Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de abril de 2019

OLIVIER GUEZ. LA DESPARICIÓN DE JOSEF MENGELE

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que semanalmente, desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, os ofrece una propuesta de lectura, seleccionada con criterio e ilusión entre los cientos de títulos que se agolpan en los anaqueles de las librerías. En el caso de esta tarde quiero hablaros de La desaparición de Josef Mengele, un muy interesante libro, que obtuvo el Premio Renaudot en 2017, del que es autor Olivier Guez y que ha publicado el pasado 2018 la Editorial Tusquets en traducción de Javier Albiñana. Olivier Guez es un escritor y periodista francés que trabaja para prestigiosas cabeceras internacionales, como el New York Times, Le Monde o el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Con anterioridad al título que ahora os propongo, ha escrito varios ensayos y también dos novelas, además de ser el responsable del guion de la película El caso Fritz Bauer, sobre el fiscal “perseguidor” de nazis, un antecedente que entronca muy claramente con esta magnífica novela, La desaparición de Josef Mengele, cuya nítida adscripción genérica, como tantas veces ocurre con mis recomendaciones aquí, puede ser cuestionable. 

Presentándolo de un modo resumido, el libro es una investigación, a caballo del documento periodístico y la ficción histórica, en la que se rastrea, como su título indica a las claras, la huida del criminal nazi pocos días antes de la liberación del campo de Auschwitz en el que había servido como despiadado médico, y su relativamente “discreta” vida posterior, que se difumina y oscurece en un mar de noticias falsas, informaciones no contrastadas, realidades paralelas, rumores interesados, testimonios contradictorios, pistas apócrifas, bulos y cortinas de humo varios, en un periplo que nos lleva a Argentina, Brasil y Paraguay con alguna parada en la Alemania natal del sádico personaje. 

Gran parte de esa nebulosa informativa que rodeó a la figura de Mengele, sobre todo en los años setenta del pasado siglo, afloraba de continuo en los medios de comunicación. Yo mismo me recuerdo en mi primera adolescencia simultáneamente seducido y horrorizado por las muchas portadas de los periódicos que alimentaban la leyenda -siniestra- del Ángel de la Muerte con la proliferación de revelaciones y novedades, a cual más confusa, sobre su paradero. Recuerdo también -ahora ya solo con espanto- la película de John Schelesinger, Marathon Man, con Dustin Hoffman y Sir Laurence Olivier en sus papeles principales; una ficción dramática con ribetes de thriller estrenada en 1976, que se inspiraba libremente -para la composición del personaje del espeluznante dentista que interpretaba el actor británico- en la personalidad del “eugenista” de Auschwitz. El propio Laurence Olivier formaba parte del reparto, con Gregory Peck encarnando a Mengele, de Los niños del Brasil, una película estremecedora -así permanece en mi memoria desde 1978, año de su estreno en el que la vi- que, dirigida por Franklin J. Schaffner, recrea en clave de desmesurada, excesiva y delirante ficción aspectos reales -sobre todo, su presencia en el país tropical- de la vida del infame médico. 

Y es que, desde 1960, Mengele se había convertido en una especie de James Bond demoníaco, una figura pop del mal, como señala Guez, el arquetipo del nazi frío y sádico, un monstruo, un mito casi, que llegó a colonizar, en cierto modo, el imaginario colectivo del mundo entero. En esa época se despertó una auténtica “fiebre Mengele”, con infinidad de crónicas y reportajes que llenaban revistas y semanarios, plagados de detalles erróneos o en su totalidad inexactos, atraída la opinión pública mundial por la maléfica omnipotencia atribuida al cruel y evanescente asesino. 

El libro da cuenta también, como es obvio, de esa atmósfera de leyenda que se creó en torno al personaje, pero lo sustancial del proyecto -más bien desmitificador- que Guez ofrece -muy alejado, por tanto, de ese casi siempre desacertado “ruido” mediático- consiste en una muy bien documentada narración -la bibliografía final incluye en torno a ochenta referencias- de los pormenores contrastados de esa larga y por momentos angustiosa huida de más de treinta años, desde que Mengele abandona Polonia a la desesperada en enero de 1945 hasta que muere el 7 de febrero de 1979 en una playa brasileña. Este extenso arco temporal y la infinidad de peripecias vividas en su transcurso se estructuran es dos partes y un epílogo descriptiva y significativamente titulados, El pachá, La rata y El fantasma

La primera de ellas se corresponde con la llegada a la Argentina y sus primeros años en el país. Mengele, que había nacido en Gunzburg, Baviera, en 1911, arribó a Buenos Aires el 22 de junio de 1949, bajo el nombre de Helmut Gregor, tras un largo -y para él probablemente angustioso- itinerario en el que se habían sucedido los escenarios y los cambios de identidad. Conocemos así, en las páginas iniciales del libro, las principales etapas de su desaparición: disimulado como un soldado más en la Wehrmacht para escapar de Auschwitz y de las garras del Ejército Rojo; internado unas semanas en un campo norteamericano de prisioneros, del que fue liberado gracias a una documentación falsa a nombre de Fritz Ullmann; escondido durante tres años en una granja cercana a su ciudad natal, en la que, haciéndose ahora llamar Fritz Hollmann, se dedicó a faenas agrícolas; huido también de allí para atravesar los Dolomitas por peligrosos caminos repletos de contrabandistas; llegado a Italia, a Tirol del Sur, o Alto Adigio, donde pasó a ser Helmut Gregor, para, desde Génova, por fin, acceder -tras fraudulentas gestiones ante las autoridades italianas y la emigración argentina- a su pasaje en el North King, el trasatlántico que lo llevará a la capital austral tras tres semanas de navegación. 

Después de unos primeros momentos de aclimatación más o menos incómoda, sus días en la Argentina completaron tres lustros de lujo y excesos -El pachá-, viviendo con Martha, la viuda de uno de sus hermanos, tras haber dejado en Europa a su primera mujer, Irene. Unos años en los que lo vemos exultante y feliz -más allá de sus dramas interiores, de los que luego hablaré-, lejos de toda preocupación, sabiéndose casi impune por la connivencia descarada de los militares argentinos -y de Perón después- con el nazismo y, en consecuencia, con los muchos oficiales del ejército del Tercer Reich acogidos en su vasto territorio. Decenas de antiguos jerarcas fascistas, alemanes pero también austriacos, belgas e italianos, junto con exmilitares, empresarios, industriales y vividores de toda laya se instalaron en Sudamérica -singularmente en Argentina, Paraguay, Chile, Bolivia y Brasil- beneficiándose de las “filantrópicas” donaciones de familiares y millonarios que pagaban favores o preparaban su futuro y, sobre todo, de los ingentes fondos que habían logrado evadir de Europa. Y todo ello -su vida de derroche- sabiéndose protegidos por los Gobiernos de sus países de acogida que o bien colaboraban abiertamente con el nazismo o, al menos, hacían la vista gorda a la presencia en sus respectivos países de algunos de sus más notorios -y criminales- representantes. A esta primera parte pertenece el texto final que cierra esta reseña, en el que se pone de manifiesto esta arrogante y ofensiva sensación de invulnerabilidad y omnipotencia. 

En la segunda sección del libro se nos narra la fuga desesperada, desde comienzos de la década de los sesenta, cada vez más acosado -La rata- por sus perseguidores: los servicios secretos israelíes, los cazadores de recompensas, el judaismo internacional, la prensa mundial. El 1 de junio de 1962, Adolf Eichmann, principal responsable de la “solución final”, es ejecutado en Israel, tras ser juzgado y condenado como culpable de genocidio. Eichmann había sido secuestrado en Buenos Aires por un grupo de agentes del Mossad, en una operación al menos poco ortodoxa desde la lógica del respeto a la soberanía de los Estados y a lo dispuesto en el Derecho internacional. Este hecho exacerbó la ya natural obsesión persecutoria de Mengele que, desde ese momento, huye creyéndose -más aún: sabiéndose- acechado. Guez nos describe esos quince largos años de escapada, saltando de un refugio a otro en un clima de estrés, soledad creciente, noches en blanco, trabajo físico a pleno sol, humillaciones y peleas, separaciones, y ya en su último destino, un cuchitril infecto en Eldorado, un suburbio miserable de São Paulo, en donde, en una atmósfera sofocante hecha de tráfico demencial, cortes de electricidad, detonaciones, porquería, mezcolanza de chabolas, inseguridad, jaleo, borracheras de los fines de semana, escándalos colectivos las noches de partido de fútbol y de macumba..., tragado, casi literalmente, por la jungla, se acrecientan su desconfianza y su delirio paranoico, construyendo defensas y fortificaciones, vigilando con prismáticos la llegada de sus vengadores, receloso, enajenado; para acabar muriendo, ahogado tras un infarto cerebral, en las aguas del Atlántico, siendo enterrado con identidad falsa -una más: Wolfgang Gerhard- en una pequeña tumba en Embu, el pueblito brasileño que fue su postrer destino. 

En la breve sección final Olivier Guez se detiene en el relato de las vicisitudes que se produjeron tras la muerte de Mengele, desconocida para el mundo hasta seis años después y diluida su figura -El fantasma- en una enigmática niebla de confusión e informaciones falsas. El “folletín” posterior, como lo denomina el escritor, incluye un simulacro de juicio celebrado en Jerusalén cuando aún nada se sabía del paradero del personaje, los renovados intentos -sobre todo norteamericanos e israelíes- de localizarlo, las desmesuradas recompensas ofrecidas a quienes informaran de algún detalle que permitiera su captura (la mayor caza del hombre jamás organizada a finales del siglo XX, en palabras, una vez más, del narrador), las diversas noticias sobre su aprensión y muerte -Guez contabiliza siete presuntas “muertes” de Mengele, todas falsas, obviamente-, el interés de los medios de comunicación, con reportajes, series televisivas y películas que evocan su misteriosa figura, y, por fin, las operaciones policiales que llevan, en junio de 1985, a la localización de su tumba, la exhumación de su cadáver y la consiguiente identificación, tras el examen genético de sus restos, del muy “codiciado” doctor nazi. A partir de ahí el libro recoge también algunas circunstancias adicionales relacionadas con el destino de las empresas que la familia de Mengele gestionaba, la trayectoria posterior de su hijo y diversos aspectos relativos al legado del criminal genocida que jamás pagó por sus sobrecogedores delitos. 

El planteamiento literario al que se acoge Olivier Guez para relatar esta vida excepcional -terriblemente excepcional- es el de una narración rápida, casi periodística, concisa, hecha de frases directas, contundentes, explicativas, poco dadas a la retórica, un esquema en el que la libertad creadora del autor rellena, “ficcionalizándolos”, los espacios de imposible verificación documental. Por un lado, se “inventan” las reflexiones, impresiones, deseos, esperanzas o miedos íntimos del personaje (aunque Mengele llevó durante veinte años un diario, del que el escritor se ha nutrido, que refleja esos estados de ánimo; auténticos, pues, y no sólo verosímiles). Por otro, la “construcción” novelística del autor abarca incluso detalles materiales o escenas, con una base real comprobada, pero descritos libremente, imaginados, pues, en su modo concreto de realización. Cita Guez, a este respecto, en alguna entrevista, el ejemplo revelador de la relación sexual de Mengele con la esposa de la pareja húngara que le dio acogida -conflictiva y llena de altibajos- en una de sus estancias en alguno de los muy remotos parajes brasileños en los que se escondió. Es sabido que los encuentros sexuales acontecieron, aunque el libro los presenta en una creación literaria de las circunstancias, los momentos, las situaciones. La desaparición de Josef Mengele es, pues, sin duda, una novela y no un ensayo. En ese sentido, además, pese a que el estilo es aparentemente neutro y objetivo, construido sobre hechos y datos, el autor no duda en tomar partido, en “intervenir” en ocasiones, al juzgar las atrocidades cometidas por su personaje: Mengele o la historia de un hombre sin escrúpulos y alma acerrojada, impregnada de una ideología venenosa en una sociedad desquiciada por la irrupción de la modernidad. A esa ideología le cuesta poco seducir al joven médico ambicioso, embaucarlo con sus mediocres inclinaciones, la vanidad, la envidia, el dinero, hasta inducirlo a cometer crímenes abyectos y a justificarlos, dice de él al final de su obra, en un ejemplo bien revelador de esa actitud simultáneamente desapasionada y comprometida. 

Más allá de dar noticia de los acontecimientos “externos” de la vida de Mengele -lances que una consulta en internet nos permitiría igualmente conocer-, el libro interesa, por encima de todo, por la muy solvente -y literaria y humanamente fascinante- caracterización del personaje. Guez se mueve entre la necesidad de reflejar esa imagen “mitologizada” de Mengele como el Ángel de la Muerte, la viva encarnación del Mal Absoluto (Mengele es el príncipe de las tinieblas europeas), y su necesaria desmitificación, al mostrarnos la pequeñez, el mísero ego, la mediocridad de un individuo patético. Desde la primera de las perspectivas, se nos narran los aberrantes experimentos realizados por el médico, con la mayor indiferencia, en el campo de Auschwitz, e igualmente conocemos su fanatismo, la convicción ciega, la misión embriagadora, las “ideas” que fundamentan su proceder y de las que no dimite, su delirio genetista: sanar al pueblo, purificar la raza, construir un orden social acorde con la naturaleza, extender el espacio vital. Sin autoridad, afirmará categórico, el mundo es incoherente y la existencia incomprensible. Pero, por encima de todo, la novela nos deja ver el interior del ser humano, su profunda insignificancia, su egoísmo, su frialdad, el corazón seco, el corazón atrofiado. Son numerosas las “pistas” que sobre el carácter de su protagonista nos deja Guez: No abandonarse nunca a un sentimiento humano; La piedad es una debilidad; No soporta la mediocridad; Sólo ha pensado en sí mismo, sólo se ha querido a sí mismo; Es un manipulador egocéntrico; La piedad no es una categoría válida, porque los judíos no pertenecen al género humano. “Durante veinte años escribió un diario donde solo hablaba de él, de sus sufrimientos, de su ombligo, de su soledad, de su injusticia, etc. Solo existe él en el mundo”, afirma, en este sentido, el autor en una reciente entrevista. 

En esta inteligente y atinada prospección en lo más recóndito del alma de Mengele, sobresalen también tres ejes o focos de interés, someramente apuntados y no desarrollados con extensión, que completan el dibujo del criminal: la breve mirada retrospectiva a su infancia, con la figura del hermano menor, Karl, que acapara las atenciones de su madre y al que Josef odiará desde muy pronto; los paralelismos que en algún momento se establecen entre la despreocupada y hasta opulenta vida del fugado y los padecimientos sufridos por sus víctimas: Las cámaras de gas funcionaban a pleno rendimiento; Irene y Josef se bañaban en el Sola. Los SS quemaban a hombres, mujeres y niños en los fosos; Irene y Josef recogían arándanos con los que ella preparaba confituras. Las llamas brotaban de los crematorios; Irene le chupaba el pene a Josef y Josef poseía a Irene. En menos de ocho semanas fueron exterminados más de trescientos veinte mil judíos húngaros; y lo que he llamado con anterioridad “dramas personales”, que afloran en sus últimos años y lo torturan hasta hacerle abrigar pensamientos de suicidio, no causados -como podría entenderse- por sentimientos de culpa por sus muchas aberraciones sino -y ello es lo significativo- por su incapacidad para entender que apenas nada queda ya en el mundo y en su Alemania, en las mentalidades de las gentes y en los valores de sus contemporáneos que justifique o ni siquiera comprenda las siniestras teorías que fundamentaros sus acciones criminales. Ha cambiado el orden del mundo, reconoce; No entiende ya nada de un mundo que se le escapa, afirma el narrador… y sin embargo Mengele seguirá aferrado a sus delirantes ideas y pretenderá -casi hasta el final- seguir influyendo, dando órdenes a los suyos, exigiendo, prohibiendo, mientras se va consumiendo, hundido en la melancolía, en una patética extinción. 

Por último, para finalizar esta ya muy larga reseña, el libro de Olivier Guez resulta notable porque plantea -y “obliga” al lector a reflexionar sobre ellos- muchos temas interesantes relacionados con la figura de su personaje principal, algunos de los cuales son ya consabidos, y tienen que ver con los pensamientos que suscitan los horrores del nazismo o, más en general, las atrocidades que en distintos contextos ha sido capaz de cometer el ser humano, y otros, en cambio, son más novedosos, siendo el libro, al menos en mi caso, una excepcional fuente de información sobre ellos, los relativos a la evasión, supervivencia y persecución de los criminales de guerra nazi en las décadas posteriores a la finalización de la segunda gran contienda mundial. 

El asunto de la “banalidad del mal” está presente cada vez que se habla de los crímenes nazis y sus perpetradores. ¿Seres de una malignidad excepcional, casi inhumana, que los incapacita para la empatía y la compasión o individuos normales, exageradamente ordinarios, a los que el fanatismo transforma e impulsa a la comisión de barbaridades que, en su ofuscado pensamiento, no consideran como tales? Ese dilema aflora también en el caso del libro que hoy os comento. Sirva un mero ejemplo: ¿cómo es posible que un individuo refinado y culto, como era Mengele, doctor en antropología y medicina, brillante intelectualmente, amante de la música clásica, pueda llevar a más de 400.000 personas a las cámaras de gas y torturar a miles de otros más con sus abyectos experimentos? Queda ahí su figura como desencadenante de una cuestión antropológica y moral aún por resolver. 

Más original y sugestivo -aunque también de lectura descorazonadora que despierta el sentimiento de humillación- es, desde mi perspectiva, el desvelamiento de los entresijos políticos, económicos y militares que permitieron que centenares de jerarcas nazis, de todo rango y condición, escaparan de su detención por los vencedores de la guerra y huyeran a Sudamérica para vivir allí décadas en la más absoluta impunidad, llegando a viejos, en muchos casos, sin que su identidad fuera conocida. El libro es, en este sentido, interesantísimo y revelador, pues vemos pasar por sus páginas, entre otros ejemplos, los hipócritas manejos políticos que llevaron a desviar la atención de la investigación en 1967, cuando Mengele estaba localizado y casi acorralado; el cínico papel de la CIA y los servicios secretos alemanes aceptando por interés estratégico que algunos de esos criminales de guerra formaran a militares -en Bolivia y otros países del Cono sur- en técnicas de interrogatorio y torturas; las conspiraciones del Mossad, los servicios secretos israelíes, con potentísimos equipos de espías, identificando a antiguos nazis y perpetrando sus secuestros con fondos casi ilimitados, saltándose la soberanía de los países; la connivencia de infinidad de empresarios con el Reich (tema principal de El orden del día, la espléndida novela de Éric Vuillard de la que os hablé hace unos meses), ignorando conscientemente sus ominosos desmanes y beneficiándose abiertamente del sistema, de la mano de obra esclavizada en los campos; la persistencia de esos mismos empresarios en el encubrimiento y financiación de los mandatarios nazis tras su huida; las componendas de los colaboradores con el régimen hitleriano -periodistas, catedráticos, intelectuales, profesores; nazis confesos muchos de ellos- para continuar en sus puestos tras la derrota alemana; el olvido en el que se sumieron muchos ciudadanos de a pie, acatando alborozados el sistema democrático -los alemanes tienen la cerviz flexible- cuando apenas quince años antes rugían exaltados por las soflamas fascistas. 

En fin, son muchos, como veis, los motivos de interés de este libro magnífico, La desaparición de Josef Mengele. Os dejo ahora, con un tema musical, E lucevan le stelle, un aria de Tosca, la ópera que suena en una de las pesadillas finales del personaje. Una belleza, de presencia paradójica entre los gustos de un asesino despiadado como Mengele, en la interpretación de Luciano Pavarotti. 


En la posguerra, Bariloche acogió a un fuerte contingente de nazis, muchos austriacos, encantados de volver a calzarse unos esquís, y a un pintor flamenco, el exjefe de la propaganda hitleriana en la Bélgica ocupada. También acudieron alemanes. Kops, el exespía de Himmler con quien Gregor se cruzó en la redacción Der Weg, había abierto allí un hotel, el Campana, y la mejor tienda de ultramarinos-charcutería de la ciudad, el Delikatessen Wien, pertenecía a un capitán de las SS, Erich Priebke, implicado en la masacre de trescientos treinta y cinco civiles en las fosas ardeatinas de Roma. Rudel, visitante regular y miembro del club andino de la ciudad, le dio sus señas a Mengele. 

Una noche se encuentran todos alrededor de una fondue. Rauff ha cruzado la frontera chilena para felicitar a los recién casados. Los nazis charlan de los buenos tiempos por enésima vez, y recuerdan a Richter, el sabio atómico que embaucó a Perón y se cepilló sus millones con los supuestos reactores de su laboratorio secreto en la isla de Huemul, muy cerca de allí, a la altura de Bariloche. Llueven las anécdotas, tintinean las copas, Kops anuncia que se está tramando un gigantesco complot en la Casa Blanca y en el Kremlin. Mengele bosteza y rodea el talle de Martha. Prefiere el sexo palpitante de su esposa a esa compañía viril que huele a aguardiente barato. 

Al día siguiente, Martha y Joseph trepan y caminan a través de calveros y oquedales. Sus pasos crujen en la nieve que cae a grandes copos, y se detienen a almorzar en un promontorio desde el cual se adivina, ahí abajo, el valle. Mengele está al borde del precipicio cuando un tímido sol perfora la masa algodonosa y asoman las cimas de los glaciares, los lagos azules, la naturaleza fascinante. Presa de vértigo, como el viajero que contempla un mar de nubes pintado por Caspar David Friedrich, abre los brazos, rompe a reír. Se le dilata el pecho, le ruge la sangre, percibe sus pulsaciones en las sienes, Martha le habla pero él no oye, absorto en sus reflexiones, tan feliz, tan ufano, en ese mundo de ruinas y de miseria abandonado por Dios, posee libertad, dinero, éxito, nadie lo ha detenido y nadie lo detendrá nunca.

Olivier Guez. La desaparición de Josef Mengele

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