Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de noviembre de 2021

HERVÉ LE TELLIER. LA ANOMALÍA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de reseñas literarias de Alberto San Segundo para Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os propongo una novela magnífica, una de las más originales, entretenidas, estimulantes e intelectualmente provocadoras que he leído en los últimos meses, una opinión probablemente compartida por los muchos lectores que la han convertido en un éxito de ventas, inicialmente en Francia, país en el que se publicó originariamente y en donde obtuvo el prestigioso Premio Goncourt de 2020; también en España, con más de diez reediciones en los pocos meses que han transcurrido desde su aparición, y, en general, en el mundo entero, con traducciones a muy diversas lenguas (en algún reportaje he leído que a cuarenta). Estoy hablando de La anomalía, una muy singular obra literaria que vio la luz en nuestro país el pasado abril en la editorial Seix Barral en traducción, en sí misma reseñable, como luego comentaré, de Pablo Martín Sánchez. Su autor, Hervé Le Tellier, a quien yo no conocía hasta esta deslumbrante aparición, es, claro, escritor, pero también editor, matemático y crítico literario. Colaborador habitual de los medios de comunicación, escrita y radiofónica, cuenta, al parecer con una extensa obra -no traducida en España, que yo sepa- en distintos géneros: poesía, teatro, novelas y relatos. Como informa la nota biográfica que la editorial adjunta en la solapa, Le Tellier es miembro, desde 1992, del grupo de experimentación narrativa de vanguardia Oulipo. El Oulipo (Ouvroir de littérature potencielle, Taller de literatura potencial), es un movimiento muy interesante y fecundo que ha dado al mundo literario nombres relevantes como, entre otros, Raymond Queneau o Georges Perec, y que tiene la entidad suficiente para hacerse merecedor de un tratamiento autónomo en una reseña monográfica, que os prometo para los próximos meses. El núcleo central de su propuesta, una escritura construida desde las “constricciones”, con mucha presencia de estructuras y planteamientos matemáticos, aflora también, aunque no de un modo tan notorio como en las manifestaciones más emblemáticas del grupo, en esta muy peculiar La anomalía de la que esta tarde quiero hablaros. 

Con miedo a destripar un argumento cuya excepcionalidad constituye ya una de las razones fundamentales del interés del libro, y por lo tanto con mucha prudencia, os resumo brevemente la idea principal sobre la que gira esta novela especialísima. El 24 de junio de 2021, a un Boeing de Air France que hace el trayecto París-Nueva York se le niega el aterrizaje en el aeropuerto Kennedy. Su perplejo comandante se ve obligado a desviarse a la base militar McGuire, en Nueva Jersey, conminado por las exigencias que le hacen, a través de los sistemas de control de la aeronave, altos cargos del ejército y destacados representantes de los servicios secretos estadounidenses que envían, además, un par de cazas para reforzar su imperativo mandato y acompañar al avión hasta su nuevo destino. Una vez en tierra, y en medio de excepcionales medidas de seguridad, los doscientos treinta pasajeros y los trece miembros de la tripulación quedarán retenidos, aislados de todo contacto con el exterior, sin posibilidad de comunicarse con sus allegados, desprovistos de móviles, tabletas, ordenadores o cualquier otro dispositivo electrónico y sometidos a los minuciosos interrogatorios de sus inesperados “captores”. Pocas horas antes, mientras atravesaba el Atlántico, el reactor se había visto envuelto en un desconcertante episodio al adentrarse en un extenso frente frío de impresionantes nubes, no detectado por los radares, un sobrecogedor muro opaco, gris, que se había acercado a la nave a velocidad vertiginosa, engullendo a su paso con voracidad depredadora la capa nebulosa que lo alimentaba y sostenía. Bajo un potentísimo “bombardeo” de granizo que llegó a resquebrajar la superficie exterior del parabrisas, entre terribles turbulencias, la nave se vio zarandeada, los pilotos, conmocionados, presos del terror, perdieron el control de los instrumentos de navegación, las pantallas, los indicadores, los computadores de a bordo quedaron inutilizados, congelados en unos dígitos imposibles, se interrumpió la conexión con el aeropuerto, mientras el pánico se apoderaba del pasaje. Tras unos interminables minutos de espantosa angustia, el avión recuperó la normalidad, continuando su vuelo sin mayores contratiempos hasta la súbita “irrupción”, ya cerca de su destino, de las autoridades militares con su perentorio requerimiento. 

Tres meses antes -exactamente ciento seis días-, el 10 de marzo, tras verse envuelto también en enormes turbulencias, el mismo avión -no el mismo modelo, sino exactamente ése, el AF066 París-Nueva York-, con la misma tripulación y los mismos pasajeros -no iguales en número o parecidos en sus características físicas, de raza o nacionalidad, sino literalmente los mismos, con la misma personalidad, idénticos nombres, profesiones, circunstancias familiares, documentos identificativos y hasta ADN- había aterrizado normalmente en el aeropuerto neoyorquino y todos, viajeros y personal de la aerolínea, habían reanudado, con su memoria aún conmocionada por el reciente sobresalto, sus existencias habituales. 

A partir de esta “anomalía”, un punto de partida temático ciertamente inusitado, cuya elección es uno de los logros del libro, Le Tellier construye su novela, que solo cuando se llevan ya trascurridas ciento cincuenta páginas da a conocer al lector el acontecimiento primordial que lo nuclea, esa extraña duplicidad, esa insólita fractura en la textura de lo real que produce un imposible desdoblamiento en la existencia de sus protagonistas. Antes, en la primera parte del libro, nos presentará las vidas de una decena de pasajeros del Boeing (insisto, sin que, a esas alturas, sepamos cuál es el vínculo entre ellos ni cuál es la lógica interna que articula la novela, más allá de la común presencia de todos ellos en el accidentado vuelo; de la que, en ocasiones, se da cuenta en unas escasas frases al paso), en una serie de capítulos cada uno de los cuales tiene entidad propia y podría haber constituido, de pretenderlo así el autor, la base de una novela autónoma. 

Así, conocemos a Blake, un sicario, un asesino por encargo que hace de la muerte de los demás su vida, dotado desde niño con una capacidad para matar, con una inclinación hacia el asesinato, con una frialdad y una meticulosidad de carácter a la hora de ejecutar sus crímenes que lo hacen -perdóneseme el tópico- despiadado y casi infalible, y ello sin que, en apariencia, afecte a su convencional vida de esposo y padre de dos hijos. Victor Miesel es un escritor con más éxito de crítica que de ventas que a los cuarenta y tres años se gana la vida con las traducciones. En el terreno sentimental va de fracaso en fracaso, en espera de la mujer con quien querer compartir su vida. Cuando en unas jornadas de traducción entrevé a una invitada que le atrae y a la que buscará durante las demás sesiones del simposio, tras haber intercambiado con ella algunas palabras banales antes de perderla de vista en el tráfago de los congresistas, piensa que, por fin, la “elegida” ha aparecido, aunque transcurridos ya cuatro años desde aquel primer contacto no la ha vuelto a ver. Cuando retorna a París desde Nueva York, tras el turbador vuelo de ida del 10 de marzo en el que cree identificarla vagamente entre el pasaje, se ve “impelido” a escribir, sometido al dictado de una fuerza oculta, una novela (de título La anomalía, en uno de los juegos metaliterarios del libro) que obtendrá un reconocimiento fulgurante y hará de él un escritor de culto. 

Montadora cinematográfica, Lucie Bogaert es madre del pequeño Louis. Se siente atrapada en su relación con André Vannier, un prestigioso arquitecto mucho mayor que ella, al que se rindió, admirada por su delicadeza y encanto, hace tres meses. Tras un “viaje de amor” a Nueva York, de nuevo en París se siente cada vez más agobiada por el carácter exigente del hombre, por su avidez asfixiante de viejo enamorado silencioso y da los primeros pasos para su separación. A André lo vemos en Bombay, a donde ha acudido para supervisar la construcción de la Sûryayã Tower, uno de los proyectos de su estudio de arquitectura. Su dolor por el distanciamiento que ha percibido en Louise y su temor a una más que cercana y solitaria vejez, a la que se resiste inútilmente, lo llevan a mostrarle y hasta a exhibir su sufrimiento, tanto en el trato personal en sus últimos encuentros como a través de cartas desesperadas que abruman a su destinataria y provocarán la ruptura definitiva. David Markle es el comandante del vuelo. En mayo de 2011, dos meses después de la insólita peripecia aérea, recibirá de su hermano Paul, médico, un diagnóstico -“edulcorado” para evitar el daño emocional- de cáncer de páncreas agresivo y terminal. Sophia Kleffman es una niñita norteamericana, que vive una infancia relativamente normal con sus padres, Clark Kleffman, un militar de élite que presta servicios en Afganistán e Irak, su madre April, que se casó enamorada -y engañada por una personalidad atrayente sólo en su fachada-, su hermano mayor Liam y su muy querida rana Betty. Después de unos días de vacaciones en París, a donde la familia se desplazó para celebrar un aniversario de bodas, y sin Clark, que desde la capital francesa embarcó hacia Bagdad en una nueva misión de combate, April, Liam y Sophia volverán a su país en el vuelo de Air France. 

Otro de los personajes elegidos por Le Tellier es Joanna Wasserman, una joven y brillante abogada negra que con una exitosa, pese a su brevedad, carrera profesional como combativa defensora en los tribunales de las causas que afectan a miembros de su raza, luchando a favor de la justicia y contra las discriminaciones de los poderosos, acaba de firmar -no sin conflicto personal- por el bufete Denton & Lovell, con un elevado sueldo, para representar a la firma en la defensa de la farmacéutica Valdeo, que se enfrenta a una demanda millonaria porque uno de sus productos, un insecticida que lanzó al mercado sin respetar los protocolos de validación, contiene heptaclorán, una molécula altamente cancerígena y que ha provocado ya decenas de afectados, en su mayor parte mujeres negras. La novela nos pone en contacto también con Slimboy, un cantante de rap nigeriano, cuya música ha alcanzado una discreta repercusión en su país, con algún concierto en Londres, París o Nueva York, no demasiado relevante y sin un éxito apreciable. En un rapto de inspiración provocado por el aterrador episodio vivido en el Boeing, compondrá Yaba Girls, un gran hit mundial que lo convertirá en una estrella internacional. 

Cuando el 24 de junio, el “segundo” vuelo sea interceptado y obligado a su aterrizaje forzoso en la base militar estadounidense, todos estos personajes (y sus dobles de marzo; de hecho, el autor, añadirá al nombre de cada uno “marzo” o “junio”, según los casos para facilitar la correcta intelección de una trama cuyo punto de partida propicia el deslizamiento hacia lo intrincado y laberíntico: ¿Cuántos relatos simultáneos puede aceptar un lector?) se verán sometidos a una profunda investigación por parte de las autoridades para comprobar si son quienes dicen ser y para, sobre todo, intentar encontrar una justificación plausible al inquietante fenómeno. En esta segunda parte del libro se transcriben esos interrogatorios, se da cuenta de las actuaciones del Ejército, del FBI, de la CIA, de la National Security Agency, del PYSOP (Special Operation Command, especializado en Operaciones Psicológicas), de los líderes espirituales del planeta (reunidos, en una hilarante sesión, para estudiar las derivaciones religiosas y morales del asunto), de los altos representantes políticos (cuyo “reparto” incluye a un disparatado presidente de Estados Unidos, a quien no es difícil identificar con Donald Trump; pero también a Emmanuel Macron o Xi Jinping), y del equipo de científicos (expertos en física cuántica, biología molecular, astrofísica, premios Nobel, premios Abel y medallas Fields de matemáticas, hasta filósofos) que, bajo la dirección de Adrian Miller, matemático, profesor de Princeton, y de Meredith Brewster-Wang, asesora de la NASA y de Google Corp., presentarán sus distintas hipótesis explicativas y discutirán sobre los protocolos a seguir en una situación tan imposible de prever como la acaecida. En esta sección central de la novela iremos conociendo también el proceso por el que el incidente, que se ha mantenido en secreto y con rigurosas exigencias de confidencialidad para todos los interesados, acaba por llegar a la opinión pública, con la presencia de las grandes cadenas de televisión, CNN, NBC, CBS, la Fox, y con la inclusión en el texto, incluso, de un supuesto artículo del New York Times dando cuenta de los hechos con tono alarmado y reivindicativo (The people have to right to know). 

Por último, en la tercera sección del libro, los viajeros pueden abandonar su encierro y conocer a sus “dobles”. Le Tellier ha construido la personalidad y la trayectoria biográfica de sus personajes de tal manera que esa confrontación permita mostrar ángulos y situaciones diversas y complejas, que inciten a la reflexión del lector. Y es que, en los casi cuatro meses de “décalage” entre unos y otros, las vidas de los pasajeros de marzo han avanzado, se han producido cambios, han sucedido pequeños acontecimientos, enfermedades, rupturas sentimentales, nacimientos, suicidios… El talento del escritor para articular los mecanismos del complicado engranaje que permita encajar estas vidas solapadas y para mantener brillantemente la tensión narrativa es formidable y no extraña, por tanto, su reconocimiento crítico y de lectores. Una valoración que debe mucho también, a mi juicio, al carácter poliédrico del libro, una inteligente mezcla de géneros, que incluye la narración convencional, la ciencia ficción y el relato distópico, el thriller, los pasajes humorísticos, la comedia sentimental, la novela filosófica o de tesis, la psicológica, el texto experimental, la innovación y los juegos literarios (tan caros al Oulipo; del que, por cierto, también es miembro -el único español- el traductor Pablo Martín Sánchez, que ya apareció en Todos los libros un libro hace unos años en relación a una de sus novelas más destacadas, El anarquista que se llamaba como yo). 

Además, La anomalía es interesante por la reflexión que propone, por las preguntas que plantea y a las que tímidamente trata de responder, y por las diversas hipótesis apuntadas para entender lo sucedido, lo que abre el libro a una subyugante dimensión filosófica, con derivaciones de orden científico religioso y hasta metafísico. Si resumimos a una sola idea el elemento central de la “tesis” de Le Tellier (en el supuesto de que la novela -la literatura, en general- pueda ser reducida a una tesis), ella sería la a la vez prometedora e inquietante hipótesis según la cual el ser humano es una creación virtual, una simulación “fabricada” por una civilización futura, muy superior a la nuestra, dueña de una tecnología potentísima (hoy ya casi a nuestro alcance) que habría permitido a nuestros descendientes reproducir fielmente a sus antecesores (a nosotros mismos, pues) para conocerlos y observar su evolución. En otras palabras, y en una sentencia brevísima y contundente: la realidad no es real. De entre los tres argumentos principales que manejan los expertos reunidos para intentar comprender y explicar la “anomalía”, y que se explican en un capítulo del libro, la del agujero de gusano, la de la fotocopiadora y la de Bostrom, es esta última la que concita la adhesión de la mayoría y la que protagoniza las respuestas del escritor francés en cuanta entrevista he leído de él en estos meses posteriores a la publicación de su obra en nuestro país. A partir de la bien conocida Ley de Moore, según la cual cada dos años se duplica la potencia de los ordenadores, en una progresión geométrica vertiginosa, y teniendo en cuenta los hallazgos del ingeniero norteamericano Eric Drexler, gran especialista en nanotecnología, que postula la posibilidad real de crear un sistema del tamaño de un terrón de azúcar capaz de reproducir cien mil cerebros humanos, Nick Bostrom, filósofo y profesor de la Universidad de Oxford, formuló en 2002 su teoría según la cual seríamos seres virtuales recreados tecnológicamente por una futura inteligencia colectiva desbordante (y si a quien me lee le sume en la perplejidad, como a mí mismo, la sola formulación de esta hipótesis, debe saber que, hace unos meses, en un artículo en la revista Scientific American se calculaba la probabilidad de que la teoría de Bostrom sea cierta, cifrando tal contingencia en un cuarenta y siete por ciento). 

Pero aun planteada como mera especulación, la conjetura se revela muy atractiva literariamente y, como he señalado, da pie a otras derivaciones que se despliegan en esta novela poliédrica, en la que afloran preguntas filosóficas -quiénes somos “en realidad”-, el eterno tema del doble, el complicado destino de la humanidad, el libre albedrío y el determinismo, las proyecciones sobre el futuro de nuestra especie, las posibilidades y los límites de la tecnología, el actualísimo asunto de las realidades virtuales y las fake news, y hasta las reflexiones sobre la exigencia de exclusividad que siempre parece conllevar la relación amorosa, una pretensión cuestionada por la duplicidad reflejada en la novela. Algunas de las dudas que suscitan las consecuencias de la improbable y poco tranquilizadora situación descrita en La anomalía se explicitan de modo inteligente e irónico en el largo fragmento que os dejo como cierre a mi reseña. 

Antes de ello no quiero dejar de mencionar otra vertiente del libro que lo enriquece al “amplificar” los ecos de la historia narrada. Se trata de la abundante presencia de referencias intertextuales, con menciones constantes, en un juego de citas, guiños, alusiones y homenajes, no siempre explícitos, a destacadas figuras de la cultura occidental. Músicos como Ed Sheeran, Lady Gaga, Elton John, Amy Winehouse o los Rolling Stones; actores y cineastas como Christian Slater en El nombre de la rosa, Keanu Reeves, Kubrick o Spielberg -genial el episodio referido a Encuentros en la tercera fase-; escritores como Arthur C. Clarke, Coetzee, Georges Perec, John Ashbery, Voltaire o Shakespeare; filósofos como Nietzsche, Spinoza, Descartes (su “Pienso, luego existo” sustituido por un humorístico pero perturbador “Pienso, luego lo más probable es que sea un programa informático”), o el Platón de la caverna; o libros como el propio “La anomalía”, que irrumpe en el relato en varias ocasiones en manos de distintos personajes, o Anna Karenina (un capítulo empieza con un “Todos los vuelos tranquilos se parecen, pero cada vuelo turbulento lo es a su manera", que es, obviamente, una mención al comienzo de la novela de Tolstói: “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia desgraciada lo es a su manera”), entre otros muchos más ejemplos del divertido laberinto literario que construye Le Tellier para solaz de sus lectores. 

En fin, son, como veis, también muchos los motivos para acercarse a esta imaginativa y muy sugerente novela. No dejéis de hacerlo. Cierro ahora mi comentario con una de las muchas “presencias” musicales del libro. En dos situaciones distintas de la narración (no la misma duplicada, sino dos diferentes) “suena” Desafinado, la imperecedera creación de Antonio Carlos Jobim, Stan Getz y Joâo Gilberto. 


LAS PREGUNTAS DE MEREDITH 
Sábado, 26 de junio de 2021, 7.30 horas 
McGuire Air Force Base

- Me niego a ser un programa -protesta Meredith. Adrian, si esa hipótesis es correcta, entonces vivimos una alegoría de la caverna, pero elevada a la enésima potencia. Y eso es insoportable: que no podamos acceder más que a la superficie de lo real, sin esperanza alguna de alcanzar el conocimiento verdadero, pase; pero que encima esa superficie sea una ilusión, ya es para pegarse un tiro 

- No sé yo si “pegarse un tiro” sería propio de un programa -intenta calmarla Adrian mientras le ofrece el tercer café de la mañana. 

Pero Meredith está furiosa, completamente fuera de sí, aunque sea a todas luces un efecto indeseado del modafinilo que toma cada seis horas para no dormirse. Adrian encaja una retahíla de preguntas para las que Meredith no exige respuesta. Las hay de todos los colores. ¿El hecho de que no me guste el café está inscrito en mi programa? Y la resaca de ayer, cuando me convertí una esponja de tequila, ¿también era simulada? Si un programa desea, ama y sufre, ¿cuáles son los algoritmos del amor, el sufrimiento y el deseo? ¿Estoy programada para cabrearme al descubrir que soy un programa? ¿Gozo de libre albedrío, a pesar de todo? ¿Acaso está todo previsto, programado? ¿Todo es inevitable? ¿Qué dosis de caos admite esta simulación? Porque hay caos, ¿no? ¿No hay ninguna forma de demostrar que no, que mira tú por dónde esto no es una simulación? 

Adrian quiere responder que difícilmente podría encontrarse una demostración que invalidara dicha hipótesis, pues la simulación no es tonta y se las apañaría para ofrecer un resultado qué probase lo contrario. Aun así, llevan treinta horas empecinados en imaginar un experimento que la invalide. Los astrofísicos, en particular, intentan observar el comportamiento de los rayos cósmicos de la energía más alta. Consideran imposible, aplicando las leyes “reales” de la física, simularlos con una precisión del cien por cien. La existencia de anomalías en su comportamiento podría demostrar que la realidad no es real. Pero, de momento, no ha dado resultado. 

Adrian detesta la idea de la simulación, no en vano tomó al bueno de Karl Popper como faro de sus estudios de epistemología, un Popper para quien una teoría no tiene ningún carácter científico si nada puede refutarla… Por muchas vueltas que se le dé al asunto, en condiciones iguales, la explicación más sencilla suele ser la correcta. La más sencilla, pero también la más incómoda: la aparición del aparato no puede ser una pifia de la simulación habría sido muy fácil borrarla, retroceder unos segundos). No. Es un test, resulta evidente: ¿cómo reaccionarán miles de millones de seres virtuales al descubrir su virtualidad? 

Adrian se queda con la palabra en la boca, pues Meredith vuelve a la carga. 

¿Vivimos en un tiempo que no es más qué ilusión, dónde cada siglo aparente solo dura una fracción de segundo en los procesadores de ese gigantesco ordenador? ¿Qué es entonces la muerte sino un simple “end” escrito en una línea de código? 

¿Acaso Hitler y la Shoah solo existen en nuestra simulación o existen también en otras?, ¿acaso seis millones de programas judíos fueron asesinados por millones de programas nazis? ¿Acaso una violación es un programa macho que viola a un programa hembra? ¿Acaso los programas paranoicos no son sistemas un poquitín más lúcidos que los demás? ¿Acaso esta hipótesis delirante no es la forma más elaborada de la teoría del complot elaborada más gigantesco de los complots posibles? 

¿Qué perversión es esa de elaborar programas que simulan a seres tan idiotas, otros que simulan a seres demasiado inteligentes como para no sufrir viviendo con los primeros, otros que simulan a músicos, otros a artistas, e incluso otros que simulan a escritores que escriben libros que leen otros programas? ¿O que nadie lee, en realidad? ¿Quién concibió los programas Moisés, Homero, Mozart, Einstein?, y ¿qué sentido tienen tantos programas sin calidad, cuya existencia electrónica transcurre sin aportar nada o muy poco a la complejidad de la simulación? 

O espera, espera, se sulfura Meredith, ¿y si somos un mundo de cromañones simulado por los neandertales, esa raza de sapiens que, contrariamente a lo que creíamos, consiguió sobrevivir realmente hace cincuenta mil años, hasta el punto de querer ver lo que esos primates africanos superagresivos podrían haber hecho si no hubiesen desaparecido, pobrecitos míos? Pues ya está, ahí lo tienen, ahora saben que los cromañones son tan incorregiblemente imbéciles que han arrasado su entorno virtual, destruido sus bosques y contaminado sus océanos, se han reproducido hasta el absurdo, han agotado toda la energía fósil y la práctica totalidad de la especie morirá de calor o de estupidez en apenas cincuenta años simulados. Y oye, ya puestos, ¿qué tal si no somos más que una simulación efectuada por los herederos de los dinosaurios, a los que ningún meteorito habría destruido, que se divierten observando un mundo gobernado por mamíferos? Es más, ¿y si vivimos en la impostura de una biología de carbono concebida alrededor de una doble hélice de ADN, en un universo simulado por extraterrestres cuya vida se organiza alrededor de un triple helicoide y del átomo de azufre? O calla, calla, ¿y si somos seres simulados otros seres igualmente simulados en una simulación más grande todavía, y si todos los universos simulados se encastran los unos en los otros como muñecas rusas? 

¿Cómo saber incluso, cuál es nuestra apariencia? Porque en el programa soy una mujer blanca, joven, morena, demasiado delgada, con el pelo largo y los ojos negros, pero ¿quién nos dice que la simulación no se entretiene creando tantas variantes de mi cara o de mi cuerpo como interlocutores tenga? 

Y mira, Adrian -Meredith está a punto de explotar-, te voy a decir algo menos absurdo de lo que parece: ¿y si hubiese una falsa vida después de nuestra falsa muerte? Porque, ya me dirás, ¿qué les costaría a esos seres tan superiores, tan geniales, añadir a su simulación unos cuantos paraísos de pacotilla para premiar a todos esos programitas dóciles y meritorios que se han sometido a los dictados de cada doxa? ¿Por qué no habrían creado un paraíso para los buenos programas musulmanes que hayan comido siempre halal y se hayan vuelto piadosamente hacia La Meca para rezarle a Alá cinco veces al día? ¿Y otro paraíso para los programas católicos que hayan ido a confesarse cada domingo? ¿Y otro más para los programas que adoren a Tláloc, dios azteca del agua, para esas víctimas sacrificadas en lo alto de las pirámides que regresan a la tierra convertidas en mariposas? 

¿Y si existieron también mil infiernos para esos vergonzosos programas apóstatas, infieles o librepensadores, mil gehenas donde los espíritus emancipados arderían sin descanso, en una tortura eterna y virtual, asediados por demonios rojos y devorados por monstruos de fauces feroces? O, mejor aún, ¿y si esos genios bromistas hubiesen imaginado que cada programa religioso le rezase al dios equivocado? Y, una vez muerto, ¡sorpresa, colega! ¿Eres bautista, budista, judío, musulmán? ¡Pues habría que ser mormón, tontolaba! ¡Venga, va, todo el mundo al infierno! 

Al fin y al cabo, los dioses aztecas crearon varias veces el mundo y varias veces lo destruyeron: Ocelotonatiuh mandó a los jaguares a devorar a los hombres, Ehecatonatiuh los transformó en monos, Quiauhtonatiuh los sepultó bajo una tormenta de fuego, Atonatiuh los ahogó y los convirtió en peces. 

Tales son las preguntas que se hace Meredith, o tal vez su programa, que tiene debilidad por el sentido de la vida y los dioses aztecas. Además, sin ánimo de despreciar el monoteísmo, el mal funcionamiento del mundo se explicaría mejor por un conflicto sempiterno ente los dioses.

Videoconferencia
Hervé Le Tellier. La anomalía

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