extraído de su prólogo y con uno de los dos temas musicales que se citan en la obra -el otro, una canción de Leonard Cohen de la que se cita un verso que no he sido capaz de localizar-: Insensiblement, una pieza que suena al final del libro y que, en fechas posteriores a las del juicio de Núremberg, popularizaría Django Reinhardt.


Niklas y yo estábamos allí, en la sala de justicia número 600, gracias a una invitación que yo había recibido inesperadamente unos años antes. Procedía de la facultad de derecho de la universidad que alberga la ciudad actualmente conocida como Lviv, y era una invitación a dar una conferencia pública sobre mi trabajo en torno a los crímenes contra la humanidad y el genocidio. Me pedían que hablara de los casos en los que había participado, de mi labor académica sobre el juicio de Núremberg, y de las consecuencias del juicio para nuestro mundo moderno.

Hacía tiempo que me hallaba fascinado por el juicio y los mitos de Núremberg, el momento en que se decía que nació nuestro moderno sistema de justicia internacional. Me sentía cautivado por los extraños detalles que podían encontrarse en las larguísimas transcripciones, por las sombrías evidencias, atraído por los numerosos libros, memorias y diarios que describían con minuciosidad forense los testimonios declarados ante los jueces. Me sentía intrigado por las imágenes, las fotografías, los noticiarios cinematográficos en blanco y negro, y películas como Vencedores o vencidos, un filme que en 1961 ganó un Oscar y al que harían memorable tanto el tema que abordaba como el breve flirteo de Spencer Tracy con Marlene Dietrich. Mi interés tenía una razón práctica, puesto que aquel proceso había ejercido una profunda influencia en mi trabajo: la sentencia de Núremberg había hinchado como un potente viento las velas de un movimiento pro derechos humanos todavía en germen. Sí, es cierto que había un fuerte tufillo a “la justicia del vencedor”, pero no cabía ninguna duda de que el caso fue un catalizador que abrió la posibilidad de que los líderes de un país pudieran ser juzgados por un tribunal internacional, algo que nunca había ocurrido antes.

Muy probablemente fue mi trabajo como abogado, antes que mis escritos, lo que suscitó la invitación de Lviv. En el verano de 1998 yo había tenido un papel secundario en las negociaciones que llevaron a la creación de la Corte Penal Internacional, en una reunión en Roma, y unos meses después trabajé en el caso Pinochet en Londres. El expresidente de Chile había pedido inmunidad a los tribunales ingleses por los cargos de genocidio y crímenes contra la humanidad presentados contra él por el juez español Baltasar Garzón, y había perdido. En los años siguientes, otros casos permitieron que las puertas de la justicia internacional se abrieran finalmente entre chirridos tras un periodo de inactividad en las décadas de la Guerra Fría que siguieron al juicio de Núremberg.

Los casos de la antigua Yugoslavia y de Ruanda no tardaron en aterrizar sobre mi escritorio en Londres. Luego seguirían otros, relacionados con diversas acusaciones en el Congo, Libia, Afganistán, Chechenia, Irán, Siria y el Líbano, Sierra Leona, Guantánamo e Irak. Una lista larga y triste que reflejaba el fracaso de las buenas intenciones manifestadas en la sala de justicia número 600 de Núremberg.

Trabajé en varios casos de matanzas. Algunos de ellos se argumentaron como crímenes contra la humanidad, asesinatos de individuos a gran escala, mientras que otros dieron lugar a acusaciones de genocidio, o destrucción de grupos. Estos dos delitos distintos, con su énfasis diferenciado en el individuo y el grupo, se desarrollaron de forma paralela, si bien con el tiempo el genocidio emergió a los ojos de muchos como el crimen de crímenes, una jerarquía que parecía sugerir que el asesinato de un gran número de personas consideradas como individuos resultaba de algún modo menos terrible. De vez en cuando, yo recababa pistas sobre los orígenes y propósitos de los dos términos y su conexión con una serie de argumentos que se formularon por primera vez en la sala de justicia número 600. Sin embargo, nunca investigué con excesiva profundidad acerca de lo que había ocurrido en Núremberg. Sabía cómo habían nacido aquellos nuevos delitos y cómo habían evolucionado posteriormente, pero lo ignoraba casi todo sobre las historias personales que implicaban, o sobre cómo se habían llegado a argumentar en el caso contra Hans Frank. Tampoco conocía las circunstancias personales en las que Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin habían desarrollado sus distintas ideas.

La invitación de Lviv me ofrecía la posibilidad de explorar aquella historia. 



Philippe Sands. Calle Este-Oeste


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